PILGRIM

No Offense, Nevermind, Sorry

(Horton Records, 2021)

Pues aquí estamos de nuevo, «back to Tulsa», como cuando los Cross Canadian Ragweed grabaron aquel fantástico directo, allá por 2006, en el histórico Cain's Ballroom (no saben «ná» los de Yukon) que tan importante papel desempeñaría (el garito, no el directo de Cody Canada) en el desarrollo del western swing en la época en que Bob Wills y los Texas Playboys, hace ya casi un siglo, que se dice pronto, grababan allí su programa de música en directo para la emisora KVOO. Pues así, tal cual, para concluir el segundo año que vivimos peligrosamente, volvemos una vez más a Tulsa, territorio que cualquiera que siga con más o menos asiduidad este blog sabrá que solemos frecuentar. Porque algo debe haber en Oklahoma, eso está claro. Oklahoma es a la música folk estadounidense lo que Andalucía, Extremadura o Murcia al flamenco, para entendernos. Será cosa del viento, del polvo o de la canalización de las aguas pluviales y residuales, habría que verlo. Será el fantasma de Guthrie o de Tom Joad (valga la redundancia). O todo el tabaco que se fumó JJ Cale en sus calles y en sus fondas, también pudiera ser. Vaya usted a saber. Alguien más cualificado que yo, con titulación y posibles, debería ir hasta allí y estudiarlo sobre el terreno, llevarse cuatro o cinco aparatos muy vistosos y ponerse a medir cosas por el paisaje, porque lo que de allí sale anualmente no es ni medio normal. Por ejemplo, ahora, este segundo álbum de Pilgrim, la banda de Beau Roberson, en la que también milita otro okie de postín que ya asomó por aquí el hocico con su primer disco, John Fullbright, a cargo en esta ocasión de los teclados, el acordeón, la armónica y las voces. Un disco grabado, además, en el antiguo estudio Paradise de Leon Russell, en Grand Lake, Tía Juana, Oklahoma, en el que si inhalas fuerte seguro que aún se te tienen que contagiar vigores innombrables (¡lo que no habrán visto y padecido esas paredes!). Beau empezó a tocar la guitarra a los catorce años, el día que encontró una en la casa de su abuela en Pampa, Texas. Jamás tomó clases. Se encerró en su habitación y aprendió a tocar a lo vivo. Su madre era profesora de piano, que al final todo suma, y cantaba mucho por Aretha Franklin y por Willie Nelson, que son como las soleares y las seguiriyas de allí, como quien dice. Los primeros CDs que se compró fueron dos recopilatorios baratos de Grandes Éxitos, uno de Dylan y otro de War. Teniendo en cuenta que Beau tiene ahora 37 años (¡qué ordinariez!), y poniendo que se comprara esos CDs en aquel entonces, eso nos situaría, más o menos, en el año 2000; las matemáticas no son mi fuerte pero, año arriba año abajo, un chaval de Oklahoma, jodido como tiene que estarlo cualquier chaval que crezca entre las Grandes Llanuras y las Tierras Altas, bajo condiciones meteorológicas adversas, comprándose un disco de Dylan o de la banda de Eric Burdon en esa época en la que ya casi toda la industria se ha ido al carajo y todo empieza a ser ya cosa de viejos carcamales, es, sin duda, un acontecimiento conmovedor, yo diría incluso que hasta ligeramente perturbador (y es que algo debe de haber en el agua, ya digo, insisto en que habría que tomar muestras, está claro que algo raro mana de sus fuentes). Los ingredientes de las canciones de Pilgrim son los habituales del menú, el guiso no cambia (para qué hacer espuma de tortilla de patatas, ande, quite, déjese de mamarrachadas): redención, traición, amor y pérdida (una mezcla de blues, soul, booggie y country rock, «americana» para los de pocas o muy justitas entendederas). Y mucha barra de bar para lamentarse, mucha oscuridad con hedor a cerveza derramada ayer (a tabacazo ya no, ya la guerra de la noche del sábado hace tiempo que no es lo que era) desde la que resulta muy difícil ver la luz (ni falta que hace, por otro lado), como en el tema que abre el álbum, en efecto, «Darkness Of The Bar». El vídeo de la canción se grabó, como no podía ser de otra manera, en dos garitos de Tulsa, The Vanguard y The Mercury Lounge, y en este último tocan los Pilgrim todas las semanas, lo digo por si os dejáis caer por allí, que no es mal plan, ya os advierto. Sin ánimo de ofender, no importa, lo siento, sin duda un buen título para un álbum que suena a lo que le da la gana y que se disculpa si ofende, aunque en el fondo se la suda bastante (hasta se marca una versión de «Katie», del canadiense Fred Eaglesmith, el cantor de los coches, la vida rural, los personajes deprimidos, el amor perdido y la gente más extravagante que te puedas echar a la cara, que aun no siendo de sus mejores temas, es de por sí una insobornable declaración de principios al tiempo que una bonita peineta a lo Cash para la radio-fórmula, esa defecación que expele tu radio todos los días, da igual lo que fatigues los dedos en el dial). La cosa viene avalada además por Horton Records, la organización sin ánimo de lucro que apoya a los artistas de Oklahoma y que en su día se sacó de la manga aquel fabuloso y ecléctico (palabreja un tanto hedionda con la que suele autocalificarse la gente que apenas escucha música y rara vez compra un disco) Back To Paradise: A Tulsa Tribute To Okie Music, álbum con el que conocimos a tantísimos artistas memorables y para el que, por cierto, se recuperó felizmente el ya mentado estudio Paradise de Leon Russell, «el palacio del lago», que llevaba desde el 78 clausurado. Agua, viento, polvo y fantasmas. Si no, ya digo, no se explica.

JIM KEAVENY

Out Of Time

(Self Released, 2014)

Compruebo con desagrado que aún no hemos hablado por aquí del gran Jim Keaveny, y ya va siendo hora de enmendar un olvido tan flagrante. Cualquiera de sus seis discos podría valernos de excusa, y si elijo este, Out Of Time, es por el título, que define muy bien lo que viene cantando y haciendo desde su primer álbum, These Old Things (2000): retratar un mundo que desaparece, un mundo al que se llega siempre tarde, fuera de tiempo, fuera de plazo, pero que con sus canciones, de alguna manera, intenta atrapar y conservar, como en un pedazo de ámbar. Retratar lo intemporal, al igual que hiciera el que siempre ha considerado su mentor, Woody Guthrie, o el que fuera el mejor pupilo del viejo Okie (con permiso de Dylan, que vendría luego), aquel niño que quiso escaparse un día de New Jersey con los payasos y los vaqueros del circo, el trovador casi inasible (porque siempre se está yendo) con el que, en mi imaginación, emparejo siempre a Keaveny, el legendario Ramblin' Jack Elliott. Ahí está esa misma necesidad de vagar, de vagar y de perderse, de sentirse en casa solo fuera de casa, a cielo abierto, a la intemperie, en el camino. Exactamente lo que describía Bruce Chatwin en Los trazos de la canción al hablar de los aborígenes australianos que identifican en el territorio una partitura que se interpreta al caminar. También he de reconocer que he elegido este disco, su quinto álbum, por razones meramente sentimentales. Me lo firmó en su día. Lleva su estampa: «Mucho gusto, Javier». Un honor, viejo vagabundo. En el paquete, junto al cd, había arena de Texas, concretamente de Terlingua, de ese mismo desierto que se come sus guitarras, según cuenta en ese breve documental que se puede ver en YouTube (The Key of Keaveny) en el que nos muestra su pequeño rancho, una casa que tardó seis años en construir con sus propias manos, plantada en mitad de diez acres remotos, lejos de cualquier sitio, sirviéndose de energía solar y bebiendo lluvia. Out Of Time es, de hecho, el primer disco que surgió de esas soledades. Posee el extraño encantamiento del desierto. Canciones como matojos rodantes… El camino ha sido largo hasta recabar en el secarral, más una especie de campamento base, de punto de partida para emprender nuevas travesías. Nacido y criado a orillas del Missouri, en Bismarck, la segunda ciudad más grande de Dakota del Norte después de Fargo, para que os hagáis una idea. Mirahacii arumaaguash, «el lugar de los altos sauces», según los indios Hidatsa. Nieve y nihilismo. Ocho hermanos tomando lecciones de piano clásico. Parece ser que Mozart era para su madre lo mismo que Jimmy Hendrix para él y su amigos. Luego la consabida banda de ruido y enfado con el mundo, The Rogues, con un par de colegas, para lograr que la adolescencia sea un planeta un pelín más habitable. Apenas un semestre en la universidad para descubrir que las aulas no son su sitio y, definitivamente, desoyendo consejos y advertencias, la carretera (el mito fundacional de la nación). Sobrevivir prácticamente con nada y ver el país con la única compañía de su armónica y su guitarra. Sin colchón hipster a lo Thoreau de baratillo ni red de trapecista. Saltando al vacío. Mucho autoestop y furgones de trenes de mercancías con destino a Oregón para ver qué le depara el camino. En el 92 aún se podía (y aún hoy se puede si no hay tu tía, y si no que se lo pregunten a Benjamin Tod, ese perro callejero con vocación de extraviado del que ya hemos hablado por aquí en alguna ocasión). Jim siempre ha mantenido que la gente no hace lo que quiere, sino lo que tiene que hacer, lo que no le queda más remedio que hacer porque de lo contrario se asfixia y puede acabar rellenando formularios en una oficina, de nueve a cinco. No es tanto una cuestión de deseo como de urgente necesidad. «Fueron los mejores años de mi vida. Conocí a algunos de mis mejores amigos y sentí que me estaba encontrando a mí mismo: mentes afines, guitarra, viajes y poesía». Ejerció de pescador, de lavaplatos, de cocinero, de plantador de árboles, de bombero, de conserje, de encargado del mantenimiento de un cementerio, de cervecero y de carpintero. Y, de tanto en tanto, un pequeño parón para grabar un disco. Para dejar una muesca en su culata. Mucha actuación en la calle y en garitos. Hasta llegar así a este primer disco del desierto del que alguien ha dicho por ahí que «suena como si Bob Dylan hubiese arrastrado a The War in Drugs a ritmo de patadas y aullidos por la América del Dust Bowl en un coche lleno de narcóticos cedidos por Hunter S. Thompson en un viaje alucinante por carretera con escala en Tijuana, Nashville, Lubbock, Bakersfield y, por último, en las montañas Catskill para recoger a nuestros buenos amigos, los hermanos Felice». Un disco apabullante. Casi se pueden oír los coyotes. Polvo, alacranes, viento y las campanillas del carrillón del porche anunciando tormenta seca entre osamentas carcomidas. Música de guitarra mordida por el desierto.

