JJ GREY & MOFRO

Olustee

(Outward Bound Music / Alligator Records, 2024)

Primero lo de la abuela. Bueno, no, vayamos mejor por partes. Empecemos diciendo que en Jacksonville, «donde comienza Florida, aquí es más fácil», antiguo Vado de las Vacas, hace calor y hay una humedad de lo más impertinente. Clima subtropical húmedo. Y se suda, claro, se suda a mares. Las empresas de aire acondicionado hacen el agosto no solo en agosto, sino prácticamente todos los meses. Es un negocio boyante. John Higginbothan, JJ Grey para familia y amigos, curra en una de esas empresas y allí es donde conoce y traba amistad, hablando de música, con Daryl Hance, con quien forma varias bandas antes de que intervenga la abuela. Primero una banda de rock, Faith Nation, seguida de una de funk, Alma Zuma. Firman con un sello británico y se van a Londres y a tocar por la vieja Europa con un invento al que, finalmente, llaman Mofro Magic. Una vez vencido el contrato, vuelven a su Jacksonville nativo, «Jax», «la ciudad del río» (río Sant Johns), y forman Mofro, agrupación con la que firman con Fog City Records. La idea del nombre es del propio JJ Grey, a partir de un mote que le puso un compañero del curro. Dice que es a eso a lo que suena la banda, a «mofro», una palabra de reminiscencias muy sureñas. «Soul sureño de porche frontal», «Rock sureño “riffero”», «rock de fritanga sureña», «funk pantanoso despiadado», «soul malicioso de Memphis», «funky blues enriquecido», «música obrera estadounidense, franca y directa», New York Times, Oxford American, NPR, se barajan los calificativos. Sacan dos discos, Blackwater (2001) y Lochloosa (2004). Y es entonces cuando interviene la abuela. La abuela de JJ Grey le coge un día por banda y le dice: «¿Qué pasa, niño? ¿Es que te avergüenzas de tu nombre, o qué?». Y JJ Grey, humillando la cabeza, hace caso a su abuela (en el Sur conviene hacer caso a las abuelas, de hecho, en el Sur, nadie se plantea la opción de no hacer caso a las abuelas, nadie osa ni se atreve), y para su siguiente disco, el glorioso Country Guetto (2007), ya con Alligator Records, la cosa irá firmada como todos sus álbumes siguientes hasta hoy, obra y gracia de JJ Grey & Mofro. (Y aquí me permito una pausa para que, si tienes suerte y aún la conservas, llames ahora mismo a tu abuela y le mandes un beso.) El caso es que desde el Ol' Glory de 2015 no habíamos vuelto a saber nada de JJ Grey. Y nos tenía preocupados (en realidad, no había nada de lo que preocuparse, ni crisis de identidad, ni pamplinas por el estilo, simplemente mucha gira, una pandemia, una banda sonora y la vida, joder, la vida, que también hay que pararse de vez en cuando a vivirla). Pero la espera ha merecido la pena. Con Olustee, su décimo disco, primero en nueve años y primero, también, en autoproducirse, vuelve a suministrarnos un buen chute de pasión y fervor sureño. No se dejen engañar por la aparenta calma orquestal (con la Orquesta Sinfónica de Budapest, nada menos) del primer corte, «The Sea» (o del «Deeper Than Belief», con el que cierra el disco). Ya desde el segundo tema, «Top of the World», con la irrupción de esa percusión y ese bajo profundo, nos hace ponernos de pie al momento. JJ Grey sigue en plena forma. Esta vez, se marca hasta una versión, la mítica «Seminole Wind» de John Anderson, que nunca ha sonado, ni sonará, mejor (una canción que lleva tocando en directo toda la vida y que conecta muy íntimamente con todo su ideario y su pasado, puro Florida). Y, de nuevo, como nos tiene acostumbrados, vuelve a ponerse al frente de casi todo (salvo los metales): voz, guitarras, dobro, teclados y armónica. En su página, descubre sus cartas: PRS Guitars, Gibson SG, Gibson 337 y Gibson Southern Jumbo Acoustic, con amplis Fender Showman vintage, Tone Tubby 2x12, Fender Super Reverb y Fender Champ; teclados Wurlitzer 200a y Nord Electro; armónicas Lee Oskar y Hohner. Y un comodín en la manga: en las pestañas de arriba, en la web, entre las correspondientes a la biografía, las letras, la tienda, la música, el contacto y las fechas de los bolos, hay una en medio que reza (como si fuese pariente nuestro): «Bourbon». Se trata del Rolling Rooster, el bourbon que ha hecho JJ Grey con la Destilería de St. Augustine y que puedes comprar desde su página: «posee un ligero sabor ahumado que recuerda al de los marshmallows tostados al fuego». «Allá donde vaya, siempre me trae recuerdos de casa». Así que ni lo dudes. Hazte ahora mismo con una botella de ese fantástico bourbon de Florida (el diseño de la etiqueta, como el de las gloriosas cubiertas de sus discos, es obra del propio Grey) y con el disco, súdalo fuerte y sumérgete en el pantano.

BRIT TAYLOR

Kentucky Blue

(Cut a Shine Records & Thirty Tigers, 2023)

Hay un género literario, o subgénero si se quiere, al que cuando uno no es de natural muy portera, no suele prestársele mucha atención. Hablo de los agradecimientos, tanto en libros como en discos. En los libros, la gente, muy leída, todavía atiende y dice: «¡Anda, mira!» cuando reconoce un nombre, pero en el caso de los discos, que ya casi nadie compra (y puede que estemos entrando en una era en la que ya no esté tan de más recordarle al respetable que los discos se venden, que existen físicamente, y que, a veces, hasta da gusto verlos y palparlos de lo bien que se lo curran), son poco menos que mensajes lanzados al vacío. Sin embargo, los cotillas manifiestos, como yo, conventilleros desde la mismísima cuna, nos declaramos incondicionales de esos textos que, a veces, y sobre todo cuando se trata del cuadernillo de un CD, a estas edades que uno ya arrastra, hay que leer con lupa (y no porque sea uno aficionado a encontrar trampas o dobles sentidos, sino porque no hay quién los lea de lo minúscula que suele ser la tipografía). Los hay para todos los gustos: tediosos, funcionariales, ocurrentes, divertidos, largos como mamotretos rusos, cortos como silogismos de un rumano mohíno, excesivos, pantagruélicos, sobrios, emotivos, qué se yo, como en la vida misma, supongo, o como en los Goya (bueno, no, como en los Goya no, digamos mejor como en los Óscar, donde a veces aparece un Robin Williams o un Roberto Benigni que te alegra la noche; por aquí somos casi siempre más de listados interminables que parecen más bien retahílas de disculpas —cuando no nos hacen pasar mucho sofoco con sus soflamas políticas adquiridas de oferta en el bazar de abajo—: coño, te han dado el premio porque te lo mereces, no des las gracias a nadie, alégrate, si acaso quédate a gusto con un impreciso «¡Va por ustedes!» en el que quepa hasta el Santísimo Padre y lánzate a por los canapés, así lo mismo las ceremonias dejan de tener escalas temporales geológicas). El caso es que suelen resultar bastante reveladores. Dios suele aparecer al principio (en los discos de música country puede que más que en ningún otro género). Y también los padres de uno. Porque de bien nacido es ser agradecido. El apartado familiar, en una profesión tan enojosa como la del músico, tan de estar siempre yéndose, perdidos por los pueblos y las pedanías, tan de carretera y manta, tan de «viaje a ninguna parte» y de «recogimos las cosas y cuando llegamos al hotel ya era muy tarde para llamarte», suele ser bastante abundante: maridos, mujeres, hijos, perros, etc… La cosa se pone interesante cuando empiezan a hacer acto de presencia las influencias y los héroes personales. Los gigantes a cuyos hombros se les permitió subirse para mirar y llegar más lejos. En este sentido, en el disco que nos ocupa de Brit Taylor, aparecen dos nombres fundamentales, las dos malas bestias que lo producen: David Ferguson (de quien ya dimos buena cuenta en la reseña de hace un par de semanas, artífice, entre otras glorias, de las inmortales American Recordings de Cash y Rubin), «gracias por creer en mí lo suficiente para hacer que este bola rodase», y Sturgill Simpson, «por ser un auténtico amante de la música y haber cumplido siempre tus promesas. Tu fe en mí ha prendido una confianza personal que, hasta hoy, jamás había tenido». El disco en cuestión es cien por cien Kentucky (con sus toques de bluegrass de los Apalaches —el violín, la mandolina y el banjo de Stewart Duncan dejan desde el primer corte, «Cabin in the Woods», su portentosa impronta—, su sonido retro del pop country de las tres décadas gloriosas, cincuenta, sesenta y setenta, y el countrypolitan sesentero, referencia básica para ella, de los discos de Bobby Gentry), y sobre las diez canciones que lo conforman planea la sombra inmensa de Loretta Lynn, a quien Brit Taylor, natural de Hindman, Kentucky, cerca de la Ruta 23, más conocida como la «Autopista de la Música Country» por la cantidad de inmensos artistas que han crecido a su vera, gente como Ricky Skaggs, Tom T. Hall, Chris Stapleton, Tyler Childers, Patty Loveless y la propia Loretta Lynn, a la que, como iba diciendo, ama y venera (también sobre el álbum se cierne, en las sonoridades del country pop del que hacíamos mención unas líneas más arriba, la figura tutelar del inmenso Glen Campbell). «Kentucky Blue», título de la canción que da nombre al disco, surge, no en vano, del «Blue Kentucky Girl», el hit del 65 de «la hija del minero del carbón», y su rastro puede entreverse no solo en las melodías y en las letras, sino también en la cubierta del disco, con ella luciendo un vestido largo, en el porche de una cabaña con mecedora, guitarra y perro. Además, este Kentucky Blue lo ha sacado en su propio sello, Cut a Shine Records, porque los tiempos han cambiado y se acabó ya lo de andar rindiendo cuentas a los directivos de turno (conviene advertir que es cinturón negro de kárate, así que tonterías las mínimas). Es su segundo álbum, después del Real Me (2020) con que debutó (en el que se incluían cinco temas compuestos mano a mano con Dan Auerbach, otro de los sospechosos habituales que anda colándose últimamente en casi todos los fregaos que nos gustan), en la época en que, tras firmar con una editora musical en Nashville, decidió que, y cito textual: «prefería limpiar retretes mierdosos a seguir escribiendo canciones de mierda». El 22 de marzo de 2023, debutó en el Opry. Y desde allí mismo se lo cantó a la ciudad sin cortarse un pelo. «En esta ciudad ya no hay cowboys», declara en el tema «No Cowboys» encajándole una tremenda llave de brazo voladora a los vaqueritos y vaqueritas horteras del infecto sonido mainstream de Nashville, con sus pantalones de marca ajustados, sus camisas petadas, sus camionetas monstruosas, sus sombreros de gilipollas (citando a Kinky Friedman) y sus poses «zoolanderas» de disminuidos mentales. Brava, Brit Taylor. Bravísima. #jefaza #putoamismoextremo #sincuidaoninguno y #alovivo.

