OLIVER ANTHONY MUSIC

Hymnal Of A Troubled Man's Mind

(Ollywoo Family Farms Music, 2024)

Ya han pasado un par de años, así que se puede empezar a hablar del caso con cierta perspectiva. Con lo viral sucede casi siempre lo mismo: carnaza para juicios precipitados, amores y odios instantáneos, desmedidos, irracionales (y luego, claro, toca muchas veces desdecirse o hacerse el longuis: ¿quién nos iba a decir que el nuevo vecino, tan cordial y tan atento, en apariencia tan exquisito, comía excrementos, leía a María Dueñas y almacenaba más de treinta cadáveres en su sotanillo?). A veces, hay fondo (Zach Bryan, por ejemplo, en su caso un fondo pantagruélico que, hasta el momento, tiene visos de ser inagotable) y, a veces, no es más que un yerro casual, una extravagancia del vacío. Pero también hay veces en que puede que ese fondo exista, en estado de crisálida, pura promesa, y, al final, por lo que sea, por precipitación o exceso, el brote no enraíce y se desfonde; la fama es así de efímera y de cabrona, lo mismo que te ofrenda, te lo quita al día siguiente, dejándote más desposeído de lo que estabas antes de conocerla (hablo de oídas, porque a mí a esa señora, por suerte, nunca me la han presentado). Cuando la cosa estalló (y por «cosa» me refiero el tema «Rich Men North of Richmond», que apareció en YouTube el 8 de agosto de 2023 y se volvió viral de la noche a la mañana: al cabo de una semana tenía ciento cuarenta y siete mil descargas y cerca de diecisiete millones de visualizaciones), Oliver Anthony, nacido y criado en Piedmont, Virginia, de treinta años, vivía con su mujer y sus dos hijos en una caravana de setecientos cincuenta dólares en una propiedad dejada de la mano de Dios de noventa acres (treinta y seis hectáreas, para entendernos), y llevaba trabajando toda la vida, deslomándose en trabajos industriales (en 2013, trabajando en una fábrica de papel —en el tercer turno, seis días a la semana por 14,50$ la hora en un «infierno viviente»—, tuvo un accidente laboral en el que se fracturó el cráneo, dejándole en el paro cerca de medio año). Cantando y componiendo, llevaba toda la vida. Y sabía muy bien de lo que cantaba. No había trampa ni cartón. Nada de impostura o pose. La pobreza de los Apalaches, los desheredados, la lucha contra la drogadicción y el alcohol que él mismo ha padecido en carne propia («No hay nada especial en mí. No soy un buen músico, no soy buena persona. He pasado los últimos cinco años de mi vida luchando con la salud mental y abusando del alcohol para ahogar las penas»). La desesperanza y la asfixia. La destrucción del entorno. La desafección de los poderosos. El desempleo, la ansiedad, la depresión… El estigma del cliché. El desprecio nacional (e internacional: la caricatura de los «southern bastards», los «paletos cabrones»)… Pero, de pronto, esa canción, una más de tantas, que colgó con el único propósito de desfogar y seguir a lo suyo, por noches de micrófono abierto en garitos ignotos que ganaba al cansancio y al tedio de toda una semana dando el callo para ir pagándole al banco lo que le debía, de pronto, ya digo, sin comerlo ni beberlo, esa canción se convierte en una suerte de himno de los desposeídos, se viraliza y llega a instrumentalizarse tanto por unos como por otros, rojos y azules, hasta el punto de que él mismo tiene que salir en cierto momento a la palestra para parar el carro y sacudirse los parásitos de encima. No puede responder a los más de cincuenta mil mensajes que le llegan casi a diario, y no todos agradeciéndole haberles dado voz (la gente amordazada del «desguace americano»). Muchos politizan su mensaje (los conservadores incluso llegan a utilizarlo, sin ningún pudor, en sus campañas). Y todo eso le queda grande. La industria musical lo mira raro cuando rechaza sus ofertas millonarias. Él no quiere tocar en estadios ni ser el centro de atención. Esa extravagancia va en contra de lo que cree y canta. Y lo dice con meridiana claridad: «Si estas canciones han conectado con millones de personas a un nivel tan profundo, es porque están siendo interpretadas por alguien que siente lo que canta. Sin edición, agentes, ni tonterías. No más que un idiota con su guitarra. Un estilo de música del que nunca deberíamos habernos alejado». Por eso ha venido bien que el tiempo haya ido poniendo las cosas en su sitio. Pasado el vendaval, ya puede decirse que el fenómeno viral ocultaba, esta vez sí, una veta de oro. Dave Cobb le produce el disco (que ya es decir mucho), ha captado la esencia de las canciones (de lo contrario, claro es, ni lo habría contemplado), y no hay sobreproducción, catástrofe que muy bien podría haber sucedido con la pretensión de llegar al «gran público». Además, el álbum sale a la luz autoeditado, sin sello, sin nada vistoso que lo envuelva (incluso demasiado parco quizá, porque tampoco era necesario, creo yo, un envoltorio tan decididamente escuálido, aunque bueno, se entiende). Lo importante, decíamos, son las canciones, canciones que Oliver Anthony lleva fatigando desde hace años (y se nota), canciones que dialogan entre sí y que él interpreta con incontestable solvencia. Su voz es potente, descarnada, y su «resonator» acompaña al desgarro sin desdecirse, sin preciosismos insolentes. Lástima que haya querido sembrar el disco de pasajes bíblicos que no solo no casan con las canciones, sino que, además, declama con una desgana de lo más irritante, como un actor malo, soltando las frases sin gracia, telegramáticamente, como quien recita la lista de la compra. (A lo mejor es solo cosa mía, que siempre he detestado que me lean, pocas cosas hay que me pongan más de los nervios, siempre he odiado a los cuentacuentos y los recitadores; en las presentaciones de libros, sin ir más lejos, en cuanto alguien se pone a leer, yo soy ese que se larga haciendo ruido y procurando molestar.) Toda esa hojarasca bíblica (8 de los 18 cortes) le sobra al disco. Lo vuelve cansino. Pero no dejemos que esa pequeña inconveniencia desdore su brillo, al final esos pasajes no sumarán ni cinco minutos, se barren y listo. Las canciones, que son a fin de cuentas lo que importa, son lo que uno espera que sean. Puro «Appalachia». Honestas, dolorosas y limpias (no de aseadas, sino de autenticidad, sin afeites ni subrayados). Y uno no puede por menos que esperar, con entusiasmo, lo que vendrá a continuación, cuando ya el teléfono le deje de incordiar a todas horas y la gente se vaya olvidando un poco del famoso vídeo. Conviene añadir, por cierto, para los que solo busquen el hype, que la canción de marras, la que desató el fenómeno, «Rich Men North of Richmond» no está incluida en el disco. Un acierto, desde mi punto de vista, porque podría haberlo ensombrecido todo (la canción ha ido sorteando toda clase de manipulaciones partidistas desde que salió a la palestra, se ha hecho daño en el camino, y, sin duda, lo mejor era dejarla de lado). A tal efecto, me viene a la memoria aquello que cantaba Leonard Cohen en aquel glorioso disco: «Vamos a cantar otra canción, muchachos, esta se ha hecho vieja y amarga», y la cara de Lemmy en los conciertos, cada vez que el «respetable» le pedía el «Ace of Spades».

KIELY CONNELL

My Own Company

(Calumet Queen Records/Thirty Tigers, 2024)

Ella es de Hammond, en el noroeste de Indiana, a cuatro casas de la frontera estatal con Illinois, pero ya lleva más de una década viviendo en Nashville (donde, como dice ella, o nadas o te ahogas, y ella nada que da gusto verla, a crol, braza, mariposa, espalda, o lo que haga falta). Debutó en 2021 con el impresionante álbum Calumet Queen (que pasó prácticamente desapercibido). Y el año pasado, ya con el decisivo respaldo de Thirty Tigers, sacó su segundo álbum, My Own Company, mucho más crudo que el anterior, un álbum en el que han encontrado finalmente acomodo varios de los sucesos más arduos que han ido jalonando su biografía. El propio título (que es, asimismo, el de la impactante canción que cierra el disco), viene a decirlo todo, precisamente, a propósito de la supervivencia, del hecho de haber superado, más o menos indemne, todos esos aconteceres turbios, vividos en carne propia o ajena (el derrumbe de una relación de ocho años, el suicidio de un amigo muy querido, varias citas/escarceos lujuriosos inoportunos, abuso de alcohol y drogas, y problemas de salud mental, por citar solo algunos de los asuntos que se han filtrado en las letras de estas diez nuevas canciones), el triunfo que supone encontrarse a gusto con uno mismo, de saber aceptarse y tolerarse sin recurrir a nadie ni a nada, más allá de a tu propia y única compañía. Además, ha conseguido hacer realidad un sueño que llevaba acariciando desde hace más de una década: que le produjera un disco Tucker Martine, sobre todo después de haber escuchado obsesivamente el The Worse Things Get, the Harder I Fight, the Harder I Fight, the More I Love You, el álbum de 2013 de Neko Case, una de sus artistas favoritas, un disco que le fascina no solo por verse poderosamente reflejada en el mensaje de depresión y lucha que transmite, sino también por el modo en que lo hace, el modo en que está grabado, todo el álbum, de cabo a rabo, pero más concretamente la canción «Nearly Midnight in Honolulu», que Neko Case acomete a capela, a lo vivo, casi a modo de salmodia, con un desgarro que pone los pelos de punta. Ya en la época en que Kiely se dispuso a grabar su primer álbum, soñaba con disponer de un presupuesto que le permitiera trabajar algún día con Tucker Martine, productor, entre otros, de la susodicha, Neko Case, así como de The Decembrists, Sufjan Stevens, My Morning Jacket, The Avett Brothers, Punch Brothers, Richard Buckner, Laura Veirs, Bill Frisell y Tift Merritt. El sueño/deseo casi se convirtió en un chascarrillo entre sus amigos. Pero, de pronto, un buen día, ya con la gente de Thirty Tigers embarcada en el proyecto, en el curso de una conversación a propósito de quién podría hacerse cargo de la producción, alguien dejó caer que estaban pensando en un sonido que no fuera tan tradicionalmente «Nashville», y, a renglón seguido, le preguntó a Kiely qué le parecería trabajar con Tucker Martine. A ella, como es de recibo, casi se le desencajó la mandíbula. «¿En serio? ¿Me estáis tomando el pelo? ¿De verdad es una opción?». Y claro que lo era. Le mandaron a Martine unas «demos» y respondió al momento. En una llamada telefónica posterior que no debía durar en principio más de media hora, pero que acabaría durando más de dos, descubrieron que tenían gustos musicales parecidos y el mismo sentido del humor. Y así fue también como Nate Query, bajista de The Decembrists, acabó formando parte de la banda del disco. Un sueño por partida doble. Y a la batería y las percusiones nada menos que Andrew Borger, habitual de los discos de Tom Waits y Norah Jones. Una banda de ensueño. Por otro lado, hay que destacar el modo en que está concebida la estructura del disco, el orden de las canciones (algo en lo que ya casi nadie repara). En la universidad, Kiely estudio dramaturgia, y eso se nota en la armazón de sus álbumes (también en las «set lists» de sus conciertos). Hay una clara y meditada intención dramática. También por eso, en los bolos, Kiely Connell es muy de contar historias entre canción y canción. Su mayor influencia es Patsy Cline. Esa mujer, dice, fue la que le enseñó a cantar. Se pasó casi toda su infancia pinchando sus discos y cantando con ella. Y aún sigue interpretando sus temas dos veces por semana en el Chief's de la calle Broadway, en Nashville. El poder y la vulnerabilidad que transmiten sus interpretaciones son lo que ella trata de emular cada vez que se sube a un escenario. Canciones no aptas para apocados o débiles de corazón. También, a modo de anécdota, suele citar de referencia a Tim Burton. Una de sus mejores amigas le dijo en cierta ocasión que el rollo y la estética que se gastaba era como mezclar a Waylon Jennings con Tim Burton. Y a ella no le pareció tan desacertado. No en vano lleva fatigando a ambos desde que era una renacuaja. Country gótico, o algo por el estilo.

