WHITNEY ROSE

Rule 62

(Six Shooter Records, 2017)

Ella es isleña, del otro lado del estrecho de Northumberland, de la Isla del Príncipe Eduardo («Cuna de la Confederación»), Parva Sub Ingenti («El pequeño bajo la protección del grande»), la antigua Abegweit de los micmac, tribu algonquina; de donde Ana de las Tejas Verdes, la novela de Lucy Maud Montgomery, también ella niña precoz, brillante y perspicaz, no huérfana, pero casi, no en una granja (aún), sino en un bar, el Union Hall, el bar de sus abuelos. Ella se crio allí, con su madre y sus tíos. El bar estaba en la primera planta. Sus mayores cuentan que, ya a los dos años, era sonar la canción «There's a Tear in My Beer», de Hank Williams, y la chiquilla se volvía loca. A veces, bajaba a cuatro patas después de que la acostasen, se colaba en el bar y se la cantaba a los parroquianos. Llegó a ganarse algún que otro dólar (ella, hoy, bromea al recordar aquellos días: «Seguimos en lo mismo», dice). Mucho Johnny Cash y mucho «Ring of Fire», la canción favorita de su abuelo, que ella luego incluiría habitualmente en su repertorio. Otra influencia determinante fue la música celta, a partir de un viaje que hizo a los ocho años con su madre a Halifax, Nueva Escocia, donde oiría por primera vez a la multipremiada banda folk The Rankin Family, con su particular mezcla de sonidos country y celtas, en lo que sería su primer gran concierto. El Tío Dan es el que le regala su primera guitarra y quien le anima a componer sus propias canciones. Estudia Periodismo y Lengua Inglesa en cinco universidades diferentes. Es culo de mal asiento (buena señal). Se traslada, esta vez sí, como la niña de Tejas Verdes, a una granja en mitad de la nada y tiene una relación sentimental fallida, material de lo más apropiado para exprimir el dolor, domarlo y parir un número suficiente de canciones para grabar un disco. Entonces entra en escena el segundo bar de su vida. El Cameron House, en el 408 de Queen Street West, un pequeño local con una potente escena musical que se convertiría, desde su fundación en octubre de 1981, en el garito de referencia de Toronto para los amantes de la música popular (suele describirse como una mezcla entre el CBGB's y el Hotel Chelsea de Nueva York, y por su escenario han pasado grandes bandas, como los Blue Rodeo y nuestros preferidísimos Freeman Dre and The Kitchen Party), con capacidad para no más de sesenta personas (actualmente, cuenta también con su propio sello discográfico, Cameron House Records, donde Whitney Rose sacaría su primer trabajo, homónimo). El bar se convierte en su segunda residencia. Granja y bar. Como una vaquera triste de un relato de Sam Shepard. La cosa se dispara cuando un buen día abre en Toronto para los Mavericks. Raul Malo lo ve clarísimo y decide convertirse en su productor oficial. En el primer disco que hacen juntos (Heartbreaker of the Year, 2015), incluye, por supuesto, la vieja canción de Williams («There's a Tear in My Beer», ya habiendo vertido de verdad unas cuantas lágrimas sobre infinitas cervezas) y una versión tremebunda, mano a mano con Malo, del «Be My Baby» de las Ronettes. La revista American Songwriter aplaude estupefacta su deslumbrante irrupción en la escena de Texas: «countrypolitan robusto […], una voz dulce, fuerte y vulnerable, llena de poderío y sutileza, […] música de raíces garantizada para provocar sonrisas». El New York Times, ante el duo que se marca con Malo, no duda en retrotraerse al «centelleo melancólico que desprendían Tammy Wynette y George Jones». Tras esta fastuosa entrada en la escena country, graba un EP (South Texas Suite en el estudio de Dale Watson, apenas veinticinco minutos en los que la crítica afirma asombrada que la canadiense canta como si hubiese nacido en el mismísimo estado de La Estrella Solitaria), y ficha definitivamente con Six Shooter Records y Thirty Tigers. Con ellos saca el disco que reseñamos hoy, su tercer álbum de estudio, su obra maestra (considerado por distintas instituciones como el mejor álbum country de 2017). La pandilla de la que se rodea es imbatible. Raul Malo, claro (coproduciendo con Niko Bolas), con algún músico de los Mavericks, de los Asleep At The Wheel y de los Jayhawks. Jay Weaver, bajista de Dolly Parton y Tanya Tucker (sus «abejas reina» como las llama ella, incluyendo también a Kitty Wells), y, a la guitarra, el inmensísimo Kenny Vaughn. El título del disco, Rule 62, hace referencia a una de las normas de Alcohólicos Anónimos: «No te tomes tan jodidamente en serio», pero como para no tomárselo. Este disco no es, para nada, asunto baladí, es country de muchísima clase, cosa seria, deudor de Kristofferson y de Wynette. Canciones nacidas para sobrevivir, de esas que parecen que vienen sonando desde Altamira y que seguirán sonando cuando nosotros ya no estemos aquí, derramando lágrimas sobre nuestras cervezas. Ese es, para entendernos, el nivel que alcanzó la hija adoptiva de Austin, Texas, con este álbum. Luego vendría el We Still Go to Rodeos de hace un par de años. Pero lo bueno, lo que más nos enamora de ella, es que sigue siendo la misma de siempre. Sus amigos no quieren ir en coche con ella porque se niega a escuchar música de mierda. En su equipo de música no entra esa cochambre. Y, además, sigue siendo muy de los suyos. La tecnología solo la celebra porque le permite estar cerca de la gente a la que quiere, allá en la vieja isla. De su abuela dice que es probablemente la única persona con la que habla todos los días. Hablan y se mandan mensajes de texto sin parar. «Pero mucho, mucho»… En fin, como para no sonreír, como para no invitarla a casa y hacerle unas lentejas, como para no quererla.