CORB LUND

El Viejo

(New West Records, 2024)

Corb Lund ya no está para hits ni fruslerías. Ya empieza a peinar canas y no tiene tiempo para vanos esfuerzos. Vender a toda costa, ser una estrella o intentar caer bien a todo el mundo, esas pretensiones se las deja a los imberbes de la aplicación china. Y si no que se lo digan a Brian Jean, el ministro de Minerales y Energía, que anda envenenando el agua potable de la provincia del sur de Alberta con sus concesiones de explotación minera, algo que enfureció a Lund, y que le llevó a hacer unas declaraciones bastante críticas justo el día después del lanzamiento de El Viejo, su nuevo disco. No se trata de tomar partido. Él no se considera comunista. De hecho, mucha gente lo tildará seguramente, en algún que otro aspecto, de conservador. No es un partisano. Simplemente se trata de un asunto que debería indignar a cualquiera que beba agua. Es decir, a todo el mundo (menos a mi abuela, que cada vez que me veía beber agua me reconvenía diciendo: «¿Pero qué haces, niño? Eso es pa lavarse»; si bien es cierto que hubiese sido la primera en soltarle un buen guantazo al susodicho ministro –y perdón por la injerencia personal, pero es que ¡tremenda mi abuela!—). La gente dice que los músicos, las celebridades en general, no deberían meterse en tales berenjenales. Corb Lund no se calla. Eso le ha valido situaciones bastante tensas en los bares. Amenazas e insultos. Él lo entiende, porque a él también le jode cada vez que el famosete de turno se baja de su jet privado, rollo Hollywood, y se dedica a cantarle las cuarenta a la peña. Lo que pasa es que él pertenece a la sexta generación de una vieja familia de Alberta. Los suyos llevan trabajando y amando esa tierra desde hace más de ciento veinte años y, lo que es más importante, él bebe de esa agua que se está viendo ahora amenazada. Así que, a quién le jodan sus declaraciones, que se compre un mono. De la canción de Beyoncé, que tantos aspavientos está provocando entre los dignos, dice que solo tiene una cosa que objetar: que haya elegido el Texas Hold'Em para su metáfora, que para él (jugador y descendiente de expertos jugadores) es un juego bastante tedioso. «Hay juegos de póker mucho mejores sobre los que cantar.» Por otro lado, le gusta que haya metido instrumentación acústica y no capas y capas de modernas e infectas guitarras rockeras, y mierdas por el estilo. Buena jugada. Además, dice, a Beyoncé le queda de puta madre el sombrero, algo que no pueden decir muchos. Corb Lund se va haciendo viejo, pero su espíritu sigue siendo joven y contestatario. Aún así, el viejo del título no es él. El viejo de la canción que da título al disco es un viejo (valga la redundancia) amigo suyo. El viejo al que va dedicado el disco: «Dedicated to the memory of our friend», es el legendario Ian Tyson, que nos dejó en diciembre de 2022. Y esto, a mí y a todos los que tuvimos la suerte de conocerlo y gozarlo en el Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, (al que Tyson llevaba asistiendo desde el año de su fundación, en 1983, al poco de publicar su mítico Old Corrals and Sagebrush), no puede dejar de emocionarnos. La canción es una elegía que pone el pelo de punta. Corb Lund, hablando en nombre de todos, canta y llora lo mucho que lo echa de menos, en este mundo que, tras su marcha, ya nunca volverá a ser el mismo. Para él, siempre fue un héroe, una suerte de mentor. Finalmente, también un amigo. Un colega de ochenta y tantos años que nunca actuó ni se comportó como un viejo, aunque, cariñosamente, lo llamasen «el Viejo», porque estuvo allí desde el principio, con los más grandes, con Don Edwards y Baxter Black, poco menos que los que lo inventaron o, al menos, lo supieron conservar y defender: la mítica y la poética de los auténticos vaqueros (no los de la caricatura y el prejuicio europeo), aquellos a los que el poeta de la nación Crow, Henry Realbird, también habitual de los encuentros en Elko, calificaría, sin dudarlo, como «los nuevos indios del Oeste». En el disco, lleno de historias de forajidos, rednecks en rehabilitación y ventajistas, presenta así la canción: «Esta es sobre la muerte de mi buen amigo Ian Tyson, compositor de canciones vaqueras reverenciado en todo el mundo. Escribió «Four Strong Winds», «Someday Soon», «Navajo Rug» y muchas más. Su material lo han versionado Johnny Cash, Neil Young y John Denver, por citar solo algunos. Y, lo que me toca mucho más de cerca, fue un buen amigo de nuestra banda y un personajazo. Tenía 88 años. Ya nos veremos por el camino, compadre, gracias por la música y los recuerdos». Lloro. La canción habla de lo que ya no está (de lo que, probablemente, Tyson se llevó a lomos de su caballo, ya como uno de los últimos jinetes fantasmales de la tormenta), de todo lo desvanecido. Habla del mítico Stockmen y de Capriola, la famosa tienda de sillas de montar. «Mi amigo, mon ami / Elko blues indeed / You know we did the best we could / But the shine was off the wood.» El disco, acústico, grabado en su casa de Lethbridge en compañía de sus habituales Hurtin' Albertans, marca un punto de inflexión, tatuado precisamente por esa ausencia irreparable, en la carrera de Corb Lund, e inicia un nuevo, emocionante camino, sin perifolllos ni concesiones. El año que tuvimos la inmensa suerte de conocer a «El Viejo» en Elko (que ofició de padrino, junto a Ramblin’ Jack Elliott en la boda de Tom Russell, a la que fuimos invitados y aún hoy ni nos lo creemos) le concedieron una silla de montar honorífica, obra del maestro Capriola. Es, probablemente, esa silla que flota en la negrura de la cubierta del disco (que parece un dibujo de El Ciento para alguno de nuestros libros), una silla que ya nunca montará nadie. Queda, por tanto, ahí, como un hito y como un aviso para futuros navegantes. No es país para viejos, está claro. Nunca lo fue. Pero la lucha continúa, y siempre nos quedará el enorme legado de todos los viejos inmensos que nos precedieron. ¡¡¡Yippie yi yo kayah!!!

DEE WHITE

Southern Gentleman

(Easy Eye Sound/Warner Music Nashville, 2019)

Junto con Dan Auerbach (que comparte créditos con Dee White en siete de las diez canciones del disco), este Southern Gentleman lo produce el gran David R. «Fergie» Ferguson, dato en absoluto baladí, a poco que uno hurgue. Y la verdad es que, sin pretender restarle mérito a nadie, no podía tener mejor padrino. Sus credenciales hablan por sí solas. Empezó de la mano del mítico «Cowboy» Jack Clement (hasta llegaría a hacer de él en la película Great Balls of Fire), en el Cowboy Arms Hotel and Recording Spa, de Nashville, Tennessee, y es el responsable, nada menos, que de los apabullantes American Recordings de Johnny Cash con Rick Rubin, lo que ya bastaría para darle las llaves de casa y decirle que tiene la nevera llena y crédito infinito en el colmado de abajo, y que puede dormir en tu cama, que ya, si eso, tú duermes en el sofá, o en el suelo, o en la puta calle, si hace falta. John Prine, Mac Wiseman, Sturgill Simpson, Tyler Childers, The Del McCoury Band, Charley Pride y Eddy Arnold también han pasado por sus manos. Que sea él el encargado de presentar a Dee White en las notas del disco es lógico y razonable, aparte de un inmenso honor, para cualquiera. Sostiene Ferguson (hagámoslo a lo Pereira/Tabucchi) que Dee White hace música como hace crema fresca batida tu madre. O como le encantaría hacerla a tu padre (la música, no la crema batida, aunque, a lo mejor, la crema batida también, esto no lo sostiene Ferguson, lo sostengo yo). Sostiene Ferguson que, con una voz bendecida por los dioses, la voz de «un joven caballero campestre», este chico, Dee White, natural de Slapout, Alabama, nos ha brindado un disco. Sostiene Ferguson que ha sido Harold Shedd, conocido como «el Jefe», o más aún como «El Hombre de los Oídos de Oro», quien descubrió al joven Dee y propició todo esto (añade Ferguson, a propósito de Harold Shedd, que ha descubierto más estrellas que el telescopio Hubble, entre ellas: Alabama, Shania Twain, Reba McEntire, Toby Keith y no sé cuantísimas más). Sostiene que fue Shedd (amigo de su padre, por lo visto) el que convenció a Dee White para que se dejase de pamplinas y persistiese en su amor por la música, porque el día que lo oyó, lo vio clarísimo, impresionado por su voz (ese torrente tan primo hermano de Orbison, esto lo sostengo yo ahora, y me quedo tan ancho) y buen oído para la composición de canciones, se convirtió en su mentor, en su —esto lo sostiene Ferguson— «chamán de Alabama», por así decirlo (y muy bien dicho, digo yo). Sostiene Ferguson que, pese a sus «solo» sesenta años de diferencia (Dee veinteañero, Shedd ya por sus ochenta y cuatro tacos por aquella época), se convirtieron, de la noche a la mañana, en «compañeros de batalla». Charlando de guitarras viejas, mujeres jóvenes y canciones inmortales —sigue sosteniendo Ferguson— fueron estrechando lazos y, con el apoyo de «El Hombre de los Oídos de Oro», Dee White abandonó finalmente los estudios, se lanzó a la carretera y se forjó como trovador. Sostiene Ferguson que el chaval empezó a dejarse caer por Tennessee, donde se tropezaría con otros dos buenos chamanes, digámoslo así (y muy bien dicho, esto lo sostengo también yo, no Ferguson): Dan Auerbach y él mismo, el propio Ferguson, y que empezarían a soñar juntos en el disco que acabaría siendo este Southern Gentleman que hoy reseñamos, «un gran disco de Nashville», como sostiene Ferguson que, a renglón seguido, sostiene también que, en efecto, la cosa no se quedaría solo en un sueño: se pusieron manos a la obra e hicieron «un gran disco de Nashville». Y, por eso, sostiene Ferguson, «estáis leyendo estas gilipolleces que estoy escribiendo». Este disco —sostiene ya llegando a la recta final de su presentación— es todo natural: sin humo, sin espejos, sin auto-tuning y sin ayuda de las moderneces modernosas de la electrónica. Es el fruto desnudo —sostiene Ferguson— de la colaboración de los mejores músicos y compositores del mundo —¡qué coño, del universo! (tremendo plantel entre los que se encuentran, entre otros, Alison Krauss, Mickey Raphael, Shawn Camp, Ashley McBryde, Lloyd Green, Dave Roe, Dan AuerbachNashville puro). Y es así, sostiene Ferguson como broche final, que tiene el inmenso placer de presentarnos «la increíble voz de Dee White, natural de Slapout, Alabama». Y la verdad es que poco más se puede añadir o sostener a lo ya sostenido. Porque la verdad es que la cosa se sostiene sola. No hay nada que apuntar ni que apuntalar. El disco está como para entrar a vivir.

WILLY TEA TAYLOR

Knuckleball Prime

(Blackwing Music, 2015)

Ella, a veces, me lanza canciones a bocajarro. Y tiene puntería. La muy puñetera Annie Oakley de las narices, donde pone el ojo pone la bala. Cualquiera diría que olisquea mi buzón o que tiene mi teléfono pinchado. Sabe muy bien que solo hay una cosa peor que una canción triste: ninguna canción. Así que nos acribillamos a canciones, aunque sean tristes (como le decían a Ryan Bingham en aquel capítulo de Yellowstone: «Si esa era la canción alegre, no quiero ni imaginarme cómo serán las tristes»). El otro día, 5 de marzo, a las 00.14h, recién superado un lunes infausto (¿qué lunes no lo es?), desde su insomnio al mío, después de varios días de silencio, me descerrajó con «You Find Me» de Willy Tea Taylor. Touché. Condenada maestra de la esgrima. No creo que haya una canción que hable más de nosotros, o al menos de mí: «Y trato de leer para quedarme dormido, / supongo que por eso siempre acabo bebiendo, / solo para no tener que pensar / en los platos sucios del fregadero. // Y tú / solo tú / sabes dónde encontrarme». Se la devolví, claro, en cuanto me recuperé de la estocada, con «Maggie», de Benjamin Dakota Rogers, porque es verdad que a ella nadie puede recolectarla, ni plantarla, ni imponerle dónde ha de brotar… Va, te toca… Es un diálogo que llevamos manteniendo ya varios años. Y así fue como Willy Tea Taylor acabó entrando en casa, aunque me diera la impresión de que llevaba viviendo aquí toda la vida. Desde luego, ha sido amor a primera vista. Y más aún después de enterarme de ese proyecto que viene desarrollando desde hace tiempo, al que ha llamado «Buscando la cocina de Guy Clark» (del que hay incluso una película en marcha, rodada en HD y en Súper 8, a la que le quedan, según Willy, no menos de diez o veinte años de rodaje), en el que en cada bolo, noche a noche, junto con su compinche Tom VandenAvond, pretende reproducir la escena nocturna de Heartworn Highways, en la cocina de Guy Clark, donde los legendarios cantautores de Texas, cuando todavía eran los secretos mejor guardados de Austin, compartían sus composiciones más íntimas a última hora de la noche. Willy Tea procede de las colinas y los caballos de Oakdale, California, la pequeña localidad conocida como «la capital mundial de los vaqueros» (porque ha dado a luz a muchos campeones de rodeo) que, aunque no es Texas, en su día llegaría a travestirse de pequeño pueblo polvoriento de Texas para las escenas ferroviarias de Bound for Glory, la película en la que David Carradine hacía de Woody Guthrie. Su abuelo era uno de los ganaderos más respetados de la región. El caso es que el niño iba para estrella del béisbol, pero una lesión en la rodilla hizo que derivara sus inquietudes hacia la música. A los dieciocho años, asistir al concierto de Greg Brown en el Strawberry Music Festival de 1994, en Yosemite, California, escuchar, concretamente la canción «Spring Wind», fue lo que sentenció su destino. Acabaría debutando con su banda, los Good Luck Thrift Store Outfit, en ese mismo escenario, en 2009 y, seis años más tarde, en 2015, también desde allí, emprendería su carrera en solitario. El que mejor lo ha expresado ha sido Garrett Bethmann, en la entrevista que le hizo para Boogixote: «conocerlo es quererlo». Dice que su voz te abraza como un lecho de rescoldos en la chimenea y que recuerda a Gimli, hijo de Glóin, el amigo de los elfos, descendiente de Durin I, el Inmortal, que tiene su misma risa estentórea, y que sus canciones son tan íntimas como una conversación de madrugada con tu mejor amigo en un porche oscuro. Luego añade otro matiz maravilloso: «sus actuaciones son confesiones de trovador que pueden llegar a licuar una sala hasta dejarla convertida en un charco de lágrimas y cervezas baratas». Este Knuckleball Prime fue su segundo disco, después del impresionante 4 Strings con el que debutó en 2011, a solas con su guitarra tenor de cuatro cuerdas. En este segundo participan unos cuantos bateadores de primera, como Benmont Tench, Greg Leisz, Sara Watkins, Andrew Combs y Noam Pikelny (de los Punch Brothers). Él dice que no, que lo sigue intentando, pero las doce canciones parecen salidas directamente de la cocina o el taller de luthier de Guy Clark. «Lullaby» es una canción perfecta. Y todo el álbum parece imbuido de esa nostalgia de catcher lesionado que tan acertadamente reproduce el estribillo de «Brand New Game»: «Y nunca pensamos / que la vida acabaría volviéndose tan real, / porque siempre pensamos / que la vida era un campo de béisbol / y, aunque perdiéramos, / nunca nos oirías lamentarlo. / Siempre habría un mañana / y un nuevo partido». Y una nueva canción con la que disparar a tu amiga insomne cuando menos se lo espere. Puede que se nos jodan los sueños, sí, pero soñaremos otros.