THE DELINES

Mr. Luck & Ms. Doom

(El Cortez Records, 2025)

Contabilizando los discos, Willy Vlautin lleva ya siete novelas (tres traducidas al español: Vida de motel, Northline y La noche siempre llega) y, si no me salen mal las cuentas, entre los discos de Richmond Fontaine y The Delines, unos dieciocho libros de relatos. Una de sus novelas, Don't Skip Out On Me, venía con CD incorporado, la banda sonora del libro, (también Northline, Lean on Pete y Vida de Motel cuentan con sus correspondientes bandas sonoras). Y ya vamos por la tercera entrega de la serie Spoken Words (el último con acompañamiento musical de The Delines). Al menos para mí, que tiendo a consumir (y valorar) las canciones de un modo más literario que musical (y por eso el Nobel de Literatura a Dylan nunca me pareció descabellado), el caso de Willy Vlautin siempre ha sido sintomático. La confusión que parecen transmitir las primeras frases de esta reseña, esa caótica amalgama de música y literatura, define muy bien las sensaciones que, desde siempre, me ha transmitido su obra. Al leer sus novelas, con esa cosa tan de Steinbeck, Gifford y Shepard que destila, me parece estar escuchando su música, y, al revés, al escuchar sus discos creo estar enfrentándome a la lectura de un volumen de relatos. Batalla en la que siempre acaba alzándose victoriosa la literatura. Por aquella época, cuando la gente comparaba a los Richmond Fontaine con los primeros Calexico, solía señalarse esa brecha. La música no entusiasmaba tanto como lo que contaban las letras, que eran poco menos que relatos de Carver (la influencia literaria de Tom Waits, desde que Vlautin oyera de pequeño el Swordfishtrombones, es también palpable). La parte musical de sus discos era, básicamente, una banda sonora para sus narraciones. Y luego ocurría, ya digo, lo contrario, al leer sus novelas (en la traducción puede que se perdiese el efecto) uno percibía al momento la lírica y la musicalidad de sus letras, eran mas bien como canciones extensas. Con esta última entrega de The Delines, la emulsión alcanza un grado de maestría perfecta. Al frente de esta nueva agrupación (formada en 2012), sobre todo gracias a la voz de Amy Boone, Willy Vlautin ha ido afinando la mezcolanza de los ingredientes literarios y musicales hasta solaparlos y hacerlos casi indistinguibles en este prodigioso Mr. Luck & Ms. Doom. Siguen siendo relatos (la galería de personajes es maravillosa: desde el Mr. Luck y la Ms. Doom de la canción que da título al álbum, pasando por Ponyboy, Lorraine, Nancy y el chulo de Pensacola, Cowboy Jim y el Narcoléptico, hasta Maureen y JP…, la fauna de un paisaje de cuneta y desguace, yonquis, prostitutas, moteles, carreteras y gente perdida y desesperanzada, los márgenes por los que se deslizan las ficciones de Vlautin desde sus primeros álbumes; en una entrevista reciente declaró: «Llevo escribiendo canciones desde los once años. Ya entonces eran oscuras»). La trompeta de Cory Gray nunca había sonado mejor. Además, como buen novelista, Vlautin es el rey de los «openers», las frases de inicio. Traigo a colación, por poner un ejemplo, la frase con que se abría Vida de Motel, su primera novela (editada el año de Obliteration by Time, 2006, el séptimo disco de Richmond Fonaine): «La noche en que ocurrió yo estaba borracho, casi inconsciente, y juro por Dios que un pájaro entró volando por la ventana de mi habitación del motel». Imposible no seguir leyendo, ya estás dentro. Y en este disco que hoy nos ocupa, por citar solo un caso, nos encontramos con ese primer verso de «Sitting on the Curb» (con reminiscencias de Música para corazones incendiados de A. M. Homes), que dice: «Sentado en el bordillo, viendo cómo se incendia nuestra casa». Las canciones se te prenden como garfios desde el primer acorde. Y la atmósfera que lo envuelve todo hace que te sientas como en la sala de cine de un pueblo perdido de Nevada (Elko, por ejemplo). Su música (y su literatura) tienen también mucho de cinematográfico (el cine de Wenders y Hart Hartley). No creo que haya nadie más en el panorama musical actual que logre conjugar de un modo más natural todas estas disciplinas artísticas. En este álbum, como digo, todo es impecable, desde la fotografía de la cubierta, hasta los títulos de las once canciones. Parece ser que el origen de Mr Luck & Ms. Doom se sitúa en una noche, después de un bolo, cuando Amy Boone le pidió a Vlautin que escribiese una canción de amor en la que nadie muriese ni nada acabase mal. «Me estás matando con tanta canción oscura, tío. Si no quieres que me vuelva majareta, haz el favor de escribirme una canción de amor en la que los amantes tengan dinero y sigan vivos y enamorados después del último verso». Este disco ha sido ese intento (fallido) de ejecutar algo un poco más esperanzador. «Mr Luck & Ms. Doom» es lo más parecido que ha escrito Vlautin a una canción luminosa, con final feliz. La otros diez temas vuelven a hundir los pies en el desaliento y el lodazal, marca de la casa. Por último, solo añadir que ha sido un gustazo toparme con nuestro queridísimo José Luis Carnes en los agradecimientos del disco (junto a Patterson Hood y John Doe). Todo lo bueno se junta. Willy Vlautin es un gran tipo (José Luis, ni te cuento). Difícil no quererlo(s).

JASON BOLAND & THE STRAGGLERS

The Last Kings Of Babylon

(Thirty Tigers, 2025)

Hace unos días, la Rolling Stone, en referencia a este disco que lleva tan solo dos semanas en la calle, calificó a Jason Boland (una vez muerto Bob Childers, que era quien detentaba el título), como «el padrino de la música Red Dirt». No es poca cosa, considerando todo lo que ha salido y sigue saliendo de esa «tierra roja»: Oklahoma. No recuerdo exactamente a través de qué peregrina carambola cayó en mis manos su cuarto álbum, Somewhere In The Middle (2004). Aquel título ya lo decía todo, «en algún lugar de por ahí en medio», música de «Okies», música de «la tierra roja», música definida en alguna parte como «country con actitud», que fue, además (y quizá por ahí viniera la carambola) el primer álbum que les produjo el legendario Lloyd Maines. Empezaba el disco con el tema «Hank», una canción de Aaron Wynne que ya habían grabado, aquel mismo año, los Eleven Hundred Springs de Dallas, en su álbum Bandwagon con el título «Hank Williams Wouldn't Make It Now In Nashville, Tennessee», una auténtica declaración de principios, una llamada de atención sobre la degradación de la industria y el gusto en general (trasplantado a nuestro gremio sería algo parecido a afirmar que hoy Faulkner no encontraría editorial ni llegaría a 100 «followers» en Instagram). Además, aparecía, haciendo voces, uno de los «santitos» más venerados de nuestro altar (de ahí puede, también, que viniera la carambola), el inmenso Billy Joe Shaver, de quien versionaban «Thunderbird Wine», de su mítico álbum de 1981, I'm Just An Ols Chunk Of Coal, y a quien dedicaban el disco, parafraseando una de sus canciones, «ojalá viva para siempre». Pues bien, veintiún años después, Jason Boland & The Stragglers repiten con Lloyd Maines a la producción, vuelven a abrir el disco con un tema dedicado a Hank («Next To Last Hank Williams»), y vuelven a versionar a dos leyendas: Jason Eady («Drive») y al hijo adoptado de Oklahoma, el inmenso tejano Jimmy LaFave, cerrando el álbum con la majestuosa (en esta casa, poco menos que un himno), «Buffalo Return To The Plains» (que es también, tras tantos años de carretera y de indomabilidad, una suerte de declaración de principios: aquí seguimos, los detritos de Nashville —y sucedáneos— no han logrado extinguirnos, pese a que las reglas del juego hayan cambiado, y permanecemos fieles a nuestro más viejo mantra, vertido aquí sobre una canción, «One Law At A Time»: «procurar no romper más de una ley a la vez»). Jason Boland dice que este The Last Kings of Babylon, su undécimo álbum, es un espejo. «Una retrospectiva, un reflejo de todos los lugares que hemos transitado y de todo lo que hemos aprendido en veinticinco años de carretera». Pero sin nostalgia. Sigue siendo el sonido contundente, marca de la casa (un sonido muscular que —como diría la madre de un buen amigo manchego— «hace salir polvo de lo mojado»), fieles a la historia y la tradición, pero forzando las fronteras sonoras (el The Light Saw Me, de 2021, sin ir más lejos, producido por Shooter Jennings, era un disco conceptual de ciencia ficción: un vaquero del siglo XIX de Texas es abducido por los extraterrestres y transportado a su estado natal cien años más tarde…) y desafiando las convenciones del género (en muy pocos suena mejor esa filtración del country clásico por las lentes caleidoscópicas del rock, el punk, el bluegrass y el folk). El álbum habla del largo periplo de la banda. «Cuando formamos la banda —dice Boland—, estábamos buscando algo. Seguimos buscándolo». En esta ocasión, se potencian la energía y la intensidad (al escuchar «Ain't No Justice» es muy difícil quedarse quieto y no salir a la calle a atracar un banco). El título del disco hace referencia, precisamente, a esa circunstancia de supervivientes y empecinada perseverancia a la que se han visto abocados, la idea de Babilonia como una especie de tiempo y espacio míticos donde la belleza y el oficio contaban de verdad. Cuando se hacía un arte pensado para perdurar. Y los Stragglers, al frente de su graciosa majestad Jason Boland, siguen contándose entre los últimos reinantes de ese lugar. Por suerte, siguen habiendo manadas de búfalos paciendo en las praderas.

AMANDA ANNE PLATT & THE HONEYCUTTERS

The Ones That Stay

(Mule Kick Records, 2024)

Ella ya ha asomado el hocico por aquí, de refilón. Hace ocho o nueve años, hablando de otra cosa, sin pretenderlo (me doy cuenta ahora), me dediqué a hablar sobre todo de ella. Decir lo que dije de él (de Andrew Adkins y de su álbum de 2016 Wooden Heart) era, más que nada, alabar el gusto de ella, la grandeza de ella (sin desmerecer el de él, por supuesto, todo se perpetró de un modo bastante inconsciente), que fue la que, en algún lugar que ya ni recuerdo, dijo que había que escuchar a Andrew Adkins, algo que acometí sin pensármelo porque ya en aquella época/reseña yo reconocía que lo que ella dijese, en este rancho al menos, iba a misa. Ya me tenía en sus manos. Y lo de: «¿Y si ella te dice que te tires de un balcón?», pues mira, sí, mamá, cojo y me tiro, y luego ya veremos. Cabe añadir que, por aquel entonces, Amanda Anne Platt no era aún Amanda Anne Platt, sino la cantante de los Honeycutters, que, aquel mismo año del Wooden Heart de Andrew Adkins, habían sacado On The Ropes, el que estaba llamado a ser el cuarto y último álbum de la banda bajo esa denominación. Al año siguiente, la cosa cambiaría, aunque todavía nadie lo sospechase (pese a ser de justicia). En efecto, el 9 de junio de 2017, salió el álbum Amanda Anne Platt & The Honeycutters, de Amanda Anne Platt (la cantante —y compositora, y líder, y alma, y motor, y todo lo que se te ocurra poner aquí— de los Honeycutters, la banda de Asheville, Carolina del Norte, los antiguos Bee's Knees) & The Honeycutters. La gente llevaba sugiriéndoselo a Amanda Anne desde hacía años, pero la timidez y una cierta modestia le impedía dar el salto. Cerca de diez años aguantando a técnicos y promotores (muchos de pacotilla) que se dirigían en todo momento a ellos, a los varones (fuesen quienes fuesen), para acordar términos y establecer cómo debería sonar esto o aquello. «Eso, a la jefa», contestaban ellos, y entonces siempre el mismo gesto condescendiente y circunspecto al tener que dirigirse a ella. Eso cambió, ya digo, en 2017. Quiso mantener lo de los Honeycutters para no confundir al personal, pero en pequeño y debajo, arriba, bien grande, su nombre: Amanda Anne Platt, porque el negociado, el peso de la responsabilidad y el talento es suyo, y de nadie más. No es por restar méritos a nadie, pero la banda, a fin de cuentas, no es más que eso, su banda, que no es poco (Matt Smith, Kevin Williams, Evan Martin —su marido— y Rick Cooper llevan ahí desde el principio y son, en cierto modo, familia), ella tiene la gentileza de mencionarla en la cubierta y en los carteles de gira (otros no lo hacen), es, digamos, su cuadrilla, pero, a la hora de rendir cuentas, la empresa, en último término, es ella, para lo bueno y para lo malo (privilegios y desventajas del cabeza de familia). Y este que hoy reseñamos es su tercer álbum con su nombre bien destacado en el centro del foco (aparte de un directo en el Grey Eagle y un EP de Navidad de título glorioso, Christmas On A Greyhound Bus, ambos de 2019). «Amanda es tan buena que hasta resulta ridículo. No sé ni cómo expresarlo. Su forma de cantar, sus composiciones y su presencia escénica no tienen parangón en la escena de la música Americana, de la música country… Es sencillamente impresionante.» Así se expresaba Saul Davis, productor de Percy Sledge y mánager de Gene Clark. Y yo no tengo nada más que añadir al respecto. Ahí están todas las raíces del country de la vieja escuela, con sus influencias rockeras y folk. Canciones sobre la vida misma, la muerte, los extraños, el paso del tiempo, el dinero… canciones sobre marcharse, sobre volver, sobre las estaciones del año, la corrupción y el amor. Son muchos los que la sitúan en la misma línea lírica de Lucinda y Jason Isbell. Esas mismas historias de lucha, desasosiego y resistencia. The Ones That Stay son doce cortometrajes, grabados «en vivo», en una sola toma, con la banda en el estudio, sin apenas overdubs, producido por Scott McMicken, de Dr. Dog, la banda rockera de Philadelphia, y Greg Cartwright, de Reigning Sound, la banda rockera de Memphis, lo que ha ampliado un poco, para esta ocasión, el vocabulario musical. Nuevas ideas y perspectivas. Y, sobre todo, libertad de hacer las cosas sin presiones ni pretensiones. Ella misma dice, no en vano, que este es el disco de Amanda Anne Platt & The Honeycutters que más suena a Amanda Anne Platt & The Honeycutters. La presencia de otros les ha proporcionado más espacio para ser ellos mismos. Amanda Anne Platt es, como dice el título de este último álbum, de las que se quedan: año tras año, desde aquel lejano Irene (autoeditado en 2009), los Honeycutters de Amanda Anne vienen acompañándome fielmente, jalonando mi biografía. No se puede decir lo mismo de muchos. De ella se dice sin tapujos: Amanda Anne se queda.

