DANIEL MEADE & THE FLYING MULES

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Let Me Off At The Bottom

(At The Helm Records, 2016)

El tipo es un hillbilly escocés y se curtió en los pubs, clubs y locales de Glasgow desde muy joven, desde cuando el cuerpo aguantaba toda la cerveza que le echasen y la cosa seguía sonando condenadamente bien. Desde las noches en los «piano bars» medio vacíos, cantando lamentos etílicos muy a lo George Jones frente a siluetas encorvadas y mujeres solitarias y mal maquilladas, a compartir escenarios ya más jubilosos con grupos de la talla de Kings Of Leon o los New York Dolls, su trayectoria traza un abanico bastante ecléctico que también define muy bien los avatares de su propia peripecia musical. Con su primer grupo, The Ronelles, y su único álbum de entonces, Motel (2006), salieron de la pérfida Albión y giraron por Japón y California. California hizo mella. El sol y el sonido Bakersfield. Tres meses en L.A. expuesto a una sesión infatigable de vieja música country. Amor a primera vista. Y no poca cerveza de allí que aunque es menos cerveza sigue siendo cerveza y, quieras que no, eso siempre ayuda. En el 2013, tras la creación y disolución de otro grupo, The Meatmen, emprende una carrera en solitario que le lleva a codearse con gente como Pokey LaFarge, The Proclaimers, Sturgill Simpson, Diana Jones, los Old Crow Medicine Show y el grandísimo Willie Watson (post-Old Crow). De hecho, Morgan Jahnig, de los susodichos Old Crow, impresionado por el sonido de su As Good As Bad Can Be, decide producirle su siguiente álbum con una banda de ensueño que, en realidad, es casi la imagen especular de los propios Old Crow. Solera y sonido añejo. Y puñetazo punk. La magia sucede allá por febrero de 2014, en Nashville. Y el resultado es el Keep Right Away, en el que convoca la influencia fantasmal de sus nuevos ídolos: Hank Williams, Big Bill Broonzy, Kris Kristofferson y el mismísimo Jerry Lee Lewis. Y es por aquel entonces cuando se forman los Flying Mules con los que abrirá para Sturgill Simpson, Pokey LaFarge y los Old Crow en sus giras por el Reino Unido. La cosa ya no hay quien la pare y en 2016 edita este Let Me Off At The Bottom, el primer álbum en estudio con los certeros Flying Mules, perfectamente engrasados tras cientos de bolos, garitos, escenarios, callejones y cervezas orinadas de aquí y de acullá, con once de esas canciones que parece que has estado escuchando junto a tu perro en el porche de atrás (aunque no tengas ni perro ni porche de atrás) durante toda tu maldita vida, lo mismo que tus padres y tus abuelos, en la vieja radio Zenith de los años cuarenta que se trajo precisamente tu abuelo de un viaje que hizo una vez a Illinois (tendrías que indagar en eso, aunque tu abuela no suelta prenda…) y que un día desapareció del salón y luego ya nunca se supo (sospechas que la malvendió el ingrato de tu primo).

SCOTT MILLER

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Ladies Auxiliary

(F.A.Y. Recordings, 2017)

No el Scott Miller pop, el «hiperintelectual» californiano de las bandas Game Theory y The Loud Family; ese se lo regalamos a los que saben de música y de trascendencia. No. Nosotros nos referimos al otro. Al menos conocido. Al de Virginia. Al de aquella primera gloriosa banda, The V-Roys (tampoco confundir con los Viceroys, la banda jamaicana que estuvo a punto de demandarles por plagiarles el nombre) que apadrinó Steve Earle en su día (un buen día de 1996) para su efímero sello E-Squared Records. El Scott Miller de la granja, el de los Apalaches y el valle de Shenandoah. El de los bosques en los que acampó Stonewall Jackson. Este es su décimo álbum, ha tardado cuatro largos años en sacarlo. Su quinto en solitario, sin los Commomwealth, su siguiente banda. Esta vez rodeado de mujeres. Solo de mujeres. Y no solo de mujeres por ser mujeres, sino por ser mujeres que tocan de miedo, lo dice alguien que se ha criado entre hermanas. Sostiene Miller (a lo «Sostiene Pereira») que quiso titular el disco «Talía y Melpóneme» por lo de las musas griegas (las caras sonrientes/enojadas del teatro), pero que su manager, Kathi Whitley le dijo: «Tu titúlalo así y yo me largo». Mensaje recibido. Canciones sobre la gente corriente de los Apalaches. Pueblos agonizantes y suicidas. La cosa se ha ido fraguando poco a poco entre las tareas de la granja familiar. En este mundo de velocidad y urgente novedad, sostiene Miller, cuesta poner en marcha la maquinaria cuando tardas cuatro años, mínimo, en salir a las calles con un nuevo disco. La gente se olvida. A la gente se la suda. Es raro. Pero eso no es lo único raro, sostiene Miller. Miller sostiene que lo raro es todo. Que no tiene don de gentes, que no es sociable. Y que lleva siete años sin beber, lo que hace que la realidad se presente dura y tenaz. Bastante jodida. Ocuparse del ganado, con unos padres ya ancianos que no pueden, te pone los pies sobre la tierra. No vas a hacerte rico con ese barro y tienes que amar lo que haces. Y con la música lo mismo, ocuparse de las canciones como si fuesen cabezas de ganado. Sin tonterías. Si no amas lo que haces, olvídate. Al final es trabajo y punto, sostiene Miller: madrugar, café, un sandwich de huevo y al tajo. Yo me lo guiso, yo me lo como. Y lo hago como me sale de las pelotas. Sin las mierdas de la industria y sus lagartos. Joder, son tus vacas y es tu rancho. Que le den a los sellos y a los publicistas. Carne plastificada que no huele a carne, no huele a nada, en los supermercados. De ahí el nombre del sello que él mismo ha creado. F.A.Y., para que nos entendamos: «Fuck All Y’all». «Yo escribo canciones, escribo canciones para gente inteligente. Ya no quedamos muchos. En ninguna parte». Y puede que la cosa ya no tenga el glamour de la época de los sellos pero, qué cojones, sostiene Miller, «yo tampoco tengo ni pizca de glamour». Y si no te gusta: puerta.