TAYLOR McCALL

Mellow War

(Black Powder Soul Records & Thirty Tigers, 2024)

Lo mismo tú tienes una igual, o parecida, de tu abuelo en la azotea del edificio de Telefónica, en Madrid, codo con codo con Arturo Barea, tratando de adivinar los movimientos de los militares sublevados en el frente de la Casa de Campo. O, al revés, en la Casa de Campo, con ese mismo cigarrillo colgandero y el fusil bien ceñido, avistando el edificio de Telefónica desde la iglesia de la Torrecilla, por ejemplo. Que cada cual elija su Viet Cong particular. Porque esto de ahora ya no es nuestra pesadilla civil, sino la de Vietnam. El soldado que aparece retratado en la cubierta es el abuelo de Taylor McCall, por aquellos pagos. Y el disco es un homenaje a su abuelo. Álbum conceptual, si se quiere (en estos tiempos tan poco dados a hacer cosas siquiera con un mínimo de fundamento: el único concepto o ideal es ahora, según parece, el número de escuchas que alcanza tu canción concebida «frankensteinianamente», pobres criaturas, como hit; número de escuchas que, por cierto, uno puede comprar, y hasta aquí la credibilidad de tu coplilla, en la plataforma de turno). Es, un poco, si me permiten, su Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Dice McCall que estas once canciones pretenden ser algo así como las cartas imaginadas que pudo haber mandado su abuelo a casa desde el frente. Sus Despachos de guerra. Su abuelo fue siempre una inspiración para él. McCall nació en Greenville, Carolina del Sur, hijo de un artesano y la hija de un predicador. Atesora una infancia de bosque y río. Siempre pivotando entre la vida silvestre y la misa de los domingos, de ahí su temprana afición, también, a la música gospel. A la mínima de cambio, su padre lo llevaba a pescar. La infección, no obstante, le vino dada a los siete años, cuando descubrió la guitarra de su abuelo. De extranjis, se la distraía en cuanto se descuidaba, y se encerraba en su cuarto a desentrañar acordes con ritual secretismo; y así hasta casi cumplir los dieciocho. Después del instituto, se largó de Carolina del Sur con rumbo al oeste, hacia las Rocosas. Con un bote de remos, se dedicó durante unos cuantos años a explorar ríos: el Yellowstone, el Madison y el Missouri. Pero la guitarra de su abuelo le seguiría llamando. Y, una vez convencido de que esa era su auténtica vocación, vendió la barca y regresó al sur «con mi futura esposa en mente: la música». Muchos años de tocar solo, de hacer carretera, dieron por fin su fruto. En 2017 sacó su primer disco, el EP Southern Heat, y firmó con BMG, y, ya en 2020, sale el portentoso Black Powder Soul. 2023 le encuentra girando con Robert Plant por Europa. Sus influencias, «excéntricas y arcanas», según calificativos propios, van del hip-hop a Bobby Charles, de Sister Rosetta Thorpe a TKTK. Johnny Cash y The Band. Como decían en Big Hassle, si vas a pasar un día con McCall al río, seguro que oirás a JJ Cale y a Taj Mahal. Luego él echará el ancla, se liará un porro y lo prenderá. Digamos que estamos a principios de junio, en el Missouri, rodeados de efímeras, como nieve al revés. Luego se bajará del bote y se pondrá a vadear las aguas, hundido hasta las rodillas, cubriendo el terreno, lanzando el sedal, metódicamente. Uno percibe al momento que McCall se siente allí «tan en casa como en una canción». «Como en la pesca —dice McCall—, al componer canciones uno nunca las tiene todas consigo, es imposible determinar cuando va a producirse el relámpago, pero hay que seguir ahí, plantado en medio del río.» Vamos, mojarte el culo, si quieres peces. Su última incursión ha sido este homenaje a su abuelo, cuyo legado, no fue solo musical, transmitido por aquella vieja guitarra. En este disco convoca su memoria, todas sus enseñanzas. Se mete en el Silent Desert Studio (Nolensville, Tennessee) de su hermano del alma, Sean McConnell, y graba las canciones de este, su segundo álbum de larga duración, Mellow War. La cosa empieza con una intro que no llega al minuto, un viejo gospel de sonido cascado, con ruido de estática, como de radio antigua. Pero en el momento en que se desvanece para quedar apagado por el primer acorde de guitarra del primer tema, «Mellow War», uno ya sabe que se enfrenta a un disco inmenso. Y el soldado de la cubierta parece mirarnos y hacernos el gesto de asentimiento del célebre meme de Robert Redford en Jeremiah Johnson. Estamos en terreno seguro. Buena pesca, sin duda.

SUNNY WAR

Anarchist Gospel

(New West Records, 2023)

Ella sabe que tiene dos caras. Una puramente autodestructiva y otra que intenta lidiar con ese envés tenebroso, para equilibrar la balanza. Un poco como todo hijo de vecino. Ella misma lo anticipa: somos bestias que intentan, en la medida de lo posible, ser buenas. Y probablemente sea una cuestión de grados. Hay quien le pone mayor o menor empeño y quien lo logra con más o menos éxito. «De eso se trata ser humano. No de ser bueno o malo. Sino de intentar permanecer el mayor tiempo posible en medio. Puede que, como en mi caso, se te dé como el culo. Tampoco es para tanto, somos monstruos.» Este Anarchist Gospel, su cuarto álbum, documenta precisamente esos momentos en los que parece que el lado autodestructivo se alza con la victoria. Y cuando Sunny War se refiere a ese lado oscuro, no habla por hablar. No aventura disquisiciones desde la comodidad de un sofá. Sabe muy bien de lo que habla porque estuvo allí, y logró salir, más o menos indemne, varias veces, y tampoco es que descarte volver a caer, porque le consta que vivir es un vaivén permanente entre tormentas y refugios. Ya de adolescente bebía más que todos nosotros juntos, así que el instituto ni lo pisó. Lo suyo, desde el principio, desde la primera lección de guitarra, desde que empezó a afilar su cuchillo, fue obsesión por AC/DC. «Amaba las dramáticas bandas guitarreras de los años ochenta, tipo Motley Crüe.» Luego vendrían Bad Brains, los Minute Men y X. Su primera banda fue una banda punk de nombre glorioso, Anus King. Hacían música con lo que tenían a mano, y lo que tenían a mano eran guitarras acústicas. Eso fue lo que los distinguió de las otras bandas punk de la época que se descacharraban por los tugurios de Los Ángeles, a donde iría a parar desde su Nashville natal desde muy pequeñita: ese maridaje entre el punk acústico y el country blues. Siempre ha dicho que nunca compone con el público tradicional de raíces en la cabeza, que lo suyo es la música rara, la música «outsider», que ama también a Daniel Johnston y a Roky Erickson. Acometer bolos punk, robar y ventilarse botellas (en plural, en bastante plural, una sola «s» no da cuenta de todo el plural al que me refiero) de vodka y, de la noche a la mañana, volverse adicta a la heroína y a la meta, algo que el cuerpo difícilmente puede llegar a timonear. El paseo marítimo de Venice Beach guarda recuerdos de ella, cada vez más demacrada, hecha un espantajo. Clínicas de desintoxicación y hasta una buena temporada entre rejas. Ella procede de ese folklore cochambroso, ha estado ahí y ha sobrevivido, que no es poco. En los estudios Hen House de Venice, se juntó con unos cuantos «ángeles derrotados» y fue sacando álbumes y EPs para ir exponiéndolos a la venta en la funda de su guitarra. Hoy, doce años después, rememora aquella época con cierta candidez: «Toda la gente que amé, murió antes de cumplir los veinticinco. Sobredosis o suicidio. Éramos unos críos, sin nadie que velara por nosotros. Se supone que una no ha de estar tan familiarizada con la muerte siendo tan joven. Quizá por eso escribo tantas canciones sobre no dar ninguna mierda por hecho, porque siempre está ahí la conciencia de que todo puede irse al garete en cualquier momento». El fantasma siempre acecha. La bebida, la soledad, la incomunicación, la ruptura. Para más inri pilló la Covid cuando la abandonó su pareja con el alquiler sin pagar. Y barajó la idea de suicidarse. En su lugar, compuso la canción «I Got No Fight», una suerte de rabieta sanadora. Casi todas sus canciones son rabietas, berrinches de los que sale, si no renovada, sí al menos sintiéndose mejor. Volvió a Nashville para grabar este álbum. Reservó unas sesiones en el Bomb Shelter para trabajar, mano a mano, con Andrija Tokic (Alabama Shakes, los Deslondes, Hurray for the Riff Raff). Muchos de sus álbumes favoritos los había producido Tokic. Allison Russell, Jim James (de My Morning Jacket), Dave Rawlings y Micah Nelson (de los Nelson de Willie) contribuyeron con su granito de arena, actuando, en palabras de ella, como los ángeles y los demonios que la asesoraban desde sus hombros. «He estado llorando demasiado tiempo», canta en su reelaboración del «Hopeless» de Dionne Farris, «ya ha llegado el momento de pasar página». Durante la grabación del disco murió su padre. Curación, resistencia y perseverancia. Aprender a convivir con el dolor. Respirar por la herida, como suele decirse. Las fotografías del álbum son de Joshua Black Wilkins (uno de nuestros trovadores «hardcore» favoritos y, probablemente, el mejor retratista del rock and roll de todos los tiempos). En el retrato de la contra remeda con Sunny la famosa foto de Robert Johnson con el pitillo. No es fortuito. Aunque en este disco no sea lo más preeminente, siempre se ha comparado el fingerpicking de Sunny con el del mítico bluesman del cruce de caminos. Manos como arañas, que diría Dylan. En su día Michael Simmons, del L. A. Weekly, escribió que llevaba eones sin escuchar a un joven guitarrista, del sexo que fuera, «tan acojonante». Por estas latitudes tuvimos la suerte de atestiguarlo hace unos meses. «Hoy puede que sea el último día», canta en «Whole», el tema que cierra el disco, «y de aquí hay que irse feliz». No hay que esperar a que las cosas pasen. Hay que hacerlas suceder. Y ya habrá luego tiempo de arrepentirse. Este es, en resumen, el mensaje que se desprende de su Evangelio Anárquico. Ante lo que uno solo puede responder: «Amén», y volver a pinchar el disco desde el principio.