STEVE MARTIN

The Crow

(Rounder Records, 2009)

En 2017, cuando fue a sacar su tercer, portentoso, disco con los Steep Canyon Rangers (The Long Awaited Album), Steve Martin, discutiendo con su agente sobre la estrategia a seguir para que corriese la voz, recibió por parte de este la siguiente advertencia: «Recuerda, Steve, que estás vendiendo algo que nadie quiere». Se refería, ya en aquel entonces, a los CDs (que parece, por cierto, que vuelven; y seguro que tú también tienes ese conocido de culo prieto que alza el mentón y te dice que el CD está muerto y que se borran con los años, y que luego te informa de cuántos vinilos tiene en su casa, y tú, mientras, miras tus enormes pilas de CDs que siguen sin borrarse, algunos comprados en 1985, y le ofreces cacahuetes con una sonrisa más falsa que un billete de 13 euros), pero Steve Martin también lo interpretó como que nadie iba a querer «música de un cómico de setenta años». Muchos lo ignoran, lo suyo con el banjo. Para la mayoría sigue siendo ese cómico (ese grandísimo cómico), y ya. Como mucho, otro actor aburrido que incursiona en una disciplina ajena y se aprovecha de su celebridad para medrar en parcelas vedadas para otros más cualificados. Falso. Steve Martin lleva toda la vida pegado a un banjo. Y tocando con los más grandes (en este disco que hemos elegido reseñar hoy, colaboran bestias como Vince Gill, Tim O'Brien, Dolly Parton, Earl Scruggs y Pete Wernick). Pero no solo es que lo toque, y lo toque como si hubiese nacido en una hondonada perdida de los Apalaches de las que te hacen remar fuerte en cuanto oyes el «plink, plink, plink» de sus cuerdas, sino que, además, compone sus canciones y canta. Se lo toma muy en serio. Van ya seis álbumes (este, The Crow, fue el primero firmado como músico, tiene otros cuatro anteriores como cómico), y en 2010 inauguró el «Steve Martin Prize for Excellence in Banjo and Bluegrass» (con una dotación de cincuenta mil dólares, aparte de la estatuilla de bronce de turno y la oportunidad de tocar a su lado en el Late Show de David Letterman), premio que han ido ganando figuras como Noam Pikelny (de los Punch Brothers), Sammy Shelor (de la Lonesome River Band), Kristin Scott Benson y la inmensa Rhiannon Giddens. The Crow, además, por si alguien sigue albergando dudas de sus bondades, ganó en 2010 el Grammy al mejor álbum de bluegrass del año. Y, por encima de todo, hay que decir (conviene decirlo) que Steve Martin es un gran tipo. Hace un par de días, Selena Gomez hablaba de él (y de Martin Short) en una entrevista deshaciéndose en cumplidos. Todo el equipo de Solo asesinatos en el edificio, coincide con ella. Humildad, generosidad y respeto máximo por el trabajo de todo el mundo, hasta del último auxiliar o meritorio de dirección. (Hace poco, en un viaje a una cosa, una amiga actriz me hablaba de un famoso director inglés que al pedir referencias de cierto actor español para el casting de una obra de teatro —por la que por cierto ha acabado siendo nominado a los Premios Olivier, ¡bravo, Jorge Bosch!—, no quiso saber número de seguidores ni de likes, como parece que suele ser costumbre de un tiempo a esta parte —y así sale luego lo que sale—, sino que llamó a otros actores que habían trabajado con el susodicho para preguntar si, aparte de buen actor, era buena gente, lo que quiere decir —o al menos eso espero— que aún hay esperanza: si eres un perfecto gilipollas, por muy bueno que seas o por muchos miles de seguidores que acumules, va a trabajar contigo tu santísima puta madre). Steve Martin se atrevió a dar el gran paso después de los seis años de reanimación que, según él mismo, necesitó para recuperarse del hecho de que el legendario Earl Scruggs, le pidiese tocar en su álbum Earl Scruggs and Friends. Había un viejo sketch de Steve Martin en el que en cierto momento, aparecía con un banjo y decía que es imposible tocar una canción triste con un banjo. En realidad, reconoce, aquello no fue más que un gag, porque él sabe muy bien que el banjo posee una fuerza inusual para las melodías melancólicas y para la gestación del «sonido de la soledad». «Staccato torrencial, ritmo punzante e inexplicable tristeza.» «Es como si el banjo generase nostalgia de experiencias no vividas, alegría por algo que está siempre por venir y melancolía emboscada en cada recodo del camino.» Martin dice que cuando oyó por primera vez los discos del Kingston Trio y de Flatt & Scruggs tuvo clarísimo que el banjo iba a ser su instrumento (también es muy consciente de que la buena comedia es precisamente esa, la que, como el banjo, guarda debajo una inmensa nostalgia de algo inasible, una pérdida inconsolable). Este disco es, por tanto, un acto de amor y reconocimiento. Steve Martin sabe, y lo verbaliza, que su vida, de no haber sido por el banjo, habría lucido en todo momento la herida abierta de un enorme vacío. «Hace poco —dice, y con esto terminamos esta reseña— hice una foto a mi mujer mientras estaba sentada en el suelo leyendo un libro. Al revelarla, me di cuenta de que, inadvertidamente, aquella fotografía contenía las tres cosas que más amo en esta vida: mi mujer, mi perro y mi banjo

JP HARRIS

Is A Trash Fire

(Bloodshot Records, 2024)

No es la primera vez que aparece por estos andurriales ni, si los hados nos son favorables (y buena falta nos va a hacer, viendo lo que se nos viene encima), será la última. No obstante, para quienes se hayan arrimado más recientemente a esta fogata, conviene recordar… Por pura chiripa, nos cuenta él mismo, nació en 1983, unos minutos antes del Día de San Valentín, en Montgomery, Alabama, el pueblo que también vio nacer a Hank Williams (nacer el Día de los Enamorados parece un chiste, se libró por los pelos). A quien quiera escuchar (pues es un hecho que ya casi nadie atiende más que a lo suyo), Harris le cuenta lo de «Kaw-Liga», aquella canción de Hank sobre una estatua de un indio de madera. Bueno, pues resulta que sus padres solían ir a la cafetería en cuya fachada estaba aquella estatua. Así que eso ya estaba ahí desde el principio, como una especie de tótem o hito, aunque él se declare punk-rocker de corazón (como si Hank Williams no lo fuera, probablemente el que más). Y por esas calles deambulaba de crío, a los tres años, con un chándal de terciopelo verde, paseando a un dóberman para ganar credibilidad callejera. Con un encanto y un pavoneo que, según los adultos que lo veían, iban a llevarle muy lejos. A los catorce, sin embargo, contraviniendo todas las esperanzas plantadas sobre su espalda, se largó de casa en una noche de verano, para no volver nunca. Trenes de mercancías, caminatas y dedo. Viviendo en cabañas remotas, sin electricidad, ni agua corriente, ni acceso a la carretera en invierno. Pastor de ovejas, leñador, operador de maquinaria pesada, peón agrícola, carpintero de restauración, contrabandista y mucho punk rock, en efecto, pero también blues primitivo y las primeras grabaciones de la música country, que es la música del camino (en esa época aprendió a tocar el banjo, y a fabricarlos). Por ahí se le van destilando las canciones, sin la menor ambición en «el negocio de la música», con las manos manchadas de cal y cemento. Canciones con sabor a la primera cerveza que trasiegas en el porche después de una jornada bien cabrona. En 2011, carga su camioneta y su remolque con todas las herramientas, guitarras y recuerdos que puede apiñar, y pone rumbo a Nashville, donde grabaría su primer álbum (recuerda que su mayor recompensa en aquel entonces fue un taco de tarjetas regalo para zampar hasta ponerse tibio en el Taco Bell). De todo eso saldría el dúo con Chance McCoy y las giras de telonero para los Old Crow Medicine Show. Y así hasta este último álbum, en el que se da cita lo mas granado, probablemente su mejor disco hasta la fecha, sin haberse doblegado a nada, puede incluso que todo lo contrario, más extremo, más irredento, más comprometido con lo suyo, que es la música que ama y el contacto con la materia prima, que en su caso es la madera (no los vídeos de la aplicación china, en la que todo el mundo trata de medrar en los últimos tiempos, muy cansinamente, por cierto, y, en muchos casos, con no poco bochorno). En uno de esos trabajos de carpintería conoce a JD McPherson y se hacen amigos al instante. Comparten la pasión por la música americana antigua, las películas oscuras y la comida étnica de elaboración complicada (en las notas del disco, JP agradece a JD la amistad, la alta cocina y la botella de Cabo Wabo, un tequila que no baja de cuarenta pavos). Y, al final, tras muchos giros y plagas de proporciones bíblicas, JD le produce este JP Harris Is A Trash Fire, nada menos que en el Bomb Shelter de Andrija Tokic, con el violín de Chance McCoy, por supuesto, y con las colaboraciones especiales de los Watson Twins (en «Old Fox») y los Shovels & Rope (en «East Alabama»). Y, como perfecto colofón, lo edita la gente de Bloodshot Records, que puede que sean, contra viento y marea, los más amanuenses del reino, el sello perfecto, casi natural, para JP Harris, sin preciosismos ni aseos excesivos. Para que la cosa suene a taller y siga oliendo a serrín. En las referencias, JP menciona de pasada los álbumes de Lee Hazelwood y un oscuro álbum folclórico que grabó Waylon Jennings cuando aún llevaba el pelo corto. JP Harris Is A Trash Fire, como él mismo declara, es a partes iguales sátira, reflexión y disculpa para todo aquel que se moleste en escucharlo. Nada de corrección, nada de postureo «outlaw» de baratillo por Internet. Fogata de basura al borde de la carretera. Eso es JP Harris y eso es esta música. Un vertedero incendiado en el aparcamiento de un Walmart en una noche sin luna. Por suerte para todos, Harris no se deja fagocitar. Sigue habitando una zona gris, sin etiquetas, tanto sonora como líricamente, en la que se mezclan el espíritu del punk rock, con la estética del arte popular y las baladas de la clase obrera. Es bien sabido que, cuando no está de gira, se le puede encontrar restaurando casas históricas, montando motocicletas viejas o recogiendo montones de chatarra en busca de basura utilizable. De ahí la autenticidad de su música y la alcurnia de esta obra maestra.

MY BLACK COUNTRY

The Songs Of Alice Randall

(Oh Boy Records, 2024)

