JESSE AHERN

Roots Rock Rebel

(Dropkick Murphys Partnership/Dummy Luck Music, 2023)

Lo dijo Jaime Wyatt por sus redes hace unos meses, y ni lo dudamos. En esta casa todo lo que dice Jaime Wyatt va a misa. ¿Y si te dice que te tires por el balcón? Pues también, madre querida, de cabeza, como un inglés ebrio en Mallorca. Si hay que desprestigiarse, se desprestigia uno y santas pascuas, que para eso se vive. Más aún si te lo sugiere Jaime Wyatt, bendita sea, aunque en esta ocasión lo que dijo fue menos comprometedor: «Ya estáis tardando en escuchar el nuevo disco de mi amigo Jesse». Y claro, ya digo, ni lo dudamos, hicimos «balconing» desde su recomendación a la piscina de este Roots Rock Rebel, en el que Jaime, por cierto, colabora junto a Ken Casey (cantante y bajista de los inmensos Dropkick Murphys) en el tercer corte del álbum, «The Older I Get». Y tras llegar a casa y escucharlo repetidamente, ya podemos decir que tenemos a Jesse Ahern en un altar. La cubierta no engaña. El disco es exactamente eso y suena a eso, sin afeites ni aderezos. Suena a tatuaje de un ancla en el ojo. Suena a Dorchester, a Boston y a clase obrera. Hablamos de la misma liga en la que militan los Dropkick Murphys, Chuck Ragan y Tim Barry, la liga de los hijos bastardos de Woody Guthrie, música de estibadores tatuados (sin necesidad de aprobación de ensayos premiados) y de cadena de montaje, música de manos callosas y empercudidas de grasa. Música que no se anda con remilgos ni cervezas artesanales, música de muelles y huelgas. De lesionarse y hacerse daño. De lucha irredenta y de probablemente perderlo todo, menos la dignidad (el disco, no en vano, lo produce Ted Hutt, productor de los Dropkick y de los Gaslight Anthem). Jesse creció escuchando música enfadada: Bob Dylan, Public Enemy, Beastie Boys y The Clash. La ciudad y los tiempos lo pedían. A los diecinueve empezó a escribir sus propias canciones, con cierto síndrome de impostor. ¿Quién le iba a decir que acabaría tocando con Chuck Ragan, sus queridos Dropkick Murphys y con Rancid? Aún ni él mismo se lo cree. Pero es un currante, y se lo ha ganado a pulso. Nadie le ha regalado nada. Y no se calla. Ni siquiera ahora, menos aún ahora, que es un hombre de familia. La lucha, si acaso, lejos de haberse atemperado, se ha vuelto más urgente, más desesperada. Fontanero sindicalizado, así empezó la cosa, en Quincy, Massachusetts, «la cuna del Sueño Americano», según se hace llamar. Y lo sudó fuerte con los Ramblin' Souls, la banda con la que se recorrió buena parte de los garitos de Boston entre 2002 y 2009 (tras su disolución, puta vida, llegarían a colar un tema en la serie True Blood, esa cosa tan de perdedores de triunfar siempre luego, cuando ya no). Y aún sigue trabajando en la construcción (porque hay tres niños a los que alimentar). Hace unos años se rompió la mano y tuvo que pasarse varios meses sin tocar. Valga este dato para subrayar que no nació con una flor en el culo (ni seguridad social). El andamio no perdona en «la tierra de los libres». Y este disco, en la tradición de los músicos callejeros, de la «vagabundia» estadounidense, es una llamada a la acción. Lleva veinte años haciéndolo, dando el callo y dejándose la piel, la voz del blue-collar estadounidense, agitando las conciencias (su primer EP, de nueve canciones, se titulaba Tales From de Middle Class, luego vendría el Searching for Liberty de 2016, que sonaría algo en la radio; le seguirían el My Truth and My Truth Only de 2018, tras cuya grabación se jodió la mano; el Bad Habits, en el que perpetra una versionaza del «Trapped» de Springsteen, y el Heartache and Love, ambos de 2022; los títulos casi hablan por sí mismos). Y, por fin, ahora, gracias, entre otras cosas, al empujoncillo de Jaime Wyatt y Ken Casey, la cosa parece que empieza a levantar cabeza. Es su primer disco con sello, después de los anteriores, que fueron todos autoeditados. Podemos decir que ha pasado de pantalla y que ya va a por el monstruo final. Ken Casey, a lo Rick Rubin con Cash, después de haber girado con él por Europa, se lo soltó sin tapujos: «Lo que tienes que hacer es buscarte un buen productor que te haga sonar como suenas en vivo, con esa misma fuerza, esa misma rabia, esa intensidad». Luego Tim Armstrong, de Rancid, se lo confirmó: «Haz un disco tú solo, sin banda, sin llenarlo de músicos, un disco que diga: “Ey, este soy yo y esta es mi guitarra. Y aquí os presento a mi armónica. Vamos allá”». No se necesitan máquinas más sofisticadas para matar fascistas. Eso, sumado a su brutal honestidad, la misma que destilan los Murphys desde que salieron del sótano de aquella barbería de Quincy, deja el guiso en su punto. Como regalo, ya en la recta final, una versión del «Strawman» de Lou Reed, que no puede sonar más demoledora, antes de poner la guinda con «I Believe», su particular catecismo: «Creo en la justicia y en tomar partido / Creo en la redención y en la gratitud / Creo en el mal y creo en el odio / En la tristeza y en llevar mi carga a solas // Creo en señalar a los malvados / Creo que aún quedan cosas buenas por hacer / Creo en los pocos elegidos / Y creo en ti». Gracias Jesse, y gracias Jaime por el soplo. Todo ayuda y contribuye. No pasarán.

JULIANNA RIOLINO

All Blue

(You've Changed Records, 2022)

Ya no es solo la chica de la banda. Después de La Luna (2022), el tercer álbum de Daniel Romano con The Outfit, no sabemos muy bien que nos deparará el futuro. Con Romano nunca se sabe. Será según le dé o se levante ese día. Dependerá de lo que haya cenado o leído la noche anterior. Cosas del genio. Como sabrá cualquiera que lo siga (probablemente con la lengua fuera), de avatares y heterónimos va y viene más que sobrado (lo último ha sido Spider Bite, si no llevo mal las cuentas, lo que podría muy bien ser, porque este hombre no para quieto ni un segundo, es una diana difícil, la pesadilla de un francotirador). Pero Julianna Riolino, por su parte, ya tiene bien encauzada su carrera en solitario después de aquel primer EP con cinco canciones, J.R. (2019), que pasó casi desapercibido (por entonces sería el EP de la chica de la banda de Romano, pese a haber sido grabado un año antes del primer álbum con The Outfit, el How Ill Thy World is Ordered). No obstante, en este All Blue, el álbum con el que debuta, militan varios miembros de The Outfit (incluyendo a los hermanos Romano), y ahora se puede decir que son ellos los chicos de la banda de ella, lo que no está mal, para variar. Julianna cuenta que en los días previos al lanzamiento del disco estuvo ayudando a restaurar las vidrieras de la catedral de San Miguel, en Toronto. Y que, rodeada por todos aquellos símbolos representados a través de pedacitos de vidrio francés del siglo XIX, no pudo evitar ponerse a reflexionar sobre su pasado y la memoria de sus sucesivas heridas y sanaciones. De haber sido pintora, dice, esto podría considerarse algo así como su período azul: contemplar, a toro pasado, su biografía, todas las decisiones, buenas o malas, y proceder o bien a la expiación o bien a reírse abiertamente de ellas, dos formas bastante efectivas de hacer borrón y cuenta nueva. Hay en ello un cierto fervor religioso que ella identifica con sus tres iconos personales: Dolly Parton, Emmylou Harris y The Band. Gracias a, o por culpa de, esos tres tótemes, Riolino, desde muy pequeñita, estuvo dando la tabarra para que le comprasen una guitarra y, una vez obtenida, aprendió por sí misma a dar cuerpo a las melodías que sonaban por su cabeza (esos fantasmas que para muchos, como un seguro servidor, resultan inasibles: inaccesibilidad que, como muy bien dice David Lynch a propósito de las ideas, puede conducir al suicidio, de ahí lo de tener un cuadernito siempre a mano). Mientras tanto, Riolino fue perfeccionando su voz en los musicales que montaban en el colegio. «Cantaba siempre que podía, pero no compartí mis propias canciones con la gente hasta que tuve dieciocho o diecinueve años». La primera canción que tocó para sus amigos fue precisamente «Lone Ranger», que aparece ahora, diez años después de aquella prueba, como tercer corte de este «todo azul» (o «todo triste», como se prefiera). La canción es una toma de posesión y a la vez una declaración de principios. «Soy una llanera solitaria en este mundo solitario», el mundo solitario de allí, de su tierra, que viene a ser el mismo que el de aquí, el de la nuestra, y quizá más en concreto el del gremio o la industria (igual el suyo y la suya que el nuestro y la nuestra, territorios inhóspitos por naturaleza). Se trata de una apuesta urgente por la independencia que gravita, además, sobre todo el disco. Esto es exclusivamente suyo. Su voz y su música. Ella es la Reina de Espadas del corte cinco. Se acabó lo de ser un guante que otro se pone y se quita a su antojo. Como ella misma dice, «Queen Of Spades» es hacerle la peineta musical a un amante insincero. Y coger la sartén por el mango, claro es. Las armonías, por momentos, como en ese contundente «You», corte diez, que habría hecho las delicias de Phil Spector, convocan reminiscencias de aquellas gloriosas bandas de chicas (pienso en las Ronettes, por ejemplo; el espectro musical de Riolino es apabullante, tiene un bagaje exquisito), con ese maravilloso registro alto, a lo Orbison, que, por momentos, también desempolva los primeros, fascinantes, discos de Neko Case. El disco se grabó en agosto de 2020, en los ya clausurados estudios de Baldwin Street Sound, producido por Aaron Goldstein (a cargo también de la pedal steel y algunas guitarras y percusiones), con toda la banda presente, tocando mano a mano en la misma sala. «Fueron días largos y duros, pero nos lo pasamos de miedo. Es un lujo trabajar con estos musicazos». Casi una terapia. Perfecto para dejar atrás el pasado enojoso, desanclarse del miedo y seguir adelante, mover ficha y a lo que salga. Son muchos los años de experiencias y desencuentros que se filtran en estas once canciones. Bajo las melodías «dulces hasta un punto casi surrealista», hay densidad en las letras. Porque aunque, atendiendo al panorama, pueda resultar de lo más extraño, hay músicos que leen y piensan. Al final se trata de un asunto de crecimiento y sanación. Abandonar la idea peregrina de quién pensaste en su día que tenías que llegar a ser (esos sueños obtusos) y conformarte y sentirte bien con lo que realmente eras y has devenido. Desde luego, ya nunca más la chica de la banda de nadie.