MOOT DAVIS

Goin' In Hot

(Crow Town Records, 2014)

A la espera de que nos lleguen hoy, o si no mañana, o sabe Dios cuándo, que con esto del trasiego de las Navidades nunca se acierta, el Hierarchy of Crows y el Seven Cities of Gold, su penúltimo y su último disco, rescatamos hoy el anterior, el antepenúltimo, el disco con el que lo conocimos y nos lo gozamos, el disco que, siguiendo el rastro, como siempre hacemos, porque nunca nos falla y lleva años descubriéndonos vetas de lo más suculentas, del gran Kenny Vaughan, personaje habitual de estas arrebatadas semblanzas, que aquí no solo produce sino que también presta su gloriosa guitarra, suerte de rey Midas con todo lo que toca, siguiendo su pista, decía, dimos con esta joya que, allá por 2014, nos revolucionó el cotarro. Desde entonces le tenemos mucha fe al bueno de Moot Davis, claro es. Y es que el tipo no puede tener más clase. Aquí, en el Goin' In Hot, con fotografía de cubierta de otro inmenso habitual de estas reseñas, Joshua Black Wilkins, ante cuya cámara ha pasado lo más granado de la música estadounidense de raíces (si él no te ha retratado, poco menos, no existes), aquí, decía, Moot Davis aparece con su elegancia acostumbrada, a lo Gram Parsons, con su traje Nudie de «rhinestone cowboy», toda una declaración de principios: «esto es country y puro sonido Bakersfield, así que si Dwight Yoakam y el gran Padrino, Buck Owens, no son de tu agrado, por aquí ni te acerques, porque estás molestando». Davis nació a un par de manzanas de la prisión estatal de Trenton y eso, quieras que no, deja su impronta. Empezó como actor de teatro, viajando incansablemente por Estados Unidos y por Europa. Lo de las canciones le viene de entonces, de tener que entretenerse y matar el tiempo con algo entre ensayos. Luego editaría un primer disco (Moot Davis, 2003) y empezarían a aparecer canciones suyas en algunas películas como Crash y Las colinas tienen ojos. Y ya no habría vuelta atrás. La que tuvo un papel determinante en todo esto fue Rosie Flores, bendita sea, que estaba de gira por el noreste y coincidió con Davis en el programa de radio «Heartlands Hayride» de la WDVR. Lo oyó y lo convenció para mudarse a Nashville y aparcar su «viaje a ninguna parte». Al cabo de un par de semanas, Moot cruzaba el río Cumberland. Y allí, en «la ciudad de la música», fue donde de verdad se curtió en el oficio de «crooner con alma country», acumulando noches y más noches de heartaches y honky-tonk en el Lower Broadway de Nashville, antes de meter por fin cabeza en el legendario Tootsie's Orchid Lounge. En ese momento, Rosie volvería a ser decisiva. Gracias a ella lograría firmar su primer contrato discográfico. La historia es que se reencuentran en el Tootsie's, ella se lo lleva de telonero en su siguiente gira, Boots le muestra en algún momento unas mezclas preliminares del disco que está perpetrando, Rosie le envía las melodías a Pete Anderson, el famoso productor y guitarrista de Dwight Yoakam y, en menos de lo que canta un gallo, Davis está cogiendo un avión con rumbo a Hollywood para grabar sus dos primeros álbumes en Little Dog Records, el sello de Pete Anderson. Luego Boot Davis crearía su propia discográfica y comenzaría su colaboración con Kenny Vaughan, que le produjo el Man About Town en 2012 y este Goin’ In Hot que hoy destacamos, nuestro favorito, sin duda (en espera de escuchar los que, con un poco de suerte o de magia negra, nos llegarán hoy o mañana, con impuesto añadido de aduanas y de Correos por la molestia, ya son ganas, para lo cual aprovecho y me cago en la puta estampa de la Agencia Tributaria, porque ahí sí que nos están jodiendo pero bien jodidos a los que todavía cometemos la imprudencia de comprar directamente a los artistas, rara especie en extinción inducida –la de los artistas y la nuestra–). Y ya solo añadir que en este guiso que hoy os damos a probar hay de todo lo que nos gusta. Pedal steel para sus buenos valses country, dobro para subrayar la soledad y la pena, humor de «reír-por-no-llorar» a lo Haggard & Nelson (el disco siguió a una ruptura sentimental, y eso siempre da empaque) y, la guinda del pastel, la voz de Nikki Lane, antes de dispararse y llegar a ser la fantástica estrella que hoy es, en el tema «Hurtin' For Real», un dúo que evoca los exquisitos diálogos de Johnny y June. Y todo, además, sin impostura retro. Todo vivo y muy auténtico. Y de milagro, porque, por lo visto, el estudio donde se grabaron estas trece canciones se incendió cuando ya estaba todo en lata, mezclado y listo para salir a la fábrica, pero el disco duro del ordenador fue de lo poco que se salvó y gracias a esa chiripa aquí lo tenemos. Lo que me permite, para acabar de rematar la jugada, citar de nuevo (siempre que puedo, lo cuelo y me quedo tan ancho, para mí es como el «imperio austrohúngaro» de Berlanga), el título de uno de mis libros favoritos de todos los tiempos, y dejarlo todo recogido y bien ventilado antes de salir de la reseña: «música para corazones incendiados». Pues justo eso.

MARK GERMINO

Midnight Carnival

(Red Parlor Records, 2021)

Digamos que Mark Germino lee latines de corrido, valga por decir que es un viejo zorro en estas lides, y la espera de veinticinco años (porque no contamos el Atomic Caldlestick de 2006, del que solo existieron cien copias que se distribuyeron entre amigos y aficionados persistentes, poco menos que psicóticos –y bien que me jode no haber sido uno de ellos, porque por lo de psicótico y persistente les ganaba de mano, que voy bien servido–), nada menos que veinticinco años, se dice pronto, desde el fastuoso Rank & File que tanto nos acompañó en aquellos finales de los noventa tan confusos en los que algunos dejamos de escuchar muchas cosas que ya no hablaban de nosotros mismos (aunque las sigamos escuchando ahora de vez en cuando con cierta gratitud nostálgica, porque de algún modo siguen hablándonos de aquella gente extraña que, en efecto, fuimos), la espera, digo, cuando ya lo dábamos por perdido, ha merecido la pena. El caso es que en ningún momento se mantuvo ocioso. Lo hemos sabido luego. Gente de la talla de Vince Gill, Johnny Cash, Emmylou Harris, Loretta Lynn, John Anderson o los Burrito Brothers Deluxe, entre otros, fueron llamando a su puerta para para nutrir sus álbumes a lo largo de los años. Así que cuando él mismo cuenta que el destino y las circunstancias lo situaron fuera del negocio musical, la cosa tiene su matiz. Eso sí, pudo criar a su hijo con más atención y acabó escribiendo, aparte de un sinfín de canciones, tres novelas (inéditas) y un libro de poesía. Y él estaba así muy bien, a lo suyo, lejos del mundanal ruido, cuando un buen día el gran Kenny Vaughn (nuestro guitarrista de cabecera), junto al multi-instrumentista Michael Webb (de Poco) y Brandon Bell (director del estudio Southern Ground de Zac Brown, en Nashville, e ingeniero de los Steep Canyon Rangers, Sarah Jarosz, las Highwomen, los Foo Fighters, Brandi Carlile, Alison Krauss, Miranda Lambert, los Blackberry Smoke y muchos más, pero ya me callo porque luego me vienen con que si abuso), deciden convencerlo para pasarse un día con Tom Comet (bajista de Webb Wilder) y el batería Rick Lonow (de Ryan Bingham), por el susodicho estudio Southern Ground, en la esquina de la 17ª Avenida con MacGavock, allá el la zona alta del Music Row, para grabar un disco, algo a lo que él finalmente consiente aun pensando que se les ha ido la cabeza. Pero la cosa va muy en serio. Y la profundidad, el peso y el ingenio del que hace gala en estas catorce canciones, exprimidas durante años para eliminar la escoria (en palabras suyas: «exprimir la mierda») hacen de este «Carnaval de Medianoche» toda una experiencia. El álbum, como he leído por ahí, es de principio a fin un home run. No tiene desperdicio. Germino sigue siendo un enigma, en parte cantautor, en parte poeta y en parte novelista. Natural de Carolina del Norte, pero adoptado por Nashville allá por 1974, cuando empezó a actuar en los garitos por la noche mientras trabajaba de camionero por el día. A finales de los ochenta y principios de los noventa (cuando nosotros estábamos a pájaros, como quien dice) publicó tres discos en sellos importantes (los dos primeros en RCA, London Moon and Barnyard Remedies, del 86, y The Act of Being Ourselves, del 87), pero la cosa no cuajó. Y entonces, como ya dije al principio, después del disco que nos desvió (junto a los Cash de Rubin y algunos más) del camino que nos llevaba a la pena y al desencanto, desapareció de la noche a la mañana. Por eso su reaparición ha sido para nosotros no solo una sorpresa, sino un auténtico acontecimiento y, aunque probablemente sea una causa perdida, porque la gente está a otras cosas más coloridas, nos resistimos a que pase desapercibido y le damos cabida humildemente en este pequeño reducto, por si alguien pica y se le contagia el entusiasmo. Hay, sí, reminiscencias de John Hiatt y de Steve Earle, y hay, sin duda, y por ahí de nuevo el gancho que siempre nos pesca, mucha literatura, como en el tema, por citar solo uno, «Blessed Are The Ones», en el que reinterpreta las Bienaventuranzas sirviéndose de referencias a Shakespeare, a Rimbaud, a Rembrandt y a Judas para argumentar que ser un redomado cabrón no te niega el acceso a la gracia. Y como los grandes cabronazos irredentos que somos y que seguiremos siendo hasta que vengan a escupirnos en la tumba, porque de esto no se sale (y lo sabes), no podemos por más que estarle eternamente agradecidos. Latines de corrido, ya digo.

TK & THE HOLY KNOW-NOTHINGS

The Incredible Heat Machine

(Mama Bird Recording Co., 2021)

Lo de la sagrada o docta ignorancia con la que se autoproclama esta banda de beneméritos deslenguados tiene su guasa, porque anda que no saben los tíos jodíos. Saben más que los ratones coloraos, que se ve que tienen conocimiento y que saben latín (y yo diría que hasta cinco o seis lenguas muertas más, incluyendo el sánscrito y calculando por lo bajo) porque nunca se han dejado ver ni cazar, para lo que, sin duda, hay que ser más listo que un zorro. Y estos «sagrados ignorantes» de Taylor Kingman saben cosas, y saben todo lo que saben no porque lo hayan leído o les hayan contado, sino porque estuvieron allí y luego les sobraron arrestos para volver y cantarlo. Y ese «allí» del que hablo es la barra de un bar. Un bar en el que, probablemente, tú y yo también nos hayamos derribado más de una vez. Y de la barra de ese bar en el que ellos estuvieron (y del que quizá nunca se hayan marchado, ni quieran o puedan, como los personajes de El ángel exterminador) fluye toda su energía y su desdicha. El caso es que yo quería empezar esta reseña por el final, por la última canción, «Just The Right Amount», la canción de la justa medida, la canción de haber alcanzado, después de muchas cervezas y sinsabores, esas cotas de sabiduría vital y tabernaria de la que los Holy Know-Nothings hacen gala, una de las canciones más emotivas (para un servidor) de lo que va de año (y eso que ya estamos remontando diciembre, ¡qué disco de fin de fiesta, de fiesta rara, más oportuno!). Con permiso, me permitiréis que traduzca. Nos encontramos ante la banda blue-collar por excelencia. Una banda de clase obrera que se gasta la paga en el bar según la recibe. Banda de cantar borracho y sangrando con un micrófono prestado. Banda de tomarse otra cerveza para hacer llorar a los fantasmas de la noche del sábado (de nuevo tú y yo), y luego puede que otra más para ayudarles/ayudarnos a seguir luchando. No se a ti, pero a mí esto me parece casi un himno. Al final Taylor dice: «Él se curtió en el bar / Ahora puede pasarse todo el día bebiendo / Aprendió a apoyarse en sus muletas / Y a bailar roto bajo la lluvia / Tal vez hasta le pareció divertido / Tal vez supo que nunca iba a cambiar / Tal vez al final todo se quede en nada / Pero hace un día precioso». El bar tiene un nombre. Es The Thirst («La Sed» o «El Ansia»), el garito con más solera de Portland, Oregón, un santuario que sigue sobreviviendo a las escenas fugaces y a los promotores inmobiliarios, acogiendo a la clase obrera que, vaya o no vaya finalmente al Paraíso, al menos siempre tendrá un taburete en su barra. Taylor Kingman sigue frecuentándolo casi a diario. Seguro que si vas, te lo encuentras en el escenario o en la barra. Ha tenido muchas encarnaciones a lo largo de su carrera, pero la más querida es esta última, la de TK & The Holy Know-Nothings, con la que ya lleva, con este The Incredible Heat Machine, dos LPs (Arguably OK, 2019, es el que le precede) y un EP de caras B (Pickled Heat, 2020), de lo que él mismo denomina como: «doom boogie psicodélico», Boogie Psicodélico del Fin de los Tiempos. Yo lo compro. La cosa viene también de Enterprise, la misma localidad de la que hablábamos la semana pasada al reseñar el disco de Margo Cilker, al pie de la montañas nevadas de Wallowa. La filosofía es la siguente: «En el fondo, somos unos currantes. Y por eso siempre seremos una banda de bar, sin importar dónde toquemos. Somos músicos y esto es lo único que queremos hacer. Vivimos para las canciones y nos las tomamos muy en serio. Incluso las más estúpidas. Todo es sagrado y por eso ha de ser mutilado por niños». No perder la inocencia y la bondad del sacrilegio. Los temas son los que siempre pueblan las gramolas de los honky tonks y los juke joints. Abuso de sustancias, redención, aislamiento, camaradería, el tiempo fugitivo y la desilusión. La cerveza que desaparece de la barra («I Lost My Beer») y la resaca infernal que te encuentra al amanecer abrazado a un retrete en el que se conoce que vomitaste todo lo que bebiste y ahora la taza anda exigiendo más («Bottom of the Bottle»). Tú y yo hemos estado ahí, y lo sabes. Esta música nos entiende. Habla de todas las noches de sábado que padecimos y padeceremos, porque aquí nadie nos regala nada y no nacimos entre algodones. Cuando le preguntan a Taylor cuál es el mejor y el peor consejo que ha recibido sobre la composición de canciones, ni lo duda. El mejor: «Sigue a tu corazón», y el peor: «Sigue a tu corazón». Pero dejemos al corazón a su aire, que ya tiene lo suyo con lo que tiene. En realidad, el único secreto para componer que él conoce es hartarse de cerveza en vaso de poliestireno en cualquier franquicia de Applebee's. Y, al final, también en sus propias palabras, The Incredible Heat Machine no es otra cosa más que «una gramola embrujada con ruedas y el motor de la luz revisado por el propio Dios. Una locomotora compuesta de partes vivas unidas por una telepatía dentada que le permite avanzar por las vías donde no hay respuesta ni destino final, solo movimiento y sentimiento». ¡Y cómo suena! ¡Y cómo sana! Y vale, sí, venga, muy gracioso, ji ji ji, ja ja ja, yo también me parto, pero devuélveme ya la cerveza, estaba aquí hace un momento, en serio, ya.