Hace poco, Percival Everett, nos volvió a deleitar a todos con James, su particular reescritura de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mart Twain, contada desde el punto de vista de Jim, el esclavo. La idea no es, en absoluto, novedosa. Alice Randall ya había hecho lo mismo hace veintitrés años en su fantástica primera novela, The Wind Done Gone (2001), en la que reescribía Lo que el viento se llevó, desde el punto de vista de Cynara, una de las esclavas que trabajaba en la plantación de Scarlett O'Hara (hija bastarda del padre de Scarlett y de Mammy). Randall tiene otras cinco novelas y varios ensayos, entre los que, para lo que hoy nos ocupa, cabría destacar, My Country Roots, donde habla de sus raíces e influencias en la música country y el más específico My Black Country: A Journey Through Country Music's Black Past, Present and Future, que acompaña a este álbum editado el año pasado por Oh Boy Records, el sello de John Prine. Alice Randall siempre remarca compartir ciudad y año de nacimiento con Motown Records: Detroit, 1959; y eso, sin duda, sean cuales sean las alineaciones astrológicas (habría que mirarlo), inevitablemente, ha de ser determinante. Cuenta también que en 1968 la «secuestraron» (suceso que ficcionó en su segunda novela, Pushkin and the Queen of Spades, 2004) y se reinstaló en Washington D. C., donde llevó una vida bastante desahogada que se vería violentamente trastocada el día que la violó un amigo de su madre (con el conocimiento de esta). Ella dice que la música, y en particular, la música country, fue lo que la salvó. En esa época horrible, «con mi madre y aquel hombre», se topó con una cinta de John Prine, y la canción «Angel from Montgomery» reavivó su motivación y su esperanza (de huida y supervivencia). Cuenta que no dejaba de cantarla, como si fuera un poema o una oración, una suerte de invocación que la conectaba con sus antepasadas, todas aquellas mujeres que sobrevivieron al estupro en Alabama (sus abuelos paternos fueron ambos fruto de una violación), sobrevivir a tales sucesos y seguir adelante, amando, criando y cantando canciones country en casa, no es poca cosa, como decía Harry Crews, «la supervivencia ya es un triunfo más que suficiente». Siempre amó la música country que, como afirmaba su padre, se origina en un robo, otra violencia ejercida sobre el genio de la cultura negra. Ella estaba al tanto de la fruición con que los afroamericanos se ponían a escuchar el Opry en los años cuarenta. No era cosa solo de blancos. De ahí su interés en recopilar todas esas historias sobre el Sur negro, el Oeste negro y el country Negro. En febrero de 1983 se instaló en Nashville y, en su segunda noche en la ciudad, Steve Earle la descubrió en el Bluebird Cafe (cuna y paraíso de los «songwriters») y le allanó el camino para convertirse en compositora. Con Steve Earle de mentor se inicia su carrera en la música country y, al cabo de unos años, fundaría su propia productora musical, Midsummer Music. Multitud de artistas han grabado sus canciones (Glen Campbell, Moe Bandy, Marie Osmond, Radney Foster, Trisha Yerawood…). Más adelante, en su quinta novela, Black Botton Saints (2020) Randall homenajeaba a varios músicos negros y, a sugerencia de la editorial, crearon una playlist. El caso es que al escuchar las canciones de la playlist se dio cuenta de que ninguna sonaba a la voz del «country negro» que ella se imaginaba cuando componía. Las intérpretes imaginadas de su música eran siempre «negras meciendo a bebés en bancos de iglesia, asaltando a traficantes o asaltadas por ellos, haciendo malabarismos entre el dinero y el amor, preocupadas permanentemente por el racismo ambiental, viviendo la experiencia del pueblo pequeño que se vuelve aún más pequeño cuando eres una chica, ignorada por todos». También se dio cuenta de que sus canciones, grabadas por artistas blancos (y con gran éxito), su legado, estaba siendo asumido como de origen blanco (la misma historia de asimilación de toda la vida, la misma historia del banjo, bastardizado como instrumento hillbilly en el imaginario colectivo, borrando de un plumazo su origen africano). De esa incomodidad surgió el proyecto de su libro y este disco. Sus conversaciones con Allison Russell y Rhiannon Giddens la ayudaron a llevar a buen puerto el proyecto: devolver las canciones a sus auténticos orígenes. Regrabarlas con artistas afroamericanas. Y, claro, no pudo ser en mejor sello. Randall dice que no había otra posibilidad, que tenía que ser en ese sello, el sello fundado por el hombre que escribió la canción que la sostuvo en sus horas oscuras, Oh Boy Records, del inmenso John Prine (ya en manos de su mujer, Fiona Prine). Y la lista de artistas que participaron en el disco es apabullante. Lo mejor de la escena country negra del momento. Rhiannon Giddens, Sunny War, Allisson Russell, Valerie June, SistaStrings, Rissi Palmer, Carolina Randall Williams… Un disco importante que recoloca las fichas en su sitio, que nos recuerda que la primera vez que sonó un banjo, lo hizo bajo un fondo sonoro de elefantes, impalas y rinocerontes negros. Los catetos endogámicos de Deliverance vendrían mucho después.

DAVID LUNING

Lessons

(David Luning, 2024)

Yo estaba convencido de que sí, pero se ve que no. Y me extraña, porque aquel primer disco de 2012, Just Drop On By, era una auténtica barbaridad (en el podio lo tengo, y de ahí no me lo baja nadie). Pero he retrocedido en el tiempo y ya he comprobado que no, que por aquí no di cuenta de él en su día, como tampoco del siguiente, Restless (2017), demasiado segundo álbum para mi gusto, más cuidado (con todo lo que eso supone de desdoro), aunque también excelente. Entre ambos discos —no lo demoremos más, mentemos ya al elefante que se ha colado en la habitación— ocurrió algo que pudo acabar en cataclismo. Su participación en el programa American Idol, el Operación Triunfo de allí. David Luning fue uno de los setenta y cinco mil aspirantes a Estrellita Castro que se presentaron al casting, de los que solo se seleccionaron cien, y en el episodio que se emitió el 16 de enero de 2014, interpretó el tema «In Hell I Am» (y para mí que sí que lo estaba, en el infierno, digo, porque no creo que haya nada más parecido al infierno que semejante programa). «Y no sé si podré escapar algún día», cantaba en el estribillo, «es un camino oscuro y solitario», y la verdad es que no iba tan desencaminado por aquel camino oscuro y solitario, porque la cosa daba como para salir muy mal parado, sedujo a Jennifer Lopez, Harry Connick Jr. y Keith Urban, que estaban en el jurado, como los cenobitas de Hellraiser, pero en versión hortera (y bastante más aterradora; Clive Barker jamás hubiera podido imaginarse mayor espanto), ante una audiencia de dieciocho millones de personas de todo el mundo, y eso, claro, lo catapultó de la noche a la mañana, hasta el punto, ya digo, de que pudo haberse descrismado (como tantos otros antes y después de él). La cubierta de su segundo disco, de hecho, editado al poco de su intervención en el infierno de marras, tiraba bastante para atrás, idea, seguro, de algún productor avezado, que quiso explotar el tirón televisivo, en plan «miradme qué buena planta gasto, niñas», y la verdad es que daba un poco de grima. Claro que luego las canciones, muy poco para niñas, ponían las cosas en su sitio. Pero, en fin, el caso es que todo aquel jaleo ya pasó. Luning supo esquivar la tentación. Y ahora, siete años más tarde, se ha sacado de la manga este tercer álbum de estudio, el portentoso Lessons, un disco, tal y como reza el título, de lecciones aprendidas, el más intimista, el más introspectivo, al decir de algunos, y con él me propongo enmendar la plana, quitarme la espinilla de no haber reseñado, como hubiera sido de recibo, el primero, antes del susto. Se puede afirmar que nos encontramos ante el disco de la consagración, el disco en el que todo cuadra, y suena, además, poderosísimo, algo más oscuro, eso sí, que en su anteriores entregas (vivir es lo que tiene, te entenebrece la vista), grabado en una granja de Petaluma, California, a media hora de donde se nació y se crio, a lo Neil Young o Gregory Alan Isakov, dos de sus ídolos, muy de huir de la urbe y meterse en graneros a perpetrar sus monstruos. Muchos de sus discos favoritos, afirma, han sido grabados en graneros. Mientras tanto, no ha parado de girar y con gente de mucho postín: Leon Russell, Ramblin' Jack Elliott, Rodney Crowell, Elvin Bishop, Junior Brown, Dave Alvin, David Bromberg, John Corbett, Aaron Lewis, Albert Lee, The Waymores, Tim & Nicky Bluhm, Truth & Salvage Company, Matt the Electrician, Poor Man's Whiskey, Audrey Auld, Carolyn Wonderland, Jimbo Mathus (entre otros). Todo trigo limpio. Se montó también un estudio en casa y empezó a flirtear con la electrónica, pero, por suerte, para estas diez canciones, optó por el granero. Su disco favorito de la vida es el Souvenirs de John Prine, y eso se nota. No en vano, fue el disco que le hizo dar el volantazo y dedicarse a esto. La escuela es precisamente esa, su lírica procede de esos (maravillosos) lodos. El primer tema, «Every Day I Am», suena potente, con ecos del mejor Steve Earle, pero es en los temas lentos donde alcanza la gloria. Quizá por mi especial predilección por las canciones que hablan de la lluvia, destacaría por encima de todas la penúltima, «You Like The Rain», empatada con «Early Morning Rain» de Gordon Lightfoot, «Rainy Day Woman» de Waylon, «Blue Eyes Crying in the Rain», de Willie Nelson, «Montgomery in the Rain» de Steve Young, «Rain» de Patty Griffin y «Damn, Sam (I Love a Woman That Rains)» de Ryan Adams, entre mis canciones favoritas de la vida. «Antes de conocerte / Odiaba la lluvia / Venían las nubes / Y lo único que pensaba era / Ya se va el día / Ya se va el sol / Por ahí viene la grisura / Pero entonces llegaste tú, mi amor / Y todo cambió // Porque a ti te gusta la lluvia / Te gusta el sonido / Y la música que hace / Sobre el tejado de casa / Y la sonrisa que se dibuja en tu cara / En cuanto empieza a caer / Antes odiaba la lluvia / Ahora me gusta.» Y todo esto para decir que sí, que se puede salir indemne de American Idol (de OT no lo sé, sospecho que no, lo sabrá quien lo frecuente). En cualquier caso, la vuelta al granero ha sido proverbial. Tremendo discazo.

CHUCK RAGAN

Love and Lore

(Rise Records, 2024)

Tocar música es como liderar uno de esas excursiones de pesca con mosca que lleva operando desde hace unos años cerca de casa, en torno a Grass Valley, California. No se trata solo de pescar. Obtener una presa, si acaso, es solo una bonificación, un extra, un añadido. Lo mismo pasa con los conciertos, si alguien obtiene algo, más allá de la propia experiencia, pues eso que se lleva (y sí, hay conciertos que te cambian la vida). Dejar los problemas en la puerta, pasar un buen rato y, ¿quién sabe?, lo mismo llevarte un pez a casa. Chuck Ragan pivota entre ambas actividades. Los conciertos (en solitario y con la Hot Water Music resucitada) y la pesca con mosca. Ambas se entretejen. No puede evitarlo. Cuando anda de excursión por el río, siempre está trabajando en melodías y frases, grabándolas en el móvil (ya renunció a la vieja grabadora de casetes). Y, cuando hace de guía, lo mismo, hay muchos momentos de inactividad en los que el cerebro deriva hacia la música. Luego se pone las notas de voz en casa y se escucha a sí mismo aullando con el bramido del río de fondo. Buena parte de los grandes temas de la Hot Water Music se iniciaron o concluyeron en el bosque o en el lago. Sus canciones vienen de ahí. E incluso estando de gira encuentra tiempo para ir a pescar. Contrata un guía local y se sirve de su equipación. Estar en el agua, conectar con la gente y seguir aprendiendo. No perder el contacto con la fuente. Es inevitable hacer la comparación. Pescar canciones. Ahora, ya superados los cincuenta, el ansia ha desaparecido. «Si pescamos un pez, genial. Pero ya he pescado muchos en mi vida y no tengo necesidad de obtener ningún récord al salir ahí fuera.» Lo mismo pasa con las canciones. No hay prisa (este Love and Lore ha tardado diez años en salir, después de su anterior álbum en solitario, el Till Midnight de 2014). Ragan, por generación (aunque haya mucho carroza haciendo el ridículo con denodado entusiasmo), no padece la ansiedad de los músicos «ticktocker», con sus comprobaciones diarias de escuchas y likes y sus vídeos de agradecimiento a masas de seguidores ficticias. Él no pierde tiempo en tonterías pubescentes. Estás de gira, abres la ventana del motel y te encuentras con el río Blackfoot, o en cualquier otro lugar hermosísimo, ¿quién tiene tiempo para posar haciendo el gilipollas y colgarlo en la franja sugerida por el algoritmo. Las canciones se pescan mojándose el culo en el río, no haciendo ripios con un cacharrito en tu salón. Con la Hot Water Music es más complicado, por cuestiones de agenda, porque no todo depende de él. Pero cuando gira en solitario suele organizar el calendario en función de la pesca: época del año, vedas, clima… Si le sugieren un bolo en Detroit para enero, él lo retrasa a marzo, que es cuando por allí hay buena pesca. Y, mientras tanto, las canciones. Este «amor y acervo» viene de lejos. Se concibió en el 2016, se reservó estudio para 2019 y la COVID lo mandó todo a tomar por culo. Fue entonces cuando Chuck Ragan, con todas las giras suspendidas, se dedicó en cuerpo y alma a su negocio de guía de pesca, para sacar adelante a la familia. En 2022 se planteó en serio retomar el álbum, pero tuvo un hijo y el agotamiento general le obligó a echar de nuevo el freno. Durante todo este tiempo, los peces/canciones fueron mutando. Esta vez, la pesca trasciende el folk descarnado y expande su territorio sonoro. Ya no son lubinas blancas. Ahora son piezas más melódicas y, hasta aparece un telón de fondo de pianos («Echo de Halls»). La cosa, en quince años, ha ido adquiriendo profundidad y resonancias. El tema, como no podía ser de otra forma, es la vida, el río de la vida, lo sucedido en estos últimos diez años, con la brutal honestidad punk de siempre: las relaciones, la familia y la lucha diaria por el sustento. «Como paso mucho tiempo alejado de mis seres queridos —en giras o ríos—, a veces hay mucha oscuridad y surgen incontables preguntas. Muchas de estas canciones reflejan eso mismo, la terapia de encontrar paz y consuelo en la naturaleza, en el agua, y la manera de relacionarte con los seres queridos.» «Reel My Heart» toca directamente ese tema, cómo equilibrar la vida en la carretera con las obligaciones familiares, como desligarse, lidiar o armonizar esa tarea de Sísifo. «Tengo una tradición, al terminar un disco, me siento a escucharlo, puede que por última vez en mucho tiempo. Es un cierre necesario: todas esas canciones, todos esos sentimientos, todos esas reflexiones, todo lo que necesitaba extraer de mi pecho y mi cabeza… Solo cuando pincho el disco, ambas caras, lo quito, lo meto en la funda y lo guardo en la estantería, solo entonces encuentro algo de paz.» De los de mi quinta, ya con medio siglo a la espalda, cada quien atesorará lo que más le revolviera, en mi caso, de aquel mejunje punk de los noventa, con Green Day, Blink 182, Rancid y compañía, solo guardo canciones de Hot Water Music. La voz de Chuck Ragan ha venido acompañándome desde entonces (vaya colección de voces aguardentosas llevo dentro, ahora que lo pienso). Ya hablé por aquí hace unos años de la bestialidad de álbum que se marcó con Austin Lucas en 2008, Bristle Ridge. Nunca me ha fallado. Cada nuevo disco suyo es una especie de alivio. Una voz que me dice: «Aquí seguimos». La paz que él encuentra en sus ríos sigue siendo la mía.

