JOHN FULLBRIGHT

The Liar

(Blue Dirt Records & Thirty Tigers, 2022)

Compruebo (con gato doblando la esquina y perturbación en Matrix) que hoy, hace exactamente siete años, y puede incluso que a la misma hora, reseñábamos por estos pagos el primer álbum de John Fullbright, From the Ground Up. Ya han pasado sus dos buenos lustros desde la publicación de aquel disco que puso al artista en el punto de mira (de los que estaban mirando, se entiende). Apenas una colección de maquetas de un chaval de veinticuatro años que había debutado en Okemah, Oklahoma, en lo del Festival de Woody Guthrie (que no es tontería, como ya aventurábamos en la pretérita reseña), pero que le valió, entre otras bondades, una nominación a los Grammy y la participación en el tributo que se le hizo a Chuck Berry en el Rock an Roll Hall of Fame, donde se marcó un «Ain't Nobody's Business», con un toque a lo Leon Russell, que, según los testimonios de los asistentes y los participantes (gente del calibre de Joe Bonamassa, Rosie Flores, Ronnie Hawkins y Merle Haggard), «robó el espectáculo», vamos, que se lo llevó de calle. A los dos años, sacó su segundo disco, Songs (2014), aún más poderoso, si cabe, y, después, el bueno de John desapareció del mapa. Hizo mutis por el foro y ha permanecido en segundo plano, entre bambalinas, fundido en negro, durante ocho años, hasta que, el pasado mes de octubre, se publicó este, su tercer álbum de estudio, The Liar. En el curso de estos ocho años, entre otras cosas (la vida misma, la comida del perro, el amor, el supermercado…), tuvo lugar una mudanza, con todo lo de traumático que tiene siempre semejante incidencia. Y más aún cuando se trata de dejar atrás un pueblo, Bearden, de ciento treinta y tres habitantes, por una ciudad de más de cuatrocientos mil, Tulsa, donde enseguida se verá fagocitado, y ni tan mal, por el personalísimo «tempo» de la urbe, esa onda relajada que caracterizaba al inmenso JJ Cale (con ese pitillo en el traste, esa manera de fumar, esa maravillosa pachorra y ese «mira una cosa, Eric Clapton, te comento…»…), donde pasa buena parte de su tiempo participando en jams de mero acompañante, de actor secundario, diríamos incluso que de figurante. Hasta llega a producirles, casi en la sombra, un disco a los American Aquarium, el Things Change de 2018, y debuta como actor en la serie de Sterlin Harjo, Reservation Dogs (interpretando a uno de los paletos del desguace). Pero aún así, sigue regresando siempre que puede a su granja en el pueblo, porque, como él mismo dice, sí, vale, puede que en la ciudad disponga de una acogedora comunidad musical, de una rica variedad de tiendas de alimentación y un camión de la basura que pasa a vaciarte el cubo cada noche, pero, en el campo, en su pueblo, tiene las estrellas («Stars», tercer corte de este álbum, canción que lleva años interpretando en directo y que, por fin ha grabado, una épica de la soledad, el amor, la pérdida, la vida, la muerte y Dios, en seis estrofas y tres minutos treinta y dos segundos; de lo mejor que habrás oído en la última década –compuesta tras asistir al funeral de un amigo–). Y en esas andaba, tan a lo suyo, de aquí para allá, sin mayores zarabandas, cuando, un buen día, se entera por casualidad de que la viuda de Steve Ripley está barajando la idea de vender el estudio de su marido: la réplica que se montó, en un granero de ordeñar vacas, del célebre Church Studio de Tulsa del que él mismo fuera propietario durante veinte años y que, en su día, fundara nada menos que Leon Russell, con aquella legendaria Big Room, monumento histórico nacional, cuna del «sonido Tulsa». Y, claro, no lo dudó ni un segundo. Se puso en contacto con la viuda y rompió su silencio para pedirle que le dejara grabar alguna cosilla antes de venderlo. Ella aceptó. Bendita sea. Entonces Fullbright reunió a los colegas con los que llevaba tocando años y se encerraron a cal y canto en el estudio durante cuatro días. Plantaron unos cuantos micros por la sala y se pusieron a tocar. Tal cual. Sin más. Dice Fullbright que llevaba un puñado de canciones terminadas y unas cuantas inconclusas. Todo se fue configurando orgánicamente y, cuando quisieron darse cuenta, tenían ya quince temas grabados. Muchos de ellos a lo vivo, en una sola toma. El resultado es apabullante. Tiene fantasma, ¿y cómo no iba a tenerlo? La atmósfera de la Big Room es palpable. Esa fue la intención, captar el sonido de aquel espacio, de aquella sala. Se intuye la presencia de algo que ya nunca volverá a repetirse, de algo condenado a desaparecer. Doce canciones perpetradas por un artesano exquisito que siempre ha rehuido del proscenio, que siempre ha preferido hacer las cosas despacito y bien, a lo Guy Clark, de manera que la canción acabe oliendo a resina, canciones que aprovechen la veta del material sin quebrarla, sin clavos ni remaches, así que pasen ocho años, o los que sean, entre disco y disco, más una labor de destilación que de zurrascarse por la pierna abajo a voluntad, como hacen tantos anormales, vertiéndose en redes y en discos inmundos, con canciones que no valen ni lo que costaría la bala jubilosa con la que sería muy de agradecer que alguien les volara, de una vez por todas, la tapa de los sesos. Demasiadas flatulencias suenan ya por los patios del vecindario, como para que nos vengan a vender arena en el desierto de nuestra guerrilla ya casi perdida (y perdóneseme la manera de señalar, pero es que ayer me cayeron encima las listas de lo mejor del año de varias revistas musicales patrias, y la Seguridad Social no me lo cubre). John Fullbright, por fortuna, siempre será un buen antídoto. La esforzada (y a la postre cómica) competición de los coprófagos nunca ha sido de nuestra incumbencia, la verdad sea dicha (dicha de haberlo dicho, sin tapujos, y de «suerte feliz»). Que cada cual cuelgue su farolillo. Para nosotros no hay mejor manera de acabar el año que descorchar este pedazo de disco, con sus doce turgentes y sabrosísimas uvas (de la ira), y brindar por toda la fructífera e inagotable progenie de la tierra roja, los okies de la Dust Bowl, sucesores del viejo Tom Joad y del santísimo patrón, Woody Guthrie. ¡Salud y alegría!

OTIS GIBBS

Once I Dreamed of Christmas

(Benchmark Records, 2003)

Los turrones ya están casi caducados en algunas tiendas, pues la Navidad viene anunciándose desde poco menos que septiembre, cada vez irrumpe antes (que a nadie le extrañe que, en dos o tres años, nos veamos comiendo «el turrón de las Navidades Pasadas», mano a mano con el señor Scrooge), pero no se puede decir que las Navidades quedan inauguradas oficialmente hasta que el sempiterno nostálgico de turno (ya cincuentón, como si lo viera) nos da una vez más la tabarra colgando en redes el vídeo del «Fairytale of New York» de los Pogues, con Kirsty MacColl, que es como el Qué bello es vivir de Frank Capra que seguro que estarán también a punto de emitir por enésima vez en cualquiera de los «57 canales y nada que ver», es un decir, de cuando Springsteen no iba de crooner de crucero que va de cabeza a descalabrarse con el iceberg (que alguien lo pare, a Springsteen, digo, el iceberg que siga a su aire). La industria se ha ido a la mierda y esto ya nadie lo remedia (ni falta que hace, está visto), pero aun así hay costumbres que no se van ni con estropajo de aluminio. Hablo ahora de la vieja tradición discográfica de sacar un truño sobreproducido y ultraorquestado, con bien de almíbar y de horteridad u horterismo (que viene a ser lo mismo y, además, me rima), de sus más grandes artistas, disfrazados como mamarrachos para la ocasión. Con una industria boyante y de muy buen año, oronda y pantagruélica (como uno de esos ricachones que dibujaba George Grosz), la cosa, si no disculpable, era al menos comprensible. Es el mercado, amigo (la coma aquí es de rigor). Lo extraño, lindando con lo criminal, es que a estas alturas del estropicio, haya artistas que se sigan plegando a tan grotesca costumbre. Lucinda Williams, sin ir más lejos. Lo que nos hace pensar que o bien el artista anda de capa caída, o bien ha tenido un nieto/a hace nada. Luego vienen los lamentos. Normal que en Navidades remonten los rankings de depresiones y suicidios. Pero que no se me entienda mal: las Navidades me gustan y puede que, precisamente, me gusten por todo este desbarajuste de lo kitsch. Una Navidad sin mal gusto, sin villancicos de Elvis, Calexico o Bob Dylan (brrrrr), sin vagabundos ateridos de frío, tiendas abarrotadas, familiares borrachos y jerséis de renos y pinos, no sería lo mismo. Necesitamos acabar el año sintiéndonos un poco gilipollas (hablo como especie), porque en algo habrá que ser irreductible, siquiera en eso, persistentes en la gilipollez, a ultranza, para que a fin de año ya no quede otra que remontar, dado que caer más bajo es imposible. Pero aquí he venido hoy a hablar de un disco que es todo lo contrario. De un antídoto. De un disco de Navidad, sí. Más bien de ContraNavidad. De mi disco navideño favorito. Sin alharacas, orquestas, ni falsas alegrías. Otis Gibbs a la guitarra y Jon Martin a la mandolina y el dobro. Punto. Ya en los créditos se avisa al posible despistado: «underproduce by…». Aquí no hay presupuesto más que para darle al record y parar al mediodía para comerse un bocadillo (traído de casa). Puro neorrealismo. La ilustración de cubierta (de Chris Francis) también previene al distraído. Frío, currantes y vagabundos. No en vano, entre las composiciones de Gibbs, se cuela «1913 Massacre» de Woody Guthrie (¡tomad villancico, hijos de puta!). Ni Tin Pan Alley, ni turrón del blando. No hay escapismo, nada de breve paréntesis de anestesia local para cuatro o cinco días de poner buena cara y retener el instinto asesino. Todo lo contrario, ya digo. En «Lloyd the Reindeer», la canción con que se abre el disco, un antiguo marino mercante que trabaja de segurata en un chiringuito de playa se ve involucrado en una pelea a navajazo limpio con un Papá Noel borracho. Todas las canciones se sitúan en esos márgenes, sin perder nunca el humor, por supuesto, porque lo nuestro, lo de ser humanos, la verdad, se mire por donde se mire, es más bien para reírse. Padres en paro, madres solteras deslomándose en dos curros… Un cine casi documental, en efecto, de compromiso social. Nada de happy endings al estilo Hollywood. Austero. Sin decorados. Con un estilo fotográfico bastante tosco. Woody Guthrie, ya lo hemos dicho, pero incluso mucho más Luchino Visconti, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. La tierra tiembla, Roma, ciudad abierta, Umberto D. Un disco navideño imperecedero y nada circunstancial, que lo mismo se puede escuchar en diciembre que en julio. Te va a doler y a emocionar lo mismo. Feliz Navidad, amigos.

BOBBY DOVE

Hopeless Romantic

(Must Have Music, 2022)

