JOHN FULLBRIGHT

From the Ground Up
(Blue Dirt Records, 2012)

Podría despachar esta reseña con una sola frase y quedarme tan ancho. No haría falta más. Entre tú y yo nos entenderíamos y podríamos pasar sin más preámbulos a la siguiente pantalla. La frase sería algo así: «John Fullbright es natural (sic) de Okemah, Oklahoma». Punto. Acto seguido, el lector de esta reseña se quitaría el sombrero, se santiguaría y daría gracias a Dios por este disco. Claro que no todos son como tú y como yo (por fortuna para ellos, supongo, o para nosotros), así que no estará de más añadir algunos cuantos datos para los incrédulos, los ignorantes, los inocentes… Apuntaré que el último censo estableció en Okemah una población de 3252 habitantes con un 26,6% de sus residentes nativos americanos, concretamente de la tribu Muscogee, el Pueblo Tribal Thlophlocco. El pueblo tiene un lema. Sí. «Hogar Natal de Woody Guthrie y del Woody Guthrie Folk Festival». Añádasele Gran Depresión y muchas tormentas de polvo. Una de sus celebridades fue un astronauta, William Reid Pogue. Colaboró en varias de las misiones Apolo y estuvo a cargo del Skylab 4: ochenta y cuatro días, una hora y quince minutos en el espacio, algo no tan desolador y solitario, seguro, como un par de horas, un domingo por la tarde, con todo cerrado, bebiendo cerveza con tu novia de siempre en las afueras de Okemah. Más astronauta en Oklahoma que en cualquier otro lugar del espacio. Nada más marciano. Música para Crónicas Marcianas (de Bradbury, por supuesto, no me sean catetos). Perfectamente. Y si no que se lo digan a John Fullbright. Cantaba Lou Reed aquello de los pueblos pequeños (en relación al Pittsburgh de Andy Warhol), que cuando naces en un pueblo pequeño solo eres consciente de una cosa: te tienes que marchar. John Fullbright, que en realidad no es de Okemah, sino de una granja de ochenta acres situada en Bearden (último censo: 133 habitantes), seguro que opinaba lo mismo. En realidad, para él, Okemah era la gran ciudad, el lugar donde iba al colegio y al instituto. Había un bar al que iba a cantar con un ampli que sacaba prestado del colegio y fue allí donde un buen día debutaría en el Woody Guthrie Folk Festival. Y luego estaba Oklahoma City, la capital del estado, concretamente el Blue Door, el mítico bar donde tocó por primera vez en abril del 2008, después de haber mordido ya el polvo de la carretera militando en la banda de Mike McClure y en los Turnpike Troubadours, todo muy «red dirt», todo muy Marte. Allí, en su cuarta noche, grabaría un directo que ya es hoy pieza de coleccionista (Live at The Blue Door, tremendo) y a los pocos meses, siguiendo a pies juntillas el consejo de Guthrie que tantas bandas y músicos desoyen de manera tan lamentable («canta sobre lo que ves»), grabó su primer disco de estudio, este maravilloso From The Ground Up, en claro homenaje a la granja y a la tierra donde se crió. Así que, en efecto, bastaría con decir lo que sugería decir al principio y quedarme tan ancho: «John Fullbright es natural de Okemah, Oklahoma (bueno, de Bearden, del condado de Okfuskee, en cualquier caso)». Música de astronauta.

JULIAN PRIMEAUX (and his royal rowdy co.)

Flowers from my Bones
(Nature and Grain Music, 2008)

En algún momento del año 2013, noviembre si no recuerdo mal, anduvo por Barcelona y por La Traviesa de Torredembarra acompañando a la guitarra a otro. Al otro le hicieron más caso. Sus credenciales eran más llamativas (de él había dicho Kris Kristofferson que era lo mejor que había oído en 30 años, claro que Kris Kristofferson, ya lo sabrán, es muy sentido para estas cosas…). Por aquí, sin embargo, llevábamos ya varios años siguiéndole la pista a él, al «acompañante», del que solo dijeron que acompañaba, que acompañaba bien, eso sí, pero solo eso, también algún comentario posterior de reseñista enteradillo referente a su proyección de «joven promesa sureña». ¡Pues joder con la joven promesa! Es más: ¡Joder con lo de las jóvenes promesas, en general! Qué comentario más insustancial (es como para decir: «Tú sí que fuiste una joven promesa, o ni eso, y mírate ahora, no tan joven reseñista, te duele la espalda, sigues sin saber tocar la guitarra y perdóname si te pregunto pero ¿cuánto te han pagado por decir tamaña soplapollez?»). En fin. Bastaba con bichear un poco por ahí para saber que el bueno de Julian era nada más y nada menos que el auténtico genio creativo de los gloriosos Howdies, esa banda sureña que ensayaba «en el quinto infierno», allá en el sur de Louisiana (concretamente: en Lafayette). Literalmente, ensayaban en un tráiler en mitad del bosque con un sabueso sonriente acechando en el porche. Como quien destila moonshine en la espesura, ellos mezclaban zapateado, swing, rocabilly, zydeco, blues y country. Tremendo pelotazo. Y sonaban como Dios. Hasta que dejaron de hacerlo. Se separaron en 2012. Y dolió. Pero lo de Primeaux venía de lejos. Antes de todo estuvo la banda de su padre (y antes incluso la del padre de su padre, y la del padre del padre de su padre, y así ad infinitum): A.J. and The BadCats, en el mismísimo corazón del territorio cajun, a quince minutos del Golfo de México. Puntas de flecha en el barro. Se subió por primera vez a un escenario a los 8 años (la «joven promesa»). La cosa le viene, ya digo, de generaciones. Su sonido tiene una solera de 165 años de experiencia. Flowers from my Bones fue su primer disco con la Royal Rowdy Company y, desde que sonó en casa por primera vez en el 2008, cada vez que lo pongo (y lo pongo mucho), no puedo evitar sonreír. Es puro Pantano Atchafalaya. Canciones de azufre y llamas infernales. Mucho Jesús y Satán. Sermones eléctricos pero no de la montaña sino de más abajo, del valle, de la ciénaga, de donde chapotean y hieden las cosas del pantano. Música para una banda sonora de John Constantine. Salvo el Wurlitzer, la batería y las palmas, lo toca todo él. Incluidas las caracas y las cadenas. También produce y escribe todas las canciones. La 3 y la 5, «Red Rodeo» y el brutal «Sinners & Sisters», están tocadas al viejo estilo tradicional del One Man Band. Nada mal para un simple «acompañante».

