SIERRA FERRELL

Pretty Magic Spell

(Sierra Ferrell, 2018)

Ahora son todo parabienes y expectación, básicamente porque, a pesar de la pandemia (últimamente excusa de mucho mediocre y caldo de cultivo de no poco vídeo infecto y desenmascarador para todos aquellos a los que tanto les gusta citar la célebre frase de Harlan Howard –sin conocer su autoría–, básicamente porque, en efecto, no se saben más que tres acordes, y lo de la verdad/autenticidad ya si eso para luego), ha ido ganando en visibilidad desde que Rounder la fichó hace ya cosa de un año para tres discos y porque dentro de ocho días, la semana que viene (¡qué nervios!), debuta con el primero, Long Time Coming. Pero ella ya cuenta con dos discos en su haber y a muchos de los que venimos siendo ya muy yonquis desde hace un tiempo de los sacrosantos canales de YouTube GemsOnVHS y Western AF (que nos dan gloria bendita, como las monjas del convento de las esclavas de Santa Rita: pestiños, pastelillos de toronja y dulce de leche frita –yo sé lo que me digo–), habituales pescadores también de rarísimas perlas en Bandcamp, ya desde el primero, este Pretty Magic Spell que hoy reseñamos, venimos profesándole mucha fe (toda la que no tenemos ni padecemos para las cargantes zarandajas del último hype, de la catequesis o de los meapilas de la radio «moderna» –léase en la acepción de «gilipollas integrales»– que jubila a los viejos). Pura raíz de estilo retro, natural de Virginia Occidental, adoptada por Nashville en 2014 tras muchas leguas y mucha caravana al frente de los Cowpokes (o tocando el bajo de palangana con las Ladies On The Rag, una banda de ragtime de Nueva Orleans solo de chicas, o la tabla de lavar y la sierra con la Pretty Shady Stringband de Seattle, o simplemente cantando y aporreando la pandereta en una banda de versiones de los Grateful Dead de la que aún se puede escuchar alguna cosa en SoundCloud, se llamaban los 600lbs of Sin, que no son pocas «lbs», se mire por donde se mire, al cambio vendrían a salir algo así como doscientos setenta y dos kilos de pecado, que lo mismo es lo que pesaban entre todos los miembros de la banda, habría que preguntar), cara tatuada y piercing, sencillez máxima y honestidad, porque no se puede ser más hermosamente gitana de los Apalaches. Si le preguntas cómo describiría su estilo musical, ella lo tiene bastante claro: «La vida pasada». Y se declara fan acérrima de Shakey Graves, The Avett Brothers, Ida Mae, The Wood Brothers y Mandolin Orange. Así que nada puede salir mal. Te enamora o es que estás muerto (y ya estás empezando a oler fuerte). También menta a John Prine, a quien oyó tocar en el Troubadour (y no sé tú, pero hasta ahora yo no he conocido a nadie que se declare incondicional de John Prine y que sea un hijo de la gran puta, que seguro que lo habrá, pero ya digo que yo he tenido la suerte de no toparme con ninguno, ni ganas, también te digo, que los aguanten sus madres). También decir que últimamente ha estado coescribiendo cosas más «jazzy» con Parker Millsap, con quien además ha estado de gira. Vamos, que la chica no da puntada sin hilo y que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Las canciones de este Pretty Magic Spell datan de cuando tenía veintipocos años. El dibujo del aguacate de la cubierta es de ella (que descubrió lo que era un aguacate a los veinte años, al probarlo dice que rompió a llorar, algo que, por lo visto, suele pasarle a menudo, cada vez que experimenta una cosa que le encanta, ya sea cosa de comer, de beber, de oír, de ver o de palpar). Todo muy punk, todo muy de hazlo tú mismo. Todo muy de hago lo que quiero y como quiero y, si no te gusta, la calle es ancha. Básicamente es un disco de la época en que actuaba en las calles (ese poso está y se percibe jubilosamente: callejones, vagones de tren abandonados, paradas de camioneros…) y ella cuenta que, como tenía que vender sus discos, necesitaba algo para que no se le rayasen, así que dibujó el aguacate, fue a una multicopista, imprimió las hojas, las dobló y puso dentro los CDs. Punto pelota. Aire fresco y espíritu vagabundo. Una de las mejores cosas que le han pasado a la música popular estadounidense desde hace años. Los de Rounder, que son unos pájaros, han estado atentos y muy listos. Bien por ellos, y bien también por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

GRAHAM SHARP

Truer Picture

(Yep Roc Records, 2021)

Su apellido se ha prestado no pocas veces a servir de pretexto, a obrar a modo de socorrida justificación, «ahí viene Graham el Afilado», «más afilado que una tachuela». El propio nombre lo atestigua. En Graham no hay nada romo y, como muy bien afirmó en su día Jen Hughes para Bluegrass Today: «Graham revienta los rolls, los patrones de ocho notas del banjo, entona además un barítono audaz y toca la armónica con la fuerza de un huracán». No en vano, lo del bluegrass y el banjo, por mucho que la cosa surgiera muy cerquita de Asheville, en Brevard, Carolina del Norte, en la entrada al Bosque Nacional de Pisgah, en el mismísimo corazón de los Apalaches, no le viene a este galgo, en principio, de casta ni de tradición montañosa. La afición le sacude desde otros, mucho más imprevistos, canales. En este caso, la culpa ha de achacarse a los Grateful Dead que es, básicamente, lo que más escucha y fatiga Graham durante sus años de instituto. El banjo lo descubre a través de Jerry Garcia. Es a partir de ese momento cuando el estudiante melenudo comienza a indagar en la música tradicional de su terruño y a escuchar a gente como Norman Blake y otros grandes del bluegrass contemporáneo. Eso le lleva a cortarse el pelo, a empeñar el saxofón que toca en la banda de jazz del instituto y a comprarse un banjo que aprende a tocar sin ayuda de nadie durante la convalecencia de una aparatosa operación (que le obliga a abandonar el fútbol; bendita intervención si se me permite el inciso, y si no también). Luego, ya en la universidad de Chapel Hill, conoce a Woody Platt y a Charles R. Humphrey y en el año 2000 forman los Steep Canyon Rangers. Dice Graham que en el campus, donde nadie oye esa música paleta que ellos habitan porque son todos muy listos y muy modernos y muy jóvenes y muy aseados, se sienten desde el principio como la única banda de bluegrass en diez mil millas a la redonda, pese a estar ubicados en Asheville, lugar de residencia de las mejores bandas de bluegrass del planeta… pero ellos, por fortuna, erre que erre y a lo suyo. Nueve años después (con seis álbumes a sus espaldas y mucho Festival) se hacen mundialmente famosos (entre los aficionados, claro) por su colaboración con Steve Martin (que los lleva a actuar en los platós de los más importantes Late Shows del país), ya fichados por Rounder Records, con el que graban el maravilloso disco Rare Bird Alert (en el que también colaboran Paul McCartney y las Dixie Chicks). Ahora, con este inesperado Truer Picture, su reciente debut en solitario, Graham, tras veinte años de zapatear escenarios y coleccionar galardones con los Steep Canyon Rangers, se despoja de la indumentaria del grupo y, sin la fanfarria y los aditamentos del bluegrass, graba un disco extremadamente personal, más reflexivo y más centrado en la melodía y las letras. Una producción poco menos que famélica, descarnada, ya me dirás tú, no más que dos hombres (Graham Sharp y Seth Kauffman) metidos en un estudio de Carrboro, Carolina del Norte, «el París del Piedmont», y tocándolo todo (salvo el pedal steele, para el que recurren a Matt Smith, y la voz de David Hartley, bajista de The War on Drugs, que se une a los coros en la canción «Deeper Family»). Woody Platt, el otro vocalista principal, junto a Graham, de los Steep Canyon Rangers, ha dicho que este disco es como un café de domingo por la mañana en compañía de Don Williams, un viaje nocturno en el autobús de gira de Terry Allen o una tarde mano a mano, pescando en el río, con John Harford (lo de pescando en el río es ya cosa mía, pero lo he visto claro y me he tomado la libertad de alterar y precisar la cita, vayan por delante mis disculpas). Lo que no es flaco piropo, porque vaya tres malas bestias. Bestiario al que yo añadiría un cuarto portento, el inmenso John Prine, cuyo fantasma parece haber poseído a Graham el Afilado en el cuarto corte, «North Star», una canción que hace gala de la misma sencillez instrumental y la misma genialidad lírica del grandísimo e inmortal cartero de Chicago. En definitiva, una pequeña delicatessen, sin mayores pretensiones (un disco muy de estos tiempos indigentes que estamos viviendo, en los que solo están siguiendo los que no vivían del cuento, la precariedad ha de tener su lado bueno), que sería una pena que pasara desapercibida.

COUNTRY WESTERNS

Country Westerns

(Fat Possum Records, 2020)

Los del sello de la Zarigüeya Gorda no dan puntada sin hilo. Desde su fundación en 1992, con sede en Oxford, Mississippi (terruño de Faulkner y de Larry Brown), cuando Matthew Johnson y Peter Redvers-Lee, sus fundadores, se dedicaban a lo Alan Lomax a rescatar viejos músicos de blues del norte de Mississippi que jamás habían grabado un disco (a ellos les debemos el feliz descubrimiento de dos fieras como R.L. Burnside y Junior Kimbrough), hasta la edición del segundo disco de The Black Keys, al que seguirían el celebrado regreso de Solomon Burke, un disco de Iggy and The Stooges y la firma con bandas como los Heartless Bastards, los Felice Brothers, Deadboy and the Elephantmen, etc…, sin olvidarnos del rescate in extremis, en 2013, de Tyrant Books, esa editorial independiente que tanto nos gusta, fundada en 2009 por el gran Giancarlo DiTrapano (especializada en «autores que los grandes grupos no quieren tocar ni con el palo de una escoba»: entre ellos Scott McClanahan), raro es el paso que dan en falso. Y es que, al igual que nos sucede con la heroica familia de Bloodshot Records, el infalible sello de Chicago, todo lo que tocan los de Oxford, obtiene de entrada nuestro beneplácito. No fallan. Con ellos, lo del «sello de garantía», en estos tiempos tan inconstantes y mudables, tan de simulacros y hypes, tan de personalidades nulas o burdamente esquizofrénicas y, permítaseme el palabro, tan «veletudos», tan del viento (o mejor: ventosidad) que más sopla, lo del «sello de garantía», decíamos, conserva, o más bien recupera, su más pleno sentido. Por eso ni lo dudamos cuando los de Fat Possum sacaron el año pasado el disco homónimo de los Country Westerns, sin tener ni la más remota idea de lo que era. La cubierta y el nombre, por qué no reconocerlo (somos así de simplones, ¿qué le vamos a hacer?), nos llamaron a engaño (nos imaginamos otra cosa, nos imaginamos algo más «country» y más «western», pero ni lo uno ni lo otro), aunque bien es cierto que el chasco nos duró muy poco (desde el pelotazo del primer corte, «Anytime» la cosa queda meridianamente clara: esto es rock americano, puro y duro). No en vano, detrás de todo este invento está Joseph Plunket, veterano de la escena punk rock de Atlanta y líder de The Weight, esa banda que se mudó un buen día a Brooklyn para darnos tantísima gloria (NOTA: reseñar próximamente cualquiera de sus dos fabulosos discos). Además, produce Matt Sweeney (guitarrista de Zwan y colaborador habitual de Bonnie «Prince» Billy), así que el artefacto viene primorosamente servido en bandeja de plata. Decíamos antes que, por el nombre, esperábamos violines, banjos, porche y vecino que llega con su six pack a echar la tarde, pero aquí lo único country que hay son las referencias que aparecen en el tema que cierra el álbum, una versión del «Two Characters in Search of a Country Song», la canción de los Magnetic Fields, el grupo de Boston bautizado en homenaje a la novela de André Breton y Phillippe Soupault, Los campos magnéticos (hace nada rescatada por la exquisita editorial WunderKammer), cuyo título es a su vez un homenaje a la obra de Pirandello, Seis personajes en busca de autor. Por la letra pululan los fantasmas de Calamity Jane, Jesse James y Wild Bill. Pero nada más. Y es que al igual que hacía el propio Pirandello en su obra con las encorsetadas convenciones del teatro, los Country Westerns, con su sonido seco y descarnado, pretenden, probablemente sin pretenderlo, desmantelar también toda convención, rechazar de plano cualquier suposición que uno pueda albergar acerca de lo que tiene que ser una banda de Nashville que calce ese nombre; el asunto, para decirlo de un modo claro, sin darle ya más vueltas, es que aquí hay más garaje y más Replacements que granero y Hank Williams o Ernest Tubb, para entendernos. Una banda de bar surgida al borde de una época de bares cerrados (puta pandemia) cuya filosofía podría muy bien resumirse en uno de los versos de la canción que abre el disco: «puede que no sea muy inteligente, pero no miento». Y no mienten (pese al nombre del grupo y el título del disco). La Zarigüeya Gorda lo supo ver. Y nosotros lo celebramos, con el volumen a 11, por supuesto (y con el vecino que se presenta al caer la tarde con su six pack sempiterno, porque los tablones de nuestro porche también soportan muy bien los trallazos del punk rock que nos dio de mamar y que seguimos disfrutando ahora, ya de viejos –aunque el pogo nos quede más deslucido que entonces, claro–).