En esta santa (es un decir) casa, y lo sabe cualquiera que haya venido a comulgar con mi cerveza, lo que diga Mary Gauthier va a misa. Y ya que hemos empezado recurriendo a la semántica de la liturgia y los oficios divinos (y cualquiera de los susodichos comulgantes sabe que en esta casa la música se profesa como tal), aprovecho, antes de entrar en materia, para decir que, si hay algún músico en la sala, ya está tardando en hacerse con el evangelio, más que un simple misal, que publicó Mary Gauthier en julio de 2021, Saved By a Song. The Art and Healing Power of Songwriting (St. Martin's Press), por si van y lo leen y les presta algo; y no es porque lo diga yo, que no ejerzo (aunque hubiese querido), es que lo han dicho también, entre otros, Robert Plant, Emmylou Harris y Brandi Carlile, gente de la que no se puede decir que de la misa solo se sepa la media (como muy bien podría ser mi caso: el de alguien para quien la música siempre fue una amante fría y esquiva). Y es que de otras cosas, de vivir, de caer, de reincidir, podrá saber más o menos, pero de lo que es una buena canción, un buen bisturí, un buen puñetazo, Mary Gauthier sabe latín (y yo diría incluso que hasta esperanto, si me apuran). Por eso, cuando en el Americana Music Festival de 2015 (no estuvimos allí, pero nos lo contaron), invitó a aquella joven canadiense desconocida, Bobby Dove, a subirse al escenario a cantar su canción «Too Late To Go Home», estaba claro que con aquel ofertorio, con aquella imposición de manos, no estaba predicando en el desierto ni estaba señalando a un falso profeta. La prueba está en que ese mismo tema se incluiría un año después para cerrar, a solas con la acústica, su primer álbum, Thunderchild (hay un EP anterior con siete canciones, Dovetales, 2013), grabado en Peterborough, Ontario, nada menos que en el estudio de James McKenty (productor de Blue Rodeo y Gordon Lightfoot). Gauthier dio, en efecto, una vez más, en el clavo. Este nuevo disco que hoy reseñamos es la prueba definitiva: Hopeless Romantic. Nacida y criada en Montreal, en el mismo barrio de Leonard Cohen, desde renacuajilla empezó a escribir canciones acompañada de una guitarra acústica y del piano. Su adolescencia fue muy cowpunk, cuestión de fatigar bares locales y micrófonos abiertos, aunque desde que los descubriera con veinticinco años (y no precisamente en un porche de Alabama: Bobby Dove no le ve la gracia ni la utilidad a disfrazarse de sureña, como hacen tantos) ya nunca dejará de escuchar a sus ídolos: George Jones y Dolly Parton. La cosa empezó a cuajar en el legendario Wheel Club, donde daría con su mentor y alma gemela musical, el inmenso Bobby Hill (aparte de músico e historiador, desde los años cincuenta del pasado siglo, uno de los primeros DJs de música country de Canadá). Desde entonces, no ha parado de oficiar, se ha rodeado de músicos de primer orden (este «Romántica Empedernida» se lo han producido Bazil Donovan, de los Blue Rodeo, y Tim Vesely, de los Rheostatics, y cuenta con músicos abducidos tanto de los propios Blue Rodeo, como de los Sheepdogs y de la banda de Kathleen Edwards), y ha compartido escenarios con gente como Richard Thompson, The Sadies, Justin Townes Earle y JD McPherson. Por ahora, su tour manager es su gato, practica kárate (ella, y, bueno, puede que su gato también) y cuando le sacan a colación el country clásico y el honky tonk, que ella ama hasta las trancas, suele decir que se siente más vinculada a otra dimensión, que eso está ahí, desde luego, que lo lleva en la sangre (hay un tema, glorioso, «Early Morning Funeral», que es puro John Prine) pero que, definitivamente, ella es más de Daniel Romano que de Dwight Yoakam. Lo que está claro es que es puro carisma. En Country Queer, Denver-Rose Harmon lo expresó muy bien al hablar de la canción que da título al disco: se emocionó al dar con una música actual que su padre podría escuchar y disfrutar, sin reparar en prejuicios ni discursos de odio. La música de Bobby Dove, dice por otro lado Kaelen Bell, es fácil: fácil de escuchar y fácil de amar, del mismo modo que resulta muy fácil llorar con ella al escucharla. «Sus letras dicen lo que siente y te hacen sentir lo que dice». Algo, que cualquiera que haya leído el libro de Mary Gauthier, mentado unas líneas más arriba, sabrá que es la única clave para dedicarse a esto: honestidad y sentimiento. No otra cosa, tan sencilla y a la vez tan complicada, que lo que apuntaba la célebre y tan manida definición que hiciera en su día Harlan Howard de la música country, esto es, por si hay algún neófito o catecúmeno en la sala: «tres acordes y la verdad». Así que Amén (o amen) y vayan en paz.

TOWN MOUNTAIN

Lines in the Levee

(New West Records, 2022)

Antes de nada, para situarnos, diremos que nos encontramos en Asheville, Carolina del Norte, en lo que en su día formara parte de la nación cheroqui, diezmada por las enfermedades que trajeron los hombres de Hernando de Soto, o lo que es lo mismo, en Altamont, la localidad retratada en El ángel que nos mira, la inmortal novela de Thomas Wolfe, que está enterrado en el cementerio de Riverside, junto a otro eminente lugareño, O. Henry, cerca del río. La ciudad del Grove Park Inn (hoy alrededor de 273 dólares la noche), ya en la ladera de la montaña Sunset, en las Blue Ridge, el mítico hotel donde Scott Fitzgerald bebiese y escribiese sus mejores páginas, y donde luego Suttree, el protagonista de la novela de Cormac McCarthy, pasara cuatro días con su novia. Anywhere, USA, la película de Chusy Haney-Jardine (que ganó un premio especial del jurado en Sundance, 2008) se rodó aquí (también Los juegos del hambre, por los alrededores), pero está claro que la cosa queda muy lejos de ser eso: «cualquier parte de Estados Unidos». Musicalmente, al menos, que es a lo que vamos, la ciudad es un auténtico crisol, no solo por sus numerosos festivales y su larga tradición de música callejera, también por ser la sede de los Echo Mountain Studios (donde han grabado los Avett Brothers y los Band of Horses, y donde también se ha hecho algún trabajo de ingeniería adicional para el disco que hoy reseñamos, grabado en Ronnie's Place, Nashville) y de la Moog Music Inc., la empresa fundada en 1953 que inventó el Moog, el primer sintetizador comercial, seguido del Minimoog, probablemente dos de los instrumentos electrónicos más influyentes de todos los tiempos. Pues bien, aquí, sumando todas esas vastas e intrincadas influencias (musicales y literarias), surgen los Town Mountain, con su peculiar mezcla de bluegrass tradicional, outlaw country y música montañesa de los viejos tiempos (la impronta marginal del sur de los Apalaches que delata su origen). Más rock and roll que bluegrass y más honky tonk que country, como ellos mismos se declaran, con una energía frenética de quinteto de cuerdas punk, pero con hondas raíces en la tradición de Bill Monroe (que, por otro lado, ya era de por sí bastante punk). La cosa empezó en pequeño. Un profesor de historia (Robert Greer) que queda con un colega (Jesse Langlais) en su apartamento para hacer el tonto con el banjo y la guitarra, a los pies de la montaña Town, que luego daría nombre a la banda. Una banda independiente sin sello que se autodistribuía por CD Baby. En su primer álbum de larga duración, Heroes & Heretics, allá por 2008, incluyeron una versión del «I'm on Fire» de Springsteen que se hizo viral y les dio un pequeño impulso, aunque no sería hasta el New Freedom Blues, de 2018, cuando la banda comenzaría a salir del círculo de Asheville, gracias, entre otras cosas, al espaldarazo que les daría su buen amigo Tyler Childers, a quien conocieron tocando en Lexington, Kentucky, cuando este no tenía más que diecinueve años, y que acabaría haciendo un cameo en el último corte de aquel disco («Down Low»), lo que tras mucho bar, mucho festival (dicen que sus conciertos son incendiarios, y no cuesta creerlo), algún que otro premio y bien de carretera, les llevaría a fichar finalmente por un sello importante, nada menos que New West, con quienes han sacado hace un par de meses este Lines in the Levee que tanto recuerda a The Band, esa pasmosa institución musical, no solo por la rotación de voces y armonías, su pavorosa versatilidad, sino también por toda la tradición musical americana que recogen en sus composiciones (la sombra del viejo y añoradísimo Levon Helm es –jubilosamente– alargada). Un sello, el de Nashville, que les ha permitido mantener su feroz independencia, al tiempo que les ha dado la posibilidad de crecer artísticamente, sin inmiscuirse, porque el timón lo siguen llevando ellos y se reservan la autonomía para hacer y deshacer, como siempre han hecho y deshecho allí, en las montañas de casa, conservando su ética y actitud blue collar de currantes jodidos, aquejados de amores perdidos, decisiones difíciles y familias rotas, espíritus libres de botas gastadas, grit lit, si se quiere, pero ahora con un respaldo importante, con mejor armamento (Miles Miller, batería sacado de las filas de Sturgill Simpson, por ejemplo), y alcoholes mucho mejor destilados (resacas menos enojosas –y aunque solo sea por esto, ya compensa–). Cuestión, como canta Greer en «Big Decisions», de pasar menos tiempo viendo el telediario y más tiempo en el arroyo o, como canta Langlais en «Unsung Heroes», de perseverar en los sueños, a pesar nuestro. En definitiva, no cejar, no aflojar ni ceder. Empeñarse y despeñarse si es lo que toca. No quedarse con la miel en los labios al borde del precipicio para luego lamentarse por no haberse lanzado. No vivir de ucronías estériles y, sobre todo, no aburrir al personal.


WILLI CARLISLE

Peculiar, Missouri

(Free Dirt, 2022)

Inmenso, de nuevo, Willi Carlisle en este, su tercer disco (contando el Too Nice To Mean Much de 2016, que todo el mundo parece obviar, por presuntuosa ignorancia, singularidad muy de la prensa musical de nuestros pagos, o simplemente por tratarse de un EP en directo, algo, por lo que se conoce, indigno de ser siquiera mentado, aunque en este caso contenga seis temazos originales, entre ellos el «Cheap Cocaine» que nos sedujo sin vacilación desde el señaladísimo día que vimos el vídeo que grabó en blanco y negro por las calles de Nola para los maravillosos rescatadores de Western AF). Del anterior álbum, To Tell You The Truth, ya dimos rendida cuenta en estas páginas hace un par de años. Todo lo allí señalado e intuido entonces, no hace sino confirmarse de manera apabullante en este Peculiar, Missouri que ya ha salido de la enojosa tundra de lo autoeditado y que le ha producido (exquisitamente) Joel Savoy (ingeniero ganador de un Grammy y músico cajún, para más inri) en Louisiana, para Free Dirt, un sello que no ha dejado de darnos alegrías desde su fundación, allá en 2006 (John Smith y Erica Haskell, benditos sean); sello, por cierto, en el que no podían tener mejor cabida las canciones de Willi Carlisle, teniendo en cuenta que la primera incursión de Smith & Haskell en el mundo de la edición discográfica, antes de montar su propio sello, fue una antología (antológica) del legendario Utah Phillips, uno de los héroes y referentes de Carlisle (de hecho, en el disco que hoy nos ocupa, hace una impecable versión de su «Goodnight Loving Trail»). Todo casa. Así que aquí lo tenemos de vuelta, como dijimos ya entonces, con todo su descacharrante sideshow de vendedor de elixires fraudulentos, ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (en las letras). De pícaro y de superviviente, en definitiva. El asunto no se ha dejado domar. Ya lo dice él mismo en las notas del disco: «mantente raro, mantente salvaje». Cuida y mima tu peculiaridad, tu condición de bizarro, porque es precisamente en lo aberrante que supone ser uno mismo y no otro cualquiera, donde reside la única fuente posible de originalidad y universalidad. No admitas copias ni afeites. Que lo que huele, huela. En ese sentido, el texto de Willi Carlisle es bastante revelador. Nadie quiere ser un «vagamundos». Por mucho alarde que se haga (el típico cantante folk con disfraz de mendigo y sombrero raro), todo el mundo desea dar con «un hogar.» Puede que se entienda mal, advierte, y no culparía a nadie por ello, al fin y al cabo, la mayor parte de las canciones del disco versan sobre viajar, sobre irse, sobre no llegar, pero añade una advertencia: son canciones sobre gente que no encaja, cuyo viaje no ha concluido, gente irresuelta. Y no «en construcción» porque quieran, sino porque no les queda otra: «el cocinero viejo en su carromato, el niño de pelo revuelto que duerme sobre la montura, los dos tipos que viven en una furgoneta, el poeta que anhela el beso de un general muerto». En las palabras de Carlisle identifica uno la «anatomía de la inquietud» de la que hablaba Bruce Chatwin, el malestar y el desasosiego que todos hemos sentido alguna vez, culos de mal asiento. Nos la merezcamos o no, dice Carlisle, esa inquietud nos alcanza y, con un poco de suerte (o todo lo contrario), nos sobrepasa. Uno se resigna o bien se lanza al desastre. Él dice que ha oído el eco centenario de innumerables migraciones, grabadas y olvidadas, «el spiritus mundi de los pinos de Arkansas», todos los cantores que nos precedieron, «los que forjaron nuestra miseria y nuestro deleite, ya fuera en el código genético o en microfilm». Todos procedemos de los alaridos (incesantes) de esos cabronazos. De sus canciones y sus eslóganes, que repetimos y aturdimos y revisamos y no queremos dejar de escuchar, permanentemente, ya procedan de los constructores de traviesas para el ferrocarril, de los maquinistas, de los quincalleros de las esquinas, del yodel de los vaqueros solitarios, del balbuceo de los archivistas, o de las abuelas que hablan de viejos amantes que llevan muertos desde ya ni se sabe. El disco rememora y honra a todos esos antepasados, desde la orfandad de la birria en que se nos ha ido quedando esto. A lo que solo se puede reaccionar con cierto grado de locura y de violencia (la locura y la violencia de la memoria activa –y activista–). Nada más punk que un folkie (no de los de salón, se entiende). «Conducimos dieciséis horas al día, nos destrozamos el cuerpo, desarraigamos continentes enteros en busca de amor, en busca de nuestro derecho humano más profundo». ¡Qué locura y qué violencia!, en efecto. Así que solo queda «echar espuma por la boca, bailar y cantar, y buscar en lo alto la estrella fugaz». Mantenerse raro, sí, en estado de extrañeza (peculiar, sí, como la ciudad del condado de Cass, en Missouri, que da título al disco), mantenerse salvaje y curioso. Alimentar esa locura. Para ello, Carlisle recuerda unos versos del poema «At a Window» de Carl Sandburg, cuyo fantasma le visita tras un ataque de pánico en un Walmart, o incluso el poema del gran e e cummings («Buffalo Bill») cuyos últimos versos se tatuaría Harry Crews en el brazo: «Búfalo Bill / muerto / que solía / montar un padrillo / plateado y suave como el agua / y romper unodostrescuatrocinco palomassimplementeasí / ¡Jesús! / Era un hombre apuesto / y quiero saber si / LE GUSTA SU MUCHACHO DE OJOS AZULES / SEÑOR MUERTE (en traducción de Borges y Bioy Casares)», séptimo corte del disco, con un banjo sin trastes y percusión de osamenta. Ayer mismo, la revista Holler, situó Peculiar, Missouri en el octavo puesto de los veinte mejores discos (americana, country, roots) del año. Poco me parece. Yo más bien lo acomodaría en el primer puesto del podio, mano a mano con el que reseñamos la semana pasada: mejor disco folk del año. Puro gozo. Bello y bizarro.