MARGO CILKER

Pohorylle

(Loose Music, 2021)

Veintiocho años de devaneos y correrías por California (donde creció), por el este de Oregón, el sur de Estados Unidos y el País Vasco (donde llegaría a formar una banda tributo a Lucinda Williams) confluyen en las nueve canciones de este sorprendente y exquisito debut de Margo Cilker. Ella ha vivido en la carretera durante mucho tiempo, por lo que sabe muy bien lo que es la inseguridad, la imprevisión, el misterio, la sensación permanente de falta de dirección y esa «bondad de los extraños» de la que hablaba Blanche Dubois, el maravilloso personaje creado por Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo; sabe muy bien lo que es ser una mujer dividida por los lugares que transita, destinada a perder progresivamente a la gente que quiere, allá donde enraíza, antes de desprenderse, sacudirse la tierra y seguir adelante. Ahora lleva un tiempo parada en Enterprise, Oregón, su refugio de invierno entre giras, donde la gente cría ganado y se cae de los caballos («Broken Arm in Oregon», el tercer corte de este álbum, habla de su propia experiencia en esa especialidad autóctona) y existe una increíble escena musical. Vive en compañía de su marido y de una entrevista a Steve Earle que tiene colgada en la pared (cada cual con su credo y su crucifijo). Los del country parece ser que se enfadan si dice que su música es country, y también si dice que no lo es. Tontos, como decía el maestro de Iria Flavia, ya tenemos todos los que caben: «colegiados, agremiados y sindicados». Hasta da penica, así, en diminutivo, «ver con qué seriedad se aplican a su gilipollez» (aún citando al maestro, que lo decía siempre todo tan bien). A Margo Cilker le resultan graciosas todas esas estériles disquisiciones entomológicas. Ella no se pone límites, se considera una cantante folk del Oeste, y punto. Cita al folk rock de los setenta como influencia, Cat Stevens, la Creedence y Fleetwood Mac. Aunque pertenece ya a una generación que cita el hecho de haber visto a Jason Isbell en el Handlebar de Greenville (allá por 2012, antes de que cerrara) como un momento de inflexión en su carrera; y también a los grandes héroes del renacimiento de la música de raíces, gente como los componentes de Old Crow Medicine Show y Gilliam Welch (en efecto, amigo, nos hemos hecho viejos de la noche a la mañana). Pero, sobre todo, confiesa el peso que tienen en su música los grandes escritores del oeste, con Pam Houston a la cabeza (si encontráis por ahí Los cowboys son mi debilidad, ni lo dudéis, haceos con él, lo publicó Tusquets allá por 1994 en la colección Andanzas, cuando aún editaban cosas interesantes). Para ella el elemento narrativo en las canciones es crucial. Y por ahí, he de confesar, es por donde me ha atrapado (yo soy así, señora). Y también porque ha sido por aquí, concretamente en el País Vasco, donde ella confiesa que se ha galvanizado su identidad como cantante. Asegura no haber encontrado una pasión igual por la música estadounidense en ningún otro lugar. Hablar de discos de música country y de The Band estableció un vínculo muy íntimo con los indígenas (la música siempre ha tenido ese efecto de hermanamiento, así como de todo lo contrario, lo mismo genera odios bereberes que amores indestructibles, casi en la misma proporción, esto es así y no hay vuelta de hoja). Buena parte de su EP California Dogwood se fraguó aquí. Y la canción que abre Pohorylle, «The River», la compuso al regresar de otro viaje por estas latitudes. «Siempre vuelvo a España», afirma ella rotundamente, entre risas. Ha hecho amigos y considera que ya ha forjado una familia (adoptada). Pohorylle, el nombre que titula el disco, por cierto, es el nombre de soltera de Gerda Taro, activista y fotógrafa de guerra que murió con veintiséis años en el frente, en El Escorial, cubriendo la Guerra Civil española (la mitad femenina que ocultaba el seudónimo Robert Capa). Una persona extraordinaria y con una vida increíble. Margo oyó hablar de ella por primera vez durante una de sus estancias en el País Vasco. «Mis luchas empalidecen en comparación con las de ella». También se declara fan incondicional de las feministas radicales vascas. Hasta ha marchado con ellas en Bilbao. Así que, como comprenderás, querida, con todo lo dicho, ¿cómo demonios vamos a olvidarnos de ti cuando volvamos a Tehachapi? Estaría bueno.

BUFFALO NICHOLS

Buffalo Nichols

(Fat Possum, 2021)

Carl «Buffalo» Nichols, natural de Houston, ha mamado bien de las dos fuentes, como es de recibo, la de la iglesia baptista y la de los bares de Milwaukee (del extremo norte, del extremo negro). Cuentan los de por allí que ya a los seis años se le podía ver bicheando por las tiendas de discos. A los once alguien le regaló la caja con los DVDs de la serie Martin Scorsese Presents The Blues y eso le sacudió las entrañas. Sobre todo Skip James (también Son House y Charlie Patton, dolor y frustración, básicamente), los sonidos más oscuros y de mayor tonelaje, y eso le indicó el camino. Luego, unos cuantos años de labores de intendencia, como quien dice, en diez bandas un tanto desabridas, puro entrenamiento antes de dar el salto, a las bravas. También extenuó su guitarra trotando por África. Pero se conoce que fue el bullicio del jazz de los barrios obreros de Ucrania y de los cafés berlineses, con mucho afroamericano expatriado, donde encontró la chispa del quejido que le estaba faltando. Un blues sin aditivos, pura expresión del alma y del desarraigo, casi ajeno al oyente, no hablemos ya del mercado, de espaldas a toda esa parafernalia abstrusa. Él tiene claro que antes de cambiar a los oyentes, hay que cambiar la narrativa. Lo otro quizá sea una batalla perdida, aunque podría acabar cayendo esa breva, pero no sin antes reforzar los cimientos. Para su primer álbum, homónimo, primer lanzamiento de blues en solitario de nuestro carísimo (de queridísimo, porque de precio está más que tirado, así que no me seáis ruinacos y salid a comprarlo, que aún hace bueno) sello Fat Possum en casi veinte años, ha querido devolver la música (su música, porque es de ellos) a los suyos, para que se escuchen a sí mismos y se encuentren en sus historias, un disco en buena parte compuesto a partir de maquetas y sesiones de estudio grabadas entre Wisconsin y Texas. Todo muy de andar por casa que es por donde se transita más a gusto y desenvuelto. Nichols admite que la ira y el dolor tiñen las conversaciones y las anécdotas autobiográficas que hay detrás del enfoque reflexivo y narrativo de sus composiciones (los ocho puñetazos de este disco). Pero sin caer en los estereotipos ni las generalizaciones. En su planteamiento prima una actitud decididamente activista que ha ido a pescar en solitario hasta las mismísimas fuentes del género. Él afirma con rotundidad que desde hace tiempo las historias de los negros ya no se cuentan en el blues de manera responsable. El blues ha sido fagocitado y bastardeado por unos y otros. Hay mucho cliché y mucho solo interminable. Mucho postureo y mucho virtuosismo estéril. Poco más que música para turistas condescendientes (léase: imbéciles de tomo y lomo), música de zoo, para entendernos. Él quiere desnudarlo todo de nuevo. Devolverle su aguijón y su veneno. Volver a los tiempos en los que el blues era una «letra escarlata» (lo dice él, que ha leído a Hawthorne y le ha cundido). Y para ello no duda en tirar de afinaciones abiertas. Atmósferas que recuerdan a los suelos áridos y los vastos cielos del Sur de Estados Unidos (lejos del sonido de Chicago y del soul-blues de Memphis). «La mitad de las veces no sé ni en qué tono estoy ni qué acordes estoy tocando, simplemente sigo la música. Así es como surgió buena parte de este álbum, dejando que la guitarra hablase por sí misma». Voz oxidada y alma. Y si estás jodido, ya te advierto, llorarás en tu cerveza. No lo oirás en la radio (mucho menos en Radio 3, ese erial), pero cuando te asalte de improviso, a bocajarro, desde algún altavoz o desde las arcanas sinapsis de algún recóndito algoritmo, te hará parar el coche en la cuneta. Esto es un costillar humeante cocinado a fuego lento (Texas ha dejado su impronta, claro es), sin mayores pirotecnias. Pero la carne se desprende sola. Hay por ahí una entrevista en la que le preguntan si alguna vez quiso hacer otra cosa que no fuera música. Respuesta: «Sí, pero no puedo». Eso ya es algo a tener en cuenta. Después le preguntan si es más creativo cuando está feliz o cuando está triste. Respuesta: «Siempre estoy triste». Y con la que está cayendo, no es para menos. Pero por ese hueco, por esa herida, se respira.