DAVE ALVIN & JIMMIE DALE GILMORE

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Downey To Lubbock

(Yep Rock Records, 2018)

Esa puede que sea la magia de la música. La magia o como se quiera llamar. Tender puentes. Propiciar compañías inesperadas, a veces de lo más improbables. Entre Downey, California (hogar natal del viejo Blaster, Dave Alvin) y Lubbock, Texas (hogar natal del viejo Flatlander, Jimmie Dale Gilmore) hay casi mil millas. Estamos en terreno de Larry McMurtry, La última película. Planicies desoladas. Glamour cero. Ambas fundadas como ciudades ganaderas en el siglo XIX, luego prósperas comunidades urbanas, si bien algo apagadas en la superficie. Dave Alvin señala además la curiosa conexión con el espacio exterior. Algo seguramente propiciado por el propio vértigo y el vacío, por la deriva de los matojos rodantes y los armadillos atropellados, que parecen gente de otra galaxia. Entusiastas de los OVNIS en Lubbock y, en Downey, la sede de la North American Rockwell, la compañía aeroespacial encargada de fabricar los Apollo que descargan hombres en la luna. Luego hay también una diferencia generacional de casi una década entre el uno y el otro. Pero, cada uno por su lado, desde muy canijos, escucharon más o menos la misma música y, al final, como no podía ser de otra manera, acaban coincidiendo en el legendario Ash Grove de Los Ángeles. Estamos a mediados de los años sesenta y Lightning Hopkins (a quien homenajean en este disco con una versión del «Buddy Brow’s Blues») está en el escenario. Claro que no llegarían a conocerse hasta los años noventa, al coincidir como miembros de la revista Monsters of Folk, en la que también militaban grandes como Steve Young, Tom Russell, Katie Moffatt y Butch Hancock (otro Flatlander). Pero tendrían que pasar cerca de treinta años para que se juntasen por primera vez sobre un escenario. Fue durante una gira que organizaron en plan Dos cabalgan juntos por poblaciones de Texas, Nuevo México, Arizona y Colorado. Ahí se fraguaría el germen de este disco que acaba de llegar a nuestras manos. No hay más que ver las fundas de sus respectivas guitarras. Los kilómetros recorridos, el polvo acumulado. Parecen intercambiables. Dos viejos Winchester del 73. Y es que aquí, a diferencia de lo que sucede en otros experimentos muchísimo menos afortunados (los discos de dúos hay que temerlos), la cosa cuaja. Y el resultado es un queso perfecto que sabe fuerte a casa. Les sabe a ellos y nos sabe también a nosotros (bueno al menos me sabe a mí, que soy muy quesero y estoy a muchísimo más de mil millas de distancia de sendas planicies). Y es que esa es la magia de la que hablábamos antes. Propiciar eso. Un reencuentro de y con viejos amigos. Y la memoria de todas las carreteras recorridas. Eso sucede al escuchar el disco. Son miles de millas, pero aún desde un país diferente y con paisajes tan distintos, la cosa suena, desde el minuto uno, a la puerta de al lado. Algo que llevamos escuchando desde siempre y que, se escuche donde se escuche, siempre sonará a casa.

AARON ALLEN & THE SMALL CITY SAINTS

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Judgement Day

(M.A.P.L., 2018)

Ya son quince años de grabar discos, de fatigar los garitos de Ontario, Canadá, y de aguantar el muy poco original sambenito de ser considerado persistentemente el Steve Earle o el Chris Knight de la zona de los grandes lagos, un sambenito con el que al final no le ha quedado más remedio que reconciliarse (la opción era la sangre que luego siempre es un engorro limpiar). El recorrido hasta este Día del Juicio ha producido un cambio radical. Una suerte de apaciguamiento. Quizá los Small City Saints hayan tenido algo que ver en ello. Ahora, antes de disparar y mandarlo todo al carajo, Aaron intenta tragarse un poco el orgullo, beber con calma y entrar en el juego, hasta cierto punto. Porque el juego tiene sus reglas y a veces hay que estrechar manos pestilentes que ni en tus peores sueños, de acuerdo, sonríes y concedes, pero sin dejar de hacer las cosas a tu manera, sin perder la honestidad, aunque lo de ser honesto no es que sea moneda de gran valor en este maldito negocio (por mucho que lo pregonen los que van o pretenden ir de ello, como si se tratara de una suerte de género: «música honesta»). Otro cambio es que ya los berridos no son tan dolorosamente personales, hay más paisaje, hay otra gente, hay incluso ficción, maldita sea, claro que, dentro del panorama de la música country, se sigue viendo a sí mismo como un barco que se hunde en medio de la nada. Afirma que lo de la «música country» en Canadá es un chiste con el que no puede, ni quiere, verse relacionado. Un poco como ocurre también por allí abajo. No es country, es pop manufacturado. De la peor estofa. Por no decir: pura mierda. Afirma, además, que Merle Haggard no es «outlaw country», como muchos insisten en catalogarlo, sino «country» y punto, a secas, «on the rocks», y en algún lugar entre los célebres tres acordes y la verdad, se han colado en el asiento de atrás los mismos sempiternos clichés acerca de caminos de tierra y mover el trasero. La mayor parte de las bandas country canadienses ya ni siquiera componen sus propias canciones, se las compran a otros, se escriben en oficinas. Y supone que tienen su razón de ser, como buena parte de las infectas películas de Will Ferrell, por ejemplo, te lo pasas bien y a veces hasta puede ser que necesites un poco de ese plástico, para desconectar, para quedarte dormido en el sofá, para no tener que pensar en la cena (un avatar, en el fondo, de la comida basura), pero la música de Aaron va de otra cosa. O al menos eso intenta. No se ve capaz de encajar en esta industria, nunca lo he hecho, no se han cansado de repetírselo. A decir verdad, ni siquiera encaja en el movimiento de los nuevos «outlaws», donde le quieren meter siempre, que no son tantos ni tan buenos. Pertenecería, si acaso (porque tampoco hay ninguna necesidad de pertenencia), al grupo de quienes componen sus canciones y punto, un obrero, de los que ya no hay muchos, pero alguno queda.

