THE DEAD TONGUES

Dust

(Psychic Hotline, 2022)

Ryan Gustafson, de The Dead Tongues, lleva más de una década dando el callo en la escena musical de Carolina del Norte, entre Durham y Asheville. Ha visto mundo como guitarrista de Hiss Golden Messenger y de Phil Cook, se ha hartado de hacer autoestop por el Oeste, ha cambiado de piel varias veces, no ha parado de sacar álbumes y en los últimos tiempos se viene diciendo que vive en una furgoneta en mitad del bosque. Es callado y bastante reservado. La escritora Ashleigh Bryant Phillips fue a entrevistarlo hace poco para hablar de su último disco, Dust. Quedaron en un salón te té oriental de Asheville. Él la invitó luego a conocer su cabaña. La furgoneta aparcada en la calle tenía una grieta en el parabrisas y flores secas en el salpicadero. El motor era estruendoso y, una vez en marcha, cuenta Ashleigh que tuvo que inclinarse varias veces para poder oír lo que le decía. Le contó que estaba intentando conseguir asistencia sanitaria, que había crecido en la pobreza, hijo de un predicador pentecostal. «Todo lo que tenían nos lo daban», de hecho, fue así como consiguió su primera guitarra. Poco a poco, se fueron adentrando en las montañas. Pasaron junto a un Dollar General. Al tomar una curva él le confesó que en su infancia toda la gente que conocía hablaba en lenguas (lenguas muertas, de ahí el nombre del grupo, en efecto, pero también porque sonaba muy bien, The Dead Tongues –risas–). Él nunca tuvo ese don y creció pensando que no era lo suficientemente bueno. La cabaña se alzaba a un kilómetro y medio de la carretera principal, al final de un camino de tierra, el típico camino en el que más vale que no te metas a menos que vayas en un camión o un todoterreno. Una cabaña centenaria en un terreno de cien acres situado en lo más profundo de las montañas Blue Ridge. Sus vecinos más cercanos crían ovejas, gallinas y pavos reales. Reina la calma. Era invierno y no había ni rastro de pájaros. Lo que sí había era un árbol que parecía estar haciendo kung-fu. Ryan imitó el gesto del árbol al bajarse de la camioneta, junto a una pila de leña tan alta como él, cortada por él mismo. No tiene callos solo en las primeras falanges. Esas manos cuentan otras historias. Ryan le habló entonces de que llegó un momento en que estuvo a punto de dejar la música, allá por 2020, tras la grabación del Transmigration Blues, su cuarto álbum, un auténtico borrón y cuenta nueva. Le mostró luego su estudio, un pequeño habitáculo, especie de invernadero triangular, adosado a un lado de la cabaña. El sol de la tarde entraba por la claraboya. Había instrumentos por todas partes. Y una foto de unos antepasados suecos, tomada poco antes de que emigraran a Estados Unidos. Muchos libros: Octavia Butler, Layli Long Soldier, Wendell Berry… y una máquina de escribir con un manuscrito en curso. Grabó Dust en nueve días. Es el disco que menos ha tardado en grabar hasta ahora. Antes le llevaba meses acabar una canción. Ya no. Él mismo se encargó de las guitarras, la armónica y el piano. Ryan afirma que la situación ideal para escuchar este disco es conduciendo de noche. Ashleigh dice que suena al sol bajando a través de unas ramas otoñales, sobre las rocas cálidas del río. Y lo cierto es que se nota que con este álbum Ryan ha ahondado en su corazón, se nota el tiempo de reflexión, la calma casi budista con la que ha rebuscado en sus viejos cuadernos. La cosa podía haber derivado perfectamente hacia el vacío, hacia la nada. Hacia vivir y olvidarse del resto. Pero al final ha sido más bien lo contrario. Ha sido un regreso en toda regla. Quizá es que no pueda concebir vivir de otra manera que no sea haciendo lo que hace. Un seguir para adelante con todo el peso de lo que se ha sido pero con el nuevo hábito hallado en la pausa y la lentitud. La naturaleza y la muerte del ego. Nueve canciones compuestas como en el transcurso de un sueño casi febril. Una crisis de identidad grabada en cinta. La gente de Rough Trade lo ha descrito muy afinadamente como una exploración del modo en que el alejamiento del arte puede llegar a ser lo que finalmente te conduzca de vuelta (ojalá muchos tomaran nota y dejaran de atosigar con las prisas y con tanto material de desecho, chusco e innecesario). Como dice el propio Ryan en la letra de «Dust», la canción que da título al disco: «Algunas historias no tienen final, algunas cosas nunca mueren». Y esa armónica que parece secuestrada del Harvest de Neil Young, no hace sino confirmarlo.

PHARIS & JASON ROMERO

Sweet Old Religion

(Lula Records, 2018)

En nada saldrá el disco que han grabado para Smithsonian Folkways Recordings, Tell 'Em You Were Gold (2022), un viaje sonoro a través de los tonos de siete banjos construidos a mano por el propio Jason, mezcla de canciones originales y melodías tradicionales. Así que aprovechamos la espera para hablar de ellos. De Pharis y Jason. Una pareja agradable que toca música folk (así se definen en su web, y seguramente no haya mejor definición). Ella es de reírse mucho, él es un poco misterioso. Son canadienses, han tocado en multitud de sitios, han ganado multitud de premios y han enseñado a multitud de gente. Tienen dos hijos estupendos y una casa en el bosque (junto a un río de desove de salmones, una de las últimas cuencas prístinas de la Columbia Británica). Y, además, son lutieres. Construyen banjos. Puedes visitar la web de su tienda. Y apuntarte a la lista de espera. Muchos de los mejores músicos de bluegrass tienen uno de sus banjos. Comen sano (de lo que plantan) y tocan música en la cocina. Todo es muy casero. Todo suena a madera de primerísima calidad. Empezaron tocando juntos música tradicional, banjo, guitarra y, a veces, un violín, en un trío que se llamaba The Haints con el que llegaron a grabar un disco hoy casi imposible de encontrar. También tienen una increíble colección de micrófonos (sus tesoros, el RCA y un C37) y un buen montón de guitarras de preguerra (una fatídica noche de junio de 2016 se les incendió el taller, J Romero Banjo Co., y perdieron los banjos y la colección de guitarras antiguas –incluida una Gibson J-45 de 1943 de valor incalculable, regalo de la inmensa Alice Gerrard–; el fuego también se llevó por delante la cabaña cercana donde dormían mientras terminaban las obras de renovación de la casa, lograron salir vivos de milagro; otros no habrían salido ilesos, pero ellos no se dejaron vencer por la devastación, toda una vida convertida en cenizas, se pusieron manos a la obra y lo reconstruyeron todo –la comunidad musical unió fuerzas y recaudaron fondos para ayudarles a levantar de nuevo el taller y la casa–). Son muy vieja escuela. Cuidan mucho el detalle. Hacen las cosas sin prisas. Mucha carpintería: planchas calientes para doblar maderos de arce, piezas en remojo, madera torrefacta, masajes con soplete…, ese tipo de cosas. Son muy frikis del banjo (ellos mismos lo reconocen) y muy fanáticos de la afinación (Pharis se reconoce también nerd de los árboles, tiene una licenciatura en botánica y en entomología, geek de la naturaleza). A veces, en directo, uno de ellos entra en una afinación esotérica, y el otro le sigue de inmediato, no necesitan ni mirarse, por muy difícil que sea. Se podrían pasar horas hablándote de las antiguas afinaciones de banjo, cientos de ellas, cada una con su razón de ser. Lo suyo tiene algo de conservacionista. Incluso construyen banjos de calabaza con trastes, algo que ya nadie fabrica. Son los guardianes de la vieja religión (en referencia al título del disco que hoy reseñamos, el disco con el que, por cierto, entraron en mi vida; sin contar el de The Haints, el quinto de siete, todos de un gusto exquisito). Banjos y pesca con mosca. Esas son sus dos actividades fundamentales. Y el bosque. Muchísimo bosque. Así es como les surgen las canciones. Muchas veces empieza simplemente con una afinación, en ocasiones la cosa gira en torno a no más de un par de compases, y luego irrumpe el bosque. El mero hecho de estar ahí hace el resto. El enfoque es puramente artesanal, es como hacer mermelada con las cosas que crecen alrededor de la cabaña o destilar moonshine entre los setos. Y así suena. Sweet Old Religion es el disco que sucedió al incendio, después de un tiempo de parón en el que estuvieron ocupados en las labores de reconstrucción y en la llegada de su segundo hijo. La vida sigue. Al reconstruir el taller, se montaron también un pequeño estudio de grabación y ahí es donde grabaron estas once canciones. Más casero imposible. Un disco humilde, como solo podía serlo tras la pérdida total. Un disco con más sentimiento country que los anteriores (y probablemente, ahora que ya los tenemos todos bien fatigados, el mejor para entrar en su pequeño mundo). Todo de los más selecto. El modo en que fluyen las líneas melódicas y la combinación perfecta de sus voces. Con sus pequeños toques adicionales de violín, pedal steel, mandolina, guitarra barítono, bajo y batería. Casi una homilía, en definitiva. Pura magia. Honestidad, entusiasmo, supervivencia y un fuerte olor a resina. La música que uno esperaría escuchar en el porche de esa cabaña que, de pronto, tras mucho caminar, se entrevé en la espesura.

49 WINCHESTER

Fortune Favors The Bold

(New West Records, 2022)

Empezaremos diciendo que no es un fusil con acción de palanca, sino el nombre y el número de una calle de un pequeño pueblo montañés, Castlewood, sito en Virginia, en los Apalaches, donde la banda empezó a tocar sin mayores pretensiones que tocar y seguir tocando mientras se pudiera. Uno de esos pueblos con un solo semáforo y, según las propias palabras de Isaac Gibson, líder del grupo, todos los clichés que uno quiera barajar a propósito de lo que supone crecer en un pueblo de apenas dos mil habitantes, en su día fundado sobre un terreno comprado a los indios shawnee a cambio de un sabueso, un cuchillo y un trago de whisky. Para empezar la necesidad de rebelarse, de ahí todo ese caudal punk rock y metalero que anida y transpira en el corazón de esta banda aparentemente country que debuta ahora en el sello New West con este Fortune Favors the Bold (la fortuna favorece a los audaces, en efecto, solo si te atreves a salir de tu pueblo mental en busca del Nuevo Oeste que está ahí fuera, esperándote). La tía Patsy, que falleció hace poco, fue la que le regaló su primer instrumento, un bajo con el que quiso formar una banda de punk, como buen fan de Pantera que siempre conviene ser, para crecer con la mente limpia, avatar que acabaría sucediendo, aunque con vestimentas completamente imprevistas. Probablemente, porque el punk, como género, nunca le ha interesado del todo, lo que le ha interesado ha sido más bien la filosofía, por llamarlo de alguna manera, la filosofía o la actitud, el espíritu si se quiere. Eso que, en ocasiones, se inocula en los demás géneros, incluso en el menos punk en apariencia, como puede ser el country que él perpetra, el único country que le interesa, un country de naturaleza rebelde (el viejo outlaw de los setenta). Para ello bastaría citar a Chris Shiflett, de los Foo Fighters, que lo dijo mejor que nadie al dictaminar que la música country es el lugar al que van a morir los viejos rockeros punk. Muchas bandas han demostrado ya que uno puede sentirse como en casa con unas botas camperas y un sombrero vaquero en el escenario de un garito de música punk. Una mera cuestión de energía que va mucho más allá del hábito, que jamás hace al monje, por mucho que nos intenten hacer creer los fantoches. Para empezar no es un disfraz, es auténtico. Enseguida se identifica al mamarracho que jamás se ha puesto un sombrero vaquero o al hijo de familia que se implanta un imperdible demasiado brillante en el pezón o se tatúa un dibujillo que en nada se diferencia de las calcamonías que venían en los pastelillos Bimbo. Disfrazados hay muchos y su música también suena a disfrazada. Cowboys y punks de pega. Pura fachada insulsa tocando música vacía. Para Isaac el asunto se basa en algo de lo más sencillo (y a la vez de los más complicado), se trata de total y absoluta dedicación a contar la verdad. Solo hay una indicación en el prospecto: nada de soplapolleces. Para él, eso es la música country. El lugar común de los tres acordes y la verdad. Verdad, honestidad y crudeza. Olvídate de la nouvelle cuisine. Caramelízate los huevos, si quieres, pero a mí el guiso me lo dejas quieto. Algo con lo que la gente se identifique al momento, que apele a sus vivencias y que tenga valor por sí mismo, más allá del sonido, algo, no por domado y elaborado, menos primitivo. Los muchachos del número 49 de la calle Winchester reconocen que nunca quisieron ser una banda de country, ni una banda de rock, ni una banda de Americana, ni de blues, ni de soul, ni de su puta madre. Nunca se lo plantearon en esos términos. Al inicio eran jóvenes (lo siguen siendo) y estaban muy verdes, no tenían ni repajolera idea de qué era lo que estaban haciendo, de cómo encajarlo o clasificarlo, pero sí tenían clara una cosa, querían contar lo que les pasaba, transmitir lo que oían en sus cabezas y lo que sentían en sus corazones. Lo traducían como podían y lo sacaban a la luz, contagiado inevitablemente de toda la música que escuchaban y amaban, algo que, poco a poco, a lo largo de los ocho años que llevan tocando, se ha ido depurando hasta dar lugar a su sonido actual, cierto que más cercano al country que a cualquier otra cosa, pero con mucho también de tantísimas otras cosas. Porque en lo suyo no hay nada previsto, es todo maravillosamente esporádico. Isaac se adscribe al viejo método de Hank Williams, según el cual, si te lleva más de media hora escribir una canción, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella. Le viene de familia. Desde hace cien años se vienen dedicando a la carpintería y a la mampostería de piedra. Isaac pertenece a la cuarta de cinco generaciones que sabe lo que es sudar mientras se instala un tejado. Sabe lo que es ganarse la vida manchándose las manos. Y esa ética de trabajo es la que ha incorporado también a los del 49 de la calle Winchester. Pon en marcha el reloj, encájate el casco y a trabajar. Ese es el mantra, tanto en el estudio como en las giras y en los ensayos. Música de currantes. En definición de ellos mismos, «una banda de alt-country de lágrima en tu cerveza, rock and roll de bar de suelo pringoso y folk de los Apalaches de alto octanaje».