JUMP BACK JAKE

Brooklyn Hustle/Memphis Muscle
(Ardent Music, 2008)

Bandas que en 2008 (por ejemplo), sacaron un disco glorioso que parecía que iba a sacarnos por fin del agujero, un disco que era imposible dejar de escuchar, y que luego, por causas arcanas (egos, novias, adicciones, hartazgos, abducciones, ensaladas en mal estado…), tras un par de EPs que apuntaban a otras direcciones, desaparecieron sin dejar rastro. Maldita sea. Normal que te entren ganas de convertirte en una especie de Annie Wilkes (sí, la enfermera de Misery de Stephen King). Contratar a alguien para que dé con la pista de todos los miembros del grupo. Averiguar el motivo de su silencio. Engañarlos con tretas y reunirlos en una casa apartada en el campo (a ser posible en invierno, con mucha nieve, mucho lobo y mucho bosque). Ser todo amabilidad y sonrisas. Hacerles tartas. A la menor sospecha, inmovilizarlos con pequeñas lesiones «accidentales». Mantenerlos encerrados en un sótano engañosamente confortable. Instalarles un Hammond B3, unos vientos y un par de guitarras. Obligarles a grabar un disco detrás de otro. Solo para nosotros. Bajarles la cena con una flor y matarlos si su música se vuelve cansina o si de pronto les da por ponerse nostálgicos… Al sabueso que contratemos para dar con su paradero le facilitaremos los pocos datos que hayamos podido obtener: Jake Rabinach, el líder del grupo, se largó un buen día de Brooklyn a Memphis en busca del soul de los sesenta, en busca del sonido Stax. En 2006 formó la banda Jump Back Jake y dos años después grabaron el glorioso Brooklyn Hustle/Memphis Muscle. La cosa es una verdadera fiesta, rock ‘n’ roll con aroma soul, todo maravillosamente «groovy». Por ahí dicen que es algo así como The Hawks (futuros The Band) con «feeling» de Muscle Shoals. Gloria bendita, oiga. Y antes de pagarle sus honorarios por adelantado y que se ponga en marcha le sugeriremos al detective que se escuche bien el tema «Samson» o el «Say a Prayer», qué coño, cualquiera…, para que sepa de qué clase de gente estamos hablando. Y yo ya si eso voy comprando la codeína y el hacha…

JOSHUA BLACK WILKINS

Fair Weather
(self released, 2013)

Ahora es cuando yo entro en la sala, me siento en el círculo de gente extraña, me pregunto qué demonios estoy haciendo aquí, me engaño diciéndome que solo vengo por los pasteles y el café gratis que sirven al final, o por el desenlace soñado con esa chica intrigante que asistió a la sesión anterior y que hoy, maldita sea, no se ha presentado (mi gozo en un pozo), por lo que barajo la posibilidad de marcharme sin hacer ruido, pero entonces me llega el turno y todos los presentes se dirigen a mí con sus miradas vidriosas y compasivas y no me queda otra que dar el primer paso y decir: sí, en efecto, reconozco que tengo un problema, padezco de «completismo». Cuando algo me gusta, lo quiero todo. «Todo lo de…». Sin excepciones. El menú completo, por muy enojosa y lamentable que, en ocasiones, sea la guarnición (¿tomates cherry?, ¿en serio?). Esto me ha hecho ingerir mucha basura (sigo ingiriéndola), basura de gente que ni ante el Tribunal de Núrenberg reconocería que la ha cagado con todo el equipo (el disco de reggae de Willie Nelson, los años ochenta de Waylon Jennings, los años ochenta de cualquiera, las monstruosidades navideñas de Johnny Cash, las monstruosidades navideñas de cualquiera…). Lo llevo más o menos bien. Gracias. Me estoy quitando. Metadona con Tang de naranja en vaso pequeño. Aunque es un proceso lento y doloroso: el reconocimiento de una caída (¿qué fue de Martin Scorsese, de Woody Allen, de Paul Auster, de Leonard Cohen…, de Dylan mejor no hablamos, ni de Neil Young…). La vida es muy jodida. En fin, ¿qué os voy a contar? El caso es que, afortunadamente, hay salvedades. Casos excepcionales en los que la fidelidad, año tras año, se ve compensada. Magia. Llámalo «X». Y Joshua Black Wilkins es uno de esos raros pistoleros que siempre dan en el blanco. Gente por la que siempre puedes apostar. Lo cierto es que se le conoce más por sus trabajos fotográficos. Es con eso con lo que se gana la vida. Y quizá por eso sus discos sean tan buenos. Porque no hay industria ni intención de medrar. Se los autoproduce, suele hacerse cargo de todos los instrumentos, como cuando fotografía: se defiende en solitario. Graba y fotografía sin artefactos digitales. Prefiere lo analógico, el vinilo y los instrumentos vintage. Hay en todo ello una vieja actitud punk de yo me lo guiso y yo me lo como y lo que tú pienses, la verdad, me la suda bastante. No me parto el corazón para agradar a nadie. El resultado es tosco, resuelto, crudo e inhóspito (la presentación no puede ser más parca: un trozo de cartón con el disco dentro y si te he visto no me acuerdo). Es puro East Nashville, nada que ver con el Music Row del «downtown» que retrata ese horror de serie que es Nashville. No repetiré aquí los lugares comunes que suelen soltar los entendidos a propósito de a quién recuerda su voz de barítono brusca y aguardentosa. Ya os lo podréis imaginar. Solo diré que su música suena a lo que transmiten sus fotografías: esa América del Sur profundo, clase obrera y sudorosa, de trenes perdidos. «Country noir», para los etiqueteros de turno. Y hoy destaco el Fair Weather, pero podría recomendar cualquiera de sus discos. Porque son gloria bendita. Todos. Sin excepción. Aunque ¡mierda!, anoche descubrí que me falta uno: The Girlfriend Sessions, las trece canciones que grabó del tirón, en una sola sesión de doce horas, en una cálida tarde soleada de Tennessee, con dos cintas, una guitarra, un banjo de seis cuerdas y la asistencia del violín de la maravillosa Amanda Shires (una de las artistas que tengo en la sección «¿Quieres casarte conmigo?» de mi discoteca –en la que también está Malcolm Holcombe, no se crean–). Guerra, pobreza, adicción, corazones rotos y soledad. Sin concesiones de gourmet. Sin nitrógeno líquido ni insensateces caramelizadas a lo MasterChef. Y no puedo esperar a salir de esta reseña para llamar a mi dealer. Lo necesito y lo necesito ya. Así es que me perdonaréis. Me largo. Nos vemos en la próxima. Me llevo uno de esos bollos glaseados y un café para el camino. Si se presenta la chica intrigante del otro día decidle que yo también la amo, pero que me ha surgido una cosa. Sí. Lo reconozco. Tengo un problema.

PETE BERWICK

The Legend of Tyler Doohan… and other tales of victory and defeat.
(Little Class Records, 2015)

La verdad es que ha sido un reencuentro portentoso. Se me pasaron un par de discos y un par de novelas desde aquel glorioso Just Another Day In Hell que escuché en su día hasta extenuarlo y este recientísimo The Legend of Tyler Doohan (que ya va camino de acabar igual). No sé en qué cojones estaría pensando (tanta ñoñez de por medio). Siete años que han llevado a este pionero del cowpunk (olvídate de los Scorchers, de los Beat Farmers y de los putos Long Ryders), boxeador amateur, el último de los «hardcore troubadours», desde el sello Shotgun Records hasta la imprescindible Little Class Records, una discográfica con un nombre que le viene como anillo al dedo. Poca clase, música que suena, como muy bien dijo el reverendo Keith A. Gordon, a «cerveza fría al final de quinientas millas por una carretera mierdosa, así de condenadamente bien». El reverendo no recuerda dónde conoció exactamente a Pete Berwick. Debió ser en un túnel de lavado, en la fila de de una de las muchas tiendas de empeños de Nashville o puede que durante una pelea de bar en algún callejón trasero del Music City Dive. Ya se sabe lo que suele decirse de los ochenta, si realmente te acuerdas de esa década, bueno, es que no la viviste. Las notas de prensa (de prensa muy underground, prensa muy peregrina, muy de «fuck mainstream», muy de «métete a Garth Brooks por el recto», prensa de puro corazón, prensa, en definitiva, fiable), no pueden ser más elogiosas. «Imagínense el blues de Bob Dylan mezclado con la urgencia de Social Distortion y The Clash, y se harán una idea bastante aproximada de qué va el rollo de Pete Berwick». «Berwick se ha ganado su posición entre leyendas como Hank, Waylon, Townes Van Zandt, Steve Earle y John Mellencamp. Su voz canta al corazón roto, al dolor y a la redención, y como en la vida real, los finales no son siempre felices». «Su voz descarnada y su estilo de música nos retrotraen a los tiempos de los forajidos del country como Waylon Jennings, Johnny Cash y sí, incluso David Allan Coe. Sus canciones nos relatan las historias de los héroes de la clase obrera. Si no os gusta Pete Berwick… podéis besarme el culo». «Me hace pensar en que Hank lo hubiese hecho así». Y, por último, mi favorita: «Berwick es, a partes iguales, Johnny Cash, Steve Earle, Jack Kerouac y James Cagney marinados en whisky y gasolina». El puto amo. Así que, en efecto, si no estáis ya bicheando por ahí para escucharlo, que os den.