JAMES SCOTT BULLARD

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Full Tilt Boogie

(Big Mavis, 2018)

Hay un serie de hechos extraños que conviene señalar de antemano para que se puedan ir haciendo a la idea de a qué demonios suena, más o menos, este artefacto. La mayor parte de su infancia y su primera adolescencia fue un constante entrar y salir de hospitales a causa de la enfermedad de Chron (dolor abdominal, diarrea, incontinencia fecal, sangrado rectal, pérdida de peso y fatiga, ergo mucho blues). De canijo tuvo de niñera a la tía de Sugar Ray Leonard. Ha ejercido todo tipo de trabajos esporádicos: empleado en un videoclub (aclaración para «millenials»: un lugar físico, real, al que se acudía a alquilar películas –sí, pagando– que luego convenía devolver en el plazo fijado y convenientemente rebobinadas…), portero de garito, archivista de asesor fiscal, periodista y, aunque parezca mentira, ministro ordenado aconfesional. Su abuelo paterno fue «moonshiner» y su padre se ocupaba del «tráfico». Fue concebido en un motel de Nashville en el curso de un viaje en el que su padre fue a grabar una maqueta con el batería de Elvis Presley, D.J. Fontana. Trabajó una vez en un estudio de grabación como ayudante de ingeniero, dice que no aprendió nada y que en lugar de pagarle con dinero, cobró en horas de estudio que aprovechó para grabar las «demos» que acabarían formando parte de sus dos primeros discos en solitario. Fue actor durante un día en un capítulo de la serie Dawson’s Creek (a pesar de las ofertas de los estudios no ha vuelto a ejercer de actor, pero lleva ya un par de años perpetrando una película de terror, a velocidad de vértigo, y los que le conocen le describen como una especie de Rob Zombie sureño). Lideró en los años noventa del pasado siglo la banda de hard rock Crane, con la que llegaría a telonear a grupos como Creed, The Marvelous 3 y Big Wreck. Afirma que sus primeros recuerdos musicales son de tres artistas muy concretos: Elvis Presley (gracias mamá), Waylon Jennings (gracias papá) y Kiss (gracias hermanastro mayor). Al conocerse y descubrir que tenían unos cuantos amigos en común, Phil Anselmo intentó comprarle a Bullard unos CDs y unas camisetas. Ese mismo día Anselmo había tocado la fibra sensible de Bullard al ser sumamente amable con su hijo de once años, metalero de pro y, obviamente, fan de Pantera, así que, por supuesto, Bullard se lo regaló todo y selló su amistad con un contundente abrazo de oso. Hasta aquí los hechos extraños. Y solo para decir que a todo eso suena precisamente este glorioso Full Tilt Boogie. «Todas mis canciones tratan de tomar malas decisiones», dice Bullard. Ha habido rehabilitación de por medio (pensó que la sobriedad acabaría con su creatividad, pero no), y una larga lista de exnovias agraviadas que encuentran retazos de sus vidas en sus letras. En este nuevo disco destaca la aceptación de los viejos demonios y la responsabilidad por las malas decisiones. Puro country forajido, al fin y al cabo, porque la cosa va de eso. Una renuncia deliberada al material «pobre de mí» de sus anteriores trabajos. Se acabó lo de llorar. El corazón roto ha dado lugar a un demonio meditabundo. Más potencia y mucho más rock («demasiado rock and roll» para el country mainstream y «demasiado country» para el rock and roll mainstream, que se jodan). Una cabalgada más sucia, más atrevida, más embriagadora, sin concesiones a la galería. Carolina del Sur. «Crecí en pleno Sur rural –explica–. Y no pretendo que suene arrogante en absoluto, pero hay algo en ser del Sur que te hace "saber". Hay algo en los ríos y en la tierra que exuda expresión artística. Aquí nació el blues, se transformó en country y en bluegrass, y se entretejió con el góspel. Hank Williams, Little Richard, Elvis, Lynyrd Skynyrd, The Allman Brothers y Tom Petty han salido de aquí ¿Qué más pruebas se necesitan?». Letras pobladas de personajes marginales, moteros, vaqueros de rodeo y renegados. «Cuando cantas tienes que saber de qué estás hablando, de lo contrario la gente se dará cuenta». Candidato, desde ya mismo, a disco del año en el Rancho Dirty.