CRISTINA VANE

Make Myself Me Again

(Red Parlor Record, 2022)

Hace cinco años, en 2017, la descubrimos en una sesión de Jam in the Van, marcándose un «Long Way Home» que ya entonces nos dejó con el culo torcido. Luego le perdimos un poco la pista, pero nos volvió a seducir en octubre del año pasado, gracias a nuestro nuevo canal favorito, Western AF, en plena llanura, cantándole el «Travelin'Blues» al bisonte Billy, en el Prairie Monarch Bison Ranch de Wyoming, un estado por el que sentimos especial debilidad (por motivos que no vienen ahora al caso y que ya han quedado debidamente consignados en otros pagos). El caso es que acaba de salir su esperadísimo segundo disco para Red Parlor Records (atrás quedan también los dos EPs, Shades y The Magnolia Sessions) y nuestra absoluta rendición no ha hecho más que confirmarse. El viaje ha sido apasionante. Cristina nació en Italia, de padre siciliano-estadounidense y madre guatemalteca. Dio muchos tumbos. Cada tres años, más o menos, un nuevo salto. Se crió entre Inglaterra, Francia e Italia. A los dieciocho años, cuando se establece definitivamente en Estados Unidos para ir a la universidad (Princeton, Literatura Comparada), habla cuatro idiomas y lleva dentro el blues de la vieja Europa. Tanto ir y venir de aquí para allá ha hecho que no tenga muy desarrollado el sentido de pertenencia. Algo que no vive como una rémora, sino más bien como todo lo contrario. Su única patria es la música. Y no toca música folclórica tradicional italiana ni de la región del Piamonte, donde nació, aunque todo eso y mucho más, todo lo que ha visto y oído en sus largos peregrinajes, ha influido en su sonido y en su trayectoria profesional. Así como en su manera de relacionarse con el mundo. La guitarra slide, que aprendería a tocar en el Londres de los noventa (que era mucho Londres), marcaría su camino. En Los Ángeles estuvo trabajando una buena temporada en la tienda de guitarras McCabe's y allí se hizo experta en el fingerstyle, asesorada por Pete Steinberg, su mentor, al que siempre cita y tanto debe, que dio forma a su manera de componer y de tocar. Mucho country blues, Skip James, Mississippi John Hurt y Blind Willie Johnson (Venice Beach está lejos del Delta del Mississippi, pero Cristina salva esa distancia en cuanto agarra la National Resonator personalizada con la que aparece retratada en la cubierta de este disco, una Reso Rocket de cono único que tiene desde hace seis años y que, pese al tute que le viene dando, aún no ha tenido que llevar a reparar), por supuesto, viejos estilos de guitarra folk, música old time, bluegrass y su enamoramiento con el banjo «clawhammer», última incorporación al arsenal de instrumentos que toca casi sin despeinarse. Su primer álbum, Nowhere Sounds Lovely (referencia a esa «Ninguna Parte» de la que se siente tan habitante, como los cómicos de la legua de la inmortal obra del gran Fernán Gómez), elogiado como «material fascinante» por revistas eminentes como American Songwriter y Rolling Stone Country, fue escrito en buena parte durante el largo viaje por carretera a través de Estados Unidos que siguió a su estancia californiana. Cinco meses tocando en pequeños bares, cervecerías, cafeterías, clubes y patios de gente, durmiendo en casas de amigos o de desconocidos, y en tiendas de campaña al borde de la carretera, acampando de vez en cuando en los Parques Nacionales, para respirar y recargar pilas. «Una niña rockera obsesionada con la música antigua», así es como ella misma se define. Pero con algo adicional, algo que la hace única en su especie, esa fascinante visión del que viene de fuera, ese distanciamiento crítico y apasionado del que ya hemos hablado en otras ocasiones al referirnos a los Wenders y los Kaurismäkis que se asoman y se pierden por aquellos horizontes: el asombro y la emoción del descubrimiento y la confirmación. Ahora ella ha echado raíces en Nashville («Small Town Nashville Blues») y parece haberse reconstruido tras el largo viaje. El disco transpira el optimismo de haber llegado por fin a alguna parte, transpira fuerza y seguridad. Cristina Vane parece haber encontrado su propia voz, ella lo llama «el sonido de crecer». Y oír ese sonido, producido en estudio o a pelo en las Grandes Llanuras, nos seduce casi tanto como al bisonte Billy, que muge manso y se queda quieto.

BRENNEN LEIGH (featuring ASLEEP AT THE WHEEL)

Obsessed with the West

(Signature Sounds, 2022)

Puede que de primeras no te suene ni la conozcas, pero seguro que la habrás oído mil veces. Ha hecho voces para The Weary Boys, Moot Davis, Jesse Dayton, Leo Rondeau, James Hand, Melissa Carper, Jim Lauderdale, Charley Crockett, Rodney Crowell, Radney Foster y Bobby Bare, entre otros. Canta, compone y toca la guitarra y la mandolina «como una hija de puta», y no es que lo diga yo, lo de «like a motherfucker», eso lo dijo el gran Guy Clark en su día, alabando su flatpicking, sin andarse con chiquitas. David Olney, otro de nuestros héroes, se refirió a su escritura, «tierna, violenta, sentimental, tontorrona y sabia, siempre fiel a sí misma, confiada y a gusto, sin dárselas de nada ni pasar por una imbécil» (se ve que por aquellas latitudes lo de ir de sobradillo es tan habitual como por aquí, donde de mediocres envanecidos siempre hemos andado con exceso de stock). De este último disco, Colter Wall ha dicho que si al primer compás no se te planta una sonrisa en la cara y te pones a mover los pies es que probablemente estés muerto. Ella lleva obsesionada con el western swing desde que era pequeñita y siempre ha sido una influencia. Nació en Fargo (con catorce añitos ya giraba), se mudó a Austin a los diecinueve y actualmente reside en Nashville. De ahí que sus discos anteriores hayan abarcado el bluegrass, la música country (sus padres eran muy forofos de Willie Nelson y de Emmylou Harris, y no se perdían nunca las emisiones de fin de semana del Austin City Limits) y el folk. Pero solo ahora, con este séptimo álbum, se ha puesto a explorar en serio el western swing, para lo que ha contado en la producción con el mejor, nada menos que con el maestro Ray Benson, rey actual del Texas swing, al frente de su banda, los gloriosos Asleep at the Wheel. Cindy Walker (a la que Brennen considera su espíritu animal) y Bob Wills pueden dormir tranquilos. De adolescente, Brennen se topó en casa con un viejo regalo de bodas que le habían hecho a sus padres, Fathers and Sons, un disco editado en 1974 con Bob Wills & His Texas Playboys en una cara y en la otra Asleep at the Wheel. Ahí se le inoculó el virus del swing. Ella y su hermano no paraban de pincharlo, devoraban el disco. Alucinaban con aquellos gritos extrañísimos, el característico aullido agudo de Wills. Aquella mezcla de jazz, blues, polka y country rural. Un sonido que les parecía procedente del espacio exterior. Fue así como se enamoraron de la idea de Texas. Con quince años, conduciendo por las carreteras desoladas de Dakota del Norte, oyendo una y otra vez una cinta con temas como «New Spanish Two Step», «San Antonio Rose» o «Maiden Prayer». Imposible escapar a ese embrujo. Texas, un país o planeta mágico de comida mexicana y salones de baile. Quién le iba a decir que acabaría viviendo allí y grabando un disco de western swing. Y, además, con el espíritu aventurero del que siempre ha hecho gala, con la insobornable intención no solo de emocionar, sino también, y sobre todo, de preservar el pasado. Una carta de amor a un sonido que significa todo para ella y que cambió la fibra de su ser. «Para mí se trata de algo espiritual. Es como si te presentaras con tus mejores galas y le dieras a la gente lo más auténtico que puedes darle. He aprendido que cada vez que coqueteo con el lado menos auténtico de mí misma en lo que respecta a las apariencias, no consigo conectar tanto con la gente. Para mí es importante decir: “estoy orgullosa de esto” y poder mostrarlo tanto en mi actitud como en mi indumentaria. Creo que este género merece ser respetado, amado, alimentado y regado. Esta es nuestra música y es una música inteligente, es una música brillante y con clase». Y si encima va y te encaja a bocajarro el pistoletazo que da título al disco, «Obsessed with the West», con ese violín y ese viejo acordeón, esa especie de oda melancólica de ambiente vaquero, pues apaga y vámonos. Un auténtico poema de amor al Oeste que, en efecto, se desvincula un poco del tono general, bajando revoluciones, pero que es, sin duda, el momento álgido del disco, el más emotivo, con sus cigarras zumbantes, sus rocas calcáreas, sus altas hierbas danzantes, sus bandadas de buitres negros, sus granizadas asesinas, sus borrascas y sus ciclones, sus cactus rosados en flor y sus huesos blanqueados por la intemperie: «aunque me llene de aguanieve y me haga nudos en el pelo / estoy obsesionada con el Oeste, / esa vieja y ruda fulana, / ese poni salvaje indomable». Una canción en la que, por otro lado, ya se perfila ese nuevo proyecto con el que Brennen Leigh viene fantaseando en los últimos tiempos para gran alegría nuestra (o al menos mía), un álbum de canciones vaqueras, un disco en la línea de Roy Rogers y de Sons of the Pioneers, baladas de pistoleros a lo Marty Robbins y Don Edwards. «Definitivamente, serán canciones originales, siempre he querido escribir una novela del Oeste en forma de canción, ya sabes, un disco temático que tenga un poco de Louis L'Amour y un poco de McMurtry, ese tipo de cosas». Bendita seas, Brennen Leigh. Bendita sea tu obsesión y tu valentía. Una suerte y un regalo haberse tropezado contigo. Happy trails & yeeeeehaw!