BENJAMIN DAKOTA ROGERS

Paint Horse

(Good People Record Co., 2023)

Tiene veintisiete años, pero suena más viejo que un monte. Es de Ontario, lo que me lleva a pensar en otros recientes retoños de aquellas latitudes, Jeremy Albino o Colter Wall, por ejemplo, también Cat Clyde, con su arrolladora juventud, aunque al escuchar sus voces parezcan haber llegado con sed, y muy vapuleados, desde bien lejos, de un tiempo remoto. Trovadores viejos como barcos, vetustos como abuelas bretonas. Benjamin procede de una granja sita al sudoeste de Ontario, en la zona del Gran Río, en el condado de Brant, el territorio al que iría a acabar, con buena parte de su tribu, el jefe mohawk Thayendahegea, más conocido como Joseph Brant, después de haber provocado la ruptura de la Confederación Iroquesa. Benjamin cuenta que creció construyendo invernaderos, ocupándose de la huerta y viviendo de la tierra. Sus padres tenían una vieja VW e hicieron mucha carretera, viajando de festival en festival. Vivir en un granero, hacer sangrar a los arces y escribir canciones con el violín heredado de su abuelo (que, aparte de tocar el violín, era vaquero y se dedicaba a la crianza de appaloosas; «Wild Wind Can Have Me» habla de él, tras haberse empapado bien de Hank Williams). En esa casa siempre se oyó mucho violín. Respiraban bluegrass. Y, por la noche, desde el bosque cercano, también se asistía a mucho concierto de coyotes (recientemente se ha montado un estudio en el granero de la granja de tabaco «recientemente jubilada» en la que reside, con su novia y su hermano pequeño, herrero para más señas, y, a veces, en las tomas, se le cuela algún aullido). Desde el 2014 —año de su primer EP, Wayfarer, lleva dando guerra. Ha dado el gran salto ahora, gracias a Tik Tok, que, a veces, aunque parezca inaudito, resulta ser algo más que un invento demoníaco para mamarrachos. El año pasado se puso a subir canciones a la susodicha red social y, de la noche a la mañana, sus seguidores se multiplicaron: en marzo publicó un pequeño clip del tema «John Came Home» y, en dos semanas, llegó a cuatro millones de visualizaciones. En un par de meses pasó de siete mil seguidores a trescientos mil. Y eso fue lo que permitió que sucediese este disco que hoy reseñamos (ya se acabó lo de dormir en el coche o compartir cama en tristes moteles y AirBnbs). Es curioso el uso de ese invento chino tan de hace apenas un segundo. Porque al escuchar las canciones uno no puede evitar la impresión de estar asistiendo a una cosa profundamente analógica. Pasa un poco como en aquella película, El bosque: crees que estás en un asentamiento poco menos que de pioneros recién desembarcados pero, de pronto, saltas la valla y resulta que hay coches, carreteras, electricidad, discos de Beyoncé y redes sociales. De hecho, el granero en el que vive está en un enclave tan remoto que para comunicarse con los periodistas tiene que conducir un buen trecho hasta llegar al aparcamiento de algún local que cuente con wi-fi. Sus canciones son, sobre todo, historias de gente. Más de la mitad de los trece temas del disco llevan por título el nombre de su protagonista: «Arlo», «Maggie», «Jeremiah», «Charlie Boy», «Rosie», «Eloise» y «John Came Home». Y cree fervientemente que sus viejos instrumentos vintage encierran canciones. Concretamente, son tres instrumentos los que más fatiga: el viejo violín del abuelo (el momento en que entra el violín tras el primer estribillo de «Maggie», es pura medicina); una vieja guitarra tenor Stella de 1922 que le compró, cuando tenía trece o catorce años, a la leyenda canadiense del alt-country, Fred Eaglesmith («ninguna otra guitarra tiene un sonido tan cálido ni vibra contra mi pecho con esa resonancia»), que está llena de grietas (ya no viaja con ella, pero es con la que ha compuesto el ochenta por ciento del disco), y una «guitarra Nacional» que es su niña bonita. Colecciona guitarras viejas. Le resulta inspirador. En efecto, cree que contienen viejas historias, viejas melodías. Las usa como herramientas de escritura, casi como instrumentos de exorcismo o invocación. Está grabado en vivo, en un granero y, en buena parte, con un solo micrófono. Desde la primera canción, resulta apabullante. Parecen canciones cazadas furtivamente en el bosque (donde llevaban merodeando desde hace siglos). Y el álbum no puede tener mejor final, con esa maravillosa «Goodnight V2» con que cierra la sesión en torno a la fogata (porque ya aviso de antemano que al escuchar este Paint Horse, se te prende una fogata en el salón, da igual dónde estés, empieza a oler fuerte a montaña y, aunque no tengas perro, se te sienta un perro a los pies): «Buenas noches, dulce Suzanne. / Buenas noches, amor mío. / Buenas noches, madre querida. / Buenas noches al cielo en las alturas. // Buenas noches, coyote. / Buenas noches, sabueso mío. / Buenas noches, vieja luna holgazana. / Buenas noches al tren que viaja destino al sur. // Buenas noches, viento taimado. / Buenas noches, fuego en la pradera. / Buenas noches, hija del minero, tan hermosa. / Buenas noches a todos los ladrones y todos los mentirosos. // Buenas noches, chicas de medianoche. / Buenas noches, canción solitaria. / Buenas noches, asfalto, que tan bien te conozco. / Buenas noches, a todo lo que hice mal».

CLARK PATERSON

The Final Tradition

(Clark Paterson, 2015)

Cada vez es más cierto eso que dicen: la gente con barba es gente sin barba con barba. No es país para lampiños, como podría haber titulado McCarthy lo suyo, remedando el poema de William Butler Yeats, «Navegando hacia Bizancio» («Aquel no es un país para viejos. Los jóvenes / unos en brazos de otros, pájaros en los árboles / —esas generaciones moribundas— cantando, / cascadas de salmones y mares de caballa, / aves, peces o carne celebran el verano / cuanto ha sido engendrado, nace y muere»). De repente, las ciudades parecieron poblarse de hombres montañosos. Gente que nunca había tenido barba, tenía barba, y no barbucias de dejadez o miseria, sino orgullosas barbas bien pobladas, recortaditas y mimadas, de buena familia, como quien dice. Una especie de remedo de aquella otra frase, referente a la moribundia que tanto parecen alentar la redes sociales: «últimamente se está muriendo gente que no se había muerto nunca». Pasó con las barbas como con los tatuajes. Ahora lo raro es la mejilla desnuda o el lienzo en blanco. La barba y el tatuaje como máscara de la vaciedad (enmascaramiento de fealdades y simplezas indecibles). Y perduran. Probablemente han llegado para no marcharse, puro ultracuerpo. Abren peluquerías y escriben libros. Montan bandas de rock and roll (aproximadamente, muy aproximadamente). Barbas y tatuajes de quita y pega, barbas de Mortadelo y Filemón. Clark Paterson ya no la luce. La suya, cuando se editó este, su tercer álbum, The Final Tradition (tras Songs for Another America y Walkin' Papers), era auténtica, criada desde el barro de una granja familiar en los aledaños de Sandusky, Michigan, una ciudad (poblacho) con no más de tres mil habitantes, la más grande del condado de Sanilac, y solo dos semáforos (tráfico, sobre todo, de tractores y camiones con cargamentos de azúcar), con mucha carretera a sus espaldas (ha girado por Japón, Sudamérica, Europa del Este, Suecia, Finlandia e Inglaterra: «me han robado, me han metido palizas y me han deportado»; no ha sido un camino de rosas), mucho honky tonk lúgubre, versado en no ganar y en volver a casa («If I Don't Win»), donde uno de los braceros de la granja de su padre le enseñó lo que era la vida, le aleccionó sobre las mujeres y sobre la tristeza, sobre cómo encararla y mirarla a los ojos, aunque también le enseñó a manejar un cuchillo, que nunca viene mal («Moonlight in the Hills»). En algún momento de estos ya casi diez años que han transcurrido desde la aparición del álbum, decidió rasurarse, probablemente viendo la impostura que empezaba a extenderse como una plaga (tanto en East Nashville como en tu barrio, poniéndoselo muy difícil a las autoridades, sobre todo en los aeropuertos, a la hora de identificar terroristas), o simplemente porque su hija le dijo en algún momento: «Papá, pica». En este tercer disco, disco de la etapa barbuda (aunque del mismo modo que se nota lo impostado, el pegote, para entendernos, la gente que siempre tuvo barba, cuando se la quita, por etapas o de golpe, a lo vivo, sigue luciéndola —y ejerciéndola—, porque está claro que la barba se lleva por dentro, e igual que canta lo postizo, canta lo auténtico, aunque se sustraiga), confluía todo lo que había mamado y padecido. Esa voz cruda y honesta, como hastiada del mundo, «gargarismos anticongelantes», como diría alguno, voz intensa, arenosa, muchas veces oscura, siempre apasionada, para esa mezcolanza de country vintage, punk y rock que a él le gusta denominar como grindhouse country, country de sala de cine splatter o de explotación, escabroso y de bajo presupuesto. Se lo produjo Eric McConnell (que ya había estado al mando de discos de Todd Snider, Loretta Lynn y Will Kimbrough), con músicos respetados de la escena independiente de Nashville (la steel guitar de Paul Niehaus, de Lampchop y Calexico; la batería de John McTigue, de Brazibilly y Raoul Malo; y el gran Tim Carroll). Él mismo, devoto admirador tanto de Iggy and the Stooges y The Clash, como de Neil Young y Bruce Springsteen, se sabe deudor, y así queda demostrado en este disco, tanto de Nick Cave como de Ferlin Husky (de esa oscuridad que proyecta luz). Pura mierda hillbilly, «tengo amigos en las minas / tengo amigos que trabajan en la construcción / tengo chicas a las que les quedan de miedo las camisas que les desabotono / tengo amigos en Irak que siempre me cubrirán las espaldas / tengo todo lo que necesito / tengo sangre de sobra para sangrar» («Hillbilly Shit»). Como él mismo dice: «Si a tus padres les gusta tu música, es que estás haciendo algo mal». Ya no luce aquella barba, pero ya hemos dicho que la barba va por dentro. No es careta. No es barba llena de migas de cupcake. Es barba del camino, con abrojos.

ISMAY

Desert Pavement

(Self Released, 2023)

Todos los años, por estas fechas, desde hace ya casi una década, me viene pasando lo mismo, que es lo que quizá me pasa siempre, permanentemente, lo que quizá nos caracterice a todos como especie, por muchas patrias que nos inventemos o enarbolemos, lo que le pasaba, sin ir más lejos, al narrador anónimo de Corrección, la novela de Thomas Bernhard, que no quiere estar en su comarca aldeana de Stocket, sino en Altesam, la propiedad de su amigo Roithamer, del mismo modo que este no quiere estar allí arriba, en su propiedad, sino en Stocket, la comarca aldeana de su amigo, el narrador anónimo, vamos que no quieren estar nunca donde están, sino en otro sitio, pues así mismo yo, ya digo, sobre todo por estas fechas, cuando se celebra el National Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, que hubiese querido estar allí y no aquí ni en ninguna otra parte, para reencontrarme con los viejos amigos (algunos ya no están), beber cerveza Buckaroo en la cantina del Folklife Center (que tampoco es que esté tan buena, pero en ese desierto no hay Mahou, lo que hace que cuando estoy allí deseé siempre estar aquí, porque mi patria, quizá, más que nada, sea una marca muy concreta de cerveza), ver a las viejas leyendas y conocer a los nuevos talentos del Lejano Oeste. Hace unos años fue Colter Wall, cuando aún era un perfecto desconocido, como unos años antes lo fue Corb Lund, con quien recuerdo una buena borrachera en el backstage del Convention Center. Y así es que, este año, hubiera dado lo que fuese por ver en el precioso escenario del Folklife Center a Avery Hellman, alias Ismay, la vaquera californiana de la zona de la Bahía, taconeando con sus camperas en los tablones de ese suelo legendario. Hace apenas un mes que ha salido este Desert Pavement, su segundo álbum (después del maravilloso Songs of Sonoma Mountain, con el que debutará en 2020 tras el EP de 2018, Songs from a River), esta vez producido por Andrew Marlin, de Watchhouse (antiguos Mandolin Orange), que contribuye además en las voces y tocando el piano, la guitarra acústica y la mandolina (trece canciones grabadas en series de tomas en vivo durante cinco días, en los estudios Echo Mountain de Asheville, Carolina del Norte). Verla así, en Elko, a lo crudo, desenchufada, entre rancheros, vaqueros, pastores vascos y algún que otro indio de la reserva, no tiene precio. Ismay sabe muy bien de lo que canta (y desde dónde lo canta), y así lo certifica la invitación a este prestigioso encuentro de poesía vaquera (público, en principio, no muy afecto a lo queer) al que cada año, por estas fechas, lamento no haber sabido volver. Ismay se ha pasado una buena temporada manchándose el culo y las manos en un rancho de California. La tierra y los caballos forman parte de su vida. Y ha mamado toda la música que cabe imaginar en el Hardly Strictly Bluegrass, el festival que puso en marcha su abuelo, Warren Hellman. Sus canciones evocan los paisajes de la vida rural y los días de antaño, aunque en esta nueva colección la cosa pivota entre lo tradicional y lo nuevo, el campo y la ciudad, la realidad y la fantasía. Emmylou Harris, Gillian Welch y Hazel Dickens son sus referentes, aunque también se detecten ecos de Ani DeFranco y yo diría que hasta de una Suzanne Vega que se hubiera criado entre vacas y caballos en las montañas de Sonoma, con su cosa experimental y melancólica (el disco cayó en mis manos a los pocos días de su lanzamiento, y no puedo evitar preguntarme, cada vez que lo escucho, cómo habrán sonado estas canciones allí, en el teatro del Folklife Center; he visto algunas fotos de ella sobre el escenario, frente al ya mítico telón pintado con las montañas de Nevada, en compañía de un contrabajista y otro guitarrista, se ven por abajo las siluetas oscuras de cuatro o cinco cabecillas del público, ninguna es la mía, me cago en mi puta vida). «Stranger in the Barn», «I Called You Up», «Coyote in the Road» y «Ohio», por citar mis cuatro temas favoritos, demuestran, además, que es una fantástica letrista. Últimamente ha estado abriendo para Steve Earle, Robert Earl Keen, John Doe, Chuck Prophet, Sunny War y los propios Watchhouse. Y en marzo del año pasado se coló en la producción de My Kind of Country, el programa de Kacey Musgraves y Reese Witherspoon. Lo que hace que Elko duela mucho más. Pero mañana se me pasa.