CORB LUND

Agricultural Tragic

(New West, 2020)

Cuando me enteré de que venía a Londres, ni me lo pensé. Desde que cayó en mis manos el Five Dollar Bill en 2002, su tercer álbum y primero con The Hurtin' Albertans, le venía siguiendo la pista y presumía que, en directo, el de Taber, Alberta («capital del maíz de Canadá»), la antigua «Cisterna nº77», donde, allá por 1903, paraba el ferrocarril para aprovisionarse de agua, tenía que ser tremendo. Así que compré las entradas por internet y unos billetes baratos de ida y vuelta a la Pérfida Albión. Llegamos un día antes, para ir con la calma y poder disfrutar de nuestro habitual recorrido por librerías y tiendas de discos (Londres aún era eso, ya no tanto, cada vez menos…). El caso es que la noche del concierto me fijé por primera vez en la entrada para ver por dónde caía la sala donde tocaban. Ya me había parecido raro no haber visto ningún anuncio ni cartel por las calles, ni siquiera en la prensa. Estábamos en ese pub que hay enfrente de la casa de Engels al que tanto me gusta ir para tomarme una buena pinta (bueno, puede que dos, quizá tres, cuatro o cinco seguro que caen, vale, seis, ¿qué queréis que os diga?) en memoria de Marx, cuando se dejaba caer por allí de vez en cuando, oliendo fuerte, para sacarle algo de «capital» a su viejo amigo; ella había ido al baño. Y, una vez superado el pasmo, como es lógico, me entró un ataque de risa. Cuando volvió de los servicios, a ella no le hizo tanta gracia. Pero al momento se repondría, nada que ver con mi tragicómica (por no decir ridícula) frustración, porque tampoco es que ella hubiese sido nunca muy partidaria de la música vaquera, lo suyo siempre fue el punk, como supongo que, por naturaleza y buena crianza, ha de ser para cualquier chica joven y saludable (en este caso, con cresta mohawk incluida), y si a mí me la consentía, la música vaquera, digo, era más bien porque, más o menos, me quería (gesto, por su parte, de una inmensa tolerancia y cortesía, todo hay que decirlo; eso es amor y lo demás tonterías). En fin, que no era London, England; sino London, Ontario, al norte de Lago Erie, allá por las llanuras canadienses. Así que hágame usted el favor de ponerme otras dos pintas y vamos, por no llorar, a reírnos… Fundido en negro y corte a: Elko, Nevada, en el 501 de la calle Railroad, durante los fastos del Cowboy Poetry Gathering, unos años más tarde (ya sin novia punk), en el Pioneer Saloon, con una buena pinta de cerveza Buckaroo en lugar de la Guinness de mis birriosas desdichas; Interior; Noche. En el plano se me ve riendo al fondo, otra vez, con el mismo chiste. Le estoy contando a Corb Lund, que toca esa misma noche (y la siguiente, y la siguiente), la anécdota de las entradas que saqué para ir a verlos a Londres, y todos los malditos Hurtin' Albertans se están descojonando vivos. Corre de mano en mano un tarro de moonshine que alguien ha traído furtivamente de Tennessee, lo cual lo vuelve todo aún más desternillante, si cabe. Yo andaba por aquellas nieves grabando un documental con un amigo. Asistimos a sus tres conciertos. Y, en efecto, su directo es gloria bendita. Luego, ya de vuelta en España, seguimos en contacto y estuvieron a puntito de venir a tocar. No pudo ser. Vendrían luego. Ese mismo año, o puede que al otro, los fichó New West (y le acabaría produciendo un disco Dave Cobb). Y no me extraña, porque «el trovador de los vaqueros pensantes», tal y como se le conoce por aquellas latitudes, ya multipremiado a estas alturas, es, sin duda, uno de los más grandes (aparte de un tipo estupendísimo). Genéticamente incapacitado para hacer un disco malo, siquiera una canción, con este fabuloso Agricultural Tragic que se ha hecho esperar cinco años (y que lo mismo tiene de cómico que de trágico, porque como todo buen escritor –y Lund lo es, aparte de rey de las frases ingeniosas–, sabe encontrar el lado cómico del sentimiento trágico de la vida, de la vida del ranchero, en este caso, que es a lo que se sigue dedicando entre disco y disco), su undécimo álbum, vuelve a poner el listón muy alto. Y es que están los que hablan y cantan de las cosas de las que Corb Lund habla y canta (y hasta lo hacen con bastante competencia), y luego están los que, como Corb Lund, no solo hablan y cantan de esas cosas, sino que también las viven, día a día, y eso se nota. Porque aquí se dan, nada menos, que cuatro generaciones de vaqueros y ganaderos. Habla y canta el hijo de un veterinario que, además, ha sido jinete de rodeo. Sus botas han pisado bosta de vaca y sabe a qué huele un rancho. Es desaliñado, disidente y subversivo. Lo suyo no es disfraz ni impostura o postureo (pienso en Midland, y en toda esa caca, por ejemplo). Y hay algo también de la actitud punk de sus inicios, cuando militaba en The Smalls (por ahí convencí yo a la que me quiso una vez en Londres, Inglaterra). Pero es, sobre todo, un increíble narrador. Letras inteligentes, reflexivas y cachondas, llenas de anécdotas y referencias regionales sobre la vida que mejor conoce, la de los vaqueros de Alberta; además, con conciencia política y compromiso, por si el guiso aún le puede parecer a alguien que ha quedado soso. En este último álbum, por esa incapacidad de la que hablaba más arriba, vuelve a ofrecernos una obra maestra. Osos pardos, tatuajes, caza de ratas, alces, caballos, Louis L'Amour, rockabilly, whisky, western swing… Y una canción gloriosa que es una auténtica declaración de principios, «Old Men», y que tiene mucho de indio de las llanuras en su máximo respeto por los ancianos de la tribu, en estos tiempos tan de juventud presuntuosa en que la vejez se arrincona porque consume poco, oye mal y apenas produce. Canta Corb que para lo que viene siendo arreglar cercas, montar toros y beber cerveza, acepta vaqueros jóvenes, casi recién salidos del útero («con las orejas mojadas» como dicen por allí), pero para destilarle el whisky, cantarle el blues y educar a sus caballos, que le den vaqueros viejos. Corb emociona y hace reír. Aún se acuerda y me sigue llamando por el nombre con el que me bautizó entonces: «Ey, London, England, ¿cómo va eso?»; así que, como para no tenerle fe, toda la fe del mundo. Y ya para acabar me limitaré a suscribir lo que hace unos días leí por ahí: lo único trágico de este Agricultural Tragic, es que solo tiene doce canciones (de no más de tres minutos cada una, como tiene que ser) y que se acaba enseguida (aunque, eso sí, recientemente ha salido una edición Deluxe con tres temas adicionales; así que, ni tan mal, oye).

KASSI VALAZZA

Dear Dead Days

(2019)

Nació y se crio en Arizona. En los vastos espacios abiertos de Arizona. En un pueblo pequeño en el que nunca pasaba nada, o casi nada, que no es lo mismo pero es igual. Mezquite y sol. Indios navajo quietos bajo la sombra raquítica de algún saguaro. Su padre es músico y a eso se dedicaban casi en exclusiva en casa, a escuchar música y a tocar, porque no había otra cosa que hacer. Mucho Patsy Cline. También Tammy y Loretta. Eso es lo que sucede en los pueblos pequeños, más aún si están en medio del desierto, y más aún, incluso, si están en medio del desierto de Arizona: encuentras algo que te gusta hacer (si es que lo encuentras) y lo haces todo el tiempo. En aquel entonces ella lo odiaba. Ahora vive en Portland, Oregón, y echa de menos todo aquello (vuelve de vez en cuando, la última ha sido para ayudar a su madre, mujer de armas tomar, que acaba de crear una organización para ayudar a los indios navajo desasistidos por la pandemia). Una vez establecida en Oregón, recabó en el bar de Lewi Longmire (a cargo del órgano en este disco), el hoy mítico y referencial Laurelthirst, el local de música independiente con más solera de Portland, sito en el 2958 de la calle Glisan, en el vecindario de Kerns (alrededor de dieciséis conciertos a la semana), donde entró en contacto con la nutrida comunidad musical de la ciudad y empezó a dedicarse a la música de un modo más profesional, quiere decirse, a ganar confianza y algo de pasta (que nunca viene mal, cuando tu intención es vivir, aunque no sea vivir de ello), con su música del desierto. Dicen por ahí que los músicos del suroeste lo llevan siempre dentro. El desierto. Una cierta languidez, un cierto aire de indio quieto bajo la sombra raquítica de un saguaro, ese ritmo lento que en el fondo no es otra cosa que una defensa natural contra el calor opresivo del desierto, junto a una sombría sensación de gravedad, la de haber transitado desde bien canija entre huesos blanqueados, crótalos, paisajes áridos con indios quietos bajo sombras raquíticas de saguaros y un cielo infinito. Y el abuelo peyote rondando en los intersticios, como un coyote flaco siempre al acecho, con su aportación onírica y sutilmente psicodélica, un poco a lo Georgia O'Keefe en su época de Taos y de Ghost Ranch, Nuevo México. Esta mezcla es lo que le da al guiso su punto perfecto. Se lo debemos, ella misma nos lo confiesa, a Cary Sigler, el hombre a cargo de la guitarra eléctrica (cuyo acompañamiento ella considera una suerte de segunda voz) y de los arreglos. Él pide que no se diga muy alto (aunque lo dice con una media sonrisa), pero no le gusta la música country, la detesta, y precisamente de ese desdén, de la unión de ese desapego de él con la pasión de ella por la música del pasado (ella apenas escucha música posterior a los años ochenta, algo de Stevie Nicks y deja de contar), surge la originalidad de su estilo. Country & Western con pinceladas de algo que sí, por qué no, incluso contagiada en la imaginería de las letras, se podría calificar de psicodelia. Kassi rememora voces del pasado y, aparte de Patsy, claro, que es como una roca, confiesa su especial predilección por Lee Hazlewood. Y es en él donde encuentra su mayor referente para explicar lo que hace (o más bien lo que le sucede) con Cary Sigler. Ella escribe la canción, voz acústica y guitarra, y se la pasa luego a Sigler. Al entregársela se da cuenta de que la canción aún no existía, era poco menos que un germen. Solo al pasar por el tamiz de Sigler, que detesta la música country (no lo digas muy alto), es cuando el cuerpo de la canción adquiere realmente visos de existencia. Igual que le pasaba a Lee Hazelwood, muy vaquero, en sus colaboraciones con el guitarrista Duane Eddy, desde el Rebel Rouser hasta el (Dance With The) Guitar Man. Al final es eso, música del desierto, música del oeste, música de saguaros que proyectan sombras raquíticas y de gente solitaria, con olor a polvo y a sudor de caballo, pero con ese algo más que nace del rechazo a la esencia de la música country (no lo digas muy alto). De momento es uno de esos «secretos mejor guardados». Ella, en los últimos dos años (previos a este disco), ha vivido en quince casas diferentes y las nueve canciones que componen el álbum han sido grabadas intermitentemente en todas esas localizaciones, mucho sótano y mucho salón, mucho «quedamos esta tarde en mi casa a las ocho, tráete cervezas». Pero gracias a la magia del ingeniero de sonido Jon Wohlfert, también a cargo de las mezclas, el disco parece grabado en estudio. El álbum lleva ya tiempo agotado, tanto en vinilo como en cd. La descarga esta disponible en su página de Bandcamp. Y yo que tú no me esperaría mucho a hacerme con una copia, aunque sea digital. La pandemia ha parado de golpe el tren, casi justo cuando se disponía a salir de la estación, pero en cuanto la cosa vuelva a ponerse en marcha, esto ya no va a haber quien lo pare. Así, dentro de muy poco, cuando comience a hablarse de ella en todas partes y acabe firmando con algún sello importante, tanto tú como yo podremos rascarnos la tripa, abrirnos otra cerveza y decir: «Ah, sí, yo ya estuve ahí mucho antes, cuando solo había matojos rodantes, olor a pan frito, lagartos asoleándose en la carretera e indios navajo quietos a la sombra raquítica de los saguaros».