JOSHUA HEDLEY

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Mr. Jukebox

(Third Man Records, 2018)

La cosa se ha hecho esperar. Desde que lo descubrimos en aquel video de LR Baggs que presentaba a Joshua Hedley interpretando la emocionante «Weird Thought Thinker» en Nashville, TN, durante el Americana Music Festival del 2015 no habíamos vuelto a saber mucho de él. La crónica de un disco permanentemente anunciado. Poco sabíamos de sus peripecias (y no es que ahora sepamos mucho más). Que no estuvo sobrio hasta los 31 y que algo ocurrió entonces, que algo hizo clic y se puso a escribir canciones. Que era el violinista de Justin Townes Earle y de Jonny Fritz. Poco más. Los últimos versos de aquella canción, que desaparecen en la versión incluida en el álbum, ya constituían de por sí una auténtica declaración de principios: «Tengo a Willie y a Waylon/a Haggard y a Jones/a Lefty a Shaver y a Kristofferson/Dejar atrás las líneas blancas me recuerda a mi hogar/Y nunca estoy solo en la carretera». Eso sí, como ha dicho por ahí Dana Blaisdell: «Este hombre no solo canta, este hombre CANTA». Luego vino el Heartworn Highways Revisited de Wayne Price, la también muy demorada continuación del mítico documental de James Szalapski que nos voló a todos la cabeza (también al propio Joshua, como él mismo declara en la película supuso el descubrimiento demoledor de la existencia de Guy Clark y su «LA Freeway»). Si en aquella seminal película aparecía Townes Van Zandt en el cartel, como emblema de toda aquella generación de «outlaws», en esta segunda aparece Joshua Hedley, aún sin su esperado disco bajo el brazo. Al principio se le ve solo como uno más de los músicos que acompañan a Jonny Fritz en un estudio de grabación. Luego no vuelve a salir hasta el minuto 26, en una tienda de discos de Nashville, Fond Object Records (por si andan por allí, está en el 1313 de McGavock Pike). Es entonces, hablándonos de sus discos favoritos, cuando se apodera totalmente del documental. De nuevo salen a la luz los sospechosos habituales: Glen Campbell, Waylon y Willie, Jimmy C. Newman, Neil «Fuckin’» Diamond y, por supuesto, Guy Clark… Y de nuevo, la gestación de su «Weird Thought Thinker», ya casi al final interpretado junto a la fogata (con los versos no incluidos en la versión del disco). El caso es que, con todo su misterio, por las cosas que dice, por el respeto que transmite por los que le precedieron, casi acaba siendo el único que cae bien de todos los nuevos «outlaws» que salen en el documental. Sin pose ni afectación. Y, acto seguido, vuelve a desaparecer hasta la publicación, por fin, hace apenas un mes, de su esperadísimo álbum debut (ya casi una leyenda desde su lejana gestación): Mr Jukebox. Un emocionante acto de amor y respeto a la música country de toda la vida, pianos solitarios, violines, steel guitar… Basta reproducir sus propias palabras para definir lo que tenemos entre manos: «El country clásico es como un traje. En cerca de cien años, nada ha cambiado en los trajes para hombre. Lo clásico nunca pasa de moda. Una cosa no puede ser retrógrada si nunca ha dejado de llevarse». Puro años sesenta. Honky Tonk y jukebox. La vieja zarigüeya puede descansar tranquila en su tumba. Y queremos más.

CLAY PARKER

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Queen City Blues

(ASCAP Electric Wreck Music, 2017)

Este es un disco de irse con lo puesto. De no estar nunca donde se quiere estar. De querer estar siempre en otro sitio. De «Keep on truckin’» y Ramblin Jack. Los títulos de casi todas las canciones hacen referencia a ese malestar, a ese culo de mal asiento, a esa inquietud, a esa necesidad de que el cataclismo, si acaso, te encuentre en marcha. No ser jamás un blanco fácil por el puro y simple azar del movimiento. «On the Highway», «Hwy 61», «I wish I was in Walker», «Where it all should go», «Where I’m going to»… Todo es la consecuencia de aquel «andarás, fugitivo y errante, sobre la faz de la tierra» que le soltó el muy patitieso de Yavé al bueno de Caín en el Génesis 4, 12 (que muy a Su pesar fue en realidad una bendición: no quedar condenado al estéril e improductivo estatismo que inspira Su presencia). Rose Marie, la chica de Burnside, sin ir más lejos, la que «nunca se siente en casa», se marchó hace tiempo y no sabemos dónde estará ahora, si en Tennessee o en California, convertida en una estrella. Y quizá lo mejor sea no saberlo, para no encontrarla, para que pueda seguir siendo permanentemente el motivo fantasmal de nuestro viaje, la excusa perfecta para salir y no mirar atrás, para no quedar varados en «el sueño de su regreso» (de ningún regreso) y seguir siempre al volante de nuestros zapatos, «libres bajo la lluvia oscura». Porque, como decía R. L. Stevenson (y él sabía de lo que hablaba, porque cuando se varó se murió): «El gran asunto es moverse». La música folk es justamente eso. Movimiento. Correteo de banjo. Carretera y manta. Y, desde Baton Rouge, Clay Parker lo sabe o, mejor dicho, lo padece. Es salir a que ocurran cosas, es ir al encuentro de historias. Es colarse en trenes de mercancías y contarse/cantarse cuentos ebrios a la luz de una fogata bajo un puente. Música de temporeros y de, en efecto, fugitivos. Es, de nuevo, el sempiterno fantasma de Tom Joad. Woody Guthrie y toda su harapienta escolta de jubilosos vagabundos. El trote empieza en el segundo 0:23 de la primera canción de este maravilloso Queen City Blues (tercer disco en muy solitario de Clay Parker). Veintitrés segundos es lo que dura la quietud. Lo que dura sacudirse el polvo y ponerse a caminar para llevarse la soledad a cualquier otra parte, llevársela aunque solo sea para hacerla más llevadera. Y sí, lo que suena es puro Townes Van Zandt, ese mismo desarraigo y esa misma melancolía. Esa misma sutileza en las letras. Y añadir también que está grabado en Bogalusa, Louisiana, que en lengua de los indios choctaw quiere decir «agua oscura», en medio de bosques madereros; y eso, sea como sea, repercute. Blues rural y baladas que no se están quietas. Claro que a veces la soledad duele y Clay Parker se para y se junta de vez en cuando con Jodi James para reír y cantar a dúo. La dama y el vagabundo. Y si se les pregunta hasta cuándo piensan seguir colaborando, la respuesta de Parker no se hace esperar: «Hasta que las vacas regresen a casa», expresión arcaica cuyo origen se remonta a los inmensos pastizales de las Highlands de Escocia, de donde parecen proceder también sus baladas...