SETH AVETT

Seth Avett sings Greg Brown

Ramseur Records, (2022)

Los que frecuentáis este ventorrillo ya me habréis oído alguna vez, acodado al fondo de la barra (en distintos estados de embriaguez), hablar del inmenso Greg Brown, tesoro nacional –o debería serlo, y aún así me quedaría corto en el peritaje–, el cantante, músico, poeta de Iowa, con ya más de treinta discos –joyas– en su haber. Su voz, ese «barítono amistoso» del sello Red House, y sus canciones llevan sonando en esta casa desde que tengo uso de razón (poca, pero uso; hay quien tiene mucha y no gasta). Cada nuevo disco ha sido esperado y recibido como un nuevo libro de, por ejemplo, Marilynne Robinson, o un nuevo cómic de Chris Ware, cualquiera de los gloriosos bardos del Medio Oeste, su voz cada vez más cavernosa y cálida, sus estudios de personajes cada vez más naturalistas e incisivos. De Seth Avett, en cambio, compruebo que he hablado menos, y eso que lleva firmando, con su hermano Scott, obra maestra tras obra maestra desde 2002, cuando debutaron como los Avett Brothers (ya con Bob Crawford al contrabajo) con el Country Was. Esto, este olvido impertinente, me lo digo ahora y lo expongo aquí para que quede constancia, a modo de aval o resguardo, habrá de ser en breve enmendado. El caso es que desde que Seth Avett anunció que iba a sacar este disco homenaje a uno de los héroes de su panteón, Greg Brown, su sexto álbum en solitario, todo el mundo me ha empezado a caer bien, hasta los más anormales (no hay cuidado, en un par de días se me pasará, lo tengo comprobado). Para que se me entienda, la experiencia ha sido como la satisfacción casi orgásmica que se obtiene con la biyección de una tupla, intuyo, o más bien recuerdo, de cuando toreábamos el álgebra y la aritmética, con mayor o menor fortuna, en los años de instituto (yo más bien entre los toreros de salón, los que resolvían siempre de pura chiripa, y, claro, aquí me tenéis ahora, escribiendo reseñas para un blog que leerán cuatro o cinco extraviados, en tiempos de «yo tengo un podcast» –que es como decir que se tiene un tío en Alcalá, en la mayoría de los casos–). Valga lo anterior para decir que este disco me parece de una lógica aplastante. Tenía que acabar ocurriendo. Y el resultado, ya en casa desde hace unos días, es apabullante. Entiendo que entran en juego factores muy personales, pero para mí ya es, sin duda, el disco del año. Lo primero que pensé, ni bien entonada la primera línea de la primera canción, «The Poet Game», es que tenía delante un caso clínico evidentísimo del Síndrome Trent Reznor/Johnny Cash (que es un síndrome que me acabo de inventar). Aquello que dijo Trent Reznor al escuchar por primera vez la versión que hizo El Hombre de Negro de «Hurt»: «Me ha quitado la novia», vale perfectamente para este disco. Solo que en este caso no es solo una novia, son diez. Y, probablemente también el perro, el coche, la casa y la cuenta bancaria (hasta los calzoncillos). Desvalijamiento total. Pero tampoco es que me haya pillado por sorpresa, porque el bueno de Seth ya había hecho antes algo parecido, hace ocho años, junto a Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Tremendo asaltaconventos, el muchacho de Carolina del Norte. Grabado en habitaciones de hotel, entre giras por México y Estados Unidos, y producido por Dana Nielsen (Bob Dylan, Neil Young…), qué manera de olisquear y fagocitar el correo ajeno. Emociona imaginarse a Greg Brown escuchando estas canciones en su casa, con Iris DeMent al lado, preguntándose: «En serio, ¿son mías?». Y ella diciéndole: «Eran». La sinceridad, el espíritu, el intimismo, los personajes, siguen estando ahí, pero Seth se los ha llevado a su granero y el resultado es espeluznante, y lo digo en el buen sentido, en el sentido de erizársete el pelo y las plumas, de ponérsete los pezones como escarpias (y, ¿por qué no?, de espantar y causar horror, básicamente por lo que el resultado tiene de casi numinoso). Un disco de pura emoción, perpetrado por alguien que lleva escuchando y admirando a Brown toda la vida (por herencia paterna), que ha cantado estas canciones mil veces en su covacha («su música –dice Avett–, ha sido siempre un lugar al que he regresado en busca de guía», ejemplo de oficio y propósito), y que viene a demostrar, entre otras cosas, que más allá de las personalidades y el carisma, al final, lo que de verdad importa, la argamasa, son las canciones. Oídas de nuevo, tan diferentes, tan singularizadas, vienen a demostrar lo que ya se sabía desde el puerto de origen: qué buenas son, qué deslumbrantes. «Greg dijo una vez: “Un himno deja de ser un himno si se canta sin corazón”. Ahora esto me resulta obvio, y no solo en lo que respecta a los sentimientos de la música góspel, sino en cualquier ofrenda, canción, deseo, gesto o acción que emprenda un alma hacia otra. Con este disco quiero darle las gracias a Greg Brown por recordármelo una y otra vez, una verdad que todos nacemos sabiendo, pero que en ocasiones puede olvidarse».

HERMANOS GUTIÉRREZ

El bueno y el malo

(Easy Eye Sound, 2022)

Yo tenía un amigo vikingo muy poco vikingo. Se llamaba Dan, nos conocimos en la Facultad de Imagen y Sonido, y hará ya cerca de treinta años que no nos vemos. Él volvió a su Vieja Uppsala. Era de padre sueco y madre colombiana, pero tenía más de Chiminigagua que de Odín, no había más que verlo. El gobierno sueco le daba una paga y con eso íbamos tirando en su apartamento (la facultad, decidimos, nos quedaba un poco lejos), fumando, bebiendo y empapándonos de Wim Wenders, Aki Kaurismäki, Betty Blue, Bagdad Café y mucha música de Ry Cooder y Chuck Berry (también cumbia, vallenato y currulao, Carlos Vives lo petaba en aquel momento, y a Dan le encantaba). Fresas Salvajes, El séptimo sello y mucho Strindberg a ritmo de «sabrosura». El caso es que este disco de los Hermanos Gutiérrez, primero grabado en Estados Unidos, me ha hecho recordar aquellos tiempos (que en mi cabeza aparecen fotografiados por Robby Müller, que eran las gafas que gastábamos en esa época). Nos obsesionaba «la mirada». Había un libro de Wim Wenders que por aquel entonces nos llegamos a aprender casi de memoria, The Act of Seing (se traduciría años más tarde, en 2005, Ediciones Paidós). Nos fascinaba la cultura yanqui, el paisaje, visual y sonoro, de Estados Unidos, pero sobre todo visto desde el prisma del extraño, del forastero, la mirada europea. Esa cosa de Stroszek perdido en Wisconsin o de los Leningrad Cowboys de gira por América. En aquellas reuniones en casa de Dan, de vez en cuando, aparecía también Patrick, el amigo sueco, en este caso muy sueco, de mi amigo no tan sueco, más rockabilly que los rockabillies que lo inventaron. Era Madrid, pero podía haber sido perfectamente un suburbio de Pittsburgh. «Tan lejos, tan cerca», con permiso de Wenders, de quien nos encantaba aquello que decía en el libro de marras acerca de la «identidad alemana» que no pudo resistirse a la tentación estadounidense cuando desembarcó en aquellas tierras, pero, por fortuna, continuaba diciendo, llevaba otro traje en la maleta, «bajo el chaleco Teutón llevaba una camisa blindada europea tejida a base de innumerables idiomas, culturas, fronteras, regiones, guerras y paces». Y con todo ese bagaje era con lo que el bueno de Wim hacía su cine. De todo eso estaba teñida su mirada. Una visión que pivotaba entre la fascinación y el extrañamiento. De repente, una vez caído el Muro, todos aquellos espacios abiertos y el desierto. El mito de la carretera… Y es precisamente a todo eso a lo que suenan los Hermanos Gutiérrez, de padre suizo y madre ecuatoriana, residentes en Zúrich. Dice Estevan que cuando toca con su hermano Alejandro es como si se montasen en un coche y se echasen a la carretera. Saguaros, moteles, Joshua Tree, Death Valley, spaguetti western y mucha banda sonora de Morricone. También sacan a la palestra su admiración por el cine de Lynch y de Jarmusch. Su imaginario está poblado de vaqueros, cancioneros perdidos, vagabundos, fugitivos, amantes y vínculos familiares. Mucha guitarra clásica y mucha slide, la música, en definitiva, del gran desierto americano, pero visto desde fuera, con la mirada del desencanto europeo y el mestizaje con la cultura latina, el bongo, la conga, las maracas y el joie de vivre de la música materna (con Julio Jaramillo a la cabeza). Dan lo vio claro desde el principio (esta vez, otra vez, me refiero a Dan Auerbach, de los Black Keys, no a mi amigo escasamente vikingo, que a saber en qué andará metido o qué andará metiéndose) y se los llevó a su estudio de Nashville. Los Cowboys de Zúrich aterrizan en América. Bastó una conversación de no más de veinte minutos para que firmasen un contrato con su compañía, Easy Eye Sound. Luego fue todo rodado, enchufaron las guitarras y empezaron a tocar para mostrarle a Dan lo que tenían entre manos. Al acabar, Dan dijo: «Muy bien, ahora otra vez desde el principio». Ni siquiera se habían dado cuenta de que los había grabado. Eso les gustó. No buscaba perfección, buscaba sentimiento. Buscaba capturar el instante: eran de la misma calaña. Grabar la mirada. Toda esa pasión y esa nostalgia, el profundo entendimiento de esas dos guitarras que llevan tocando juntas, con los Alpes al fondo, desde 2015 (con su primer álbum, 8 años, que son los años que se llevan). Y la misma exacta fórmula de sus cuatro discos anteriores: guitarra clásica, guitarra lap steel, percusión y nada de voces. Música de atravesar ciudades en la noche, de asomarse a las ventanas de la gente al pasar, para ver cómo viven (como en aquella fantástica canción de Richmond Fontaine), música de vida de motel (de nuevo Vlautin), de carreteras interminables. Música a la que solo le falta un poco de chasquido de leña húmeda en la fogata y un fondo de grillos y coyotes para convocar al fantasma de Tom Joad y mandarlo todo a hacer puñetas.

TYLER CHILDERS

Can I Take My Hounds To Heaven?

(Hickman Holler Records, 2022)