ZACH BRYAN

American Heartbreak

(Warner Records, 2022)

Un día te llega una factura muy alta de Verizon Wireless, el mayor operador de telefonía móvil del país, y decides escribir una canción cagándote en todos sus muertos que titulas «Cold Damn Vampires», porque eso es lo que son, unos putos vampiros sin sentimientos, y hasta haces un vídeo que luego cuelgas en las redes. A los tres días te llama tu padre, que está muy orgulloso de ti, no es para menos, y te dice que últimamente te estás cagando mucho en todo y mantienes una larga conversación con él sobre moralidad y respeto en la que al final, supones, no te queda otra que darle la razón. Pero luego resulta que, además, te llaman tres de tus mejores amigos para preguntarte si estás bien, si te pasa algo, si estás enfermo. Tú solo te estabas cagando en los putos vampiros. Y tienes veintiséis años. Pero ya eres muy consciente de la fuerza y la repercusión de tus palabras. De familia militar de toda la vida, naciste en Japón, cuando la Marina desplegó las tropas por aquellas latitudes, pero eres originario (o deberías serlo) de Oologah, Oklahoma, lo que puede que explique muchas cosas. Siguiendo la tradición familiar, entraste en el ejército. En tu tiempo libre, no obstante, como Johnny Cash cuando lo mandaron a Alemania, te dedicas a escribir canciones por los cuarteles. Allá por 2017, animado por un artillero (que resulta que es de Nashville, claro), comienzas a subir tu música a YouTube y a SoundCloud, tus colegas te graban con sus iPhones. Uno de esos temas, «Heading South» (que no se incluye en este disco), se hace viral (quince millones de visitas, sin comerlo ni beberlo). Así estalla todo. Es una historia muy de los tiempos que corren, hay YouTube, hay SoundCloud, hay iPhone y hay AirBNB, nos encontramos ante un Millenial de la Generación Z. Eso puede despertar las suspicacias de algún muermo, todo el mundo tiene derecho a ser polvoriento. Carcamales y gente de gusto embalsamado siempre habrá. Y tampoco pasa nada. A la postre, resultan amenos. Oírlos o leerlos es como ir al zoo a ver a los simios pajilleros. Gente de poco o ningún aseo. Tu primer álbum, DeAnn, dedicado a tu madre muerta, lo compones en dos meses y lo grabas con unos amigos en un AirBNB durante una estancia en Florida. El segundo, Elisabeth, sale en mayo de 2020, lo grabas en un granero reciclado detrás de tu casa en Washington. El 10 de abril de 2021, aunque cueste creerlo y sorprenda a muchos, estás debutando en el Grand Ole Opry y, a los pocos meses, te das de baja con honores de la Marina de Estados Unidos, donde también has conocido a tu esposa, después de ocho años de servicio. Entonces emprendes tu carrera musical. En el 2022 debutas en un gran sello, Warner, ahí es nada, y nada menos que con un álbum triple, este American Heartbreak que hoy reseñamos, treinta y cuatro canciones, todas gloriosas, hasta las producidas con menos garbo y alguna que parece haberse quedado a medio hornear, grabadas en los estudios Electric Lady, de Nueva York, y casi todas producidas por Eddie Spear, que no está para tonterías (Cody Jinks, Brandi Carlile, por citar solo un par de su lista). Dices que se trata de un diario de tus últimos cinco años, un intento, según tus propias palabras, de explicar cómo es ser un hombre de veintiséis años en los actuales Estados Unidos (esa birria). En el disco hay amor, hay pérdida, hay jolgorio, hay resentimiento y hay perdón. En el Tennessean destacan tu inquietud indomable y tu angustia «de ojos turbios». Lo reventaste en Spotify y en Apple Music. Querías ser escritor, y eso se nota. Podría extraer un ejemplo de cualquiera de tus canciones. Pero la primera que me viene a la cabeza es «Younger Years», esa especie de elegía de la adolescencia que es casi Larry McMurtry escribiendo The Last Picture Show. «Johnny está en el camino de entrada y otra vez está bebiendo, / la gente es dura en el centro del pueblo, pero son mis amigos / y, al final de la noche, no recordaré mi nombre». Y lo cierto es que no hay quien te pare, es torrencial, resulta hasta apabullante. Después de cien canciones terribles en las que trataste de averiguar cómo convertir los poemas y los textos que escribías en algo con lo que la gente pudiera conectar a través de la melodía, la cosa empezó a cuajar. Martillo y cincel. Trabajo y constancia. Pero cuando te preguntan por esas canciones tan malas que hasta a ti te da vergüenza ver aún por ahí colgadas, afirmas que agradeces desde la primera a la última, porque todas fueron peldaños hacia esa primera canción en la que, por fin, todo empezó a cobrar sentido. Para mí, no hay duda, y eso que no soy de excretar esta clase de sentencias (y a pesar de que al 2022 aún le quedan unos cuantos meses de vida), te has marcado el disco del año. Hay mucho sepulturero por ahí suelto, sí, y también mucho vampiro, mucha gente que pasea por la vida las nueve señales del hijoputa, como quien dice, pero no todo va a ser ruina y podredumbre. Esto es sangre nueva, no sangre de muerto, ni sangre de pega, y, como decía el maestro de Iria Flavia, ya va siendo hora de echar serrín a la sangre de tanto recuerdo. Y a rey muerto, rey puesto. Claro que sí. Oklahoma vuelve a revolverse contra las momias. Y da gusto verlo. Así que, nada, querido Zach, ya solo me queda darte las gracias por salir y dejar la puerta abierta. Ayer olía a polilla. Hoy ya no. Hoy ya corre el aire.

WHEELER WALKER JR.

Sex, Drugs & Country Music

(Paper Hill Records, 2022)

Si eres seguidor de este blog, no importa el sexo, hembra, varón o cualquier cosa en medio, coincidirás conmigo al advertir que el gran Wheeler Walker Jr., sin comerlo ni beberlo, ha escrito la canción de nuestra vida, la canción que nos define y que nos merecíamos. Cada cual, con un poco de suerte, atesorará su especial momento de conmoción, ese momento en que se dijo: «Aquí es». Está claro que se dan pocos momentos así en la vida, porque la vida, por lo que ya se intuye, va por otros derroteros (más salerosos, según parece) y, por eso, en tales ocasiones, uno no puede dejar de sentirse ante la presencia de lo numinoso y lo sagrado, porque, en efecto, se trata de misterios tremendos y fascinantes. En mi caso, fue hace ya años. Fani, que no podía estar más lejos de Texas ni de la música que me gustaba, una mañana, en un piso del barrio de Lavapiés, duchándose antes de ir a trabajar, de repente, a bocajarro, inesperadamente y directa al corazón (sin probablemente sospechar los daños colaterales), se puso a cantar el estribillo del «It Doesn't Matter Anymore» de Waylon Jennings (hay gente que, con mucho menos, ya no vuelve a levantar cabeza en la vida; léase: supervivientes de catástrofes naturales). Luego acabaría pasando lo que dice la susodicha canción: tú por tu lado y yo por el mío, ahora y siempre y hasta el fin de los tiempos. Cada uno acabaría encontrando a alguien nuevo y, quizá, ¿quién sabe?, algún día, dejaríamos de importarnos. Pero aquello sucedió. Yo estuve allí. Lo oí. No tengo testigos ni pruebas, así que podréis creerme o no. Pero confieso que nunca me ha vuelto a pasar. Aunque una cosa está clara, si me volviese a suceder ahora, que ya gasto canas, no me pillaría tan desprevenido. Ahora tendría a mano redes y cadenas, y no se me escaparía. En fin, tampoco merece la pena dar más explicaciones, quien lo probó lo sabe, que diría el fénix de los ingenios. Pero Wheeler, ya dando con nosotros nel mezzo del cammin de nostra vita, en esta selva oscura de los no tan felices años veinte de este siglo tan tullido, nos ha radiografiado la entraña en «She's a country Music Fan». «Me estoy haciendo viejo y me temo que mi momento ha pasado, / necesito una vaquera a la que le guste la cerveza y Johnny Cash […] Que sea capaz de beberse un chupito de Knob Creek de un trago, / que se meta por cualquier carretera secundaria con su camioneta en cuanto se lo pidas. / Una borrachuza de tomo y lomo pero de lo más divertida, / creo que por fin he encontrado a mi chica. […] Le gusta mi colección de vinilos de Willie / me encanta escuchar su disco del concierto de Waylon en Texas». Mi alma entera en esta canción. O en la que da título al disco, que empieza diciendo: «Conocí a esa chica en un honky tonk, / la pillé mirándome las pelotas. / Hablamos un montón, nos tomamos un par de chupitos / y ya le estaba metiendo el dedo en el coño antes de que dijeran: “¡Última ronda!”. / Ahora estamos en el Motel 6, / tenemos un montón de cocaína de primera para hincharnos a rayas, / y me la estoy follando por detrás / mientras escuchamos a Patsy Cline», porque nosotros, como él propio Wheeler, que no se corta un pelo a la hora de poner las cartas sobre la mesa, estamos hasta los mismísimos cojones de todas esas estrellas de rock amaneradas del quiero y no puedo, y sabemos que la fórmula nunca ha sido ni será «sexo, drogas y rock 'n' roll», sino como muy bien dice Wheeler (haciendo la peineta desde la cubierta del disco para el que no esté conforme): SEXO, DROGAS Y MÚSICA COUNTRY. Un coño y cerveza, dice el preso de la cuarta canción, las únicas dos cosas del mundo que hacen que merezca la pena seguir viviendo. Y tampoco nada del otro mundo, cerveza de andar por casa, industrial, Bud en el caso de Wheeler, Mahou en el nuestro. Y ellas también lo saben, porque no hay nada en el mundo como que te folle un buen chico del campo («Fucked By A Country Boy»): «Ey, zorrita de Nueva York, / con esas tetas falsas de California que te gastas, / ya sé que vas encerada y depilada de arriba a abajo, / ¿pero nunca te has dejado despatarrar por un Conway Twitty de la vieja escuela? […] ¿Nunca te has dejado follar, follar, follar por un chico del campo? / ¿Embestir, embestir, embestir por un redneck? / ¿Despatarrar, despatarrar, despatarrar por algún cosanguíneo que tenga la misma voz que tu papá? / Si nunca te lo ha comido un paleto con una polla hillbilly / ni te ha salido un sarpullido en el coño después de haberte follado a un basurilla de parque de caravanas, / entonces, niña, necesitas con urgencia que te folle un chico del campo». Y es que estamos aquí, como decían los Blues Brothers, en misión de Dios. «God Told Me to Fuck You», dice la balada del disco: «Cariño, sé que te va a parecer una locura / porque yo nunca he sido muy de rezar, / pero, niña, tenías razón, el buen Dios es asombroso, / hoy se me ha aparecido / de un modo muy sagrado y… Dios me ha dicho que te follara. / Dios me ha dicho que te comiera el coño. / Dios me ha dicho que te pidiera que me chuparas la polla. / Y me ha dicho que quería mirar. / Créeme, por favor, cariño, a mí también me sorprendió mucho, / cuando me dijo que te follara». Estamos hablando de amor, que no se nos olvide. De amor verdadero. El disco está dedicado a Coco, con amor. Y es amor puro el que siente el protagonista de la canción «Honky Tonk Whore». Amor de desguace, puede ser, pero amor imperecedero. «Salgo con esta chica, colega, echa humo de lo buena que está, / te la encontrarás por ahí fuera, mamando pollas en el aparcamiento, / es difícil encontrar a una chica con trabajo en los tiempos que corren, / y, oooh, como quiero a mi puta honky tonk […] Tiene un tatuaje de una polla que se le mete en el culo, / pero me compra cosas de puta madre y paga siempre a tocateja […] Los dos podemos follárnosla, pero no es lo mismo, / porque yo soy el único que conoce su verdadero nombre, / los dos la hemos visto arrodillarse / pero hay una diferencia, a mí me la chupa gratis». Y por eso mismo el desamor no puede ser más desgarrador. Las pajas nunca han sido más desoladoras. En la última canción, todo se rompe. «Solo porque su polla sea mucho más grande que la mía, / y más suave, / solo porque tenga más dinero que yo / y haga jiu jitsu, / solo porque sepa hacer que te corras / y localizar tu punto G / no tienes por qué lamerle las pelotas y tragarte toda su lefa […] Solo porque ese tío tenga tableta de abdominales / y esté la hostia de mazas, / solo porque tenga las pelotas suaves como unos huevos, / pero no huelan a eso, / solo porque sepa hacerte sonreír, y te mordisquee el buzón, / no tienes por qué bloquear mis llamadas / mientras me masturbo en mis calcetines». Wheeler Walker Jr., es el poeta de nuestra generación. Y todo ello con un sonido impecable, con Leroy Powell a las guitarras y producido por el inmenso Dave Cobb (excepto la canción «God Told Me to Fuck You», «que fue producida por otra persona», jajajaja), en el histórico Estudio A de RCA. Y sumamente divertido, porque, como él mismo dice, poniéndose serio: «Los últimos dos años han sido duros. Perdimos a Billy Joe. Perdimos a Norm. He perdido a mucha gente cercana a mí. Pero ellos no querrían que hiciera un álbum deprimente. Nadie quiere escuchar otro álbum triste sobre la pandemia o el estúpido divorcio de Adele, que a nadie le importa». Vamos a la puta fiesta, vamos a divertirnos. Y a recuperar la honestidad. Wheeler piensa que la música country ha perdido su esencia en los últimos años. La honestidad, las cosas que le gustaban de la música country (de los Waylons, los Willies y los Billy Joe Shavers), «ese tipo de verdades reales y honestas desaparecieron y se convirtieron en canciones de mierda sobre camiones y cervezas y tonterías con las que nadie puede relacionarse». Hay que volver a hablar del amor y del día a día. Volver a la música folk, a la música de la gente y de las pequeñas cosas horribles y maravillosas que les acontecen. Música del dolor cotidiano y de la desesperación. Y de cómo salir de todo esto más o menos indemne. Y, a ser posible, volver a encontrar un día a ese ángel de honky tonk que te sorprenda una buena mañana cantando por Waylon en la ducha, después de haberse corrido a granel en tu cara.