WILL VARLEY

Spirit of Minnie

(Xtra Mile Recordings, 2018)

Decir iPod hoy suena raro. Suena a cosa que usaban los antiguos. A batallita de mili o hazaña bélica de instituto. A novia antigua o primer amor. A terópodo dromeosáurido, especie extinguida. Pero hemos de situarnos en 2018, el invento ya llevaba diecisiete años en marcha y aunque se había reinventado y conocido diversas mutaciones, ya nacidas con vocación de extinguirse, aún gozaba de cierto crédito. Y la maquinita ya había hecho su trabajo devastador, había acabado con los viejos hábitos de escucha. En una entrevista de por aquel entonces, cuando Will Varley sacaba este Spirit of Minnie, el entrevistador le preguntó qué se encontraría en su lista de «recién escuchados» alguien que le distrajera en ese momento el iPod del bolsillo. Varley le dijo que no gastaba de eso. Que nunca le había gustado escuchar la música así. Que un millón de canciones eran demasiadas canciones para él. Que él seguía con la cabeza abultada con las diez canciones del Blood On The Tracks, que llevaba escuchando desde hacía veinte años. Will Varley es de esa vieja estirpe, hoy ya casi también terópodo-dromeosáurida, que mira desde la loma el meteorito que se aproxima, la estirpe de los que aún creen en el formato álbum, en la cosa pensada como un todo, no en el batiburrillo, ni en el single de ocasión. Cuando, acto seguido, el entrevistador le preguntaba cómo iba a ser su concierto del día siguiente, Will dijo que igual a los de sus primeros días y, probablemente, igual al último que daría antes de entregar la herramienta: «Una sala, una barra, unos cuantos seres humanos escuchando o hablando, y yo arriba, en el escenario, cantando canciones». También en esta declaración acusaba un poco el signo de los tiempos. Ir a un concierto a escuchar las canciones de la persona que está en el escenario también está empezando a ser un hábito poco menos que cretácico. La evolución parece tender, y cada vez más, hacia el espécimen que acude a los conciertos a hablar de sus cosillas. En fin, todo esto para decir que, aunque sabiéndome también de esa raza casi extinta de los compradores de discos que, además, gustan de sentarse con un buen six-pack (o dos) a degustarlos de punta a cabo al llegar a casa, no es menos cierto que, al contrario de Will, yo sí gasto de eso, de iPad, que el que sigo usando es un ejemplar de aquel entonces, hoy ya casi pieza de arqueología, y que ha sido gracias a la teoría del caos y a la escucha del modo aleatorio (para mí, todo esto, pura brujería), me asaltó de repente la canción «Breaking the Bread», que llevaba sin escuchar cuatro o cinco años, después de haberla fatigado como si fuese mi mejor caballo en la época en que salió este Spirit of Minnie. Así que el iPad, de vez en cuando, depara estas sorpresas. Fue como un disparo a bocajarro. Y ahora me ha vuelto a dar la venada, claro. Y estoy volviendo a extenuar la canción como en los primeros días, aunque ni la canción ni yo seamos ya, ni por asomo, los mismos (hemos coleccionado mudanzas, entierros, traiciones, nacimientos, despedidas, nuevos asombros, nuevas promesas…, vamos, lo que vienen siendo las peripecias habituales de la vida de cualquier terópodo dromeosáurido, a estas alturas de siglo). Y he vuelto a rescatar los discos de Will Varley (este que hoy reseñamos, quizá por ser el primero que escuché, es mi preferido, también porque incluye esta canción que se me quedó pinchada para siempre por ahí dentro y que, en efecto, si alguien me distrajese ahora el iPod del bolsillo —en el caso de que supiera lo que es y no lo mirara como un adolescente de hoy impávido ante un teléfono de disco—, encontraría «Breaking the Bread» no solo como la última canción escuchada, sino como la canción más escuchada en los últimos siete días, casi de un modo obsesivo). En este álbum, Will Varley alcanzó la cumbre. Se había curtido en los garitos de folk de South London desde adolescente. Se había trasladado a Deal, la ciudad costera de Kent, por los alquileres baratos y los buenos pubs. Dos o tres open-mics a la semana. Ayudó a montar Smugglers Records con otros músicos independientes. Se recorrió, actuando, todas las tabernas de la campiña. Durmiendo en graneros, acampando junto a los canales y perpetrando bolos en los rincones de los pubs atestados. Baladas melancólicas y descorazonadoras, canciones furibundas de protesta, blues hablados con mucha guasa y chascarrillos entre canciones, interactuando con el respetable (eufemismo nada respetable, todo hay que decirlo, últimamente no hay nada menos respetable que el susodicho respetable, ni en las salas de conciertos ni en los cines). Entre tanto, novelas (el talento literario ya era palpable en sus letras; muy recomendable suscribirse a su Notes from the Zetland, accesible desde su página web, donde comparte historias y poesía: la antepenúltima entrada hasta ahora, la de los camellos de Texas, es oro puro), primeros álbumes e invitaciones para abrir conciertos de gente como Frank Turner, Billy Bragg, Valerie June, William Elliott Whitmore, Lincoln Durham, The Dead South y The Proclaimers. Y así hasta febrero de 2018, cuando salió y llegó a mis manos este Spirit of Minnie, su quinto álbum, ya con Xtra Mile Recordings, producido, nada menos, que por el legendario Cameron McVey (productor de Massive Attack y Portishead) y masterizado por Frank Arkwright en los Abbey Road Studios de Londres (primer álbum de Varley grabado con una banda completa). Y ese corte cuatro, «Breaking the Bread», que sigue poniéndome los pelos de punta y que estará ahí, en efecto, en el futuro, cuando el paisano de turno levante una piedra y encuentre ese fósil, y lo haga funcionar: «Marry me, beneath the trees, my mother brought to bloom / And we'll see how far the circle goes around the old statue / And when each angle has been seen and there's nothing to be said / They'll find us nestled on the stone, waking the dead». Los viejos tratados digitalizados le informarán que se llamaba iPod. Los huesos de alrededor, los de uno que escuchaba canciones (y que, para más inri, escribía un blog de música, especie más rara no se conocía, normal que se extinguiera, y muy bien extinguida: en eso andamos).

THE STEEL WOODS

On Your Time

(Woods Music & Thirty Tigers, 2023)

Quizá sea una jugarreta de la memoria, a la que a veces le da por pintar las cosas con tintes elegíacos, pero me viene ahora a la cabeza aquella entrevista que le hicieron a Wes Bayliss, cofundador y multi-instrumentista de los Steel Woods, en un Springfield, Missouri, más nuboso en el recuerdo de lo que probablemente fuera, hasta con sonido de viento de película de Fellini. Habían tocado en Iowa la noche anterior y se dirigían a la siguiente ciudad de la lista, fuese cual fuese, antes de poner rumbo a Key West para participar en un festival. Estaban con la gira promocional del All of Your Stones (2021), Jason «Rowdy» Cope había muerto en enero, muy joven, por complicaciones de la diabetes. El disco llegó a terminarlo. Era su testamento final. Estaba lleno de sus historias, era casi una disección de su alma. Bayliss, con el pasmo del superviviente, con el desarreglo de la repentina orfandad, bajo el cielo nuboso de Springfield, Missouri, reconocía que el disco estaba empapado de un sentimiento de redención, dolor y gratitud. Qué difícil girar sin él, sin el que había sido poco menos que su hermano, después de tantos kilómetros y peripecias juntos. A la vez un desgarro y una celebración. Tocar ahora, en cada concierto, su poderosa versión del «I Need You» de los Skynyrd, grabada por cabezonería de Cope, cobraba, sin él, una significación más profunda. Parecía, en efecto, una elegía. Quizá, después de aquello, los Steel Woods no podrían seguir, se disolverían o mutarían en nuevas encarnaciones. Pocas bandas resisten a la muerte de un líder (salvo contadas y gloriosas excepciones, pasan a formar parte de un subgénero muy pesaroso, limítrofe con la orquesta de versiones de fiesta de pueblo con alcaldía de puro, copa y casa verde; fenómenos de feria). La pérdida, el dolor y la rabia por una muerte tan repentina, en la cabeza de Bayliss, hacían que el cielo de Springfield, Missouri, fuese probablemente más nuboso de lo que realmente era (tanto o más como lo es ahora en mi memoria, donde incluso parece que está empezando a llover). Seguir adelante un poco por inercia, porque es lo que llevas haciendo toda la vida y no sabes hacer otra cosa, quizá sea la única opción, solo que ahora, claro, junto a un vacío descomunal que amenaza a cada instante con tragarte… Por eso, la aparición de este On Your Time, el primer disco de los Steel Woods sin el que fuese su carismático líder, es motivo de inmensa alegría. Al principio, una alegría ligeramente cauta, todo hay que decirlo. La pregunta, evidentemente, ronda un poco córvida, un poco buitre, por la cabeza de cualquiera que los haya seguido: ¿los Steel Woods, sin Cope, seguirían siendo los Steel Woods? Bayliss sabía que el deseo de Cope habría sido este mismo: seguir pisando el acelerador, no claudicar. Los temores desaparecen desde el primer corte. El motor sigue engrasado y en marcha. Se nota un cambio, es cierto, casi evolutivo, ya no es tanto el southern rock que tan demoledoramente conquistaron desde su irrupción en el panorama musical (ellos siempre decían que sus influencias más determinantes eran Willie Nelson, Waylon Jennings y Led Zeppelin), ahora se aproximan más al country de Stapleton o de su viejo amigo y cómplice Jamey Johnson (con quien Bayliss comparte los créditos del noveno corte, «Broken Down Dam»). El disco, al menos la mitad, es la continuación de la historia de una canción que formaba parte del primer álbum de los Steel Woods, «Uncle Lloyd». Reaparece ese personaje, una especie de versión nada idealizada del vagabundo romántico, casi icónico, que puebla la imaginería estadounidense («The Man From Everywhere»), un personaje (y una canción) que ni siquiera es de ellos, sino de Darrell Scott; pues bien, retoman sus desventuras y siguen diseccionando los viejos mitos fundacionales (en una reciente entrevista, sostiene Bayliss que está incapacitado para escribir canciones de fiesta: esto no es territorio tik-tok, nunca lo fue ni lo será nunca). A Darrell Scott le encantó la idea de recuperar al viejo Lloyd y, de hecho, participa con su steel guitar en dos temas (la coescrita con Jamey Johnson y la que da título al disco «On Your Time»). Aparte hay una versión de un tema de Gretchen Peters («You Don't Even Know Who I Am») y una espectacular versión del «Border Lord» de Kris Kristofferson que, al menos en esta casa, va a seguir sonando hasta que nos denuncie el vecino. Hoy Springfield, Missouri, ha vuelto a amanecer soleado.