J.D. WILKES

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Fire Dream

(Big Legal Mess Records, 2018)

El disco te convida a imaginarte una barraca de feria volando en mitad de un temporal caribeño que acaba aterrizando justamente en un viejo vertedero de Kentucky. Y hay gente viviendo en la chatarra que se acerca a ver qué demonios es esa cosa demencial que ha caído del cielo. A eso es a lo que suena la última empresa en solitario del coronel J.D. Wilkes. En sus canciones sigue habiendo algo de sermón maníaco, de la locura gótico sureña de esa especie de predicador pentecostal desquiciado que le posee cada vez que se sube a un escenario al frente de sus Legendary Shack Shakers, aunque menos estridente y frenético. Más extraño. Aquí el ritmo es más de zombi lento. Hay fanfarria de bote de vapor que vaga sin que nadie lo pilote por las aguas pestilentes del río Mississippi, baile de granero y jamboree. Historias de hogueras y vodevil. Carromato y circo de freaks. Percusiones «clippity-clop», ritmo «oom-pah», vetas gitanas y arrebatos de tango oscuro, arrabalero, en los que se distinguen claras reminiscencias del Tom Waits de la época de Rain Dogs, Swordfishtrombones y Frank’s Wild Years. Hay navaja y tripa derramada sobre el suelo. Fulleros y ventajistas. El abuelo muerto en el desván. Un auténtico gabinete de curiosidades. Música vieja de los Apalaches, cajún, jazz primitivo y música isleña de los calveros suburbiales de los Creole. Hillbilly de bosque (hellbilly, mejor), blues turbio, contradanza de violín andrajoso y banjo. Y, por supuesto, vudú. Música espectral. Música de algo que acecha en la espesura para degollarte. Y en la compañía, bajo el mando de Jimbo Mathus (que últimamente anda metido en todo lo bueno), el Dr. Sick, de los Squirrel Nut Zippers y Matt Patton de los Drive By Truckers. Grant Britt, desde las páginas de nuestra Biblia, la revista No Depression, lo ha explicado de manera gloriosa y exquisitamente precisa, J.D. Wilkes es el Iggy Pop rústico de las zonas apartadas y remotas: «Coges a Iggy Pop, lo haces rodar sobre una parcela de marihuana y hongos, lo sumerges en una cuba de moonshine y, acto seguido, lo lanzas a un caldero hirviente de grasa de zarigüeya hasta que quede bien frito. Lo retiras de la grasa, lo colocas sobre un escenario y te apartas de él echando hostias».

WILLIE WATSON

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Folksinger Vol.2

(Acony Records, 2017)

«La alineación del grupo ha cambiado», dice Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, «y ya no somos el mismo grupo que en 1998 partía para la reserva india de Dakota del Sur. No somos el mismo grupo de individuos que recolectaba uvas en el estado de Nueva York para poder llenar el tanque de gasolina y salir de la ciudad». Es cierto. Ya no son la banda que tocaba en la calle. Ya no paran su coche destartalado en Brooks Road, al sur de Louisville, esperando que los perritos calientes (pues no da para más) les aclaren la cabeza el tiempo suficiente para lograr hacer el resto del camino hasta la siguiente actuación en Bowling Green. Gill Landry se fue. Y también Willie Watson. Ahora los Old Crow son guapos y molones. Se han cortado el pelo. Y hacen cosas raras con cuestionables estrellas del pop (se ve que ahora sí da para más). Willie Watson estuvo desde el principio, hasta otoño del 2011, momento en que empieza la deriva del grupo hacia territorios inhóspitos (el Carry Me Back de los OCMS es su última contribución a la causa). Lo suyo siempre fue lo añejo y a lo añejo quiso volver, sin concesiones. Se crió escuchando los discos de su padre, Dylan y Neil Young sobre todo, también Lead Belly, pero lo que le voló la cabeza fue la mítica Harry Smith’s Anthology of American Folk Music, aquella colección que ocasionaría el resurgimiento de la música folk en los años cincuenta y sesenta. Cosa de banjos y violines. Guitarra Larrivée y banjo Gibson de cinco cuerdas. Música de los viejos tiempos. También es cierto que la cosa no se dispararía hasta que Kurt Cobain, con sus soberanísimos cojones, se marcó en el Unplugged aquellas versionacas de Lead Belly, «In the Pines» y «Where Did You Sleep Last Night». Eso lo cambió todo. Cosas así fueron el motor de los primeros OCMS. Tradición y punk. El viejo yo me lo guiso y yo me lo como. Carromato y manta. Y una vez solo, de nuevo en Brooks Road, es lo que Willie Watson quiere recuperar. Al principio duda, no sabe si montar otra banda de gitanos itinerantes. Compone algunos temas. En los bolos mezcla temas propios con viejas canciones tradicionales. Con estas últimas disfruta más. El público también. Vuelta a lo básico. Al polvo y a la penumbra. Lejos de los focos. Lejos del Country Music Channel (y demás círculos del infierno). Y para eso nada mejor que juntarse con dos viejos amigos, los que en su introdujeron a los OCMS en la escena de Nashville, Dave Rawlings y Gillian Welch, que no dudarán en producirle sus «gemas oscuras». Rawlings lo dice muy bien: «Willie es el único de su generación capaz de hacerme olvidar que estas canciones fueron cantadas antes». Con este Folksinger Vol.2 la cosa se confirma. Willie Watson sigue siendo el Cuervo Viejo del Show de la Medicina.