WILLIE WATSON

Willie Watson

(Little Operation Records, 2024)

Desde que se fue de los Old Crow Medicine Show (de los que fue miembro fundador, vocalista y compositor principal), Willie Watson, calladamente, sin la verbena con que Ketch Secor (único superviviente de la plantilla original) ha seguido dirigiendo la banda, ya más metido en el cotarro, limpio de crudezas punk y bastante más edulcorado, Willie Watson, decía, no ha parado quieto. Y su apuesta, como la de Gill Landry (otro de los inmensos fugados de la banda), sigue siendo cada vez más extrema y arriesgada, de espaldas al oropel, únicamente comprometidos con la materia base, sin refinerías. En el caso de Watson, hay algo, bastante, de entomólogo, de conservador, o más bien de curador, un poco como el Agapito Marazuela de aquellas latitudes, con banjo y guitarra en lugar de tamboril y dulzaina. Eso, claro, le aleja de las multitudes y de las radios. Se gana la vida con sus bolos, otro día otro dólar, suele tocar con Sara y Sean Watkins en la Watkins Family Hour, en Los Ángeles, donde ahora reside, y es miembro habitual de la Dave Rawlings Machine, con los inmensos David Rawlings y Gillian Welch, que tampoco ceden los más mínimo a las imposiciones del mercado y la industria. Pero sobre todo, ya decimos, se ha ganado una reputación de cantante folk itinerante, de trotamundos, dando vida y nuevas alas al viejo cancionero. De ahí salieron sus dos primeros álbumes, el Folksinger Vol 1 y el Vol 2 (que reseñamos por aquí en su día), editados en el sello de Welch y Rawlings, Acony, en 2014 y 2017 respectivamente. Algunos lo recordarán más, probablemente sin saberlo, por su intervención en La Balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen, en la primera historia (la que da título a la película) en el papel de The Kid, de negro riguroso, en el duelo final, matando al vaquero cantante, e interpretando la canción que sería nominada aquel año a los Oscar, «When A Cowboy Trades His Spurs For Wings», compuesta por Welch y Rawlings (al final el premio se lo llevaría Lady Gaga, por el «Shallow» de la nefasta A Star is Born, porque el mundo es así de chusco). Y es así que ahora Willie Watson se nos planta con su primer disco (homónimo) con composiciones propias, aunque no desentona, para nada, con los dos anteriores. Sigue siendo una rendición incondicional y emocionante a la música del pasado, la música de los viejos maestros. El punto culminante es, sin duda, el tema que cierra el álbum, «Reap'em In The Valley», que frisa los nueve minutos. Una narración (hablada) de la llegada del artista a California, sus anhelos, su morriña y su amor por la música, una «canción» que, probablemente, nadie radiará jamás y que, en los minutos finales, pone el pelo de punta. Puro corazón. El testimonio hará (quizá me pase de cándido) que cualquiera que ame esta música, la música de la gente, se sienta irremediablemente conmovido. Watson nos cuenta que ya lleva veinte, o quizá quince, años (nunca se le dieron bien las cuentas) en California y nos habla del desenfreno de Los Angeles, nada que ver con el terruño agrario del nordeste donde se crio. Es muy difícil encontrar en esas calles las raíces. Sunset Boulevard se las ha comido. Pero todo esto no es más que el preámbulo para referirse a cierto día de 1995, al volante de un viejo Volvo familiar por Hector Logan Road. Hay que dejar atrás el pueblecito de Burdett, abandonar el asfalto y tomar el camino de grava que conduce a Seneca Lake, para llegar a la granja de los Argetsinger. Allí, en un cobertizo donde se oxidan dos viejos Packards, es donde esconden la marihuana. Las dotes de narrador de Watson lo emparejan con los antiguos trovadores, los míticos contadores de historias de la tribu. En ese lugar, a la sombra de un huerto de manzanos, fuman, contemplan el atardecer y cantan. «Creedme, no hay nada mejor en este ancho mundo que sentarse bajo aquellos árboles, bebiendo la sidra que se elabora con esas manzanas y viendo cómo se pone el sol en el lado occidental del Lago Séneca.» «Beren se había graduado en el instituto. Yo no. Él tenía un diploma, yo un corazón roto.» Y es entonces cuando salen a la palestra las guitarras y las viejas canciones de Guthrie y la Familia Carter. «¿Sabéis?, en aquella época, en aquella ciudad, no es que uno pudiese entrar en una tienda de discos y comprarse un disco de la Familia Carter. Por eso esperaba con ansia esos momentos.» «Tennessee Waltz», «Sow 'Em On The Mountain» y «Worried Man Blues». «La primera vez en mi joven vida —dice Watson— que canté una canción y lloré al mismo tiempo.» Llámese «Dios» o como se quiera, lejos del mundanal ruido, Watson nos revela que gracias a esas composiciones (que son, en el fondo, su verdadera patria, su terruño), es muy fácil creer en «eso». Y si no se te saltan las lágrimas al oírlo, es que has venido aquí a por otra cosa, y no tiene ningún sentido perder el tiempo en explicártelo, porque no lo vas a entender. Te emocionarán otras cosas, supongo. Tampoco es que me importe. En este caso se trata de complicidad. Pensar que no está uno solo en esto. Así que gracias por la confesión, señor Watson. Tennessee nos queda un poco a trasmano, pero por aquí mismo, en la villa, que es poco más que un pueblo manchego, también seguimos bailando el viejo vals.

MOSES CROUCH

Earth Music

(Riverlark Music, 2024)

Este disco de Moses Crouch es un disco de Moses Crouch, esto es, solo de él, él solo con su voz y con la acústica, y con el banjo en tres temas (bueno, y con su «sensei» Andy Cohen, dejando el violín de lado en beneficio de otra guitarra, para el «Banjo Blues»), él solo y la vieja religión. Hay un solo tema suyo, «Plenty Different Women Blues» (compuesto bajo la tutela fantasmal de R. L. Burnside y Doc Boggs), el resto forma parte del viejo cantoral: Sonny Boy Williamson, W. McTell, Fred McDowell, Furry Lewis, Shade P. Williamson y compañía. En la dedicatoria no deja lugar a dudas, es un disco suyo, solo de él, pero él nunca viaja solo, él contiene multitudes (llamadle Legión). Da gracias a los dos Maestros (con mayúscula) que aún siguen en pie: George Clinton y Sly Stone, y, a renglón seguido, también a los viejos Maestros Negros (también así, con mayúsculas), a los predecesores y sus descendientes, los que originaron, cultivaron e hicieron eterna la música, el lenguaje y el mundo «que me dio vida y propósito». También da gracias a la que considera su Meca de la música, Memphis. Y acaba el texto soltando una suerte de mantra: «El Blues es Negro, el Funk es Folk. No hay nada nuevo». Que se llame Moses puede que no sea una cuestión tan baladí. El disco, al final, es eso, una invocación. La de todas esas voces que lo habitan. Blues en estado puro (sin aderezos) y en estado (también) de gracia. Música terrenal, como anuncia el título, para que nadie se llame a error. Aquí se sirve y se toca así. Memphis es su hogar. Es la ciudad que le ha dado forma e inspirado a lo largo de toda su vida. Él no puede sino sentirse orgulloso de vivir en el lugar que ha venido a conocerse como «El Hogar del Blues» y «La Cuna del Rock N Roll». El sitio al que llaman «Soulsville USA». Eso te curte (o te destroza). De lo que se come se cría (a veces, porque hay gente que ni con esas). Dice Moses que siempre es una lección de humildad caminar por las mismas calles y visitar los mismos sitios que las leyendas y los pioneros de la música y la cultura que ahora son omnipresentes en todo el planeta. Él tuvo la oportunidad de ver y colaborar con los inmensos músicos que influyeron a generaciones enteras y que siguen siendo relevantes aún hoy. También —nos cuenta—, pasó tiempo al otro lado de la frontera, en lo que se conoce como North Mississippi (los condados de Alcorn, Itawamba, Lee, Pontotoc, Prentiss, Tippah, Tishomingo y Union). Frecuentó los juke joints y los pícnics donde el hill country blues se sigue tocando, tanto por los maestros supervivientes como por sus vástagos. Es, asimismo, una cuestión de actitud, que te acojan en el seno de esa comunidad. La música se presta, porque es un idioma universal (sin sintaxis para mentir). Allí estableció vínculos con músicos que llevaba venerando desde que era un renacuajo. Comenzó a tocar en festivales y en jams, poseído por el espíritu de quienes lo inventaron. Hay que sentirlo para vomitarlo. No se puede enseñar. El blues, dice Moses, tiene que ser medicinal, espiritual, radical y visceral. Si no, es otra cosa, ni peor ni mejor, simplemente otra cosa. Y ha de ser tan efectivo para el que lo toca como para el que lo escucha. No como esos actores de método, tan sentidos ellos, que padecen mucho, que lo sufren como auténticos ecce homos, pero sin que nadie se entere en el patio de butacas, desde donde solo se ve a un tipo estreñido. Transmite quien puede, no quien quiere. Moses Crouch, con este disco, espera transmitir y hacer sentir toda esa procesión que le va por dentro. Empieza con un tema («Newport News Blues») que grabó la Memphis Jug Band en sus primeras sesiones de 1927. Luego el menú sigue con un blues estilo Georgia, («No-No Blues»); un blues montañés, hillbilly, con guitarra de doce cuerdas («Hillbilly Willie's Blues/Travelin Rairoad Blues»); un tema tradicional, la versión con más solera del álbum, «Rabbit On a Log»; una vieja melodía country «de los viejos tiempos», con cierto aire cajun, «Adieu False Heart», versos existencialistas sobre un amor malogrado en el que la clave es el minimalismo (el blues exhibicionista de los virtuosos no es aquí, ese circo se toca en otra planta); y así, hasta un total de once temas que trazan un recorrido por el paisaje sentimental (Mississippi) que le ha nutrido. El resultado es de una exquisitez absoluta. Inmenso respeto y arrojo, sin cartas ocultas ni ornamentos. Nueva piel (una vez más) para la vieja ceremonia. No se me ocurre una cosa más punki.

MAGGIE ANTONE

Rhinestoned

(Love Big & Thirty Tigers, 2024)