DALLAS BURROW

Blood Brothers

(Subliminal Hymnal Records, 2023)

Parte vaquero, parte indio, parte vagabundo y parte poeta. Natural de New Braunfels, ciudad situada entre los condados de Comal y Guadalupe, en el estado de la Estrella Solitaria. Los inmigrantes alemanes, allá por 1845, lo tuvieron bastante claro cuando el príncipe Carlos de Solms-Braunfels decidió fundar allí su colonia: «In Neu Braunfels ist das leben schöne», esto es, «En New Braunfels la vida es bella», algo que los indios Waco, de la nación Wichita, ya sabían desde hacía tiempo. Al final, no se llevaron tan mal. El joven Dallas Burrow, cercano a la cultura nativa, desde canijo, decidió dedicarse a la música y, quizá porque estaba en el aire o en las aguas del río Guadalupe, algo que ha hecho de la ciudad una suerte de Meca de los compositores y músicos texanos, con la guitarra en ristre, no dudó en lanzarse, en cuanto pudo, a la carretera. Hoy día, cada vez que se sube a un escenario, dedica una parte del concierto a contar una vieja historia de su padre que ilustra muy bien (casi literalmente, como veremos) el modo en que los nacidos en New Braunfels llevan la música en las venas. A principios de los años setenta, en Nashville, su padre, Mike Burrow estaba presentando a Richard Dobson, John Lomax III y Townes Van Zandt en el garito que regentaba con sus hermanos en Elliston Place, cerca del viejo Exit/In (el mítico garito que salía en la película Nashville, de Robert Altman, y donde debutaría Steve Martin antes de hacerse célebre, por citar solo a uno de los muchísimos artistas que han pasado por su escenario; la lista, tal y como consta en el cartel de la fachada frente a la que posa la gente como si fuese Ryman Auditorium, es abrumadora). Pues bien, después de cerrar el bar, su padre y esos tres piezas se montaron una fiesta privada durante la cual Townes Van Zandt insistió en que tenían que hacerse hermanos de sangre para asegurarse, (bendito alcohol y lo que hubiere), de estar vinculados cósmicamente para siempre. A todos les pareció bien (bendito alcohol y lo que hubiere), y quizá por eso, fantasea ahora Dallas, a través de vaya a saber usted qué poder místico e intangible, desde la sangre paterna, le fue transferido el espíritu de Townes Van Zandt (al que venera por encima de cualquier otro artista). Y después de contar la historia de aquellos míticos borrachos de Texas, como no puede ser de otra manera, nobleza obliga, Dallas Burrow se lanza a tocar siempre, al menos, una canción de Townes Van Zandt en sus conciertos. Y por eso, también, al comenzar a concebir el disco que hoy nos ocupa, Blood Brothers, su amigo Jonathan Tyler (que aquí hace, asimismo, las veces de productor), le animó a componer una canción que rindiese tributo a aquella cicatriz que su padre enseñaba a veces, arremangándose la camisa, recuerdo de aquella historia de cruentas batallas de whisky y viejas guitarras, en compañía de los fabulosos «chicos de Texas», la noche en que se hicieron aquellas promesas de fraternidad eterna después de tajarse los brazos con un cuchillo y mezclar sus sangres. Así fue y, al final, la canción que da título al disco, acabaría convirtiéndose en el faro que alumbraría el resto de las canciones del álbum: un homenaje a sus raíces musicales. Burrow, con su voz de barítono, a lo Johnny Cash, canta: «Papá tenía una cicatriz que ni te creerías, / como una historia oculta en la manga. / Dieciséis años tardé en escuchar lo que había detrás […] // Decía que nunca hubiese sucedido de no haber sido por el alcohol». Burrow lleva ya cuatro años sobrio. Ha dejado de ser un nómada ebrio. Ya no es el que fue. Ahora es un hombre de familia, casado y con un hijo. Pero conoce las promesas del alcohol y de la carretera y solo desde la perspectiva de hoy, que casi podría considerarse la perspectiva de un superviviente, ha podido escribir una canción así, glorificando sin aristas a aquellos legendarios trovadores de «las carreteras del corazón gastado». Él estuvo allí y, sí, en efecto, lo lleva en la sangre. Su padre fue el puente que le unió con todos los héroes de su infancia y adolescencia: Townes, claro, pero también Guy Clark, Billy Joe Shaver y Willis Alan Ramsey, su particular santuario o monte Rushmore. En el álbum también hay guiños al blues de honky tonk, algunos vientos de inspiración Stax, y hasta un glorioso Wurlitzer que conjura la época dorada de Muscle Shoals (remendando, incluso, la voz de Dr. John en un tema). El año pasado, cuenta Burrow, tocó por primera vez en Luckenbach, el famoso local de Fredericksburg, Texas. Tocar allí es un rito de iniciación para los músicos de la Estrella Solitaria. Al final del concierto invitó a su padre al escenario para cantar juntos una canción. Fue un momento muy especial. De alguna manera, el círculo se cerraba. Para él fue una representación literal del momento vivido por aquellos gloriosos «hermanos de sangre», durante aquella velada mítica, perdida en la noche de los tiempos. En el disco hay una canción escrita por su padre («X Old Flames»), otra escrita mano a mano con su amigo Charley Crockett («Only Game in Town») y, por supuesto, una versión de su santísimo patrono, «Mr. Mudd and Mr. Gold», amén.

RODNEY RICE

Rodney Rice

(RR01, 2023)

Ya hablamos por aquí en su día, hace un par de años, con motivo de la publicación de su segundo disco, Same Shirt, Different Day (2020), de aquel muchacho de West Virginia, graduado en geológicas, que se ganó el pan recorriéndose el país como instructor de kayak y trabajando en minas, hasta acabar recalando en las plataformas petrolíferas del sur de Texas, donde llegaría a escuchar casi a diario (y sin el casi) las canciones de Billy Joe Shaver (amén) en las máquinas de los bares, al salir del curro, lo que muy probablemente cambió el curso de su vida (junto a la cepa inoculada por aquel lejano concierto de John Prine al que le llevó su hermana de canijo y que le llevaría a decir, años más tarde, esa cosa tan bonita y tan atinada de que «en un concierto de John Prine uno nunca tiene la sensación de estar en la última fila»). La música, en cualquier caso, desde la banda primeriza que formó con su primo, Buford & Pooch, con quien llegaría a tocar poco menos que en todos los honky-tonks de los Apalaches, siempre le había estado acompañado de un modo u otro y, tras tanto bandazo geográfico, llegaría a cosechar una ingente galería de personajes e historias que, en el granero de su mente, aguardarían el momento de habitar una canción. Billy Joe Shaver (cuyo batería, Jason McKenzie, fue quien le allanó el terreno a Rodney para que pudiera meterse en el Congress House Studio a grabar su primer álbum, Empty Pockets and a Troubled Mind) y John Prine fueron los detonantes. Para este tercer disco, homónimo y autoeditado, se ha ido de Austin, Texas, donde grabó los dos primeros, y se ha afincado en East Nashville, seducido por los maravillosos sonidos del Bombshelter, el estudio a cargo de Andrija Tokic y Drew Carroll donde, ya de un tiempo a esta parte, se están metiendo a grabar los mejores, gente como los Alabama Shakes, los Banditos, Caitlin Rose, Courtney Marie Andrews, los Deslondes, Ian Noe, Jeremy Albino, John R. Miller, Kashena Sampson, Luke Bell, Margo Price, Langhorne Slim, Sam Doores, Tré Burt, Spencer Burton y tantísimos otros. El tesón y el aguante son cualidades que Rodney Rice ha adquirido por lo duro en los ríos de aguas bravas y las nieves de Colorado. Estar en conexión con la naturaleza (no abrazando árboles ni plantando zanahorias, sino tomándole el pulso a la intemperie y retándose en cada recodo) hace que su mente, su cuerpo y su espíritu se mantengan alerta en todo momento. «Esas actividades en lo salvaje son a veces físicamente exigentes. Las condiciones pueden llegar a ser extremas (cuerpo), frío y lluvia, pero hay que mantenerse centrado en la dinámica de la situación (mente), en lugares donde uno no es más que una mota de polvo en la montaña, o una gota en un río (espíritu)». Habilidades que uno no pierde cuando regresa a su sofá o al taburete de su bar predilecto. Rodney Rice afirma que cuando la vida te exige y es incómoda (la vida del artista independiente es básicamente exigencia e incomodidad), toda esa experiencia te enseña a mantenerte centrado en lo que te traes entre manos. Esa perseverancia ha de ser la base de todo artista independiente que se precie. La industria, lo que queda de ella, te lo pone difícil, pero eso hace ya mucho tiempo que no ha de disuadir a nadie. No es excusa. Puedes sentarte a esperar o a lloriquear, como hacen los pusilánimes en sus redes sociales, o puedes currártelo sin cuartel, aunque no haya la menor certeza ni expectativa, aunque sea boxear muchas veces con tu sombra. Y él, como sus maestros, a base de deslomarse en los rápidos y de pasar frío en las cumbres, está versado en captar los destellos fugaces de los momentos emocionales de la vida y transformarlos en canciones que evocan nuestros sentimientos de desesperación y esperanza, de amor y pérdida, nuestro múltiple común denominador. Sus personajes, con sus desvelos y sus dificultades, nos recuerdan a gente que conocemos, a este o aquel vecino, y ese es su principal magisterio. Lo cotidiano se vuelve excepcional e insólito. Para este álbum las coordenadas han sido la muerte de unos abuelos entrañables, la pérdida de una mascota querida, la extenuante monotonía de la carretera y la gozosa celebración del matrimonio. Su sentido del humor sigue siendo su principal baza. «Rabbit Ears Motel», con el sonido vibrante de la Telecaster y su steel guitar, hará las delicias de todo aquel que se haya hospedado alguna vez en un motel de carretera con cartel de neón parpadeante y piscina vacía. Mero botón de muestra de un álbum excepcional que no baja el listón ni por un segundo. Nueve canciones y treinta y cuatro minutos de gloria bendita.