VIVIAN LEVA

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Time Is Everything

(Free Dirt, 2018)

Desde 1990, en New River Gorge, West Virginia, se celebra anualmente el Clifftop (Appalachian String Band Music Festival) y desde que Vivian Leva tiene uso de razón no recuerda haberse perdido ni una sola edición. Crecer en los Apalaches tiene sus consecuencias. Imposible esquivar el violín o el trote del banjo. El virus del bluegrass campa a sus anchas en el ambiente. Por allí se canta como se respira. Se canta como se tose. Se canta como se orina. Al final, es cierto: como no remes fuerte al oír un banjo entre los pinos, te pilla. En el fondo es ese profundo sentido de la comunidad, algo atemporal (pese a todos los persistentes intentos de caricaturizar a sus gentes), como si el tiempo se hubiese detenido en el porche de alguien. La inmortalidad era eso: una mecedora. Las viejas melodías rondan como niebla entre los árboles, casi pueden verse, con sus cornamentas de ocho puntas, y, claro, no hay rifle ni insecticida que pueda con ellas. Pero también es cierto que las nuevas generaciones han estado escuchando otras cosas (músicas e historias, en Clifftop, por ejemplo, se reúne gente de colinas muy distantes, incluso con océanos de por medio: Americana, Cajún, Celta, Swing, Bluegrass, Dawg y hasta Reggae) y el círculo no se rompe, es más, se fortalece. Y es que el pasado aprieta, pero no ahoga. No hay nada de lo que huir ni de lo que avergonzarse. Es la vieja ceremonia y no hay necesidad de ponerle la etiqueta de «neotradicionalista» para parecer más moderno y quedar bien en las cafeterías sin amargarle el cupcake a nadie. Porque por mucho que se oculte o se quiera maquillar, esa costra es la mordedura de la misma zarigüeya, la misma soledad y el mismo aislamiento. Canciones sobre todo de pérdida. De la implacabilidad del tiempo. El tiempo es todo, como dice el título de la canción que da nombre al disco, para lo bueno y para lo malo. Son Gillian Welch, Sarah Jarosz y los Mandoline Orange. Gente ahogada jubilosamente en el bluegrass pionero de gente como el mítico dúo que formaban Hazel Dickens y Alice Gerard, gente enfrentada a los mismos problemas, quizá con otra velocidad, quizá con otra munición, quizá con un «moonshine» menos venenoso, pero poco más que eso. Vivian, de niña, con tan solo nueve años, ya escribía canciones y tocaba con su padre en el prestigioso Carter Family Ford. Y pasar por ahí es como vacunarse contra la polio. Ese tatuaje ya no se borra. Y Vivian no se olvida de mencionarlo en los agradecimientos (en un sello, Free Dirt, que no pide permiso ni se anda con disculpas): da gracias a sus padres por enseñarle que la mejor música es la música honesta, y de eso precisamente, de honestidad, rebosa este disco. Música que ya estaba ahí, en la espesura, desde mucho antes de que se oyese el primer disparo de la Revolución Americana.

 

ANDERSON EAST

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Delilah

(Elektra Records, 2015)

Hay que agradecérselo a la iglesia baptista. Nunca nos cansaremos de ponderar lo mucho que le debe la historia de la música estadounidense a los pastores y los diáconos de la iglesia baptista, a las inmersiones bautismales en el río de turno. Ríos Tennessee y Cumberland en el caso de Anderson East, que es un claro ejemplo de tales bautismos. Claro que si naces en Athens, Alabama, lo cierto es que tienes poca escapatoria. Menos aún si tu abuelo es predicador, tu padre pertenece al coro de la iglesia y tu madre es la pianista. Casi con precisión matemática, por mucho que te apriete el cinturón bíblico, vas a tener todas las papeletas para acabar el día menos pensado en Nashville, de músico de sesión y técnico de sonido (porque de algún modo hay que pagar el alquiler y las cervecitas), mientras compones y tocas lo tuyo en noches interminables de micrófono abierto, no siempre en buenos garitos. Un EP de demos y un par de discos en sellos independientes antes de llegar al séptimo libro, el Libro de los Jueces, con este rasposo Delilah que hoy reseñamos, ya en un sello importante, con el que se inicia lo que podríamos llamar su «Gran Comisión»: «Cada cristiano debe ganar y discipular a otra persona» –y ya lo creo que nos ha ganado, vaya si nos ha ganado, ¡Aleluya!–, «como era normal que un profeta ungiera a su sucesor» (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15-18; Hechos 1:8). Y todo sucede del modo más accidental. Esta vez habría que agradecérselo a las cervecitas, a su bienaventurado efecto diurético. Porque resulta que una noche Anderson East se sube al escenario del Bluebird Cafe, él solo con la guitarra y, al minuto de empezar la primera canción, se interrumpe, pide disculpas e informa al respetable que se está meando como un bendito. Baja del escenario y se dirige al servicio. El resto es historia. Así se forjan los héroes. Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Sturgill Simpson y Chris Stapleton) estaba esa noche entre el público. Ya en los 60 segundos que había oído de la primera canción, antes de la urgencia súbita y la beatífica meada (qué alivio), identificó la personalidad arrolladora (y el inmenso talento) de uno de los suyos. Le sorprendió lo cautivado que tenía al público. Lo declararía después en una entrevista, refiriéndose a sus gloriosos producidos: «Creo que todos tienen esa cosa en común. La habilidad de entrar en una habitación, agarrar una guitarra y callar la boca a todo el mundo». A los pocos días estaban en los legendarios estudios FAME de Muscle Shoals grabando Delilah, como si fuese el año 1965, con una versión (la única del disco) de un tema medio sepultado de George Jackson, «Find 'Em, Fool 'Em, Forget ‘Em», que encontraron bicheando en los archivos. Un temazo descomunal (digno de la encarnación más «groovy» y desatada del primer Ray Lamontagne) por el que, con fe baptista ante el podio presidido por Otis Redding y Sam Cooke, Anderson East ya se ha ganado el Cielo y la Salvación Eterna. Amén (y tráete ya si eso otra cervecita).

