COUNTRY WESTERNS

Country Westerns

(Fat Possum Records, 2020)

Los del sello de la Zarigüeya Gorda no dan puntada sin hilo. Desde su fundación en 1992, con sede en Oxford, Mississippi (terruño de Faulkner y de Larry Brown), cuando Matthew Johnson y Peter Redvers-Lee, sus fundadores, se dedicaban a lo Alan Lomax a rescatar viejos músicos de blues del norte de Mississippi que jamás habían grabado un disco (a ellos les debemos el feliz descubrimiento de dos fieras como R.L. Burnside y Junior Kimbrough), hasta la edición del segundo disco de The Black Keys, al que seguirían el celebrado regreso de Solomon Burke, un disco de Iggy and The Stooges y la firma con bandas como los Heartless Bastards, los Felice Brothers, Deadboy and the Elephantmen, etc…, sin olvidarnos del rescate in extremis, en 2013, de Tyrant Books, esa editorial independiente que tanto nos gusta, fundada en 2009 por el gran Giancarlo DiTrapano (especializada en «autores que los grandes grupos no quieren tocar ni con el palo de una escoba»: entre ellos Scott McClanahan), raro es el paso que dan en falso. Y es que, al igual que nos sucede con la heroica familia de Bloodshot Records, el infalible sello de Chicago, todo lo que tocan los de Oxford, obtiene de entrada nuestro beneplácito. No fallan. Con ellos, lo del «sello de garantía», en estos tiempos tan inconstantes y mudables, tan de simulacros y hypes, tan de personalidades nulas o burdamente esquizofrénicas y, permítaseme el palabro, tan «veletudos», tan del viento (o mejor: ventosidad) que más sopla, lo del «sello de garantía», decíamos, conserva, o más bien recupera, su más pleno sentido. Por eso ni lo dudamos cuando los de Fat Possum sacaron el año pasado el disco homónimo de los Country Westerns, sin tener ni la más remota idea de lo que era. La cubierta y el nombre, por qué no reconocerlo (somos así de simplones, ¿qué le vamos a hacer?), nos llamaron a engaño (nos imaginamos otra cosa, nos imaginamos algo más «country» y más «western», pero ni lo uno ni lo otro), aunque bien es cierto que el chasco nos duró muy poco (desde el pelotazo del primer corte, «Anytime» la cosa queda meridianamente clara: esto es rock americano, puro y duro). No en vano, detrás de todo este invento está Joseph Plunket, veterano de la escena punk rock de Atlanta y líder de The Weight, esa banda que se mudó un buen día a Brooklyn para darnos tantísima gloria (NOTA: reseñar próximamente cualquiera de sus dos fabulosos discos). Además, produce Matt Sweeney (guitarrista de Zwan y colaborador habitual de Bonnie «Prince» Billy), así que el artefacto viene primorosamente servido en bandeja de plata. Decíamos antes que, por el nombre, esperábamos violines, banjos, porche y vecino que llega con su six pack a echar la tarde, pero aquí lo único country que hay son las referencias que aparecen en el tema que cierra el álbum, una versión del «Two Characters in Search of a Country Song», la canción de los Magnetic Fields, el grupo de Boston bautizado en homenaje a la novela de André Breton y Phillippe Soupault, Los campos magnéticos (hace nada rescatada por la exquisita editorial WunderKammer), cuyo título es a su vez un homenaje a la obra de Pirandello, Seis personajes en busca de autor. Por la letra pululan los fantasmas de Calamity Jane, Jesse James y Wild Bill. Pero nada más. Y es que al igual que hacía el propio Pirandello en su obra con las encorsetadas convenciones del teatro, los Country Westerns, con su sonido seco y descarnado, pretenden, probablemente sin pretenderlo, desmantelar también toda convención, rechazar de plano cualquier suposición que uno pueda albergar acerca de lo que tiene que ser una banda de Nashville que calce ese nombre; el asunto, para decirlo de un modo claro, sin darle ya más vueltas, es que aquí hay más garaje y más Replacements que granero y Hank Williams o Ernest Tubb, para entendernos. Una banda de bar surgida al borde de una época de bares cerrados (puta pandemia) cuya filosofía podría muy bien resumirse en uno de los versos de la canción que abre el disco: «puede que no sea muy inteligente, pero no miento». Y no mienten (pese al nombre del grupo y el título del disco). La Zarigüeya Gorda lo supo ver. Y nosotros lo celebramos, con el volumen a 11, por supuesto (y con el vecino que se presenta al caer la tarde con su six pack sempiterno, porque los tablones de nuestro porche también soportan muy bien los trallazos del punk rock que nos dio de mamar y que seguimos disfrutando ahora, ya de viejos –aunque el pogo nos quede más deslucido que entonces, claro–).