Cuidado, porque hay gente muy enfadada. Todo en este disco, que son tres discos, les molesta. Gente que esperaba otro Purgatory y que, claro, se enerva, porque aquí no hay purgatorio que valga. Es esa gente que siempre quiere más de lo mismo y que cuando la cosa no suena como ellos pretenden que suene, se sofocan y se estriñen. Se encabritan. Para empezar dicen que este disco, que son tres discos, no son tres discos, qué coño, dicen, ni siquiera es un disco, ¡ni siquiera es un solo disco! Dicen, y lo dicen elevando innecesariamente el tono de voz, hablando en MAYÚSCULAS y en negrita, que apenas, si acaso, da para un EP. Están muy enfadados. Cuando se anunció: Tyler Childers, con su banda de gira, los Food Stamps, saca un álbum de góspel, ocho temas en tres versiones distintas, presentadas en tres discos, la versión «Hallelujah» (en vivo en el estudio), la versión «Jubilee» (con secciones de viento y cuerdas) y la versión «Joyful Noise» (con remezclas y samplers), «un guiño a la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todo lo que eso significa», esa gente se emocionó, se emocionó de veras, ni lo dudes. Tyler Childers hace lo que le da la gana y se la suda todo. Es un outsider, un outlaw, qué tío. Un tipo admirable que, de un tiempo a esta parte, viene sacudiendo el polvo de toda esta escena tan rancia y amojamada, y tiene las cosas meridianamente claras, va a lo suyo, da la espalda al mercado, llama a las cosas por su nombre y no se disfraza de mamarracho country (no le hace falta sombrero, ni barba presidiaria, ni camperas). Pero entonces, esa misma gente que tanto parecía admirarlo, oye el susodicho disco (los tres discos, sobre todo el último, el del «ruido gozoso») y se solivianta, se les salen los ojos de las órbitas y se les atraganta el té de las cinco. Son, de hecho, los mismos amohinados que echaron pestes en su día del Sound & Fury de Sturgill Simpson, los vástagos de aquel tipo que llamó Judas a Dylan por enchufar la guitarra y soliviantar a los folkies en el Free Trade Hall de Manchester, allá en mayo de 1966. Se sienten traicionados. Parece como si hubieran insultado a sus madres. Dicen que el «ruido gozoso» es infecto. Dicen que de ocho temas nuevos nada. Dicen que uno es una versión de un clásico de Hank Williams («Old Country Church»). Dos son clásicos tradicionales («Two Coats» y «Jubilee»), uno es una revisitación de un tema de un disco anterior del propio Childers («Purgatory»), lo cual nos deja con cuatro temas, dos de ellos instrumentales (parece que lo instrumental también les provoca sarpullidos) y los otros dos no son para nada nuevos, dicen, porque cualquiera que haya seguido de cerca la carrera de Childers, sabe que son temas que lleva interpretando en sus conciertos desde hace tiempo. Así que de material nuevo nada. Y para colmo, siguen diciendo, las versiones del segundo disco, salvo ligerísimas variaciones, son casi exactamente iguales a las del primero. Así que se enfadan, emiten ruidos raros, les sienta mal la cena (sudan y huelen fuerte). A decir verdad, les cuesta enfadarse, porque en el fondo le tienen aprecio, porque lo admiran, pero el caso es que se enfadan, y mucho. De puertas afuera, reconvienen al artista, como curas adiposos y seborreicos ante la travesura de un niño malcriado. Se ponen muy dignos y muy paternalistas, disculpan el desagravio del muchacho, para no quedar como cenizos y cascarrabias, achacándolo a no sé qué cosa de etapa de transición, de búsqueda, de experimentación, de crisis existencial, ya se le pasará…, pero por dentro les reconcome la rabia. Están cabreadísimos. Por otro lado, los más mojigatos, los beatillos de turno, le afean aún más la conducta, si cabe, aduciendo que de góspel muy poco, que qué vergüenza, que qué poco respeto, que qué es eso de no querer saber nada del Cielo si no puede llevarse a sus sabuesos a cazar mapaches en los campos del Señor y preferir, en tal caso, ingresar en el Infierno, donde ya estarán instalados todos sus amigos. El enfado de esta gente adopta ya dimensiones de chiste. El caso es que es precisamente todo eso que tanto les agravia, que tanto les indispone, que tanto les trastorna la digestión y les provoca esa halitosis tan poco civil, es todo eso, digo, lo que más nos gusta de este disco, de los tres discos, incluso del tercero en discordia. Todo está cantado con garra y convicción. Es una voz que ha sufrido y que lo siente. Y, es más, si las versiones del «Jubilee» te resultan idénticas a las del «Hallelujah», con todos mis respetos (mentira, en realidad, como podrás comprender, me la refanfinfla), es muy probable que la corajina te esté ofuscando un poco los sentidos. Podría llegar a entender lo del tercer disco, por mucho que trates de explicarlo diciendo, tan moderno tú, tan de comprarte vinilos porque la calidad del sonido blablabla…, que es una remezcla de primero de remezclas, que te suena todo muy torpe y de principiante, cuando lo que está claro es que te jode la electrónica y te enervan los ruiditos, ya sean de primero de remezclas o de titulado cum laude. Te diría que te lo hicieras mirar, o no, yo qué sé, tú mismo, vive con ello, acaricia a tu mujer de vez en cuando y educa a tus hijos, procura tener siempre tila en la alacena, haz ejercicio todos los días y, cuando llegue el fin de mes, cuando cobres, cómprate ese disco de mierda que acaba de sacar Springsteen y mastúrbate con sus versiones góspel a escondidas, pero deja ya de dar por culo con lo del dinero tirado. En los tiempos que corren, se puede escuchar cualquier disco por la puta cara en mil sitios, y si no te gusta pues te cagas alegremente en los muertos de quien quieras (o en los vivos), pasas de comprártelo (he ahí un buen activismo de andar por casa con tus pantuflas) y punto. Por aquí solo nos queda añadir que cuanto más oímos el disco, los tres discos, incluido el tercero, más nos gusta(n). Y sí, totalmente de acuerdo con Tyler, si al Cielo no nos dejan entrar con nuestros perros, nos iremos directos al Infierno, donde, al fin y al cabo, acabarán mudándose todos nuestros amigos (y donde, por cierto, según parece, no te dicen nada si no recoges los zurullos). ¡Aleluya!

CAM PENNER & THE GRAVEL ROAD

Felt Like a Sunday Night

(Cam Penner, 2005)

Más de trescientos discos reseñados en este patio de vecindad y compruebo, apesadumbrado, que sí, que mucha ropa tendida en la que olisquear asombros y complicidades, que mucha novedad y algún salto al pasado, pero aún no he hablado de uno de mis músicos favoritos (ni de uno de mis álbumes de referencia). Debería darme vergüenza. Y me la da. Las cosas como son. Pero ayer tropecé de nuevo con el viejo «camino de grava» y creo que ha llegado el momento de enmendar este olvido imperdonable. Allá por julio de 2009, cayó en mis manos el disco Felt Like a Sunday Night y, para que se me entienda al momento y no haya ninguna duda, puede que lo que quedase de aquel año –exagerando solo un poquito– ya no oyera ninguna otra cosa (o que lo que oyera me pareciese famélico y tirando a obtuso). Ayer volví a escuchar (una y otra vez) el tema «Be Kind» y volví a sentir los mismos escalofríos (acabé bebiendo más de la cuenta, lo que siempre es muy buena señal). Casi catorce años más tarde, la canción no solo no ha perdido ni un ápice de su natural brío («estoy quemando toda una vida de miedo, / cuento con un mañana sin penas, / no más canciones tristes por aquí, / siempre pretendí ser amable, / pero si no te importa, / creo que a partir de ahora voy a seguir solo»), sino que incluso ha cogido solera, como los buenos vinos. Recuerdo que en aquellos días intenté hacerme con su anterior disco y con su EP, pero que en CD Baby, que era la plataforma que se estilaba entonces (Bandcamp llevaba un año en activo y aún no había pegado fuerte), solo se podían conseguir por descarga, hábito que, en la medida de lo posible, procuro no alimentar. El caso es que le escribí un email preguntándole cómo podía conseguirlos. Me respondió enseguida pidiéndome mi dirección. Luego me fui a Londres a ver a la gran Elyza Gylkinson en el Green Note (donde en su día trabamos amistad con Malcolm Holcombe hablando de quesos y canciones) y, a la vuelta del viaje, me encontré con los dos CDs en el buzón. Pretendí pagárselos. No se dejó. Fidelidad absoluta desde entonces, incluso en sus últimas incursiones, más electrónicas, más experimentales. Pero a Felt Like a Sunday Night ya no lo mueve ni Cristo del podio de mis inmortales. Cam Penner es oriundo de una comunidad menonita del sur de la provincia de Manitoba («estrechos de Manitú, el Gran Espíritu»), en Canadá, donde sus padres, los rebeldes del pueblo, regentaban un ventorrillo ilegal, y su abuelo se dedicaba a destilar y hacer contrabando de alcohol por las carreteras secundarias, secundarísimas, de grava, que discurrían entre los cerros. A los dieciocho años, Cam dejó las praderas y viajó a Chicago donde montó un comedor de beneficencia y comenzó a trabajar con los sin techo. Toda esa experiencia acumulada de viajes e historias truncadas, oídas al borde de la carretera o alrededor de la olla popular, acabaría por configurar el imaginario de sus letras, melancólicas e intensamente poéticas, simples y honestas (algo digno de agradecer en este mundo cada vez más emporcado de insinceridad e ironía). A su vuelta a Canadá, formó una banda, los Gravel Road (Sam Masterson al lap steel y al dobro; Ross Watson al bajo y Adam Esposito a la batería) y emprendió su carrera musical. Country añejo y rock and roll, la cosa no encierra mayores misterios. En la revista Maverick no se cortaron un pelo al definir su estilo: «Un trovador canadiense del más alto calibre, Cam Penner está escribiendo las canciones que debería estar escribiendo Steve Earle». Amén a eso. «Busco las canciones en los callejones y a pie de calle. Bajo los contenedores. En los restos de la basura desechada. En los números de teléfono y direcciones medio borradas de los paquetes de tabaco. En garitos vacíos, gasolineras y titulares de periódicos locales. En el fondo de una taza de poliestireno. En la última calada de un cigarrillo, o en lo embutido muy a lo vivo en la guantera. Entre los cojines del sofá. A los lados de la interestatal. Despertándome a su lado, contemplando la colisión de dos mundos. En los bares de mala muerte y en los restaurantes de carretera. En habitaciones de motel inenarrables en las que duermes con la ropa puesta y sin descalzarte. Parándome cuando veo algo que brilla. Caminando por las zanjas, pateando los hierbajos, buscando una moneda de diez centavos. Viviendo al día y despertándome para tomar café de hornillo recalentado. En la locura de la ciudad boyante, donde la pobreza y la élite chocan. A medianoche, cuando, a veces, retiro la gasa de la piel y la pincho para ver si sigue doliendo». Canciones sobre los desfavorecidos, héroes fatigados pero nunca vencidos. En su música, de la escuela de Guthrie, se percibe el rumor de esa lucha, la esperanza, el anhelo de ser mejor, sin soslayar las imperfecciones, toda esa colección de infamias y mezquindades que ocultamos en el macuto. «A veces siento que viven dentro de mí las almas desahuciadas de las miles de personas que me han ido contando sus historias a lo largo del camino. No se me dan muy bien las canciones al uso, suelo escribir sobre la lucha emocional, el pulso entre el bien y el mal», y eso, claro, deja sus huellas, deja rastros de sangre y de carmín. Sábanas sudadas y retretes colapsados. Por la mañana no tienes más que dejar la llave de la habitación en la cajita que hay junto a la puerta de la recepción y largarte sin decir nada. A las doce pasará una señora a limpiar el estropicio que dejaste a tu espalda al perpetrar la última canción. Música de cuando uno siente que toda la vida es domingo por la noche. Pero no hay que claudicar, porque siempre habrá un último tren que te lleve de vuelta a casa.

THE TENDER THINGS

The Tender Things

(Jesse Ebaugh, 2017)

La cosa, para entendernos, podría haberse cocido perfectamente en los hornos del Dillo, en una de aquellas noches memorables (históricas) del Armadillo WHQ, el cuartel general o la comandancia del Armadillo World, mítica sala de conciertos e inagotable abrevadero de cerveza, allá en el 525 de Barton Springs Road, esquina South First Street, al sur del río Colorado, en Austin, Texas, en lo que en su día fuera un arsenal de la Guardia Nacional, hoy ya inexistente, demolido en 1981 y sustituido por un triste edificio de oficinas de trece plantas. Esa especie de hangar donde un buen día se perpetró lo improbabilísimo, aquello que acabaría revolucionando el mundo del country estandarizado que se andaba perpetrando al final de la rocambolesca década de los sesenta en Nashville, cuando vaya usted a saber cómo y por qué, se juntaron los rednecks con los hippies en un guiso que solo podía salir mal, pero que salió bien, y alumbraron ese mejunje tan gozoso y desenfadado que daría nueva vida a aquel género ya tan carcamal y agonizante, raíz de lo que luego sería el outlaw, el country sucio, progresivo, fumeta, bastante lisérgico, aguardentoso y melenudo, que nos dio (y nos sigue dando) dignidad a sus adeptos. Estamos hablando de la banda sonora que compondrían Willie Nelson, Leon Russel, Freddie King, Commander Cody, Doug Sahm y toda esa gente de la misma, jubilosa, calaña. Escenario de conciertos míticos que quedarían grabados para la eternidad, como el Bongo Fury de Frank Zappa y Captain Beefheart, el Re-Union of the Cosmic Brothers de Sir Douglas Quintet (con Freddy Fender y Rory Erickson), o el inmortal Waylon: Live de 1976… Pues sí, de esa misma fuente podría haber salido la banda de Ebaugh, estas «cosas tiernas» que hoy reseñamos, deudoras y herederas de toda esa gloriosa tradición. Tras una infancia de mucha «música folk de cocina» en casa, con los mayores (pura celebración), toda una década tocando bluegrass en el norte de Kentucky (The Kenton County Regulators) y luego muchos años a cargo del bajo de los Heartless Bastards, Jesse Ebaugh, aprovechando un paréntesis de estos bastardos sin corazón de Cincinatti, Ohio, liderados por Erika Wennerstrom, formó los Tender Things y se pusieron a sudar los escenarios de Austin y alrededores hasta grabar este, su primer álbum, con las colaboraciones estelares de Ben Kweller y Tift Merritt. Sostiene Ebaugh que llevaba mucho tiempo enmendando la plana a otras bandas y que quería explorar sus propias ideas, enfrentar la catástrofe por su propia cuenta y riesgo. Hay quien los mete, un poco con calzador, en las botas del sonido Bakersfield, pero ellos, sin darle la espalda a California, son pura tradición texana, y a él le gusta situar lo que hace en la órbita del «cosmic country», de aquel «cosmic cowboy» que haría su primera aparición a finales de los setenta, en el tema «Geronimo's Cadillac», del maestro Michael Martin Murphy, otro de los maravillosos desafectos que rompieron y subvirtieron las fronteras del aquel género tan encorsetado. Esa es, más o menos, la latitud en la que cabría situar esta música. Desenfado y recochineo, con sus buenas dosis de fanfarronería. Mucho baile. Mucho zapateado sobre tablones y graneros. Y mucho pedal steel (Jesse no tuvo dinero para comprarse uno de esos cacharros hasta que cumplió los treinta y dos, y lo aprendió a tocar con tutoriales de YouTube; hoy Beck no duda ni un segundo en recurrir a él cuando necesita un pedal steel competente para sus giras). No obstante, y para terminar ya de poner las cosas en su sitio, en una vieja entrevista de los tiempos en los que militaba con los Bastardos Desalmados (septiembre del 2015, con motivo de la publicación del quinto disco de la banda, Restless Ones), a la pregunta de qué bandas contrataría si tuviera la oportunidad de montar un festival de fantasía, Jesse Ebaugh no tuvo ni que pensárselo: Velvet Underground, Black Sabbath y los Stooges, pero los Stooges del 71 y el 72. De tales rescoldos salieron estos fuegos. Cosas tiernas y bastardos sin corazón. Sea lo que sea, yo lo compro (y dejo, además, tremenda propina, aunque esa noche ya no cene y tenga que volver a casa andando).