DAVID QUINN

Country Fresh

(Soundly Music, 2022)

Un loco o un bobo errante. Así se definía en la canción que daba título a su primer disco, allá por 2018. De gustos sencillos. El sonido de un tren con destino al Sur; quedarse atrapado en medio de la lluvia; una mujer bonita llamándote por tu nombre; esas cosas de toda la vida, en el Medio Oeste. El olor de una temprana noche de otoño, unas cervezas cuando estás bien, tocar la guitarra bajo la luz de la luna y unas viejas botas que se ajusten como un guante. Un hombre de vida sencilla, de fantasear mucho y soñar despierto, un bobo errante, descerebrado, fuera de sus cabales. Y permanecer siempre fiel a eso. Contra viento y marea, bajo cualquier circunstancia. En el fondo, no más que otro glorioso agraviado por la sobreexposición a la música de John Prine siendo un crío, cuando su padre lo extenuaba en el tocadiscos de casa, durante toda la noche y a todo volumen, lo que acabaría contrariando a los vecinos y llevándole a él, un niño rockero, a abandonar la batería que tocaba de vez en cuando en efímeras bandas de blues y rock and roll, para dedicarse a la música de raíces. Luego vendría Townes. Al escucharlo por primera vez, se pasaría seis meses sin poder escribir una sola canción. ¿Para qué, si ya estaban esas? ¿Qué sentido tenía si ya no se podía crear nada mejor? El resplandor de aquellas canciones lo dejó ciego, pero por suerte recuperaría la vista. Fue catártico. De Guy Clark aprendería el oficio, la artesanía, la paciencia, la humildad. De la noche a la mañana, se vio convertido en un músico honkytonk de Chicago (una canción suya, «Long Time Gone» aparecería en el recopilatorio Too Late To Pray, Defiant Chicago Roots, editado por Bloodshot Records en 2019, un sello cuya desafortunada desaparición todos lamentaremos hasta el fin de los días –que tal y como va la cosa, podría ser mañana mismo–) y su primer disco lo graba en Nashville (después de divorciarse, vender –literalmente– todo lo que tenía y embarcarse en un viaje por carretera en el que escribió un montón de canciones), en los estudios Bomb Shelter, con Andrija Tokic, el estudio de moda por donde ya habían pasado los Alabama Shakes y Luke Bell, entre otros artistas de la nueva hornada. Los dos siguientes, el Letting Go (2019) y el Country Fresh que hoy nos ocupa, los grabaría en el Sound Emporium, también en Nashville, con Mike Stankiewicz de ingeniero. Para este último, después de la pandemia, Chicago ha quedado muy atrás. Después de grabar el Letting Go, David Quinn regresó a un Chicago con todo clausurado y, al cabo de una semana, decidió hacer las maletas y mudarse. Al fin y al cabo, nunca había sido muy de ciudad. Volvió a la zona rural de Indiana, a la casa que construyó el abuelo de su novia junto a un lago, cerca de su vieja granja familiar. Y empezó a escribir las canciones del nuevo disco nada más llegar, como si se le hubiese abierto una espita, combinándolo con las labores de peón de rancho, cuidando caballos. Y arreglando la casa para poder disponer de agua potable, aire acondicionado y otras comodidades. El nuevo material es más casero y reflexivo, una mezcla de nostalgia y de apreciación de los placeres simples de la vida, pan de maíz y chili, pescar, nadar, paseos en moto o bicicleta por sinuosos caminos conquistados por la maleza, la brisa, los colibríes…, «cosas que son fáciles de pasar por alto, hasta que te las quitan». Y todo sin plazos, sin presiones, sin conciertos a la vista. Aunque, en realidad, salió todo rodado, a borbotones. El parón no lo dejó varado en dique seco, no se dedicó a dar la tabarra por redes, tenía cosas que hacer (y talento). Música del Medio Oeste, lo que él mismo ha definido con la etiqueta de «black dirt country», bajo la que no duda en englobar a gente como John Prine, los Uncle Tupelo y los Bottle Rockets (tomando como referencia el «red dirt country», el country de Oklahoma y algunas zonas de Texas), una suerte de mezcla, una especie de crisol o colcha de retales, en la que se unen elementos de country, rock sureño, bluegrass y folk puro y duro. Y todo ello cocinado en esta ocasión en compañía de excelentes pinches como Milles Miller (batería de Sturgill Simpson), Laur Joamets (slide guitar de Drivin N’ Cryin), Micah Hulscher (pianista de Margo Price), Brett Resnick (pedal steel de Kacey Musgraves y Sierra Ferrell) y el inmenso Fats Kaplin (aquí a cargo del violín, el dobro, el banjo y la armónica). El resultado es extraordinario. Treinta y ocho minutos de música de currantes, música de gente que sabe lo que es mancharse las manos de barro negro y que no huele a ático cerrado, a música olvidada en el altillo, sino a country fresco, sin imposturas.

MARY GAUTHIER

Dark Enough To See The Stars

(Thirty Tigers, 2022)

A veces ocurre. No con todos. Y no siempre, por suerte. De lo contrario la cosa se volvería irrespirable. Y sería un sinvivir. Porque suficiente tenemos con lo nuestro. Ellos no lo saben, claro, y está bien que así sea, aunque algo intuirán, seguro (más aún hoy, en los tiempos que corren, tan de redes sociales y cercanías ficticias). En ocasiones, la cosa se puede ir de madre, claro, y entonces amanece un cadáver a los pies del edificio Dakota, en el Upper West Side, y es un lío. Pero el caso es que hay artistas que llevan conviviendo con nosotros desde siempre. Los hemos visto crecer, tropezar, hacerse daño, perderse, reencontrarse y hasta resucitar de entre los muertos. Y hemos padecido como propios cada uno de sus desvelos, como si fuesen avatares de un familiar cercano o de un amigo muy íntimo. Nos hemos sentido traicionados y, con más frecuencia, bendecidos, por las cosas que dicen o hacen. Sus decisiones nos afectan. A veces muchísimo más de lo razonable. Pues bien, Mary Gauthier, desde su tercer disco, sin que ella lo sepa, ha compartido piso conmigo. Hemos llorado y bebido juntos, la he acompañado a lugares muy oscuros e incluso he rezado y he pedido un poco de misericordia, mano a mano, con ella. Y, al final, sus canciones me han moldeado hasta el punto de sentirlas casi mías, como si estuviese devorando sus pecados o ella se estuviese dedicando a sacar los míos a la luz, leyendo mi correo. He sabido de sus peripecias, de la fuga del hogar adoptivo donde la maltrataban, del alcohol, la cocaína, la heroína, de la búsqueda de su identidad sexual, de su salida del armario, de los centros de reinserción social y el restaurante cajún que regentó en Boston durante once años, el Dixie Kitchen, que daría título a su primer álbum, también de sus noches pasadas en calabozos. Cuando firmó con Lost Highway Records y Bob Dylan dijo lo que dijo de ella (la mejor escritora de canciones de su generación), no pude ponerme más contento. Y lo mismo ahora, con este Dark Enough to See the Stars (frase sacada de un discurso de Martin Luther King), con el que parece haber llegado a un vórtice de calma y felicidad, que he vuelto a vivir como propio. El disco es una larga y emocionante declaración de amor. De amor a la vida y a otra mujer. Jaimee Harris anda por ahí detrás. Su voz la acompaña en todas las canciones y coescribe un par de ellas. Se quieren, y cómo suenan. Habrá quien diga que no se puede componer nada bueno desde la felicidad. Que cuando uno es feliz se limita a disfrutar de esa felicidad y el arte, que es una oración (como decía Tarkovski), no hace falta, está de más. Como si solo desde la infelicidad y el padecimiento se pudiesen crear grandes obras. Paparruchas. Este disco lo demuestra. Claro que ser feliz en este mundo que nos ha tocado vivir es ser feliz de una forma bastante esmirriada, se mire por donde se mire. Y más después de haber sobrevivido a una pandemia que se ha llevado a unos cuantos amigos por delante (en su caso, bueno, y un poco también en el nuestro, John Prine y la inmensa Nancy Griffith, junto a otros más anónimos; «How Could You Be Gone» parece escrita para llorar su repentina y dolorísima ausencia). Felicidad escuálida después de ver cómo estalla otra guerra, cómo se siguen perpetrando matanzas en colegios o cómo brota por todas partes el moho infecto de la ultraderecha. «Un mundo que se cae a pedazos», como reza la primera canción del álbum. Pero, aun así, Mary Gauthier da gracias a Dios en el tercer corte por haber encontrado a su compañera. «Yo no era más que una yonqui con el mono viajando en un autobús de la Greyhound / con un pasaje a veinte años de mente torturada / sirenas, dolor, colillas / mi Jesús hecho pedazos, roto como la línea de la carretera». Y es verdad que está oscuro, pero como dice el título del disco, solo en la oscuridad se divisan las estrellas. Y más aún si, como hace ella, te escapas en cuanto puedes al desierto, en la frontera de Terlingua, a caerte al cielo y a intercambiar canciones con los amigos. Y la verdad es que se te rompe el corazón nada más oírlo, desde el «hanging low» del segundo verso, y te llega al alma, porque, madre mía, cómo lo canta. Desde que llegó el disco a casa hace unos días, ya ni sé la de veces que lo he escuchado. A la alegría de comprobar que ella está bien, se suma el mensaje de supervivencia, persistencia y esperanza que transmite en cada canción. La viola y la pedal steel de Fats Kaplin hacen que se te encoja el estómago. La voz de Allison Moorer en los coros también acaricia a bocajarro. Y la voz de ella, de Mary, mi compañera de piso, resonante, más profunda y vivida que nunca, pero con ese matiz suave, aterciopelado, tranquilizador. Escuchar estas canciones es como volver a casa después de una larga y cruenta batalla. En el fondo es una celebración. La celebración de seguir vivos y con ganas de volver a mancharse, a reír, a llorar y a descalabrarse. Así que, sobre todo, «Thank God for You», Mary. Thank God for you. Y ojalá no suene demasiado bobo, pero te quiero.

JUSTIN GOLDEN

Hard Times and a Woman

(Justin Golden, 2022)

Justin Golden acaba de debutar con este apabullante disco de blues, hecho posible con el apoyo del Virginia Folklife Program, un disco extraño en el que el músico de Richmond pone de manifiesto, de un modo casi intimidante (y de ahí lo del apabullamiento, término coloquial al que recurro para referirme a lo que en el fondo no es otra cosa que una naturalísima exhibición de fuerza o superioridad), su amplitud de miras con respecto al género. Tampoco es que esto vaya a coger a nadie con el calzón bajado, porque desde 2016, en su perfil de Bandcamp, Justin Golden ya nos venía dando muestras, si bien es cierto que muy de tanto en tanto, de la vigorizante excepcionalidad de su apuesta. La base, para él, está clara. A la pregunta de qué es el blues, Justin Golden se niega a responder con la misma sencillez, ya mítica, con la que Harlan Howard respondiera en su día a la misma pregunta con respecto al country: «tres acordes y la verdad». Para él el blues no es ni será nunca doce compases y una historia de mala suerte (por lo general propia). Hay mucho más, mucho más que él mismo ha mamado y digerido desde renacuajo (cuenta que aprendió a tocar blues en un sueño, a lo cruce de caminos, de la noche a la mañana), en la costa de Virginia, impregnado del distintivo estilo de la región de Piedmont, con su particular técnica de tocar sin púa, alternando una línea de bajo de dos notas graves con el pulgar para acompañar la melodía pulsada en las cuerdas altas, el célebre fingerpicking de Blind Blake, o de gente inmensa como Gary Davis, Blind Boy Fuller o Sonny Terry, estilo en el que también se entrevén influencias de la música folk anglosajona, escocesa e irlandesa, y de las canciones de origen africano e incluso autóctonas, de los indios iroqueses, cherokees y choctaws (no en vano, Justin Golden tiene formación de arqueólogo y ha estudiado los cementerios históricos de su región, así es que incorpora a su estilo una visión amplia, a largo plazo, de la historia, una perspectiva nada provinciana). Pero si hay algo que realmente le caracteriza es que, aparte de todo eso, que lo lleva en la sangre y le sale solo, no renuncia, aunque la cosa pueda molestar a los más puristas, a las influencias, en principio espurias, de la música indie. No puede ni quiere renunciar a ser quien es y a pertenecer a la generación a la que pertenece. No puede ni quiere vivir de espaldas a la realidad ni a la época que le ha tocado vivir. Por encima de todo, ama la música y no duda en abrir los ventanucos del desván para ventilar un poco la atmósfera. Hay respeto y veneración por los ancestros (ese vínculo no se puede obviar, de lo contrario la música se perdería), pero hay también bocanadas de aire fresco. Ha oído a Hiss Golden Messenger, a Daniel Norgren y a Bon Iver, y adora desde siempre a James Taylor. Y todas esas reminiscencias se detectan, no se ocultan. Su base es el blues, en efecto, pero lo que hace está más próximo al rock indie. Él sabe que hoy día se lleva mucho lo de creerse BB King, algo que está muy bien si eres capaz de tocar como él (que no suele ser el caso), pero, a veces, y ahí está la clave de su guiso, lo interesante es lo que no se toca. Ahora bien, los doce compases y la historia de mala suerte (por lo general propia) están ahí, como esqueleto. En todo el disco parece haber un leitmotiv a modo de advertencia: «hay que tener cuidado cuando las cosas empiezan a ir demasiado bien», que es casi lo mismo que le dijo hace poco Denzel Washington al cafre de Will Smith cuando lo de su lamentable embestida: «hay que tener cuidado cuando uno está en lo más alto, porque es entonces cuando asoma el diablo». Las letras del disco hacen referencia constante a ganarlo todo (y luego perderlo), al desamor y a la dura realidad de ser negro en Estados Unidos. Por ahí baila siempre el diablo. Justin Golden lo ha vivido justo antes de la pandemia: sufrió un desengaño amoroso y perdió su trabajo. Y viendo los caimanes de Florida que acechan bajo las aguas, a la espera de la más ínfima oportunidad para hundirte, encontró la mejor metáfora para el miedo afroamericano de la época post-Trump: esa sensación permanente de que algo va a por ti, «de que nunca vas a estar a salvo porque nunca vas a saber lo que anida en el corazón de la gente, nunca vas a saber si vas a acabar topándote con alguien que, por lo que sea, ha tenido un mal día y va a convertirte en objetivo». De eso precisamente va el tema «The Gator»: «A veces, cuando veo luces azules, quiero echarme a correr». Y ahí está también el blues. El blues no es una caja, dice. «Nos intentan hacer ver que el blues son solo doce compases o que tiene que ser triste, o de esta forma o de la de más allá. Pero cuando uno escucha mucho blues antiguo, de antes de la guerra, se da cuenta de que hay muchos sentimientos involucrados. Hay blues feliz, blues triste, blues de acabar de cobrar y gastártelo ese mismo día, blues de ir a ver a tu chica por la noche…, hay blues para todo. No tiene que ser una forma o un sentimiento específico, puede ser lo que uno quiera y, además, se reconoce en cuanto se escucha». Blues sin ácaros ni corsés. Blues de osamentas desempolvadas en el altillo.

