COLIN LINDEN & LUTHER DICKINSON with the TENNESSEE VALENTINES

Amour

(Stony Plain, 2019)

Luther Dickinson es Dios (con perdón de la expresión y sin ánimo de ofender a nadie –aunque por otra parte, ya quisiera Dios tocar así, también te digo–) o cuenta, al menos, con varios de Sus atributos incomunicables (de los otros, de los comunicables, es más fácil hacer gala, y hasta yo mismo), entre ellos, sin ir más lejos (sin ir, esto es, al de la inmutabilidad, al de la infinitud, al de la omnipotencia o al de la omnisciencia, por citar solo los más prestigiosos), el de la omnipresencia. Recurriendo a la voz del bueno de Jeremías, que gozará de mayor predicamento, y con razón, del que pueda llegar a gozar yo en toda mi vida, concretamente a lo que sentencia, con muy hebrea autoridad, en el «Salmo 139»: «Dios es omnipresente. Está con su ser, saber y poder, donde quiera que exista algo distinto de Él mismo». Y es que en los últimos trece o catorce años, desde que debutara en el Warpaint con los Black Crowes, el vocalista y guitarrista de los North Mississippi Allstars, a la chita callando y como quien no quiere la cosa (de nuevo la semejanza con lo divino, por lo de ir siempre de tapadillo y escondiendo la mano), ha ido dejando pruebas palpables de ese don que no es de hombres, sino de cosas mucho más dignas, que es el de la ubicuidad, la capacidad de estar en todas partes. De hecho, el mismo año en que se juntó con el canadiense Colin Linden (de los Blackie and the Rodeo Kings, ese otro grande entre los grandes al que cuando tenía once añitos le bastaron tres horas de charla con Howlin' Wolf en la Colonial Tavern de Toronto para regalar su alma al diablo) con objeto de editar este disco que hoy reseñamos, año del Señor 2019, salió también el Solstice que grabó con las Sisters of the Strawberry Moon (otra joyita). Y si uno se asoma a la lista de colaboraciones y encarnaciones de la última década, ya digo, difícil es no caer de hinojos y persignarse. Por otro lado, y para acabar ya con las referencias beatas, no se me vaya a enfurecer alguno (sobre todo teniendo en cuenta que de lo que hablamos hoy aquí, fundamentalmente, es de blues, ya se sabe, la música del diablo), la esencia de Dios (léase aquí: Luther) es el Amor, «Dios es Amor y es omnipresente en todo lugar donde hay Amor», y ese, precisamente, es el título de este disco, Amour, programado para que saliera el Día de San Valentín de aquel año, diez versiones de diez canciones clásicas de amor que seguro que ya habrás escuchado mil veces por ahí, pero seguro, también, que jamás como aquí y jamás como ahora, sin ápice de ñoñez ni de cursilería. Junto a una banda de acompañamiento inventada para la ocasión, los Tennessee Valentines (entre los que se encuentra, por cierto, el gran Fats Kaplin, a cargo del violín y el acordeón), y las voces invitadas de Rachel Davis, Ruby Amanfu, Sam Palladio, Jonathan Jackson y el legendario Billy Swan (que canta en «Lover Please», una canción compuesta por él mismo para el disco, un regalo, después de que Colin y Luther versionen con la voz de Ruby Amanfu y bien de slide, un «For The Good Times» de Kristofferson que es gloria bendita), componen un disco de compadreo y de amor (otra vez el palabro, pero es que cuando las cosas se hacen así, se transmite y repercute) a la música que sería una pena que, por ese mismo atributo de la ubicuidad que a otros, igual de prolíficos (pienso, por ejemplo, en Ryan Adams quien, por lo visto, abusó de la Amanfu cuando le producía un disco que nunca llegaría a publicarse), acaba restándoles puntos, pasara desapercibido; porque el nivelazo que se gastan aquí estos dos titanes, no es, ni mucho menos, para tomárselo a broma: tremendo disco.