HANNAH JUANITA

Hardliner

(Hannah Juanita, 2021)

Si un día, a mediados de octubre, alguien te manda a bocajarro un vídeo de una desconocida perpetrando una tremenda versión del «Waltz Across Texas», seguido de un corazón negro y diciéndote que la canción le ha hecho pensar en ti, puedes irte tranquilo a dormir, porque ya lo has logrado (en el sentido del «día logrado» de Peter Handke, y creo que él estaría de acuerdo conmigo), no te quepa la menor duda. En estos tiempos que vivimos, tan de amistades efímeras, afectos caducos y demás simulaciones, alguien así, alguien que te piensa y que te deslumbra con nueva música, vale siempre su peso en oro. Cuídalo. Yo lo hago. Alguien así es una veta, así que planta en torno el campamento y, si es necesario, defiéndela con un rifle (aunque ya os advierto que se defiende más que bien ella solita, pero yo aviso)… Y todo esto viene a colación porque la desconocida que cantaba el inmortal clásico de Ernest Tubb no era otra que Hannah Juanita (el vídeo anda por YouTube), a la que ya me he hecho irremediablemente adicto y a la que auguro un futuro brillante, como me pasó en su día con Sierra Ferrell (por citar solo otro ejemplar de la casa de fieras; con ella, además empezó todo, en una furgoneta, camino de Huntsville, Alabama, en plan amigas, cuando Sierra le sugirió que abriera su concierto porque habían llegado demasiado pronto y la gente ya estaba ocupando las sillas del garito); también, como ella, salida de los márgenes, que es donde parece estar cociéndose últimamente (como, por otra parte, siempre ha sido) lo más auténtico y valioso de la música country tradicional. Ella es de Chattanooga, Tennessee, aunque la decisión, una suerte de epifanía, de hacer carrera como cantante, la tomó cuando vivía con su pareja y unos amigos en las faldas del monte Rainier, en el estado de Washington, sin agua corriente ni electricidad, muy Errata Naturae todo (yo me entiendo). Ella cuenta que se suponía que estaba viviendo el sueño, pero se sentía miserable, sola y perdida. Así que se pasaba horas sentada junto a la estufa de leña de su cabaña, escribiendo demoledoras canciones country mientras llovía. Al principio pensó que intentaría vender sus canciones, porque estaba muy arruinada y no había muchas formas de ganar dinero en medio de la nada (a Thoreau le llevaba su mamá un canasto con comida, en Walden la vida no era tan jodida). «Pero con el tiempo supe que tenía que dejar a mi novio, mi tierra y mi vida para volver al Sur y dedicarme a lo mío». Dicho y hecho. En enero de 2019 Juanita llega a Nashville y comienza a trabajar tocando en los honky tonks de la ciudad y a preparar las canciones de este fantástico Hardliner, el álbum con el que debuta de un modo deslumbrante, con pandemia de por medio (te lo puedes descargar por diez euros miserables, mínimo, en su perfil de Bandcamp; no existen, de momento, copias físicas). Y hacerlo además con el toque de la gran Loretta Lynn (su heroína, con permiso de Patsy Cline), tradicional (honky tonk, country, un poquito de bluegrass, western swing y tex-mex), pero con una poderosa carga de independencia y un enfoque intransigente. Empoderamiento feminista y bien de ironía. Amor, pérdida y soledad, pero no de criatura herida, vulnerable y desprotegida (aunque esa vulnerabilidad siempre exista, la carne es al carne a fin de cuentas), sino con agallas, con un par de «huevos», como cantaba Elizabeth Cook, revisitando aquel otro clásico de Tammy Wynette, en su contundente «Sometimes It Take Balls To Be a Woman». Ella es así, una «Hard Hearted Woman» que dice y hace las cosas como le vienen, sin pedir cuentas a nadie, y al que no le guste, que se haga un plano. «Me gusta escribir cuando estoy enfadada o triste, algo que le va muy bien a las canciones country. Me gusta tener noches “mías” y drogarme, beber un poco de vino, rememorar mi pasado y ver qué surge emocionalmente». Ese es su material. Nada más original que uno mismo. «Esto es lo que estoy haciendo», dice. «Me estoy haciendo a mí misma. Que todo el mundo se aparte». Su filosofía es ser inasequible. Muy inasequible y de muchas maneras para todo el mundo [se ríe], salvo para sí misma. «Es como ser egoísta, pero en el buen sentido». Descarada, directa y sin tonterías. Y cuando no está tocando en los emblemáticos honky tonks de Nashville, Hannah Juanita disfruta nadando, haciendo senderismo, montando en bicicleta y explorando la campiña de Tennessee con su perra de rescate, Loretta (obvio). Una vez le pidieron cinco consejos para la gente que empieza en esto de la música. Ella lo tiene claro. Uno: siempre habrá bolos con los que te quedarás a gusto y bolos con los que querrás morirte. Dos: ten grandes expectativas pero nunca esperes la perfección. Tres: busca músicos que sean mejores que tú y toca con ellos siempre que puedas. Cuatro: escucha, escucha y escucha; tu oído es tu mejor baza como músico. Y cinco: no puedes complacer a todo el mundo (ni falta que hace, también te lo digo). Juanita ha venido para quedarse. Y es como si alguien hubiese abierto por fin las ventanas del altillo.

THE FELICE BROTHERS

From Dreams To Dust

(Yep Roc Records, 2021)

Fastuoso. Y con decir eso ya estaría. Yo ya me entiendo y bailo solo. Pero haré un esfuerzo por si hay alguien en la sala que no haya oído hablar de ellos y quiera bailar. De los fabulosos hermanos de Brooklyn no repetiré lo que ya dejé dicho por aquí hace más de cinco años. Desde aquel Life in the Dark han acontecido un single (Country Ham) y un álbum (Undress), y con esta nueva entrega de su desbordante ingenio la cosa no viene sino a confirmarse, ¡y de qué manera! Estos muchachos originarios de las Catskill llevan haciendo su mejor disco desde que sacaron aquel remoto Iantown, autoeditado allá por 2005, hoy pieza buscadísima de coleccionista (básicamente Ian Felice a solas con la acústica y la armónica, grabado en una sola noche, según cuenta la leyenda). El álbum que hoy ovacionamos (y que llevo escuchando en bucle desde que entró en el rancho) no puede empezar mejor. Ian Felice sigue en plena forma y nos suministra el entrante perfecto para esta banda sonora del Día del Juicio Final (que es lo que viene siendo). «Jazz On The Autobahn», en efecto, es una road movie apocalíptica y suena, en palabras de Paul Kerr, «como una especie de Kerouac respaldado por una banda de jazz y una coral de cantantes doo-wop borrachos». Tal cual. No se puede describir mejor. La canción narra la historia de dos personas que huyen, dos personas que han dejado atrás sus vidas en busca de algo que ya ni se sabe lo que es y a las que persigue un sentimiento de catástrofe inminente, por lo que al final deciden utilizarse el uno al otro como medio de escape. Vamos, igual que tú y que yo a estas alturas del partido, entre volcanes, premios Planeta y mortíferas pandemias, mientras todo se desmorona a nuestro alrededor y los sueños se transforman en polvo. Y viendo el cariz que está tomando el asunto, quizá haya llegado el momento de hacer una lista de tareas pendientes, cosas que deberíamos ir haciendo antes de que todo se vaya al garete, como muy bien hace Ian en el segundo corte del disco, «To-Do List», entre otras muchas cosas: buscar un psicoanalista, barrer la vajilla rota, devolver todo lo que te prestaron, cambiar las gasas ensangrentadas, comprar un smoking color espinaca, desafiar las leyes naturales (todas), cancelar la suscripción a la revista Casa y Jardín, admirar los arcos góticos, construir un laberinto de espuma de poliestireno, hacerte amigo de un lunático desafortunado, caerte en el foso de una orquesta, tener una aventura en provincias, averiguar qué está matando a las abejas, abrir las persianas y dejar entrar la luz, comprar espárragos, comprar un armonio y una peluca empolvada, descubrir una droga milagrosa, aprenderse los nombres de todos los jueces del Tribunal Supremo, poner a prueba los límites del amor, sentarse a ver cómo pasa la peste, reír hasta llorar, comprar un abrigo de piel de gamo y tirar todas las canciones que escribiste a la basura. Ian Felice, al igual que su hermano Simone (que anuncia nuevo disco en solitario para finales de enero de 2022, All The Bright Coins), es un escritor de primer orden, un letrista magno. Y, a partir de ahí, todo gloria. Con referencias a AC/DC, Francisco de Asís, Jean Claude Van Damme, Kurt Cobain, John Wayne, Annie Oakley, Hegel, Proust y la Harley de Peter Fonda. Un disco fúnebre, pero gozosamente irónico, un disco de fanfarria para ir bailando detrás de la parca camino del olvido. Para fastidiar a la parca por el camino, bajarle los calzones cuando se descuide, darle tobas en la oreja y disimular silbando cuando se dé la vuelta. Tocarle las pelotas. Irse, pero irse jodiendo. Dar por culo hasta el final. Y dejar un bonito obituario, como el que compone para sí mismo el propio Ian en «Be At Rest»: «Señor Felice, uno ochenta de altura, setenta kilos, dientes blandos, falta de sueño, estudiante por debajo de la media, dueño de dos trajes que le sientan mal, usuario de ropa de segunda mano, a menudo tibio y retraído, albornoz por lo general mal anudado, descansa, amigo mío, descansa en paz // Nunca fue nombrado empleado del mes, amante de las lavanderías de veinticuatro horas, evitaba el contacto visual, evitaba donar sangre […] Trabajó en todos los clubes nocturnos de Estados Unidos, tenía miedo a los pianos que caían de las alturas […] Una vez se pasó más de dos meses atrapado en un cuadro de Bruegel el Viejo […] A su hijo le deja un cielo sin nubes, a su mujer una caja de negativos sin revelar y un plato de sopa de cebolla. De los sueños al polvo». En el disco hay country, hay folk y hay esa cosa que ha dado en llamarse indie-rock (que por allí es menos vergonzante que por estos pagos), un tono pintoresco y rústico, como el del cuadro que ilustra la cubierta («Winter Sunday in Norway, Maine», 1860, óleo sobre lienzo), muy de pastoral americana (no en vano, el disco ha sido grabado en una iglesia restaurada por el propio Ian, La Iglesia de Harlemville, NY). En definitiva, lo que ya decía al principio antes de extenderme tan innecesariamente cuando bastaba con decir lo que dije: fastuoso, del lat. tardío fastuōsus, y este, asimismo, del lat. fastus, «lujo, boato» y -ōsus «-oso». Magnífico y digno de oírse, sin más.

CHOCTAW RIDGE

New Fables of the American South 1968-1973

(Ace Records, 2021)