ZACH RUSSELL

Where the Flowers Meet the Dew

(Carlboro Records & Thirty Tigers, 2023)

Allí estaba, con su guitarra y su mandolina («ojalá —dice— pudiera tocar la mandolina como cuando tenía quince años»), con puntualidad protestante, con su banda sureña adolescente de la Iglesia Baptista del pueblo, tirando del himnario, y poco más. Hasta los dieciséis en eso se cifraba toda su experiencia musical. Estamos en Caryville, en el condado de Campbell, Tennessee. En el censo de 2020, dos mil doscientos doce habitantes y, probablemente, bajando (tres negros, cinco indios y siete asiáticos, hispanos treinta; esa clase de pueblo). Colinas al este y un lago artificial al norte, de cuando construyeron la presa. Se hacía música porque se hacía música, igual que se desayuna o se defeca. No se cuestiona ni se plantea. Está ahí, como debería estar en todas partes si viviésemos en un mundo mejor. El Sur es, entre otras cosas, eso. Música hasta debajo de las piedras. Historias. No solo de pan vive el hombre. Hay que nutrirse. Es parte de la tradición y, otra cosa no, pero por aquellas latitudes, probablemente por carecer de Historia, nunca se ha vivido de espaldas a la tradición. Ellos no tendrán demasiada Historia, pero están bien pertrechados de historias y tradición. El bluegrass y el country tradicional corre por sus venas. No se trata tampoco de vocación, como nunca sería vocacional comer o follar. Willie Nelson estaba, y está, en lo más alto de su santoral. Y Waylon y Merle, claro, tan vulnerables como furibundos cuando quieren, con los mismos tres acordes, la santísima trinidad. Pero hubo un momento en que se produjo un cambio de vía. Un momento en que la música pasó a ser una cosa más intencionada. Dejó de ser algo que se daba por hecho, y pasó, esta vez sí, a trastocarse en afición y, por evolución natural, en profesión. Y por eso Zach saltó a Nashville por la I-40, diez años estudiando a los mejores. Yendo a conciertos, tomando nota, mamando de la fuente (trabajando en una zapatería y de maestro de ceremonias en un karaoke, criando callos con sistemas de irrigación y currando de carpintero, porque no todo va a ser glamour de biopic, también tiene su poco de película finlandesa triste). Y aquí nos vendría bien un fundido en negro para dar paso al segundo acto. Estamos, en efecto, en Music City, USA, y nadie se fija en el tipo a cargo del merchandising de Tyler Childers (un inciso, a modo de un par de flashbacks: parece mentira, cómo pasa el tiempo, ahora es Tyler Childers el que da el relevo, como a él se lo diera en su día Sturgill Simpson y a Sturgill Simpson el que fuera, a todos ellos los vimos brotar, ergo nos hacemos viejos; pero lo bueno es que sigan brotando y no se entierre el relevo, la tradición, otra vez, frente a la invasión de las maquinitas y los autotunes de los ahítos de Historia, huérfanos de una tradición a la que asesinan, o menosprecian). Seguimos. El chaval que te vendía los discos y las camisetas en los conciertos de Tyler Childers, era Zach Russell. Ya listo para hacer las maletas y volver a los espacios abiertos y los bosques tupidos de East Tennessee, donde perpetra un primer EP (The Creek, 2021) y, a los dos años, acomete la grabación de este Where the Flowers Meet the Dew, producido por Kyle Crownover, natural de Chattanooga, recién venido de producir el maravilloso White Trash Revelry de Adeem the Artist (que ya tuvimos a bien reseñar por aquí, y en el que Zach colaboraba haciendo las voces en un tema: «Rednecks, Unread Hicks»). Valses tradicionales, folk eléctrico y R&B de los sesenta en la primera mitad. Luego la cosa se salpimenta con toques de guitarras distorsionadas, se asoma un cierto aroma de grunge tardío, rollo 1998, como él mismo sugiere, con alguna loncha en el sándwich de Matchbox 20 y Third Eye Blind, amoldándose a aquello que ya apuntábamos de la fragilidad y la fuerza rabiosa de los viejos outlaws. Thirty Tigers lo fichó enseguida. Así que, ya sabes, la próxima vez que vayas a un concierto, ojo con el tipo que te vende el CD o la pegatina. Lo mismo en un par de años te los vende otro en un concierto suyo. A veces, pasa.

LONE JUSTICE

This is Lone Justice: The Vaught Tapes, 1983

(Omnivore Recordings, 2014)

La cosa apenas duró seis años. Seis años y dos discos (sin contar las tres compilaciones —entre las que se encuentra esta joya que hoy reseñamos— ni los dos directos). Un disco glorioso, el primero (Lone Justice, 1985) y otro no tanto, el segundo y último (Shelter, 1986). Estuvieron ahí, con sus cuarenta acres y su mula, entre los primerísimos pioneros, desbrozando la maleza, mucho antes de la eclosión del rock de raíces, el country alternativo y demás zarandajas. Se les englobó en el movimiento cowpunk, en la época gloriosa de los Long Ryders, Jason and the Scorchers, Rubber Rodeo y compañía. Muchos nos enamoramos hasta las trancas de Maria McKee cuando la conocimos. Y seguimos enamorados (Quentin Tarantino, que es un viejo zorro a la hora de ponerle coplas a sus películas, no dudaría en meter su maravillosa «If Love is a Red Dress (Hang Me In Rags)», ya de ella en solitario, en la banda sonora de Pulp Fiction). Fueron como un relámpago. Ojalá hubiésemos vivido aquellos primeros luminosos años ochenta en Los Ángeles. La ciudad de Los destrozos de Bret Easton Ellis. Nos pilló demasiado críos y demasiado lejos. McKee y Hedgecock, a principios de los ochenta, se movían por la escena cowpunk y compartían su afición por el rockabilly y la música campestre. Se conocieron en una garito de hamburguesas muy rollo American Graffiti, con camareras en patines. Ella tocaba con los Rockabilly Rebels (o con una de aquellas bandas, recuerda Maria) y Ryan la vio cantar. Formaron el grupo y empezaron como banda de versiones, aunque no tardarían en componer sus propios temas. Sudaron los garitos. Y enseguida empezaron a dar que hablar. Benmont Tench, de los Heartbreakers solía subirse a tocar con ellos en el escenario. Dolly Parton los vio en The Music Machine de Los Angeles, allá por 1983, y se quedó prendada. De Maria McKee en particular. «La mejor cantante a la que puede aspirar cualquier banda», eso dijo. Se llegaría a decir que era como Linda Ronstadt puesta de speed, o como la propia Dolly con los Blasters de soporte. Cada vez que tocaban en el Whisky a Go Go, se lo llevaban de calle. La gente enloquecía. Una vez telonearon a Arthur Lee y este tuvo que largarse del local después de dos canciones. La gente solo quería escucharles a ellos. Le robaron el show. Linda Ronstadt lo vio claro y no dudó en llamar a David Geffen para que los fichara en su sello. Y así llegaron a grabar su primer disco, en el que colaborarían dos Heartbreakers (el ya citado, Benmont Tench, y Mike Campbell), Tony Gilkyson y Annie Lennox. Salieron de gira con U2 para promocionarlo. Pero el disco no llegó a conectar. Sacaron otro casi seguido, esta vez producido por Steve Van Zandt, y también fracasó. No era lo que daban y se vivía en los garitos. Estaba todo demasiado sobreproducido. Aquella industria tan hortera de los años ochenta no supo capturarlo. Al año siguiente se separarían. Por eso este disco que hoy rescatamos resulta tan impresionante. Aún no habían estallado. No hay apenas producción. No hay estrellas invitadas, ni overdubs, ni teclados. Solo una grabadora de dos pistas y pura energía, pura rabia. Les quedaba un año y medio para llegar a las tiendas de discos. Y así es como sonaban entonces, cuando si uno quería escucharlos, en toda su crudeza, sin adulterar, tenía que pillar el coche y acercarse al garito de turno. Y por eso, para los que no pudimos hacerlo en su día, porque nos quedaba a trasmano y, aparte, los gorilas de la puerta no nos hubiesen dejado entrar ni falsificando el carné, estas grabaciones que se sacó de la manga David Vaught, metiendo a la banda en un humilde estudio del valle de San Fernando, son un regalo y un tesoro. Un viaje en el tiempo. Dos años antes de Regreso al futuro. Año 1983. Es así como sonaban. Es así como enardecían al personal. Y es así como lo inventaron todo. Hay nueve temas inéditos y tres versiones descomunales: el «Jackson» de Johnny Cash y June Carter (escrita por Billy Edd Wheeler y Jerry Leiber), el «Nothing Can Stop My Loving You», de George Jones y Roger Miller, y el «Working Man’s Blues» de Merle Haggard. Una auténtica fiesta. En efecto, se hizo justicia. Ahí quedan, desde luego, sus dos discos oficiales. Pero sus dos discos oficiales nunca fueron ellos. Ellos fueron esto. Lo que ha quedado atrapado en estas cintas milagrosamente rescatadas, como el mosquito de Parque Jurásico. Estos eran/son los auténticos dinosaurios (ella tenía diecinueve años).

JAIME WYATT

«Feel Good»

(New West Records, 2023)

El título del disco, bien entrecomillado para que no haya duda de que es una cita literal y que es ella la que lo sostiene, título también del segundo corte del álbum, lo dice todo. Jaime Wyatt se siente bien; y ya iba siendo hora. Como ya apuntamos al reseñar su disco anterior, Neon Cross, el camino que la ha llevado hasta este instante, no ha sido de rosas, y ya iba siendo hora, en efecto, de mudar de piel y empezar a disfrutar un poco de todo esto. Así lo proclama alegremente en la canción: «Esta misma semana he dejado de hacerme daño a mí misma / he dejado de buscar un perdón que no necesito […] Lo único que quiero hacer / Lo único que quiero / es sentirme bien, nada más que eso, sentirme bien». De ahí, asimismo, el cambio de registro. Decía Johnny Cash que la música country es, en esencia, una música triste. Tres acordes y una verdad, sí, pero casi siempre, para qué engañarnos, una verdad triste (quizá no haya verdades de otra clase, porque como decía Gloria Steinem: «La verdad os hará libres. Pero antes os enfadará»). De ahí el paso al soul, que quizá sea la mejor música para expresar el gozo y la felicidad. Cantar, bailar y reunirse, esa tríada ha sido el sustrato elemental de muchas culturas. Curación por catarsis, aventura Jaime Wyatt, sanación a través del movimiento somático, la conexión, el vínculo y, en última instancia, la creación. Y eso ella, pese a los muchos altibajos, pese al alcohol, los estupefacientes, la cárcel, las cicatrices y los numerosos tatuajes, siempre lo ha llevado en su macuto. Aprender a estar presente en el momento presente y a ser vulnerable en las relaciones sentimentales, no se aprende de la noche a la mañana, tiene su proceso. Wyatt era una velocista en todos los aspectos de la vida, no tiene problema en confesarlo: velocista con las drogas, con las amantes, con el no parar de girar de ciudad en ciudad, huyendo siempre hacia delante y sin mirar atrás, sin darse tiempo a aprender a sentir, y a disfrutar. Y la carga social permanente de procurar no levantar la voz más de la cuenta, de no liarla, no montar escándalos, no sentirse triste ni transmitirlo, no ser demasiado franca o, al menos, no dejar que la gente sepa que estás jodida o que no te gusta el trato que te dispensan. La batalla contra la adición, después de haber probado todos los antidepresivos habidos y por haber, y la ocultación, la vergüenza y el oprobio de haberse visto obligada a pasarse muchos años metida en el armario. Todo eso, todo ese material de música country de segunda fila, ya casi un cliché, se acabó. Ya son seis años sin beber, sin avergonzarse de nada, sin simulacro y sin arrepentimiento. Ha habido terapia y meditación. Se ha reencontrado con la niña a la que, en algún momento, asesinó, y ha dado rienda suelta a la compasión, sobre todo consigo misma (los demás que la alcancen, si pueden, tampoco es que le preocupe). En definitiva, se siente bien, ha dejado de maltratarse, se la liberado de la depresión y de la ansiedad social, y tiene unas ganas locas de jugar. Recuerda que lo que siempre la ha hecho más feliz ha sido la música. Que siempre ha disfrutado componiendo y tocando la guitarra. Ya no siente que ser feliz sea una imposición. Simplemente lo es. Han sido unos años muy buenos. Nunca se había sentido tan viva. El mundo sigue siendo igual de cruel e inhóspito, pero ella, por fin, después de mucha lucha, se siente bien y quiere transmitirlo, no solo para proclamarlo a los cuatro vientos, sino también, y más aún, para contagiarlo. Y que se mueran los feos. Y por eso el soul. Por eso la producción de Adrian Quesada, de los Black Pumas (conexión oficiada por Nikki Lane, a la que no duda en agradecérselo de todo corazón), por eso el estudio Electric Deluxe Recording de Austin, por eso las cuerdas y los vientos, por eso una versión de «Althea» de los Grateful Dead, por eso del doo-wop sesentero, por eso el sonido Motown, por eso el R&B, por eso más Dusty y Bobby que Loretta y Dolly, nuevos territorios en los que, sin embargo, no se percibe salto ni brusquedad, porque Jaime Wyatt ya venía soltando sus buenos coletazos en los discos anteriores, y no hay nada forzado ni calculado en la transición, es todo fluidez, de una lógica casi aplastante, resulta evidente que se siente como pez en el agua (no obstante, está ahí la colosal «Moonlighter» con la que cierra el disco, para recordarnos de dónde viene y lo que lleva, inexcusablemente, en la sangre, con versos tan brillantes como cuando canta eso de: «It's raining like hell here in Belfast and I miss my dog / But I don't have the answers I want so I might have to fall»). Un disco que te quita la tontería en cero coma. No todo va a ser llorar borracha entre rejas.

