Riding High in Texas (50 Years in Texas)
(Bismeaux Records, 2025)
Todos los discos de Asleep At The Wheel son una fiesta (y hasta los muertos lo saben), pero este, en concreto, son dos fiestas. Una, la fiesta habitual de energía, alegría, buen rollo y texas swing a la que nos tiene acostumbrados; la otra, la fiesta que se viene a festejar con la publicación de este disco, la efeméride: una banda formada hace cincuenta y cinco años en Paw Paw, Virginia Occidental, pero que lleva nada menos que cincuenta años, medio siglo, que se dice pronto, siendo una banda de Texas, siendo, si me apuran, la banda más original (original no de ocurrente, sino de pura sangre, con denominación de origen) de Texas, más de Texas que el que lo fundó (ya sea Stephen F. Austin o Fray Antonio de Olivares, cuando lo de la Misión de San Antonio de Valero, El Álamo, allá por 1718: elige tu propia aventura). Este disco es un emocionante homenaje al estado que los acogió, a la tierra adoptiva que ya desde hace tiempo los tiene por embajadores y máximos estandartes de la Estrella Solitaria. La historia y las peripecias del gran Ray Benson y su camarada Lucky Oceans (que dejaría la banda en 1980 para irse con su mujer a Australia) hasta afincarse en Texas, es fascinante. Dos nativos de Philadelphia, Pennsylvania, que se juntan y cofundan en Paw Paw, Virginia, la banda de los despistados, la banda de los que están en Babia, de los dormidos en los laureles o, más literalmente, de los dormidos al volante. Año 1969. Y, al muy poco tiempo, empiezan a abrir conciertos para Alice Cooper y Hot Tuna en Washington DC. Al año, Commander Cody los invita a trasladarse a East Oakland, California. Van Morrison se queda prendado de ellos, los cita en una entrevista de la Rolling Stone y, gracias a eso, consiguen un contrato discográfico con United Artist. Es todo meteórico. En el 73 sacan su primer álbum, el ya mítico Comin' Right at Ya. Al año siguiente, 1974, Willie Nelson los convence para que abandonen Oakland y se trasladen a Austin. El resto, como quien dice, es historia. Pura aristocracia musical de Texas. Incontestable. Por eso este disco, cincuenta años después de aterrizar en el estado de la Estrella Solitaria, que tanto les dio y les sigue dando, es tan especial. De bien nacido (o adoptado) es ser agradecido. La track list del álbum habla por sí misma. Son sus diez canciones texanas favoritas. Con su nuevo vocalista y violinista, Ian Stewart (este sí, natural de Austin, Texas, de pura cepa) y varios de los miembros originales de la banda (por la que han pasado tantísimos músicos brillantes), acometen temas de Peter Rowan, Ernest Tubb, Charlie Daniels, AP Carter, Guy Clark y Jimmie Rodgers, entre otros. «Ridin' High in Texas», con Billy Strings de invitado (que no es exactamente de Texas, es de Lansing, Michigan, pero a estas alturas ya ha demostrado de sobra que puede ser de donde le dé la gana); «Texas in my Soul»; «Long Tall Texan», con otra eminencia texana, el «texano alto y espigado» por antonomasia, el gran Lyle Lovett; «Texas», de Charlie Daniels; «Texas Cookin'», del maestro Guy Clark, el luthier de todos ellos; «Lonesome Pine Special», con la maravillosa y favoritísima de estos últimos años (que, por supuesto, ya ha aparecido un par de veces por este ventorrillo), su majestad Brennen Leigh; «T for Texas (Blue Yodel, nº1»; «All My Eyes. Live in Texas», de los Shafer; «There's Still A Lot Of Love in San Antone» y el «Beaumont Rag», arreglado para la ocasión, como mágico fin de fiesta, por el propio Ray Benson. Basta con citar la susodicha lista de temas para que ya el corazón se te desboque. Y, casi al mismo tiempo, la banda ha querido extender la fiesta con la recuperación de una grabación de archivo que es una auténtica locura, unas grabaciones en directo del año 1977 (Live and Large, 1977), cuando la banda estaba en plena forma, con sus doce miembros y sus cuatro cantantes, en su máximo apogeo creativo y musical, un pedazo arrebatado a la historia y enmarcado en oro, un auténtico fiestón que levanta, en efecto, hasta a los muertos que mentábamos al principio. Equiparable a la felicidad borgiana de leer a Chesterton. He dicho.