 

 

LILLY HIATT

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Trinity Lane

(New West Records, 2017)

Este álbum, entre otras muchas cosas, es la consecuencia o el resultado de una mudanza. Es un barrio, en efecto, Trinity Lane, en East Nashville, al otro lado del río Cumberland. Y probablemente también sea una casa, la casa en la que al final, después de muchas fatigas, ha recabado. Más armazón que casa, en realidad, muy barata, con moqueta marrón y cerca del bosque, lo que está bien, porque le trae recuerdos de la granja donde se crió y porque siempre está bien ver árboles. El viaje hasta aquí no ha sido fácil; desengaño, abuso de alcohol a los veinte y la conciencia de haber sobrepasado ya la edad que tenía su madre, treinta y cuatro, cuando se suicidó no habiendo cumplido ella aún ni su primer verano. Normal que con el corazón roto, circunstancia que difícilmente admite turistas, se aparte del centro infecto de Nashville abriendo conciertos para el gran John Moreland, que también tiene un doctorado en rupturas y desengaños, y se instale en Trinity Lane (el disco y el barrio). La consigna es resistir, trabajar duro y no perder la fe (con la ayuda, como revela en créditos de su familia, sus amigos, Dios y su gato). Soledad creativa y un recién encontrado sentimiento de pertenencia, gracias a la idiosincrasia del vecindario. Compone con rabia. Y para ello encuentra un buen aliado. El aliado perfecto. Michael Trent, de Shovels and Rope, que de inmediato identifica Seattle y lo sureño de sus riffs, alguien que sabe muy bien como producir la rabia en su estudio Bees de Johns Island (Carolina del Sur). El resultado es algo arenoso y descarnado, lo que sale de conjugar sus raíces más tradicionales con Dinosaur Jr., los Creeders y los Pixies. Grunge, post-punk y Americana. Ella quiere, no, más que querer necesita rock. Saltarse las reglas y tirarse a la piscina, ¿qué coño a la piscina?, al mismísimo río Cumberland. Como ella misma dice, hay una extrañeza, echa de menos a las mujeres enfadadas de los noventa, las que expresaban ese lado de sí mismas a través de la música. Hace falta esa rabia. Más que nunca. Permitir esa rabia. Darle rienda suelta. Y exorcizar los demonios. Rabia y confrontación emocional con el pasado. De eso va Trinity Lane (el disco y puede también que el barrio). De rabiar y curarse. Y con esto concluyo la reseña, orgulloso de haber conseguido lo que me propuse al emprenderla, no decir que es Lilly es hija de John Hiatt… Mierda. Pues va a ser que no.

JARROD DICKENSON

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Ready The Horses

(Decca, 2017)

La cosa empieza en Texas, pero no le gusta Texas, no le gusta el sonido de Texas, hasta que se traslada a Brooklyn, con su The Lonesome Traveller. Entonces sí. Nostalgia de Texas, nostalgia del sonido de Texas. Y luego mucho viaje al Reino Unido, con su novia irlandesa de Belfast, hasta que lo pesca Decca y un tipo llamado David Lynch, que no es el David Lynch que te piensas, que tiene un estudio con una grabadora Atari Two Inch en Eastbourne (East Sussex), donde graban en cinta, nada de Pro Tools, sin red, sin colchón, sin muletas, todo en directo y sin mirar atrás, vieja escuela: guitarra, bajo, batería y teclados. Luego voces y vientos. Más suciedad, más R&B y más rock de los cincuenta que en sus tiempos de «viajero solitario», que pedía un folk seco, pedía John Steinbeck, polvo, sed y generosidad de las camareras, cuando se curtió y perdió los dientes de leche en el árido circuito de Nashville y Texas. Las canciones siguen contando las mismas historias, canciones de guitarra y garito, de gente que no atiende, de ruido de botellas, de parloteo incesante, de televisión puesta al fondo en un infecto canal de deportes y de sombrero dado la vuelta en el suelo para recibir la caridad, más bien la compasión, de los extraños (y a ser posible que el sombrero sea de JJ Hat Center, la mítica tienda de la Quinta Avenida, la sombrerería más vieja de Nueva York, ese Nueva York mítico que ojalá nunca desaparezca). Pero ahora hay Muscle Shoals y Stacks en la mezcla, y los primeros discos de Joe Cocker. Ahora, cuando se pone a componer en su apartamento, oye también un Hammond a lo lejos. Y trompetas. Ya no cabalga solo. Y hay más gente que escucha. Europa, dice, tiene eso. Respeto. Interés por las historias. Eso es que no ha venido a España. Porque en España no hay de eso. Aquí no se calla ni Dios. Aquí fanfarria, pandereta y postureo. Mucha clase, señor Dickenson. Nos quitamos el sombrero (de la tienda de la Plaza Mayor por el momento, que JJ Hat Center nos queda un poco lejos, pero al tiempo...).