JEFFREY MARTIN

Thank God We Left The Garden

(Fluff & Gravy Records, 2023)

Seis años han pasado desde su anterior disco, aquel One Go Around de 2017 que ya reseñamos por aquí en su momento con absoluta devoción. Este Thank God We Left The Garden, su cuarto álbum de larga duración (y tampoco tan larga, once canciones y treinta y nueve minutos), editado por el mismo exquisito sello de Portland, Oregon, Fluff & Gravy Records (su listado de artistas es de primerísima división), se ha hecho esperar, la destilación ha sido lenta, pero la espera, como era de esperar, pues de esperar se trataba, ha merecido la pena, ¡y cómo! En el patio trasero de su casa, ubicada en un rinconcillo del suroeste de Portland, Jeffrey Martin se atrincheró en invierno para grabar este sosegado y potentísimo álbum. Largas noches desangradas en gélidos amaneceres, metido en la pequeña choza que él mismo se construyó, igual que construye sus canciones, a base de clavo y martillo, una choza de apenas dos metros por tres (grabado en La Choza, así consta en los créditos del disco). Y cuenta que lo que empezaron siendo unas demos que, más adelante, llevaría a un estudio decente para darles consistencia, se convirtieron en el álbum mismo. No precisaban de más consistencia que la que ya traían consigo, ni retoque ninguno (salvo en tres, a las que al final se sumaría sutilmente la guitarra eléctrica de Jon Neufeld, el hombre a cargo de las mezclas y la masterización). Lo cierto es que ahí estaban ya las canciones completas, sobrias, íntimas y verdaderas. Grabadas a lo vivo (y en vivo), en solitario, con dos micrófonos. A veces, tenía que contener el aliento a la espera de que se apagara el zumbido grave de un camión diésel que pasaba por la la calle ajetreada, a un par de manzanas. En las noches más frías (y los inviernos de Portland son mucho más inviernos que los inviernos de otros muchos sitios) planificaba la grabación atendiendo a los chasquidos del termostato de la estufa de aceite. Sostiene que había una cualidad que él solo sabría calificar de mágica en lo sonidos que comenzó a obtener en su choza con aquellos dos micrófonos de chichinabo. Lo que viene a demostrar que cuando se tiene (el talento), se tiene, y no se compra ni se simula con aparatitos prodigiosos y carisísimos (que muchas veces acaban por ser, más bien, un obstáculo para que la magia mane). Una receta afortunada, puramente fortuita, de tiempo y lugar, que hizo posible que su voz, su manera de tocar la guitarra y la propia configuración de las nuevas canciones, se fundiesen con la suerte de honestidad que él, desde que empezara en esto, siempre se ha preocupado de transmitir. Desde el anterior álbum que mencionábamos al principio, Jeffrey no ha parado de girar por Europa y Estados Unidos, hilvanando conversaciones de pueblo pequeño y barullo de ciudad grande. Suscribimos el credo del que se hacen eco sus textos promocionales. En un momento en el que la profundidad suele canjearse por lo instantáneo, en que los millonarios de la tecnología construyen cohetes para huir del planeta, en que la mirada de ojos apagados de la inteligencia artificial promete socavar nuestra existencia, y en que la desintegración de la cultura está alcanzando un nivel delirante de evidencia, el nuevo disco de Jeffrey Martin se siente como un antídoto esperanzador y radicalmente humano. Las canciones son cálidas, cercanas y reconfortantemente auténticas (qué mal, que lo auténtico, tras tanta tramoya, pose y simulacro, haya pasado a ser una cosa reconfortante, y no algo que se dé por sentado, lo que hablaría de un mundo sano y despoblado de gilipollas). Dice Martin, con su candor habitual (arrebatador) que tiene la sensación de que es ahora cuando está empezando a aprender a cantar. Que lleva siguiendo la consecución de este disco desde sus mas tempranas grabaciones. Que quería ver realmente hasta dónde podía llegar, de qué era capaz, solo él con la guitarra y poco más. Metido en un chamizo. Ni siquiera cree que haya sido una decisión consciente. Piensa que ha sido más bien una mera reacción a los tiempos que corren, a todo el desbarajuste que nos rodea. Y le corroía la necesidad de saber que, incluso en estos tiempos, la cosa podía seguir sosteniéndose con unos pocos ingredientes sencillos. Y se sostiene. Madre mía, si se sostiene. No es el pan cutre congelado que te vende el chino de abajo (y que elogias solo porque te lo da caliente, como si la mierda caliente fuese menos mierda). No. Es masa madre y horno de leña. Pan casero. Y así se siente. Sin prisa ni apremio. Harina, agua, sal y levadura. Sin inventos.

ZACH BRYAN

Zach Bryan

(Warner Records, 2023)

Dijimos la semana pasada que acabaríamos el año viejo y emprenderíamos el nuevo con sendos pelotazos, y he aquí que venimos a cumplir la promesa con este descomunal Zach Bryan (primer y único propósito de Año Nuevo que probablemente cumplamos). Calculo, también, que con ya más de trescientos setenta discos reseñados desde esta ventanilla, a lo largo de diez años (con este que ahora empieza), ha de ser la primera vez que se nos cuela en el rancho una vaca de Warner (deberíamos decir, quizá, la segunda vez, pero es que se trata de la misma vaca). Esto es muy significativo y resume bien lo que me propongo explicar a continuación con mayor o menor atino. El caso es que con Zach Bryan viene pasando, pasa y seguirá pasando, si Dios no lo remedia (y quiera Dios que no lo remedie), lo impensable. En principio todo nos parecía un No, pero resulta que es un Sí como una catedral. Reconozco aquí mis prejuicios. Ya hablamos de este fenómeno por estas mismas líneas cuando la cosa saltó con su tercer disco. Ya dimos cuenta de nuestro asombro. Si te lo cuentan, ni te lo crees. Me refiero a lo de darle crédito a algo así. Un chaval de Oklahoma, de familia militar, con pinta de capitán del equipo de fútbol, que cuelga sus coplillas en YouTube y de pronto se hacer viral, y lo peta ya con Warner rendida a sus pies, llenando estadios con un disco intimista que contenía nada menos que treinta y cuatro canciones, ninguna mala. Un fenómeno parecido al de los Avett Brothers o los Lumineers en su día. Pensamos que no podía ser, y lo seguimos pensando. Seguimos sin dar crédito, aun teniéndolo delante. Y ya sé que es un lugar común, lo de decir «ha vuelto a hacerlo», pero es que lo ha vuelto a hacer. No ha bajado el pistón. No ha dado su brazo a torcer. No ha hecho ninguna concesión, como podía esperarse de alguien fichado por un sello mastodóntico, de los de antes. Ni corto ni perezoso (que no es ninguna de las dos cosas, sino todo un currante), sin doblegarse a las imposiciones del cotarro («establishment» en traducción, como ya apuntamos en alguna parte, del gran Torrente Ballester), se ha sacado de la manga otros dieciséis temazos, el primero de ellos, para más inri, «Fear & Friday's», un poema recitado en el que, en efecto, como muy bien apuntaban en la Rolling Stone, deja meridianamente claro que ni se le ha subido a la cabeza ni se ha dejado seducir por las sirenas del éxito. Y que sigue sin tener nada que ver con el circuito infecto con el que, en un primer momento, por pura miopía recalcitrante (que supimos corregir al instante), podríamos haberlo relacionado. Zach Bryan, para ir abriendo boca, nos dice lo que es para él una buena vida, lejos de la vorágine farandulera: nada de camionetas, chicas en bikini o en shorts, barbacoas, latas de cerveza y partidos de fútbol, etc…, nada del habitual paisaje (horripilante) por el que transita la música country que empuerca desde hace ya eones las emisoras de radio (similar al de la cosa cateta —aunque pretendan disfrazarla de ironía— del hip-hop, pero en pálido y con sombrero). Para él es coger la moto y recorrerse la Pacific 101, subir al Empire State con su padre o despertarse en la cima de una montaña. Ver gente morir, gente nacer y besar unos buenos labios. «He aprendido que basta con cada despertar y que el exceso nunca conduce a nada mejor, que solo se apila y se apila sobre las cosas que ya tienes delante en abundancia, como respirar, buscar, bailar lento, hacer el amor, luchar y reír». Mientras lo recita se oyen olas de fondo. Se acabó esa música de viernes, esa música de usar y tirar, esa música de fin de semana. Para él, como acaba diciendo en el poema, el miedo y el viernes tienen mucho en común, están de alguna forma sobrevalorados y glorificados, y siempre te dejan a medias. Lo que hace falta, viene a decirnos, es una música para siempre, no solo para un momento, una música para vivir, para que te acompañe todos los días de la semana. Ese es su compromiso y en eso estriba la dimensión de su genio. Su periplo es una búsqueda incesante. Y es impresionante el modo en que ese mensaje está resonando en la gente, saltándose todo tipo de fronteras. Al poco tiempo de salir, el disco se encaramó al Número Uno de la lista de doscientos álbumes de la Billboard, vendiendo doscientas mil unidades en su primera semana. Y encabezó las listas no solo de country, también de rock, de música alternativa, de folk y hasta de pop. Y todo sin perder un ápice de autenticidad. Ahí están, como señalaba la Rolling Stone, Guthrie, Steinbeck, Faulkner, Springsteen (su héroe) y los tres acordes y la verdad de Harlan Howard. «Su Sur es puro Gótico Sureño». Está la épica de las carreteras y las vivencias mundanas de pueblo pequeño, soñadores con los pies bien plantados en el suelo, trabajo, pérdida y decepción. Hace poco giró con Charles Wesley Godwin, la otra fiera que está redimensionando los viejos conceptos y rescatando los tesoros de la tradición, inoculando savia nueva al árbol caído (en lugar de hacer leña, que es lo que llevan haciendo desde hace tiempo los «entendidos» de las secciones culturales). Y en el disco colaboran Sierra Ferrell, Kacey Musgraves, los War and Treaty y los Lumineers, porque es evidente que Zach Bryan está marcando el camino. Así que, desde aquí, como han hecho en Warner (donde se conoce que aún persiste alguien con criterio), no tenemos nada que añadir ni sugerir más allá de decirle al bueno de Zach (como si nos fuese a escuchar) que le dejamos las llaves de casa debajo de la maceta para que venga a instalarse cuando le plazca: «El perro no muerde y tendrás la nevera siempre llena.» No creo que haya mejor forma de empezar el año.

