BRENNEN LEIGH

Don't You Ever Give Up On Love

(Signature Sounds, 2025)

Hay quien echa mano del tan recurrido «toque contemporáneo» para justificar su existencia, aduciendo que le da frescura, como si lo que ella hace fuese vetusto y polvoriento, poco menos que un secarral, y necesitase una excusa para existir, como si lo vetusto, ante tanta contemporaneidad de pacotilla, no fuese, precisamente lo más fresco que se puede escuchar hoy en día, lo más puro, lo más auténtico. Yo, a decir verdad, el toque ese de «contemporáneo» no se lo veo por ninguna parte. Es más, todo lo contrario, veo una voluntad férrea de no serlo, ni por dentro ni por fuera, empezando por la autenticidad misma, un valor que cada vez cotiza menos, si no se traviste o edulcora con alguna que otra veleidad «moderna» en un intento de homogeneizar el producto y resultar más «comercial», para los paladares bárbaros. No. Don't You Ever Give Up On Love es country clásico puro, de principio a fin. Deseo y desesperación, puro sentimiento. Para ella, siempre lo ha dicho, la música country es la música del alma. Historias de la vida real (vividas en carne propia o padecidas por alguien cercano), emociones humanas que siente hasta el más desapegado. Es su lengua vernácula y su cultura, siempre lo ha sido. No es una moda pasajera. Es lo que le sale de dentro. Y bueno, sí, vale, concedámosle al ávido crítico que tiene un toque contemporáneo, pero porque es de ahora mismo, de este año, no por ninguna otra intención peregrina de hacérselo más llevadero o fresco al respetable. La vulnerabilidad, el humor y la ironía tampoco son conceptos contemporáneos. Ya estaban en Porter Wagoner, Faron Young y George Jones, en toda aquella gente gloriosa que sabía regodearse en el daño y reírse de sus infortunios (gente que, por cierto, también tuvo su toque contemporáneo en su época, como es lógico y natural, y hasta aquí la soplapollez de la contemporaneidad, porque creo que ya ha quedado meridianamente claro). Ella escuchaba country desde muy pequeñita en la sala de estar de la casa de sus padres, que eran forofos de Emmylou Harris y de Willie Nelson, y también de Asleep at the Wheel, con quienes acabaría grabando (¿quién se lo iba a decir?). De adolescente su interés no haría sino crecer. Podría incluso hablarse de cierto grado de obsesión. Porque lo fue. Una obsesión, su vida entera. Y sigue obsesa. Investigando y rescatando. Su época favorita puede que sea la franja que discurre desde la década de los cuarenta hasta principios de los años sesenta. De Jimmie Rodgers en adelante. Y pone el peso, sobre todo, en las historias. Extraña las historias y por eso las pone siempre en primera línea. Little Jimmy Dickens y Roy Acuff tenían eso, también Dolly, claro. No solo ritmos de batería y frases estúpidas y pegadizas. La «verdad» de la vieja fórmula de Harlan Howard. Esa verdad que es literaria e inteligente (salpimentada con su toquecillo de cursilería). Canciones como cuentos. Cuando empezó en esto, ella no podía conducir todavía. Tendría unos catorce años cuando comenzó a tocar la mandolina en todo tipo de garitos con su hermano. Crecieron en el Medio Oeste, cerca de Fargo, en Dakota del Norte, y estaban locos por la música country. A los diecisiete grabó su primer álbum (Lonesome, Wild and Blue), en un pequeño sello discográfico de la zona, un sello y un álbum que ya no existen (el disco reaparece de vez en cuando en eBay). Pero eso le dio el empujón. Se mudó a Texas y todo empezó a rodar. Tocó mucho en vivo. Hizo muchas giras. Vino a Europa. Y, finalmente, en 2017, se mudó a Nashville, consiguió un contrato editorial y aprendió todo lo que pudo sobre marketing y sobre cómo presentarse y publicar su música. Hasta llegaría a sacar un álbum con Noel McKay, de quien dice haber aprendido sobre composición más que con nadie en el mundo. Luego volvería a Texas, al este de Texas, no a Austin, aunque ha sido en Austin donde ha grabado este último disco, producido por un ilustrísimo lugareño, el inmenso Kevin Skrla (multi-instrumentista, productor, ingeniero de sonido y, por encima de todo, «el corazón y el alma del pedal steel del sudeste de Texas»). Y así suena esto como suena, doce canciones en treinta y un minutos de puro gozo, acabando con un instrumental de medio tiempo para ir saliendo del honky tonk pisando cáscaras de cacahuetes y corazones rotos (empezando por el tuyo propio), pero sin perder la esperanza ni rendirse. Otra de las cosas divertidas que Brennen Leigh encuentra en la música country es que te permite vestirte como si fueras al circo. Y así es exactamente como debería salir uno siempre de un honky tonk: como un payaso devastado con el maquillaje corrido, pero aún vivo y creyendo gloriosa y patéticamente en el amor. De lo contrario es que las canciones no han hecho su trabajo.