TOWNES VAN ZANDT

The Late Great Townes Van Zandt
(Charly, 2015)

Se trata, sin duda, de un género que cuenta con auténticas joyas literarias. Recuerdo especialmente las notas que escribió Stephen King para aquel disco tributo a Los Ramones (We’re A Happy Family, 2003), probablemente lo único rescatable de aquel álbum. Y lo traigo a colación porque la semana pasada mencionamos este glorioso disco que grabó Townes Van Zandt en el 72, que acaba de reeditar el sello Charly para conmemorar el cincuenta aniversario del comienzo de su turbulenta carrera musical. Las notas de quien fuera su manager y productor, Kevin Eggers (redactadas desde una habitación del Hotel Chelsea de Nueva York), son también impagables. En ellas recuerda emocionadamente una calle y un barrio. El 54 de Remsen Street, en Brooklyn Heights. La foto de la cubierta está tomada en el salón de la vieja casa de ladrillo rojo del siglo XIX en la que vivía Kevin Eggers con su mujer (la del cuadro es su tatarabuela) y sus hijos en el 71. Desde las habitaciones de aquel inmueble se podía oler el mar. Cuando Townes no estaba en la carretera o perdido en algún lugar inconcreto de Houston, residía en la cuarta planta, en una habitación que compartía con dos periquitos. Allí compuso las canciones (entre ellas las inmortales «Pancho and Lefty» y «If I Needed You») de esta obra maestra que luego irían a grabar a Nashville, en los estudios de «Cowboy» Jack Clement. Eggers recuerda que Townes bajaba a desayunar todos los días y luego se encerraba a componer durante cinco o seis horas en su habitación. El sonido de su guitarra inundaba la casa junto al de las sirenas de los barcos que se alejaban río abajo. Aquel barrio era un sitio mágico. Townes disfrutaba de la compañía de los fantasmas de quienes habían fatigado sus calles antes que él: Thomas Wolfe, Carson McCullers y el gran Walt Whitman. No era raro toparse en la panadería con Arthur Miller, Norman Mailer o Truman Capote. Por la casa de Eggers pasaban a vaciar botellas de bourbon, tequila, whisky y oporto músicos como Johnny Winter, Jerry Jeff Walker, Dick Gregory o el matrimonio Clark (Guy y Suzanne), antes de dejarse caer por los bares del Greenwich Village (el Dug Out de Bleeker Street, donde tocaban Phil Ochs y Dylan, o el Kettle of Fish, donde una noche Emmylou Harris sorprendió a Townes nada más conocerle cantándole su «Tecumseh Valley» a bocajarro). Aquellos días en el 54 de Remsen Street fueron los más creativos y los más felices de la vida de Townes. Sus discos no se vendían, no poseía más que una vieja guitarra Martin con una funda forrada de terciopelo en la que atesoraba cristales de colores, púas, uno o dos anillos de alguna novia pasada o presente, la llave del apartamento de una amante perdida, abalorios indios y una edición de bolsillo de los poemas de Robert Frost. El sello Poppy quería echar a Townes de su lista de artistas y este álbum estuvo a punto de no grabarse. Fue el penúltimo que hizo con Eggers (el siguiente, The Nashville Sessions, jamás llegaría a editarse). El título fue una broma oscura para carcajearse del siniestro hábito de la industria musical de sacar un álbum homenaje cuando al cadáver del artista de turno aún no le ha dado tiempo a enfriarse. Típico título de disco póstumo: El Gran Fallecido Townes Van Zandt. A nadie le interesó. Y lo cierto es que Townes ya casi era un cadáver andante. La caída era inevitable. Eggers recuerda el día en que al salir del estudio, en el nuevo Cadillac de Jack Clement, Townes le ofreció los derechos de todas sus canciones por doscientos dólares. Estaba con el mono y necesitaba meterse un chute. Acabaron peleándose en la hierba. Luego estuvieron años sin verse. Cuenta Eggers que la última vez que le vio fue en Austin, en 1996, tres meses antes de su muerte. Estaba hecho mierda. Había ido a grabar un dúo con no sé qué artista a los Estudios Pedernales pero no pudo ni sostener la guitarra. Se olvidaba constantemente de la letra. Después fueron a cenar y Townes dijo que llevaba días sin comer. Al salir del restaurante recitó un poema. Se rió y la bautizó como su última canción: la tituló «Sanitarium Blues». Luego desapareció calle abajo para siempre.

CHAD ELLIOTT

Wreck And Ruin
(Chad Elliot.net, 2015)


Esta semana, coincidiendo con la reedición del The Late Great (con cuatro «bonus tracks» y un precioso «booklet» ilustrado de 20 páginas que incluye las letras y un texto de quien fuera su productor y manager, Kevin Eggers; una más de las maravillosas remasterizaciones a las que nos tiene acostumbrados el sello Charly, esta vez para conmemorar el cincuenta aniversario del comienzo de la turbulenta carrera musical de Townes Van Zandt) han caído en nuestras manos dos discos que incluyen sendos homenajes al mítico cantautor de Fort Worth, Texas. El primero nos llega desde el Yukón, Canadá, con el tema que da título al último álbum de Gordie Tentrees, «Less is More», «Menos es más», con un estribillo en el que conviven títulos y frases de temas de Mary Gauthier (de la que también hace una versión al final del disco, «Camelot Hotel») y el susodicho Van Zandt, una verdadera declaración de principios sobre la sencillez, la desnudez y la crudeza («[…] between the daylight and the dark, to live is to fly, / Christmas in Paradise, waitin’ around to die, / for the sake of the song, I ain’t got no home, if I needed you, false from true […]»). Pero el que verdaderamente nos ha puesto el pelo de punta ha sido el «Ghost Of Townes» que se pasea por el vigésimo álbum de Chad Elliott, natural de Des Moines, Iowa, producido por Ken Coomer (batería de Wilco y Uncle Tupelo) con la complicidad de los legendarios «nashvilleanos» Kenny Vaugham y Dave Roe, a la guitarra y al bajo respectivamente. Elliott procede del mundo folkie, aunque en este álbum quedan atrás esas raíces y se nos vuelve algo más rockero. A mí no me ha pasado, pero supongo que cuando un concierto de Lyle Lovett te salva por los pelos (a ti y a toda tu familia) de morir arrasado por un tornado en Oklahoma este es, más o menos, el disco que te sale.