VINCENT NEIL EMERSON

Vincent Neil Emerson

(La Honda Records, 2021)

Produce Rodney Crowell que, entre otras muchas apasionantes peripecias (Chinaberry Sidewalks, su libro de memorias, publicado en 2011, es un auténtico portento literario; gracias Carol, estés donde estés, por este tremendo regalazo –aún huele a tu río Columbia y a piel sudada de caballo–), estuvo allí, junto a los gloriosos «otros», en el salón de Guy Clark, cuando lo de aquellas conmovedoras «carreteras de corazones gastados». También colabora a las voces y al palmoteo sobre rodillas. Tras haberse deleitado con su primer álbum, el también fabuloso Fried Chicken & Evil Women (2019), Rodney, que ya a estas alturas del partido no se anda con mamarrachadas, decidió producirle esta, su segunda tentativa. Al presentarlo no duda ni un segundo en remontarse a la sacrosanta e insigne tradición, o mejor dicho, mística, del cantante/compositor/poeta tejano. Antes de entrar en materia, rememora a unos cuantos titanes muy queridos. Vuelve a entrar en aquella sala de estar de aquella inolvidable Nochevieja, resguardada hoy en los extras de un dvd/bluray imprescindible (Heartworn Highways aka «El Puto Nuevo Testamento»). Para explicar la susodicha tradición, o mejor dicho, mística, afirma que acostumbraba a decir siempre que Guy Clark era un artista regional con un atractivo global y que su sensibilidad literaria (que identifica nada menos que con la del inmenso escritor tejano Larry McMurtry) era la base de dicho atractivo. Atractivo que en el caso de Townes Van Zandt, continúa diciendo, al igual que en Dylan, radicaba en la capacidad de acceder sin aparente esfuerzo al reino superior de la imaginería arquetípica. O poniéndolo en cristiano de andar por casa (en calzoncillos o en bragas), era capaz de hacer que la composición de canciones tremendamente complejas, pareciera cosa fácil y al alcance de cualquier mindundi (tú y yo, sin ir más lejos). Añádase Willie Nelson a la mezcla y ya tenemos la «trifecta» de Texas (terminología hípica para referirse a la apuesta en la que el apostante ha de acertar los caballos que acabarán la carrera en primer, segundo y tercer lugar, en el orden exacto, ahí lo llevas). Una vez aclarado este punto, pasa Rodney a hablar del disco de Vincent Neil Emerson que ha tenido el honor de producir, para decir que le complace poder afirmar soberanamente que esa honorable tradición, o mejor dicho, mística, sigue viva y coleando. No le cabe la menor duda de que el joven Vincent acabará plantando con firmeza la bandera de sus antepasados en la conciencia de toda una nueva generación (con permiso de la música de mierda, esa que tú ya sabes, enciende la radio a cualquier hora). También aprovecha para añadir que, saliendo del Estado de la Estrella Solitaria, es a John Prine a quien más le recuerda el interfecto (en lo que tiene, sobre todo, de poeta). Y está muy bien que todo esto lo diga Rodney Crowell y no yo, porque yo gozó de muchísimo menos predicamento, obvio, aunque lo que él piensa es exactamente lo mismo que yo pienso, palabra por palabra. Este disco, así como el anterior, ya a la primera escucha, me ha provocado sensaciones muy similares a las de todos aquellos viejos discos de los «corazones gastados» que constituyeron mi no tan flaubertiana educación sentimental. Vincent Neil Emerson se crió en el condado de Van Zandt (un condado al este de Texas bautizado en honor a Isaac Van Zandt, líder político de la República de Texas allá por 1840, tatarabuelo, por cierto, de Townes, así que aquí nada es casual, mira tú por dónde). De madre soltera y de ascendencia choctaw-apache (atentos al tema «The Ballad of The Choctaw-Apache», emotiva canción protesta al estilo de las diatribas de Johnny Cash en el Bitter Tears: Ballad of the American Indian), él mismo reconoce que su vida cambió el día que escuchó por primera vez la música de Townes Van Zandt: «Escuchar a un tipo de Fort Worth decir ese tipo de cosas y crear esas increíbles canciones me abrió los ojos. Nunca había escuchado nada igual». Desde los diecinueve años hasta hoy (que tiene veintinueve) ha estado curtiéndose en trabajos infectos y tocando sus composiciones en bares, honky-tonks y barbacoas de la zona de Fort Worth, a la caza de ese viejo espíritu, hasta su debut discográfico en La Honda Records, el sello que fundó junto a su colega Colter Wall, el dúo de Kentucky The Local Honeys y la maravillosa Riddy Arman (de la que ya reseñamos por aquí su primer EP). El caso es que Colter Wall se lo llevó de gira y la cosa empezó a cuajar. Manda huevos, dice Vincent (aunque con una expresión menos castiza), que tuviera que venir un canadiense a sacarle de gira para que la gente empezara a prestarle atención. Y luego le llegaría el turno a Charley Crockett, que incluyó un tema de su primer álbum («7 Come 11») en su disco de 2019, The Valley. Y así derivamos hacia el año aciago, el año de la cuarentena mundial y de las canciones de la soledad y el cobertizo que configuran este disco. Un álbum más íntimo y reflexivo, de una sinceridad casi aterradora, como es el caso de la cruda y devastadora «Learnin' To Drown», donde aborda el suicidio de su padre, su «triste canción de bastardo». Diez canciones grabadas en una maqueta que llamó la atención del viejo Rodney (uno de los héroes de Vincent, uno de los héroes de todos nosotros), decidiéndole a producir esta homónima gozada. Y es así que el círculo sigue sin romperse, querido A. P. Carter, por mucho que los cenizos, los agoreros y los tristes se afanen por preconizar su disolución. Al final es una simple cuestión de amor y, como decía Cela (a quien últimamente frecuento mucho para no volverme un imbécil integral) en la mónada 290 de Oficio de Tinieblas 5: «el amor no ha sido aún explicado por quienes escriben fórmulas en la pizarra y después lloran en el parque municipal». Así que ahí queda eso.

RECKLESS KELLY

Somewhere In Time

(Yep Roc Records, 2010)

Amanecíamos ayer con la triste noticia de que el legendario Pinto Bennett, «el Alcalde de Ciudad Miserable», «el Kerouac Vaquero», «el Faron Young Psicodélico», había entregado la herramienta. He de reconocer que lo conocí tarde, gracias a este disco de los hermanos Braun. Luego hice cálculos. Había coincido en tres ocasiones con Baxter Black en Elko, en el National Cowboy Poetry Gathering, otra auténtica leyenda vaquera junto a la que Pinto había escrito varias canciones (sin ir más lejos el octavo corte de este álbum, «Idaho Cowboy»). Unos años más tarde, los propios Braun participarían en el encuentro anual de Elko, un año en el que yo no fui (no he vuelto), nada menos que con Mike Beck abriendo el concierto, otro buen amigo de aquellos años en los que fatigamos todos los bares y moteles de Nevada que nos salieron al encuentro, en busca de la figura mítica del «vaquero norteamericano». Bueno, pues en uno de aquellos bares (en realidad en un casino) conocí a una chica de Idaho que a los pocos días me secuestraría y me enseñaría las montañas de Utah. Poco me faltó para irme con ella a Boise (se estaba construyendo una cabaña en el bosque y no le daban miedo los osos –hablo de mucho antes de que la moda de lo salvaje cuajara lastimosamente entre los hipsters–). Ella, de risas en un motel bastante costroso de Salt Lake City, me habló por primera vez de los Famous Motel Cowboys, un nombre que me encantó y que se me quedó grabado desde entonces. Había una vieja canción de los Reckless Kelly (del glorioso álbum Wicked Twisted Road de 2005) que hablaba de cierto mítico honky-tonk en el que se celebraba el Motel Cowboy Show. Aparcabas la camioneta bajo el neón de cerveza, cruzabas sus puertas oscilantes de viejo «saloon» y entrabas con tu chica a beber y a bailar toda la noche. Caería más tarde en que los Famous Motel Cowboys de los que me habló entonces la chica de Idaho (demasiado desnuda para que le prestara la debida atención) era la banda que lideraba el gran Pinto Bennett, al que los Reckless Kelly, los fantásticos hermanos Braun, dedicaron en 2010 este disco que hoy rescato lleno de pena y nostalgia. Años más tarde, otra chica de Idaho, Eileen Jewell, también señalaría a Pinto Bennett como una de sus máximas referencias. El viejo Bennett tocaba todos los sábados en un garito de mala muerte al que a ella siempre le había dado cosa entrar. Uno de esos «palacios» sin ventanas, vibrantes y de olor fuerte, el tipo de lugar que te hace pensar: «Como entre ahí, la aguja rayará el disco y todo el mundo se me quedará mirando». El caso es que un día venció su miedo y se atrevió a entrar incitada por un amigo que tocaba la batería en la banda de Bennett. Desde aquel día ha vuelto todas las semanas. Los Braun también lo citan siempre como un referente crucial. Lo suyo mucho más de andar por casa, y nunca mejor dicho. La anécdota que cuenta Cody Braun de cómo lo conoció es muy parecida a la de Johnny Cash, cuando de crío se cruzó por primera vez con los Louvin Brothers. Cody no tendría más de seis o siete años. Pinto Bennett entró en el sendero de acceso a su casa con una vieja y destartalada camioneta de los años setenta que, sin duda, había conocido tiempos mejores, cargada hasta los topes con las guitarras y los amplis de los Famous Motel Cowboys. Asombro, algo de miedo y cierto grado de incertidumbre, cuando de pronto salieron todos en volandas del vehículo y entraron en su jardín como Pedro por su casa. Eran los hombres de aspecto más rudo que había visto en su vida. Mezcla de cowboys y moteros. Se notaba que llevaban toda la noche en la carretera. Pinto fue directo a darle un poderoso abrazo a su madre y un beso en la boca a su padre, «el sopetón de Pinto», como lo llamarían luego. Para su sorpresa se pasaron toda la tarde bebiendo y fumando con sus padres, relajándose entre amigos. Su madre preparó la cena, luego se volvieron a meter en la camioneta y desaparecieron envueltos en una nube de polvo. Así fue como, por fin, los hermanos Braun pudieron ponerle cara a la música que llevaba sonando en casa desde que tenían uso de memoria. Desde entonces fueron muchas noches en caravanas, viajando por todo el país en familia, yendo a los conciertos tanto de los Famous Motel Cowboys como de Tarwater (la otra banda de Pinto), compartiendo en ocasiones escenario con gente de la talla de Willie Nelson y Waylon Jennings. Y cuando el niño Cody creció y empezó a tocar con sus hermanos, por fin entendió de qué iban las canciones del «Tío» Pinto, el mejor amigo de su padre. La grandeza de sus letras. Historias verdaderas sobre «our guy», «nuestro tipo», el personaje que, de alguna manera protagoniza todas sus composiciones. Clase obrera, currantes, hombres y mujeres de escasa fortuna. Dice Cody que sus canciones habrían hecho que Townes Van Zandt hubiese deseado pasarse una buena temporada en Idaho. Auténtica música americana, en su mejor expresión. Y con este Somewhere in Time que hoy reseñamos, los Reckless Kelly, ya en lo más alto de su carrera, dos años después del contundente Bulletproof, quisieron homenajear en el 2010 al gran Pinto Bennett con un disco compuesto exclusivamente de temas suyos. Un proyecto largamente acariciado para subrayar el magisterio del hombre y la banda (Pinto Bennett & The Famous Motel Cowboys) que les enseñó a ser sinceros con la música que hacían y con ellos mismos. Participaron en el disco Joe Ely, Micky Braun (de los Motorcars), Lloyd Maines y Mickey Raphael. Todo impecable. Y, bueno, para terminar ya solo me queda añadir que oyendo «Bird on a Wire» en bucle (nada que ver con el tema de Leonard Cohen) desde que me enteré ayer de la muerte del legendario cowboy de Mountain Home, no he podido evitar acordarme de la chica de Idaho (de la primera, la del casino y el motel, no de la Jewell, que también). Me pregunto si al final lograría acabar la cabaña de troncos que se estaba construyendo en el bosque. ¿Cómo irá su particular relación con los osos? Lo mismo su falta de noticias después de aquel último email tenga algo que ver con ellos… Y, claro, ahora no puedo evitar pensar, entre nostalgia y alivio (más de lo segundo, creo), lo cerca que estuve una vez, entre unos y otros, de convertirme en un (no tan famoso) Cowboy de Motel. Hoy, seguramente, tocaría mejor el dobro. Cruces y desvíos del camino. Qué le vamos a hacer.