BILLY GRAY

Nowhere to Go (But Out of my Mind)

(Sundazed, Americana Anthropology, 2023)

Junto a las tempranas emisiones de radio de Jackie DeShannon, bajo el nombre de Sherry Lee, grabadas por su madre, y el disco de 1966 de los Kentucky Colonels, la buena gente de Americana Anthropology, sello de Sundazed, sigue con su laborioso y paciente rescate de joyas del pasado y nos brinda ahora este maravilloso Nowhere to Go (But Out of my Mind) del grandísimo Billy Gray. De allí mismo, de donde Travis Henderson se había comprado una parcelita en mitad del desierto que enseñaba en una foto a su hermano en Paris, Texas, de esa misma localidad que luce esa delirante réplica de la Torre Eiffel coronada con un sombrero rojo de cowboy que los tornados, muy razonablemente, tienen a bien desbaratar cada vez que se les presenta la ocasión, de esa misma pequeña ciudad del condado texano de Lamar, Paris, a escasos kilómetros al sur de la frontera de Oklahoma, es oriundo Billy Gray, perfecta personificación de la música country, el western swing y el espíritu honky-tonk de Texas. Vio la luz allí en 1924 y, desde los doce años, se estuvo deslomando en los campos de algodón, después del colegio y en verano, para comprarse su primera guitarra que, como dictan los cánones, aprendió a tocar sin ayuda de nadie, por su propio celo, esfuerzo y facultades, lo que muy pronto le llevaría a ganar un concurso de talentos en una emisora de radio local. A los diecinueve ya había formado su primera banda, Billy Gray & His Echo Mountain Boys, y no tardaría en trasladarse a Dallas, donde todo se dispararía. Talento + Destino = Verse de Pronto Abriendo y Calentando el Escenario para Hank Thompson en el Cotton Club de Lubbock, quien no duda en contratarlo para reinventar el sonido de su banda y ejercer de líder del combo. Ambos darían lugar a un western swing muy particular que los haría destacar por encima de las demás bandas del género que fatigaban los escenarios: Hank Thompson and the Brazos Valley Boys (que incluiría, más adelante, al inmenso Merle Travis, uno de los guitarristas más influyentes del siglo pasado). La banda haría historia en el circuito de los salones de baile y los clubes nocturnos, tal y como se estilaba entonces, con sus doscientos cincuenta bolos al año y sin bajar el listón (cifra que amedrentaría a los músicos desaplicados y remolones de hoy en día, que gastan más tiempo en promocionarse por las redes con sus soberanas soplapolleces, enumerando y celebrando escuchas en plataformas de mierda, que en tocar o, en buena parte de los casos, en aprender a tocar, siquiera decentemente). En marzo del 54 se mete con la banda en los estudios de Capitol de Los Angeles. El último día, Hank Thompson, contrata una sesión para grabar aparte unas demos de Billy con una muchacha de dieciséis años que Hank había descubierto dos años antes en un programa de radio en Oklahoma City: nada menos que Wanda Jackson. Cuando Paul Cohen, director de Decca Records, oye la cinta, se apropia al instante de Billy y Wanda para su sello. «You Can't Have My Love» los lanza a lo más alto de las listas de música country y, al poco tiempo, con su nueva banda, Billy Gray and The Western Okies, continúa marcando hitos durante las giras organizadas por el Grand Ole Opry, encabezando el cartel junto con June Carter y Cowboys Copas. Fueron dos años de no parar. Luego vendría Billy Gray & The Nuggets, con su propio programa de televisión en Fort Worth, Texas, y sus bolos en Las Vegas, donde llegarían a abrir para Willie Nelson en la gira promocional de su primer disco, And So I Wrote. Luego se haría cargo de la banda de Ray Price. Imparable. Parece estar en todas partes. Y crea una nueva banda, esta vez: Billy Gray and The Cowtowners, por la que siguen pasando músicos que luego triunfarían y se convertirían en referentes. Ray Benson, de Asleep At The Wheel, heredero de todo aquello, lo recuerda siempre al hablar de sus influencias: «Todos los músicos que alguna vez hemos admirado, habían pasado alguna vez por la banda de Billy Gray». Su estrella ni siquiera se apagó en la época del outlaw y aquel artefacto que llamaron country alternativo. El honky-tonk de Texas vivió un resurgimiento y los rockabillies siguieron adorándolo en la sombra. Aunque él no viviría para verlo. Falleció de un ataque al corazón a principios de marzo de 1975, con cincuenta años, los que yo cumplo hoy (sin terrenito ilusorio en Paris, Texas, que enseñarle a mi hermano al aparecer un buen día perdido en mitad del desierto, ni Nastassja Kinski detrás de un cristal, ni banda a mi cargo). Más adelante, pese a su más que evidente influencia en todo lo que suena hoy en los saraos western de Texas, vendría el olvido, el anonimato y la oscuridad. Su música llevaba, hasta hace unas semanas, más de cincuenta años desaparecida del mercado. Ahora ha vuelto, en vinilo y CD, gracias a los rescatadores del bendito sello de Hillsborough, Carolina del Norte, aunque lo cierto es que nunca se había ido del todo. Su legado es inmortal, más allá del soporte de turno. Está en el alma de Texas. Forma parte de su banda sonora. Es casi, casi, un sonido primordial. Todos bebieron de aquella fuente. Poco menos que la piedra de Rosetta.

AGS CONNOLLY

Siempre

(Finstock Music, 2023)

Te lo digo y te lo crees, porque me tienes mucha fe, de lo contrario me dirías que a otro cándido con ese cuento. Y el cuento es que aunque el acordeón de Michael Guerra se haya grabado en los Blue Cat Studios de San Antonio, Texas, y el violín de Billy Contreras en los Sidekick Sound de Nashville, Tennessee, Ags Connolly, como quizá pudiera sospecharse por su apellido (forma anglificada del gaélico Ó Conghaile, «descendiente de Conghal», esto es «de sabueso valiente», o, como dicen otros, de Ó Conghalaigh, «descendiente de Conghalach», una derivación de Conghal), es natural de West Oxfordshire, Reino Unido, donde uno ha de sentirse forzosamente como un cowboy de Leningrado (que es como me siento yo, y quizá tú también, cada vez que entro en un garito o voy a casa de alguien), y el grueso del disco se ha grabado en los estudios Woodworn, en mitad de la campiña inglesa, con músicos londinenses. Por aquí, Ags Connolly ya nos encandiló en 2014 con su ópera prima, How about Now, acodado a esa barra de bar de ensueño, con fotos enmarcadas de todos sus héroes (que son los nuestros), pero con este, Siempre, su cuarto álbum, la pirueta ha alcanzado la perfección. Contra patrias, brexits, o cualquier otra barrera con la que uno pretenda cercarse y definirse (porque quizá su vida sea un vacío y, ya se sabe, «cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo», vamos, que da por culo), puede que al final todo sea mucho más sencillo y sentimental y uno no sea más que de la música que escucha (y puede que de la cerveza que beba). Un vaquero a orillas del río Thames (léase Guadalquivir o Manzanares), esta vez incluso fronterizo, más texano que los de allí, incluso. No en vano, su nombre consta ya, con todos los honores, entre lo más destacado del podio de aquello que Dale Watson inauguró y bautizó en su día como Ameripolitan, un movimiento musical de raíces que se aleja de la moderna encarnación de la música country que inunda las radios con sus sonidos de pop y rock de pacotilla. El country que bailan los tontos, para entendernos. Un movimiento que apuesta por lo auténtico y que vendría a abrazar las cuatro grandes subcategorías tradicionales: honky-tonk, western swing, rockabilly y outlaw. Ags Connolly se crio con el rock and roll de los años cincuenta (¿hay otro?), junto a los inevitables Beatles y Stones de su tierra. Su padre era un habitual del viejo Marquee y de la calle Waedour. Su madre era más campestre, aunque esa música nunca se pinchase en casa. Fue precisamente la sensibilidad country de Buddy Holly, ese exquisito fondo de armario, lo que le sedujo desde el minuto uno. Ags quería escribir sus propias canciones, y sus referentes, en ese sentido, fueron en un primer momento Loudon Wainwright III y Ron Sexmith, pero la cosa se disparó tras asistir en 2009 a un taller impartido con el gran Darrell Scott en Nashville, dinero bien gastado. Aquello le hizo ganar confianza. Se empezó a tomar el asunto muy en serio. Ya no tenía que soslayar su verdadera patria. Y su verdadera patria no era otra que David Allan Coe, Johnny Cash, Johnny Paycheck, Guy Clark, Robert Earl Keen y Chris Knight (está visto que somos paisanos). Ni «Americana», ni disfraces para aliviar el bochorno tipo «Nuevo Tradicionalismo». Country y punto. La corbata de bolo, la camisa western, su buen sombrero y sus camperas. Y así empezó todo, muchas actuaciones tabernarias por los alrededores de Oxfordshire, primero con bien de versiones, claro, si no a ver quién se sube ahí arriba, pero poco a poco inoculando temas propios, con su acento difícil de localizar, en un terreno completamente inhóspito para su estilo, hasta radicar en este cuarto álbum, que ya es puro Tex Mex, con su bajo quinto, su dobro, su acordeón y su violín, y con los Texas Tornados resonando en cada corte, claro, su banda favorita. Valses de bareto. Baladas. Polkas. Sabor fronterizo. Gringos, caballos, señoras, bandoleros (en cursiva porque aparecen en castellano en el original, como quien dice), cerveza, tequila, baile, partidas de billar y coches destartalados. Y esa cosa de haberse curtido en terreno yermo que le llevó a decir en cierta ocasión que si te lo encuentras solitario a última hora en la barra de un bar, velando su whisky, mejor no te acerques a importunarlo. «No soy alguien al que quieras conocer cuando el whisky y los recuerdos están en plena floración». Lo que me lleva a pensar de nuevo que si no fuera porque Dios no quiso darme el don de la música, podría estar seguro de tener un doppelgänger en Oxforshire. Dado que no es así (lo del talento para la música), lo dejaremos en «un hermano» o, como ya dije antes, «un paisano».