Ya hemos dicho alguna vez por aquí que, salvo pocas y gloriosas excepciones, no somos muy forofos de directos, recopilatorios, homenajes o grandes éxitos. Sobre todo de los de antes, de cuando la industria era una industria y se inventaba zarandajas para hacer caja e ir saliendo del paso. Aún hay artistas que mantienen esa repugnante práctica, costumbre, todo hay que decirlo, que huele a cosa que lleva muerta desde hace tiempo en el ático, o bien para huir del olvido (a la velocidad de hoy, ya la gente no retiene y, claro, uno se ve obligado a dar la tabarra cada año con un nuevo excremento) o de la propia sequía (que, a veces, pasa; el estreñimiento creativo en ocasiones no es accidental y pasajero, más bien lo accidental y pasajero suele ser en realidad aquel disco o aquella canción que perpetraste un día de pura chiripa). En este caso, desprevenidamente, la cosa nos ha seducido desde todos los flancos. Cubierta, concepto, título y selección. Veinticuatro canciones y una hora y diecisiete minutos de ovación permanente. Para empezar, está Roberta Lee Streeter. Y de Roberta, alias Bobby Gentry, y lo digo ya de entrada, sin cortapisas, aunque el que me conoce lo sabe de sobra, porque le habré dado varias veces la vara, de la Gentry, iba diciendo, hasta los andares. El título de esta fastuosa recopilación, Choctaw Ridge, en efecto, procede de la inmortal «Ode To Billie Joe», la canción de 1967 en la que Bobby se marcaba una magistral narración que, sin duda, merecería figurar (y figura, al menos para mí, qué coño) entre lo más destacado del estilo literario que ha venido a denominarse Gótico Sureño (género o subgénero, o lo que a usted le venga mejor, que por aquí tanto gozamos y transitamos). Un relato en primera persona con un parco acompañamiento de guitarra acústica y cuerdas de fondo, que cuenta la reacción de una familia rural de Mississippi ante la noticia del suicidio de Billie Joe McAllister, un chico de la zona con el que la hija de la familia (la narradora de la canción) está vinculada. «Era el 3 de junio, otro día somnoliento y polvoriento en el Delta, / yo estaba cortando algodón y mi hermano empacaba heno. / A la hora de la cena lo dejamos y volvimos a casa a comer. / Mamá gritó por la puerta de atrás: “Recordad limpiaros los pies”, / y luego dijo: “Tengo noticias de esta mañana en Choctaw Ridge. / Billy Joe MacAllister saltó hoy del puente Tallahatchie”. / Y papá le dijo a mamá mientras pasaba las alubias carillas: / “Bueno, Billy Joe nunca tuvo ni pizca de sentido común; pásame las galletas, por favor. / Todavía me quedan cinco de los cuarenta acres por arar”.» Un contundente y conmovedor estudio sobre la crueldad inconsciente (¡y cómo lo canta Bobby Gentry, con su maravillosa voz ronca y su acento sureño!). Ese tema, de algún modo, lo digan o no lo digan las historias oficiales de la música country, tan de señorones con sobrepeso y huevada molesta, marcó un antes y un después. Tony Joe White siempre afirmó que podía recordar exactamente dónde estaba y qué estaba haciendo la primera vez que escuchó la canción. Bob Dylan y The Band, trasteando en un sótano de Woodstock para lo que luego serían The Basement Tapes, compusieron, en parte como tributo y en parte como parodia, el tema «Clothes Line Saga». La canción, sin comerlo ni beberlo, abrió la puerta a la que Lee Hazlewood ya llevaba más o menos un año llamando con las grabaciones que hizo con Nancy Sinatra. También los Monkees, con el apoyo de Michael Nesmith, y el gran vaquero Michael Martin Murphey, desde Los Ángeles. En Nashville se atrevían menos a asomarse a lo que pasaba por debajo del puente Tallahatchie. Preferían un country pop más luminoso, más tontorrón, más idiotizado. Pero el single de Bobby Gentry fue la punta del iceberg. Su brutal éxito ayudó a emerger a un buen puñado de cantautores sureños durante los tres o cuatro años siguientes. Auténticos narradores de aquel lado más turbio y más sucio, cuya máxima expresión probablemente fuera el «By The Time I Get To Phoenix» la canción que Jimmy Webb escribió para Johnny Rivers y que popularizaría aquel guitarrista pop de sesión llamado Glen Campbell. Tom T. Hall, «el Raymond Carver de la música country», acabaría siendo el máximo exponente de aquella nueva revolución paralela al movimiento outlaw y al más edulcorado estilo countrypolitan. Una nueva ola sureña de gente excepcional que, junto a los mejores arreglistas de aquellos efervescentes años sesenta, comenzaron a contar/cantar historias sobre gente ordinaria, haciendo especial hincapié en la atmósfera, historias que, como muy bien dice Martin Green (junto a Bob Stanley, el compilador de esta maravilla), unas veces recurren a lugares comunes y otras resultan tan misteriosas y aterradoras como las aguas turbias que pasan por debajo del susodicho puente Tallahatchie. Además, se nota que la selección se ha hecho desde la pasión y la entrega, como si la hubiésemos hecho tú y yo, mano a mano, un día de jubilosa borrachera. Lo dice también Martin Green desde Camden Heights: East London fue durante una época (la época de la caza y búsqueda por las viejas tiendas de discos, a lo Robert Crumb) hogar de unos cuantos extraños forofos de la música country, entre los que él, por supuesto, se incluye. Aquella época irrepetible, dice Stanley por su parte, en la que aún se podían encontrar aquellos preciados LPs por un solo dólar. La lista de nombres es apabullante (Lee Hazlewood, Chris Gantry, Jerry Reed, Jeannie C. Riley, Hoyt Axton, Tom T. Hall, Dolly Parton, Charlie Rich, Nat Stuckey, Robe Galbraith, Sammi Smith, Henson Cargill, Waylon Jennings & The Kimberlys, Kenny Rogers & The First Edition, Ed Bruce, Billy Jo Spears, Jim Ford, Tony Joe White, Michael Nesmith & The First National Band, John Hartford, Sir Robert Charles Griggs y, por supuesto, la inmensa Bobby Gentry, no con el tema que lo desató todo de manera torrencial, sino con la no menos emocionante «Belinda»). La selección de temas, nada obvia, resulta más apabullante aún, si cabe. Oro (por resumir).

JOHN R. MILLER

Depreciated

(Rounder Records, 2021)

No se dejen engañar por el título. Aquí no hay nada «devaluado». Más bien todo lo contrario. Hay una cierta sensación de sosiego, de haber llegado. En la ilustración de la cubierta está todo lo que tiene que estar. La cabaña de troncos junto al río, una vieja furgoneta, setas (con un poco de suerte, tóxicas), una zarigüeya encaramada a un árbol, una noche estrellada y un cartel que promete «cerveza fría». ¿Qué más se puede pedir aparte de morir de viejo? (como decía aquel soldado en la trinchera de aquel maravilloso tebeo, creo que de Carlos Giménez). John R. Miller llevaba años rodando por las carreteras, sin banda fija, ganándose la vida como bajista a sueldo, lavando platos, jugando a los dardos y bebiendo en los dos bares locales de la pequeña ciudad donde vivía, a orillas de los ríos Potomac y Shenandoah, en Virginia Occidental. La cosa consistía en empezar a beber en uno y cerrar el otro antes de volver a casa tambaleante. Esos ríos y esos bares aparecen en el cuarto corte de este adictivo Depreciated, su primer disco firmado en solitario, «Shenandoah Shakedown». Ese pueblo de apenas cuatro manzanas que puede ser tanto una bendición como una maldición, lo bastante pequeño para que se conozca todo el mundo y en el que resulta un verdadero engorro evitar un antiguo amor, como canta en «Looking Over My Shoulder». El bueno de John acabaría huyendo de aquella escualidez con unos amigos, siguiendo el sueño de Nashville, en lucha permanente con un creciente problema de alcoholismo. Las once canciones que componen este disco fueron surgiendo poco a poco en ese trance. Se dedicó a la jardinería e incluso repartió flores (en «Old Dance Floor» da buena cuenta de ello). Al final acabó en Kentucky. Allí dice que se topó con una maravillosa y muy solidaria comunidad creativa, conoció a unos cuantos buenos músicos, formaron una banda y se compraron una vieja camioneta herrumbrosa («Half Ton Van», en efecto). De las giras de todo aquello y de algún que otro trabajillo esporádico, sacó la pasta para grabar el disco. Alquilaron un estudio y lo despacharon en tres días. Dice John que buena parte del álbum versa sobre el desplazamiento y el no saber dónde se supone que estás o qué se supone que estás haciendo. Dice que ha intentado encontrar hilos comunes a través de sus propias experiencias, con la esperanza de que otras personas puedan encontrar algo que les resulte siquiera vagamente familiar. Intentó hacerse sentir mejor a sí mismo con la esperanza de poder hacer sentir mejor a otros. La hierba y las setas colaboraron, sin duda. Violín, mandolina, Wurlitzer y bien de guitarras psicodélicas, arropando una constante interrogación sobre la fugacidad, la pertenencia y el hogar. Medicina buena, en definitiva. La búsqueda de esa cabaña a la que todos, de un modo u otro, aspiramos. Como muy bien han dicho por ahí, las canciones tienen un delicioso y exuberante aire de rock sureño de los 70, evocan una sensación de idealismo perdido, al tiempo que un resignado encogimiento de hombros: «puede que las cosas no hayan funcionado, pero la hierba sigue siendo buena». A veces, basta con eso. Tyler Childers, uno de sus máximos fans, como ya dijimos en la reseña de su anterior disco con los Engine Lights (The Trouble You Follow), insiste y dice que es un artesano de la palabra muy viajado capaz de trazar el mundo que ve con tres acordes. Y demuestra que se puede ser profundamente existencialista en un oscuro honkytonk. Nihilismo del bueno. De las altas crestas del valle de Shenandoah, que no es poco valle, y de las resonantes aguas blancas del Potomac. Un lugar congelado en el tiempo, en el que la historia y la tradición están muy presentes. Su música es una huida y un regreso permanente a ese lugar, a esos fantasmas. Dice que en el instituto vomitó mucho punk, pero que luego descubrió a John Prine (descubrir a John Prine parece ser una constante en toda la gente que nos gusta) y que Steve Earle le tendió una emboscada de la que ya no pudo salir. A partir de ahí, se topó con los dioses tejanos de los 70, Guy Clark, Townes Van Zandt, Jerry Jeff Walker, Billy Joe Shaver y Blaze Foley, el pop pantanoso de Bobby Charles y el sonido de Tulsa de J.J. Cale, que es probablemente su mayor influencia. Todo eso está aquí, bien presente, en este disco, con sus buenas dosis de vodka, sus descarriles, sus arrestos, cierto incidente relacionado con lanzamiento de cuchillos en estado de embriaguez, relaciones perdidas… en fin, ¿qué les voy a contar?, la vida. Canciones para hacer compañía a nuestra común miseria. En marzo nos lo traen los «natural born dealers» de The Mad Note Co., junto al inmenso J.P. Harris y la fabulosa violinista Chloe Edmonstone, y resulta que estamos metidos en el lío, así que no decimos más, usted verá.

JAMES McMURTRY

The Horses and the Hounds

(New West Records, 2021)

Hoy hace ya la friolera de casi siete años desde que iniciamos tímidamente las andanzas de este blog con el Complicated Game (2015), el anterior disco de James McMurtry, su anterior obra maestra, con una reseña algo escuálida (bastante escuálida, a decir verdad) en la que no apuntábamos mucho más aparte de que era hijo de quién era (tremendo «son of a gun») y que vaya tremendo discazo se había sacado de la manga. Aquella barbaridad era difícil de superar. Pero lo ha hecho. En realidad, lleva haciéndolo treinta y dos años, disco a disco, desde aquel remoto Too Long in the Wasteland de 1989, su ópera prima. Tampoco es que se prodigue tanto, diez discos (los dos en vivo y el recopilatorio no cuentan), y quizá sea eso, claro. Y muchísima carretera. El pico y la pala del día a día. Ahora que el año aciago va quedando rezagado, ha vuelto a salir al empedrado con los Heartless Bastards (glorioso nombre y gloriosa banda) y sigue tocando casi todos los miércoles en el legendario Continental Club de Austin, Texas (en el 1315 de South Congress Avenue), después de Jon Dee Graham, otra inmensa leyenda tejana. Y nos ha brindado este extraordinario The Horses and the Hounds, mucho más contundente y eléctrico que su anterior empresa. Según el propio McMurtry las raíces de todo esto se remontan, nada menos, que al Candyland, su segundo álbum de estudio, aquel disco tan furioso y estridente. El ingeniero de sonido, Ross Hogarth, es el mismo, algo habrá tenido que ver, y por la banda rondan músicos que le han cubierto las espaldas a Mellencamp y a Joe Ely en varias ocasiones. Valga para decir que, aparte de la potente carga literaria a la que McMurtry (porque de casta le viene al galgo, él mismo dice que se considera un escritor de ficción, su modelo sigue siendo Kristofferson, y también cita a John Prine y a Tom Waits, y todo nutre si se acierta a digerir) nos tiene acostumbrados (hay una canción, «Decent Man» que se basa en un relato corto, «Pray Without Ceasing» de Wendell Barry, el escritor de Kentucky, sobre un granjero que dispara a su mejor amigo: «Mis campos están ahora vacíos, / mi tierra no aguanta el arado, / se ha convertido en grava y piedras, / solo sirve para enterrar huesos»; y también está «Vaquero», la canción que se abre con un emocionante recuerdo a Bill Whitliff, viejo amigo de su padre –los dos fallecidos recientemente–, guionista y coproductor de la miniserie basada en Lonesome Dove y fantástico fotógrafo de la vida vaquera contemporánea en los ranchos del norte de México, Vaquero y La vida brinca son dos libros de fotografías maravillosos: ¡cómo no vamos a quererlo!), aquí se incorpora mucho y muy buen rock'n'roll (aparte, por cierto, grabado en Groovemasters, los estudios de Jackson Browne, porque aquí dar puntada sin hilo tampoco se estila). La banda ha sido bautizada como los Kings of the Middle of Nowhere, vamos, los reyes del quinto pino, del culo del mundo, de ninguna parte, de, básicamente, nada. Con esa misma desfachatez en las guitarras y en las baterías. McMurtry lo tiene meridianamente claro y suelta una frase colosal: «Solía pensar que el rock'n'roll era joven, y lo fue en su día, pero ahora es más viejo que yo». Todo para decir, que no siente necesidad de actuar simulando una edad que no es la suya (como hacen algunos ridículos de su misma quinta). El rock'n'roll ha envejecido con él, y suena así. Así de fiera, así de conciso, así de mordaz y así de vívido. La capacidad de evocación y la habilidad narrativa y descriptiva, casi un Raymond Carver cantautor y tejano, de las que hace gala James McMurtry, ya en el tema que abre el disco, «Canola Fields», nos anuncia de manera clara lo que se nos viene encima. Las historias no es que hayan variado mucho, pero en realidad es que las historias nunca varían demasiado, ni en mi vida ni en la tuya. En una entrevista le anteponen una cita de Willa Cather que no puede venir más a cuento: «solo hay dos o tres historias humanas y se repiten con la misma intensidad que si no hubieran ocurrido nunca», y tiene más razón que un santo (o una santa, inclusivo e inclusive). Cambia el ángulo y la edad, pero el ruido y la furia, esos temblores, esos desvelos, siguen siendo los mismos. Como muy bien han dicho por ahí, James McMurtry nos devuelve el olor a polvo y a pis de caballo que le están quitando últimamente los hijos de familia al sonido «americana». Y ojalá no pasen otros siete años para poder volver a disfrutar de su genio. De lo contrario, en cuanto abran las fronteras, será cuestión de ir pensando en dejarse caer por el Continental Club. Por si acaso, voy inaugurando ya la hucha del viaje con un par de euros. Austin, Texas, here I go!