RILEY DOWNING

Start It Over

(New West Records, 2021)

De los Deslondes, que ya han sido mentados en un par de ocasiones por estos parajes, y de Sam Doores (que recientemente se ha marcado un discazo en solitario), ya hablaremos otro día. Hoy nos vamos a ocupar de otro de los miembros de la banda de Nueva Orleans, del nativo de Missouri (Kansas City), Riley Downing, que también acaba de estrenar en New West (igualito que Sam, ahí es nada, se conoce que en este sello no son de dar puntada sin hilo, lo que desde aquí celebramos, que bien poco nos cuesta) su carrera en solitario. Al parecer, según cuenta él mismo, con el parón de la banda en este año pandémico tan siniestro para la música en vivo (este año que nos está azuleando el carácter –azul de tristeza, de blues, concretamente del «Blues de llevar ya más de un año larguísimo sin vibrar en cualquiera de nuestras dos o tres salas favoritas y me cago –yo al menos– en mi puta vida»), el bueno de Riley decidió aprovechar la pausa para grabar un sencillo. Las musas, con escasa, si no nula, inclinación a hacer caso o seguir reglas, muy poco dadas a amaestrarse (también son ganas de joder), se le pusieron estupendas y la cosa se le salió de madre. Olvídate de sencillos. Mano a mano con su compañero de los Deslondes, John James Tourville (que, aparte, produce el disco con Andrija Tokic), le salieron canciones para todo un álbum. Y ni tan mal, oye. Luego fue solo cosa de rodearse de colegas músicos (enmascarados, porque así de marcianos son los tiempos que corren) para sacarlo adelante (gente de los Raconteurs, de los Time Jumpers, de los 400 Units y de los Straitjackets, entre otros gloriosos compinches). El resultado es un mejunje exquisito (que como todo buen guiso que se precie, pregúntaselo si no a tu madre, mira sus albóndigas sin ir más lejos, sabe mejor al día siguiente) en el que se combinan, con excepcional soltura, sonidos de raíces, ecos del Tulsa de los años setenta (el señor Cale), efluvios pantanosos de Louisiana (Tony Joe, «la cosa del pantano») y ritmos de Nueva Orleans (como no podía ser de otro modo, claro, puesto que de lo que se come, se cría). Voz profunda y resonante. Casi hablada. Gruñidos sombríos. Coristas fantasmales. Banjo, violín, acordeón, Hammond y marimba. Y hasta un sintetizador Moog en el tema «Crazy». Canciones sobre tiendas de discos («Start It Over»), sobre hombros en los que apoyarse cuando la cosa anda mal (o ni anda) y sobre sentarse a ver las cosas venir, para luego capearlas como buenamente se pueda, tal y como se padece en la estremecedora antepenúltima canción, «Doing It Wrong», que parece un tema perdido del mismísimo primer Kristofferson. Ian Bremmer, en su reseñita de Old Rookie, describe el disco de una manera que no puedo evitar subrayar, línea por línea, «se siente como una conversación, es como estar sentado en la sala de estar con la familia, con la guitarra pasando de mano en mano, intercambiando historias y lanzando contra los demás las latas de cerveza cuando se quedan vacías». Al menos al que esto suscribe, yo, un servidor, no se le ocurre mejor diversión. Hogar, amigos y familia. Y reírse fuerte de uno mismo. La lección aprendida de aquella señora del Walgreens, cuando Riley fue a hacerse su primera foto para el pasaporte. Al ver el resultado, le preguntó a la dependienta si podía hacerse otra. Ella, sentenciosa, casi oracular, majestuosa, inmensa, categórica, le dijo: «No. Ese es tu aspecto». Y punto. Lección aprendida. Deberían fabricarse más señoras así. Una en cada esquina. Las cosas irían mucho mejor. Habría menos imbéciles en las redes. Y este disco es muy eso. Muy de bajarse del pedestal y de estar a gusto con uno mismo: así sueno y este es mi aspecto. Gorra, bigote y cigarrillo medio caído. Cobertizo, amigos, cervezas y perros. Si te gusta bien, y si no también. En los agradecimientos no deja lugar a dudas: «[…] a mi familia, a mis amigos y a todos los que en alguna ocasión se sentaron alrededor de un fuego y se quemaron las pestañas o reventaron la goma de sus neumáticos conmigo».

ESTHER ROSE

How Many Times

(Full Time Hobby, 2021)

Nació en Detroit, pero lleva más de diez años viviendo en Nueva Orleans y claro, Louisiana ha dejado su huella. Se cicatriza diferente allí abajo que en Michigan, la ciudad del motor, por mucho sonido Motown que una quiera ponerle a la herida (o por mucho que un día acabes grabando coros en el estudio de Jack White, una de las cosas más geniales que le pueden suceder a una adolescente del medio oeste que ha estudiado en Plains). How Many Times, es su tercer álbum de estudio. Grabado poco antes del estallido del año en que no hubo Mardi Gras (aunque ella siempre ha sido más del Blackpot, en Lafayette, un pequeño festival con auténtica música cajun y zydeco). Esther Rose se enclaustró en casa, sola. Pilló una gripe cabrona después de una historia de abandono y desamor, y se puso a boxear en bucle con la depresión, sin distracciones, centrándose única y exclusivamente en el sentimiento, lo que, al final, le produjo una inesperada liberación: la comprensión de que lo interesante del dolor es que no tiene que ver con nadie más que con una misma y con la forma de afrontarlo. Exorcizó el mal humor, la rabia, componiendo. Nick Lowe, con quien estuvo de gira, se lo dijo en cierta ocasión. Todas las noches ella le oía cantar «Blue on Blue» sobre el escenario, y cuenta que era magnético, como si el tiempo se detuviese. Una de aquellas noches le preguntó cómo lo hacía, cómo se llegaba a componer algo así. Lowe no le dio mayor importancia, le dijo: «Simplemente estaba de humor». Y es que no tiene mayor secreto. Es algo intangible, pero no hay otra manera: si estás de humor, la cosa sale («My Bad Mood», el tercer tema del álbum, procede de esas disquisiciones). Canciones que suenan menos «lo-fi» que en sus dos discos anteriores (This Time Last Night, 2017, y You Made It This Far, 2019, que grabó sin auriculares, cantando en directo con la banda), pero aún en vivo con dos pistas (y con ayuda de algunos de los mejores músicos de la ciudad, que no es poca cosa). The Deslondes, Joni Mitchell y Nina Simone son sus más importantes influencias. No falla, dice, es poner sus discos y quedarse atascada en ellos. Quiere entender hasta el más pequeño matiz. Disecciona sus canciones como ranas en una clase pretérita de Ciencias (¿se siguen descuartizando impune y gozosamente anfibios anuros en los laboratorios de los colegios?). El artefacto ha sido pensado. En estos tiempos de «streaming» y de Spotify todo se ha vuelto bastante caprichoso e insustancial. Ha cambiado el hábito de escucha. No es país para viejos. La lentitud ha perdido su prestigio. El proceso creativo se ha ido a hacer puñetas. Tomarse dos o tres años para grabar un disco es ya hábito de criaturas cretácicas, casi extinguidas. Ella lo hace, y si hace falta volver a trabajar poniendo cafés porque el virus impide los bolos, no se le van a caer los anillos (no se le han caído). Pero ella quiere que la gente (esa entelequia, esa cosa antigua), más allá de los putos algoritmos, se aproxime a su disco (y lo escuche, lo viva) como un disco (esa otra entelequia, esa otra cosa antigua). La secuenciación ha sido meditada y ella ha dedicado mucho tiempo a construir la experiencia. Fellini lo decía con los anuncios que laceraban sus películas cuando las pasaban por la tele: «no se puede interrumpir una emoción». No es que haya un orden cronológico, como en su primer álbum, donde pretendió compartir los acontecimientos según iban sucediendo. Aquí pretende llevar al oyente a través de un flujo constante con el que va hilvanando la historia de un desamor y su posterior procesamiento, con sus altibajos y recaídas, desde estar en casa sola y deprimida hasta, finalmente, lograr reunir las fuerzas suficientes para volver a salir a la calle, a la ciudad y, quizá, ¿quién sabe?, volver a ver a la persona sobre la que has estado escribiendo, buscando la cura. Recuperar el impulso de caminar, correr, seguir moviéndose, ya sea en modo lucha o en modo huida, es igual, el caso es no ser una diana fácil, que es en lo que acabas convirtiéndote cuando te quedas inmóvil. Sin recriminación ni culpa. «Me alegro de que fueras tú quien me rompiera el corazón». Porque al final nos quedan las canciones, mi querido «leñador del centro de la ciudad». La angustia y el dolor cambian la percepción de las calles donde todo se dramatizó en su día, y quedan siempre irremediablemente plagadas de recuerdos que acaban estallando como minas antipersona. Pero la música te mantiene en marcha. Y de eso se trata, al fin y al cabo: de esquivar la metralla.