GARY NICHOLS

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Field of Plenty

(Merrimack Records, 2017)

La cosa es irse. Estar un tiempo y largarse. Aunque estés bien, aunque todo te sonría, hay un momento en que es bueno decir basta, poner tierra de por medio y no mirar atrás. Y todo parece apuntar a que no hay nada mejor en este mundo que irse de los Steeldrivers, esa banda de bluegrass de Nashville con Grammy y prestigio. Claro que para irse antes hay que haber estado, que no es tontería, porque para estar hay que valer, o hacerse valer estando. Sin duda, algo tienen los Steeldrivers, porque todos los que se van brillan y brillan fuerte. Pasó primero con Chris Stapleton, que adujo que dejaba la banda porque quería dedicarle más tiempo a su familia y a la composición y ese mismo año formó The Jompson Brothers, ya sin restos de bluegrass, puro southern rock, campo de entrenamiento para el deslumbrante Traveller que estaba por venir, ya en solitario. Le sustituyó Gary Nichols. Gary ya llevaba unos años en Mercury, sacó tres singles, nunca grabó un disco, estaba jodido, estaba por mandarlo todo a tomar por culo, pero entonces le llamó Mike Henderson, de los Steeldrivers, para sustituir a Stapleton. Y ahí militó feliz, entre banjos y violines, hasta hace nada, que decidió largarse. Adujo problemas médicos en una gira de primavera. Y lo sustituyeron por Adam Wakefield, un concursante de La Voz, ese programa infecto de la NBC, que sin duda, y si no al tiempo, también acabará tomando las de Villadiego para emprender una brillante carrera en solitario. Porque el caso es que Gary no volvió. El caso es que, problema médico o no, sacó al poco tiempo este glorioso Field of Plenty en solitario. Su enfermedad quizá fuera esa: Nashville; porque para grabar el disco regresó a su tierra natal, Muscle Shoals, Alabama (o sea, que la cosa, el germen, ya le venía de nacimiento). La cosa no podía salir mal, pues contó con dos leyendas, Charlie Musselwhite a la armónica y Spooner Oldham al piano. El resultado es un álbum lleno de reminiscencias clásicas, muy acústico, Jimmy Rodgers, Merle Haggard y George Jones, pero también las sombras de John Lee Hooker y Blind Willie McTell… En el 2011, por cierto, Mike Henderson, otro de los miembros fundadores de los Steeldrivers,  el que llamó a Nichols en su día para sustituir a Stapleton, también se largó aduciendo motivos familiares para sacar a los pocos años su If You Think Is Hot Here, con la Mike Henderson Band, de vuelta a sus orígenes, más rockeros y blueseros (y habrá que seguir atentos a lo que venga). Así que el mejor consejo que se le puede dar a un joven músico debutante es este: haz todo lo posible por entrar en los Steeldrivers (que no es moco de pavo) y luego búscate una buena excusa (lo de la familia nunca falla) y lárgate. Éxito asegurado.

JEREMY PINNELL

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Ties of Blood and Affection

(Sofaburn, 2017)

Elsmere, Kentucky, y poco teatro. Se ganó un apodo, pero prefiere no revelarlo, dejémoslo estar. Es parco en palabras. Canta acerca de lo que pasó, pero no habla de ello. Odia ese momento en que las bandas se ponen a contar historias entre canciones. La canciones ya hablan por sí solas. O deberían. Y los tatuajes. Muchos tatuajes. Por dentro y por fuera. En su primer disco (Oh/KY, 2015) lo dejó claro: «Si vives la vida que yo he vivido / sabrás a qué suena el country». Sin dar la chapa. Ese momento en el que, como sugiere en el coro de «I’m Alright With This»: «Me cansé de acabar entre rejas cada vez que me bebía una cerveza». No se hace ilusiones y tiene los pies en el suelo. Tres canciones antes lo ha dicho: «Algunos lo llaman día de paga, yo lo llamo pagar facturas / A veces parecen montañas, pero yo sé que son colinas». Las cosas como son. Sin aditivos. Con sus tristezas y sus penurias. Pedal Steel y Hammond. A la pregunta de cuantos zapatos tiene, responde que tres o cuatro. Para trabajar, para correr, para pescar y para holgazanear, bueno, puede que para holgazanear sean dos pares. En cuanto a montañas favoritas te dirá que siente algo especial por las Smokies, porque pasó allí parte de su infancia, pero lo suyo, sin duda, son las Rockies, nada como las Rocosas. Si luego vas y le preguntas por su verdura favorita (algo que, en efecto, le preguntó una vez alguien en una entrevista, porque el mundo es ancho y ajeno y hay gente que no aprecia la vida), te dirá con una exclamación que la berza (sin ánimo de ofender a nadie y por decir algo, col rizada), pero a la pregunta de si dulce o amargo te dirá que un buen churrasco. Cantó en la iglesia y su padre le enseñó a tocar la guitarra. Luego amantes y drogas. Honky Tonk y varias bandas: The Light Wires, The Great Depression y The Brothers & The Sisters, antes de sus actuales sospechosos habituales, The 55’s. Hay una vuelta a casa y algo que ha dejado en su voz aquel viento fuerte de Oklahoma que tanto le sorprendió cuando desembarcó del avión el día que huyó, a los 18. Porque de joven uno huye de todo, de joven son los Ramones; pero a medida que uno se va haciendo viejo va y vuelve a los lugares para ver las cosas, y así vuelven a sonar las viejas canciones de Johnny Paycheck y George Jones. Y Bonnie Prince Billy. Cuestión de actitud. Ahora sus botas están sucias con el barro de casa. Música de redención y supervivencia. Otra pregunta de otro incauto: «¿Cómo definirías tu estilo?». Respuesta: «Intento no sonar como un gilipollas». Punto.