AARON SKILES

Wreckage From The Fire

(Dr. Sam G. Records, 2022)

Hay un asunto. El asunto del bourbon. Aaron Skiles lo constató desde bien temprano: la mejor terapia para la tristeza y el ahogo, aun en la soleada Oakland, California, donde todo sonríe hasta el punto de que acaba resultando deprimente, después de un año en la Academia Militar de West Point y veinte años de experiencia como bajista en bandas de rock, desde Seattle hasta Baltimore, pasando por Nueva York y San Francisco, la mejor terapia, decía, es la música, claro, pero el bourbon tampoco hace daño. De ahí el nombre de la banda que decidió formar con su mujer, Rebecca Skiles, Bourbon Therapy. Pues bien, estos «Escombros del Fuego» que hoy reseñamos, es lo que ha quedado tras el desastre pandémico, lo que se ha podido salvar de las llamas. Bourbon Therapy, la banda de la bahía, al no poder salir de gira ni tocar en directo por los garitos de la zona, tuvo que echar el cierre. A Skiles no le quedó más remedio que replanteárselo todo, remodelar su modus operandi, ver lo que quedaba y qué podía cocinarse con los restos. Wreckage From The Fire documenta esos desvelos. El título es oscuro, comenta Aaron, y la imagen de la cubierta poco menos que premonitoria. Rescatar cosas del incendio, abordar el desastre, ver lo que ha dejado el vendaval tras su paso devastador entre los amigos, la vieja banda, la comunidad y el mundo. De repente, todo era ruptura y pérdida. Y, de nuevo, la música y el bourbon se pronunciaron como la mejor manera de procesar los sentimientos, el impacto emocional de tantísimo desastre. Así nace este, su primer disco en solitario, que no lo es tanto, lo de solitario, digo, aunque en un principio surgiese de un miedo y una desazón íntimamente personales. Porque cuando la cosa comenzó a tomar forma, no dudó ni un segundo en ponerse en contacto con un cómplice (otro elemento perfecto para la sempiterna terapia: música, bourbon y un buen cómplice), Matt Patton, de los Drive By Truckers, productor y propietario también del Dial Back Sound, un estudio de grabación sito en Water Valley, Mississippi. Se habían conocido al final de un concierto de los Drive By Truckers, en el Lyric Theater de Birmingham, Alabama; Aaron, que no es tímido, se acercó a él al verle entrar media hora después del bolo en The Nick, un club de la ciudad, y le habló de los Bourbon Therapy. Luego le enviaría unas cuantas canciones. Mike le dijo que si alguna vez necesitaba ayuda para grabar un disco, no dudara en llamarlo. Y eso hizo. Aaron cargó con sus bártulos y puso rumbo a Mississippi. Atravesó la América devastada. La banda que perpetró Mike Patton (que, aparte de producir, se ocuparía de tocar el bajo en las sesiones) no podía ser más potente. Al piano y los teclados, Jay Gonzalez, también de los Drive By Truckers; Taylor Hollingsworth, guitarra solista de Conor Oberts y de la Mystic Valley Band; A.J. Haynes, de los Seratones, para las armonías; y Bronson Tew, socio de Patton en el estudio, a cargo de la batería (y de la ingeniería). Congeniaron enseguida. A la semana, lo tenían. Con semejante plantel de francotiradores, no es de extrañar que el deje country de la «terapia del bourbon» desaparezca casi por completo –queda un cierto aromilla– para sonar a rock and roll puro y duro, directo y sin concesiones. Música de los escombros. Música de lo perdido y de lo rescatado. A veces fúnebre, rabiosa, pero en todo momento vigorizante, con ganas de seguir y de chillar. Aaron se había dado cuenta al escribir las canciones: aquello sonaba más a Social Distortion y a Weezer que a lo que llevaba haciendo hasta entonces al frente de los de la terapia. «Este álbum es todo mío, áspero en los bordes, un poco crudo y, definitivamente, duro. Las letras son más introspectivas y casi todas están escritas en primera persona, a diferencia de las de Bourbon Therapy, donde solía contar historias de otros». En cualquier caso, Matt Patton colaboró con su magia en seis de las ocho canciones que componen el disco. «Matt es un músico descomunal y un letrista increíble. Me ayudó a que las letras fuesen más impactantes, más memorables, simplemente mejores», y sí, es cierto, hay momentos en que el fantasma ineludible de los Drive By Truckers, despliega sus alas, esa contundencia sónica, casi épica, de sus temas más gloriosos. Y eso hace que la cosa despegue. En efecto, como reza el título del tercer corte: «un triunfo de tres acordes». Música, bourbon y un cómplice. Con eso basta. Con eso sale uno de donde sea. Con eso aguanta uno lo que le echen. Con eso se rescata uno mismo de sus propios escombros, se sacude el polvo de las perneras, saluda al vecino y tira p’alante.

CHARLES WESLEY GODWIN

How the Mighty Fall

(Charles Wesley Godwin, 2021)

Probablemente, este sea el disco que más esperábamos por estos pagos desde aquel 25 de abril de 2019 en que terminábamos la reseña de Seneca, el álbum con el que debutó «el chico de los Apalaches», Charles Wesley Godwin, con estas palabras: «Un disco apabullante y asombroso ante el que solo nos cabe preguntar qué vendrá luego…». La cosa se ha hecho esperar. El mundo en general se ha hecho esperar. Un impasse de más de dos años en el que todo se ha quedado congelado, como los fugitivos de La Fuga de Logan. Una pandemia y mucho tiempo para pensar y componer. Y, luego, una vez autoeditado (como el anterior, abanderado de la independencia, de no dejarse timar por los intermediarios), una vez retomada la marcha de los acontecimientos, el disco ha tardado varios meses en caer en mis manos. Pero ya está aquí. No negaré que, la primera vez, lo pinché con cierto reparo. Las canciones de Seneca eran tan deslumbrantes que temía que pudieran haberle derretido las alas. Pero nada más lejos de la realidad. Desde el primer acorde de la primera canción, «Over Yonder», por el modo en que entra la pedal steel al cabo de la primera estrofa, o el violín al cabo de la segunda, por cómo va entrando todo, uno sabe que está en buenas manos, uno sabe que esa música ha estado siempre ahí, que todo va a resolverse con la precisión de una fórmula matemática. Resulta casi imposible dejar de asentir después de cada fraseo. Hace un calor del demonio, pero los pezones se te ponen como escarpias. La voz de las montañas sigue sonando con fuerza desde los bosques y las minas de carbón, aunque las nuevas canciones estén despojadas de referencias locales. Como seguro que suscribiría Chris Offutt, uno puede irse de esas montañas (Lejos del bosque), pero esas montañas (Los cerros de la muerte) nunca se van de uno, anidan por ahí dentro y no hay manera de extirparlas. En Seneca se trataba de mostrar Virginia Occidental al mundo, en How the Mighty Fall las canciones miran al mundo desde Virginia Occidental. Aaron Irons señalaba ese cambio de enfoque en la entrevista que le hizo hace un mes para Sound and Soul. Y, una vez más, tampoco le ha hecho falta el apoyo de la maquinaria musical de Nashville para firmar el que puede que sea el mejor disco de «música de raíces» de 2021, puede que también la mejor colección de relatos. Repitiendo experiencia con el productor de su disco anterior, Al Torrence, en los estudios Music Garden, en una zona no muy buena de New Brighton, Pennsylvania, en ese local que parece un cuchitril desde el exterior, pero dotado de un equipo excelente en el que da gusto trabajar y con la compañía de una buena banda de músicos montañeros, aunque esta vez con un tiempo perfecto, en un septiembre esplendoroso, no como en el disco anterior, grabado en lo más crudo del crudo invierno, en plena explosión ártica de un enero de lo más cabrón, cuando tuvieron que poner mantas en las ranuras de la puerta para dejar de tiritar y echar cubos de agua caliente en el retrete para que no se congelaran las tuberías, repitiendo complicidad, decía, con Al Torrence (a cargo también de buena parte de los instrumentos), Charles Wesley ha dado un paso al frente y ha vuelto a dejarnos sin aliento. Para estas nuevas doce canciones cita la influencia de Chris Knight y Bruce Springsteen. Complejidad narrativa y honda humanidad. La América rural de la clase obrera. Él lo dice abiertamente, aunque también se puede leer entre líneas en los versos de todas sus canciones: «Yo no crecí en “Lala Land”. Sé de qué hablo cuando canto sobre esta gente y este lugar. Para bien o para mal, es lo único que conozco de verdad». La familia, los amigos, las oportunidades, los fracasos, el crimen, el amor…, historias que se desenvuelven entre lo épico y lo cotidiano, o que transitan, mejor dicho, la épica de lo cotidiano, con sus miserias y sus glorias, recurriendo a un estilo que casi todos los reseñistas califican de cinematográfico, casi operístico por momentos, como en el caso de «Gas Well» o «How the Mighty Fall», profundamente visuales y secuenciadas. Música para fogatas y paseos en coche, para salas de billar y cumbres de montañas, para los acérrimos de las grandes ciudades y para los incondicionales de los pueblos pequeños. A esto es exactamente a lo que suenan los relatos de Offutt, de Tom Franklin o de Ann Pancake. Este es el sonido de esos paisajes, de esos personajes, de esos fantasmas y de esas historias de fugas imposibles, de esperanzas truncadas. Lo canta en el estribillo de «Bones»: «Tengo huesos en el armario y cicatrices con historias que contar». Y ojalá siga hiriéndose/hiriéndonos y cicatrizando/cicatrizándonos así durante muchos años. Porque la verdad es que así da gusto que duela. Y sana.