TENNESSEE JET

The Country

(Thirty Tigers, 2020)

Corretea por ahí una descripción de su música, ya desde sus dos primeros álbumes (este es el tercero), que lo califica como una suerte de aleación entre Jack White y Steve Earle (no en vano, el I Feel All Right es su disco favorito de todos los tiempos, «un disco con dientes», y como él mismo reconoce, el tema «Hands on You» parece salido directamente de una de las sesiones de aquel álbum: guitarra barítono, guitarra de doce cuerdas y mandolina). Algo de eso hay, sin duda, el minimalismo de los White Stripes a decir de algunos, con su ramalazo de trovador hardcore y su sazón de honky tonk (vertiente dura, a lo Dwight Yoakam), sin olvidarnos, claro, de los libros de John Steinbeck. Tennessee Jet, «T.J.» para los amigos, se considera una especie de personaje (como los que pueblan sus canciones), «un recipiente para contar historias». Porque lo que importa es eso, principalmente, las historias. El artista queda siempre mejor en un segundo plano, sin manchar las canciones con sus peripecias y sus avatares (habitualmente, con sus soplapolleces). En su día jugó al béisbol, de lanzador y de segunda base. Amaba más al béisbol que el béisbol a él, por eso se abandonaron (no hubo boda). Pero Tennessee Jet lo ha leído todo (y eso cunde, pasen y vean). Es natural de Oklahoma. De padre domador de caballos salvajes y madre jinete de rodeo, disciplina «barrel racing», girar en torno a tres barriles metálicos que forman un triángulo realizando un recorrido en forma de trébol en el menor tiempo posible sin tumbar los barriles (y hasta aquí la clase teórica). Siempre ha sido un lobo solitario, muy «one man band», se lo ha producido siempre todo solo, y este disco, con el que se estrena en el sello Thirty Tigers (benditos sean), es su proyecto más colaborativo hasta la fecha. Incluye un tema compuesto a medias con el gran Cody Jinks (con quien no es la primera vez que aúna fuerzas; dos solitarios juntos, por cierto, no suman compañía, suman soledad, cosa de química, que lo explique con probetas algún experto, si hay alguno en la sala), una versión del «Pancho & Lefty» de Townes Van Zandt cantada a cuatro voces (con el susodicho Cody, la últimamente muy requerida Elizabeth Cook, con la que también se marca luego una gloriosa versión bluegrass del «She Talks to Angels» de los Black Crowes, y el inmenso Paul Cauthen. Todo oro, trompeta Mexicali incluida). Y todo ello aderezado, además, con la banda de gira de Dwight Yoakam, esto es: bien de Telecaster y sonido californiano («calicountry», como lo llaman los tonticos, ¿qué le vamos a hacer?, hay muchos), y la mítica armónica de Mickey Raphael (titán que, si no existiera, habría que inventar). Entre sus influencias, más que músicos, T.J. (perdóneseme la imperdonable confianza) suele citar a directores de cine (Sergio Leone, Stanley Kubrick…) y a escritores (el ya mentado Steinbeck, sobre todo Las uvas de la ira, con todos esos okies desahuciados camino de la soleada California). Tennessee Jet (vuelvo al trato respetuoso, para que no se diga) concibe sus canciones como cree que los directores han de concebir sus películas. Da mucha importancia, ya digo, a las historias y a los personajes. De eso se nutre. Últimamente abunda mucho papanatas, mucho American Idol y mucho «triunfito» que no ha leído un puñetero libro en su puta vida (la vida puta es una vida, básicamente, sin libros –sin libros buenos, se entiende–). Y así nos va como nos va. Y al final oímos lo que oímos (bueno, nosotros no, nosotros ni por probar, como a veces nos incitaba nuestra madre con ciertos alimentos abominables –léase, por ejemplo: los tomates cherry–). En fin, que Tennessee Jet no oculta sus influencias. La canción «Johnny», por ejemplo, con su pegada punk, habla, claro, de Johnny Horton, pero también aparecen por los planos de la película Johnny Cash y Merle (no Haggard, sino Kilgore, cuidado ahí). Lírica country en envase grunge, suena casi a Nirvana. Música de caos y coches estrellados. Este hombre sabe de lo que canta. Y así da gusto, claro. El círculo no se rompe.

TRAVIS MEADOWS

Killin' Uncle Buzzy

(Earache Records, 2021)

Pues estamos de enhorabuena, porque un sello independiente de Nottingham (de metal extremo, para más señas), acaba de reeditar este discarral (y discúlpeseme esta manera tan tosca de referirlo, pero es que cualquier otro calificativo se me queda, como poco, en la aproximación, y no quisiera). Killin’ Uncle Buzzy fue su segundo disco y con esta reedición se quiere celebrar su décimo aniversario (si es que hiciera falta aducir alguna excusa, que tontos siempre hay, y habrá que saludarles, aunque solo sea por cortesía). La biografía del interfecto queda muy bien resumida en los cuatro versos con los que él mismo se presenta en su web: «Un huérfano que se convirtió en predicador / Un predicador que se convirtió en compositor / Un compositor que se convirtió en un borracho / Un borracho que está aprendiendo a ser un ser humano». Nació en Mississippi, allá por 1965, pero lo crio su abuela en Jackson. Desde muy pequeño consume estupefacientes y su primer recuerdo es el de ver morir ahogado a su hermano. A los catorce le diagnostican un cáncer de huesos que, finalmente, le hará perder la mayor parte de su pierna derecha (de la rodilla para abajo). La gente, en Mississippi, cuando sale su nombre a la palestra, menea la cabeza y emite un soplido, mezcla de admiración y sorpresa. Según todos ellos, da igual a quién preguntes, no debería estar vivo. Él mismo, con los ojos rojos, acento sureño y rostro devastado, confiesa que ha debido tener probablemente unas cuatrocientas trece segundas oportunidades. Se ha pasado años tratando de escapar de sí mismo (como si tal hazaña fuese posible). Al salir de la adicción (provisionalmente, y perdonen el spoiler) se pasa diecisiete años de predicador itinerante por el Sur y por veintitantos países (en realidad, sostiene él, un simple cambio de adicción, ni mejor, ni peor). Un buen día, ya bien entrado y curtido en la treintena, recaba en Nashville y la cosa cambia. Allí aparca la religión, que no le cunde, y comienza a ganarse admiradores y adeptos que no dudan en ponerse a cantar y grabar sus canciones, entre ellos gente como Eric Church, Dierks Bentley, Mary Gauthier (bendita sea), Hank Williams Jr. y los Blackberry Smoke (sobre todo estos). Junto a este repentino éxito viene adosada su vieja dependencia al alcohol y una impertinente y nefasta propensión a la pérdida. Un día que duró seis años, como él afirmaría años después, ya viendo el toro desde la barrera. Pura carne de centro de rehabilitación, que visita al menos en cuatro ocasiones. Es precisamente en su última estancia en la clínica donde comienza a generarse esta cruda obra maestra (léase: discarral, como en unas líneas más arriba). Uno de sus consejeros le recomendó que llevara un diario y, básicamente, Killin' Uncle Buzzy es ese diario, una forma de salir del agujero. Su intención nunca fue que la gente oyera aquellas canciones, su intención era, simple y llanamente, salvar una vida, concretamente la suya. Al salir, limpio, aunque arrasado, se autoedita estas diez canciones y el disco empieza a pasar de mano en mano. Erich Church dice que la honestidad de aquellas canciones le hizo sentir que alguien estaba echando vinagre o zumo de limón en una herida abierta. Aquel hombre sabía de lo que hablaba. Había vivido cada verso de lo que cantaba. La realidad sin tapujos ni metáforas. Volvieron a abrirle las puertas del Bluebird Café, de donde en los años salvajes le echaron por ir borracho como una cuba (y allí son muy finos). Fue como volver a casa. A partir de entonces las cosas cambiaron. Sobriedad y nuevos discos. Novia, casa y un perro (también, como su dueño, con una pata mellada). Esta reedición, después de diez años, es un acto de justicia. El disco de un superviviente, de un verdadero outlaw. Y, con su permiso, terminaremos esta reseña con un breve salto al diccionario: Uncle Buzzy. Alter ego o modo de ser creado por un individuo que es incapaz de desenvolverse a gusto sin recurrir al alcohol y/o las drogas. Ver también: «Rey de la Fiesta», «Bailón», «Temerario», «Ligón» e «Idiota». Un disco para aprender a vivir solo, después de la caída («Learning How To Live Alone»), pues como muy bien nos recuerda Cela en una de sus gloriosas columnas del ABC, («Lección de humildad»), la soledad, en palabras de Mateo Alemán y Francis Bacon, ha de ser atributo de bestias o de dioses (en este caso, más lo primero que lo segundo, yo creo, y hasta de «mala bestia», si me apuran).

JESSI COLTER

Out Of The Ashes

(Shout Factory, 2006)

Ella estuvo allí. Fue una de las pocas mujeres adscritas en su momento al movimiento del «outlaw country». Ahí estaba, en el 76, la única mujer de aquel disco crucial, casi inaugural, que fue el Wanted! The Outlaws. Cantaba tres temas (uno a dúo con su marido) y salía en la cubierta, rodeada por los retratos de Waylon Jennings, Willie Nelson y Tompall Glaser (en la edición del 20º aniversario se incluyeron otros cinco temas interpretados por ella). Había nacido en Phoenix, Arizona, con el nombre de Mirriam Johnson, de madre predicadora pentecostal y padre piloto de carreras. A los once se convirtió en la pianista de la iglesia. Después de graduarse en el instituto, empezó a tocar en garitos de Phoenix. Estuvo siete años casada con Duane Eddy y su sonido «twangy». Se casaron en Las Vegas y se instalaron en Los Ángeles. Tuvieron una hija. Me la imagino como a la Alicia de Scorsese, la que ya no vivía allí, tocando el piano en los garitos de Monterrey. Al año de divorciarse conoce a Waylon Jennings. En ese momento es cuando adopta su nombre artístico, Jessi Colter, a partir de una historia que le contó una vez su padre a propósito de un compinche de Jesse James que se llamaba Jesse Colter. Un nombre perfecto para pasar a formar parte de la revolución forajida de Nashville. Waylon le consigue un contrato con la RCA. El resto es historia… El caso es que hace tres días, el 25 de mayo, fue su cumpleaños, y no he podido evitar aprovechar la ocasión para recuperar este disco que le produjo Don Was en 2006. Un disco que ya nadie esperaba. Fue el undécimo de su carrera (luego vendría el también sobrecogedor The Psalms de 2017). Su primer álbum en 10 años (el anterior había sido un innecesario disco de canciones infantiles, así que podríamos irnos aún más lejos, hasta el 84, año del Rock and Roll Lullaby, es decir, su primer disco importante en veintidós años). Fue también su primer álbum tras la muerte de su marido, esa muerte que apagó tantas cosas. El título ya era una declaración de principios. Jessi resurgía de las cenizas (de su carrera y, más bien, de las de su marido, como el ave Fénix del cuarto corte, «The Phoenix Rises»: «Los nuevos comienzos son difíciles de encontrar / Los nuevos comienzos son montañas que hay que escalar»). En el Entertainment Weekly no dudaron ni un segundo en comparar la producción con lo que estaba haciendo Rick Rubin desde el 94 con quién tú y yo ya sabemos (y si no lo sabes, ni se te ocurra volver a pisar este porche). Una voz curtida por el gospel y los cigarrillos. Una voz de superviviente y de resistencia. Con su viejo piano inconfundible de Saloon polvoriento. «Dolor, determinación, tribulación y triunfo», como afirmó Stephen M. Deusner en su reseña para Pitchfork. Una versión («psicodelia country del desierto», de nuevo en palabras de Deusner) del «Rainy Day Woman No. 12 & 35» de Dylan (quién también ha celebrado su cumpleaños esta misma semana, un día antes, ¡vaya semana de titanes!); una canción compuesta e interpretada a medias con su hijo, Shooter («Please Carry Me Home») y, la joya de la corona, el «Out of the Rain» del inmenso Tony Joe White, interpretada en compañía de Waylon (rescatado de entre los muertos) y del propio autor de la canción (que por aquel entonces seguía vivo y en plena forma). Oír este tema hoy pone los pelos de punta (no podía ser de otra manera, cargando como carga, con el peso de esas dos conmovedoras voces de ultratumba). Ella, mientras tanto, ha regresado a Arizona. Entre los muchos agradecimientos del disco, el que le dedica a los días soleados de Arizona es, quizá, junto al de Ben Harper, que fue quien consiguió que quisiera volver a cantar, los que más hacen temblar la patata (la mía, al menos). Jessi saliendo de la sombra, más bella y poderosa que nunca. Tenía que estar aquí. Y punto.