OLD SALT UNION

Old Salt Union

(Compass Records, 2017)

Esa cosa tan islandesa de las sagas y las epopeyas familiares que se extienden durante generaciones, tipo Nidrstigningar o Volsunga, vidas de héroes o de extensas familias, o también las menos untuosas, mis favoritas de largo, las tipo Skógarmanna sögur, más de subgénero, más decadentes, más quijotescas, más famélicas, sagas de proscritos y fugitivos. Hay quien no quiere, hay quien como que le da vergüencilla y decide cambiarse el apellido para que no lo relacionen con los pecados (o logros) del padre, del tío o del abuelo (léase también madre, tía o abuela, inclusive e inclusivo). Hay quien quiere medrar por méritos propios, demostrar su valía sin que le digan que lo tuvo fácil por ser hijo de tal o de cual, por tener paguita vitalicia, trapecistas con red, nacidos con flor en el culo, entre los algodones de una fama o una fortuna heredadas sin comerlo ni beberlo, probablemente, inmerecidas, algo así como un síndrome Forsyte, por lo de la saga del mismo nombre, las doce novelas de John Galsworthy, con todos esa ingente caterva de nuevos ricos, procaces e infelices. Esa cosa tan freudiana de matar al padre. De dejar de ser hijo de tal y acabar siendo un completo hijo de puta. Desnaturalizado, ingrato, ruin y, por lo general, ofensivo con los camareros. Suelen ser casos que se resuelven (y muy bien resueltos) en la morgue o en comisaría. Gente por lo general mediocre (excepciones haylas, por supuesto, pienso en Nicolas Cage, por ejemplo, glorioso hasta en lo infecto, y en su tío Coppola, ¿quién te ha visto y quién te ve?). Pero ahora hablamos de la Familia Carter, de los Cash, de los Williams. De esas familias que han estado desde siempre taconeando los tablones del porche, con sus banjos, sus violines, sus guitarras y sus mandolinas. La prioridad del cuento, de lo que se cuenta, de lo que se transmite de generación en generación. Del legado. Y no como algo institucional, sino como algo perfectamente natural. Una necesidad vital, folclórica, de estar con la «folk», con la gente. Old Salt Union procede de esos porches y de esa necesidad. Jesse Farrar se crio en una de esas gloriosas familias, y se da con un canto en los dientes, porque de bien nacido es ser agradecido. Su tío Jay, de Son Volt (y antes de Uncle Tupelo), su padre y su abuelo, son músicos excepcionales, y lo de escribir canciones lo lleva en la sangre. En lo que hace está el folk del abuelo Farrar y la energía rockera del tío Farrar, una fórmula que los Old Crow supieron entender muy bien en su día. En 2012, Jesse (sobrino o nieto) cofundó esta banda. Cinco años de fatigar escenarios en compañía de lo más granado del bluegrass, obteniendo premios y beneplácitos allí donde tocaban, hasta firmar con Compass Records y sacar este, su primer disco, del que se ha dicho que tiene más de vodevil que de porche delantero (nada que objetar). «Bluegrasseros postmodernos, auténticos renegados», según Alison Brown, su productora (sí, la mítica banjista de Hartford, Connecticut). Parecen, en efecto, una banda de bluegrass, pero su sensibilidad musical va mucho más allá, es bastante más amplia y profunda: está Bill Monroe, desde luego, pero también hay indie rock y jazz, y hasta aires fronterizos (a lo Calexico cuando Calexico no era un chiste) en el tema «Flatt Baroque», compuesto por John Brighton (violín, palmas y mandolina del grupo), que es una manera de decir que hay aventura, que hay sano disparate y experimentación en el estudio; de ahí que Alison no dudara ni un segundo en querer producirlos. La versión que se marcan del «You Can Call Me Al», del Graceland de Paul Simon, es ya, para el que esto suscribe, un hito de la historia musical (de la mía). Oírlo ha sido una experiencia muy de magdalena de Proust: recuperar súbitamente un pasado, recuerdo y reminiscencia de cuando yo iba por la vida como por el camino de Swann, allá por 1986, con trece añitos y ya yonqui perdido del vinilo, cuando mi padre me regaló el susodicho Graceland después de ponerme yo muy cansino, un disco que me volaría la cabeza, con aquel vídeo desternillante que vimos, con mi hermano, unas quinientas mil veces, tirando por lo bajo, partiéndonos la caja con la actuación de aquel colosal Chevy Chase de la época dorada de Fletch, Espías como nosotros y Tres amigos. Desde ya mismo situado en el podio de mis covers favoritas EVER. Y leo ahora por ahí que este año sale (si no ha salido ya) el primer disco de Jesse Farrar en solitario, The Art of Leaving. Así que en cuanto deje de escribir esto saldré a cazarlo. En efecto, da gusto comprobar que «el círculo no se rompe», con permiso de –y gracias a– la Nitty Gritty Dirt Band. No solo no se rompe, sino que incluso se refuerza. Esa cosa tan islandesa de las sagas, ya digo. ¡Larga vida a los Farrar!

WHITNEY ROSE

Rule 62

(Six Shooter Records, 2017)

Ella es isleña, del otro lado del estrecho de Northumberland, de la Isla del Príncipe Eduardo («Cuna de la Confederación»), Parva Sub Ingenti («El pequeño bajo la protección del grande»), la antigua Abegweit de los micmac, tribu algonquina; de donde Ana de las Tejas Verdes, la novela de Lucy Maud Montgomery, también ella niña precoz, brillante y perspicaz, no huérfana, pero casi, no en una granja (aún), sino en un bar, el Union Hall, el bar de sus abuelos. Ella se crio allí, con su madre y sus tíos. El bar estaba en la primera planta. Sus mayores cuentan que, ya a los dos años, era sonar la canción «There's a Tear in My Beer», de Hank Williams, y la chiquilla se volvía loca. A veces, bajaba a cuatro patas después de que la acostasen, se colaba en el bar y se la cantaba a los parroquianos. Llegó a ganarse algún que otro dólar (ella, hoy, bromea al recordar aquellos días: «Seguimos en lo mismo», dice). Mucho Johnny Cash y mucho «Ring of Fire», la canción favorita de su abuelo, que ella luego incluiría habitualmente en su repertorio. Otra influencia determinante fue la música celta, a partir de un viaje que hizo a los ocho años con su madre a Halifax, Nueva Escocia, donde oiría por primera vez a la multipremiada banda folk The Rankin Family, con su particular mezcla de sonidos country y celtas, en lo que sería su primer gran concierto. El Tío Dan es el que le regala su primera guitarra y quien le anima a componer sus propias canciones. Estudia Periodismo y Lengua Inglesa en cinco universidades diferentes. Es culo de mal asiento (buena señal). Se traslada, esta vez sí, como la niña de Tejas Verdes, a una granja en mitad de la nada y tiene una relación sentimental fallida, material de lo más apropiado para exprimir el dolor, domarlo y parir un número suficiente de canciones para grabar un disco. Entonces entra en escena el segundo bar de su vida. El Cameron House, en el 408 de Queen Street West, un pequeño local con una potente escena musical que se convertiría, desde su fundación en octubre de 1981, en el garito de referencia de Toronto para los amantes de la música popular (suele describirse como una mezcla entre el CBGB's y el Hotel Chelsea de Nueva York, y por su escenario han pasado grandes bandas, como los Blue Rodeo y nuestros preferidísimos Freeman Dre and The Kitchen Party), con capacidad para no más de sesenta personas (actualmente, cuenta también con su propio sello discográfico, Cameron House Records, donde Whitney Rose sacaría su primer trabajo, homónimo). El bar se convierte en su segunda residencia. Granja y bar. Como una vaquera triste de un relato de Sam Shepard. La cosa se dispara cuando un buen día abre en Toronto para los Mavericks. Raul Malo lo ve clarísimo y decide convertirse en su productor oficial. En el primer disco que hacen juntos (Heartbreaker of the Year, 2015), incluye, por supuesto, la vieja canción de Williams («There's a Tear in My Beer», ya habiendo vertido de verdad unas cuantas lágrimas sobre infinitas cervezas) y una versión tremebunda, mano a mano con Malo, del «Be My Baby» de las Ronettes. La revista American Songwriter aplaude estupefacta su deslumbrante irrupción en la escena de Texas: «countrypolitan robusto […], una voz dulce, fuerte y vulnerable, llena de poderío y sutileza, […] música de raíces garantizada para provocar sonrisas». El New York Times, ante el duo que se marca con Malo, no duda en retrotraerse al «centelleo melancólico que desprendían Tammy Wynette y George Jones». Tras esta fastuosa entrada en la escena country, graba un EP (South Texas Suite en el estudio de Dale Watson, apenas veinticinco minutos en los que la crítica afirma asombrada que la canadiense canta como si hubiese nacido en el mismísimo estado de La Estrella Solitaria), y ficha definitivamente con Six Shooter Records y Thirty Tigers. Con ellos saca el disco que reseñamos hoy, su tercer álbum de estudio, su obra maestra (considerado por distintas instituciones como el mejor álbum country de 2017). La pandilla de la que se rodea es imbatible. Raul Malo, claro (coproduciendo con Niko Bolas), con algún músico de los Mavericks, de los Asleep At The Wheel y de los Jayhawks. Jay Weaver, bajista de Dolly Parton y Tanya Tucker (sus «abejas reina» como las llama ella, incluyendo también a Kitty Wells), y, a la guitarra, el inmensísimo Kenny Vaughn. El título del disco, Rule 62, hace referencia a una de las normas de Alcohólicos Anónimos: «No te tomes tan jodidamente en serio», pero como para no tomárselo. Este disco no es, para nada, asunto baladí, es country de muchísima clase, cosa seria, deudor de Kristofferson y de Wynette. Canciones nacidas para sobrevivir, de esas que parecen que vienen sonando desde Altamira y que seguirán sonando cuando nosotros ya no estemos aquí, derramando lágrimas sobre nuestras cervezas. Ese es, para entendernos, el nivel que alcanzó la hija adoptiva de Austin, Texas, con este álbum. Luego vendría el We Still Go to Rodeos de hace un par de años. Pero lo bueno, lo que más nos enamora de ella, es que sigue siendo la misma de siempre. Sus amigos no quieren ir en coche con ella porque se niega a escuchar música de mierda. En su equipo de música no entra esa cochambre. Y, además, sigue siendo muy de los suyos. La tecnología solo la celebra porque le permite estar cerca de la gente a la que quiere, allá en la vieja isla. De su abuela dice que es probablemente la única persona con la que habla todos los días. Hablan y se mandan mensajes de texto sin parar. «Pero mucho, mucho»… En fin, como para no sonreír, como para no invitarla a casa y hacerle unas lentejas, como para no quererla.

DAVID NEWBOULD

Sin & Redemption

(Rock Ridge Music, 2019)