Estaba el Interpretations, de 2022, que incluía sus gloriosas versiones del «Jolene» de Dolly Parton, el «Spanish Pipe Dream» de John Prine (tremenda) y el «Lady May» de Tyler Childers (que fue la que incendió las redes y la llevaría a acometer el resto de las versiones, haciendo un total de siete). Nos ganó de calle. Y eso es lo que, según parece, ha venido haciendo con todo el que la oye (ganárselo) desde que a los dieciséis años, en el suelo de su habitación, en Richmond, Virginia, empezó a hacer canciones, algo no tan sencillo como pudiera parecer a primera vista (lo de ganarse a la gente de calle, lo de hacer canciones también), porque Maggie Antone, tras su aparente vulnerabilidad, no canta de cosas cómodas ni tiene pelos en la lengua. Es muy mal hablada, y eso nos gusta siempre (será por hermanamiento, defecto congénito nuestro, herencia de Cela y Umbral, vaya usted a saber). Nos gusta la gente que llama gilipollas a los gilipollas, sin morderse la lengua. Maggie lo hace. Porque no está la cosa para andarse con remilgos. No hemos venido a esta fiesta para caer bien a nadie, sino para caer bien al suelo, a ser posible sin hacernos demasiado daño (recuerdo que en la escuela de arte dramático había una asignatura de lucha escénica en la que, precisamente, uno se entrenaba para eso, para caer con soltura, para despeñarse bien, un rollo muy de especialistas, de dobles de acción, un poco como aquello que decía Beckett de «fracasar mejor», básicamente hacer callo, para ir tirando). Rhinestoned es un álbum de historias, confiesa ella misma en el texto del disco (que viene acompañado, además, de una ilustración de la artista Annmarie Young para cada canción, lo que lo hace aún más goloso que la música comprimida hasta el estreñimiento en la charcutería de tu plataforma favorita), basadas en hechos reales, aunque en algunos momentos haya tenido que forzar un poco la verdad, porque no está dispuesta a dejar que la verdad se interponga en una buena canción (un poco aquello de El hombre que mató a Liberty Valance de que cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que publicar la leyenda). «Este es un disco para los que aman fuerte y no parecen recibir a cambio lo mismo, para los que tienen el corazón roto y nunca se les otorgó la oportunidad de cicatrizar, como merecían». La cosa empieza con «Johnny Moonshine», un personaje inventado que, de ser una persona real, dice Maggie, sería su pareja ideal, su alma gemela, porque le gusta beber, fumar (porros) y pasarlo de puta madre (castigarse gozosamente). Le sigue «One Too Many», donde sigue subrayándose esa voluntad de incendiarse («Jack Daniel's me saca de casa y Johnny me trae de vuelta», ese momento mil veces repetido de despertarse bajo un techo extraño, en cama ajena, con una sensación pesarosa de vacío y amarga ansiedad, sin recordar ni una sola cosa de lo acometido por la noche, pero convencida de que si se acordase sería mortificante; «cometes el crimen, cumples tu condena, / juras ante Dios que nunca volverás a beber, / y entonces llega el viernes por la noche, / y mírate, ahí estás, bebiendo otra vez»). En «Everyone But You» deja claro que «no escribe canciones de amor / porque no quiere tener que cantarlas cuando el amor se haya acabado». A continuación, en «Mess in Texas», elige su patria adoptiva, nada como Texas (más grande y mejor), el estado de la estrella solitaria, para, harta de coleccionar «exs» por Kentucky, Arizona, Alabama, Missouri, Mississippi, Georgia y Carolina, volver a descrismarse (o no) en un nuevo rodeo. En «High Standards» da un paso al frente y se propone no volver a caer (ni por aburrimiento) en las redes de ningún hijo de puta como al que se dirige en la canción, con todas «sus gilipolleces y sus chistes misóginos», y lo que es aún peor, su lamentable gusto musical: «un pedazo mierda» que la cogió en horas bajas. Igualito que el de «Suburban Outlaw», ese que iba de forajido, a lo Waylon o David Allan Coe, y que no era más que «basura redneck suburbial» que se creía muy machito, muy «man in black», pero no dejaba de ser un puto sociópata y que al final le ha dejado esa rémora de ponerse a temblar cada vez que ve una rosa tatuada («No hay nada peor que haberte querido, ¿quién no lo sabe? / Quisiera golpearte donde duele y ponerte a dos putos metros bajo tierra. / Me abandonaste en el frío, me dejaste en la piel y los huesos. / No soy tu chica del calendario, a la que puedes poseer y domar. / Espero que mueras solo y que coseches lo que has sembrado»). En «I Don't Wanna Hear About It» Maggie se lamenta de una pérdida, en el estribillo le desea a su apuñalador que sea feliz y que le vaya bien en la vida, reconoce que no lo odia, pero, aun deseándole que obtenga todo lo que se proponga en la vida, no quiere volver a saber nada de él. En «Me & Jose Cuervo» sobran las palabras, es la canción de amor perfecta. En «Rhinestoned» se define a sí misma y a todas las que como ella, no necesitan a nadie, encienden el motor y pisan el acelerador, y arrancan el retrovisor para no volver a mirar atrás. Y la cosa acaba con «Meant To Meet» que habla de ese sino de los románticos empedernidos, condenados a encontrarse, pero no a estar juntos. Guerreros de la fiesta antigua. Yo ya me he enamorado de ella, ¿y tú? Que nunca nos falten los «ángeles de los honkytonks».

LOGAN LEDGER

Golden Gate

(Rounder Records, 2023)

En el momento en que me pongo a escribir estas líneas, los pronósticos advierten que se espera que otra ronda de vientos de Santa Ana se desate a principios de la semana que viene. California sigue en llamas. Por ahora son ya veinticinco muertos y docenas de personas desaparecidas. La devastación que están dejando los incendios en Los Angeles está siendo aterradora. Por eso he querido reseñar hoy esta obra maestra que le produjo Shooter Jennings en 2023 (con el inmenso Ted Russell Kamp al bajo) a Logan Ledger, el artista de la zona de la Bahía, su segundo álbum, un emotivo homenaje al «estado dorado»: California. El primero, homónimo, otra barbaridad, se lo produjo T Bone Burnett, con Marc Ribot a la guitarra y la misma banda que participó en el Raising Sand de Robert Plant y Alison Krauss. Canciones sobre el océano, las celdas abandonadas de Alcatraz («The Lights of San Francisco», coescrita con Steve Earle), cuartuchos sin sueños y calles desoladas en mitad de la noche, con su punto surf y su sonido californiano años sesenta, pero en tonalidades menos luminosas (en oposición/contraste a lo que Jimi Hendrix llamaría «the western sky music», el soleado folk-rock originario de aquellas latitudes, Laurel Canyon y sus avatares). Ahora vuelve California con muchas de sus inefables cualidades: su idealismo salvaje, su incómoda imprevisibilidad y su infinita promesa de renacimiento y renovación. La oscuridad (el country noir) queda esta vez atrás y la cosa se inspira más en la escena country-rock califoniana de finales de los sesenta y principios de los setenta. Empieza sinfónico, a lo grande, y por momentos se detecta da sombra de Roy Orbison. El propio Ledger dice que su aproximación a la música surge de un impulso arqueológico. Como un antiguo soñador de la fiebre del oro, Ledger se adentra en las minas y acude sin ocultarlo a las grandes vetas: el western swing de Cindy Walker, el No Other de Gene Clark, las leyendas del sonido Bakersfield (con Buck Owens a la cabeza), el pop barroco e iconoclasta de Scott Walker y todo el catálogo de folk oscuro y excéntrico recopilado en su día por Harry Smith, por citar, como dice él mismo, solo unos pocos. De todas formas, se puede decir que de casta le viene al galgo, dado que la criatura aprendió a tocar la guitarra a los doce añitos y, no mucho más tarde, empezó a componer canciones. Su abuela fue una buena dealer, de ella le viene la pasión por Doc Watson y Mississippi John Hurt. También por Elvis, Orbison y los grupos vocales de R&B como The Platters. Enseguida amasó una ingente colección de CDs del sello Smithsonian Folkways y, nada más entrar en la universidad de Columbia, ya estaba presentando un programa de bluegrass en la emisora del campus (aparte de tocar en varias bandas de «música montañosa»). Varios años después de graduarse, se ubicó en Nashville y comenzó la proverbial travesía por bandas de versiones y bares locales. Hasta que, por los azares de la vida, llegó una demo de «Let The Mermaids Flirt With Me» (que acabaría siendo el tema que abriría su primer álbum) a manos de T Bone Burnett, y todo comenzó a encauzarse. Este Golden Gate es, como decíamos, otra historia, California, sí, pero una California más luminosa (aunque no menos melancólica). «No me gusta hacer lo mismo dos veces. En el futuro puede que haga un álbum muy loco de western swing, o de country-pop de los ochenta, sea lo que sea, será combinando diferentes épocas y estilos, perpetrar híbridos extraños, eso es lo que me gusta. No soy un purista y no tengo ningún interés en repetir el pasado. Ya veremos lo que nos depara el futuro.» Y se ríe. El «Golden State» brilla en todo el disco. Desde el tema que le da título, hasta el «All The Wine in California» («ni todo el vino de California podrá ahogar mi memoria / puedo poner un océano de por medio / pero nunca seré libre») y el «Midnight in L. A.» (con el propio Jennings al piano, el Wurlitzer y el B3). «Como exiliado de California, todo esto tiene que ver también con el fin de la mitología del Golden Gate, esa idea de California como una tierra de abundancia donde todo son rosas. Hay, definitivamente, mucha tristeza, pero persiste la esperanza de que el final del viejo sueño deje el campo abonado para el nacimiento de uno nuevo.» Hoy todo arde, sí, y la cosa pinta bastante mal, pero otros incendios anteriores nos han demostrado que, después de las cenizas, todo reverdece. Esa es la esperanza que ha de enardecer el ánimo de los que luchan al pie de las llamas. Y, ya que estamos, aprovecho para mandar un fuerte abrazo a mis buenos amigos californianos, Mike Beck y John Dofflemyer, héroes de mis viejas Apacherías, voces que, con otras muchas, constituyen la verdadera mina de oro de aquellos valles. Santos Bohemios de la vieja escuela de John Steinbeck. Mucho ánimo, y mucha fuerza.

INDIA RAMEY

Baptized By The Blaze

(Mule Kick Records, 2024)

El álbum incluye una nota al oyente que clarifica sin ambages el momento artístico y vital de la artista de Rome, Georgia, de la que ya nos quedamos prendidos con aquella maravillosa bestialidad que fue el Snake Handler de 2017. «Las canciones de este disco son el resultado de haber llevado a cabo un pesado trabajo de curación y autodescubrimiento. Mi esperanza es que estas historias y la sabiduría que he adquirido en mi travesía os proporcionen fuerza, inspiración y empoderamiento. Aunque sigan produciéndose avalanchas, somos la montaña.» Una cosa está clara, este no es su primer rodeo (como canta en el primer corte del disco, «Ain’t My First Rodeo») y, como ya dijo en su día, con la salida del ya mentado Snake Handler: «Me pasé demasiados años haciendo lo que todo el mundo a mi alrededor quería que hiciera, lo que me hicieron pensar que era lo “correcto”. Pero llegó un momento en que dije: “hasta aquí”, y ahora todo lo que me digan me resbala. Hago lo que YO quiero». El camino no ha sido fácil. Creció en la pobreza. Sus primeros recuerdos están acribillados de violencia. Su padre era un adicto y, probablemente, padeciera un severo trastorno de la personalidad. India recuerda vívidamente incontables momentos de estar escondida detrás de algún mueble de la casa familiar, viendo cómo su padre maltrataba a su madre, y cómo sus hermanas escapaban por la ventana para avisar a la policía. Lo malo es que la policía era su padre. Ella estaría durmiendo y él llegaría, abriría la puerta a patadas, sacaría a su madre de la cama y comenzaría a lamentarse y a sollozar sobre ella. Cuando las abandonó, las cosas mejoraron. «Odié a ese tío toda mi vida; gasté un montón de energía odiándolo, pero al final, me di cuenta de que en el fondo lo quería, y me quedé destrozada y confusa cuando murió. Lamenté mucho la relación que nunca llegamos a tener. Al final fui a verle, y le dije que lo perdonaba.» Snake Handler fue el disco de aquella reconciliación. La última canción hablaba de aquella despedida. Marcaba, de algún modo, un punto de inflexión. Se grabó en seis días, producido por Mark Petaccia (el ingeniero de sonido del magistral Southeastern, de Jason Isbell). Ella dice que es su disco True Detective, temporada uno. Ella venía de esa oscuridad y de esos monstruos (acabaría estudiando derecho y ejerciendo de fiscal en casos de violencia doméstica). Ancestros de granjeros metodistas, no manipuladores de serpientes, pero casi (ella aclara que en la canción que daba título al disco se trataba de una metáfora, que la cosa iba de encararse con los demonios propios, las serpientes que anidan en tu cabeza, de deshacerse de la gente tóxica que infesta tu vida). Ya entonces se notaba que había estado escuchando ávidamente a Neko Case (siempre ha reconocido que el Furnace Room Lullaby es uno de los discos de su vida, y en el tema «The Mountain», sexto corte de este poderosísimo Baptized By The Blaze, parece conjurar su fantasma) y no tardó en despertar el entusiasmo de la prensa musical. La perfecta mezcla, dijeron en la WMOT, entre Loretta Lynn y Neko Case. La Rolling Stone fue un poco más allá: «mitad Black Sabbath, mitad honky-tonk». «Un poco de luz en la oscuridad», celebraron en la BBC. Ahora, después del Shallow Graves de 2020, India Ramey acomete su quinto álbum, esta vez producido por Luke Wooten (productor, entre otros, de los SteelDrivers) en el que, según apunta en los textos de promo, traza un camino que abarca los paisajes cinematográficos del spaguetti western, los suelos de madera de los honkytonks y las estribaciones de los Apalaches. «Un álbum sobre la energía del Fénix. Sobre la muerte de mi viejo yo, que era esclavo de mi trauma —un trauma que la llevaría a una época, también jubilosamente vencida, de drogadicción—, y el nacimiento de un nuevo yo que encara una vida plena y feliz, lejos del miedo.» Ahora es el miedo el que la teme a ella. Ya nadie le chista, nadie le levanta la voz, nadie le dice por dónde tirar ni cómo comportarse. La confianza con que acomete sus nuevas canciones, no deja lugar a dudas. Ha vencido a la oscuridad, y pisa fuerte. No hay más que verla. Ha sido bautizada por el fuego.