BRENT COBB

Southern Star

(Buddy Records & Thirty Tigers, 2023)

De pequeño, dice Brent Cobb, se te advierte bien advertido que, si te pierdes ahí fuera, lo que tienes que hacer es calmarte y localizar la estrella polar, la estrella del Norte, que te ayudará a encontrar el camino de vuelta a casa. Bien, pero resulta que Brent Cobb es de Georgia, así que en sus extravíos nunca ha buscado la luz de esa estrella prestigiosa, sino que se ha dejado guiar, y lo sigue haciendo, por la única estrella concebible para él, la estrella del Sur. Este álbum, dice, las canciones, los sonidos, los músicos…, es producto del lugar del que procede, tanto musical como ambientalmente (musa y hogar). Desde el punto de vista histórico, y hasta hoy mismo, el Sur es el territorio del que han salido los artistas más influyentes del mundo. La música, tal y como la conocemos, no existiría sin el Sur de Estados Unidos. Y, más específicamente, sin los estudios Capricorn de Macon, Georgia (Allman Brothers, Marshall Tucker, Charlie Daniels…, todos los pioneros del rock sureño, pero también cantantes de soul, leyendas del country y viejos bluesmen; de quienes él ha mamado hasta las heces, desde que era un renacuajo, para confeccionar ese estilo propio que, a falta de una etiqueta oficial, él ha optado por denominar «sureño ecléctico»), los estudios, decía, en los que se ha metido, junto con una panda de músicos locales, para autoproducirse y grabar las diez canciones de este impecabilísimo Southern Star. Dice que se trata de un lugar vibrante a la vez que sentimental. Sencillo y complejo. «Aquí están sucediendo un montón de cosas y a la vez no pasa nada. Están todas esas culturas sureñas, entremezcladas. Otis Redding y Little Richard eran del mismo villorrio de Georgia. Igual que los Allman Brothers. James Brown y Ray Charles crecieron un poco más abajo. Y todos esos sonidos reflejan el Sur auténtico, una música que ha influido en todo el mundo. En mí, desde luego». Y se siente más que orgulloso de poder aportar su granito de arena para que esa estrella sureña siga brillando. En el disco, además, sin comerlo ni beberlo, Brent Cobb nos brinda la que muy bien podría ser nuestra biografía sentimental de los últimos veinte años. En «When Country Came Back To Town» describe pormenorizadamente, mejor que en un ensayo de doscientas páginas, en cinco minutos y siete segundos, el surgimiento renovador e ilusionante del country independiente que vino a dignificar y vivificar lo que la industria y los nuevos hábitos de escucha (quizá habría que entrecomillar mucho lo de «escucha») parecían haber masacrado. Habla de sí mismo, claro es, pero también habla de nosotros, al menos de aquellos que permanecimos atentos, deslumbrados y ansiosos ante todo lo que estaba sucediendo de espaldas al establishment (o, como lo traduciría nuestro grandísimo Torrente Ballester: del cotarro). Nos empieza contando que él estuvo allí cuando Shooter Jennings rebobinó el sonido como un cassette (no en vano, su hermano, Dave Cobb, fue el que produjo el Put the “O” Back in Country, en marzo de 2005, aquel álbum que lo cambiaría todo), y también en la reaparición (y metamorfosis) de Jamey Johnson con la ya mítica «You Can't Cash My Checks», en los tiempos en los que Jason Cope seguía vivo, tocando con Leroy Powell, «haciendo que rimase todo lo redneck». Después de eso, Brent Cobb se mudó a Nashville y nos recuerda en la quinta estrofa que por entonces todo el mundo quería ser Cody Canada, Ryan Bingham o Hayes Carll. Pero claro, nadie cantaba como Brandi Carlile ni escribía canciones como Nikki Lane. Y entonces llega ese momento en que Sturgill Simpson se sube a la High Top Mountain y el country vuelve a la ciudad por la puerta grande. «Más allá de las pickups y las carreteras comarcales, / casi podías oírlo, / aunque suave como un susurro entre los pinos. / Hay quien dice que nunca se fue y hay quien dice que ha sido salvada, / hay quien dice que, como pasa con todo, ha cambiado con el tiempo. / Bueno, lo que está claro, y a mí me alegra haber estado presente, / es que la música country ha vuelto a la ciudad». En el abismo cada vez más grande entre lo comercial y el arte, sigue cantándonos Cobb, ahí tenemos a gente como Miranda Lambert, manteniendo el ritmo en su corazón, «junto a Chris y Morgane y Kasey Musgraves», para acabar diciendo (y podríamos estar diciéndolo nosotros mismos): «Y aquí estamos ahora, dieciocho años más tarde, con una lista kilométrica / con nombres como Childers, Jinks, Price y Whitey, / Hood, Shook, Cook, Cauthen y Combs. / Dios sabe que es imposible nombrarlos a todos, / pero, joder, ahí arriba están Isbell, Eady, Patton, Moonpies, Turnpike, Colter y Crockett. / Y esto es un no parar y seguirán lloviendo nombres hasta que los libros de historia se hagan eco / de todos aquellos que ensillaron sus caballos y condujeron la música country de vuelta a la ciudad». No se podía decir mejor ni de forma más expeditiva. Fuera cenizos y agoreros. Esto está muy vivo y, como muy bien afirma Cobbs en la canción anterior, «Devil Ain't Done» —partamos de que estamos hablando de música del diablo—, si siempre son los buenos los que se mueren pronto —los aseados del pop y sus excrecencias, esto ya es mío, excúsenme—, a nosotros nos va a quedar aún mecha para rato. Ya se sabe: bicho malo nunca muere. Lo demás (ese ruido) es flor de un día. Por algo se llama música de raíz.

BEN DE LA COUR

Sweet Anhedonia

(Jullian Records, 2023)

En otro octubre, hace cinco años, dábamos cuenta por aquí de las peripecias de aquel boxeador amateur nacido en Londres y criado en Brooklyn, que se curtió en Cuba hasta colgar los guantes y ponerse a recorrer la vieja Europa en una furgoneta con su vieja banda de metal (Dead Man's Root) hasta recabar de nuevo en Estados Unidos, empapado en bourbon, primero en Nueva Orleans y luego en Nashville, hasta grabar aquel disco que reseñamos entonces (su tercer álbum), The High Cost of Living Strange. Desde entonces a hoy, hubo otro disco en medio, el oscuro Shadow Land (2020), recién salido de rehabilitación, recién salido de pagar «el alto coste de vivir raro», para el que se reunió con su hermano y una panda de desconocidos en Winnipeg, Canadá, en pleno invierno, para grabar unas cuantas canciones sobre amantes perdidos, ladrones de bancos, suicidas, trastornos mentales, billares endemoniados y asesinatos. El regreso del viejo «trovador» que, a diferencia del «cantautor», como alguien distinguía por ahí refiriéndose a él, no se limita a ser sensible, refinar su alma y compartir sus vivencias con el mundo, sino, simplemente, y no es poco, procura no acabar entre rejas. Y ahora, tres años después, desembarca con esta auténtica barbaridad, esta nueva colección de folk oscuro, esta vez producido por el gran Jim White (no menos perito en oscuridades) y acompañándose de las voces de tres de nuestras artistas más queridas (y habituales de estas líneas): Becky Warren («Numbers Game»), Emily Scott Robinson («Sweet Anhedonia») y Elizabeth Cook («Shine on the Highway»). Que nadie se llame a engaño. El propio Ben se asegura de remarcarlo siempre que puede: «la música folk tiene una larga tradición de oscuridad, y de oscuridad yo voy sobrado». Música de rincones sombríos y personajes tenebrosos. Él no solo canta sobre ellos, también los ha padecido, ha estado allí y ha sido uno de ellos (quizá uno nunca deja de serlo; la sombra, una vez invocada, permanece latente y tiene el sueño ligero) y no tiene apuro en airear sus demonios. No en vano, su página web se abre con una cita de Carl Jung: «Hasta que el inconsciente no se haga consciente, el subconsciente dirigirá tu vida, y tú lo llamarás destino». Ben reconoce que el álbum de Jim White, Wrong-Eyed Jesus! or The Mysterious Tale of How I Shouted Weong-Eyed Jesus! (1997), con aquella mezcla espiritual de Flannery O'Connor y Tom Waits a la hora de diseccionar el Sur de Estados Unidos (puro Gótico Sureño), le ayudó mucho en una época especialmente inmunda. Siempre había sido fan de su música así que, según confiesa, lo rastreó y acampó, prácticamente, frente a su casa hasta que aceptó producirle este descomunal Sweet Anhedonia. «Creo que aceptó para que le dejara en paz». La lucha con los fantasmas ha continuado desde el disco anterior pues, como apuntábamos antes, por mucho que uno se blinde, una vez emprendida, se trata de una lucha incesante. Ha fatigado instituciones y ha alcanzado una cierta claridad, tanto en su vida, como en su acercamiento a la música. Ha adquirido una cierta empatía con las luchas de los demás, y esa empatía, imprescindible como autor, aporta en este nuevo álbum un poco de luz y redención a tantísima sombra. Él cita claramente sus influencias: Townes Van Zandt, Nick Cave («Shine on the Highway» casi parece un descarte del Murder Ballads, con su toque Leonard Cohen en los coros), Raymond Carver y Toni Morrison (de pequeño, decía en una entrevista, quería ser bibliotecario, su mayor fuente de inspiración ha sido siempre la literatura, más que la música —y se nota en las letras: «Aquí en las llanuras no suceden muchas cosas, / apenas fantasmas de bisontes y una nieve interminable, como el dolor. / Aquí hay gente que se hace vieja y gente que se vuelve extraña […] La puerta del cielo está cerrada por dentro.»– y siguió manteniendo ese deseo o sueño libresco, «hasta que descubrí las drogas», según le reveló a un periodista). Sweet Anhedonia, su quinto álbum, no me cabe la menor duda, va a marcar un antes y un después en su carrera. Jim White no produce a cualquiera. Es un disco, en efecto, que podría decir lo mismo que le decía Humphrey Bogart en El sueño eterno a Carmen cuando esta le decía lo guapo que era: «Sí, y cada minuto que pasa lo soy más». Y es que así es, con cada nueva escucha, este disco, estas canciones, brillan más. Imposible no caer rendido a sus pies, como la Bacall.