En 2019 aconteció esto. Después, en junio de este año, aconteció lo siguiente (como es natural), pero hoy volvemos a lo acontecido en el 19 (sin quitarle méritos al Power Up!, que también hocicamos como puercos, y que también, vaya sorpresa, oculta tremenda trufa), porque fue el disco con el que lo conocimos y por el que nos quitamos, desde el minuto uno, el sombrero. Si no lo conocéis, nos complace presentaros a David Newbould, culo inquieto nacido en Toronto, mudado a la ciudad de Nueva York de adolescente (que es cuando más incide y repercute) y, posteriormente, a Nashville, pasando antes por la impresionante escena musical de Austin. La cosa empieza con un chaval de cierta aptitud y con una intratable obsesión por la música, que un día se pone en un sótano el vídeo del Live Rust de Neil Young. Ahí se acabó la partida. Ahí besó la lona. K.O. técnico en el primer round. Si alguien tuvo la culpa de todo lo que acontecería luego, fue él, su paisano de Toronto. Cuando le preguntaron qué habría hecho de no haber podido ganarse la vida con la música, Newbould no dudó en contestar que se habría dedicado a desear ganarse la vida con la música. Vivir de ese deseo. Alimentarlo. En la misma entrevista, dos o tres preguntas más abajo, soltaba una briosa declaración de intenciones: de poder escuchar solo un álbum para lo que le quedara de vida, elegiría The Ghost Of Tom Joad de Bruce Springsteen, y la mejor canción country de la historia es, con diferencia, «El Paso» de Marty Robbins (seguida de cerca por «Empty Glass» de Gary Stewart). A nosotros, con esto, ya nos tiene ganados. Si mata a alguien y nos llama, testificaremos a su favor sin pensárnoslo ni un segundo (mentiremos como bellacos, si es preciso). Su sueño sería cantar canciones con Tom Waits y armonizar con su voz (ánimo ahí), la música de Tom Waits, dice, «abarca la belleza en todas sus formas». Y le gustaría abrir (haber abierto) para John Prine. Coincidiréis conmigo en que muy mal cocinero hay que ser para, con todos estos ingredientes, te salga mal el guiso. En este Sin & Redemption se juntó, además, con una buena panda de excelsos y gloriosos malhechores. Entre ellos, Leroy Powell (que le produce el «L.A. Dreams»), el batería Brad Pemberton (de las filas de Steve Earle y Ryan Adams, nada menos) y la leyenda, Dan Baird, de los Georgia Satellites. Sueños rotos, lecciones, heridas, deserciones. Cómo afrontar todo eso con un corazón sensible, sin acorazar. La sensibilidad como fuerza («algo por lo que la gente debería esmerarse, algo digno de respeto y admiración. O, al menos, eso creo»). Proteger las emociones, de eso trata «Sensitive Heart». De lidiar con «el sentimiento trágico de la vida» y salir por el otro lado con el corazón intacto. De sonreír en la lluvia («las sonrisas más luminosas son las que nacen en los días más oscuros»). Mirar el abismo y encontrar diamantes en las tinieblas. Un álbum sobre aprender a convivir con uno mismo después de haber tomado ciertas decisiones. Y sobre encontrar cómplices, claro, como Dan Baird y Leroy Powell, con quienes escribió, mano a mano, el tema que cierra el disco, «Oh Katy (Just Gettin' By)», una canción sobre los duros golpes de la vida, porque está claro que «la vida no es manera de tratar a un animal» (como diría el grandísimo Kurt Vonnegut), pero por suerte tenemos la música («somos feos, pero tenemos la música», esta vez es Leonard Cohen diciéndoselo a Janis Joplin, que sabía de golpes y de humillaciones, tras una mamada en una habitación del Hotel Chelsea), porque «la música está hecha para que te plantes en medio de la tormenta y te digas: eh tío, espabila… que el sol volverá a salir mañana, y al menos tenemos esto –la música–» (está hablando de Dan Baird y de Leroy Powell). La amistad (que no precisa de frecuentación –a diferencia del amor–, ahora es Borges el que se cuela en este lupanar, quizá lease mejor: casa de citas) y el gozo de tener algo en común (la música, unos libros, un bar irlandés en el que suenan los Dropkick Murphys y tiran bien la Guinness…). Con eso se sobrevive y se va tirando. Y si encima suena así de bien, con tanta guitarra irredenta y tanto coro bien engrasado, pues ni que pintiparado, oiga. Todo esto, ya digo, aconteció en 2019 y, al menos en nuestro equipo de música, sigue y seguirá aconteciendo siempre. Y, como casi todo lo bueno, mejora con el tiempo.

WARD HAYDEN & THE OUTLIERS

Free Country

(Ward Hayden & The Outliers, 2021)

Durante doce años fueron los GGG (Girls, Guns & Glory, «Chicas, Armas de Fuego y Gloria»), pero pese a ser de Boston y manejar el distanciamiento irónico, allá por 2018 decidieron cambiar de nombre, por aquello de los tiroteos y el control de armas en Estados Unidos. No estaba la cosa para tirar cohetes, y nunca mejor dicho. El asunto se quedó en Ward Hayden (líder de la banda) & The Outliers, que viene a ser algo así como el susodicho y «los casos aparte», «las anomalías», «los valores atípicos». En agosto de aquel mismo año, sacaron el disco que precede al que hoy reseñamos, el Can’t Judge a Book, un disco de versiones, y abrieron para los Oak Ridge Boys, Marty Stuart, Los Lobos y Dwight Yoakam. Por entonces, la Rolling Stone arriesgó una de esas fórmulas a las que son tan aficionados (yo creo que por haraganería), dijo de la banda que era como sumar a un Buddy Holly moderno con Dwight Yoakan, y luego dividir la suma por los Mavericks (sabe Dios lo que significará eso). En la No Depression salieron a relucir los nombres de Roy Orbison, Hank Williams y Chris Isaak. Dijeron de aquel disco que era «el disco de-sentarse-en-el-porche-en-primavera-a-beber-birras-con-los-amigos del año». Es, sin duda, nuestra etiqueta musical favorita de todos los tiempos (que se metan por donde amargan los pepinos las insustanciales etiquetas de «americana», «alt-country» y demás pamplinas). El cambio de nombre de la banda vino dado también a raíz de una honda reflexión en los valores amparados en los diez puntos del «código vaquero» del que ha sido siempre el héroe de Hayden, el inmenso Gene Autry. Para Hayden, natural, ya advertimos, de un territorio y un ambiente muy poco vaqueros, lo de ser «cowboy» es sobre todo un estado mental (enseguida nos viene a la mente nuestro queridísimo Ramblin' Jack Elliott). Con el cambio de nombre, pretendieron definirse mejor, ajustarse a lo que verdaderamente eran y son. En doce años habían pasado muchas cosas. Y lo cierto es que ellos siempre se habían considerado anómalos dentro del mundo de la música country. Aunque eso era precisamente lo que hacían, country sincero (punto tres del código de Gene Autry: decir siempre la verdad) y rock 'n' roll emotivo, desde el corazón (quizá esto sea también una anomalía, y sin el «quizá», basta encender la radio a cualquier hora). Dejándose la piel en los escenarios. Trabajando, día a día, sin bajar la guardia (punto siete del código de Gene Autry: ser un buen trabajador). Y, sobre todo, ser fiel a aquel chaval de veinte años, con su buena dosis de corazón roto y su creciente colección de pérdidas y desengaños que, al volante de un Oldsmobile Delta Eighty-Eight, encontró en los casetes de su madre la respuesta a todos sus desvelos. En la honestidad de aquellas letras. La verdad duele, en efecto, y si no que se lo digan al viejo Hank Williams (que está tosiendo, cien plantas más abajo). Y así fue como llegó este disco, en el año de la pandemia, con ayuda de una campaña de Kickstarter que, aparte del dinero, les suministró tiempo de reflexión (alrededor de dieciséis meses) y la libertad para hacer lo que querían, en un estado de inocencia cercano al de aquellas primeras grabaciones de la historia del country, sin rendir cuentas a nadie, más que a sí mismos. Dicen que este Free Country ha sido como meter el coche sucio en el lavacoches. Una visión sobre el abismo sociocultural que divide a su país (punto diez del código de Gene Autry: un vaquero es un patriota). Un disco de borrón y cuenta nueva, de mirarse las heridas y cicatrizar (cuya descarga gratuita, hablando de libertades, anda por las redes para que tú lo goces, atendiendo al punto seis del código de Gene Autry: ayudar a las personas en apuros). Y producido nada menos que por el legendario Eric «Roscoe» Ambel (que, además, añade voces y guitarras, como acostumbra). Un country gozoso y sin nostalgia ninguna. Todo lo contrario. Un disco esperanzador. Una música que se sacude de encima todo asomo de pena y lanza la mirada al futuro. Lo dicen bien claro en «Irregardless»: «Recuerdo cuando el country era country, / recuerdo cuando el blues era negro, / las cosas cambian, como cambia el clima, / es lo único que se necesita para traer todo de vuelta, / ahora mismo están naciendo tempestades, / y la siguiente generación tendrá lo suyo». Y luchar contra lo que viene es luchar para la nada, trabajar para el vacío. Mantener esa esperanza, mimar esa confianza en la música y en la libertad, tampoco es que sea poca anomalía, así que el nombre de la banda les viene ni que pintado. Y para despedirme solo añadiré que la semana que viene nos los traen a casa nuestros dealers habituales de The Mad Note. Perdérselo sería de ser el encargado de esperar en el coche con el motor encendido y quedarse dormido el día del atraco. De embrearte y emplumarte sobre una mula en la plaza del pueblo para escarnio público y solaz del respetable. Así que, lo dicho, ni lo dudéis. Nos vemos debajo del bafle de la izquierda. ¡Salud y alegría!

HANK WILLIAMS Jr.

Rich White Honky Blues

(Easy Eye Sound, 2022)

Y, de repente, en un giro imprevisto de los acontecimientos, Hank Williams Jr., de quien ya habíamos jurado en 2012, esto es, hace dos lustros, que no queríamos volver a saber nada, va y, a sus setenta y dos años, se saca de la manga (bueno, de la manga de Dan Auerbach, que ya aquí asienta definitivamente su condición de mago) un discazo de los de quitarse el sombrero, hincarse de rodillas, pedir perdón, también clemencia, y retirar todos los vituperios pronunciados a raíz de los bochornos y vergüenzas que nos ha hecho padecer en el más reciente pasado. Un disco, hablando en plata, de los de envainársela y cerrar el pico. Lo cierto es que nuestra relación con Bocephus siempre ha sido de amor/odio. De sus, con este, cincuenta y siete discos, tendremos en casa más de la mitad, y entre ellos hay álbumes de gloria pura (me viene ahora a la cabeza The New South, que le produjo Waylon Jennings en 1977, por citar solo un ejemplo), pero aunque seguimos fieles a sus puntuales entregas, desde aquella descomunal obra maestra que fue The Almeria Club Recordings, en 2002 (hasta, como ya decíamos unas líneas más arriba, el 2022, en que nos apeamos definitivamente, después de aquel infecto, y séame dispensada la manera de señalar, Old Schools New Rules), no había vuelto a dar, ni de cerca, en nuestra diana. Caíamos en la trampa de nuestra propia impertinente nostalgia, seguíamos comprándole los discos, disculpábamos sus apariciones en esa pesadilla que es el Country Music Channel (el Horror, con permiso del coronel Kurtz), mirábamos hacia otro lado cada vez que se pronunciaba para hablar de política y hasta justificábamos sus desmanes y sus ventosidades verbales ante las visitas, como quien tiene un hijo imbécil. Y, de repente, Dan Auerbach, lo mete tres días en un estudio y le graba a lo vivo doce temazos de los de dejar el plato limpio a lametones y guardarlo en la alacena sin pasar por el lavavajillas, recreaciones potentísimas y descarnadas, con banda detrás de quitar el sentido (Kenny Brown, Eric Deaton, Kinney Kimbrough y Auerbach en persona), de bestias pardas como Robert Johnson, Lightnin' Hopkins, R.L. Burnside, Muddy Waters y Jimmy Reed, más tres temas propios. La labor de desbroza llevada a cabo por Auerbach, a lo Rick Rubin (o Saura con Pajares o Tarantino con Travolta) ha sido de premio y rendición vitalicia. Auerbach recordaba ver en la televisión a Hank Williams Jr. por primera vez siendo un crío y haberlo flipado. Y lo que se propuso con este disco fue volver a poner todas las partes dañadas en su sitio. Desprender la dura masa coralina que se le había ido adhiriendo en el curso de los últimos años, toda esa cochambre, y poner a punto el motor. «Esa crudeza», afirma Auerbach, «la autenticidad de esa crudeza. Es lo que siempre busco, el material más oscuro. Y en cuanto nos pusimos a ello, en cuanto arrancamos a tocar, Hank quedó investido. Y nos arrastró a todos los demás». Claro es, Hank necesitaba a alguien que lo arrinconara en el cuadrilátero, lo alejara de las malas compañías (básicamente de los horteras), de la mediocridad imperante, de su propia caricatura, y lo empujase al ruedo aludiendo a su auténtica médula, al hueso roído, puro y duro. Y el resultado es notabilísimo. En un annus horribilis, con fallecimiento de mujer incluido (sumando desgracias a una vida estrambótica de accidentes, deformidades e hijos perdidos), Hank Williams Jr. graba su mejor disco en años, puro trueno, puro saber enciclopédico, pura pasión y pura autoridad. Un disco acorde y digno de la inmensa leyenda que es y siempre ha sido. In extremis, sí, casi a lo deus ex machina, saltándose toda la lógica y la coherencia de una trama que ya nos conducía a un irremediable final desastroso (por triste y decepcionante), baja Auerbach al escenario de la tragedia por algún insospechado mecanismo accionado desde bambalinas, y resuelve la situación dando un giro imprevisto a los acontecimientos. Nada menos que, pongamos, Helios salvando a Medea (Bocephus) de la muerte, mandándole el Carro del Sol, en el que, jubilosamente, escapa. Ante esto, solo caben aplausos. Y es así como, por tercera o cuarta vez en lo que va de año, tenemos que volver a postrarnos en el suelo y pedir a gritos que suba a saludar el felicísimo patrón de Easy Eye Sound. Y, con la emoción contenida, decirnos para nuestros adentros: «Le debemos dinero, señor Auerbach. Mil gracias (y otras tantas huríes, para cuando le toque, pago yo)».