ELI PAPERBOY REED

Down Every Road

(Yep Roc Records, 2021)

¡Extra! ¡Extra! ¡El repartidor de periódicos de las esquinas de Boston ha sacado un disco de versiones de Merle Haggard! No me digas más. «Mama Tried», «If We Make It Through December», «Silver Wings», «I'm a Lonesome Fugitive», «Workin' Man Blues», «Today I Started Loving You Again»… Literatura clásica. Aún recuerdo aquel viernes en el Stray Dogs de Elko, Nevada, creo haberlo referido ya en alguna otra parte, tocaba, entre fanfarria de mineros recién salidos del tajo, Mike Beck, con los poderosos Bohemian Saints. Compartíamos mesa al fondo del local nada menos que con Ramblin' Jack Elliott, que me vio distraerle el vaso de chupito en el que había estado bebiendo toda la noche, y le entró la risa (una vieja tradición del Viejo Oeste, me dijo, llevarse recuerdos de los lugares en los que se han producido tiroteos ilustres). Después del concierto, entre porros y tragos de moonshine en el callejón trasero, a treinta grados bajo cero, nos pusimos a hablar del sonido Bakersfield (quizá pensando que hablar de California nos haría entrar en calor), de Buck Owens y del gran Merle. Mike lo sentenció al volver a entrar en el bar diciendo: «Merle Haggard es el Shakespeare de la música country». Ni me pareció exagerado entonces (Merle aún vivía), ni me parece exagerado ahora. Además, lo decía alguien que lo había conocido y había compartido escenario con él. Muchos de los rudos mineros que buscaban pelea en la barra asintieron. Ahora me los imagino leyendo a Shakespeare en las galerías de la que, según me informaron, es la mina de oro más grande de Estados Unidos. Luego, unas chicas a las que les parecimos exóticos, ya ves tú, después de desembarazarse de sus tambaleantes parejas, nos invitaron a ir a pescar en el hielo. Como por aquel entonces teníamos ciertas tendencias suicidas, fuimos. Alguien llevaba un reproductor de CDs. Pedí el «Workin' Man Blues», pero pusieron el «Working Man» de Rush. Ni tan mal, aunque no era, ni mucho menos, lo mismo. Aquella noche no pescamos nada. Ni sé cómo diablos volvimos al motel. Y luego, un día, Merle se murió y dejó en la tierra un agujero muchísimo más grande que el inmenso boquete de aquella célebre mina de Elko. Han pasado seis años desde entonces y, de todo lo que ha salido en su memoria (tampoco tanto), este disco de Eli Paperboy Reed es, sin duda, lo más original, lo más inesperado y lo más emocionante. Grabado en Brooklyn con su viejo colaborador, Vince Chiarito, el álbum nos brinda una colección de temas de Merle reimaginados en clave de soul. Para Eli no ha sido antinatural. El country y el soul forman parte de la misma corriente. La influencia fluye en ambos sentidos. Lo que ha hecho Eli ha sido aprovechar el dolor y la angustia del icónico catálogo de la vieja leyenda y canalizarlos con su voz explosiva de alto octanaje, una compañía de vientos potentes y las voces extáticas de Saundra Williams, Kendra Morris, Sabine McCalla y los Harlem Gospel Travelers, en lo que acaba siendo una producción más FAME que Bakersfield, aunque perpetrada con absoluta reverencia, habitando las canciones y haciéndolas suyas sin sacrificar un ápice de honestidad o integridad. Básicamente material humano, del que están hechos los sueños, con permiso del Bardo de Avon. La cosa parece ser que se la transmitió ya de canijo su padre, junto a la pasión por George Jones y Waylon Jennings. Pero Merle cuajó más y mejor en su imaginación. «Su música era más adulta, más agresivamente honesta y tensa. Podía llegar al meollo de aquellos sentimientos emocionales extraordinariamente complicados en dos minutos y medio, y eso fue algo que se me quedó profundamente grabado cuando empecé a buscar mi propio camino como compositor». El caso es que a lo largo de ese camino, entre el Delta, la zona sur de Chicago y la música gospel, Eli siempre acarició la idea de rendirle tributo a Merle. Pero hasta la primavera del 2020, con el parón del COVID-19, el proyecto no pudo llevarse a cabo. Y fue así como acabó obrándose este pequeño milagro que se inicia con ese «Mama Tried» descomunal, con órgano de Memphis y trompetas Stax, supliendo la melancolía del original con una desesperación feroz y desafiante, de un efecto embriagador. Y de ahí para arriba, flirteando con el funky, con destellos de James Brown o Wilson Pickett y guiños a Sam Cooke y Jackie Wilson, marca de fábrica del joven repartidor de periódicos de Boston, que hace magia con el material ya de por sí mágico del «Shakespeare de la música country». Y todo esto para decir que este disco me ha hecho querer volver a ocupar la mesa del fondo del Stray Dogs de Elko, Nevada, en día de paga en la mina, y hablar con Mike de este álbum, que estoy seguro que le habrá encantado. Y reírnos de las vueltas que dan la vida y las canciones. Y volver de madrugada al lago helado con aquellas chicas tan jubilosamente borrachas y felices. Y no pescar nada. Y despertarme al día siguiente en la habitación del motel sin recordar cómo diablos logré volver, pero oyendo a alguien en la ducha tarareando el «It's Not Love (But It's Not Bad)». Y pensar: «Y que lo digas, amiga, y que lo digas».

SHANNON McNALLY

The Waylon Sessions

(Blue Rose Music, 2021)

Ella es de Hempstead, Long Island, pero actualmente vive con su hija en Holly Springs, lindando con Oxford, Mississippi, el pueblo de Larry Brown y de Faulkner, a donde se mudó para hacerse cargo de su madre enferma. Que yo recuerde, siempre la he seguido la pista. Al principio, mucho club y mucha calle de París (Francia) con su guitarra, música callejera. En su día llegaría a abrir para Stevie Nicks y para Ryan Adams. Se iría de gira con John Mellencamp y lanzaría un EP con Neal Casal. Hubo un momento en que parecía estar en todas partes, en todas las partes en las que merecía la pena estar, con todos nuestros héroes. Grabó y se fue de gira con Son Volt y con Dave Alvin, cuando lió lo de las Guilty Women. Hizo un disco tributo a Bobby Charles y entabló una estrecha amistad con Rodney Crowell, con quien compondría canciones e intercambiaría ideas y proyectos. También colaboraría más adelante con Elvis Costello y con la banda de Terry Allen. Y así hasta llegar a este álbum que es, sencillamente, magistral. En mi opinión, lo mejor y más personal que ha hecho hasta el momento, pese a no tratarse, a priori, porque las fagocita (¡y cómo!), de canciones suyas. Los que la hemos seguido a lo largo de todos estos años sabemos de su rendida admiración por Waylon. Raro es el concierto en el que no lo saca a colación. Aparte, ya ha grabado un par de temas suyos («Lonesome, On'ry and Mean» y «Freedom to Stay» para su álbum Coldwater, de 2009). Por eso estas Sesiones de Waylon no nos pillan, ni mucho menos, de sorpresa. Se venía cociendo. Ella siempre ha dicho que la mera mención del nombre, «Waylon», la hace ponerse en guardia, como si aguardase la súbita aparición de un bisonte americano en medio del salón. Cuando grabó Geronimo en 2005, se pasó un año entero de gira oyendo exclusivamente canciones de Waylon y leyendo su autobiografía. Desafío existencial y música del hombre común. Más sexy que Buddy Holly y más solitario en la silla de montar que Elvis, pero equiparable a ambos tanto en proximidad como en dinamismo. «Lonesome…» nunca falta en su repertorio. Es un tema que habla de ella más que cualquier otra canción que conozca: años de vida dura en la carretera con un bebé a cuestas, mucho echarle tripas y escasa gloria. La intensidad y el peligro de conducir en mitad de la noche por una carretera perdida de Oklahoma. Reconoce que el resto de su cancionero le daba un poco de reparo. Acercarse a él era como colarse en el servicio de caballeros. Se sentía una mujer fuerte y con personalidad pero, no a lo Texas occidental, no a lo «mira, tío, si no te gusta, ahí tienes la puerta», no tan a lo Waylon, el «outlaw», con Billy Jo Shaver (a quienes está dedicado el presente disco, junto a Richie Albright y Donnie Fritts, los héroes de la música country que ama), por autonomasia. Hasta que un día, en Nashville, vio la luz. Fue en un concierto benéfico al que fue invitada para interpretar con la banda residente el «Amarillo Highway» de Terry Allen y el «Don't It Make My Brown Eyes Blue» de Crystal Gayle. Al bajarse del escenario tras su actuación pensó: «¡Uau, esta banda sí que sabe tocar música country con sutileza, humor y pelotas! ¡También podría haber tocado una de Waylon!». Y todo hizo clic de repente. Al cabo de unos días estaba en el estudio Creative Workshop, con sus sillones de cuero y sus paneles de madera, de vuelta en 1981, poco menos. Y no dudó en llamar al inmenso Kenny Vaughan para que se hiciera cargo de las guitarras. Y a toda una lista de colaboradores de no creer: Fred Newell (el pedal steel de la banda de Waylon), Buddy Miller, Jessi Colter (emocionante), Lukas Nelson (sonando más que nunca a su padre, parece un raro ensalmo) y Rodney Crowell (con quien se marca una versión colosal del «I Ain't Living Long Like This»). Y ahí estaba ella, cantando todas esas canciones tan arquetípicamente masculinas (ya en su día, cuenta Shannon, Steve Young, se sorprendió cuando se enteró de que iba a grabar una versión del «Lonesome, On'ry and Mean»: «¡Pero si eres una chica!»). Para ella, Waylon es como el Poseidón de la música country. Pero la cosa ha dado un inesperado giro de 360 grados y aquí ella emprende la tarea de hacer una reinterpretación femenina, honesta y afectuosa, de todos esos temas «outlaw» tan míticos. Y la cosa no rechina por ninguna parte. Ella confiesa que se siente identificada con cada palabra y cada sentimiento de las canciones que componen el disco, y eso se nota. McNally no es una niñata ingenua, añade su contundente voz y su poderosa personalidad, humilde y sensual, pero ruda y forajida cuando tiene que serlo, madre soltera divorciada de cuarenta años, «directa y afinada con precisión quirúrgica», con toda su belleza, su dolor y su poder. «Cuando escucho a Waylon, oigo a un adulto –dice Shannon–. Suena a un adulto, y durante mucho tiempo, creo que lo de ser adulto se ha confundido con lo de ser un hombre. Sin embargo, hay una perspectiva femenina oculta en algún lugar de cada una de estas canciones. Mi trabajo ha consistido en encontrar la manera de acceder a ella y extraerla». No se me ocurre mejor rendición ni homenaje. Waylon vive gracias y a través de ella. Gracias, Shannon. Tú sí que eres una «ramblin' man», y no todos esos barbudos mainstream con sombrero y tatuaje reciente que van ahora de outlaws por la vida.

MOLLY TUTTLE & GOLDEN HIGHWAY

Crooked Tree

(Nosecuch Records, 2022)

Ya harán pronto tres años desde que reseñamos por estos mismos pagos el When You're Ready de Molly Tuttle, absolutamente rendidos a sus pies por su modo de sacudir las apolilladas vestimentas del tradicionalismo más testicular y trasnochado. En estos tres años han pasado muchas cosas. Cosazas, incluso. Como pandemias y tornados. Ella llevaba una racha larga de no parar, de vivir en la carretera, de amoldarse al pálpito de los bolos, bolo tras bolo, como un sístole diástole que no le dejaba tiempo ni para pensar, y que le bombeaba la energía justa parar tocar y caer rendida luego, al final del día, antes de levantarse y seguir, sin mirar atrás, porque una no es joven toda la vida (tiene veintinueve años) y nunca se sabe cuánto va a durar la suerte, la fe o la alegría. Casi toda su vida adulta se la había pasado moviéndose de un lado a otro, de estado en estado, de ciudad en ciudad, como si su intención fuese ofrecer constantemente un blanco difícil, una diana móvil, vida de hoteles y de andar siempre de paso, entre camerinos y bambalinas, rodeada de gente efímera. La pandemia, ya decimos, y el tornado que destruyó buena parte de su amada ciudad natal (Nashville), con la devastadora cancelación de conciertos, el fantasma del paro y la obligación inesquivable de tener que frustrar, de cuajo, esa vida de movimiento perpetuo, más parecida a una huida, que es la vida en la carretera, la obligó a encerrarse en su casa, sumida en la incertidumbre. De repente, de la noche a la mañana, se vio extirpada de sus amigos músicos, con quienes la fricción de vivir se hacía más llevadera, al final más cómplices que otra cosa, sola con su guitarra en una habitación cerrada después de tanta velocidad y tanto paisaje rodante, como una astronauta o un buzo con el síndrome de descompresión, boqueando en la arena de la orilla. De ahí salió el disco anterior al que hoy reseñamos, y también, de alguna manera, germinó este. En el susodicho, Molly Tuttle …but I'd rather be with you (el título lo dice todo: «estoy sola, pero preferiría estar contigo»), Molly regresaba a las canciones que habían sido importantes en su vida, las canciones que la habían hecho ser lo que era. Un intento, en la deprimente soledad de la cuarentena, de recordarse a sí misma, por qué amaba la música, por qué amaba lo que hacía, por qué seguía teniendo sentido hacer lo que hacía. Así es que, mientras otros lloraban o hacían directos infectos desde sus salones, ella se descargó el Pro Tools, se hizo con un equipo básico de grabación y junto a otros músicos amigos, mandándose archivos de audio entre California y Nashville, compuso un fantástico álbum de versiones. Una especie de decálogo en el que Molly nos revela los hitos de su educación sentimental (la versión del «Olympia, WA» de Rancid, por citar solo una, te cura durante cuatro minutos y veintidós segundos de cualquier dolencia que puedas padecer). Y de esa forzosa introspección, de ese parón impuesto y aquel encierro, debió surgir también el germen de este felicísimo Crooked Tree, un disco de vuelta al pasado y de reunión jubilosa con los amigos (no solo con los componentes de la banda creada para la ocasión bajo el nombre de los Golden Highway, sino también con las golosísimas colaboraciones de titanes como Margo Price, Billy Strings, los Old Crow Medicine ShowKeth Secor es coautor de ocho de los trece temas del disco–, Sierra Hull, Dan Tyminski y Gillian Welch), después de la lacerante separación de la pandemia. Un álbum en el que vuelve a sus orígenes más puros, la música de su padre y de su abuelo, la vieja religión del bluegrass, y nos brinda el que, sin duda, es su mejor álbum, y el más personal, hasta la fecha. Historias de espíritus libres y forajidos, granjeras y vaqueras, mujeres indomables, herencia tradicional, sí, pero con la alegría y el trote vanguardista de un nuevo y rabioso contenido lírico, himnos de resistencia y de celebración de la feminidad (como en el fantástico tema que canta con Gillian Welch, «Side Saddle»: «se trata de ser una vaquera, pero también de cómo me siento a veces por ser una mujer guitarrista que lo único que quiere es ser tomada en serio por lo que hace, en lugar de tener que soportar permanentemente esa atención extra por ser la única mujer de la habitación»), adaptado sin fisuras a los tiempos que corren, pese a quien pese (que los habrá, seguro, viejos y no tan viejos), y coproducido, mano a mano, con el inmenso Jerry Douglas, leyenda del bluegrass. Un álbum que es pura felicidad y gozo. La felicidad y el gozo de seguir aquí, rodeada de amigos y buenos recuerdos, de nuevo en la carretera, espontánea y directa, con voluntad de tropezar, reír, llorar, sangrar y no rendirse, borrando los estragos de la oscuridad y el encierro (el pandémico y el mental, porque, y no hay más que salir a la calle para tropezarse con ellos, los hay muy lerdos).