THE MERCY BROTHERS

themercybrothers.jpg

Holy Ghost Power!
(Rootsy.nu, 2013)

Grabado en Lafayette, Louisiana. Nada menos que avalados por el público del Chickie Wah Wah de Nueva Orleans, ahí es nada. Góspel de tradición sureña, oscuro, gótico, aterrador, mezclado con el sonido secular del country blues. Música para levantar a los muertos. Música para caer de rodillas y elevar los brazos al cielo. La alegría de pecar y redimirse (y pecar de nuevo, ad infinitum). Música de dedo que te señala. Música de rasgarse la camisa. Música de confesar y de letanía (ora pro nobis). La misma tensión espiritual que dio lugar en su día a Jerry Lee Lewis y a Jimmy Swaggart. Música para incendiar pianos y casarte con la hija de tu primo, la de doce años. Especialmente indicada para pecadores jubilosos y arrepentidos (o no). Este es el disco que estábamos esperando. Música para sumergirse en el Jordán. «Canciones de Fe & Devoción, Amor & Desesperación. Canciones del Espíritu desde Ambos Lados». Lo mismo te invoco a Jesús que te salgo con el mismo Diablo. Predicadores afónicos desgañitándose en las ondas. Bautizos en los pantanos. Y todos a bailar. A dar saltos y gritos y a hablar en lenguas muertas. A sufrir sacudidas y convulsiones. Mucha palma, tapas de cubos de basura, Wurlitzer, Resonator, pandereta y kazoo. También banjo y trombón. Southern soul, saloon blues, rock ‘n roll… que no falte de «ná». El servicio incluye las «Llaves del Reino», «10.000 ángeles» y «el gozo de la Palabra». Música consciente de que la comida del diablo sabe a tarta. Mmmmmmm. Deliciosa. Música para apretarse el Cinturón (Bíblico). Biblias y pistolas (y moonshine). Reverendos ambulantes. Misas ruidosas en cobertizos malolientes. ¡Venid con el corazón contrito, venid al banco de las lamentaciones! ¡Venid, cojos, lisiados y ciegos! ¡Venid con el espíritu partido! ¡Venid vosotros que tenéis el alma negra de tanto pecar! ¡Venid con vuestros andrajos, vuestros pecados y vuestra suciedad! ¡Esta música os limpiará, os abrirá las puertas del Cielo! ¡Entrad y descansad! Congregaciones poseídas por sermones exaltados. Sudor y baba. Música para bailar con serpientes. ¡Aleluya!

SAMUEL JAMES

Songs Famed For Sorrow And Joy
(Northern Blues, 2008)

«El Mesías de Portland (Maine) del Blues del Delta». Así lo llamaron en algún sitio. Y a ver cómo se guisa eso. A ver qué autopista justifica una cosa tan peregrina. Recuerdo aquel artículo de Jesse Hughey en un Dallas Observer de hace seis años, a propósito de la autenticidad. En la adaptación del glorioso cómic de Daniel Clowes, Ghost World (2001), Steve Buscemi está en uno de esos infernales sport-bars tratando de escuchar a un viejo y desconocido bluesman, Fred Chatman (J. J. «Bad Boy» Jones, en la vida real) que está desgañitándose en el escenario por encima del ruido de la barra y el estruendo de la jukebox. En un momento se le acerca a Steve una chica a la que le «encanta el blues» y Buscemi, muy pedante, le explica que lo de Chatman, más que blues, podría clasificarse de forma más ajustada como ragtime, porque el blues auténtico tiene una estructura más convencional de estrofas de doce compases. Entonces la veinteañera le dice que si le gusta el «blues auténtico», que espere a oír a los Blueshammer en cuanto acabe ese carcamal: cuatro chavales blancos guapetes (californianos) que la emprenden ruidosamente con un tema sobre lo jodido que es trabajar en los campos de algodón: la prueba viviente de que los doce compases no son prueba de autenticidad ni por asomo, como lo demuestra (y esto ya a título personal) el coñazo de Stevie Ray Vaugham y sus mil infames imitadores. La autenticidad es otra cosa. Y Samuel James la tiene. Le rebosa por los poros, aun hallándose a cientos de kilómetros del Delta, muy lejos de la autopista 61. Estilo pre-Segunda Guerra Mundial, ragtime, Delta Slide Guitar y country, mezcla de nuevo y tradicional (bisnieto de esclavos, nieto de bluesman e hijo de un pianista profesional), multi-instrumentista, ya sea a cargo de su seis cuerdas, su doce cuerdas, su resonator o su banjo (le gusta tocar solo), Samuel quedó huérfano a los doce años, una dura adolescencia de negro en casas de adopción de Portland Maine (paraíso de los blancos) antes de reunirse con su padre a los 17: eso es blues y no todas esas gilipolleces impostadas que nos venden con sello de House of the Blues (nosotros siempre hemos sido más de Fat Possum). Este Songs Famed For Sorrow And Joy fue el álbum con el que se dio a conocer. El comienzo de una gloriosa trilogía de Blues Norteño. Historias con finales a lo O’Henry. Los títulos de los temas son impagables: «The “Here” Comes Nina Country-Ragtime Surprise», «Sugar Small House And The Legend Of The Wandering Siren Cactus» o «Runnin’ From My Baby’s Gun, Whilst Previously Watchin’ Butterflies From My Porch». Sí.  «El Mesías de Portland (Maine) del Blues del Delta». Y mucho más que eso.

DAVID RAMÍREZ

Apologies
(Sweetworld Music, 2012)