LEE BAINS + THE GLORY FIRES

Old-Time Folks

(Don Giovanni Records, 2022)

El disco empieza con una invocación, nada menos que con la voz de Angela Davis desde el Boutwell Auditorium de Birmingham sobre unos acordes de órgano. Conviene subrayarlo para quienes apuntan que la banda ha bajado de revoluciones, porque la revolución, claro, siempre ha sido otra y ha ido por otro lado. No se trata solo de meter ruido y ametrallar decibelios (que siempre ayuda, desde luego), sino de no bajar la guardia. No ceder ni un ápice ante la maquinaria de los poderosos, mantener la rabia intacta. Y, sí, esto sigue siendo el maravilloso punk sureño de izquierdas de sus anteriores tres discos, irredento y corcoveante, la misma épica rockera de forajidos y revolucionarios que habitan en las alcantarillas de Georgia y Alabama. Y no por gritarlo menos, deja de ser más incisivo, amenazador y necesario. Luego el disco se cierra con la bendición de la activista Joy Harjo, poeta laureada de la Nación Muscogee. La postura está clara. El objetivo también. No es una marca, ni una cierta forma de ver las cosas, es inconformidad, pura y dura, y, sobre todo, son historias. Historias de toda la vida. De gente de toda la vida. La lucha del día a día. De los nacidos sin flor en el culo. La voz de los silenciados y pisoteados en las páginas traseras de la historia. Es lo que somos, dice Bains (que sigue trabajando en los almacenes de una carpintería de Atlanta, porque con la música no da y, para él, la música, antes de dejar que se prostituya en busca de hits y de minutos de radio –bueno, de podcasts, que es lo que ahora se estila, con mayor o menor fortuna–, que muy bien podría, pero ni de guasa, la música es, decía, ante todo una militancia), nos guste o no. Historias de resistencia, viejas y nuevas. Luchas que se fraguaron en el pasado y que, en contra de lo que nos quieren hacer creer para reblandecernos, siguen candentes. Siguen produciendo bajas y abriendo heridas. Y muy probablemente lo seguirán haciendo hasta el minuto último, porque es precisamente esa lucha lo que, en última instancia, nos conforma. De ella venimos y con ella nos iremos. Hay un linaje de viejos combatientes, un sentido de pertenencia a la sangre que derramaron los que nos precedieron, una conexión con los antepasados. Y es en esos ancestros en los que Bains sigue buscando guía e inspiración. Se sabe deudor de esa lucha, progenie de esa misma indomabilidad, y se niega a aceptar el juicio de los tristes, de los rotos que, más agoreros que Casandra, no paran de dar la tabarra con el anticipo del inminente «fin de la historia», previsión artificial que es un modo de claudicar, de barrer la inmundicia y ocultarla bajo la alfombra, y eso sí que no, eso no son más que las habituales gilipolleces de los tertulianos y los columnistas de salón. Si saliesen al ruedo, si atendieran, si pisaran el suelo, se mancharían. Porque vivir mancha, igual que mancha la música cuando se toca desde la honestidad, la rabia y la esperanza. Porque en el peregrinaje personal (y profesional) que ha llevado a cabo Lee Bains entre sus dos estados de origen (Georgia y Alabama) ha encontrado, aparte de la desolación, solidaridad y resistencia. «Hubiese o no victoria al final, lo que realmente me ha servido de ayuda ha sido escuchar y ver aquellas historias con mis propios ojos». Lo dijo Harry Crews en su día (a quien seguro que le hubiese entusiasmado esta banda trapera del río de allí), lo importante son las historias. Las historias nos nutren. Tanto oírlas como contarlas. Y para contarlas hay que vivirlas, padecerlas. Aunque solo sea para poder contarlas. Sin más recompensa que la de ser oído, ser tenido en cuenta durante lo mismo no más de diez o quince minutos en la barra de un bar perdido de carretera. «¿Cuál es tu historia, amigo?». Y procurar que las cosas sucedan. El Movimiento por los Derechos Civiles. El Sindicato de Aparceros de Alabama. La huelga sureña de los trabajadores del textil de 1934. Bains ha viajado y se ha empapado de todo eso. De esas batallas que nunca acabaron, que siguen librándose, puede que más cruentas que nunca, porque al enemigo de siempre se suma, o se quiere sumar, ahora el olvido. La iglesia donde se reunía la Organización por la Libertad del Condado de Lowndes, que inspiraría la creación de los Black Panthers. Algo que no se cuenta en los colegios: las raíces del partido de los Black Panthers en la zona rural de Alabama. También revisitó los viejos campos de batalla en los que el pueblo Creek luchó por sus tierras ancestrales tras ser vilmente estafado y esclavizado. Bains ha cavado en esas zanjas y ha absorbido el sentimiento que aún impera en esos lugares y en esas gentes que murieron luchando por la injusticia. Son lugares de poder. Colectivismo, solidaridad, consideración por los otros, empatía. Y sobre todo historias y amor por el lugar que te ha visto nacer. No. No han bajado revoluciones, amigo rockero. Han afinado la puntería. Música folk, música de la gente. Woody Guthrie.

JOHN ANDERSON

Something Borrowed, Something New: A Tribute To…

(Easy Eye Sound, 2022)

De nuevo tenemos que rendirnos a los pies de Dan Auerbach (de quien nunca he sido muy forofo, todo hay que decirlo). Pero es que lo que está haciendo en su sello (Easy Eye Sound) desde hace unos años, no tiene precio. Sacó aquellas grabaciones inéditas de Tony Joe White; hace nada le ha producido un disco espectacular (y mira que me cae mal el personaje, pero qué grande es, cuando quiere) a Hank Williams Jr. y, hace un par de años, le produjo el Years a John Anderson, un álbum con el que lo rescató del olvido con la probable intención de hacerlo coincidir con este disco homenaje que sale ahora, con dos años de demora (con tanta jodienda de por medio entre pandemias, fallecimientos y cancelaciones, aparte de las dificultades, es un suponer, que ha de entrañar montar un disco de estas características, con semejante plantel). John Anderson es una leyenda (más de cuarenta singles en las listas country de Billboard, cinco números uno y miembro desde 2014 del Songwriters Hall of Fame). Eso nadie lo va a discutir a estas alturas, por mucho que adoleciera de aquellas sobreproducciones tan desoladoras de los años ochenta, en las que todo lo que sumaba restaba y, al final, enmascaraba (por no decir evisceraba) las bondades de sus canciones, que son muchas y excepcionales (tanto las canciones como las bondades), como vienen muy bien a demostrar, sin ir más lejos, las versiones que configuran este disco. Por aquí, ya lo hemos dicho en alguna ocasión, no somos muy partidarios de los discos tributo. Pero este posee ya de entrada tres elementos que nos lo vuelven imprescindible. En primer lugar, y abriendo el álbum, la posibilidad de volver a escuchar la voz de John Prine en «1959», una de las últimas grabaciones que hizo antes de entregar la herramienta y dejarnos tan sin padre. Oro puro. En segundo lugar, lo que viene a ser, sin duda, el momento álgido del disco: la versionaza que se marca Sierra Ferrell del «Years» (el tema que daba título al álbum de Anderson que le produjo Auerbach en 2020), y, no muy a la zaga, en tercer lugar, el «Wild and Blue» que despacha sin despeinarse Brent Cobb, otra mala bestia. (De estás dos últimas hay vídeos colgados en YouTube, una auténtica gozada, ambos). «No queríamos hacer el típico disco homenaje», dice Auerbach. «Tenían que ser los mejores cantantes con las mejores canciones y los mejores arreglos, y tenían que venir al estudio. No se trataba de decir: “Envíame la canción por correo y ya si eso la montamos nosotros”. Creo que eso es lo que hace que el disco sea único. Muy pocos discos tributo se hacen así. Creo que por eso suena coherente». La lista de artistas da buena cuenta de lo que se mueve hoy dentro del género. Nathaniel Rateliff, Erich Church, Gillian Welch & David Rawlings (también hay por ahí un vídeo fantástico), Tyler Childers (fagocitando el «Shoot Low Sheriff!» como si fuera suyo), Luke Combs (con la genética y la solvencia de un aborigen de Carolina del Norte, perpetrando una increíble versión del «Seminole Wind»), Sturgill Simpson, los Brothers Osborne, Del McCoury con Sierra Hull, Ashley McBride (un «Straight Tequila Night» versión femenina, algo ralentizado, pero apabullante porque, como dice la escritora Casey Young: «esta chica podría cantar la guía telefónica y hacerla sonar como un hit») y un colosal Jamey Johnson robándole la novia (como diría el otro a propósito de la versión que le hiciera el otro, bueno, el otrazo) a Anderson para cerrar el disco con la mítica «I'm Just an Old Chunk of Coal (But I'm Gonna be a Diamond Some Day». Lo mejor de lo mejor, ahí es ná. Habrá quien lamente el eclecticismo, pero esto es lo que hay, y funciona a las mil maravillas. No hay imitadores. No se trata de fotocopiar las canciones ni el estilo del intérprete. Se trata de devorar las canciones y regurgitarlas, y hasta tal punto se consigue el objetivo que estoy plenamente convencido de que cualquiera que no esté familiarizado con la música de Anderson y oiga las canciones por primera vez sin conocer su procedencia va a pensarse que son canciones originales de sus intérpretes. Buen trabajo. Suenan muchísimo a ellos, y eso es precisamente lo que yo, al menos, espero de un disco tributo. Al final, lo que importa son las canciones. Y hay que decir que muchas de ellas crecen aquí lo que no pudieron llegar a crecer en su día, encorsetadas como estaban por aquellas lamentables orquestaciones; aquí crecen, decía, en matices y emoción. Un álbum sincero y cantado desde el corazón. La foto de la cubierta, por cierto, la hizo en su día Johnny Cash (el otrazo del que hablábamos a propósito de la versión que hiciera de aquel otro que se lamentaba tan jubilosamente) Y así es como, al final, el círculo no solo no se rompe, sino que se ensancha. Bendito seas, Dan Auerbach.

EVA EASTWOOD

The Many Sides of Eva Eastwood

(Darrow Records, 2022)

Rockabilly, rock 'n' roll y country, esas son las muchas caras de Eva Eastwood, Eva Östlund fuera de los escenarios, natural de Örebro, Suecia, y este disco, para quien no la conozca, brinda una magnífica oportunidad para codearse con todos esos avatares, con lo mejor de su producción entre el 2006 y el 2012. Pura dinamita. La niña, la menor de seis retoños, empezó a escribir canciones a los nueve años, la muerte prematura de su madre, acordeonista, la convirtió en una jovencita muy seria que siempre prefirió la compañía del tocadiscos a la de cualquier otro infortunio, por suerte, viniendo de una familia de músicos, tal infortunio (la música) se recibió como cosa natural y, a todas luces, intratable. En la película Eva en Lyckost, estrenada en 2017, Eva hablaría por primera vez, abiertamente y sin sentimentalismos, de los abusos sexuales y el alcoholismo de su padre. Más razón para buscar refugio en la música, incluso durante su breve estancia en el orfanato. Los músicos rockabilly siempre han tenido algo de críos dickensianos. Fue su hermano, Hansa, quien le enseñó a tocar la guitarra. Un maestro muy duro, según refiere ella misma, que le proporcionó un piano y su primera guitarra Gibson. Escucha con adoración a Melanie Safka, también a Ruth Brown y a JJ Cale. Su primera banda, una banda de sótano, la forma con su hermana (la chica country de la familia) y unos cuantos amigos. La escena rockabilly de Suecia, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, es bastante potente. En 1984 conoce a los Peak Brothers, una banda rockabilly de Hallsberg, y ese encuentro resulta crucial, tanto en términos de amistad como profesionales. Con gente del rock duro del municipio de Nora, que es lo que procede en los noventa, toca en una banda llamada Irene's Federation, pero ella se sigue empecinando (jubilosamente) en defender su material original y, cuando la Warner sueca decide tenderle la mano, resulta que ella no va a poder porque se ha marchado a Estados Unidos, de viaje iniciático, con el que era su amor de entonces (futuro marido): un viaje a las fuentes y los orígenes de todo lo que la hacía vibrar. Un primer viaje a EE.UU. al que seguirían muchos, que tendrían un efecto profundo en su evolución musical. Allí, lo flipan. Suele pasar. Es más rockabilly que los rockabillys de allí (aunque, eso sí, comprado todo de baratillo y peinada en casa, frente al espejo, consultando viejas revistas de los años cincuenta). Tanto por cómo viste, como por actitud, les da mil vueltas. Un poco como los japoneses de la película de Jim Jarmusch. No tarda en actuar y dejar anonadado al respetable en los garitos legendarios de Nashville, el Blue Bird y el Tootsie's Lounge. Y enseguida le ofrecen un contrato discográfico. No lo firma porque es una atadura de cinco años y eso la obligaría a quedarse en Estados Unidos (que está bien para ir y volver, para volver y echarlo de menos, pero no para quedarse tanto) y aún no las tiene todas consigo (debe ser la única, los demás lo ven bastante claro) de que pueda llegar a ganarse la vida con la música. Así es que regresa a Suecia y es allí donde empieza a desarrollar en serio su carrera, en la cocina de casa. No para de componer canciones y de grabar maquetas. La prensa local comienza a fijarse en ella. Y es entonces cuando entran en escena ese par de amigos que todos tenemos, que tienen más fe en nosotros que nosotros mismos (por lo general amigos bastante verbeneros), y que actúan de repente como una suerte de deus ex machina: le hacen llegar dos de sus canciones a Bob Johnston (Bob Dylan, Simon & Garfunkel, Johnny Cash). Bob Johnston no da crédito. Afirma que es de lo mejor que ha escuchado en años. Incluso llegaría a viajar a Estocolmo para hablar de una posible colaboración, pero de nuevo los azares del destino imposibilitan que la cosa cuaje, el encuentro nunca llegaría a producirse. Aunque ya el motor rueda solo. En 1999 graba para Swedish Tail Records, un sello de Jönköping, su primer álbum, Good Things Can Happen. La crítica la define desde el primer momento como una mezcla feliz de Connie Francis, Wanda Jackson y Parsy Cline (luego dirán que Eva Eastwood es una mezcla entre Siw Malmqvist y Gene Vincent, ellos sabrán, porque, lo que es yo, de lo primero, no gasto). Y, en efecto, está toda esa nostalgia de los años cincuenta, pero también está la fuerza y el desgarro del sótano y el garaje de los noventa, con su banda, The Major Keys. Multitud de bolos en Inglaterra y en festivales como el Furuvik, el mayor festival country de Escandinavia. Tocan con Dave Edmunds y con The Refreshments, que se declaran ultraforofos de ella, como perrillos. Entre el 99 y el 2006 publica casi un álbum al año. Encabeza siempre las listas de rockabilly nórdico. Llega hasta ser telonera de John Fogerty en Gotemburgo. No para de girar. En la primavera del 2007 se separa de la banda y cada cual toma su rumbo. En el 2012 pasa a formar parte del Rockabilly Hall of Fame, en Jackson, Tennessee, por sus meritorias contribuciones al género. Este The Many Sides of… es el diario de bitácora de los siete primeros años de ese camino que emprendió por aquel entonces en solitario. «Packing Up To Hit the Road», el tema que cierra el disco, lleva sonando en esta santa casa desde que entró por la puerta. Pura vacuna para el desánimo y/o la flaqueza. Un temazo que deja meridianamente claro que Eva Eastwood evoluciona, crece y no tiene la menor intención de jubilarse.