GREGORY ALAN ISAKOV

Appaloosa Bones

(Suitcase Town Music & Dualtone, 2023)

Hasta Boulder, Colorado, donde ahora parece que piensa quedarse quieto (es un decir, porque no para de girar, de la granja al escenario), hay mucha peripecia. Primero hay un abuelo lituano, judío, que vuela a Sudáfrica durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, en Johannesburgo, nace en octubre de 1979, Gregory Alan Isakov, aunque emigra con su familia en 1986, durante el apartheid, a Estados Unidos, donde su padre consigue fundar un negocio de ingeniería electrónica en Philadelphia. Ya entonces el chaval se maneja muy bien con la guitarra y el banjo. A los dieciséis años monta una banda y empieza a hacer bolos. Luego se muda a Colorado a estudiar horticultura en la Universidad Maropa (la que tan bien acogió en su día a los poetas beat, que dejaron su impronta, claro: The Jack Kerouac School, la Biblioteca Allen Ginsberg…) y consigue trabajo de jardinero. Intercala ambas cosas, la música y la horticultura. Sus canciones tienen algo de cuidadosa jardinería. Aún hoy, en su granja de Boulder, lo primero es lo primero, esto es: la huerta y el jardín, y luego ya lo demás, la música y el resto (él ya hacía pan antes de la pandemia). Su carrera musical alzó el vuelo cuando empezó a girar con Kelly Joe Phelps. En 2013 crea su propio sello independiente, Suitcase Town Music, en el que saca su tercer álbum de larga duración, el muy celebrado The Weatherman (grabado en soledad, en la tranquila ciudad montañosa de Nederland, Colorado y en el que colaboraría Nathaniel Rateliff en las voces). Desde entonces sus canciones han ido apareciendo en varias series: Californication, The Blacklist, Girls, La maldición de Hill HouseAppaloosa Bones es su primer álbum en cinco años. Con la pandemia de por medio y mucho tiempo para pensar y conducir en su Toyota del 86 por las montañas de Colorado (escuchando, casi exclusivamente, The Ghost of Tom Joad, una de las pocas cintas, sí, cintas, ni siquiera CDs, que lleva en la camioneta). Grabó treinta y cinco canciones en su estudio, de las que ha salvado once. Quería hacer un disco que fuera muy básico, muy esqueleto, muy de ir a lo esencial (en sus propias palabras: un folky, small lo-fi rock 'n' roll record). Dar un paso atrás después de la inmersión profunda en los complejos arreglos orquestales de su álbum anterior, Evening Machines (o del anterior al anterior, con la Sinfónica de Colorado). Quería una cosa más cruda. Y como ha dicho recientemente Chris Ingalls, «basta con una primera escucha para darse cuenta de que ha fracasado estrepitosamente en su plan, dada su elegancia y su belleza»; el disco posee una suerte de delicada exuberancia y está tan afanosa y cuidadosamente construido (con la paciencia de quien ha cuidado y cuida ovejas, y planta cosas), que no puede considerarse básico o despojado ni por el forro. Están los toques de country y folk a los que Isakov nos tiene acostumbrados, pero todo ello sometido a unos arreglos atmosféricos, casi cinematográficos, algo oscuros, con pausas y espacios, muy próximos a los acometidos por M. Ward o los últimos trabajos de Josh Ritter. Reverbs cavernosos con banjos y ukeleles entretejidos con frases de piano Rhodes, pedal steel y viola, y la voz grave de Isakov, disparando sus fabulosos versos, una música perfecta para perderse por las carreteras secundarias de las Rocosas (o de las montañas que te queden más a mano). Artistas de circo del siglo XIX, los vastos cielos del Oeste, caballos fiables, vaqueros tristes y amantes fugitivas. Esos son sus temas. Su nicho. Hay siempre algo táctil y evocativo. Más una cuestión de paisaje, en singular, que de canciones o historias. Repertorio de fuego de campamento. Repertorio de hacer un alto en el camino. De escuchar. Con la agitación y la velocidad de los días, casi parece música de otro planeta. Él mismo reconoce que se siente como en una caverna. Últimamente ha estado escuchando mucho a Sierra Ferrell, es fantástica, pero no se entera de lo que pasa más allá del cerco de sus montañas. No está muy al tanto. Su novia siempre parece estar diciéndole: «Puede que ya sea hora de que cambies ese disco de Townes Van Zandt. Lleva ya cuatro meses sonando sin parar». Y él sabe que tiene razón. Así que se acerca al plato y le da la vuelta al vinilo.

LOGAN HALSTEAD

Dark Black Coal

(Logan Halstead Records & Thirty Tigers, 2023)

Lo de Richard Thompson me cogió completamente desprevenido. A estas alturas, todo el que siga este blog sabe que en esta casa, cualquiera que emprenda una versión de «1952 Vincent Black Lightning», nuestra canción favorita de lunes a viernes (el fin de semana le corresponde a «Clay Pigeons» de Blaze Foley, aunque hay semanas en que es al revés), tiene el cielo ganado. Al comprar el disco, ni me fijé en los títulos de las canciones. Y, de repente, después de ocho temas, con guitarra, mandolina y poco más, Red Molly le suelta a James eso de: «Vaya moto buena que te gastas, ¿no?, cualquier chica se sentiría especial ahí montada», y, claro, tuve que soltar un alarido y abrirme otra cerveza. El disco ya me había seducido desde el primer corte, «Good Ol'Boys with Bad Names», pero, con esta sorpresa del viejo Thompson a bocajarro, Logan Halstead se ha ganado un puesto destacado en mi Hall of Fame. Y, para rematar la jugada, en el siguiente tema, «Uneven Ground», va y se le une otro de nuestros ídolos de la nueva hornada, Arlo McInley, una asociación que no puede ser más lógica, evidente y perfecta. El álbum, como queda de manifiesto en la ilustración de la cubierta y en el mismo título, es 100% Appalachia, minas de carbón, mineros, dolor, OxyContin y poca esperanza. Territorio Ann Pancake. Tierra vencida. Logan Halstead, nacido en el condado de Powell, Kentucky, y criado en el condado de Boone, West Virginia (el condado de Jesco White, nada menos, el puto «Dancing Outlaw») que acaba de sacar este disco con tan solo diecinueve años (aunque ya parece un minero avezado y bastante jodido), dos años antes se había hecho viral, con cerca de doscientas cincuenta mil visitas en apenas cuatro días (y subiendo), con un vídeo para Radio West Virginia que colgó en su página de Facebook en el que interpretaba la canción que da título al álbum: «Dark Black Coal». Da un poco de vértigo, parece que fue ayer cuando celebrábamos la aparición ilusionante de Tyler Childers, y ya le ha salido un vástago, un digno heredero, no hay reseña ni entrevista en la que no se les relacione. Nos hacemos viejos, esto es así. Pero da gusto ver que la mina está muy lejos de haber sido explotada. Logan Halstead es el ejemplo más reciente. Siguen apareciendo vetas. Él mismo es el primer sorprendido de verse donde se ve. Hasta hace nada, como quien dice, él era un chaval de Metallica, Deep Purple y Black Sabbath. Rock and Roll y metal, y por supuesto Waylon y Merle, que están siempre por encima de todo. Pero claro, en la época que le ha tocado vivir, el country es Jason Aldean y Luke Bryan, mierdas así, mucha soplapollez sobre camiones y cervezas, música de encefalograma plano. Y es en medio de ese panorama donde surge él, un panorama condenado al silencio. «Nadie habla de nosotros», con «nosotros» se refiere a la gente de su terruño. Pero vivir en esa penuria, rodeado de tales tribulaciones, es lo que le ha dado esa «sabiduría sobre la vida, si quieres llamarlo así». Él lo tiene claro y lo transmite su voz: «Tuve una infancia de mierda, pero no la cambiaría por nada». Sus canciones nacen precisamente de esa tensión entre el orgullo, el sentimiento de pertenencia y el anhelo por algo mejor. Al oír a gente como Sturgill Simpson, Tyler Childers y Nick Jamerson cantar sobre esa zona y esa desdicha, dignificar esas vivencias, se dio cuenta de quién era y de lo que quería hacer. «Vale, no está mal ser quien eres, un chaval pobre de los Apalaches que no sabe más que de carbón». Paletos descalzos y desdentados, así los ven desde fuera, pero eso está cambiando. La gente está empezando a escuchar sus historias. En sus canciones hay mucho de esa lado oscuro: la minería, las drogas, la pérdida y los estragos. Pero hay también un humor negro (humor de carbonilla) y el mero hecho de poder cantarlo, de sacarlo a la luz en un disco como este, ya es un paso hacia la salida (el canario sigue vivo en el túnel). «Tengo tendencia a hacer que una canción muy triste suene alegre o divertida —dice—. Tengo letras oscurísimas». Lo suyo, como dice en «Mountain Queen», es «bailar en la oscuridad siguiendo la melodía de un banjo». Un nuevo flautista de Hamelín para las ratas de las minas de los Apalaches.