Acaba de salir el Fables, su tercer disco, y en los tres años que han pasado desde este descarnado Apologies las cosas han cambiado. Hubo una crisis, quiso alejarse, poner tierra de por medio, sintió la presión de la industria y mandó todo a paseo. No quería meter más ruido en el mundo. Lo fácil habría sido ofrecer más de lo mismo, pero habría sonado falso porque, como digo, las cosas han cambiado. Ahora hay más gente en la ecuación (aparte, ya hay bastantes idiotas impostados, disfrazados de llaneros solitarios, inventándose dramas desde sus cómodos sofás y cantando acerca de traiciones y carreteras que jamás han padecido). La vida del trovador errante, es cierto, tiene su halo romántico. Y David Ramírez se dedicó precisamente a eso durante más de diez años: a estar solo y aislado, sin banda, sin manager y sin compañera. Ni siquiera un perro. Solo carreteras y cigarrillos (como en la canción de Son Volt; Jay Farrar, claro, he ahí uno que sabe de bandas y soledades…). En ocasiones, abrió conciertos para grupos que admiraba. Y envidiaba el sentimiento de camaradería que detectaba cuando se disponían a salir al escenario. Permanecía entre bambalinas, tras su set de seis o siete canciones, apurando su cigarrillo, solo. Más tarde, lo afirmaría: eso era lo que quería, lo que en el fondo sueña cualquier chaval que se pone a ensayar en el garaje: una banda para comerse el mundo (un bocado muy triste si no lo compartes con nadie, ni siquiera con un perro). Así que, en efecto, esa vida de trovador solitario puede tener su halo romántico, pero cuando un día el cuentakilómetros de tu Kia Rio marca 260.000 millas, la novedad y el romanticismo comienzan a perder su atractivo… En Fables hay amor y hay amigos (y puede que un perro). Por eso tardó tanto en sacarlo. Hay familia. En Apologies no. En Apologies no hay ni perro. Apologies es el disco de aquellos años de cigarrillos y carreteras. Un disco brutal. El «Chapter II» con que empieza pone el pelo de punta («enterrado bajo todas las mujeres y el alcohol / hay un hombre al que conozco que se avergüenza de lo que he elegido»); cómo entra la armónica, la pedal steel y la percusión en el minuto 02:00 (brrrrrr)… Pero es en el tercer corte, «Stick Around», donde David Ramírez nos pone al descubierto todo su anhelo y su desamparo: «Hoy voy a subirme a ese tren, / no tengo a dónde ir ni ninguna razón para quedarme. / En cuatro años he viajado ciento sesenta mil millas / y el viento sigue tirando de mí. // Puede que me vaya porque voy buscando algo, / puede que me vaya porque algo me busca, / puede que me marche porque aún no he encontrado a nadie / que me mire a la cara / y me diga: // Quédate. / Te quiero a mi lado. / Quédate. / No hay ningún motivo para irse, / el camino ha sido duro pero yo nunca te haré daño. / Quédate. // Postales y mapas de carreteras, / callejones vacíos, cigarrillos, / cinco millas hasta el próximo desvío / y luego a cantar frente a una sala llena de extraños. // Echo de menos a mi familia. / Echo de menos a mi hermano. / Me pregunto si su hijo llegará a conocerme algún día. / Me pregunto si llegaré a tener un hijo algún día. / Ojalá alguien me retuviese y me dijese: // Quédate. / Te quiero a mi lado. / Quédate. / No hay ningún motivo para irse, / el camino ha sido duro pero yo nunca te haré daño. / Quédate. // Hoy voy a subirme a ese tren, / no tengo a dónde ir ni ninguna razón para quedarme. / En cuatro años he viajado ciento sesenta mil millas. / Quizá algún día… // me quede». Fables es el disco del día que se quedó. Y es también de nivelazo, aunque duele menos que este Apologies. Me disculparán.

GABRIEL SULLIVAN

By The Dirt
(Fell City Records, 2009)

Cuando, con apenas veinte años, Gabriel Sullivan surgió de la escena punk de Tucson (Arizona) con este disco, no tardó en caerle el sambenito de imitador de Tom Waits (los que afinan más se retrotraen a Howlin’ Wolf o al Captain Beefheart). No hubo un solo reseñista que no tomara su voz (¿qué demonios había estado bebiendo o fumando este chico?) como símbolo y prueba de su infamia. Bendita infamia, por otro lado. Recuerdo muy bien la imposición (porque no fue una recomendación, nunca lo fue y sigue sin serlo) de la chica de la pequeña tienda de discos de Salt Lake City (una tienda imposible, en una ciudad vacía, post-Sundance –aquí como sinónimo de post-apocalíptica–), en el invierno de 2010. La tienda estaba llena de tesoros (entre ellos el por aquel entonces descatalogadísimo Greetings From Wawa de los Old Crow Medicine Show). Yo debía ser el único cliente de ese día, de esa semana, de ese año. Lo más mainstream que quise llevarme fue el Glitter and Doom de Tom Waits (más por cariño que por devoción, la verdad). El caso es que la chica del mostrador, que estaba leyendo el Motel Life de Willy Vlautin (lo que me hizo desear preguntarle si quería casarse conmigo), me dedicó una mueca diferente por cada disco que fue marcando en la caja. Creo que al final aprobé el examen. Pero al llegar al de Tom Waits, me miró, lo apartó a un lado haciendo un chiste fácil con su apellido que aquí no repetiré, salió de detrás del mostrador, fue hasta el final de la tienda y volvió con una copia del disco que hoy reseñamos diciéndome: «Si te gusta Tom Waits, llévate mejor esto». Me fié de ella. Sigo haciéndolo («pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión»). El disco de Gabriel Sullivan me fascinó desde el primer momento. Entre los músicos que colaboraban estaban Nick Luca y Joey Burns, de Calexico. Y las dos versiones que se marcaba eran irreprochables: un tema del mítico Chris Gaffney (que en gloria esté) y de Rainer Ptacek, compadre de Giant Sand (también tristemente desaparecido). Puro «Desert Noir» (sea eso lo que sea, me lo acabo de inventar, pero suena exactamente a lo que tendría que sonar algo que se llamase así: hay blues, hay góspel, hay country y hay rock ‘n’ roll, pero sobre todo hay desierto, hay oscuridad, hay bourbon, hay percusiones con piezas de automóvil y hay frontera). El Glitter and Doom de Tom Waits me lo compraría luego, de vuelta a España, en la sección de discos de unos grandes almacenes. Lo oí el día que lo compré y no he vuelto a escucharlo. Sin embargo, este By the Dirt no dejo de oírlo. A modo de apéndice solo añadiré que, de vez cuando, aún me sigo encontrando en el buzón un paquete con sello de Salt Lake City, Utah, USA.

PARKER MILLSAP

Parker Millsap
(Oklahoma Records, 2014)

Trato de encontrar una explicación racional. Me digo: Oklahoma. Claro. (Labor Omnia Vincit, según reza el lema del estado, música de currantes en paisajes desolados…). Y no solo Oklahoma, sino la pequeña localidad de Purcell (okies, Dust Bowl y el bueno de Woody, por supuesto). Añádasele los coros de una iglesia Pentecostal (himnos en el templo y Taj Mahal y Clarence Gatemuth Brown en casa). Una guitarra regalada a los ocho o nueve años, el aburrimiento, horas muertas sin nada que hacer y un cierto espíritu pionero hasta en el modo en que te lavas los dientes por la mañana. En una entrevista le preguntan por sus influencias y cita a John Steinbeck y a Kurt Vonnegut. Dice que en su lápida pondrá: «Fue culpa de ellos». Y la cosa empieza a cobrar cierto sentido (aunque tampoco tanto, porque yo también tuve una guitarra a los ocho años y leí a esos mismos autores con fruición, y sigo sin ser nominado al premio al Artista Emergente del Año que da la Americana Music Association). Como tantos otros, crea una banda de versiones en el instituto, Fever in Blue (con un colega con el que sigue tocando hoy), para ligar y soñar con no ser un «Okie de Muskogee». Al graduarse emprende un viaje iniciático al norte de California para visitar el Prairie Sun Recording, el estudio donde Tom Waits grabó el Bone Machine y el Mule Variations. Luego vuelve a Oklahoma, se pone a escribir y graba con su colega del insti un disco acústico (Palisade) que se dedica a vender desde la parte posterior de su camioneta. Poco después hay un viaje a Nashville para tocar en el Tin Pan South, el prestigioso festival de songwriters, donde deja patidifuso al manager de los Old Crow Medicine Show, que no duda ni un segundo en contratarlo para abrir los próximos conciertos de la banda. El resto de la historia va muy rápido: Parker Millsap graba este disco que lleva su nombre y al poco tiempo de salir, al otro lado del océano, muy lejos de Oklahoma, voy yo y lo compro porque me lo recomienda mi amigo el entendido en su pequeña tienda de discos (detrás de Callao, en la calle de las Conchas, para más señas), llego a casa y lo pongo sin mucha fe en el reproductor mientras me quito las botas, escucho los dos primeros temas (atención al «Truck Stop Gospel»), me vuelvo muy loco, indago un poco por internet y, sin poder dar crédito a lo que estoy escuchando, trato de encontrar una explicación racional. ¡¡¡El tipo tiene solo veintidós años!!! Joder. Si me pongo a pensar en lo que estaba haciendo yo a esa edad se me cae el alma a los pies. Y es en ese momento cuando, para no cometer un homicidio y aliviar mi sufrimiento moral, me digo: «Oklahoma. Claro. (Labor Omnia Vincit, según reza el lema del estado, música de currantes en paisajes desolados…). Y no solo Oklahoma, sino la pequeña localidad de Purcell (okies, Dust Bowl y el bueno de Woody, por supuesto), etc…».