JEFF HAHN

Black Rose Tattoo

(Jeff Hahn Music, 2013)

Si buscas información de Jeff Hahn por las redes todo te acaba llevando a otro Jeff Hahn que no es él, un fotógrafo del que, por el contrario, sí se da buena cuenta, da igual dónde mires. Ya era difícil entonces, hace ocho años, cuando caí rendido ante este disco; no recuerdo ya ni cómo acabó llegando a mis manos. Y la cosa no es que haya mejorado mucho. Poco más se sabe de lo que se sabía entonces. Apenas que sacó otro disco de bluegrass cinco años después (el también conmovedor Start a Fire Tonight, con Lila Mae en un par de canciones), que su música ha salido en The Ranch, la serie de Netflix, y alguna que otra vez en No Shoes Radio, el programa de radio por internet de Kenny Chesney (que al menos demuestra tener, si no otra cosa, sí buen gusto). Y que sigue viviendo en Vermont, «El Estado de las Verdes Montañas», ya sabéis, mucho lácteo, mucha política liberal (liberal con el sentido de allí, no de aquí) e independiente, y mucho jarabe de arce (en East Montpellier, para ser más exactos). Hay también unas cuantas fotos en blanco y negro, en las que aparece en una habitación muy sobria, sentado en una silla, en compañía de su guitarra y su perro. Nada más. Ni reseñas, ni entrevistas. Y en su web nada más que una somera biografía de tres líneas (en Twitter, 3 seguidores y siguiendo a 0; en Instagram, 1 publicación, 42 seguidores y 0 seguidos; su página de Facebook no está disponible). Tampoco es que importe demasiado. Lo que importa es su música. Y pocas veces ha importado tanto, pocas veces ha estado todo tanto ahí. Porque la música, tanto en su ejecución instrumental, como en las letras, en lo que dice, lo dice todo. Su voz, ligeramente nasal, ligeramente cascada, en consonancia con la escasa prodigalidad de su exposición mediática, nos habla de quién es, nos deja meridianamente claro lo que quiere y lo que no está dispuesto a ceder. Solo importa la música. Las canciones. Y poco más. Que no es poco. En «Woman in a Black Dress» se desvela su sentimiento de no pertenencia, ella (hay una «ella» permanente en todas las canciones, una «ella» que ya no está, una «ella» que o bien se fue o bien tuvo él que dejar, una «ella» inasible, casi un pretexto, pero que sirve para avivar en la memoria el deseo de no rendirse, de seguir siempre adelante buscando quién sabe qué), ella, decía, lo abraza y le pide que se quede pero él ya se ha ido, no importa que siga ahí, entre sus brazos, no importa dónde vaya después (en el disco aparecen varios escenarios: Nashville, Memphis, Abilene, Baltimore…), porque, vaya donde vaya, no encaja, no pertenece, no siente la raíz… Y es que el único lugar que siente como suyo es la música, tanto la propia, con sus canciones, como la ajena (es, por ejemplo, el caso de esa voz que escucha un día por la radio en Nashville, tan parecida a la de la maravillosa Loretta, nos lo canta/revela él mismo en «Rose of Tennessee», la voz de esa chica que duerme en un coche y toca en un bar de Memphis soñando con llegar algún día al escenario del Opry), la música y el corazón. Enamoramientos para seguir resistiendo. Todas sus canciones están manchadas de pérdida y de anhelo. Y todas se alimentan de la memoria, de los recuerdos. Viejas fotos pegadas en una ventana, recuerdos de noches sin dormir con mucho whisky de por medio, un tatuaje de una rosa negra («Black Rose Tattoo», con esa guitarra fronteriza que parece que llora, en la estela del paisaje sentimental de lo que podría ser, por ejemplo, un Paris, Texas), el dulce perfume matinal de alguien que se ha ido, pero que se ha quedado incrustado en una almohada, una postal, una canción disparada a bocajarro que te recuerda de pronto a casa, una casa en Baltimore a la que sabes que ya jamás podrás volver, porque volver a ese sitio sin ti ya nunca será el mismo sitio, aderezado además con lamentos de un violín muy inmigrante, muy irlandés, muy de nostalgia por todo lo que se deja atrás, con mucho océano de por medio, como si no fuese ya lo bastante doloroso irse. Canciones que parecen confesiones hechas al vacío en un motel solitario. Dolor (como para inundar el cielo) y cicatrices, probablemente heridas abiertas, pero todo bien reguardado de la lluvia y mimado como un tesoro. La canción como una manera de conservar todos esos instantes. Como una patria. Sentimientos detenidos en ámbar, en resinas fosilizadas. Para poder acariciarlos y cantarlos cada vez que te coma la pena, y dejar por unos instantes de estar tan solo. Cantarlas hasta que se derrumben las paredes.

BASTARD SONS OF JOHNNY CASH

Mile Markers

(Texacali Records, 2005)

Antes de nada, dejar claro que esto no es una banda tributo. Las bandas tributo apestan (con permiso de Harry Crews) a «cosa que lleva varios días muerta en el bosque». Apestan a tristeza infinita, a espíritu adolescente y a revista Playboy de papá oculta debajo del colchón con las páginas torturadas. Y nada más lejos de la realidad, la banda californiana (San Diego) de Mark Stuart hace de vez en cuando alguna versión de Johnny en algún concierto, como todo músico bien nacido, pero no van por ahí los tiros. Un nombre glorioso para una banda, eso sin duda, y no más que una rendida muestra de respeto. El propio Cash les dio su bendición, orgulloso de esa jubilosa bastardía. Vástagos así dan gusto verlos. Para su primer disco de larga duración, el Walk Alone de 2001, reedición del Lasso Motel, un álbum anterior autoeditado, con unas cuantas canciones adicionales, Johnny Cash les invitó a grabar en su estudio de la cabaña, en Hendersonville, con un par de temas producidos por Jack White y otro par por el hijo no bastardo, el de verdad, el auténtico heredero (que hoy se encarga, con lamentable tesón, de deslustrar el legado de su padre con producciones necrofílicas de lo más engoladas), John Carter Cash. El Mile Markers (para el que esto suscribe, su mejor disco; también, es cierto, el primero que tuvo la fortuna de escuchar, el disco con que los descubrió, atraído, lo confiesa, por el nombre), sería el penúltimo disco que firmarían mentando esa prestigiosa paternidad. Mark Stuart estaba ya harto de responder a preguntas sobre ese padre putativo y, además, tras su fallecimiento en 2003, annus horribilis, la cosa dejaba de tener sentido. Ahora son simplemente Mark Stuart & The Bastards Sons. Y todo el mundo sabe de quién son bastardos. O no. Pero es lo mismo. Porque la procesión va por dentro. En efecto, las raíces son muy outlaw, Cash, Kristofferson y Waylon son sus máximos referentes. También mucho Merle Haggard, mucha carretera con destino a Bakersfield. Stuart cuenta que, al principio, con semejante nombre, la gente creía que eran una suerte de banda de rockeros tatuados y arrogantes, algo así como los Social Distortion con Hank Williams III, vamos, lo que vendría a ser «una banda punk de mierda»; pero luego se encontraban ante una elegante banda de country serio. De hecho, Mark Stuart militó en esa clase de bandas estridentes (y algo de esa estridencia queda, a veces, no puede evitarlo, se le escapa), pero no estaba muy seguro de que eso fuera lo que quería hacer cuando, allá por 1993, comenzó a aparecérsele Johnny Cash en sueños. Como decían en Culture Snob, «hay gente a la que se le aparece Jesús, a Mark Stuart se le aparecía Johnny Cash», y no para darle indicaciones ni consejos, como Humphrey Bogart a Woody Allen, en Sueños de un seductor, sino en busca de su opinión. Cuenta que en el sueño se encontraba siempre en la cola al final de un concierto de Cash para presentarle sus respetos y, cuando le llegaba el turno, Johnny lo sacaba de la fila, lo metía en el camerino y le decía que le quería enseñar una canción, a ver qué le parecía… Eso fue lo que marcaría el fin de su carrera en el punk. Una señal que le indicó la dirección correcta, después de varios intentos en bandas de rock fallidas. A finales de los noventa, con los Hijos Bastardos ya formados, Mark llamó por teléfono a Cash y le pidió permiso para utilizar su nombre. El Hombre de Negro le dio su bendición. «Me dio una especie de charla alentadora de padre a hijo». Básicamente un discurso que podía resumirse en: «Manténte firme, hijo. No malgastes tus balas». Y así hasta este Mile Markers en que la cosa alcanzó su cénit. Un sonido mucho más potente y más del sudoeste, en el que se adivinan aires de los Mavericks, de Dwight Yoakam y de Steve Earle. Si ahora vas y le preguntas a Stuart el porqué de su traslado a Austin, Mark no se flipará con lo de tener la ilusión de que el hervidero musical de la ciudad pueda llegar convertirlo en una súper-mega-estrella (nada, por otro lado, más lejos de su intención). Lo que espera es, únicamente, un alquiler más barato y, con un poco de suerte, mejor pesca de lubinas.

