Riverland
(Red Beet Records, 2018)
El hueco que ha dejado Peter Cooper, a sus 52 años, tras la caída y el golpe en la cabeza que acabó con su vida en 2022, va a ser difícil de rellenar. Pocos como él han hecho tanto (y con tanto entusiasmo, respeto y mimo), en los últimos años, por la música popular estadounidense, no solo desde las páginas de The Tennessean, donde militó durante catorce años como crítico musical, sino también desde las páginas de sus libros (Johnny’s Cash & Charley’s Pride: Lasting Legends and Untold Adventures in Country Music es de toma pan y moja) y las notas que escribió para los discos de bestias pardas como Emmylou Harris, Cowboy Jack Clement, Ronnie Milsap y muchos otros, como Kris Kristofferson, que siempre se deshizo en elogios al hablar de él: «Peter Cooper mira el mundo con ojos de artista y corazón y alma humanos. Sus canciones son obra de una imaginación originalísima y creativa, están llenas de humor y desamor, ironía e inteligencia, verdad y belleza en los detalles. Un material de calado profundo. Y mejoran con cada escucha», pero, sobre todo, desde su labor como músico de sesión y productor (aquí la lista se torna apabullante, a los ya mentados, habría que sumar a Tom T. Hall, Todd Snider, Nanci Griffith, Bobby Bare, Duane Eddy, Buddy Miller, Patty Griffin, Kim Carnes, Rodney Crowell, Ricky Skaggs, Kenny Chesney, Jim Lauderdale…) y, por supuesto, con sus propios discos, en solitario o en compañía de Eric Brace, todos joyas, editados en el sello independiente del propio Brace, Red Beet Records, donde, como ya dijimos hace un par de años, al reseñar el Hangtown Dancehall de Brace y Thomm Jutz, llevan ya editados más de treinta referencias indispensables, entre ellas este maravilloso Riverland, que fue lo último que Cooper grabó en vida, esta vez, mano a mano con Eric Brace y Thomm Jutz, tremendo trío de ases. Ninguno de ellos es natural de Mississippi (Brace es de Washington DC, Cooper de Carolina del Sur y Jutz creció en la Selva Negra de Alemania), pero no creo que sea fácil dar con un homenaje más sentido, emotivo y bello a ese río y ese terruño que, en efecto, y aunque pueda sonar a lugar común, más que un río o un estado geográfico (problemático, pero hermoso), es más bien un estado mental, un sentimiento, un río interior. Charlie Worsham, que sí es de Mississippi, lo remarca en las notas del álbum. Mississippi es un lugar roto. Es el Edén de Estados Unidos si, en lugar del destierro, Dios se hubiese decantado por inundar el jardín y arrasar con todo lo que Adán y Eva hubiesen erigido. Afirma Worsham que los mississippianos no crecen y maduran como cualquier hijo de vecino, dice que allí son más bien arcilla moldeada con aguas violentas y tierra rica, inmensa, indecentemente rica. En el espíritu quebrantado de Mississippi hay, sin embargo, belleza. Cita Worsham, a propósito, las acuarelas de Walter Anderson, los quiebros de ciertas frases de Eudora Welty, cualquier nota desprendida de Lucille, la guitarra de B. B. King o el trémolo de la voz de Elvis. El dolor de Mississippi, subraya, va irrevocablemente unido al orgullo de Mississippi, como las agua turbulentas y el barro del Delta. Lo uno no puede existir sin lo otro. Y es entonces cuando dice, a renglón seguido, que los tres hombres que han hecho este disco puede que no sean de allí, pero son peregrinos y lo conocen bien. Conocen la magia del Estado de la Magnolia y hablan con la verdad. Han hecho lo que los japoneses llaman kintsukutoi, es decir, una «reparación dorada». Las rajaduras, las grietas, son, como decía Leonard Cohen, los resquicios por donde se cuela la luz. Todos estamos rotos, concluye Charlie Worsham, todos somos peregrinos y todos necesitamos un poco de Mississippi. Por el disco, de nuevo acompañado de un libreto exquisito (como nos tienen puede que muy mal acostumbrados en este sello), desfilan las ciudades fluviales de los antiguos ventajistas, los viejos botes de carga (con el fantasma tutorial de Mark Twain), el sitio de Vicksburg (y los fantasmas de los caídos en la Guerra de Secesión), las tristemente célebres inundaciones, Tom T. Hall (el mejor narrador de la música country, ¡Amén!) y el reverendo Will D. Campbell, el propio río (como musa), los barcos de vapor, William Faulkner (por partida doble) y Jerry Lee Lewis (a veces basta con dejarlo todo, decía Peter Cooper, y ponerse a escuchar al Killer). Una auténtica gozada.