ABE PARTRIDGE

Cotton Fields and Blood for Days

(Skate Mountain Records, 2017)

Junto a la revista No Depression, la publicación digital The Bitter Southerner es otro de nuestros evangelios. Otra de las fuentes a las que acudimos recurrentemente a apagar nuestra sed. En 2018, al año de la publicación de este disco, Tony Paris le dedicaba a Abe Partridge un extenso artículo. No sabíamos quién era. Flechazo inmediato. Primero por los títulos de sus canciones: «Ride Willie Ride (or thoughts I had while contemplating both the metaphysical nature of Willie Nelson and his harassment by the Internal Revenue Service)», «I Wish I was a Punk Rocker», «Our Babies will never grow up to be Astronauts», «Prison tattoos» o «Satan Your Kingdon Must Come Down», por citar solo cinco. Y, luego, su voz, claro. Tenía treinta y siete años cuando sacó el disco y su voz, en efecto, ya parecía la de alguien que se había pasado treinta años, desde los siete, fumándose tres cajetillas diarias (de Ducados, aunque en Mobile, Alabama, no se estile) y, como dice Tony Paris, tomándose, además, un chupito de whisky después de apagar cada colilla, lo que vendrían a ser sesenta chupitos, para que se hagan una idea, teniendo en cuenta que de una botella normal de 0,75l salen, sin apurar, quince chupitos de 50ml (me lo confirma una amiga que se ha pasado media vida atendiendo a barflies) estaríamos hablando de cuatro botellas diarias, que no está nada mal…, y es a eso precisamente a lo que me refería, imagínenselo, ese tipo de voz. Desde adolescente, el joven Abe estuvo rebotando de iglesia en iglesia, en busca de la verdad, estudiando la Biblia y ayudando a difundir la Buena Nueva. Lo suyo era el punk, pero en las iglesias la cosa se estacionaba en el rock. Allí oyó mucho blues de los años treinta y mucha música hillbilly. Su primer instrumento fue el banjo. Le vino de su pasión por Roscoe Holcomb y Doc Boggs. Y los Stanley Brothers, en su vertiente más oscura. Música que, en su día, fue del diablo. Son House y compañía. Se casó, se hizo predicador baptista y tuvo dos vástagos. Con veintiséis años se recorrió el sureste de Estados Unidos de cabo a rabo, frecuentando carpas de reavivamientos y reuniones parroquiales a la orilla del río, vocero de la palabra de Dios; luego se adentró con su familia por los caminos más inhóspitos de los Apalaches, en las colinas orientales de Kentucky, con su oratoria de fuego y azufre, a cargo de su propia iglesia fundamentalista, con su consiguiente vecindad con la manipulación de serpientes y la estricnina (conoció a alguno de los personajes que salen en Salvación en Sand Mountain, el libro de Dennis Covington, Dirty nº15, como Jaime Coots, de cuya muerte por mordedura de serpiente se enteraría por el libro). Cada vez más solo, más perdido y más confundido. Hasta que, un buen día, se vio hundido en un lugar muy oscuro. Cayó en una profunda depresión. Partridge entendió que había llegado el momento de pensar en sí mismo, en su propia salvación, de olvidarse un poco de su grey. Y encontró la vía de escape en la música que en su día se vio forzado a abandonar. Vivían en un pueblo perdido en mitad de los Apalaches, pero gozaban de una buena conexión a internet. En YouTube, Bob Dylan le llevó hasta Townes Van Zandt y Blaze Foley, y de ahí a Steve Earle. Y vio la luz. Cuanto más triste fuese la canción, mejor le hacía sentir. Empezó a escribir sus propios temas. Y a pintar. Fue como empezar de cero. Una mañana, cargó todas sus pertenencias en un remolque de U-Haul, metió a su mujer y sus hijos en el Mercury, y volvieron a casa (de su madre). Encadenó una serie de curros de salario mínimo (trabajos de mierda, para entendernos), porque de la música no se vive, y acabó uniéndose a las Fuerzas Aéreas. Tres años (que incluyeron misiones en la Operación Libertad en Irak y la Operación Libertad Duradera de Afganistán). En el desierto volvió a tocar fondo. Era una guerra infame y sin honor. Al regresar a Alabama decidió que la música y el arte serían sus prioridades. Siguió trabajando como ingeniero aeronáutico, porque de la música se seguía y se sigue sin vivir, y empezó a tocar en todos los clubes, garitos y honkytonks donde lo dejaban desenfundar la guitarra. «La primera vez que me subí a un escenario, no tenía ni idea de cómo iba a ser recibido, y casi me ahogué de ansiedad. Subí preparándome interiormente para el oprobio. Canté mis tres únicas canciones, y la gente se volvió loca». Sacó su primer disco en 2015, White Trash Lipstick, pero sería con el siguiente, el que hoy reseñamos, Cotton Fields and Blood for Days, donde se produciría el exorcismo y plantaría cara a sus demonios. Como muy bien apuntaba Tony Paris en su fantástico artículo, en su primer álbum no había inocencia y, en este segundo, no hay salvación. Puro gótico sureño. Un aguardiente en el que se conjuran, como han dicho también por ahí, imágenes del Tom Waits de la época en que se dedicaba a calentar taburetes de bares infectos. En definitiva, la música de un hombre que ha bajado a los infiernos y ha vuelto para cantárnoslo. Y de un excepcional escritor que flirteó con las serpientes.

MILES MILLER

Solid Gold

(Easy Lovin Records & Thirty Tigers, 2023)

Lo habíamos estado oyendo, sin saberlo, en muchos de nuestros discos favoritos, bullendo al fondo, en la retaguardia, echando carbón al fuego, dándole candela. Suyo es, en parte, «el sonido metamoderno de la música country», que auspiciara Sturgill Simpson en 2014, con Dave Cobb a cargo de la producción. Es natural de Versalles, pero de la Versalles de allí (Versailles), no de la que llegaría a ser célebre capital de un Reino, hoy travestido en elegante suburbio parisino, sino de una pequeña aldea, encantadora si se quiere, del viejo Kentucky. Ya en el instituto del condado de Woodford empezó a atormentar a los vecinos, a veces pasa hasta en los mejores pueblos: les había brotado un baterista. Su padre era director musical de la vieja iglesia. Cuando el niño aporreador cumplió los catorce le dio su primer trabajo: quemar sus ardores poniéndose al frente de la batería de la misa de los domingos. Cuatro años de percusión beata y contenida. Todo cambiaría de la noche a la mañana en la universidad de Belmont, en los dos semestres que tuvo de profesor a Zoro, el batería de Bobby Brown y Lenny Kravitz. Pasó de tocar de brazo a tocar de mano y muñeca. El momento crucial fue, no obstante, un poco antes, en el año 2009. Flashback. Tiene dieciséis años y va al instituto. Sin otro motivo que el de poder verse tocar para corregirse, comienza a colgar en YouTube versiones de solos de batería. Y un día le llega un mensaje al perfil de MySpace en el que se le informa que Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Shooter Jennings, Jamey Johnson…) ha visto sus vídeos y quiere verle tocar en persona. Se lo cuenta a su padre y este lo lleva en coche a Nashville (es la primera vez que sale de su villorrio), donde se reúne con Cobb y toca para él en el Indigo Hotel. «Sigue así», le dice. «No cejes». Y no cejó. Tres años más tarde, en el verano de 2012, al final de un bolo de teatro en Creede, Colorado, recibe una llamada telefónica: otra vez, Dave Cobb. Esta vez le dice que tiene algo para él. Un bolo con un cantautor de Kentucky que está empezando a despuntar, se llama Sturgill Simpson. Cosas de la vida, resulta que, con catorce años de diferencia, él y Sturgill se han graduado en el mismo instituto. Pues bien, Sturgill acaba de terminar la grabación de su primer disco, High Top Mountain, y Miles se traslada de nuevo a Nashville para incorporarse a su banda de gira. Congenian tan bien que acabará siendo el batería de todos sus álbumes. La suerte está echada. Como suele decirse, el resto es historia. Una colaboración fructífera que cesaría (o más bien mutaría) en 2022, poco después de que Simpson perdiera la voz. Porque, en un inesperado giro del destino, Miles Miller se independiza y Simpson le produce su primer álbum, este portentoso Solid Gold que hoy reseñamos, y, además, por aquello del juego de espejos, se hace cargo de la batería en uno de los temas, «Even If». Extraño vínculo de sangre. Kentucky es lo que tiene, se conoce. Cuenta Miles que la grabación del disco fue como estar encerrado con un amigo, de críos, en una tienda de chucherías. «Los dos flipándolo con movidas de sonido y rollos de música molona». Había tanta química entre ambos que ni se lo pensaron. Más que ir a trabajar era como salir a tomarse unas cervezas con tu mejor colega. El disco, en su temática, es la sintetización de la típica historia de amor truncada (creo que me sobra el adjetivo). Algo que, al empezar, parece dorado, de un oro macizo, pero que según va transcurriendo el tiempo va digiriendo pequeñas derrotas y suele acabar sumiéndose en una suerte de bruma turbia. No todo es sol y arcoíris, hay también mucha caída. Es, en efecto, el tema recurrente de la música country. Abandono, tristeza y alcohol, pero, por lo menos, siendo como son, hijos de Kentucky, el alcohol es bueno (si bien es cierto que la parte final del álbum se concibió en Irlanda, pasando Acción de Gracias y su cumpleaños en una habitación de hotel, y, claro, el disco no puede evitar empaparse también de sus buenas pintas de Guinness y de la consabida nostalgia del hogar, algo en lo que los irlandeses son poco menos que peritos: «Where Daniel Stood», «In a Daze» y «Highway Shoes» son hijas de aquellas noches de saudade). Hay vasos que se rellenan con lágrimas, claro, imágenes arquetípicas del trovador campesino que, en algún momento, incluso llega a desear, derrengado en la barra de un bar, no un buen amigo sino un buen estribillo. El disco suena de maravilla, la producción es exquisita. Se nota el juego y la complicidad. Todo encaja y nada chirría. Más lo escuchas, más te gusta. Se ve a las claras que la cosa no es flor de un día, que viene de largo. No es oro del que cagó el moro (los consabidos cien mil maravedíes que, por lo visto, distrajo Boabdil, con sus santos cojones nazaríes), sino oro macizo, del color del bourbon de los cerros de Kentucky. Solo y sin hielo, como es de rigor. Y con esto les voy a ir dejando por hoy, si me disculpan, porque tengo la boca tan seca que estoy que escupo algodón, como dijo Marilyn en aquel bar de Bus Stop. Pues eso mismo, la botella me llama. Nos vemos la semana que viene. Va por ustedes.