RIDDY ARMAN

Ryddy Arman

(La Honda Records, 2021)

Hace poco más de un año, reseñábamos por aquí la demo que tenía colgada Riddy Arman en su perfil de Bandcamp y que, por lo que compruebo ahora, ya no consta en ningún sitio. En aquel entonces, los más avezados, conmovidos por el vídeo de Western AF en el que interpretaba su copla, a lo Jorge Manrique, por la muerte de su padre (el vídeo que, de alguna manera, lo cambió todo al hacerse viral), tuvimos la inmensa fortuna de poder descargárnosla por seis miserables dólares. De haber tenido más dinero en las arcas, de no habernos gastado en cerveza y libros la herencia del abuelo, no hubiéramos dudado ni un segundo en producirle el disco, pero, por suerte, Travis Blankenship y Connie Collingsworth, los maravillosos responsables de La Honda Records (que ya cuenta en su haber con bestias pardas del calibre de Colter Wall, Vincent Neil Emerson y The Local Honeys), la han fichado para lo suyo y, con el gran Bronson Tew (Jimbo Mathus, Dom Flemons, Seratones…) a cargo de la producción (una sesión intensiva de seis días en los Estudios Mississippi de Portland, Oregón), han editado este, su primer álbum, homónimo (como tiene que ser y está mandado, niña). Están, en efecto, las mismas canciones que en la demo, pero arregladas, más tres temas compuestos para la ocasión y una emocionante versión travestida del «Help Me Make It Through The Night» de Kris Kristofferson, a la manera de Sammy Smith, que allá por los años setenta del pasado siglo (jamás pensé que diría algo así; de repente, soy mi abuelo, el de la herencia defenestrada, hablando de tiempos pretéritos), en plena efervescencia outlaw, fue condenada al ostracismo por insistir en interpretarla, ya que los gerifaltes de Nashville (esa escoria infecta que va dejando un rastro de baba pestilente) consideraban que era una canción demasiado vulgar y atrevida para salir de labios de una mujer decente y bien nacida (sin tener en cuenta que Kristofferson, según le revelaría años más tarde al hijo de Sammy, la había compuesto específicamente para ella). También se han incorporado algunos instrumentos (percusión, violines y bajos), y dos o tres voces, pero en el trasvase, como quien dice, nada se ha perdido, continúa intacta la intemperie de las desoladas llanuras de Montana que tan bien transmitía su voz, cálida y potente, en aquellas bellísimas y primitivas demos que hoy atesoramos como oro en paño. Canciones vaqueras, casi elegíacas, interpretadas a la luz de la lumbre, después de una dura jornada de trabajo en el rancho. Perros, vacas, pastos, caballos, callosidades en las manos, brochazo de pecas en la piel curtida al sol y castigada por el viento, tocino friéndose en una sartén de hierro fundido, alambradas de espino, soledad y aullidos de coyotes en los cerros, pero también la desazón del paisaje urbano, la «otredad» y los amores perdidos. Riddy asegura estar viviendo como en un sueño. Hace poco le tocó abrir un concierto para Emmylou Harris, bueno, le tocó abrirlo a ella y a otros doce artistas, pero cuenta Riddy que la Gibson de Emmylou estaba plantada en el escenario y que tuvo que pasar por delante de ella cuando le tocó salir, y claro, no pudo evitar ponerse como un flan, ya me dirás tú, lo que no habrá visto esa guitarra, hasta se tuvo que pellizcar el brazo… El caso es que, pese al año aciago que nos ha tocado vivir, todo está sucediendo a una velocidad de vértigo. Aun así, ella transmite la seguridad y la templanza de quien ha marcado reses y reparado cercas en la nieve a treinta grados bajo cero, y lo tiene muy claro. Su honestidad no corre peligro, parece inexpugnable. Oír el «Spirits, Angels, or Lies» sigue poniendo los pelos de punta, da igual las veces que la escuches, siempre el mismo escalofrío en los pezones, imposible escucharla sin que se te encoja el corazón. Lograr eso es don de pocos. Y ella lo tiene. Y cuando alguien es capaz de llevarte hasta ahí, uno ni lo duda, le deja las riendas. Su música sigue oliendo a bosta de caballo por los cuatro costados, que es una manera de decir que su música huele a verdad. No es música con afeites y perfumes. No hay simulacro. No hay trampantojo. Como dice al final de «Herding Song»: «Me mudé a la ciudad, y me está matando, / hace semanas que mis botas no pisan bosta de caballo, / ahora lo único que apesta es la ciudad». Toda su música reside en la autenticidad que transmiten esos tres versos. Una actitud y una forma de vida. Y una generosidad inmensa. Cuando en septiembre del año pasado reseñamos la demo, nos mandó un mensaje muy cariñoso. A los pocos días, porque somos de natural muy sentidos, le enviamos un regalo a Dixon, Montana. Desde entonces, nos gusta imaginarnos que cuando llega el momento de encender la parrilla en el rancho, Riddy se cala el sombrero y se pone nuestro delantal Dirty. Y, por nosotros, ya estaría. Tan contentos. Alguno vez lo hemos dicho, no tenemos ningún control sobre las cosas que nos conmueven.

EDDIE 9V

Little Black Flies

(Ruf Records, 2021)

Dice Henry Yates en las notas del álbum que los mejores discos de blues logran hacerte pensar que se está celebrando una fiesta en tus bafles. Y los mejores músicos de blues te hacen sentir invitado a ese jolgorio. En esta verbena que hoy reseñamos (suban el volumen sin pedir disculpas) se oye entrechocar de botellas de cerveza, tanto literales como metafísicas. Un buen disco de blues logra emborracharte aunque seas abstemio (y esto ya no lo dice Henry Yates, sino que lo digo yo, y con una botella de cerveza al alcance de la mano, porque de abstemio por aquí poco o más bien nada –«primer paso, bla, bla, bla…»–, pero ustedes ya me entienden, hablo de borrachera metafísica, de sentir y asentir ante ese lamento en apariencia tan ajeno, pero tan incrustado ya en el imaginario colectivo, de reconocer ese dolor y de sonreír porque, de alguna manera, sonreír purga). Brooks Mason, más conocido como Eddie 9V (Nine Volts, por las baterías de nueve voltios), tiene veinticuatro años, es de Atlanta, Georgia (poca broma con eso) y, con su pinta de Roy Orbison, old-school 100%, acaba de sacar en el sello de sus sueños, Ruf Records (con quienes ha firmado para tres discos, ¡bien!), su segundo trabajo, sin perder grasa ni distorsión. Desde que tiene once años ha venido soportando que le digan que tiene un alma vieja. Ya a los seis años le dijo a su madre que era un reencarnado. Su madre se asustó, claro. Pero aprendieron a convivir con ello, con ese señor mayor que oía y tocaba música antigua, la que bailaba el abuelo. El primer álbum, Left My Soul In Memphis, lo grabó en el campo, con su hermano, en la granja lechera de los abuelos, en una pequeña caravana. Ahora la caravana está llena de moho y es un peligro, se cae a pedazos y viven animales dentro. Así que para el segundo lo tuvo claro, volvió a apostar fuerte: si quería que sonara como pretendía tendría que grabarlo en directo, a toma única, si acaso dos. Así que el planteamiento de producción fue parecido a lo que hace uno cuando se muda y se dispone a pintar las paredes de la nueva vivienda: llamas a tus colegas y les dices que va a haber un montón de cerveza y de pizza. Y, tal cual, en eso consistió exactamente la estrategia de producción del álbum en los estudios Echo Deco. Y el resultado suena primorosamente a eso. A cosa viva, a fiesta, a bromas entre tema y tema, a «este año infecto no podrá con nosotros». Un poco como se hacían los discos de blues de los primeros tiempos, ¡solo un día para grabar y arreando que es gerundio! Y las pequeñas moscas negras del primer tema que da, además, título al disco, son las moscas que sobrevuelan la escena del crimen. En el piso de la vecina de arriba se escucha jaleo, y resulta que la vecina de arriba siempre te ha gustado y la cosa apunta a que va a acabar como el rosario de la aurora… Todo es muy visceral. Ha escuchado mucho a Junior Wells y a Muddy Waters. Howlin Wolf le cambió la vida cuando lo oyó por primera vez a los catorce años. Su escuela fue YouTube (para que luego digan de los boomers y las nuevas generaciones). El disco se cierra, precisamente, con una tremenda versión del «You Don't Have to Go» de Muddy Waters, grabada ya con mucha ginebra en el cuerpo, por lo que él mismo cuenta que tuvo que conformarse con cantar y acordarse de la letra, y ceder el solo a su otro guitarrista, Cody Matlock. El caso es que lleva toda la vida empapándose de esa crudeza y no le importa que se escuchen algunos errores menores, lo importante es seguir adelante, no parar, poner todo lo más alto posible y esperar que los micrófonos lo capten. Y lo captan. Captan el tintineo de las botellas y el tintineo de las botellas no es otra cosa que el alma, algo que brilla por su ausencia en casi todas las grabaciones modernas, tan profilácticamente impecables y afinadas. Y, bueno, os dejo ya porque creo que la cosa ha quedado clara y porque, como dice nuestra querida Dirty Marga, esta botella de cerveza está ya para meterle un barco dentro.