RAY WYLIE HUBBARD

Co-Starring Too

(Big Machine Records, 2022)

Este disco es pura fantasía. Lo mismo que el anterior, hace un par de años, el Co-Starring, que ya reseñamos por aquí en aquel entonces. Rodearse de compinches (amigos y admiradores) y dar el golpe. He de reconocer que, al principio, me costó darme cuenta de que este era otro disco. Las cubiertas son prácticamente iguales (cambian los sombreros y el fondo). Pensé que lo mismo se reeditaba en vinilo o algo así, pero no. Lo de ahora es el Co-Starring Too. La segunda entrega. Me di cuenta al leer la lista de colaboradores, más apabullante aún, si cabe. El resultado es más duro y más potente. Más aguardentoso. Más ruidoso y más salvaje. Más el Ray Wylie Hubbard de la granja de serpientes, sucio y lodoso, con sus historias de perdedores, esa fauna polvorienta que pace y se desvive al borde de la carretera, los «hijos de Dios, salvajes por naturaleza», un poco al margen de todo, leyes y modas, vaqueros, pioneros, solitarios, criminales, vagabundos y músicos de country. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Este disco lo desmiente de un modo incontestable. Es casi un Padrino Dos, para entendernos. Además de una emocionante declaración de amor incondicional a la música y al estilo de vida que, en su día, llevó al joven Ray Wylie a largarse de Oklahoma e instalarse en Texas, ganándose el pan de garito en garito, entre amores desgastados, con no más equipaje que sus canciones, sin dar nunca el brazo a torcer, sin venderse al mejor postor ni aceptar elixires fraudulentos de vendehumos californianos. Siempre un poco al margen, en efecto, y siempre un poco esa cosa tan enojosa que es ser considerado un «músico de músicos», algo que, sin embargo, no deja de ser cierto. Se detecta sobre todo en proyectos como este. Ninguno de los invitados lo dudó ni un instante. No hubo nadie que exigiera oír la canción por adelantado. Si venía de mano del viejo Hubbard, el bombazo estaba garantizado. Rendición absoluta e incondicional. Y todo con ese realismo sucio, marca de la casa, ese naturalismo lleno de referencias musicales y literarias. «Esa cosa funky, sexy y cool que siempre he perseguido. Ese lugar groovy y arenoso donde la vida se vuelve demasiado real, se cometen errores, sí, pero también, a veces, se salvan almas». Música de la inmensa devastación americana (estadounidense), del Gran Desierto Interior. El festival empieza con «Stone Blind Horses», mano a mano con Willie Nelson, una canción que se presenta como una suerte de oración ebria para jóvenes vaqueros, viejos borrachos, amantes desesperanzados y ladrones que montan caballos ciegos. En «Groove», con Kevin Russell y las Shiny Soul Sisters, el viejo vagabundo nos descubre las fuentes de su Nilo personal, el «Try a Little Tenderness» de Ottis, el «Rather Go Blind» de Etta, el «Get Ready» de Curtis, el «Heard It Through the Grapevine» de Marvin, el «Respect Yourself» de Mavis, el «Walking In the Sun» de Percy, el «Take Me to the River», del reverendo Al y el «A Change Is Gonna Come» de Sam en una sola estrofa. Lo que viene siendo la escuela. Y, un poco más adelante, «JJ Cale, Delaney y Bonnie, Duck Dunn, Steve Crooper y Tony Joe White», para terminar con el «Chain of Fools» de Aretha, el «What I'd Say» de Ray, el «Treat Her Right» de Roy, el «Get Up Offa That Thing» de James y el «Cry To Me» de Solomon. Una portentosa lección de «groove». En el tercer corte, «Only a Fool», con las Bluebonnets, la banda garajera de Austin, el viejo amante cicatrizado rompe una lanza por «ellas», porque la carretera y los bares padecidos en el trayecto le han enseñado que son «solo los imbéciles los que las faltan al respeto». Llega entonces el momentazo del disco, «Hellbent For Leather», el dúo con Steve Earle en el que mandan a Los Ángeles a tomar vientos. La unión de estas dos bestias resulta de una lógica aplastante, y la mezcla no puede sonar mejor, puro rock and roll, trascendiendo a Henry David Thoreau y dando la razón a Gram Parsons, como es de ley y de gente bien nacida. Acto seguido, en «Naturally Wild», coescrita con nuestra admiradísima Jaimee Harris e interpretada junto a Lizzy Hale y John 5, Hubbard nos habla de un club de Austin en el que se da cita gente «que ya llega tarde a la redención», «gente olvidada y podrida que no tiene tiempo para rezar». Gente incendiada. «Hijos pródigos exiliados». Luego vienen los «Fancy Boys», nada menos que Hayes Carll, James McMurtry y Dalton Domino, en cuyos versos aparecen Hank Williams, muerto el día de Año Nuevo en un Cadillac Fletwood, los jovencitos presuntuosos que se pavonean en los escenarios en los que en su día tocó Waylon, y Willie diciendo que lo mejor va a ser liarlo todo en un buen porro y fumárselo. En «Texas Wild Side», con The Last Bandoleros, aparecen Jerry Jeff y Billy Joe, el lado salvaje de la noche de Texas. Seguimos con «Even If My Wheels Fall Off», con otro trío de ases, Wade Bowen, Randy Rogers y Cody Canada, una canción de quemar gasolina y correr al encuentro de mujeres que esperan lejos, que llaman desesperadas desde la otra punta de un país abrasado, sin frenos, pisándole fuerte, aunque en el camino revienten las ruedas. En «Pretty Reckless» el viejo Ray se une a Wynonna Judd, Jaimee Harris, Charlie Sexton y Gurf Morlix. Nada más empezar la canción, un coche se detiene junto al arcén con las ventanillas bajadas y el «Shine Along» de los Black Crowes sonando a todo trapo. Al volante va una chica con una cerveza entre las piernas, unas gafas de sol de espejo seguramente robadas y un colgante con una bala que le dice que suba su culo hillbilly al coche y deje de babear. La aventura está servida. Tanto Charlie Sexton como Gurf Morlix, aparte de prestar sus voces, aparecen como personajes en la canción. Carretera, cantina mexicana, cervezas hasta decir basta, enchiladas y una versión del «Houses of the Holy» de Led Zeppelin en el escenario. Ya en la recta final, «Ride or Die», con Ringo Starr, su hijo Lucas Hubbard, Steve Lukather, Eliza Gilkyson y Ann Wilson, una canción en la que una chica baila contoneándose como Stevie Nicks, camina como si estuviesen sonando todo el rato los Black Crowes en su cabeza, pincha una y otra vez el «Wild Horses» en su estéreo y, de vez en cuando, hace como que es Marianne Faithfull, joven y puesta hasta las trancas, en un castillo del sur de Francia. Y, para acabar, el bombazo de «Desperate Man», con The Band Of Heathens, en la que empieza diciendo que, al ir a ver el Joshua Tree, cayó de rodillas y rezó una oración a la Virgen. La historia de un hombre acostumbrado a caminar descalzo sobre cristales. La historia del propio Hubbard. Once canciones y cuarenta y dos minutos, ya lo dije al principio, de pura fantasía. ¡Aleluya!

IAN SIEGAL

Stone By Stone

(Grow Vision Records, 2022)

Ya han pasado diecisiete años y doce discos desde que lo descubriese un buen día en una de aquellas gloriosas jornadas cretácicas en las que uno era perfectamente capaz de pasarse horas (la verdad es que hemos sido una generación bastante dotada para la indigencia y la inmundicia; estábamos viviendo, probablemente sin saberlo, en las postrimerías de casi todo, el asteroide que oscurecería los cielos y enfriaría el planeta ya se veía venir), y de hecho me las pasaba (ella ya lo sabía y se iba a hacer sus cosas), manchándose los dedos (más adelante aprenderíamos a ponernos los guantes aristocráticos de Javier Marías, porque los ácaros ingleses son igual de ácaros, o incluso más, que aquí) en una costrosa (léase gloriosa) tienda de discos de Londres que ya no existe, con el que fue su segundo álbum, el glorioso Meat and Potatoes, que compré sin dudarlo, más que nada por el título y por lo que me dijo el dueño de la tienda, viejo zorro que en cuanto me vio dudar me lo pinchó desprevenidamente, como se tenía por costumbre en aquella época y en aquellos pagos, sabiendo ya que su pieza había caído en la trampa. «Esto que oyes es lo que tienes en la mano». No tuvo que insistir mucho. Le bastó decirme que era blues de astilleros y de ciudad portuaria. De un tipo de los aledaños de Portsmouth, al sudeste de Inglaterra, en el condado ceremonial de Hampshire, curtido durante muchos años en las tabernas de Alemania. Sudor, gomina y barba de tres días. Cuero y botas camperas. Respeto, tradición y mucho whisky. Parece yanqui, pero no. Procede de los muelles de la Pérfida Albión. Luego, llegaría a ganar un montón de premios en los British Blues Awards, se iría a grabar un par de discos descomunales a Mississippi con Cody Dickinson, de los Mississippi Allstars, a cargo de la producción (The Skinny, 2011 y Candy Store Kid, 2012), y comenzaría a colaborar muy de cerca con Jimbo Mathus. Todo gloria. El caso es que, durante todos estos años, no me he perdido ni uno solo de sus escarceos. Nunca me ha decepcionado. Y la reciente aparición de este Stone To Stone, no hace sino confirmar la inmensa altura que ha alcanzado. Lo cierto es que con este último disco ha puesto el listón muy alto. No se puede tener más clase, ni más buen gusto, ni más pantano. Con voz potente y segura, Ian Siegal ya no tiene nada que demostrar y hace lo que le da la gana y como le da la gana. Para empezar, el disco está dedicado a la memoria «y la inspiración» de Chuck E. Weiss, y eso ya, no sé si a vosotros, pero a mí me toca fuerte la patata. Aparte, incluye una canción de Jimbo Mathus, con quien, además, comparte los créditos de otras tres. Hay bien de resonator y mucho slide (y una tremendísima Shemekia Copeland en el segundo corte, entre el blues y el gospel, mano a mano con la voz aguardentosa de Ian en «Hand in Hand»). La cosa empieza destartalada, como la música que te encuentras al colarte en un garito pegajoso y lleno de humo, atmósfera de antro, pero luego todo se vuelve sorprendente y delicioso, inesperadamente, cuando Ian se arranca con «The Fear», solo voz, guitarra y armónica, una composición que nos descubre a un Ian Siegal más íntimo y más cercano a la sensibilidad de un Townes Van Zandt, por ejemplo, uno de sus máximos ídolos, dejándonos claro que no ha venido hoy aquí a gustar a todo el mundo y que este disco puede que no guste a aquellos que se acerquen a él a abrevar del blues más eléctrico y citadino. La cosa, desde este tercer tema, se vuelve, ya digo, extremadamente acústica y campestre. Faltan grillos, como quien dice. Chirrido de mecedora y tablón suelto de porche sobre humedal al ir y venir de la cocina a por cervezas. A poco que te descuides te masacran los mosquitos. Gloriosa también la versión fría, escalofriante, del «Psycho» de Leon Payne, con su letra brutalmente oscura, que en su día cantara Eddie Noack, ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country (algún día le dedicaremos unas líneas). «Si crees que soy un psicópata, mamá, será mejor que dejes que me encierren…». Y así sigue, un tema tras otro. Música del páramo, mezcla de country, blues y folk. Un poco de mandolina. Y un banjo que parece tocado por uno de esos ancianos arquetípicos (con ese punto irónico de quien ha estado en lugares y perdido cosas que ni tú ni yo imaginaríamos). Algún momento a capella de puro escalofrío («Monday Saw»). Zapateo y silbidos. Sencillo y parco. Música para oír (o interpretar) con candil y jaleo de ranas toro en la distancia. Música de cosas que reptan por debajo. Pura artesanía.