MOLLY TUTTLE & GOLDEN HIGHWAY

City of Gold

(Nonesuch Records, 2023)

Este es, sin duda, el disco de Molly Tuttle que estábamos esperando desde que, hará ya unos cinco años, por los azares de los links y los arcanos del algoritmo (acabo de corregirlo, había puesto, una vez más, logaritmo, quizá porque el logaritmo neperiano, junto con las putas derivadas, marcaron un antes y un después en nuestra adolescencia: llegó un momento en que como en Matrix, pastilla azul o pastilla roja, tuvimos que elegir: o eso o Salinger, y elegimos Franny y Zooey –probablemente para nuestra desgracia–; de ahí la fijación, se conoce que los algoritmos nos hicieron menos daño), por los azares de los algoritmos (ahora he acertado a la primera), decía, vaya usted a saber rebotados de qué pesquisas peregrinas, nos saltó un día en YouTube el vídeo de Molly Tuttle probando una guitarra acústica Martin D-18 de 1938 en el canal de Carter Vintage Guitars de Nashville (nº625 8th Avenue South, por si pasáis por allí), y de ahí, claro, derivamos (sin cálculo diferencial, ni análisis matemático) a la barbaridad que se marcó, un año después, con la versión del «White Freightliner Blues» de Townes Van Zandt, con póster de Bill Monroe al fondo. Y nos quedamos ojipláticos. Por entonces solo había sacado un EP (Rise, 2017) y, con veinticinco años, ya era una institución en el circuito del bluegrass. Por aquí reseñamos su primer álbum en solitario (When You're Ready, 2019) y, hace no mucho más de un año, su primer disco con los Golden Highway (Crooked Tree, 2022) que, de alguna manera, prefiguraba ya lo que tenemos ahora entre manos, este City of Gold que, como empecé diciendo, es el disco que estábamos esperando. En Crooked Tree, apostó decididamente por el bluegrass. Para ello, contábamos entonces, se rodeó, aparte de con una banda impecable (los Golden Highway), de gente de mucho relumbrón: Margo Price, Billy Strings, Old Crow Medicine Show, Sierra Hull, Dan Tyminski y Gillian Welch. Con esa compañía era fácil meterse en el bosque y salir con pocos rasguños. El caso es que, después de aquel álbum, Molly salió de gira con los Golden Highway (Shelby Means, contrabajo; Bronwyn Keith-Hynes, violín; Kyle Tuttle, banjo –ningún parentesco, por cierto– y Dominick Leslie, mandolina) e hicieron cien bolos en una año. La máquina ya andaba sola. Estaba perfectamente engrasada (todos los que han tenido la suerte de asistir a algún concierto de la susodicha gira coinciden en el veredicto: energía, gozo, virtuosismo… NIVELAZO). Y fue entonces cuando se metieron a grabar este City of Gold, ya sin necesidad de tanta colaboración estelar (esta vez solo un dúo, «Yosemite», con Dave Matthews, al que teníamos algo olvidado por aquí y al que adoramos –hoy mismo he desempolvado sus discos–, «la primera vez que canta una canción de bluegrass, una cosa surrealista y maravillosa, nunca me imaginé que aceptaría la oferta, me voló la cabeza»; y la pericia –magia, según ella– del inmenso Jerry Douglas, que vuelve a coproducir el disco con la propia Molly y se hace cargo del dobro en tres temas), el disco, insisto, que estábamos esperando. Todas las canciones las ha compuesto, mano a mano, con su pareja, Ketch Secor, de los Old Crow (ya el anterior disco incluía tres temas coescritos por ambos). Destacaría, por destacar una, «Alice in the Bluegrass», una maravillosa adaptación bluegrass de Alicia en el País de las maravillas, cambiando el Cheshire de Lewis Carroll por los bosques de Kentucky. Molly hizo de Reina de Corazones cuando cursaba séptimo en el colegio y siempre ha sido fan del libro. Durante la pandemia se aprendió el tema «White Rabbitt» de Jefferson Airplane para un directo desde casa dedicado a la zona de la Bahía, y luego, hablándolo con Ketch, se les ocurrió hacer una versión bluegrass. El tema es una auténtica maravilla (hay un vídeo por ahí con todos ellos disfrazados de los personajes del libro/canción que es una fiesta a la que uno querría haber asistido). La prohibición de la marihuana, las relaciones abusivas y el derecho al aborto, son otros de los temas que trata en el disco. Hazel Dickens es su referente. Una mujer que siempre defendió lo que creía acerca de las mujeres y los derechos de la clase obrera en sus letras. Molly dice que ella se limita a seguir los pasos de la que ha sido su heroína desde que tenía doce o trece años. La última canción, «The First Time I Fell in Love» deja claro su posicionamiento radical para lo venidero. El amor del que habla la canción es el amor a sí misma. Y este álbum, como el anterior, da buena cuenta de ello. Hace lo que quiere y como quiere. Y en el proceso nos contagia su alegría. Bendita sea.

THE PINK STONES

You Know Who

(Normaltown Records, 2023)

Hace poco, un par de meses a lo sumo, Chip Midnight, de The Big Takeover, hizo una entrevista maravillosa a Hunter Pinkston, compositor, vocalista y guitarrista, lo que viene siendo el líder, para entendernos, de los Pink Stones, la banda de «country cósmico» de Athens, Georgia, con motivo de este, You Know Who, su segundo álbum de larga duración. Hay que tener arte para todo en esta vida, incluso para hacer una entrevista. Y en esta a la que nos referimos, Chip Midnight, con muchísimo arte, se saca de la manga una pieza exquisita. También ayuda, es verdad, que el entrevistado se deje y, en este caso, se da el hecho feliz de que Pinkston es, para tales efectos, una mina de oro. La cosa no habría funcionado con cualquiera. Más que un interrogatorio, Midnight le propuso a Pinkston ir soltándole palabras o frases al tuntún y que él dijese lo primero que le viniese a la cabeza, una especie de test de Rorschach. Lo primero que le lanza a bocajarro, como no podía ser de otra manera es: NIKKI LANE, (probablemente uno de los motivos por los que la banda haya dado el gran salto y nos hayamos enterado de su existencia por estas latitudes; en el tema del sencillo, bien destacado en la cubierta, «Baby, I'm Still Right Here (With You)», segundo corte del álbum, Nikki Lane se marca un dúo exquisito con Pinkston, un temazo muy a lo Tammy Wynette y George Jones, «o al menos esa era mi intención»). Ya la había visto varias veces en directo, pero un día tocó con Brent Cobb en Athens, los presentó un colega y se fumaron un porro, mano a mano, en el tejado del teatro donde actuaban, hablaron de música y, en algún momento, Pinkston le habló del disco que estaban a punto de grabar y, envalentonado por la gracia de la marihuana y la emoción, le soltó que sería la hostia para ellos que colaborase en un tema. Ella le respondió que sería la hostia para ella hacerlo. Y así fue. Se presentó en el estudio y, en una hora, lo tuvieron. «Ella no puede ser más molona. Y me refiero a un nivel muy elemental. Sin presión ni estrés. Puro compadreo desde el primer momento». La primera vez que tocaron en Nashville, lo hicieron en su tienda de ropa, con muchísimo calor, en una suerte de evento privado durante los fastos del Americana Fest. GEORGE JONES, de niño, en casa, todo era Elvis por parte de madre y mucho rock sureño, Sex Pistols, Ramones y The Clash por parte de padre; pero ya algo más crecidito empezó a surfear por la Wikipedia con las cosas que le gustaban y a extraviarse en el laberinto de los «links». Gram Parsons y Emmylou Harris le llevaron a escuchar a «la zarigüeya» (Parsons lo escuchaba con devoción, lo mismo que hacía Pinkston con Parsons —hay bastante de Flying Burrito Brothers en su música, eso es innegable—). Entendió a la primera por qué le gustaba tantísimo a su ídolo, y se hizo fan. «Yo quiero eso», se dijo. COMIDA FAVORITA DURANTE LA GRABACIÓN DEL ÁLBUM, hay un pequeño restaurante en Athens que se llama Seabear al que estuvo años sin ir porque era joven y pasaba millas del tema de la comida. Ahora trabajan allí unos colegas suyos. Comida de mar, unas ostras de chuparse los dedos. «Vas, empiezas con las ostras, te tomas un cóctel, y luego una tortita de cebolleta con bien de carne de cangrejo, sin escatimar, y te quieres morir de lo bueno que está eso, tío. Voy allí a comer en cuanto cobro o cuando me entra algo de dinero extra, me pillo una mesa y me dejo mis buenos cien pavos sin pensármelo, eso es normalmente lo primero que hago. Además, ponen una música que te cagas, la última vez estaba sonando Bobby Charles». TRABAJO DIARIO, se desloma en una planta de prensado. Lleva ya un tiempo. Ahora es más fácil, porque ha dejado el trabajo físico de manejar la prensa y está en el departamento de ventas, lo que le permite hacer más turismo, por decirlo así, tiene que viajar mucho, y ni tal mal. PELÍCULAS, TELEVISIÓN, LIBROS, está como loco por ver la nueva de Wes Anderson, Asteroid City (de hecho, los Pink Stones parecen la típica banda que Wes Anderson se pasaría escuchando todo el día) y la nueva temporada de The Righteous Gemstones, porque ama a esa gente, son tronchantes. Y de libros, acaba de terminarse por segunda vez Satán es real (traducido por un servidor para mis queridísmos hermanos de EsPop Ediciones), el libro de los Louvin Brothers, es uno de sus libros de cabecera, «ellos, increíbles, y todas esas historias delirantes». También es muy fan de Hunter S. Thompson. UN ÁLBUM QUE TODO EL MUNDO DEBERÍA TENER PERO DEL QUE NADIE HA OÍDO HABLAR, Bottle Bottle de Jim Ed Brown, «acabo de hacerme con una copia, una cosa bastante oscura. Me flipa, buen honky tonk de los sesenta», y cualquier cosa de Jim Reeves, ¿qué te voy a contar?, esa voz tan increíble, Good-N-Country, por ejemplo. SORPRESA EN TU LISTA DE CONTACTOS, «es gracioso que me lo preguntes porque, precisamente, anoche estábamos tocando en Macon y, después del concierto, mientras me descuelgo la guitarra y la estoy dejando en el soporte para salir a echarme un piti, alguien va y me agarra del hombro, me doy la vuelta y resulta que es nada menos que Jim Lauderdale, en plan: “Creo que ya nos conocimos un día, pero solo quería decirte que me ha encantado el concierto”. Y me pidió el teléfono para estar en contacto y tal. La hostia». FLEA, «Bua, lo conocí en Whole Foods, durante el rodaje de una peli en Atlanta, Baby Driver. Acababa de llegar a la ciudad como hacía una hora, se alquiló un coche muy loco y se vino desde el aeropuerto a hacer la compra en Whole Foods. Nadie lo reconoció, menos yo. Y, claro, no pude evitarlo, me puse en plan: “Hostia puta, tú eres Flea, tío”. Estuve hablando con él un rato y en un momento voy y le suelto: “Ya sé que es un coñazo, ¿pero podría hacerme una foto contigo? Es tan flipante verte por aquí”. Y él: “Pues claro, hombre. Nos hacemos una en un momento”. Y el caso es que en cuanto nos ponemos a ello, toda la peña de alrededor nos empieza a mirar rollo: “Espera un momento, ¿quién es ese tío”. Y, de pronto, caen en la cuenta: “Oh, joder, es el pavo ese de los Red Hot Chili Peppers”. Momento que yo aproveché para pirarme, mientras todos se le echaban encima». Ja, ja, ja, ja. Genio y figura. Más «resalao» ya no los fabrican. Y este segundo álbum al frente de su gloriosa banda, al igual que el primero (pero con más porros en su haber) suena a toda esa simpatía, humildad y buen rollismo con el que van siempre por la vida (pese a todo, que no es poco). Lo destilan. Suenan de puta madre, y, en un visto y no visto, te alegran el día. Fiesta, gozo y alegría. Con ellos, toda la vida es viernes.

