TYLER CHILDERS

Can I Take My Hounds To Heaven?

(Hickman Holler Records, 2022)

Cuidado, porque hay gente muy enfadada. Todo en este disco, que son tres discos, les molesta. Gente que esperaba otro Purgatory y que, claro, se enerva, porque aquí no hay purgatorio que valga. Es esa gente que siempre quiere más de lo mismo y que cuando la cosa no suena como ellos pretenden que suene, se sofocan y se estriñen. Se encabritan. Para empezar dicen que este disco, que son tres discos, no son tres discos, qué coño, dicen, ni siquiera es un disco, ¡ni siquiera es un solo disco! Dicen, y lo dicen elevando innecesariamente el tono de voz, hablando en MAYÚSCULAS y en negrita, que apenas, si acaso, da para un EP. Están muy enfadados. Cuando se anunció: Tyler Childers, con su banda de gira, los Food Stamps, saca un álbum de góspel, ocho temas en tres versiones distintas, presentadas en tres discos, la versión «Hallelujah» (en vivo en el estudio), la versión «Jubilee» (con secciones de viento y cuerdas) y la versión «Joyful Noise» (con remezclas y samplers), «un guiño a la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todo lo que eso significa», esa gente se emocionó, se emocionó de veras, ni lo dudes. Tyler Childers hace lo que le da la gana y se la suda todo. Es un outsider, un outlaw, qué tío. Un tipo admirable que, de un tiempo a esta parte, viene sacudiendo el polvo de toda esta escena tan rancia y amojamada, y tiene las cosas meridianamente claras, va a lo suyo, da la espalda al mercado, llama a las cosas por su nombre y no se disfraza de mamarracho country (no le hace falta sombrero, ni barba presidiaria, ni camperas). Pero entonces, esa misma gente que tanto parecía admirarlo, oye el susodicho disco (los tres discos, sobre todo el último, el del «ruido gozoso») y se solivianta, se les salen los ojos de las órbitas y se les atraganta el té de las cinco. Son, de hecho, los mismos amohinados que echaron pestes en su día del Sound & Fury de Sturgill Simpson, los vástagos de aquel tipo que llamó Judas a Dylan por enchufar la guitarra y soliviantar a los folkies en el Free Trade Hall de Manchester, allá en mayo de 1966. Se sienten traicionados. Parece como si hubieran insultado a sus madres. Dicen que el «ruido gozoso» es infecto. Dicen que de ocho temas nuevos nada. Dicen que uno es una versión de un clásico de Hank Williams («Old Country Church»). Dos son clásicos tradicionales («Two Coats» y «Jubilee»), uno es una revisitación de un tema de un disco anterior del propio Childers («Purgatory»), lo cual nos deja con cuatro temas, dos de ellos instrumentales (parece que lo instrumental también les provoca sarpullidos) y los otros dos no son para nada nuevos, dicen, porque cualquiera que haya seguido de cerca la carrera de Childers, sabe que son temas que lleva interpretando en sus conciertos desde hace tiempo. Así que de material nuevo nada. Y para colmo, siguen diciendo, las versiones del segundo disco, salvo ligerísimas variaciones, son casi exactamente iguales a las del primero. Así que se enfadan, emiten ruidos raros, les sienta mal la cena (sudan y huelen fuerte). A decir verdad, les cuesta enfadarse, porque en el fondo le tienen aprecio, porque lo admiran, pero el caso es que se enfadan, y mucho. De puertas afuera, reconvienen al artista, como curas adiposos y seborreicos ante la travesura de un niño malcriado. Se ponen muy dignos y muy paternalistas, disculpan el desagravio del muchacho, para no quedar como cenizos y cascarrabias, achacándolo a no sé qué cosa de etapa de transición, de búsqueda, de experimentación, de crisis existencial, ya se le pasará…, pero por dentro les reconcome la rabia. Están cabreadísimos. Por otro lado, los más mojigatos, los beatillos de turno, le afean aún más la conducta, si cabe, aduciendo que de góspel muy poco, que qué vergüenza, que qué poco respeto, que qué es eso de no querer saber nada del Cielo si no puede llevarse a sus sabuesos a cazar mapaches en los campos del Señor y preferir, en tal caso, ingresar en el Infierno, donde ya estarán instalados todos sus amigos. El enfado de esta gente adopta ya dimensiones de chiste. El caso es que es precisamente todo eso que tanto les agravia, que tanto les indispone, que tanto les trastorna la digestión y les provoca esa halitosis tan poco civil, es todo eso, digo, lo que más nos gusta de este disco, de los tres discos, incluso del tercero en discordia. Todo está cantado con garra y convicción. Es una voz que ha sufrido y que lo siente. Y, es más, si las versiones del «Jubilee» te resultan idénticas a las del «Hallelujah», con todos mis respetos (mentira, en realidad, como podrás comprender, me la refanfinfla), es muy probable que la corajina te esté ofuscando un poco los sentidos. Podría llegar a entender lo del tercer disco, por mucho que trates de explicarlo diciendo, tan moderno tú, tan de comprarte vinilos porque la calidad del sonido blablabla…, que es una remezcla de primero de remezclas, que te suena todo muy torpe y de principiante, cuando lo que está claro es que te jode la electrónica y te enervan los ruiditos, ya sean de primero de remezclas o de titulado cum laude. Te diría que te lo hicieras mirar, o no, yo qué sé, tú mismo, vive con ello, acaricia a tu mujer de vez en cuando y educa a tus hijos, procura tener siempre tila en la alacena, haz ejercicio todos los días y, cuando llegue el fin de mes, cuando cobres, cómprate ese disco de mierda que acaba de sacar Springsteen y mastúrbate con sus versiones góspel a escondidas, pero deja ya de dar por culo con lo del dinero tirado. En los tiempos que corren, se puede escuchar cualquier disco por la puta cara en mil sitios, y si no te gusta pues te cagas alegremente en los muertos de quien quieras (o en los vivos), pasas de comprártelo (he ahí un buen activismo de andar por casa con tus pantuflas) y punto. Por aquí solo nos queda añadir que cuanto más oímos el disco, los tres discos, incluido el tercero, más nos gusta(n). Y sí, totalmente de acuerdo con Tyler, si al Cielo no nos dejan entrar con nuestros perros, nos iremos directos al Infierno, donde, al fin y al cabo, acabarán mudándose todos nuestros amigos (y donde, por cierto, según parece, no te dicen nada si no recoges los zurullos). ¡Aleluya!