JONATHAN BYRD

Tha Law and the Lonesome

(Waterbug, 2008)

La cosa empieza un viernes 13 en Fayeteville, Carolina del Norte, entre concesionarios de coches usados y bares de tetas que brillan en la noche como estrellas en el cielo. Bosques de pinos. Cuando el niño cumple dos o tres años, ni él mismo se acuerda, la familia se traslada a Fort Worth, Texas. El primer recuerdo que guarda en la memoria es el de cruzar el Mississippi en un camión de mudanzas. Luego los recuerdos comienzan a hacerse más nítidos: cazar tarántulas después de las tormentas, reventar monedas en las vías del tren, cruzar descalzo las ardientes y reblandecidas carreteras de Texas. Le sigue una prolongada estancia en una pequeña localidad de Alemania Occidental, Vernhein, a donde su padre es destinado para predicar en una iglesia de habla inglesa. La hasfrau del casero le pellizca fuerte las mejillas y le da tabletas de chocolate, grandes como su cabeza, cada vez que su padre le manda con el cheque del alquiler. En esa iglesia, con su madre al piano, es donde Jonathan aprende a cantar («Amazing Grace»). Luego se mudan a Giessen y un amigo de su hermano le regala por su cumpleaños el disco The Wall (con todas esas imágenes perturbadores del interior que a sus padres no les hace ni pizca de gracia). Es por aquel entonces cuando su hermano, Gray, le enseña su primer solo de guitarra en La menor. Jonathan tiene ocho años. Cuando cumple los diez regresan a Estados Unidos y su padre pierde la cabeza. Abandona a la familia y comienza a beber fuerte. Se pasará el resto de su vida construyendo casas para víctimas de tormentas, un trabajo en el que puede estar borracho desde que se levanta hasta que se acuesta. Jonathan apunta como fundamental su colección de vinilos de bluegrass, especialmente los de Flatt y Scruggs y los Stanley Brothers (una vez su padre se compró un banjo, pero se frustró tanto al no poder dominarlo que acabó convirtiéndolo en un reloj). Su madre aguanta como un roble. Se hace construir una cabaña de madera en mitad del campo, a las afueras de Chapel Hill, y hace todo lo que puede por criar a sus hijos. Jonathan reconoce que no se lo puso nada fácil. Guitarra acústica y rabia adolescente. Todos los días haciendo pellas y a corretear por los bosques profundos del oeste del condado de Orange. Unos cuantos días en la banda de jazz del instituto y luego una buena temporada en la Marina. Cuatro años en un buque de desembarco de tanques recorriendo el Mediterráneo. Océano abierto. Estrellas por la noche que nada tienen que ver con las luces de los bares de tetas de la lejana Fayeteville. Horas muertas con su guitarra en el camarote. Extrañas grabaciones de cuatro pistas en atracaderos vacíos de los que se sirve a modo de estudio nocturno. Al terminar su servicio, una banda de rock duro en Virginia Beach que primero se llamó Coup d'Etat y luego Day 11, una rollo progresivo, mezcla de Bad Brains y King Crimson, frotándose bálsamo de tigre en los huevos porque en algún sitio habían leído que era lo que hacían los Fishbone (probablemente para descojonarse del personal). Por esa época una novia le regala su primera Fender acústica. Parece ser que la robó. Luego también le robó a él un montón de pasta, así que se podría decir que acabó pagando la dichosa guitarra. Tras un nuevo intento fallido en otra banda, decide comenzar a tocar en solitario. Es entonces cuando llega esa loca convención de violinistas de antaño en Buena Vista que le cambia la vida. Bien de moonshine y canciones sin puentes, «los puentes eran para los maricas». La gente de por allí (tanto de la convención como de las canciones que interpretaban) se mataba, moría o se enamoraba y luego se mataba o quizá bebía hasta morir. Gente dura, como John Henry y Wild Bill Jones, todo puños y whisky, con el corazón roto y enfadados con el mundo, como él mismo, como el propio Jonathan, listos para matar al primer listillo que se cruzase en su camino. Un sustrato perfecto para ponerse a componer y grabar su primer álbum. Un disco en el que en casi todas las canciones muere alguien. Hay ya un sonido oscuro y abierto. Las canciones cruzan el límite y se adentran en los bosques profundos, húmedos y chorreantes. Empieza así su vida en la carretera. Primero un disco más rockero, This Is The New That, con sus guitarras eléctricas y su puntito Muscle Shoals, antes de llegar a este prodigioso The Law and The Lonesome, su obra maestra. Según sus propias palabras: algo parecido a «lo que podría haber sucedido si Townes Van Zandt hubiese grabado un disco con Doc Watson». Desiertos, praderas, carreteras perdidas y fronteras sin ley, gente desesperada, coyotes y cuervos. Alguien ha dicho por ahí que es como si Cormac McCarthy fuese un cantante de folk (por lo visto hay un cantante de folk canadiense que se llama así, pero ustedes ya saben a lo que me refiero). Han pasado trece años y la bestia se ha calmado, pero estas diez canciones siguen poniéndome los pelos de punta.

TIFT MERRITT

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Traveling Alone

(Yep Roc Records, 2013)

Hay cosas de las que ya uno jamás se recupera, por mucho esfuerzo y esmero que le ponga, el daño está hecho. Se puede disimular con mayor o menor fortuna, tatuarse otras cosas encima, hacer chiste de los estragos, poner tierra e incluso otras gentes de por medio, acogerse a un plan de protección de testigos, pero el impacto sigue ahí, ajeno a nuevas colisiones, ni la meditación más estricta es capaz de disolverlo en el vacío. Se puede acallar, ejercer cierto efecto barbitúrico. Pero no hay mantra que pueda con él. Estás jodido (puede que jubilosamente jodido) de por vida. Pasa pocas veces, pero pasa. Y cuando sucede no hay vuelta atrás. La actuación de Tift Merritt, el 20 de octubre de 2005, en el Austin City Limits, tras sus dos primeros y deslumbrantes discos (Bramble Rose, 2002 y Tambourine, 2004), fue, sin duda, para el que esto suscribe (y supongo que para muchos más, es lo que tienen las catástrofes naturales), uno de esos tremendos costalazos de los que resulta poco menos que imposible salir ileso. Por cosas mucho menos impactantes, se recetan fármacos potentísimos. Y eso que ni siquiera tuve la suerte de verla en vivo, sino en la edición en DVD que publicó New West en su día. Y quizá fuese así mejor. A saber cómo hubiese acabado de haberme hallado tan cerca del foco de la radiación. Ahora quizá sería un humanoide mutilado y contrahecho, o una sombra en una pared de Hiroshima. Y sí, lo sé, esto más que una reseña parece la declaración babeante, balbuceada desde la cama de un hospital, de uno de los liquidadores del techo del Reactor nº4 de Chernóbil, pero ¿qué le vamos a hacer? No es la primera vez que lo digo: uno no tiene el menor control sobre las cosas que le conmueven. Y Tift Merritt, sudándolo y dándolo todo sobre aquel escenario de Austin, es una de las dos o tres experiencias que, a mi parecer, el bueno de Stefan Zweig se olvidó de incluir en su celebrada Momentos estelares de la humanidad, quizá entre el capítulo dedicado a la muerte de Tolstói y el de la caída de Constantinopla. Luego, años más tarde, Tift Merritt se ha dejado caer un par de veces por Madrid, en versión solitaria, desenchufada, abriendo para Josh Ritter o ya de cabeza de cartel, en el Café Berlín, presentando su último disco, el anterior a este que hoy, como ya se ve, apenas reseñamos. Y verla por fin en vivo no hizo, claro, sino recrudecer la herida. La misma magia y el mismo soul, en formato íntimo. Traveling Alone (la versión ampliada, de lujo, en formato libro en cartoné, casi de tela, es una auténtica virguería –y si vienes a mi casa y lo tocas con tus sucios dedos, quizá te mate–), lleno de fuerza, dulzura y vulnerabilidad, con su corazón de forastera y de viajera solitaria, de pájaro raro (que conserva, pese los halagos de la crítica y la nominación al Grammy), sin la maravillosa fanfarria, a lo Muscle Shoals, de sus primeros trabajos, más sosegado e íntimo, con mucho de Nueva York (grabado en un estudio de Brooklyn en ocho días) y de soledad urbana, con Jon Convertino, de Calexico, Marc Ribot y Andrew Bird, arropándola en la banda, incluyendo un tema de Tom Waits («Train Song») y otro de Joni Mitchell («For Free»), canciones sobre el aislamiento y la soledad, es quizá su disco más confesional y valiente hasta la fecha, parido sin obstáculos ni restricciones, «sin órdenes desde arriba», dándole la espalda (o más bien haciéndole la peineta) a los imperativos enojosos y martirizantes de la industria, con un fuerte sentido de urgencia por ser radicalmente lo que quiere ser, la artista que siempre quiso ser, libre de sello y de mánager, un disco de «ahora o nunca». Y nosotros, mientras tanto, aquí, al menos yo, que me creía indemne y fuera de peligro, respirando una vez más por la herida. Cuidando, de hecho, la herida. Impidiendo que cicatrice. A su servicio.

YOU CAN NEVER GO FAST ENOUGH

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Two Lane Blacktop Tribute Album

(Plain Recordings, 2003)

La muerte, hace un par de días, del inmenso Monte Hellman me ha hecho desenterrar este viejo disco que compré en su día pensando que era otra cosa (otra cosa que nunca existió). Filippo Salvadori, el perpetrador de semejante rareza, cuenta que vio Carretera asfaltada en dos direcciones (Two Lane Blacktop, 1971) por primera vez de madrugada y por casualidad, en la tele, ya empezada, y que se quedó enganchado al momento. Como no vio los créditos del principio y la televisión tiene la bárbara costumbre de mutilar los del final porque la publicidad infecta es lo que manda y punto pelota, se pasó años sin saber el título de aquella maravillosa y misteriosa película con guion del gran Rudolph Wurlitzer (autor de Nog –tus huevos ahí, Fernando Peña, Editorial Underwood–, que también hace un papel secundario, al volante de un Hot Rod), sobre bohemios de los engranajes y existencialistas del asfalto (tremendos James Taylor y el Beach Boy, Dennis Wilson). Más adelante, un amigo le sacaría de dudas, el típico amigo cinéfilo friki y poco aseado que se lo sabe todo (tú tienes un amigo de esos y yo también –y su madre nos agradece mucho que le demos cobilla y que lo llevemos al parque de vez en cuando–) y se convertiría en su película favorita. Cuenta Filippo que hizo todo lo posible por hacerse con una copia de la peli o, en su defecto, con la banda sonora. A diferencia de lo que ocurría en otras «road movies» de la época, como Easy Rider o Vanishing Point, la música no tenía una presencia protagónica, aunque en Two Lane Blacktop hay momentazos de Janis Joplin, Kris Kristofferson y The Doors, aparte de un glorioso «Maybellene» de John Hammond y el «Truckload of Art» de Terry Allen sonando en la radio del Pontiac GTO del también inmenso, como siempre, Warren Oates. Pero la banda sonora nunca llegó a editarse (yo compré este disco un poco a ciegas, pensando que era, como decía al principio, lo que no era). El caso es que el día en que Filippo pudo ver por fin al Conductor, al Mecánico y a la Chica (en la película nadie tiene nombre, Laurie Bird, saldría en otra película de Hellman, Cockfighter, y en Annie Hall, antes de suicidarse en el 79, en el apartamento de Garfunkel, que nunca quiso casarse con ella; yo me enamoré mucho de Laurie en esta película, y puede que tú también, pero nunca tuvimos un pisito en Manhattan y cuando nacimos ella ya llevaba seis años muerta) en pantalla grande, ya tenía claro que quería producir un disco tributo a aquella magistral película, «la “road movie” definitiva» que le había volado la cabeza (¡ese final!). Así es que comenzó a implicar a diversos artistas. Todos habían visto la película y todos parecían adorarla, sin excepción. Él lo tenía muy claro: quería que fuese un disco acústico y bullicioso, por supuesto, con mucho desierto y espacios abiertos. Ergo, Calexico, por supuesto, recién sacado el Feast of Wire (vamos, Calexico en estado de gracia), y Giant Sand (tras su Infiltration of Dreams). Pero también Will Oldham, Mark Eitzel, Wilco y Sonic Youth, entre otros (el álbum se inicia con un emocionante y desolador solo de banjo, «Little Maggie» de Sandy Bull). También se hizo con la licencia de un par de temas, por cortesía de Smithsonian Folkways (el «Stewball» de Leadbelly y el «Boat's Up The River», de Roscoe Holcomb). La cosa era imaginarse qué irían oyendo los protagonistas de la película mientras conducían atravesando el país. Hay un momento mágico en la película. El momento en que la Chica se dirige al flíper de uno de los garitos de carretera en los que paran, cantando el «(I Can’t Get no) Satisfaction». En el disco, Cat Power hace magia con su particular versión, en el penúltimo corte. El resultado de la producción es irregular, pero es una maravillosa ida de olla. En cualquier caso, un rendido homenaje a un director inmenso y a una película inmortal. El sueño hecho realidad de un pirado que se flipó un día con una película. Y gente así, tan de pedrada con lo suyo, en tu casa no sé, pero en la nuestra siempre tendrá un plato en la mesa.

