LUKE BELL

The King is Back

(All Blue Recordings & Thirty Tigers, 2025)

Ya va para diez años que reseñamos por aquí su tercer y último disco, homónimo, como el primero, seducidos tanto por lo que vimos y escuchamos en la ya hoy mítica sesión de Daytrotter (allí estaba todo: el acento, la bebida, la juerga, la caballerosidad, la soledad, «marca de nacimiento de los espíritus errantes», «la risa y el corazón roto del que se ríe dejando claro que lo de estar tan jodido no es, ni mucho menos, cosa de risa»), como por aquello que se decía a propósito de sus canciones, esto es, que tenían la calidad de los relatos de Hemingway, «si Hemingway hubiese deseado ser Hank Williams en lugar de un borrachuzo en una isla». Aquella exquisita mezcla sónica de Bakersfield, Wyoming y Nashville, la autenticidad de alguien que sabía levantar cercas, reparar tanques de agua, domar caballos y cavar surcos de aguas residuales, perito en todo ello gracias a los veranos pasados en el rancho de sus abuelos. Nada podíamos imaginarnos por aquel entonces de lo que había detrás ni de lo que vendría luego. Y lo que vino luego (lo que nos desveló lo que había detrás, demasiado doloroso por haber vivido un caso paralelo muy cercano —joder, Xavi, Facebook me sigue recordando cada año el día de tu cumpleaños, como si nunca te hubieses tirado de aquel malhadado balcón berlinés…, ahora me dirijo al vacío de vez en cuando para decirte que aquí, los de la vieja pandilla, llevaremos siempre el luto en los tatuajes que nos hiciste—), fue la noticia, seis años después, de su desaparición y su muerte. El 29 de agosto de 2022, encontraron su cadáver tirado en un aparcamiento de Tucson, Arizona, no muy lejos de donde había desaparecido nueve días antes. Tenía treinta y dos años, la vida no le dio más tregua. La familia informó de que había cambiado la medicación para el tratamiento de su trastorno bipolar. Unos días más tarde, el 18 de septiembre, las autoridades médicas anunciaron que había muerto por sobredosis de fentanilo, el 26 de agosto (accidental o premeditado, nunca lo sabremos). Llevaba más de tres días muerto cuando encontraron su cadáver. En los últimos años de su vida se había convertido en un sin techo, dormía en coches y campamentos de vagabundos, viajaba en trenes, entraba y salía de celdas de detención, bebía y se peleaba más de la cuenta, finalmente convertido en eso que tanto romantiza la industria y el consumidor del artista torturado que no tiene donde caerse muerto («artista homeless» pusieron una vez en el informe que te hicieron, una de aquellas veces que te encontraron vagando perdido por los suburbios berlineses, Xavi, qué poco romántico todo cuando te toca tan de cerca). Él comparaba su cerebro con un bronco, con un caballo salvaje: «Cada vez que pienso que tengo a ese caballo bajo control y que todo va a estar bien, se me desmanda y me tira al suelo». Su muerte lo catapultó. Así de infame es todo. Tienes que morir para ser rentable. «Tienes que morir para ser una buena apuesta», diría años más tarde su madre. No su música, sino su trágica historia, fue lo que lo encumbró en el frío mundo de iTunes y Spotify. Ahora sale este emocionante (y fastuoso) disco, The King is Back (que no podía tener mejor título), una colección de veintiocho canciones inéditas compiladas por su hermana, Jane, una buena muestra del increíble talento que se perdió en aquel aparcamiento de Tucson, nacida, aparte, con el propósito de recaudar fondos para el Luke Bell Memorial Affordable Counseling Program, creado por la familia para brindar servicios de salud mental asequibles a los residentes de su ciudad natal. Convivir con alguien así es una pesadilla. Cualquiera que lo haya padecido lo sabe. Su familia sabía que su música era su salud (con Xavi pasaba exactamente lo mismo, su música y sus pinturas, los tatuajes que nos hizo). Por eso la felicidad de este disco, que nos devuelve al Luke Bell entusiasta, genial, torrencial, emocional, conmovedor y saludable, su encanto y su calidez por delante de toda la sombra que acarreaba a sus espaldas. Como cuenta Zach Schmidt, que lo conoció en el club The 5 Spot de East Nashville al poco de llegar de Pittsburgh (y que lo recogió muchas veces en mitad de la noche, cuando aparecía tirado en el césped de algún contribuyente): «Su energía era contagiosa. No tenía rival en todo lo que hacía. Y lo tradujo en su música». Andrija Tokic, desde su «Refugio Antiaéreo», se encargaría de inmortalizar todo eso. De los músicos contratados para las sesiones, nadie podía esperarse que aquel tipo con las botas desanudadas, camisa sucia y gorra de camionero que los ayudaba a descargar el equipo fuese el artista para el que iban a trabajar, «la persona más amable de la habitación». Siempre fue así, lo que ves es lo que hay, sin trampa ni cartón. Sin poses ni imposturas. Él mismo lo decía: «Escribo canciones sobre el lugar del que procedo, los lugares en los que he estado, la gente que he conocido, los trabajos que he tenido, los recuerdos que recuerdo y los sueños que sueño». Nada más, y nada menos. Esto, por tanto, es un regalo caído del cielo. Gozoso y triste al mismo tiempo y por la misma razón: el inmenso talento que, por desgracia, se perdió. Veintiocho canciones y ni un solo flaqueo. Un álbum doble, emocionante y feliz, como pocos. Abrumador. Qué pena, pero qué alegría.