CHOCTAW RIDGE

New Fables of the American South 1968-1973

(Ace Records, 2021)

Ya hemos dicho alguna vez por aquí que, salvo pocas y gloriosas excepciones, no somos muy forofos de directos, recopilatorios, homenajes o grandes éxitos. Sobre todo de los de antes, de cuando la industria era una industria y se inventaba zarandajas para hacer caja e ir saliendo del paso. Aún hay artistas que mantienen esa repugnante práctica, costumbre, todo hay que decirlo, que huele a cosa que lleva muerta desde hace tiempo en el ático, o bien para huir del olvido (a la velocidad de hoy, ya la gente no retiene y, claro, uno se ve obligado a dar la tabarra cada año con un nuevo excremento) o de la propia sequía (que, a veces, pasa; el estreñimiento creativo en ocasiones no es accidental y pasajero, más bien lo accidental y pasajero suele ser en realidad aquel disco o aquella canción que perpetraste un día de pura chiripa). En este caso, desprevenidamente, la cosa nos ha seducido desde todos los flancos. Cubierta, concepto, título y selección. Veinticuatro canciones y una hora y diecisiete minutos de ovación permanente. Para empezar, está Roberta Lee Streeter. Y de Roberta, alias Bobby Gentry, y lo digo ya de entrada, sin cortapisas, aunque el que me conoce lo sabe de sobra, porque le habré dado varias veces la vara, de la Gentry, iba diciendo, hasta los andares. El título de esta fastuosa recopilación, Choctaw Ridge, en efecto, procede de la inmortal «Ode To Billie Joe», la canción de 1967 en la que Bobby se marcaba una magistral narración que, sin duda, merecería figurar (y figura, al menos para mí, qué coño) entre lo más destacado del estilo literario que ha venido a denominarse Gótico Sureño (género o subgénero, o lo que a usted le venga mejor, que por aquí tanto gozamos y transitamos). Un relato en primera persona con un parco acompañamiento de guitarra acústica y cuerdas de fondo, que cuenta la reacción de una familia rural de Mississippi ante la noticia del suicidio de Billie Joe McAllister, un chico de la zona con el que la hija de la familia (la narradora de la canción) está vinculada. «Era el 3 de junio, otro día somnoliento y polvoriento en el Delta, / yo estaba cortando algodón y mi hermano empacaba heno. / A la hora de la cena lo dejamos y volvimos a casa a comer. / Mamá gritó por la puerta de atrás: “Recordad limpiaros los pies”, / y luego dijo: “Tengo noticias de esta mañana en Choctaw Ridge. / Billy Joe MacAllister saltó hoy del puente Tallahatchie”. / Y papá le dijo a mamá mientras pasaba las alubias carillas: / “Bueno, Billy Joe nunca tuvo ni pizca de sentido común; pásame las galletas, por favor. / Todavía me quedan cinco de los cuarenta acres por arar”.» Un contundente y conmovedor estudio sobre la crueldad inconsciente (¡y cómo lo canta Bobby Gentry, con su maravillosa voz ronca y su acento sureño!). Ese tema, de algún modo, lo digan o no lo digan las historias oficiales de la música country, tan de señorones con sobrepeso y huevada molesta, marcó un antes y un después. Tony Joe White siempre afirmó que podía recordar exactamente dónde estaba y qué estaba haciendo la primera vez que escuchó la canción. Bob Dylan y The Band, trasteando en un sótano de Woodstock para lo que luego serían The Basement Tapes, compusieron, en parte como tributo y en parte como parodia, el tema «Clothes Line Saga». La canción, sin comerlo ni beberlo, abrió la puerta a la que Lee Hazlewood ya llevaba más o menos un año llamando con las grabaciones que hizo con Nancy Sinatra. También los Monkees, con el apoyo de Michael Nesmith, y el gran vaquero Michael Martin Murphey, desde Los Ángeles. En Nashville se atrevían menos a asomarse a lo que pasaba por debajo del puente Tallahatchie. Preferían un country pop más luminoso, más tontorrón, más idiotizado. Pero el single de Bobby Gentry fue la punta del iceberg. Su brutal éxito ayudó a emerger a un buen puñado de cantautores sureños durante los tres o cuatro años siguientes. Auténticos narradores de aquel lado más turbio y más sucio, cuya máxima expresión probablemente fuera el «By The Time I Get To Phoenix» la canción que Jimmy Webb escribió para Johnny Rivers y que popularizaría aquel guitarrista pop de sesión llamado Glen Campbell. Tom T. Hall, «el Raymond Carver de la música country», acabaría siendo el máximo exponente de aquella nueva revolución paralela al movimiento outlaw y al más edulcorado estilo countrypolitan. Una nueva ola sureña de gente excepcional que, junto a los mejores arreglistas de aquellos efervescentes años sesenta, comenzaron a contar/cantar historias sobre gente ordinaria, haciendo especial hincapié en la atmósfera, historias que, como muy bien dice Martin Green (junto a Bob Stanley, el compilador de esta maravilla), unas veces recurren a lugares comunes y otras resultan tan misteriosas y aterradoras como las aguas turbias que pasan por debajo del susodicho puente Tallahatchie. Además, se nota que la selección se ha hecho desde la pasión y la entrega, como si la hubiésemos hecho tú y yo, mano a mano, un día de jubilosa borrachera. Lo dice también Martin Green desde Camden Heights: East London fue durante una época (la época de la caza y búsqueda por las viejas tiendas de discos, a lo Robert Crumb) hogar de unos cuantos extraños forofos de la música country, entre los que él, por supuesto, se incluye. Aquella época irrepetible, dice Stanley por su parte, en la que aún se podían encontrar aquellos preciados LPs por un solo dólar. La lista de nombres es apabullante (Lee Hazlewood, Chris Gantry, Jerry Reed, Jeannie C. Riley, Hoyt Axton, Tom T. Hall, Dolly Parton, Charlie Rich, Nat Stuckey, Robe Galbraith, Sammi Smith, Henson Cargill, Waylon Jennings & The Kimberlys, Kenny Rogers & The First Edition, Ed Bruce, Billy Jo Spears, Jim Ford, Tony Joe White, Michael Nesmith & The First National Band, John Hartford, Sir Robert Charles Griggs y, por supuesto, la inmensa Bobby Gentry, no con el tema que lo desató todo de manera torrencial, sino con la no menos emocionante «Belinda»). La selección de temas, nada obvia, resulta más apabullante aún, si cabe. Oro (por resumir).