HANK SUNDOWN

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Rock Roll Power

(Rockaround Records, 2020)

Está ese amigo de Cáceres, que se fue a Texas a currar de lo suyo, ese viejo contrabajista y gato loco que siempre fue más rockabilly que el que lo inventó y que es mil veces más auténtico que los de allí. Rockabilly de manteca colorá, judías carrillas, pestorejo extremeño y cochifrito. Hillbilly de patatera y de torta del Casar. Esa clase de híbridos siempre nos han gustado. Cowboys de Leningrado, como los finlandeses de Kaurismäki, más de vodka y balalaika que de Jack Daniels y guitarra nacional. Lo de allí devorado y regurgitado por los de aquí, desde geografías de lo más peregrinas, desde el frío, la nieve, los glaciares y los fiordos costeros. Así Arild Rønes, alias Hank Sundown y sus muchachos, teddy boys vikingos, hillbillies rockeros del mar de Barents, rock and roll de salmones y renos. Sin pose ni impostura. Lo suyo no es de disfraz ni de fin de semana. Y suenan con una contundencia que ya quisieran muchos de los de allí, de las latitudes en las se originó el género, o subgénero, según el grado de pedrada en la cabeza que tenga el interlocutor de turno. Aquí hay country y honky-tonk a lo Hank Williams y una rendición absoluta al inmenso Cavan Grogan, de los Crazy Cavan & The Rhythm Rockers, de Newport, en Gales del Sur, uno de sus héroes infinitos (que falleció durante la grabación de este disco; y a él se lo dedican), el rockabilly de los puertos carboníferos. Porque no todo en este mundo es Elvis (gracias a Dios). «I Ain't Elvis», canta Arild en el cuarto corte de este maravilloso Rock Roll Power, y ni falta que hace, amigo. La noción del rock and roll no es tan simple ni reducida. Sobra actitud. No hace falta disfrazarse del Rey ni airear los cadáveres de las viejas glorias. Nada aquí huele a naftalina ni a gomina rancia. Es nuevo, es potente y es oscuro. Destila incluso una cierta sensación de peligro, como debe sonar un buen grupo de Teddy Boys, sin mermelada en el culo. Y ahí están y ahí siguen, pese a no haber en Noruega escena de lo suyo, tocando más en Suecia que en casa, y en algún que otro festival de Alemania, Francia y el Reino Unido. Lo bueno de Arild es que no escucha solo eso, como tanto cateto exquisito que escucha solo lo suyo, su cultura musical es mastodóntica. Ama el bluegrass, el punk y el metal. Por supuesto The Blasters y Bruce Springsteen, y siempre mucho más Luther Perkins que Johnny Cash, para sonar más frío que el puto hielo de su querido terruño. Él mismo se lo graba, se lo mezcla y se lo masteriza todo. El presupuesto es presupuesto de banda marciana escandinava, vamos, presupuesto de grabar la guitarra en el salón de casa, pidiéndole a la parienta que baje el volumen de la tele, y la voz de Christopher en el pasillo de arriba. Para el bajo y la batería les dejaron un teatrillo del barrio. Doce canciones originales sin relleno ni soserías. Que no bajan el pistón. Nada de descartes ni tonterías. Eso sí, tiradas mínimas de 100 copias (date prisa si lo quieres). Y luego, si el Covid lo permite, a dejarse el pecho en el frío.

HACKENSAW BOYS

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Charismo

(Free Dirt Records, 2016)

Machetear y serrar. En eso consiste básicamente la cosa. Mandolina y violín. Y bien de chatarra. Allá por el otoño de 1999 se juntaron en Charlottesville, Virginia, en el hermoso valle de Shenandoah. De los cuatro miembros fundadores, hoy solo queda uno, David Sickman, a la guitarra, y el asunto, con los cerca de veinticinco músicos que han ido pasando por la agrupación (incluyendo a John Miller, de quien ya reseñamos por aquí su primer disco con los Engine Lights, y el mismísimo Pokey LaFarge) sigue consistiendo en lo mismo: con más o menos cucharas, tablas de lavar o latas de conservas de carne de mapache o zarigüeya, música de antaño con energía y espíritu de punk rock. Música curtida a pie de calle y en rincón de taberna. En el 2000 eran doce músicos (más un colectivo, una familia incluso, que una banda). Se hicieron con un par de autobuses viejunos a los que llamaron «The Dirty Bird» y «Ramblin' Fever» (siempre han sido muy de ponerse apodos, al estilo de los viejos músicos de country y blues) y empezaron a girar por las carreteras del continente (llegarían a ser la banda de acompañamiento en una gira del legendario Charlie Louvin), celebrando las raíces de clase obrera de su música, más afines a The Clash que al aseo y la depuración profiláctica de la factoría Nashville (Opry y Ryman incluidos). Ellos, junto a los Old Crow, fueron los impulsores de todo este movimiento del «bluegrass revival» que hoy llena estadios con los Avett Brothers o los primeros Munford & Sons. Y, a diferencia del resto, de todo el resto (incluidos los Old Crow), ellos siguen igual de punkies y chatarreros, sus conciertos siguen teniendo ambiente de banda gitana de los Balcanes, siguen dejando olor a sudor y manchas de aceite en el escenario. Este álbum, Charismo, de 2016, producido en el norte del estado de Nueva York nada menos que por Larry Campbell (Bob Dylan, Levon Helm, B. B. King) para el prestigioso sello Free Dirt, apareció después de diez años sin grabar. Y decidieron titularlo «Charismo» porque, al fin y a la postre, aparte del bueno de Sickman, el «charismo» es el único elemento que se ha mantenido inalterable en la banda a lo largo de estos veintidós años de chatarrería y desguace. Se trata del instrumento de percusión que sale retratado en la cubierta, inventado y tocado por un antiguo miembro de la banda, Justin Neuhardt, alias «El Chatarrero» (también a cargo de las cucharas y de la sierra musical). Un artilugio casero fabricado, principalmente, con latas. El caso es que iban a salir de gira y Justin dijo que él no podía irse seis semanas a tocar las cucharas (¿cómo justificas eso a tu familia o a tu jefe?), y como en ese momento la banda no contaba con presupuesto para pillarse un kit completo de percusión, le dijeron: «¿Y por qué no te inventas algo?». Y así fue. Latas de conservas (de leche de coco, de té, de caramelos para el aliento…; y según dónde vayan, la lata autóctona de turno; en la última gira que hicieron por España, incorporaron una lata de Fabada Litoral), matrículas, tapas de cubos, timbres de bicicleta, una lata de aerosol pinchada, correas, hebillas y cualquier elemento metálico que se encuentren en los callejones traseros de las cafeterías. «Era bastante primitivo –apunta Sickmen–, pero cuando lo golpeó con esos cepillos metálicos y escuché el sonido del tren, supe que era lo que necesitábamos». Siempre que le preguntaban qué instrumento tocaba en el grupo, la respuesta de Neuhardt era muy simple: «Un montón de chatarra». Chatarrismo que, en la actual formación, corre a cargo de Brian Gorby. «Si no tienes porche, nosotros te lo llevamos», así es cómo ellos definen su maravillosa fanfarria. Pura emoción cruda. Recuerdo que cuando tocaron en la sala Tempo, fui con Marta y nos los encontramos antes del concierto cenando en Casa Filete. Ellos estaban al fondo, en una mesa, y nosotros nos quedamos en la barra, junto a la puerta. Marta, más guapa que nunca, llevaba una camiseta de Malcolm Holcombe. Cuando los Hackensaw salieron se fijaron en la camiseta y los cuatro sonrieron. Ferd Moyse nos preguntó si íbamos al concierto y con un gesto nos comunicó que Malcolm era el más grande. Tanto ellos como nosotros, de repente, en efecto, nos sentimos como en el porche de casa. Fue en 2017, aún no había sido el Gran Apagón (ni el uno, ni el otro… yo me entiendo). Un disco de perros rabiosos que cura las penas. Gloria bendita. Música de sentirse como en casa.

THE GOOD LUCK THRIFT STORE OUTFIT

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Old Excuses

(Heckabad Records, 2012)

Empezaremos diciendo que amamos a Willy Tea Taylor, que llevamos ya unos cuantos años perdiéndonos en sus canciones y que cada año que pasa lo queremos más. El título de su último disco en solitario, Knuckleball Prime (2015), diagnostica bien lo que nos pasa. Es como un vino con solera o un queso bien curado. La mayoría de los jugadores de béisbol alcanzan su punto álgido a los veinte años, pero los lanzadores de knuckeballs (bolas de poca rotación, sujetas apenas con la punta de los dedos, imprevisibles) suelen florecer a finales de los treinta y principios de los cuarenta. Y resulta que el bueno de Willy Tea, se encuentra ahora en su mejor momento como knuckerballer, es uno de nuestros pitchers favoritos, nuestro Robert Allen Dickey recién traspasado de los Mets de Nueva York a los Blue Jays de Toronto, allá por el año 2012 (año, también, de la publicación de este prodigioso disco que hoy reseñamos). Willy creció rodeado de colinas y caballos en la pequeña localidad de Oakdale, California, conocida como «la capital mundial del vaquero» por haber dado a luz a multitud de campeones mundiales de rodeo. Allí sigue viviendo y aquel sigue siendo el escenario de buena parte de sus canciones. Willy procede de una larga estirpe de ganaderos (el abuelo Walt es casi una figura mítica, uno de los ganaderos más respetados de su generación) y nació para el béisbol (más catcher que pitcher), pero una lesión de rodilla (el avatar de tantos dramas) truncó su prometedora carrera deportiva y lo llevó a dedicarse a la música (he ahí una buena definición, la música country como «música de rodillas lesionadas»). La culpa, en el fondo, la tuvo Greg Brown, una actuación íntima que dio en el Strawberry Music Festival, un festival en el que Willy mutaría de espectador a intérprete, pasando antes por las labores de tramoyista, debutando con los Good Luck Thrift Store Outfit en el escenario principal en el año 2009. Aquella actuación de Greg Brown fue lo que le llevó a dedicarse a la música folk. Aquella actuación y, por supuesto, el clásico documental de culto (que a tantos nos ha envenenado tan jubilosamente), Heartworn Highways. No en vano, con uno de sus compositores contemporáneos favoritos, el gran Tom VandenAvond, de Green Bay, Wisconsin, Willy se dedicó a viajar por todo el país con una serie de giras que bautizaron como «En busca de la cocina de Guy Clark», en el que cada bolo nacía con la vocación de ser el preludio de una búsqueda interminable del tipo de serena escena nocturna que se retrataba en aquel documental tan medular (un poco la Piedra Rosetta de todo lo que nos gusta). The Good Luck Thrift Store Outfit es el resultado vibrante y festivo (a lo Old Crow, Avett Brothers o Asleep at the Wheel) de juntar a dos cantautores (Willy Tea, más hillbilly, y Chris Doud, más country), un veterano del rock indie, un bajista campestre y un loco del pedal steel (Matt Cordano, que lo mismo te toca el banjo que te coge una Flying V que ni Slayer, oiga). «Un sonido áspero pero suave como la madera (prima el sentimiento), rebelde pero con corazón de oro», como han dicho muy bien por ahí. Un ruido que, como dijo también otro reciente converso, América necesita escuchar. Un híbrido de americana, folk, rock, bluegrass y el dulce y antiguo, queridísimo, country & western. Música honesta y perspicaz de perros viejos, que escapa a cualquier intento de catalogación, pero que te mueve los pies aunque no quieras, aunque tengas el alma tullida, aunque tengas una alegría de pies planos, sin ínfulas, buena también para carreteras rectas y largos viajes en coche por Yosemite o las altas sierras. Este, Old Excuses, fue su tercer álbum y exuda un entusiasmo que resulta poderosamente contagioso. Oírlo es como ir por primera vez al circo y querer luego escaparse en sus caravanas para no volver nunca. Un regalo caído del cielo.