ELIZA GILKYSON

2020

(Red House Records, 2020)

Eliza Gilkyson no se anda con tonterías, y es que por algo de casta le viene al galgo. No en vano, «Memories Are Made of This», la canción que compuso su padre al frente de los Easy Riders y que luego popularizaría Dean Martin, acabaría convirtiéndose en su día en un himno para los refugiados de la Revolución Húngara de 1956. Eliza Gilkyson nunca se ha callado y cuando las cosas le duelen, se moja. Pertenece a esa larga, y cada día más necesaria, tradición iniciada por el viejo Guthrie. Su guitarra mata fascistas. Y cuando apunta, da siempre en el blanco. Eliza vio venir el 2020 que se nos venía encima y se sacó este disco de la manga (al final la cosa ha sido aún peor de lo que nadie podía haberse esperado). Empezó a dar guerra en el 69, actuando en los clubes de Nuevo México y componiendo, ya en aquel entonces, canciones que denunciaban la situación precaria de los nativos norteamericanos («Lights of Santa Fe»), pero no obtendría el reconocimiento ni su primera nominación a los Grammy hasta los 55 años, siendo ya abuela. Y este disco, 2020, el disco del año que vivimos peligrosamente, está precisamente dedicado a sus nietos. Es un grito alzado y un canto de esperanza para este mundo de refugiados, húngaros y no tanto, que le estamos dejando a las futuras generaciones, un mundo tan espantosamente escuálido y desangelado. Y, sin quererlo ni beberlo, después de más de veinte discos y cincuenta años de lucha y compromiso, ha firmado, de nuevo con la complicidad de Red House, el imprescindible sello folk de Minnesota, la que sin duda es su obra maestra (hasta el momento). Producido por su hijo, Cisco Ryder, y grabado en Austin, nos presenta diez canciones que, como ella misma declara, nacieron de un impulso visceral y con la intención de promover la unidad, el compromiso y la acción en medio de este épico y crítico enfrentamiento que vivimos en la actualidad entre el poder y el pueblo. Una llamada a las armas («porque los pensamientos y las oraciones nunca arreglarán las cosas»), pero también un canto a la decencia y a la belleza que, a pesar de la inmundicia de tantos, aún resiste. Y la cosa no puede empezar mejor. «Promises to keep», un sencillo y emocionante tema acústico que alude directamente al famoso poema de Robert Frost sobre el aislamiento y las responsabilidades, «Stopping by Woods on a Snowing Evening»: «El bosque es hermoso, oscuro y profundo. Pero tengo promesas que cumplir y millas que recorrer antes de dormir». Luego la cosa va creciendo, hay un tema compuesto con percusión cepillada y pedal steel a partir de una carta que Woody Guthrie dirigió al infame (también por lo de la casta y el galgo) padre de Donald Trump, dueño de los apartamentos Beach Haven, en New Jersey, a propósito de sus políticas racistas y segregacionistas (y todo sigue igual, o peor). Una versión de la bellísima «Where Have All The Flowers Gone?» de Pete Seeger; un «A Hard Rain's A-Gonna Fall» de Dylan, escalofriantemente actual, mano a mano con la maravillosa Jaimee Harris, que, como suele decirse o se decía (porque ya gastamos unos años), y sin ánimo de ofender a nadie, no se la salta un gitano; y un tema compuesto por ella misma, «My Heart Aches», en cuyo estribillo resuenan frases icónicas de varias canciones libertarias como «we shall overcome», «give peace a chance», y «hammer out justice», una canción que si no te pone el pelo de punta es porque llevas varios días muerto en el bosque. En definitiva, un disco para «mirar a la cara a la gente odiosa». Para no ceder. Para seguir luchando. Y todo ello sin esa cosa tan pesada y cargante del folk de protesta más cansino. Apostando por la belleza y la melodía. Sin dar la murga. Un disco que es pura medicina. Un disco para recordarnos que no estamos solos en las barricadas. Que la oscuridad no podrá con nosotros. Así que gracias una vez más, señora Gilkyson. Por aquí, desde que la descubrimos con su Land of Milk and Honey, siempre en su equipo.

BRENT BEST

Your Dog, Champ

(Last Chance Records, 2015)

Aprovechando que en pocos días saldrá de imprenta nuestra flamante edición del inmenso Joe de Larry Brown, rescatamos este maravilloso disco de Brent Best que, de haberse grabado veinticinco años antes, habría sonado permanentemente en la radio de la GMC del bueno de Joe y, por supuesto, en casa de Larry (con sonido de lata de cerveza aplastada de fondo y perro a los pies). Slobberbone, la gloriosa (y criminalmente infravalorada) banda de Texas liderada por Brent Best, era el grupo favorito de Larry Brown, siempre lo dijo, y en contrapartida, las canciones de Brent Best (declarado fan, también, de la literatura de Harry Crews) eran y siguen siendo puro grit lit, pura América Gótica Sureña, con polvoriento acento tejano; cualquiera de sus composiciones podría figurar, sin desentonar, en cualquier libro de relatos del propio Larry (vaya el comienzo de «Good Man Now» a modo de muestra: «Mamá, tú siempre me dijiste que el único hombre bueno es un hombre muerto. / Y supongo que algo tendría que ver con el hombre que elegiste como esposo. / Así que fui a verle una noche y lo clavé a la cama, / y me quedé a su lado, riéndome, mientras las sábanas se iban tiñendo de rojo […]», con su pedal steel y su lúgubre violín. De hecho, una de las canciones de este disco, «Robert Cole», una historia de madurez forzada e inocencia perdida, ya había aparecido en el Just One More de Bloodshot Records, el emocionante disco homenaje a Larry Brown que produjo y compiló Tim Lee en 2007 y que ya reseñamos por aquí en febrero de 2016. Cuando le preguntan por Stephen King, otro célebre admirador de Slobberbone (adora la canción «Placemat Blues» y en La casa negra menciona el tema «Gimme Back My Dog», una canción que podría muy bien haber compuesto el propio Joe de la novela de Larry), Brent Best siempre aprovecha para decir que su autor favorito del mundo mundial es, precisamente, Larry Brown, quien no solo sería una enorme influencia en su música (para el álbum Barrel Chested de Slobberbone escribió una canción, «Little Drunk Fists», basada en uno de sus cuentos, «Kubuku a las riendas», de Dar la cara), sino que, también, poco antes de su fallecimiento, se convertiría en uno de sus mejores amigos. Después de su otra tentativa ruidosa con The Drams (y su único álbum, Jubilee Drive), la segunda banda de Best, que siguió a la disolución de los Slobberbone (que en realidad nunca fue tal, pues siguieron dando conciertos y sacando discos), el cantante de Denton, Texas, publicó este Your Dog, Champ, su primer disco en solitario. Más viejo, más sabio y menos bullicioso, menos guitarrero que en sus anteriores bandas, más introspectivo y más descarnado, apostando por un sonido más folk y más country, Best nos entrega once relatos interpretados por personajes sombríos, gente del barro, blue collars, despojos de la América más anochecida, parques de caravanas, fábricas clausuradas, bares oscuros y familias disfuncionales (mucho demonio privado), en los que, sin embargo, no falta la ternura (como en la emocionante «Aunt Ramona», una pequeña y deliciosa road movie), ni la rabia a lo Crazy Horse (con la poderosa descarga de ese himno que es «Tangled»). Y lo hace en compañía de unos cuantos sospechosos habituales, sus compatriotas tejanos Ralph White (de Bad Livers) al violín, Grady Don Sandlin (de RTB2) en la batería, Scott Danbom (de centro-matic) en los teclados y Claude Bernard (de The Gourds) en el acordeón (no es mala banda para atracar un drugstore, usted verá). En definitiva, música sucia, con todas las de la ley (en contra). Uno de los nuestros.

STURGILL SIMPSON

The Ballad of Dood & Juanita

(High Top Mountain Records, 2021)

Seis años han pasado ya desde que reseñamos por aquí el Metamodern Sounds in Country Music, el segundo álbum de Sturgill Simpson. Desde entonces han pasado muchas cosas y/o, mejor dicho, él mismo, el propio Sturgill, ha pasado de muchas cosas (traduzcamos al cristiano de a pie de calle: «de muchas gilipolleces»), pasotismo que a muchos hizo que se les atragantase el desayuno y les hirviese la hiel, lo que a nosotros (el ver a todos esos tristes hervir) no hizo sino volvérnoslo cada vez más simpático. Gente que se cagó en él por sus desplantes (que desde aquí celebrábamos porque ya era hora de que alguien llamase a las cosas por su nombre –«mierda» a la mierda, por muy bien envuelta que pretendan vendérnosla– e hiciera lo que le viniera en gana, incluso con sus sintetizadores, su animé, su hard rock y su psicodelia). Luego vinieron los dos Cuttin' Grass, bluegrass a pelo y sin concesiones, que nos salvaron del aburrimiento generalizado de la puta pandemia, en su propio sello, para no pedir cuentas a nadie, High Top Mountain (con el que además inició su colaboración con la distribuidora Thirty Tigers), independiente y anárquico. Y así llegamos a estos veintiocho minutos de gloria de La Balada de Dood y Juanita, escrito y grabado en menos de una semana, con los mismos músicos de las sesiones de los Cuttin' Grass, los Hillbilly Avengers. Un disco conceptual de «country tradicional, bluegrass y música de montaña», en la línea de aquellos discos gloriosos que grabó Willie Nelson (cuya guitarra, «Trigger», inconfundible, suena a «pura vida» en el tema «Juanita») con Atlantic, el Shotgun Willie y el Phases and Stages, o un año después, en 1975, ya en Columbia, el legendario Red Headed Stranger. Un proyecto que cualquiera consideraría impensable en los tiempos que corren, estos tiempos de atención mínima y de lentitud cero, época de descargas, número de escuchas y canciones solitarias. Y de nuevo, Sturgill, vuelve a hacer lo que le tiembla, de espaldas al mercado, a la industria y a todos sus patéticos hierofantes. Tradicionalismo y rebeldía. El disco es, justamente, lo que anuncia la ilustración de la cubierta. Un breve western crepuscular. La historia de un hombre de las montañas de Kentucky, allá por 1862, el viejo Dood, mestizo, hijo de un minero y de una india shawnee, que marcha en busca de su esposa secuestrada, Juanita (la mujer que le calmó la rabia), con su rifle Martin Maylin (con el que es capaz de volarle las pelotas a un murciélago, recargar y volver a dispararle antes de que toque el suelo), su mula, Shamrock, fiel coceadora de coyotes (de una coz los manda a la estratosfera y no aterrizan, descuajaringados, hasta, mínimo, el año siguiente) y su perro, Sam, el mejor amigo que puede tenerse en esta tierra tan ingrata y desabrida. (Salvo el rifle, cada personaje cuenta con su canción.) El disco relata esta historia de rescate y venganza. La persecución del bandido, el infame Seamus McClure, que secuestró a Juanita para vendérsela a los cherokee a cambio de caballos. Como un pequeño relato de Cormac McCarthy. Meridiano de sangre. Con su prólogo y su epílogo, con su correspondiente fanfarria de Guerra de Secesión sonando de fondo. Una golosina que, por desgracia (aunque probablemente en ello radique buena parte de su goce), se acaba enseguida. Aparte de la guitarra de Willie, aparece la mandolina de Sierra Hull y el banjo impagable de Tim O'Brien. Y se acredita asimismo la participación de Bob Clement, a cargo de los tacos, la sopa de alubias y el brownie, que lo suyo, digo yo, habrán contribuido a la excelente calidad del sonido que se gasta el disco, grabado en el Cowboy Arms Hotel and Recording Spa, en Nashville (el mejor estudio posible, nos aseguran). En la Rolling Stone declaró Sturgill al poco de publicar el disco que este sería su último álbum firmado con su nombre. Que quedaba finalizado el arco de cinco álbumes que tenía previsto desde el principio (los Cuttin' Grass no cuentan). Ahora quiere formar una banda. Y todo nos parece de perlas. Confesamos que aunque saque un miserable disco de salseo y sabrosura, si es de él, será bienvenido. De Sturgill Simpson, como quien dice, hasta los andares. Y en nada lo veremos, por cierto, lucir palmito como bootlegger, junto a Jason Isbell, según confirman, en la nueva de Scorsese, Los asesinos de la luna, basada en el fantástico libro de David Grann. Así que, por aquí, nada que objetar, señoría. Lléneme la copa de lo que a usted le plazca, señor Simpson; que seguro que repito.