MIKE YOUNGER

Somethin' In The Air

(Beyond Music, 1999)

No sé tú, pero yo, en 1999, y calculo muy a lo vivo, sin consultar calendario, andaba bastante perdido por la selva peruana, mientras Rodney Crowell, a dos años de volver a meterse en un estudio para grabar The Houston Kid, ya con Sugar Hill Records, su primer álbum en estudio desde el Jewel of the South de 1995, recibía por algún canal las maquetas de Mike Younger. Entonces, no lo dudaría ni un segundo. Movió hilos a lo Bèla Lugosi en Ed Wood, y le produjo las once canciones que componen este Something In The Air, el disco con el que Mike Younger salió a la palestra, hoy pieza de coleccionista. Mike Younger nació en Halifax, Nueva Escocia, el día del cumpleaños de Thelonious Monk, en 1972. En esta feliz coincidencia se puede ver un signo, o no, eso va en voluntades. John Sinclair, en las notas del disco, nos revela que, al igual que los vagabundos, los indigentes y los míticos bardos visionarios de la vieja tradición estadounidense, Younger se marchó de casa a los diecisiete años para viajar por el país a dedo y a bordo de tartanas cochambrosas, viviendo donde podía o le dejaban, cubriendo sus necesidades diarias con lo poco que sacaba tocando y cantando en las calles de Toronto y Vancouver, pasando más hambre, como diría el maestro de Iria Flavia, que los gusanos de los muertos. Es, por tanto, de la escuela de los curtidos al viento y al sol, de los que aprendieron a pie de calle, no desde el salón de casa. En su mochila cargaba con la música de sus maestros, el blues de Leadbelly, Blind Lemon Jefferson, Blind Blake, Jesse Fuller y Mississippi John Hurt; las canciones folk con conciencia social de Woody Guthrie, claro es, pero también de Cisco Houston, Bob Dylan y John Prine (¿lograré algún día hacer una reseña en la que no acabe mentando, por activa o por pasiva, al inmenso cartero de Maywood, Illinois?); y también mucho sonido soul, jazz, R&B, cajun, country, honky tonk y ragtime del que se empapó durante su estancia en las calles de la fin de siècle New Orleans, después de su breve paso por el «lower east side» de Nueva York, donde llevó una vida de bohemio callejero y okupa en busca de los restos y los gatos del renacimiento folk de los años sesenta. Ese era el bagaje del vagabundo cuando cierto editor musical lo oyó tocar en directo en la WWOC de Nueva Orleans, quedó prendado y lo mandó a Nashville para que grabase unas maquetas. Fue entonces cuando su música llegó a manos de Rodney Crowell. Yo en Perú, tú donde fuera que anduvieses perdido, y este disco ya en la calle. Y ni nos enteramos. Canciones que lo cuestionaban todo, llenas de rabia y de compromiso. De dolor. De alcohol y jeringuillas. De amor desesperado. De probar el cielo por un instante, apenas un instante, y luego caer y seguir cayendo hasta estamparse cuando toque o manden: «Gimme whiskey when I’m thirsty / gimme water when I’m dry / and just a little taste of heaven / before I die…». Canciones de no encajar y de ir desgastándose poco a poco por el camino, de no saber a dónde vas y tener únicamente claro que vienes de besar el fondo del pozo que, dalo por hecho, volverás a besar. Y todo ello con una actitud y una pose muy del primer Steve Earle, aquel chaval al que Rodney Crowell conoció muy bien en la época de sus primeros escarceos. Por ahí seguro que supo identificar otro corazón rabioso y herido, otro «hardcore troubadour» de pura cepa. Luego la cosa se torció. En 2001, Jim Dickinson comenzaría a producirle su segundo álbum, un álbum que nunca llegaría a ver la luz puesto que el sello discográfico quebró antes de que el disco estuviese acabado. En aquellas sesiones míticas de Memphis, colaboraron Levon Helm, Spooner Oldham, David Hood y los propios Dickinson, padre e hijo. La cintas estuvieron secuestradas en un limbo legal durante casi dos décadas. La buena noticia es que reaparecieron hace poco y se publicaron el 27 del pasado agosto con el título de Burning The Bigtop Down. Un disco que de aquí a unos días nos saludará desde el buzón. Así es que todo apunta a que nos encontramos ante un nuevo inicio. Fue mi viejo dealer el que me consiguió una copia en cd de este portentoso Somethin' In The Air, un álbum del que sería una extraordinaria noticia una pronta reedición, y ahí lo dejo, por si llegara a oídos de quien tuviese que llegar y sonara la flauta que no llegamos a oír ni tú ni yo en su día, yo por hallarme empantanado en la selva peruana (calculo), tú en tu jungla particular, y hacer realidad el consejo, o el ruego, de «Keep Comin’ Back», la última canción del disco (antes de preguntar si alguien ha grabado todo esto). Porque, al fin y a la postre, eso es lo único que importa: seguir, aunque sea con la herida abierta (que, para dejar de sangrar, ya habrá tiempo).

BRITTON PATRICK MORGAN

I Wanna Start a Band

(Britton Patrick Morgan, 2021)

Salgo del Kentucky de Offutt, después de varias semanas con los hijos de Shifty (traducción enviada hace un momento para los compadres Sajalinos), almuerzo algo, me tumbo un rato y vuelvo ahora, con un café de alto voltaje, a los cerros y la región carbonífera del este de Kentucky, con la música de este hombre de voz ronca y calidez acústica que ya me había seducido con su High Lonesome Throne de 2018, aquel primer disco compuesto e interpretado con una Gibson LG2 vintage de 1947. En esta ocasión ha vuelto a producírselo él mismo (sabe lo que se hace, no en vano a producido trabajos para los Hillhouse, los Kentucky Cowhands y para Tiffany Williams, entre otros) y a hacerse cargo de su habitual armamento: guitarra eléctrica, guitarra acústica, banjo, mandolina y mandola. Y también se ha rodeado de un comando de lujo, nada menos que Darrell Scott a la slide y la pedal steel; Dave Roe, músico de Johnny Cash, al bajo; Kevin McKendree, teclista del legendario Delbert McClinton, al B3 y al piano; y Taylor Shuck, de la Mama Said String Band, al banjo. Por lo visto, ha logrado hacer realidad la fantasía infantil alumbrada junto a la pequeña radio que tenía en su habitación y a la que hace referencia el título y el corte seis de este nuevo álbum: «I Wanna Start a Band» (faltan Levon Helm a la batería y para que cante de vez en cuando una canción, y Emmylou ahí, claro, y Derek Trucks tocando la slide en un tema de Marvin Gaye, y John Prine y Robert Hunter componiendo, como sueña en la letra, una banda que sea la mejor banda de la historia, canta, una banda de rock and roll, rhythm and blues y el country de toda la vida que tan bien sabía hacer el gran Hank). Y así, como si nada, Britton Patrick se ha marcado un disco de aúpa. Nueva canciones perfectas, tal y como afirma Jim Cundiff, también de la zona, a un condado de distancia, en su reseña para la revista American Highways, «para pasear en coche junto a un lago o sentarse alrededor de una hoguera con un grupo de familiares y amigos». Hay una canción sobre uno de los forajidos más temidos de Kentucky («no te asomes a la ventana / Bad Tom Smith anda por la colina»); otra sobre el pueblo carbonero donde se crió, «Baxtor, KY»; un tema compuesto por la cantautora de Maine Sara Trunzo, «Fish and Time to Kill», con una entrada de bajo que te pone los pezones como escarpias, y un Ernest Hemingway «con un aspecto más que desgastado por el viento» rememorando estampas de su vida frente al océano, «buscando un lugar más alto desde el que poder rezar»; también la bellísima «Time Just Goes Away», imposible de oír sin sobrecogerte con esa pedal steel desoladora de Darrell Scott con que se inicia, una canción llena de frases hermosas, pese a reconocer que el tiempo se nos escapa «y nunca tenemos la oportunidad de decir todo lo que queríamos decir»; y luego esa maravillosa «When I Think About You», que cerrando los ojos es una canción de John Prine cantada por el mismísimo John Prine en una calle, por ejemplo, de Nueva Orleans; y esa «Historia Gótico Sureña de Amor», la del triángulo formado por William Joe McAllister, Robert Montgomery McGee y Penelope Jones, resumiendo: Bobby tiene los ojos puestos en Penelope, pero ella solo ama a Billy Joe, así es que Bobby golpea a Billy, Billy golpea a Bobby y ambos caen al río y mueren ahogados. Y, para terminar, «Home», un tema que nos devuelve a casa, un canto de amor a la zona este de Kentucky, donde, en efecto, la hierba es azul y viven las mujeres más duras que jamás hayan existido y los caballos más rápidos que jamás hayan corrido. Gente con nada más para dar que su corazón. Y, precisamente, corazón es lo que rebosa este disco. Con una producción paupérrima pero limpísima y honda, perpetrada con un gusto exquisito, artesanía pura, casi huele a madera de cedro, algo nada de extrañar en un hombre que se ha curtido en la carretera con gente de la talla (secreta) del ya mentado Darrell Scott, Tim O'Brien y Malcolm Holcombe, «maestros del corazón», como los que buscaba a tientas Leonard Cohen en su canción «Teachers», maestros o maestras «que enseñan a descansar a los viejos corazones». Un disco como una sanguijuela: si te lo arrancas, la cabeza te anida dentro y ya no te libras de él ni con cerillas ni con aguarrás. Imposible parar de escucharlo. Una pequeña pero inmensa obra maestra.