LARRY JON WILSON

Larry Jon Wilson

(1965 Records, 2008)

De un tiempo a esta parte, lapso cifrado en años (muchos años), en esta casa, cada Nochevieja es Nashville, es el salón de Guy Clark, y 1976 el año entrante. Ya hemos repetido hasta lo indecible, como abuelos plúmbeos y ligeramente amnésicos, que nuestra caída del caballo camino de Damasco fue ver (por suerte, muy pronto) el documental Heartworn Highways, de James Szalapski. Fue y sigue siendo nuestra piedra de Rosetta, esto también lo habremos repetido unas mil veces. Y cada Nochevieja, como digo, lo revisitamos (en los extras del DVD está todo el material filmado de aquella noche gloriosa). Pues bien, de todo aquel plantel de supervivientes y forajidos, muchos llegarían a convertirse en figuras clave de la música country (off-off-Nashville, incluso off-off-off, todos los off que quepan) y alguno hasta alcanzaría el rango de mítico; otros, por el contrario, quedarían arrinconados en los desvanes del tiempo, devorados por el olvido. Ahora se ve el documental con otros ojos, quien se enfrenta a él de nuevas lo hace conociendo ya a muchos de sus protagonistas, la visión es inevitablemente resabiada, avisada, entendida. Guy Clark, claro, Townes Van Zandt, Steve Earle, Rodney Crowell, David Allan Coe, John Hiatt, Steve Young, Charlie Daniels… Verlo hoy es como confirmar un teorema. Ya está ahí el germen de todo. Conmueve ver de dónde venían y adónde llegaron. Pero hubo otros pululando por allí que, si bien no claudicaron ni abandonaron la lucha, nunca llegarían a saborear las mieles del éxito (hablamos, entiéndasenos, de un éxito en muchos casos escuálido o, directamente, tullido). De quien, no obstante, nadie podrá olvidarse (puede que del nombre sí, pero no de su portentosa presencia) es del tipo que abre la película: en el estudio de grabación, Larry Jon Wilson graba «Ohoopee River Bottomland», el tema que iba a inaugurar su primer disco, New Beginnings. El temazo, el vozarrón, el personaje, dejan su impronta. No vuelve a salir más, pero aquella sesión improvisada les vendría de perlas a los visionarios cineastas para marcar la deriva del viaje que se disponían a emprender. Szalapski y su productor, Graham Leader, lo vieron claro en el montaje: la película tenía que empezar con eso (y acabar con la reunión de Nochevieja en casa de Guy Clark). El tipo venía de Swainsboro, en el condado de Emmanuel, Georgia, y tenía un buen trabajo de consultor técnico de fibra de vidrio, hasta que decidió dejarlo todo para irse a Nashville y dedicarse a la música. Como él mismo diría: «Antes hacía dinero, ahora hago música». Grabaría otros tres discos con Monument, sello de CBS: Let Me Sing My Song To You (1976), Loose Change (1977) y The Sojourner (1979), perpetrando un total de cuatro álbumes soberbios. Nunca logró un hit. Como dijo alguien, su música tenía demasiada alma para ser radiada, y Larry Jon, desilusionado, acabaría abandonando la música en 1980. Robert K. Oermann, animando al personal a ir a verle en directo al Bluebird Cafe en un artículo de The Tennessean, allá por 1979, expresaría de este modo su alejamiento del cotarro: «Quizá sea porque sus canciones son tan intensamente íntimas, tan dolorosamente conmovedoras. Puede romperte el corazón, hacerte llorar y dejarte hecho polvo en una sola noche. Pero también puede hacerte reír y animarte a bailar. Lo tiene todo para alcanzar el estrellato, pero es incapaz de explotar y malbaratar esas cualidades». No quiso claudicar, no quiso entrar en «el circuito comercial de la fiestas de cóctel», como él lo llamaba («el club de las almendritas saladas», que lo llamaría Trapiello, cambiando de ámbito y oficio, en su Salón de los Pasos Perdidos). Los que tuvieron la suerte de verlo en aquellas míticas sesiones del Bluebird Cafe no se cansarán nunca de atestiguarlo. Estuvieron allí y lo cataron (esa ventaja que nos llevan). Tras años de hacer caso omiso a los ruegos de sus amigos (Townes Van Zandt, Mickey Newbury, Guy Clark, Billy Joe Shaver, John Prine, Kris Kristofferson y Tony Joe White, entre otros) para que grabase de nuevo, se animaría a volver a tocar en directo. Noches de baruchos pequeños y oscuros. Y, en 2008, dos años antes de morir, Jeb Loy Nichols y Jerry DeCicca, a lo Rick Rubin con Cash en las «American Recordings», lo convencen para grabar en la decimoquinta planta del Mirabella, un complejo de apartamentos en Perdido Key, con vistas al Golfo de México (veinte canciones en siete días, de las que quedan doce, dieciséis, teniendo en cuenta que en dos de ellas se funden tres: «Loser Trilogy» y «Whore Trilogy», trilogías de perdedores y prostitutas), él solo, rodeado de divanes, con su voz de yunque golpeando el suelo de mármol, su vieja guitarra y el violín (posterior, grabado de noche en la tienda de discos de segunda mano en la que trabajaba Jerry DeCicca) de Noel Sayre. Un hombre fuera de tiempo, cantando sus historias de carretera, de buscavidas, de ser padre, de apostar y beber, de mujeres y de la amistad que compartió con Van Zandt y Mickey Newbury. El álbum, sin orden, sin calendario, sin plan, rebosa magia y autenticidad. Cantó lo que quiso. Sin producción. Sin brillo. Sin pensar en la industria ni el mercado. La versión del «Heartland» de Dylan y Willie Nelson, es estremecedora. Y así suena como suena. A música, a Vida con mayúscula, como dice el productor, a Larry Jon Wilson y a nadie más que él. Un perfecto recuerdo para empezar el año, para que la vida sea siempre 1976 en el salón de Guy Clark, y para seguir trabajando a contracorriente, sin ceder, posiblemente buscándonos la ruina, pero haciendo solo lo que queremos y con quienes queremos. Las almendritas saladas, para quienes gusten de tales verbenas. Nosotros mejor nos abstenemos, quedamos mal en esos saraos, nos envaramos y decimos cosas improcedentes. A ellos les queda mejor (lo suben a redes y los vemos). Llevan años haciéndolo. Tienen el culo pelado de creerse gigantes. Que con su pan se lo coman. Nosotros a lo nuestro.

WAXAHATCHEE

Tigers Blood!

(Anti- Records, 2024)

Ni al niño el bollo ni al santo el voto, vamos, para entendernos, que cosa prometida es medio debida y, haciendo caso al proverbio, para que no se nos afee luego, y con razón, la conducta, como ya dejamos caer la semana pasada, vamos a cerrar el año de recomendaciones con broche de oro, volviendo a Katie Crutchfield, de la que ya hablamos por este ventorrillo hace unos meses, cuando se juntó con la tejana Jess Williamson para perpetrar esa maravilla que es Plains (2022), primera incursión de la Crutchfield en estudio después del exitazo de su anterior álbum con la nueva formación de Waxahatchee, el celebérrimo Saint Cloud (con esos dos temazos, «Lilacs» y «The Eyes» que, desde la primera escucha, se han quedado incrustados ya para siempre en nuestra playlist cicatrizante), ahora en Anti- Records, claro, donde ya había irrumpido con Plains. Como con el disco anterior, con Brad Cook, de la banda, a cargo de la producción, se fueron al Sonic Ranch, de Tornillo, Texas. Ella siempre ha dicho que la grabación es la etapa del proceso que menos disfruta, que más ansiedad le genera. Y hubo un momento de crisis en el que, en efecto, el disco pudo haber dejado de existir; el picorcillo ese que a veces les entra a algunos, casi siempre para descrismarse, de la evolución artística y la reinvención (el sueño de la reinvención produce, sin duda, monstruos, esto es casi un dogma de fe, y muchas veces los monstruos que genera son monstruos que se quedan y que no salen ni con aguarrás, no hay viaje de vuelta), pero, por fortuna, duró poco. En este caso, el canto de sirena que desnortó a la tripulación fue el embaucamiento (inconsciente) del pop. La cosa fue que, al principio de las sesiones, acometieron «365», un tema que les salió afectado de un sonido y una producción «notoriamente pop». Es ese punto crítico de la historia (brevísimo, apunta ella, no sin cierto alivio) en el que todo podría haberse ido al garete: otro hermoso vencido en el desapacible camino hacia el Primavera Sound (o un infierno de parecido tonelaje). La llegada de MJ Lenderman fue, en este sentido, proverbial. Pisó el bicho del pop según entró por la puerta. Dejaos de fruslerías. Lo que conseguisteis en Saint Cloud es muy grande. No os vayáis de ahí. Eso es lo que les dice sin decirles nada, al hacer las voces en «Right Back To It» (y contribuir con su guitarra eléctrica, como acabará haciendo en el resto de temas) y, tanto ella como Cook, lo verán claro al escucharlo luego: hay que contagiar todo el disco de este sonido, de este ambiente. No obstante, existe una evolución desde el disco anterior. En la entrevista de Raina Douris para el World Cafe, Crutchfield dice que nunca se ha sentido a gusto componiendo canciones de amor. Esas canciones que hablan de enamoramientos o rupturas, y que se sitúan siempre en el estallido. Ella ha llegado a estar en paz consigo misma después de muchas batallas (con el alcohol y las drogas —nunca a lo kamikaze, como suele aclarar siempre en las entrevistas, porque los periodistas son así de córvidos y van a por lo que huele—, entre otras distracciones) y remarca que casi nunca se canta de lo que pasa en medio, que es donde ella se encuentra en estos momentos. La épica, no tan estruendosa (ni tan impostada, pero puede que hasta más épica), del día a día. Canciones descarnadas y despojadas de romanticismo, de encontrar la novedad y la frescura de la intimidad con esa misma persona que está a tu lado, sin fuegos de artificio ni brumas alcohólicas. Ese parece un terreno sin dragones, inexplorado, sin mucho juglar que quiera adentrarse en la nada, la crónica del desencanto, del tedio, del apagamiento, como en el estribillo del sexto corte, «Bored»: «Mi benevolencia se ha estrellado contra el suelo, me aburrooooo». Canciones de peleas de madrugada, amistades desgastadas sin arreglo, elegías por un pasado idílico…, pero también de estar bien, de esa cosa, casi percibida como violencia, que es estar relajado y a gusto con uno mismo (algo que, en los tiempos que corren, parece ser poco menos que una impertinencia e, incluso, una provocación). Madurez, sobriedad y éxito (cuando no hay talento, estos son elementos que suelen suponer el fin de la fiesta, porque lo que funcionaba era el fantoche icónico destinado a acabar componiendo un bonito cadáver). Es una simplificación, dice ella, pero podría decirse que Tigers Blood! es un álbum de alguien que lleva ya unos años sobrio. La seguridad con que canta y compone de un tiempo a esta parte resulta apabullante. «No hace falta estar torturado para hacer un arte interesante.» Esa es la gran patraña. Sobre todo cuando se nota tanto que es tortura del la tienda del chino de abajo. Y todo eso se palpa en sus directos (mucho más que en los discos). Disfrutan con lo que hacen y lo transmiten. El concierto que dieron en Tiny Desk el pasado 16 de diciembre (se puede ver entero en YouTube) es portentoso, sobre todo cuando salen a la palestra el banjo y el dobro. El círculo sigue sin romperse. Gente que te hace sonreír así, ¡siempre en nuestro equipo!

BILL DAVIS

My Money's On You

(Bill Davis Music, 2013)