A.J. CROCE

That's Me In The Bar

(Seedling Records, 2015)

El insomnio de la pandemia ha producido monstruos. Músicos varados como ballenas en las playas de sus casas dando fuerte la tabarra, desenmascarados, demostrando que lo bueno (en caso de haberlo) les venía dado de fuera y que, solos, sin maquillajes, son peores que tu vecino, el de la trompeta, el que se cree Miles Davis y ni por el forro. Los ha habido y muchos. Y se han editado discos infectos que yo no me atrevería a escuchar ni con distancia de seguridad, vamos ni con auriculares de plomo. Por fortuna, están los titanes, como John Hiatt, que se han sacado de la manga discos sencillos, pero fastuosos. A.J. Croce se encuentra entre estos últimos, rescatando no basura de la última gavilla (como han hecho algunos para mantenerse en la actualidad), sino unas grabaciones análogas grabadas en noviembre de 2019 que son, como dirían los Tipos Infames, canela fina. El By Request, con esa maravillosa fotografía de Joshua Black Wilkins (que fotografía todo lo bueno) en la cubierta, ha estado sonando esta última semana en bucle por estos pagos. Una invitación a un encuentro privado en su casa, como los que acostumbra a hacer entre giras y estudios de grabación (donde transcurre más del ochenta por ciento de su vida) cuando lo único que quiere es estar en casa, con su familia y sus amigos (casi todos músicos, es lo que toca –y nunca mejor dicho–), buenas conversaciones, carrusel de vinilos, comida rica, bien de beber y, como no podía ser de otra manera, música en vivo. By Request es, precisamente, eso: las canciones que le van pidiendo los amigos, de cualquier género y de cualquier era, porque A.J. Croce, entre otras cosas (como hijo del malogrado Jim, claro), es una auténtica enciclopedia de la música popular estadounidense. Y aquí nos brinda una selección con doce de las miles (sin exagerar) de canciones que ha ido grabando de esta manera en el estudio de su casa a lo largo de los años (ya más de treinta de carrera imparable). Versiones de Billy Preston, Neil Young, Randy Newman, Sam Cooke, Rod Stewart, Allen Toussaint, Brian Wilson y un emocionante «San Diego Serenade» de Tom Waits… Pero no es este el disco del que os queríamos hablar, aunque también, sino una buena excusa para referirnos a su segundo álbum, el That's Me In The Bar, de 1995 (reeditado en 2015 por su 20º aniversario) que, para el que escribe estas deslavazadas reseñas, es uno de sus pongamos que diez discos favoritos de todos los tiempos (haciendo caso omiso a todas las tonterías que se han vertido acerca de su «precocidad»). Descubro, con escalofrío, un paralelismo aterrador que vincula su último disco con el que hoy os recomendamos. El By Request es el primer disco que graba Croce tras la muerte de su esposa, Marlo, de veinticuatro años, tras una repentina dolencia cardíaca, los mismos años con los que A.J. grabó el That's Me In The Bar. (*Apunte para los paternalistas gendarmes de la autenticidad, refutadores de los dones de lo precoz y lo joven: quizá vosotros no, porque papá no os dejaba o porque preferíais beber leche o refrescos, pero algunos, con veinticuatro e incluso menos, nos hemos visto acodados y bastante jodidos en barras de bares de lo más infectos, así que abrid las ventanas y airead un poco vuestros dormitorios, porque os canta un poco la opinión a tigre.) Adrian, a los dieciséis años ya actuaba casi a diario en los clubes nocturnos de San Diego, así que conocía de primera mano a la fauna que merodea y se arrastra por sus canciones. Su vida accidentada, también sazonaba el guiso. Nunca vivió entre algodones (tumores, palizas y cegueras lo atestiguan). El disco se lo produjo nada menos que Jim Keltner y en él colaboran sin darse codazos gente como Ry Cooder, David Hidalgo (de Los Lobos), Bill Payne (de Little Feat) y Flea (en el Bonus Track que se añade en la reedición, «If You Want Me To Stay»), entre otros. No mucho más de treinta seis minutos de pura gloria (y un temazo, «She's Waiting For Me», por citar solo uno, que puede que sea la canción que más veces ha escuchado en su vida el que esto suscribe). Hay Nueva Orleans, hay Professor Longhair y Dr. John, mucho jazz de callejón y mucho piano, mucho juke joint y mucho soul. Y mucho Alicia ya no vive aquí. Piano bars de California. Barflies y gramolas con costrones de polvo, nicotina y cerveza. Obra maestra absoluta.

COLIN LINDEN & LUTHER DICKINSON with the TENNESSEE VALENTINES

Amour

(Stony Plain, 2019)

Luther Dickinson es Dios (con perdón de la expresión y sin ánimo de ofender a nadie –aunque por otra parte, ya quisiera Dios tocar así, también te digo–) o cuenta, al menos, con varios de Sus atributos incomunicables (de los otros, de los comunicables, es más fácil hacer gala, y hasta yo mismo), entre ellos, sin ir más lejos (sin ir, esto es, al de la inmutabilidad, al de la infinitud, al de la omnipotencia o al de la omnisciencia, por citar solo los más prestigiosos), el de la omnipresencia. Recurriendo a la voz del bueno de Jeremías, que gozará de mayor predicamento, y con razón, del que pueda llegar a gozar yo en toda mi vida, concretamente a lo que sentencia, con muy hebrea autoridad, en el «Salmo 139»: «Dios es omnipresente. Está con su ser, saber y poder, donde quiera que exista algo distinto de Él mismo». Y es que en los últimos trece o catorce años, desde que debutara en el Warpaint con los Black Crowes, el vocalista y guitarrista de los North Mississippi Allstars, a la chita callando y como quien no quiere la cosa (de nuevo la semejanza con lo divino, por lo de ir siempre de tapadillo y escondiendo la mano), ha ido dejando pruebas palpables de ese don que no es de hombres, sino de cosas mucho más dignas, que es el de la ubicuidad, la capacidad de estar en todas partes. De hecho, el mismo año en que se juntó con el canadiense Colin Linden (de los Blackie and the Rodeo Kings, ese otro grande entre los grandes al que cuando tenía once añitos le bastaron tres horas de charla con Howlin' Wolf en la Colonial Tavern de Toronto para regalar su alma al diablo) con objeto de editar este disco que hoy reseñamos, año del Señor 2019, salió también el Solstice que grabó con las Sisters of the Strawberry Moon (otra joyita). Y si uno se asoma a la lista de colaboraciones y encarnaciones de la última década, ya digo, difícil es no caer de hinojos y persignarse. Por otro lado, y para acabar ya con las referencias beatas, no se me vaya a enfurecer alguno (sobre todo teniendo en cuenta que de lo que hablamos hoy aquí, fundamentalmente, es de blues, ya se sabe, la música del diablo), la esencia de Dios (léase aquí: Luther) es el Amor, «Dios es Amor y es omnipresente en todo lugar donde hay Amor», y ese, precisamente, es el título de este disco, Amour, programado para que saliera el Día de San Valentín de aquel año, diez versiones de diez canciones clásicas de amor que seguro que ya habrás escuchado mil veces por ahí, pero seguro, también, que jamás como aquí y jamás como ahora, sin ápice de ñoñez ni de cursilería. Junto a una banda de acompañamiento inventada para la ocasión, los Tennessee Valentines (entre los que se encuentra, por cierto, el gran Fats Kaplin, a cargo del violín y el acordeón), y las voces invitadas de Rachel Davis, Ruby Amanfu, Sam Palladio, Jonathan Jackson y el legendario Billy Swan (que canta en «Lover Please», una canción compuesta por él mismo para el disco, un regalo, después de que Colin y Luther versionen con la voz de Ruby Amanfu y bien de slide, un «For The Good Times» de Kristofferson que es gloria bendita), componen un disco de compadreo y de amor (otra vez el palabro, pero es que cuando las cosas se hacen así, se transmite y repercute) a la música que sería una pena que, por ese mismo atributo de la ubicuidad que a otros, igual de prolíficos (pienso, por ejemplo, en Ryan Adams quien, por lo visto, abusó de la Amanfu cuando le producía un disco que nunca llegaría a publicarse), acaba restándoles puntos, pasara desapercibido; porque el nivelazo que se gastan aquí estos dos titanes, no es, ni mucho menos, para tomárselo a broma: tremendo disco.

TURNER CODY AND THE SOLDIERS OF LOVE

Friends in High Places

(Capytane Records, 2021)

Esta historia empieza cuando Turner Cody, un joven natural de Boston, Massachusetts, recala un buen día del otoño de 1999 en el Sidewalk Café de Nueva York, sito en el número 94 de la Avenida A, centro neurálgico de la escena anti-folk de Estados Unidos, de la que pasa a formar parte según entra por la puerta, repartiendo pizzas para ganarse la vida y curtiéndose como compositor con gente de la talla de Adam Green o Jeffrey Lewis. Turner nos cuenta en su biografía que Nueva York, a finales del siglo XX, era un lugar diferente. La fértil mezcla que tanto había inspirado a los artistas de las décadas de los setenta y ochenta aún coleaba. Estaban los garitos de micrófono abierto del East Village y los clubes de performances vanguardistas a la vuelta de la esquina. La efervescencia de los bares del Lower East Side, que derivaría en el surgimiento de bandas como The Strokes, con sus acólitos muy de ir hasta arriba de cuero crujiente y mucho trasnochar. Un mundo que hoy casi parece fantasía. Ese fue el Nueva York en el que Turner Cody se fraguó. Al principio fue cosa de grabar discos caseros de baja fidelidad, siete discos y muchas giras con un trío francés de folk-rock (Herman Düne), que le llevó a adaptarse a otros hábitats, tampoco tan diferentes al de los bares del Village, cafés de París y cervecerías berlinesas, un toque europeo, de distancia y reflexión, de abrir las ventanas para que entrase el aire, que nos lo hace aún, si cabe, más simpático. El indie-folk se diluye, jubilosamente, y la cosa empieza a acercarse más al sonido de sus auténticos héroes, el quinteto que él siempre valida y al que rinde cumplida pleitesía (usted verá): Bob Dylan, Leonard Cohen, Townes Van Zandt, Lou Reed y Hank Williams. Sigue grabando discos sin pausa. Ya van catorce. Y encima hay de por medio mucha literatura, sus letras lo resienten, de nuevo jubilosamente, otro quinteto titular que ya quisieran muchos para su equipo, Poe, Fitzgerald, Melville, Ginsberg y Kerouac, con Rimbaud calentando en el banquillo. Mucho cine y mucho cancionero antiguo, Steven Foster, las baladas de la Guerra de Secesión, estándares de jazz, música de espectáculos itinerantes con más o menos freaks en la plantilla, y demás luminarias del oficio. Un artesano de la palabra, en definitiva. El lenguaje es la piedra angular de su obra, sus letras dan gloria, todo casa a la perfección, no hay aristas, lo que hay es mucha inventiva y mucha gracia, la ceremonia es la misma, en efecto, pero la piel es nueva y las escamas brillan. Ahora, aburrido de Nueva York, se ha ido a vivir al Medio Oeste, en familia, con su mujer y su hijo, y ha puesto sus miras en la música country. Saint Louis, Missouri, va dejando su impronta. Ahí está, con su camiseta de Iron Maiden, su chaqueta vaquera sin mangas y su bigotazo monumental; deshilachado y lacónico, como siempre, eso sí. Y con una banda con sede en Bruselas, los Soldados del Amor (el guitarrista Clément Nourry, el batería Morgan Vigilante, el bajista Ted Clark y el guitarrista, teclista y productor Nicolas Michaux, al que no duda en calificar de visionario). Friends in High Places tiene una producción cristalina. Las letras derivan hacía la compleja sencillez de un Kristofferson o un Prine (al que últimamente se cita en todas partes, es lo que tiene morirse), el lenguaje es menos simbólico y la atmósfera es más liviana, mucho más próxima a la música country que, últimamente, tanto transita. La simplicidad es algo que, según él, le ha ido dando la edad. Es lo que toca (aunque también es cierto que la cosa va por barrios, hay algunos a los que la edad los hace insondables y bastante cansinos). Esa sencillez puede dar la falsa impresión de que sus canciones se escriben solas. Sí, claro. Ponte tú y ya me cuentas. No hay nada más complejo que conseguir algo tan sencillo. Al final, dice, la música country, al igual que las películas del oeste, se basa en imágenes y tropos muy familiares (beber y perder, moteles y días solitarios, barras de bar, amores fugaces…) que todo el mundo entiende y reconoce. «Mr. Wrong», quinto corte, es puro western crepuscular. Buitres trazando círculos en el cielo, forajidos, sombrero y botas camperas. Santa Fe y la señorita Clara. Una narrativa poderosamente cinematográfica. Y la alegría es que, con un poco de suerte, lo veremos el año que viene por estas latitudes, siempre que el virus nos dé un poco de cuartelillo (que ya es hora, coño), abriendo para Adam Green. El vídeo del tema «Lonely Days in Hollywood», con su trotecillo de sonido Tulsa, lo grabó, por cierto, en Ibiza. Le gusta España. Más de una vez se ha declarado forofo de la cerveza San Miguel. Ah, y por cierto, no tiene amigos en las altas esferas.