LANCE CANALES

The Blessing And The Curse
(Music Road Records, 2015)

Lo fácil es recurrir a Tom Waits, por lo de la voz aguardentosa y el origen californiano. A mí me suena más a un Mark Lanegan sin edulcorar aún por el pop y el calificativo de bestia de no sé qué bella (lejos quedan los Screaming Trees, cuando, en efecto, Lanegan era más bestia que bella). Un sonido áspero y brutal. Lo llaman Native Americana (e incluso Latin Rebel: gilipolleces de hoja promocional), por lo de su origen latino, supongo, por lo de los espaldas mojadas, por lo de los cadáveres ahogados a orillas del Río Grande, por lo de la patrulla fronteriza, por lo de las declaraciones del imbécil de Donald Trump, por lo de los coyotes royendo huesos humanos… Tamales sangrientos. Aunque una cosa es segura: Lance Canales ha estado allí, lo ha vivido, ha nacido y se ha criado en los graneros de las colinas de Central Valley, California. Trabajo duro, chamizos, braceros, César Chávez, el Pueblo Cucaracha, Woody Guthrie, Tom Joad, alcohol de contrabando y carreteras… Crecer enfurecido escuchando heavy metal en un granero, entre bostas de caballo y una madre Holly Roller que te arrastra todos los días a la iglesia pentecostal. Confiscarle la guitarra a tu hermana y planear la huida con mucho góspel para, un buen día, pasar del hardcore al blues, porque no hay nada más hardcore que el blues, nada más hardcore que una cigar-box guitar y el fingerpicking del reverendo Gary Davis (¡Amén!). Años de tocar solo y dando tumbos por el basural norteamericano. Un disco en solitario, These Hands (2008), y otro con cómplices, los contundentes Flood, Exit (2012), hasta llegar a este brutal The Blessing And The Curse, de nuevo sin los Flood, pero en compañía de otra gente que tampoco está mal para atracar un banco. Produce Jimmy LaFave con mucha más suciedad que en sus propios discos (¡bien!) y colaboran el grandísimo Ray Bonneville, Eliza Gilkynson y Joel Rafael (de quienes ya daremos buena cuenta en este blog, porque son muy de los nuestros). Tremendo como abre y cierra el disco. Tremendo el Weary Feet Blues con esa percusión de pasos fatigados bajo el sol, tremenda la versión del Death Got No Mercy del reverendo Gary Davis y tremenda (insuperable) la versión del Deportee de Woody Guthrie. Música que no toma prisioneros.

ZOE MUTH

World of Strangers
(Signature Sounds, 2014)

Otra vez diana. Y van tres de tres. Se confirma. Es oficial. La amo. Pienso en mis musas del pasado. Todas han acabado siendo, en mayor o menor medida, decepcionantes (bueno, no todas, Nancy Griffith sigue siendo irreprochable, sigue poniéndome los pelos de punta): a Emmylou ya no hay quien la aguante (esos tecladitos, esos discos sin alma en compañía de Rodney Crowell…); Patty Griffin que, desde que se unió al pesado de Robert Plant, anda haciéndose unas sesiones de fotos muy raras, y aunque me duela confesarlo (aún no he escuchado el último –me da miedo, ya os contaré, aunque creo que puede haber esperanza porque el 23 de agosto de 2014 The Independent dio la noticia de su ruptura con Plant–) sus discos han perdido fuelle, (mi Patty, con lo que yo te he querido, hubo un tiempo en que hasta quise dejarlo todo y casarme contigo, pero claro, yo no era el vocalista de Led Zeppelin…); Lucinda Williams (o el aburrimiento –aunque en vivo, lo contrario de en muerto, sigue siendo tremenda–), y mejor no me pongo a hablar de la sección geriátrica animada en plan crucero Cocoon por ese Jack White tan denodada e inútilmente optimista… Por eso, la aparición de Zoe Muth (como también en su momento la de la deslumbrante Eilen Jewell, que sigue sin bajar el pistón, ¡Aleluya!), la chica del noroeste, la chica del estado de Washington, bautizada en sus inicios como la «Emmylou de Seattle», resulta tan emocionante. Zoe comenzó tocando en bares por la propina, y con eso y su escaso sueldo de maestra de preescolar se produjo su primer disco, el maravilloso Zoe Muth and The Lost High Rollers (nombre sacado del tema de Townes Van Zandt No Lonesone Tune: «You’re the sweetest thing I’ve found / All your lost high roller’s rollin’ home today»). Para su segundo disco, se instaló con los High Rollers en el Starlight Hotel («cuando me dijiste que nunca habías escuchado a John Prine / enseguida supe que no merecía la pena perder el tiempo contigo»: ¡Amén!) y, después de grabar un EP en 2012 (Old Gold) y afincarse definitivamente en Austin (Texas) en 2013, ha logrado superar con creces la difícil prueba del tercero con este portentoso World of Strangers (en el que encuentro, para mi gran sorpresa, al gran Eric Hisaw a la guitarra en el Waltz of the Wayward Wind). Suele decirse que hay que esperar al tercero. Tras un comienzo deslumbrante, suele tolerarse un segundo trabajo más o menos igual, puede que un pelín más deslucido, resacoso, como de ideas descartadas del trabajo anterior, o incluso completamente distinto, hasta se le concede benévolamente cierto pábulo a la experimentación, por ridícula o extraña que sea, siempre se da un voto de confianza cuando ha habido un despegue tan fulgurante, pero es con el tercero donde uno/a se la juega todo a una carta y, ya digo, en el caso de Zoe: otra vez diana. Solo añadir que en el tema que cierra el disco, What Did You Come Back Here For? he creído identificar la sombra gratificante de Nancy Griffith, y no se me ocurre que pueda existir una sombra mejor en el mundo. Los pelos como escarpias. La amo (¿ya lo dije?).