CHARLES WESLEY GODWIN

Family Ties

(Big Loud Records, 2023)

Para acabar el año (y empezar el que se nos viene encima) me he he estado reservando un par de ases en la manga, dos discos de dos sospechosos habituales por estas líneas que son, a mi juicio, de lo mejor que ha salido en 2023. Hoy nos ocuparemos de Family Ties, el tercer álbum de Charles Wesley Godwin, el joven artista de West Virginia que nos viene emocionando y fascinando desde que debutase con aquel fabuloso Seneca que nos dejó ojipláticos en febrero de 2019. He de confesar que, en un principio, me temí lo peor. No sé si será solo cosa mía, pero cada vez que un artista se cae del caballo camino de Damasco, me pongo a temblar. Los discos de los iluminados, de los enamorados, de los accidentados, de los supervivientes, de los despechados, de los de repente papás o mamás, de los que ya llevan un tiempo sin beber, de los que se han hecho veganos o han descubierto la versatilidad de los teclados… No es que me parezca mal que les pasen cosas y que sean más o menos felices, claro es, sé que sin todas esas peripecias es obvio que no se puede crear una obra personal e íntima, pero conviene masticar bien la comida antes de deglutirla, el arte no es un patio de vecindad, ni un confesionario. Se pueden exorcisar o celebrar las cosas sin necesidad de ser un moñas o un cansino. Esta vez se venía publicitando que la cosa iba a ir de la familia. Diecinueve temas, nada menos, contando la obertura y la «cerratura» («overture» y «underture»). Pero lo que en otros suele acabar resultando en álbumes bochornosos y sonrojantes, en el caso de Charles Wesley Godwin se traduce, como nos viene teniendo acostumbrados, ya sea al hablar de sí mismo y de su tierra, al más puro estilo Stanislavski en «el trabajo del actor sobre sí mismo» (Seneca), como al distanciarse, a lo Brecht, para contarnos las historias de otros (How the Mighty Fell), en un disco exquisito (el tercero, siempre tan difícil), compendio de ambas cosas (lo mío y lo de la gente de mi tierra), y no le faltaba razón cuando él mismo argüía que se encontraba en su mejor momento compositivo. La felicidad no le ha hecho peder garra ni fuerza. Todo lo contrario. Parece haber hallado un lugar cómodo desde el que crear. Dice que ha sido el trabajo más disfrutón que ha emprendido hasta ahora. Que nunca se había divertido tanto en un estudio. Esta vez ha sido el Echo Mountain de Asheville, en Carolina del Norte (tan de los Avett Brothers), donde confiesa haberse sentido como en casa, durante dos semanas (la vez que más tiempo se ha pasado grabando). En esta suerte de álbum conceptual (algo ya de por sí bastante valiente, si no osado y puede que hasta incluso suicida en los tiempos que corren), hay una canción dedicada a su padre («Miner Imperfections»), una a su madre («The Flood»), un par a su mujer («All Again» y «Willing and Able»), una a su hijo («Gabriel») y otra a su hija («Dance in the Rain»). La sombra benefactora de Kris Kristofferson, su ídolo, sigue estando muy presente y hasta se atreve a componer una secuela («10-38») para el «State Trooper» del inmenso Nebraska de Bruce Springsteen, en la que nos cuenta la otra mitad de la historia. También homenajea la mítica canción de John Denver, himno no oficial de su terruño («Cue Country Roads») e incluye, para concluir, una versión del susodicho, «Take Me Home, Country Roads», con el que suele cerrar sus conciertos. Y aprovecho, ya que estamos, para recomendar el EP con cinco temas que ha sacado este mismo año, Live From the Church, grabado en los estudios The Church de Pittsburgh, Pennsylvania, que abre con una versión de nuestro reverenciado Chris Knight, «The Jealous Kind»; y la escucha de «Jamie», su brillante colaboración para el EP de 2022, Summertime Blues, de la otra mala bestia cuya gira ha estado abriendo durante buena parte del año y cuyo último disco nos reservamos para inaugurar por todo lo alto el blog del año que viene. ¡Feliz 2024!

RACHEL BAIMAN

Common Nation of Sorrow

(Signature Sounds, 2023)

Se define como una artista de música folk. Toca el violín, el banjo y la guitarra. Es de Oak Park, Illinois, pero lleva diciendo que su casa es Nashville desde que, al cumplir los dieciocho, se marchó a estudiar a la Universidad de Vanderbilt, y, a día de hoy, ya no es solo que lo diga, es que lo es. Nashville es su casa. Conviene empezar diciendo que Rachel Baiman es licenciada en antropología y que le importan las cosas. Tanto es así que, en su día, cofundaría Folk Fights Back, una organización de músicos que, durante la administración Trump, montó conciertos benéficos y eventos de sensibilización para combatir toda aquella pesadilla. El folk no se achanta, el folk resiste y contraataca. Toda esta cosa política le viene, por cierto, de nacimiento. Cuando era pequeñita su padre, «economista radical», como ella misma lo ha calificado en alguna ocasión, militó en un pequeño grupo político marginal que se hacía llamar los Socialistas Demócratas de América, algo que, entre la buena gente de Oak Park, se consideraba bastante extremista, motivo por el que Rachel se privaba de comentarlo con sus amigos. Luego la cosa cambiaría. «Ahora los de mi generación hemos tenido que espabilarnos debido a la opresión económica que vivimos. Nos sentamos y elucubramos permanentemente para ver cómo podemos sacarle la pasta a los ricos para que paguen nuestros discos». Su madre es asistente social. Por ahí también le viene lo de la reacción alérgica ante cualquier fascismo. Al final, toda esta militancia activista, toda esta experiencia compartida de vivir y estar jodidos, no hace sino señalar hacia algo que al final se puede resumir de un modo bastante sencillo (pese a los muy cenizos): aún hay esperanza, aún se puede luchar con rabia contra la máquina, aún hay tiempo de frenar la devastación individual y comunal a la que todo este tinglado raro que nos hemos montado parece conducirnos. Y de eso, más que nada, va este, su tercer disco, Common Nation of Sorrow. Ella empezó tocando el violín de muy jovencita, luego vendrían el banjo y la guitarra. Y también lo de cantar. Sus padres no eran músicos, pero eran muy folkies, como toda esa generación de izquierdas anticapitalista, y la llevaron a muchos festivales de música folk. En 2014 se autoprodujo su primer disco, Speakeasy Man, y desde que, en 2017, ya para Free Dirt Records, le produjese su siguiente álbum, Andrew Marlin, de los Mandolin Orange, todo ha sido carretera, ensayos y estudios de grabación, con algún que otro trabajo ocasional entre medias, para ir tirandillo, de camarera, por ejemplo, para la élite tecnológica, y de lectora de novelas de fin de siglo relacionadas con el trabajo obrero (una investigación que tuvo que llevar a cabo para un sociólogo). También ha sido escudera de Kasey Musgraves, Kevin Morby y Molly Tuttle, entre otros artistas. Sus dos máximas influencias son John Hartford (de quien apaña y extiende una versión maravillosa del «Self Made Man») y la australiana Courtney Barnett, que no tienen nada que ver entre sí, pero a quienes considera igualmente sabios, ambos insolentes y cercanos en su modo de escribir. «Escucharlos es como invitar a tu mejor amigo o amiga a echar la tarde en casa, hablando de vuestras movidas». Escucharla a ella también es un poco así. Para este Common Nation of Sorrow, grabado en doce días en The Tractor Shed, en Goodlettsville, Nashville, producido por ella misma, pero con Sean Sullivan (ganador de un Grammy) a los mandos, y mezclado en Portland, Oregon, por Tucker Martine, ingeniero y productor de My Morning Jacket, The Decemberists y First Aid Kit, Rachel Baiman ha querido sumergirse del todo en su querido bluegrass, la música con la que creció. De algún modo, este disco ha sido para ella una especie de vuelta a casa. Homenajea a Gillian Welch y Dave Rawlings, presencias rastreables en el tema «Bitter», y hasta se atreve a volverse hacia sus propias sombras para hablarnos en «Lovers and Leavers» de la batalla que viene sosteniendo con el trastorno bipolar que le diagnosticaron en 2021, una canción, no obstante, compuesta antes del diagnóstico y que interpretaba en los bolos, disfrazada de canción de amor, hasta que solo muy recientemente se dio cuenta de lo que latía por dentro. Todo esto para decir que con estas diez nuevas canciones, Rachel Baiman vuelve a mostrarnos una vez más que, aunque todo esté condenadamente roto, aún hay un atisbo de esperanza. Puede que parezca un lamento (diez lamentos), pero en el fondo es una celebración perpetua. Porque eso es lo que vienen haciendo los músicos de folk (la música de la «folk», de la «gente», no del género musical, como decía creo que era Henry Rollins, afirmando que él también hace música para la gente, que su hardcore punk es tan folk como el folk más puro, puede incluso que más, y que se jodan los cazamariposas con sus etiquetas y clasificaciones), desde que el mundo es mundo. Ojo crítico y corazón alentador. Gente que sangra por nuestras heridas y que nos señala el absceso que, como nos sigan tocando mucho los genitales, habrá que ir a reventar. «Amar es combatir», que decía Octavio Paz en «Piedra de Sol» (y no Maná, faltaría más, Dios me libre de ser tan chungo).

JASON HAWK HARRIS

Thin Places

(Bloodshot Records, 2023)

En los cuatro años que han pasado desde que reseñamos su primer LP, Love & The Dark (2019), asimismo en Bloodshot Records (ahora renacida de sus cenizas), también han pasado muchas cosas, entre otras, como el propio Jason Hawk Harris apunta en las notas, disculpándose por la demora: un apendicitis, un tornado y la primera pandemia en cien años. Y decimos que «también» han pasado muchas cosas porque, antes de aquel primer disco, su biografía «también» estuvo llena de incidentes. Lances y peripecias que, inevitablemente, acabarían reflejándose en sus canciones. Recordemos: el fallecimiento de su madre por complicaciones derivadas del alcoholismo, la declaración de su padre en bancarrota tras una demanda del Rey de Marruecos, el diagnóstico de esclerosis múltiple de su hermana y el nacimiento prematuro de su sobrino, con parálisis cerebral. Por si esto fuera poco, y forzando la credibilidad del argumento, le robaron la furgoneta y su sello discográfico, tan largamente anhelado (ahora, por suerte renacido, como hemos dicho unas líneas más arriba), se fue a pique. Encadenamiento de hechos inverosímiles que ni el mejor guionista lograría colar ni al más nefasto productor cinematográfico de la ciudad y que, en su caso, lo llevaría a dejarse al cuidado de sus propios vicios. No obstante, de una manera poco menos que heroica, al final logró exorcizar todos aquellos hundimientos en las canciones de «Amor y la oscuridad», un disco en el que daría buena cuenta de sus sucesivos pulsos con la muerte, la adicción y la supervivencia. De entonces a hoy, al disco que hoy reseñamos, entre las nuevas tribulaciones, parece haberse resquebrajado el muro tras el que había emparedado todos aquellos sentimientos que, en su momento, con la herida aún abierta y supurante, no se atrevió a encarar. La dedicatoria no deja lugar a dudas. «Este álbum está dedicado a las tres mujeres más importantes de mi vida. Tina Hawk Harris, mi madre, que descansa en paz. Ashley Harris, mi mujer, que llora su muerte conmigo, y mi hermana, Sommer, la única otra persona del mundo que sabe lo que ha sido perder a mi madre». En efecto, tras cuatro años de luto y duelo, de carretera y bolos constantes, sin apenas tiempo para pensar, demorando siempre la cura o simulándola, ha tenido al final tiempo, con el parón forzoso al que nos obligó la pandemia, para dedicarse al «pensamiento mágico», con permiso de Joan Didion (otra californiana adoptiva, como él), y se ha sacado de la manga este Thin Places, que podría ser la banda sonora de muchas de las tesis de aquel libro maravilloso. Un disco sobre la muerte, la devastación y el duelo. Y a la vez una celebración de la vida. Una aproximación casi podría decirse que mexicana (por el gozo, la guasa e incluso el cinismo) a sus muertitos, en este caso a su muertita, su madre, que parte más o menos de la misma premisa que El año del pensamiento mágico: «La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba». El sentimiento postergado, en efecto, se ha descongelado, el peregrinaje de cuatro años por el dolor y la soledad, por los «lugares estrechos» de los que habla el folclore celta al que hace referencia el título, el pensamiento mágico, para entendernos, le ha dejado parir estas nueve canciones (ocho temas propios y una reimaginación del «Keep Me In Your Heart» de Warren Zevon, otro californiano adoptivo, y ya van tres; California, el sol y la muerte, la falsa inmortalidad de las estrellas, la falsa inmortalidad de cualquier cosa, el disimulo, el maquillaje, la mítica Fuente de la Juventud de las viejas crónicas de Indias…), estas nueve bellas cicatrices, bellas porque, como diría Harry Crews, significan que las heridas han sanado. Belleza, dolor y catarsis. Con su buena mezcla de country, rockabilly, gospel, soul y folk. Haciendo bailar a los esqueletos. Poniendo a vibrar a la gusanera. Enseñándole el culo a La Segadora. Haciendo equilibrio, jubilosamente, entre la luz y la oscuridad, entre la desesperación y la esperanza, entre la vida y la muerte, siguiendo al violinista loma abajo, con los danzarines bufonescos de El Séptimo Sello. «En este álbum quise explorar todo el espectro de la aflicción, no solo los momentos devastadores. Cuando uno lidia con la pérdida, vive momentos de confusión, de rabia y de puro descojone». Y cuando lo tuvo ya todo listo para entrar a grabar, la gente puso pasta por Venmo, Bloodshot Records limpió su cocina, le pagó lo que le debía y lo volvió a fichar. El disco marca, por tanto, también, un regreso, un «estar jodido pero seguir adelante». «Me rodea el caos, nena —canta en «So Damn Good»—, el aire está cargado de pesar y rabia, y no tengo ni idea de por qué la gente se muere, ni de qué pasa al otro lado, y llevo perdidísimo desde que me encontré, pero hay una cosa de la que no me cabe la menor duda: ahora mismo estás preciosa». Así que la vida sigue, con toda su precariedad, pero sigue. Y, aunque duela, se baila. Se zapatea sobre las tumbas y se le invita a una cerveza a La Parca (la segunda que la pague ella).