HORSEBATH

Another Farewell

(Strolling Bones Records, 2025)

Están afincados en Montreal, aunque proceden de distintos rincones de Canadá. Dos hermanos de la zona rural de Ontario y dos amigos (a veces tres), uno también de Ontario y los otros dos de la costa este, que se fueron encontrando azarosamente por el camino. Componen todos y todos han mamado de todos los géneros. Han mamado, y siguen mamando, de todas las épocas, desde la década de los años veinte (mucho jazz) a la de los setenta (el padre de los hermanos era muy forofo de Pink Floyd y Led Zeppelin, y era lo que sonaba siempre en su camioneta), pero también fatigan música de antes y de después. Ahora hay acceso a todo. En tiempos pretéritos había lo que había y con eso, mal que bien, ibas tirando. Te nutrías de lo que rastreaba el cazatesoros de aquella tienda de discos que ya no existe, lo que pinchaba aquel DJ antes de que le cancelaran el programa o lo que reseñaba aquel entusiasta y mal pagado colaborador de la revista musical que aún sobrevive de puro milagro (la revista y él mismo, el colaborador). Ahora lo tienes todo a la distancia de un clic. A poco curioso que seas, encuentras oro (el algoritmo a veces también te coge la medida del aro y te acierta de pura chiripa). De ahí que suenen tan eclécticos: a cada canción le dan lo que pide. No fuerzan lo campestre, ni lo arenoso, ni lo sureño, ni lo psicodélico. No van de nada, ni se disfrazan. Si la canción lo pide, se le da. A veces son canciones que parecen nacidas en polos opuestos. Si uno comienza a tocar un tema a lo Chet Atkins, los demás se le suman. Y la cosa evoluciona. Y seguirá evolucionando luego, al tocarla en vivo. Las canciones no son mariposas clavadas con alfileres en un vinilo. Vuelan sueltas, a su aire, y, en directo, «In the Shade», por ejemplo, el segundo tema del álbum, aumenta su minutaje de casi seis minutos a veinticinco, con los dos mismos acordes una y otra vez durante veinte minutos, y luego un tercero para encarar el final. Y la cosa, ya digo, vuela. Si los oyes sin que nadie te diga nada, puedes pensar que son de Nashville, de Nueva Orleans o de Atlanta. En realidad, como cualquier hijo de vecino que se dedique a esto, suenan a lo que han mamado. No es algo consciente. Es un mero contagio. Podrían ser también de Cuenca o de Róterdam. «El cuerpo es una oreja», como exclamaba la fascinante Ana en aquella novela a cuatro manos que escribieron Roberto Bolaño y A. G. Porta (Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce). Viendo una vieja película de Europa del Este, antes del que sería su primer concierto, cuando ya tenían grabadas algunas demos, una película surrealista de género negro, hay una secuencia que toma por sorpresa a Dan (guitarra y vocalista) y le hace pensar en un caballo en una bañera, de ahí pasa a pensar: «Horsebath» («baño de caballos»). Enseguida le da al «pause», llama a Keast y se lo suelta: «Horsebath». Keast, obvio, dice: «¿Qué coño es eso? ¿De qué hablas», que sería, y es, la reacción habitual de mucha gente. Y él dice: «Baño de caballos, así se llama nuestra banda». Y Keast dice: «Cojonudo». No hace falta darle más vueltas (ambos han trabajado en ranchos y saben montar). Y a quien no le guste, que se compre un plano y se oriente en el bosque. Una amiga les propuso un nombre alternativo, The Lonesome Lakes, Los Lagos solitarios, pero les sonaba demasiado desolador. ¿Quién va a ponerse a «rocanrolear» en un lago solitario? ¿Quién va a ponerse a bailar en esas soledades? Olvídate. En el disco se puede rastrear su espíritu aventurero y la vertiginosa amplitud de sus intereses musicales. Ellos citan «el tex-mex de Sir Douglas Quintet, las excentricidades vaqueras de Lee Hazlewood, el country cósmico de Gram Parsons, la sombría autorreflexión de Leonard Cohen y la narrativa atemporal de The Band». Todos componen, decíamos, y también casi todos cantan y tocan lo que se tercie. En diez días improvisaron, compusieron y grabaron este Another Farewell con el que debutan después de su escuchadísimo EP (Studio Le Nid Sessions). Tremenda hermandad. Ya solo puedo añadir que ojalá «Turn My Lover Loose», el corte de cierre, de cuatro minutos veintiocho segundos, durase toda la vida. Yo me haría una cabaña en esa canción, tendría un perro y un rifle, me emborracharía todas las tardes en el porche, dispararía al bosque sin apuntar a nada en concreto y bailaría como un endemoniado hasta caer rendido. Valga esto para decir que me gustan. Mucho.