EMILY SCOTT ROBINSON

American Siren

(Oh Boy Records, 2021)

De certidumbres no es que hayamos andado nunca muy sobrados. Hasta quienes tenían la rara habilidad de lo infalible se han ido marcando de vez en cuando algún que otro truñazo, y no ha habido Dios que los defendiera. Uno sigue siendo leal, por lo que le va de gitano en la sangre, pero a la postre es una adhesión que se lleva más bien con la boca chica y como de tapadillo. Por eso seguimos acudiendo a ciegas a lo que persevera de un modo insólito en la fiabilidad, como es el caso de Oh Boy Records, el sello de John Prine, que ya lleva un montón de años sin dar un paso en falso, ofreciéndonos, eso sí, con cuentagotas, oro puro, como es el caso de este American Siren, el tercer disco de Emily Scott Robinson, último fichaje del sello creado por el mítico cartero de Chicago. John Prine era un héroe para la joven Emily y, una vez superado el síndrome del impostor («¿Qué demonios hago yo aquí con toda esta gentaza?»), hoy no puede sentirse más orgullosa y agradecida por formar parte de su legado. Aún le cuesta asimilarlo. Sigue siendo aquella niña que en 2007 compuso su primera canción después de asistir a un concierto de la inmensa Nanci Griffith («volví a casa corriendo y escribí una canción country realmente triste y hermosa»), y es normal que le cueste digerir lo de ver su nombre asociado a todas esas bestias que compusieron la banda sonora de su infancia y primera juventud en Greensboro, la pequeña localidad de Carolina del Norte que la vio nacer. Verse comparada en las páginas de la Rolling Stone con Patty Griffin, su favorita favoritísima, («¡Patty Griffin y yo en la misma frase!») puede dejar a cualquiera sumido para siempre en un estado de insondable lobotomía. Hay quien no logra salir entero de semejantes lisonjas. En el presente álbum hay una canción, «Cheap Seats», mezcla de folk, country y bluegrass, que versa precisamente sobre la primera y última vez que la joven Emily vio a John Prine en el Ryman, desde uno de los asientos baratos. Él y Bonnie Raitt cantaron «Angel From Montgomery». En la canción se identifica una especie de mensaje soterrado: intenta salir de una experiencia como esa sin un acusado síndrome de estrés postraumático. No se puede. Pero, aun así, abunda e insiste en tu sueño. Mímalo. No te rindas. Porque a veces sucede. Ella misma es un ejemplo. Desde aquella lejana noche de asiento barato en el Ryman la vida ha dado muchas vueltas y el círculo se ha cerrado de golpe de la manera más inesperada: ahora Emily forma parte del deslumbrante plantel de artistas del sello de su ídolo (todo gracias a un single y a un mensaje privado por Instagram del hijo mayor de John Prine, director de Oh Boy Records tras el prematuro fallecimiento de su padre). Lástima que no pudiera llegar a conocerlo en persona. En el proceso ha habido mucha carretera y mucho trabajo social con víctimas de violencia doméstica y agresión sexual en Telluride, Colorado. Licenciada en historia y en español, con veintiséis años, trabajó mucho tiempo, mano a mano, con inmigrantes hispanas. También fue intérprete de español en un hospital. Ergo conoce la sangre y el sufrimiento, no por lecturas sino en carne viva. Bares y noches de micrófono abierto. Demos grabadas a horas intempestivas, burladas al sueño. Y, al final, jugárselo todo a una sola carta. Digamos que se ha manchado en el trayecto, que ha renunciado a la inmovilidad y a la complacencia. Que no ha evitado el horror, que se ha zambullido en él. Que, en determinado momento, decidió tropezar. Que apostó por lo sinuoso y lo intrincado. Y las canciones de este American Siren dan fe de esa inmersión en lo oscuro. Ya en el 2014 declaraba haber encontrado su voz al escribir la canción «Marriage Ain't the End of Being Lonely». Y con ese mismo sentimiento de acentuada orfandad, se dirige ahora a los perdidos, a los solitarios y a todos los que han decidido tomar el camino difícil. El hilo conductor de sus nuevas canciones son precisamente todas esas cosas que nos llaman, la incapacidad de resistirse a esas llamadas, a esos cantos de sirena que nos seducen y casi siempre nos hacen naufragar contra los arrecifes: un sacerdote vulnerable y una esposa infeliz que se encuentran una noche en el bar de un hotel de Arkansas. Esa es su fauna. Veteranos de guerra suicidas. Camareras tristes con sueños quizá no tan imposibles. La desilusión del sueño americano, esa patraña. Desesperación y rabia. Corazones devastados. Pero también la lucha. Y todo contado con una sensibilidad y una sutileza que esquivan y evitan el estereotipo. Con producción, además, de Jason Richmond (productor, entre otros, de The Avett Brothers) y colaboraciones de miembros de los Steep Canyon Rangers (banjo y mandolina). Una invitación al viaje y a la aventura. A sortear la incertidumbre. A tener fe y no soltar las riendas, a tropezar todas las veces que haga falta, porque como ella misma canta en «Every Day in Faith»: «De haber visto colinas y valles en el camino / quizá nunca hubiera tenido el valor de hacer las maletas y partir». Y menudo viaje se habría perdido. Seguro que John Prine sonríe desde dondequiera que esté.

MAC LEAPHART

Music City Joke

(Mac Leaphart, 2020)

En este, su tercer disco (cuarto si contamos el EP, Lightning Bob, en el que colaboraba Sadler Vaden, de los 400 Unit de Jason Isbell), Mac Leaphart vuelve a ofrecernos una suculenta colección de canciones, casi de orfebre. Al igual que John Prine (o Robert Earl Keen), con el que suele vinculársele, tanto por el fraseo, el tono nasal y el cuidado de las letras, demuestra ser un auténtico obrero de la canción. La cosa necesita su tiempo y su solera. No vale todo. No vale rimar como mamarrachos. No vale rellenar un disco por rellenar. Si no está todo, pues se espera. En su página web, en letra chica, sin mayores pretensiones, va impresa una declaración de principios que, además, está escrita en letra de máquina de escribir de tu abuelo, lo que la vuelve aún más sincera, o al menos yo lo veo así, en este tiempo tan de tipografías presuntuosas y delirantes. Dice: «Anillos de café sobre un bloc de notas amarillo. Una Martin D-28 apoyada en una silla. Ritmo, palabras y frases dando tumbos a la espera de que las apropiadas encajen en su sitio. Minutos. Horas. Días. Semanas. En ocasiones, años. A veces, las palabras sobre el papel nunca llegan a encontrar una melodía, pasan de largo, acaban arrugadas en una papelera. A veces, las canciones terminadas no encuentran un público. Las buenas se cantan una y otra vez, como esa canción del disco que rara vez pasa de los primeros treinta segundos sin que la vuelvas a poner desde el principio. Cuando una canción llega a su público y alguien le tiende la mano, me acuerdo al instante de por qué emprendí hace años este camino». Las canciones importan. Parece una perogrullada, pero no lo es. Lo primero es lo primero, lo demás vendrá después (o no, tampoco pasa nada, los vertederos están llenos de guitarras rotas). Leaphart sabe muy bien lo que es trabajárselo. Han sido muchas noches por los garitos del Lowcountry de Carolina del Sur, compaginando su trabajo de camarero con sus actuaciones en solitario, antes de ganarse por fin «los galones», como él mismo dice, en la carretera. Folclore grasiento y blues hablado. Y Jack Daniels también, pero sin necesidad de emular a los grandes músicos empapados de alcohol que él tanto admira y emula, pero emula en lo bueno. Hay quien se limita a emular el malditismo, el mira cómo bebo y mira cómo me tambaleo y qué genial soy y qué de tatuajes tengo, un malditismo de pega, puro disfraz y vacío, y así luego suena a lo que suena, a silencio de cangrejos devorados, que diría el poeta. Leaphart se levanta temprano, hace footing y dedica dos horas cada mañana a escribir. Respeta lo que hace, y trabaja. Se lo toma en serio. Tampoco se trata de parir algo complejo. No es realmente poesía, aunque se le parezca. «Se trata de escribir canciones con las que la gente se sienta identificada, y de darle tu propio giro a la misma historia de siempre». Poco hay ya que inventar. En cualquier caso es un don, un don que no muchos tienen, ser sencillo y transmitir profundidad. A los veintidós años, Mac Leaphart publicó una novela en la universidad (Strange Light). En su música hay literatura. Y eso se nota. Luego militó en un grupo de twang-pop, los Five Way Friday. No ha dejado de trabajar desde entonces. Suele actuar cinco noches a la semana. Solo o en compañía de otros. No es de pose ni de autopromoción. Todo ese rollo le huele mal. El compone y canta canciones. Y si pudiera seguir haciéndolo toda la vida sería feliz. Actualmente vive en Nashville, dónde aterrizó en su día con ganas de zamparse la ciudad, escribir para otros, convertirse en un compositor estrella del Music Row. Ya lleva allí diez años y las cosas no han ido como se esperaba (sueños y peripecias de las que se descojona deliciosamente en el tema «Music City Joke», escrita mano a mano con Tim Jones, de la banda Truth & Salvage Company y de los Whiskey Wolves of The West). Ahora es marido y padre (traducción: menos tiempo para escribir), y le tiene que advertir a sus vecinos que si le ven hablando solo por el jardín no es que se haya vuelto loco, sino que está componiendo una canción. Además este último disco no se lo ha autoproducido, como los anteriores, sino que ha recurrido a la magia de Brad Jones, productor de los mejores discos de Hayes Carll (y de Josh Rouse y Chuck Prophet), con músicos de la talla de Fats Kaplin y Will Kimbrough, de lo mejorcito de la ciudad. Y por fin parece que la cosa despunta. Y yo que me alegro, maldita sea, yo que me alegro, y no sabéis cómo.

SARAH SHOOK & THE DISARMERS

Nightroamer

(Abeyance Records, Thirty Tigers, 2022)

«Punk de honky-tonk», así lo categorizó Don Gonyea hace poco en una entrevista, y nos parece bastante acertado, aunque lo que hace Sarah Shook escape a toda categoría y desafíe cualquier cliché. En la misma entrevista dijo Gonyea que se podía imaginar perfectamente a Waylon Jennings o a Tanya Tucker tocando algunas de las canciones que componen este Nightroamer, el tercer disco de la «vagabunda de la noche», pero con la descarga guitarrera del indie rock más descarnado de finales de los noventa. «Un pie delante del otro. / Brisa árida del anochecer en medio de la oscuridad. / No sé a dónde me llevará este camino, / pero prefiero morir a volver a atrás […] / Siempre habrá alguien a quien echar de menos, / así que adiós desde Kansas. / Sabes que nunca seré libre, / me hicieron para ser una solitaria, / así que deja que la noche me engulla». Cuenta Sarah que escribió esta canción que da título al disco en un momento en que intentaba, sin éxito, dejar el alcohol. No sabía si sería capaz de seguir componiendo sobria. Eso era lo que más miedo le daba. Dejarlo y apagarse. Por aquel entonces, viajaba siempre con una botella de whisky en la mochila. Quería poner distancia, distancia literal, entre ella y el objeto de su lucha desesperada. Salió de un hotel de Hays, Kansas, a medianoche, y acabó sentada en un cementerio. Reinaba la calma y era verano. Hacía mucho calor y el chirrido de los insectos era escandaloso. Allí, sobre una lápida, escribió la letra del tirón. Al volver al hotel agarró la guitarra y parió la progresión de acordes y la melodía. Ella sabe muy bien, como canta en «It Doesn't Change Anything», que el diablo que llevas sentado al hombro es tu único amigo. Te habla claro. Te recuerda que todo lo bueno se acaba. No te engaña. «Dios ha muerto y el cielo está en silencio. / La muerte ha perdido su aguijón. / Nada cambia». A toro pasado, Sarah piensa, de broma, que, sin querer, perpetró una canción que no desentonaría en un disco de black metal. Ha salido de la burbuja, ha visto que el sol brilla y, por primera vez en mucho tiempo, tiene los ojos despejados y nos habla sin tapujos de su lucha con la depresión y la salud mental, y lo hace con la misma sensibilidad punk, política y queer de la que siempre ha hecho gala. En «No Mistakes» lo declara de un modo tajante: «no voy a cometer errores como la última vez». Angustia montañosa, lamento de barra de bar y culatazos. Viejas heridas y relaciones tóxicas. «Las promesas vacías solo son putas y sucias mentiras», esa es la primera frase que se escucha en el disco, un álbum que, al final, se vio retrasado por la pandemia y por los problemas que tuvo que afrontar su anterior sello discográfico, Bloodshot Records, con duras acusaciones de acoso sexual y lacerantes revelaciones acerca de regalías nunca pagadas a sus artistas. Por suerte, Sarah firmó a tiempo con Thirty Tigers y se fue a Los Ángeles a grabarlo, sobria y mano a mano con Pete Anderson (productor de Dwight Yoakam y The Mavericks). Pero hay que decir que la sobriedad no ha dejado el filo romo. Ni mucho menos. Tampoco es de las que sale a dar la tabarra y a decirte lo que tienes que hacer. Ella tuvo que dejarlo porque se estaba matando. Punto pelota. Tú no tienes por qué. Que cada cual se apañe como pueda. Ahora bien, la yegua salvaje sigue resistiéndose a la doma, puede incluso que con más perseverancia e inflexibilidad que nunca, intratable y deslenguada, maravillosa, lo deja claro desde el momento en que pisa el escenario: «si eres un gilipollas racista, un fascista o un homófobo, vas a ser tú el que se sienta inseguro en el concierto, no los demás». Y esto es innegociable. Porque aquí se pasa página, de acuerdo, pero no se olvida. Nunca fuimos ángeles, cierto, y tampoco pretendemos serlo a partir de ahora. Pero lo que está claro es que aquí ya no entra nadie que no nos guste. Nos seguiremos descrismando todas las veces que haga falta contra las paredes, pero las paredes las elegiremos nosotros. Esa es la consigna que subyace en la nueva Sarah Shook. Hay que seguir lanzándose al vacío sin red y, como ella misma dice en «If It's Poison», si la cosa acaba siendo veneno, ya nos daremos cuenta. Ahora, por lo menos, conocemos el antídoto. Y sabemos, después de muchas hostias, que, al final, hay solo dos opciones: «o lo amas o lo dejas». Así que no marees la perdiz. No pierdas tiempo en tonterías. Ten fe y nunca dejes de ser un perfecto extraño.