Para ir enfilando ya la postrimerías del año, pretendía uno hacerse eco del último disco de Katie Crutchfield, el Tigers Blood, sexto de su encarnación como Waxahatchee, después de haber militado en P. S. Eliot, ahora que la han nominado por primera vez a un Grammy (en la categoría de Mejor Álbum de Americana), o si no de este, puede quizá que del anterior, el Saint Cloud, de 2020, que me gusta más, sin tanta veleidad pop, no sé, aún nos queda un viernes antes de pasar página, ya veremos por cuál nos decantamos (porque los dos son magníficos), pero ya digo que la pretensión se ha visto truncada, porque se me ha colado un recuerdo en la fila, como una anciana descarada e impune en la cola de la frutería (cuestión de galones, supongo, aunque uno vaya teniendo ya también sus buenas muescas en la culata), un flashback de hace diez u once años. A veces hay palabras, como aromas, que te dan un magdalenazo bien empapado en té en toda la cara, dejándote más destemplado que al bueno de Swann (que vomitaría alrededor de 300 páginas memorísticas, yo procuraré manchar menos), cosas del sistema límbico, ¿qué le vamos a hacer? Lo de llamar a la banda Waxahatchee, fue por Waxahatchee Creek, un afluente del río Coosa, entre los condados de Shelby y Chilton, en Alabama, terruño en el que se crio Crutchfield. He ahí la magdalena que, de pronto, me ha mandado de un sopapo de Alabama a Texas: las resonancias de ese nombre, Waxahatchee. Había una canción. Recordaba una canción que, en su día, escuché mucho. Un piano y una voz terrosa. Una canción de colisiones cósmicas y amores perdidos. Exprimí la neurona, y busqué, pero nada, la sinapsis me esquivaba. Y entonces caí en la cuenta. No era Waxahatchee (Alabama), sino Waxahachie (Texas), por eso no se dejaba enlazar. Con tanto movimiento forzado de tribus indias por el sudeste de Estados Unidos, el legado nativo se fue extendiendo, de ahí que aquella palabra de la lengua de los indios creek de Alabama, acabara afincándose, ligeramente mutada, en el condado de Ellis, Texas. Y con esa pista ya se desveló el misterio: «Waxahachie», no tanto el lugar, que también, como el tercer corte de My Money's On You, aquel fabuloso disco de Bill Davis que tanto y tan bien me asistió hace ya la friolera de unos diez años. Me vino a la cabeza, la canción y la foto de la cubierta. Localizar el disco por casa ya fue otro cantar, costó lo suyo. La búsqueda ha sido también un viaje en el tiempo (han reaparecido muchos discos de los que tendremos que hablar), por seguir amparándonos parasitariamente en la referencia «proustiana», que dará lustre a esta reseña tan deslavazada. Y, por fin, apareció. Luego, las pesquisas, se han vuelto un poco enojosas. Hice un poco de arqueología, pero no hay nada en redes (de otros dos Bill Davis músicos sí consta alguna cosilla más), más allá de la escuálida frase biográfica que aparece en su página de Bandcamp: «Bill Davis es un cantautor de Texas. Lleva componiendo y tocando en Austin y sus alrededores desde mediados de la década de 1990». Entra uno en su Facebook y el chasco es más o menos el mismo: la última publicación es de julio, se pone a bichear uno y solo da con anuncios de sus conciertos. Hay fotos, no muchas. Veo que ha ido criando una buena barba. Hay también algún vídeo de muy mala calidad (del típico paisano con móvil que, por la deficiencia genética que sea, lo cree conveniente), en el que, pese a la calidad infecta (y el flaco favor al artista), se detecta su poderío: esa voz. Y todo esto (esta ausencia de datos) me ha llevado a preguntarme cómo demonios acabé recalando yo en este hombre, en este disco. La respuesta es sencilla: Texas. Los «hard-core troubadours», que diría Steve Earle, de Texas. Por esa época yo tenía dos voces muy metidas entre ceja y ceja, la de Javi García (cuyo A Southern Horror ya reseñamos por aquí en su día, y que es otro de nuestros dolorosos desaparecidos) y la del inmenso Jon Dee Graham (de quien en más de una ocasión hemos dicho que tenemos que hablar, y seguimos sin hacerlo, maldita sea mi estampa; juro que el año que viene le pondremos remedio). Dos voces y un estado, Texas. Fue así como acabé llegando a Bill Davis. Y su voz sigue activando los mismos resortes. No veo señales de nuevos discos por ninguna parte. Pero por los ocasionales comentarios que alguien deja caer por sus publicaciones de Facebook, descubro que sigue en activo, infatigable, sacándose las habichuelas en el día a día, «another day, another dollar», como nos dijo aquella vez, en la barra del Rocksound, Malcolm Holcombe. Y pienso ahora que precisamente esa aparente ausencia, esa omisión, pretendida o no, es en realidad lo que hace a Davis tan grande. Y no puede evitar uno pensar, asimismo, que esa escueta biografía con que se vende es lo que más justicia le hace a su música: un tipo que lleva fatigando los locales de Texas desde los noventa. Un artesano, y un vozarrón, guitarras potentes y canciones tristes, pero arrolladoras, una acometida más de albañil que de músico (lo que siempre suma). «My Money's On You», se titula el álbum, que es el nombre, además, de la canción que lo cierra, y lo que siempre decía, también, adaptado a las circunstancias, mi viejo amigo Rafi, rockero de la inmortal ciudad cervantina, cada vez que algo le emocionaba, ya fuese un escritor, un cantante, un actor, un director de cine, un saltimbanqui o un cocinero: «Amigo, te debo dinero».

THE RED CLAY RAMBLERS

Far North

(Sugar Hill Records, 1989)

No he vuelto a verla desde puede que haga más de veinticinco años (temo, quizá, que se disuelva, como una momia expuesta al sol), si bien es cierto que llevo proyectándola en la pantalla del cine de barrio casi demolido que tengo en la cabeza, con olor a polvo y a palomitas pisadas, desde que este disco cayó en mis manos. El poder evocador de la música, ya se sabe, y más aún cuando las melodías (algunas de apenas veintidós segundos), están tan estrechamente vinculadas a ciertas imágenes: el inmenso Charles Durning en el papel de Bertrum (después de haber sido rechazado por Brando, pese a elogiar con entusiasmo el guion, porque llevaba siete años sin actuar, y buscaba otro tipo de papel, más de lucimiento, para su regreso; negativa enormemente feliz, porque gracias a ella el papel acabaría recayendo en el —repito, y nunca me cansaré de repetirlo—, inmenso Charles Durning), veterano de dos guerras y del ferrocarril, postrado en la cama del hospital, pidiéndole a su hija soltera y embarazada, interpretada por Jessica Lange, que asesine al caballo que lo derribó; la escena con Jessica Lange y el rifle, con su hermana, encarnada por la maravillosa Tess Harper (que ya había coincidido con la pareja Shepard/Lange en Crímenes del Corazón); la jovencísima Patricia Arquette, sobrina postpubescente, veloz y desatada, retozando con la muchachada local de aquel pueblo innominado en mitad de ninguna parte; el caballo desbocado; los bosques de Minnesota; aquella cocina años treinta y el salón inmenso que tanto a ti como a mí nos habría encantado tener; el tío Dane, al que da vida el también legendario Donald Moffat (cuya voz, emocionante, canta los versos de la mítica canción de Stephen Foster en el penúltimo corte del álbum, con fondo de pajarillos, «Camptown Races», antes de solaparse a mitad del corte con el tema recurrente de la banda sonora, aquí con piano y acordeón, «Amy’ Theme», la madre, interpretada por Ann Wedgeworth —en un papel inicialmente pensado para Jessica Tandy—, que venía de hacer también de madre de la Lange en el biopic de Patsy Cline que dirigió Karel Reisz, Dulces sueños, en 1985)… Y, ya digo, es pinchar el disco y volver a ponerse en marcha la moviola (en el primer corte queda capturado el canto de los pájaros del pequeño rancho de Duluth, antes de que entre la percusión y se funda con los violines; un comienzo de disco maravilloso, en el que parece que amanece —estés donde estés, y sea la hora que sea—). Fue la primera película que dirigió Sam Shepard, el guion también es suyo, escrito a medida para Jessica Lange (por aquel entonces embarazada, como el personaje), en homenaje a su familia. Se filmó entre octubre y noviembre de 1987, en los alrededores de Duluth (Minnesota), cerca del hogar natal de los Lange, en unos paisajes que encandilaron a Sam Shepard desde el primer momento: los bosques de abedules del lejano norte, ya casi Canadá, y el lago Superior, lugares que capturaron enseguida su imaginación. Una pequeña traición momentánea a sus paisajes acostumbrados del Oeste y el Sudoeste. Y, para la banda sonora, como no podía ser de otra forma, Shepard contactó con unos viejos amigos de Carolina del Norte, los Red Clay Ramblers, una banda de old time mountain music referencial (no en vano, el disco lo editaría el exquisito sello de música de raíces, bluegrass, folk, country y Americana, Sugar Hill Records, cuna de gigantes, basta con echar un vistazo a su abrumador catálogo) que ya había colaborado con él unos años antes en una de sus producciones del Off-Broadway, Lie of the Mind (luego volvería a contar con ellos para la banda sonora de Lengua Silenciosa, en 1994, donde, además, actuarían como miembros de la banda de un Medicine Show de la década de 1870, una auténtica joya). Para esta ocasión, los Red Clay Ramblers incorporaron elementos de la música tradicional escandinava, basándose en el folclore de los inmigrantes que se establecieron en aquellas latitudes, unidos al habitual banjo de uno de los fundadores de la banda, Tommy Thompson (lamentablemente fallecido en 2003, a los diez años de abandonar la banda por culpa del Alzheimer), los violines y la armónica de Clay Buckner, el acordeón de Chris Frank, el piano de Bland Simpson, y la mandolina, las guitarras, la trompeta, el bouzouki, las percusiones, los teclados y los silbidos de Jack Herrick; la banda en plena forma, en su mejor momento. Una humilde y exquisita cápsula de tiempo. Con un equipo de ensueño. La película no tuvo mucho éxito. La crítica la recibió con bastante tibieza (por decirlo suavemente). Sin embargo, en el cine de mi cabeza sigue siendo una de las más proyectadas. La repongo permanentemente, cada vez que pincho este disco. Y nunca me canso. Algún día, si me atrevo, volveré a verla. «Play it again, Sam.»

ZACH BRYAN

The Great American Bar Scene

(Warner Records, 2024)

El envoltorio, pese a Warner, pese a los estadios llenos, pese a la rendición y el pase goleador del Boss, no puede ser más clamorosamente cutre. Tanto es así que uno no puede evitar pensar que ha de ser premeditado. Tiene que serlo. Por ahorrar no puede ser, como esos que confían en amigos o familiares no muy talentosos para ocuparse de todo lo que no sea componer y tocar, porque a estas alturas del partido dinero en las arcas ha de haber a espuertas. «Keep it cutre», como diría Ignatius. Un posicionamiento ético, quizá, frente a los excesos edulcorantes y ramplones del «cotarro» (pero, eso sí, desde el mismísimo corazón edulcorado y ramplón del cotarro). El diseño de la cubierta es poco menos que infecto. Por detrás, el listado de canciones ni se acierta a leer, encostrado como está al fondo (hasta tu sobrina de cinco años maneja con más soltura y entusiasmo el Photoshop). Y, a modo de cuadernillo, una laminita birriosa, casi una fotocopia mal recortada (hablo del CD, el vinilo es igual, pero mucho más caro y en grande). Todo como pirateado y comprado en el Rastro antes de que aparezca la policía y le requise la manta al inmigrante. El otro día, el figura de El Canto del Loco decía en una entrevista que en la gira anterior estaba gordo como un cebón y la gente acudió a verle en masa, y que ahora que está famélico ha vendido aún más entradas que entonces, lo que, según él, significa que la gente va a sus conciertos, no por él (ni por la anormalidad intrínseca, arriesgo yo, de la gente que va a sus conciertos) sino por las canciones. Claro. Seguro que sí. Lo dice el Shakespeare del pop (esta desafortunada declaración me recordó al patético Casanova de Fellini, glosando sus conocimientos de astronomía, poesía y matemáticas frente al noble oculto tras el cuadro, después de follarse acrobáticamente a la monja, mientras de viste, atribulado por la fama que le proporciona únicamente la pericia y la competencia de su pene). Pero en el caso del nuevo, quinto álbum, de Zach Bryan, puede que los tiros sí vayan por ahí: el protagonismo de las canciones. No nos pilla por sorpresa. Ya el disco anterior era también de una cutrez proverbial. Lo único que parece importarle a Bryan son las canciones. Las canciones, además, al desnudo, sin ahogarlas de afeites y perifollos (sin engordarlas ni ponerlas a dieta). Ya digo que no sé hasta qué punto es o no premeditado. Una voluntad de sonar a maqueta permanente, a la cinta de demos que te pasó un día no sé quién, a vídeo apurado de «TickTocker», grabado en el garaje del hermano de alguien. Pero con mucho dinero detrás. Gastarse un dineral para sonar a bolsillo vacío, a pasar hambre. Él, en esto, sigue siendo escandalosamente generoso y no se doblega ante las imposiciones de la industria (que, en este caso, no creo que haya pretendido imponer nada, dado que la cosa se vende sola, y ¿para qué te vas a poner a enredar?), diecinueve temas nuevos (en muy pocos años, lleva compuestas cerca de ciento cincuenta canciones, y no para de sacar EPs y discos en directo; una rareza en tiempos de temas sueltos y listas de Spotify), el primero de ellos, como en el anterior álbum, un poema recitado, «Lucky Enough», lo menos bestseller que uno se puede imaginar, para ir abriendo boca. Y, de nuevo, nos brinda un disco que parece compuesto por los descartes de un disco anterior inexistente. Eso sí, descartes gloriosos. Más de lo mismo, en efecto, pero, por otro lado, eso es lo que le pedimos (yo, al menos). El álbum incluye «Sandpaper», la esperada canción con Springsteen (que hace poco salía en un vídeo conversando con él, encomiando su apabullante talento para la versificación y la metáfora), prueba palpable del lugar que ya empieza a presidir dentro de la cultura pop estadounidense (no todo va a ser Taylor Swift), pero también «Memphis; The Blues», compuesta, mano a mano, con su paisano de Oklahoma, John Moreland, que se amolda mejor a su sequedad y contención. Ya hablamos en una reseña anterior de su vida, del ejército y de su juventud. Ahora tiene veintiocho años y arrasa allá donde va. Se le puede poner un reparo. Una música tan confesional, puede acabar por agotarse a sí misma. Su biografía es mínima y sigue dando vueltas a su propio mito (ante las hordas adolescentes). Quizá debiera dar un salto y salir de ese círculo egocéntrico. Como Moreland o el propio Springsteen, dar voz a otras voces, no convertirse en un bardo cansino de la autoficción. Y ser un poco menos torrencial. Sea como sea, sigue siendo un fenómeno, y no deja de ser sorprendente el modo en que lo que perpetra, tan poco comercial, tan poco historiado, tan poco verbenero, tan poco pirotécnico, tan intimista y literario, se haya hecho un hueco en los estadios. Otro de los momentazos del álbum es el «Purple Gas» de Noeline Hoffman, que se marca a dúo con ella misma (una de las maravillosas criaturas de Western AF, que, sin duda, va a depararnos muchas alegrías), una muestra más de la inmensa generosidad (y el buen ojo) de Zach Bryan, que sigue imparable e incontenible hacia no se sabe muy bien dónde. Pero, sea donde sea, allí estaremos esperándolo. «Keep it cutre, my friend.»