CHRIS KNIGHT

The Trailer Tapes
(Drifter’s Church, 2007)

Este inspector de minas de Kentucky decidió ponerse a componer después de escuchar el Guitar Town de Steve Earle por la radio (hablando de Steve, años más tarde me encantaría encontrarme con aquella crítica que compararía la fuerza y la furia de Chris Knight con las de un Cormac McCarthy de paso por Copperhead Road). Llevaba ya desde los quince aprendiéndose las canciones de John Prine a la guitarra. Comenzó a viajar a Nashville y a frecuentar las noches de micrófono abierto del Bluebird Café (aunque no pegase ni con cola con los Garth Brooks de turno que pululaban por allí a ver si les sonaba la flauta, incluyendo al propio Garth Brooks de turno al que le sonó la flauta y brrrrrrrrr –escalofrío del reseñista, seguido de arcada–) hasta que un buen día llamó la atención del productor Frank Liddell y ¡bendito sea! (como suele decir mi amigo Rafi cuando algo le emociona: «A ese tío le debo dinero»). Pues bien, el caso es que cuando en 1998 editó su primer álbum en Decca (Chris Knight, ¿para qué vamos a complicarnos?) el bueno de Chris seguía viviendo en su terrenito de 90 acres, con su perro, en un tráiler de 10’x15’ a las afueras de Slaughters, Kentucky (población: 238 habitantes, entre los que cabría destacar a Miss Kentucky USA 2005, o ni siquiera). Pero ya para entonces llevaba tiempo escribiendo y grabando canciones, a lo Alan Lomax, en su tráiler, con su perro y su guitarra, historias del sur profundo, ásperas y crudas, en cintas ADAT (maravillosa House and 90 Acres). Él pensó que aquellas grabaciones jamás verían la luz, pero con el tiempo la gente empezó a hablar de ellas. Habían circulado en bootlegs y se habían vuelto secretamente legendarias. Recuerdo haber preguntado por ellas en la tienda de Ernest Tubb cuando estuve en Nashville (furtivamente, como quien pregunta por literatura licenciosa). Había un tipo que conocía a un tipo que tenía una copia en cassette y que lo mismo si me pasaba por el Tootsies Orchid Lunge esa tarde podría pedirle que me la grabase, porque solía dejarse caer por allí. Crucé la calle y estuve hasta las tantas emborrachándome en la barra del Tootsies esperando a aquel capullo(para fastidio de mi consorte, que había oído lo de que quien entraba emparejado en el Tootsies salía indefectiblemente soltero*) y me reafirmo en lo de capullo porque, por supuesto, aquel capullo no dio señales de vida. Mi gozo en un pozo. Por mí me hubiese quedado en aquella barra, bebiendo cerveza, hecho un Barfly en toda regla, hasta que por fin apareciese aquel capullo, pero no viajaba solo, maldita sea, y al día siguiente salía nuestro vuelo a Madrid desde Chicago. No me cuesta mucho imaginarme allí sentado (ya soltero), durante varios años, con aquel capullo sin dignarse a aparecer, por supuesto, hasta el día en que finalmente aquellas grabaciones vieron la luz tras ser mezcladas y remasterizadas por Ray Kennedy en 2007 (otro grande al que le debo dinero). Entonces cruzaría la calle, volvería a entrar en la tienda de Ernest Tubb y compraría el disco oficial. Ya no trabajaría allí el tipo que conocía al capullo que tenía el dichoso bootleg. Pero al llegar a casa oiría el disco y desde el primer acorde de la primera canción (Backwater Blues) tendría clarísimo que la espera había merecido la pena.

En 2009 saldría su secuela, el Trailer II. Otra puta obra maestra (más dinero a deber).

*Decir que no salí del Tootsies soltero, pero casi. Mi consorte y yo aún tardaríamos un par de meses en demolernos.

JAVI GARCÍA

A Southern Horror
(Izzy Is Dead Music, 2010)


Supongo que ocurrieron otras cosas y que habrá quien recuerde el año 2010 por sucesos de mayor enjundia, como lo del Mundial de Sudáfrica y el portero que besó a la reportera, lo de Zapatero al poder, la muerte de Antonio Ozores o las filtraciones de WikiLeaks. Pero he de confesar que en la culata de mi rifle solo hay una muesca memorable: 2010, el año del Tigre, Centenario de la Revolución Mexicana y Bicentenario de la Independencia de México (¡cabrones!), es el año en que el texano Javi García junta a los Cold Cold Ground en San Marcos, Texas, y con la complicidad de Mike McClure (de quien ya hablaremos en una próxima reseña), se autoproduce («con afecto») y graba (en apenas cinco días y solo con amplis de válvulas Fender vintage de los sesenta) el contundente A Southern Horror, un álbum doble que contiene el susodicho LP y el EP Madly in Anger. El temazo Lose Control dejaba a Ryan Bingham (el primero, el de Mescalito, palabras mayores) a la altura del betún y el As Wicked As You, en compañía de una efímera Southern Horror Bluegrass Band, sugería a Steve Earle que bien podía quedarse a vivir, si tanto le enrollaba, con los hipsters de Nueva York y de la HBO, que ya estaba él para ponerle remedio. Pero sería la contundencia de temas como el Voodoo Queen o el Flood (algo parecido a como sonaría el maestro Ray Wylie Hubbard con muchos más decibelios, más sangre en la voz y un punto de lo más garagero) lo que me volvería loquísimo (baladas criminales que hacían parecer a Nick Cave un autor de Disney). Tremendo bofetón en todo el careto. Puro y simple. 2010 fue esto.

JASON ISBELL

Something More Than Free
(Southeastern Records, 2015)


Estoy escuchando por enésima vez All Your Favorite Bands, el temazo que da título al último disco de los Dawes. Taylor Goldsmith canta: «Espero que la vida sin acompañante sea lo que pensaste que sería / espero que el El Camino de tu hermano nunca deje de funcionar / espero que el mundo vea a la misma persona que fuiste siempre para mí / y que ninguna de tus bandas favoritas se separe nunca». Y me he puesto a pensar en bandas. En bandas favoritas que se deshicieron (sin ir más lejos The Band). En muertes y deserciones. Y creo que es muy bonito eso que le desea Taylor Goldsmith a esa chica en el estribillo. Hay algo de juventud perdida y deLast Picture Show (como si todo ese asunto de las bandas perteneciese siempre a un remoto pasado y el presente fuese ya cosa de solistas, de trovadores solitarios). Claro que a veces es bueno que la cosa estalle y se disgregue (para no asistir a esa cosa tan geriátrica de los Rolling, por citar solo un horror…). Pienso ahora en los Drive-By Truckers. Para mí su época gloriosa comenzó con la incorporación de Jason Isbell durante la gira del álbum Southern Rock Opera, un álbum conceptual que, precisamente, narraba la historia de una banda ficticia llamada «Betamax Guillotine» que en realidad eran los Lynyrd Skynyrd camuflados (quienes, por cierto, siguen activos, y dan cosilla). La cosa va de bandas. Le seguiría el Decoration Day, el Dirty South (gloria bendita) y el Blessing and a Curse. Entonces fue cuando la banda sufrió una crisis porque Jason Isbell se fue de un modo «amistoso». FALSO: Patterson Hood (a la guitarra, la voz, el bajo, el banjo, la mandolina y el ego como un camión) le invitó a largarse. Y en realidad es lo mejor que le pudo haber pasado a Isbell. Porque gracias a esa ruptura comenzó su impresionante carrera en solitario (mientras los Drive-By Truckers se fueron volviendo cada vez más tediosos, más producimos y acompañamos a otros y más discos de B-Sides y rarezas porque ya no sonamos ni de lejos como sonábamos). Hay que decir que dos de los cinco discos que ha sacado Isbell en solitario son en compañía de los 400 Unit (banda formada con retazos de otras bandas como Sadler Vaden, de los Drivin’ N Crying, y Derry DeBorja, que militó en Son Volt, tremenda banda que surgió a su vez de la disolución de los Uncle Tupelo, de la que también surgiría Wilco). Something More Than Free, aunque no tan deslumbrante como el anterior (Southeastern), es una auténtica maravilla. Incluye una canción final que enlaza bastante con la canción de los Dawes con que iniciábamos esta reseña: To A Band That I Love, dedicada no a los Drive-By Truckers (que les den) sino a Centro-Matic, la banda tejana de Will Johnson que se disolvió el año pasado. El caso es que todo se rompe y a veces es bueno que así sea. Y para concluir pienso que quizá el estribillo de los Dawes podría leerse en clave cabrona, en clave resquemor, en clave «Espero que estés sola / espero que la mierda de coche que tenía tu hermano siga sacudiéndote los huesos en cada bache / espero que todo el mundo vea lo zorra que eres / y que ninguna de tus bandas favoritas se separe para, con un poco de suerte, poder ver un día cómo les revienta el corazón sobre el escenario».

STURGILL SIMPSON

Metamodern Sounds in Country Music
(High Top Mountain, 2014)


Se confirma. Estamos de enhorabuena. Waylon Jennings no ha muerto, tiene un dignísimo heredero (y no es su hijo Shooter, que anda más perdido que Harry Dean Staton al principio de París, Texas). Con su segundo álbum, en el que suma a la mezcla un poquito de Bakersfield, Sturgill Simpson no deja lugar a dudas. Majestuosa lección sobre cómo casar el tradicionalismo outlaw de los setenta con un sonido fresco y moderno, haciendo además gala de una mentalidad abierta (basta con escuchar lo que dice, entre otros, ha leído a Emerson, bueno, dejémoslo en que ha leído –o, mejor, en que sabe leer–, que a juzgar por lo que anda sonando por ahí fuera, ya es mucho decir…) y una autenticidad que queda, por fortuna, muy lejos de las fantochadas y el postureo del Nashville más casposo y hortera (en Just Let Go, Sturgill canta «Hoy me levanté y decidí matar a mi ego», algo que deberían aplicarse muchos de esos cantamañanas de camisa arremangada y pantalón prieto que se dedican a airear sus excrementos por el Country Music Channel, lo más parecido que yo conozco al puto Octavo Círculo del Infierno: hay una vieja broma que dice que si escuchas al revés esa bazofia country tu perro vuelve a casa, la mujer que te dio boleto regresa al hogar y tu camioneta vuelve a funcionar…, pero la verdad es que ni eso…). Podría pasarme horas oyendo en bucle Life of Sin(«puede que algunos encuentren intimidante el nivel de mi medicación»), el segundo corte de esta magna obra que es una de las mejores cosas que le han pasado al country en muuuuuuucho tiempo. El título es un homenaje a aquel fundamental disco de Ray Charles, Modern Sounds in Country and Western Music. El tipo viene de Jackson, Kentucky. Ahora vive en Nashville con su mujer, su perro y su hijo. Y dice que lleva sobrio desde los 28. El disco está dedicado a Francis Crick, Terence McKenna, Aldous Huxley, Carl Sagan, Stephen Hawking, Rick Strassman y Andrew Stone. Poca broma.

DYLAN STEWART

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Pay the Fiddler
(2012)


John Ringling, allá por 1913, decidió financiar la construcción de la Oklahoma, New Mexico & Pacific Railway, destinada a facilitar el transporte de los granjeros y los rancheros entre Ardmore y Lawton. A la ciudad que nació de aquella empresa, en el condado de Jefferson, le pusieron su nombre, Ringling, también ilustre fundador del famosísimo Circo de los Ringling Brothers (que luego se fusionaría con Barnum & Bailey, para formar lo que se llegaría a conocer como «el Mayor Espectáculo del Mundo»). Descubrieron petróleo en las cercanías y la ciudad vivió una época de gloria, pero los pozos no tardaron en secarse y enseguida resultó evidente que hacía demasiado frío para las bestias del circo. En la actualidad la ciudad apenas supera los mil habitantes. Hay seis iglesias metodistas. Y allí nació Dylan Stewart, hijo de un carpintero. 

Una vez dicho esto, permítanme invitarles a introducir «Ringling Oklahoma» en el buscador de imágenes de Google para que se hagan una idea de a qué suena todo esto. En efecto. Suena a circo que se ha ido. A solar vacío y a pueblo desolado. A amor, a pérdida, a muerte, a desesperación. Suena a música de gente que hace música en un lugar en que la gente suele acabar yéndose con la música a otra parte. Voz arenosa empapada en whisky. Este fue su primer álbum. Brutal. Digamos que acaba de marcharse el circo y son muy pocas las opciones que quedan para merodear con tu chica: el desguace, el basurero, el bar, el bosque, el cementerio. «[…] Y aquí estoy con Loretta, / es dos veces más rápida que yo, / nos perdemos en el bosque, / a darle al moonshine y a las anfetaminas […]».

Al año siguiente, Mike McClure, de los gloriosos Great Divide, le produciría su siguiente disco al frente de los Johnny Strangers. Ahora dicen que ha incorporado un toque gótico sureño en su tercer álbum con su nueva banda, los Eulogists. Está a punto de salir. Lo quiero y lo quiero ya. No puedo esperar.

Gill Landry

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The Ballad of Lawless Soirez
(Nettwerk, 2007) 

Antes de los Old Crow Medicine Show subsistieron los Kitchen Syncopators, excrecencia de lo que en su día fue un show de vaudeville llamado The Songsters con el que Gill Landry estuvo muriéndose de hambre por las ferias de Oregon hasta desarticularse y reinventarse en las calles de Nueva Orleáns. Mucho después le preguntarían si volvería a editar los discos que grabó al frente de los Syncopators (seis años de bourbon, «resonator», sierra y tabla de planchar). Dijo que no. Los Syncopators existieron en un tiempo en que las cosas podían morir. Y así las cosas eran mejores. Entonces llegamos al Mardi Gras del año 2000. Las dos bandas se encuentran en Treme. Crows y Syncopators. Como los Wanderers vs. los Ducky Boys. Las mismas canciones. Los mismos estilos. El mismo territorio. New Orleans country blues y ragtime vibe. Luego resulta que Critter, cofundador de los Crow, va a dejar temporalmente el Show de la Medicina del Viejo Cuervo para desinfectarse del «Cocaine Blues», por lo que la banda necesita a alguien que le reemplace. Le preguntan a Gill si sabe tocar el banjo. Gill dice que sí. Pero no. Así que, Corte a: Interior, Folkstore de Seattle, día. Gill Landry entra en la tienda, se compra un banjo y le pide al dueño que le dé una lección en cinco minutos. Corte a: interior, salón de una casa de cualquiera que le acoja (un poco Blanche DuBois en Un tranvía llamado Deseo: «siempre he dependido de la bondad de los extraños»), día y noche. Gill ensaya como un loco durante dos semanas (plano encadenado, cada vez más botellas vacías y ceniceros desbordados). Y por fin Nashville (al cruzar el río Cumberland, Gill pregunta: «¿Qué es ese mal olor?» y alguien le responde: «Nuevo country», vamos: el vomitivo «Nashville sound»), la cálida bienvenida de los Old Crow y la mágica acústica del Grand Ole Opry. Cuando vuelve Critter limpio a recuperar su puesto y, aunque seguirá colaborando en todos sus discos, Gill no sabe qué hacer con su vida, así que rescata viejas canciones, manda unas demos a Nettwerk Records y graba su primer álbum en solitario (ya lleva tres): The Ballad of Lawless Soirez. Nueva Orleáns, trompetas, chicas que aman México pero a ti ya no, mala suerte, noveluchas de 25 centavos, blues, jazz, trenes que se cogen como enfermedades, novela negra, violín, borrachera y un ambiente Southern Gothic como de Tennessee Williams. Flores para los muertos. FM*.

 *FM. En este caso: Fuckin' Masterpiece.  Puta Obra Maestra. Y punto.