BELLA WHITE

Among Other Things

(Rounder Records, 2023)

Nadie canta como Bella White. Ya lo había dejado meridianamente claro en su primer disco, Just Like Leaving, con diecinueve años, en 2020, si bien más amoldada en aquel entonces a la tradición del bluegrass, más cercana a la música de los Apalaches, por clara influencia de su padre, natural de Virginia, que militó en incontables bandas montañesas. Pero ya estaba ahí latente, alma vieja en corazón joven, el fraseo, el modo de decir lo que se canta, su exquisita manera de romper la frase y el ritmo, de acelerar o aminorar el tempo, controlando el nivel y la intensidad de la voz según el propósito del verso, adecuando el sentimiento a la letra, sin buscar la rima fácil ni forzar coincidencias peregrinas. Ella cita a Joni Mitchell entre sus influencias, claro, una maestra en lo de «cantar como me da la gana», y yo identifico también en estas nuevas diez composiciones (sobre todo en «The Best of Me» y en «Among Other Things»), a Nancy Griffith, la gran dama de la música folk, contadora de historias, frágil y dura al mismo tiempo, incapaz de callarse lo que siente y vive, lo que la entroncaría directamente con John Prine, otro de sus ídolos declarados. Credenciales, en cualquier caso, de toma pan y moja. En este segundo disco, Among Other Things, ya firmado con el sello Rounder, se separa del bluegrass, en el que ya muchos estaban más que dispuestos a encasillarla para siempre, y se adentra de lleno en un terreno más personal, más original, más amplio de miras, del que ya va a ser muy difícil que salga. No me extraña nada que lo reventara en el Americana Fest de 2022, que Willie Nelson contara con ella para su Luck Reunion de 2023 y que debutara el 25 de abril en el Gran Ole Opry a los pocos días de que se publicara el álbum. Cumplió los 23 hace nada, en el Newport Folk Festival. Y es que, entre otras cosas, como reza el título de su disco, Among Other Things es una obra maestra, y resulta verdaderamente apabullante. Tan apabullante como lo fue en su momento la aparición de los primeros discos de Krista Shows o Riddy Arman. Bella White sabe perfectamente lo que quiere y lo hace sin tener que rendirle cuentas a nadie. Se desgarra el pecho y se expone a la brava, con candor y audacia, revelando sus inseguridades y sus flaquezas sin ningún miedo. Y también su rabia, como en la canción «Marilyn», evidenciando la rotura de alguien que no puede permanecer indiferente a la fealdad, el abuso y la injusticia. En los dos últimos años, confiesa, ha estado escuchando mucho a Emmylou Harris, icono entre los iconos. Fue ella la que la animó a envalentonarse para trascender el género, para molestar a los que se molestaron cuando Dylan se enchufó, y hacer lo que le viene en gana. Lo mismo que Linda Ronstadt y Bonnie Raitt, mujeres asombrosas a las que no duda en calificar de puntales, de centros neurálgicos, de verdaderas centrales eléctricas. Al escucharlas, dice, se siente que saben perfectamente adónde se dirigen y de qué modo quieren llegar. «Pruébalo todo y luego haz lo que te salga del coño». Ese fue siempre el espíritu que se vivió en su casa, donde también sonaban a todas horas los Stanley Brothers, Flatt & Scruggs y los Monroe. Y eso es precisamente lo que ella ha hecho ahora (la vulnerabilidad impuesta por la pandemia tuvo bastante que ver): «En cuanto empecé a saltarme los márgenes, se me abrieron un montón de puertas. Me sentí libre para explorar y experimentar, sin verme encorsetada ni obstaculizada por las ideas preconcebidas de lo que se supone que tiene que ser mi música». Jonathan Wilson ha sido el productor perfecto para acometer semejante (jubiloso) sacrilegio. Se encerraron en los Fivestar Studios de Topanga Canyon y no le hicieron ascos ni al Hammond ni a las Fender, rodeándose, además, de un plantel de músicos extraordinarios que nada tenían que ver con los de su primer álbum, gente de Big Chief y de la banda de Lana del Rey. Y su voz en estado de gracia, claro. «Cuando grabé mi primer disco no tenía muy clara la dirección que iba a tomar, más allá de mi amor por ese estilo musical y el deseo de crear algo que diese fe de ello. Pero con este nuevo álbum, comprendí mucho mejor lo que quería decir y cómo quería decirlo. Me sentí más empoderada durante todo el proceso y me reportó un gozo mayor ver cómo las canciones iban generando sus propios pequeños universos. Espero que cuando la gente escuche esta música, se contagie de esa misma sensación de empoderamiento, la voluntad de ser completamente libre para hacer lo que una desea, impune e incondicionalmente». Así que ya pueden ir agarrándose los machos, porque esto no ha hecho más que empezar. Pensando ahora en todos esos agoreros que gustan tanto de denunciar la muerte de la música y de la sacrosanta tradición, he aquí una nueva actualización de los dos viejos adagios a los que tanto recurrimos por estas líneas para subrayar todo lo contrario: el círculo no se rompe y sigue generándose nueva piel para la vieja ceremonia. Y si no te gusta, pues buenas noches y buena suerte (más cerveza para mí y para los míos).

SPENCER BURTON

Don't Let The World See Your Love

(Dine Alone Records, 2014)

Este es el primero de los cinco álbumes que Spencer Burton lleva grabados con su nombre hasta la fecha. Antes, entre 2010 y 2012, grabó dos EPs y dos LPs con el nombre de Grey Kingdom, más sombríos (en el disco que hoy reseñamos hay un tema titulado «Grey Kingdom», que habla, precisamente de un cambio de rumbo, de un dejar atrás, y que, de alguna manera clausura con una buena lápida la etapa anterior). Y aun antes fue miembro de los Attack in Black, la banda hardcore punk o indie rock (según a quién o cuándo preguntes) de los hermanos Romano (Ian y Daniel), de Welland, Ontario. De hecho, fue Daniel Romano quien le produjo este primer disco firmado ya sin máscaras (en el que, también, por cierto, colabora como músico, porque ya que uno se pone, se pone). Valga todo lo precedente como preámbulo para advertir que, hasta llegar a estas once canciones, la biografía de Spencer Burton ha sido la de un trovador ambulante, un narrador itinerante o, si se prefiere, un culo de mal asiento, horas y kilómetros recolectando y compartiendo historias, aquejado de lo que él diagnosticaría luego como una incurable aversión a la permanencia (¿y quién mejor que Daniel Romano, maestro del disfraz, para entender esa «anatomía de la inquietud», que diría Bruce Chatwin?). Buena parte de las canciones de este Don't Let The World See Your Love derivan de las gentes y los lugares que se fue topando en la carretera (casi como si encarnara al protagonista de «Early Morning Rain», la canción de su compatriota, el maestro Gordon Lightfoot, «con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena, lejos de casa, echando de menos a los seres queridos, bajo la lluvia, en la madrugada, y sin ningún sitio a dónde ir», que es lo mismo que decir «con todo el mundo por delante»; y ya que tengo atrapado a Gordon Lightfoot en este paréntesis, aprovecho para añadir que en el tema «Garden Path», Burton parece estar poseído por su espíritu; de no saberlo, cualquiera diría que la canción es un descarte de uno de aquellos primeros discos míticos del legendario músico canadiense, también de Ontario, nada es casual). Burton cogía la moto y desaparecía por un tiempo, zambulléndose en la lejanía, perdiéndose en mitad de ninguna parte. «Parte del álbum fue compuesta en St. John's, Newfoundland; parte en Peterborough, Ontario. Una canción me vino a la cabeza en Dawson City, en pleno Yukón, y creo que hasta llegué a escribir una en Nashville». El disco es austero, casi minimalista en su producción. Firmarlo con su nombre fue una declaración de principios. Por primera vez, se sentía capacitado para mostrarse a sí mismo sin tapujos, sin sombras ni imposturas. Sintió que aquellas nuevas canciones que le estaban abordando eran las que siempre había deseado escribir, sin los misterios ni las ambigüedades de la atropellada –como ha de ser, por mucho que la DGT pretenda impedirlo– juventud. «Ya no sentía la necesidad de ocultarme detrás de otro nombre». El amor, la amistad, las sensaciones de aislamiento y desorientación, la carencia de un sentido de hogar o pertenencia al que poder acogerse en las horas duras, más allá del que proporciona la propia música (como cantimplora). La fragilidad de los sentimientos y las emociones, al desnudo, sin refugio. Se conoce que en su día, antes de publicarse, si comprabas este disco en preventa, te llegaba a casa con una taza de acampada de doce onzas y una bolsa premium de la mezcla de café orgánico del propio Spencer Burton, creada por la tostadora Seattle's Anchorhead. Cierto reseñista avispado, al que le llegó el disco en copia digital, claro, y, por tanto, no pudo catar el café, no tuvo, sin embargo, inconveniente en aprovechar la descripción del tueste que venía en las notas de prensa para describir el nuevo trabajo en solitario de Burton: «con cuerpo, rico y terroso, dulzura intrincada y regusto limpio». Uno se imagina perfectamente acampado allí arriba, en el Yukón, como un viejo personaje de un cuento de Jack London, probablemente con dos o tres perros, oyendo estas canciones junto a la lumbre, con un conejo espetado y chisporroteante haciéndose a fuego lento, y la susodicha taza de café humeante entre las manos sin guantes. Iron and Wine aunando fuerzas con James Taylor: así lo describieron en su día, y la comparación no es para nada descabellada (dejando aparte el extraordinario parecido que se gasta Spencer Burton, con semejantes barbucias, con el bueno de Sam Beam). Café muy negro, montañas, cabaña de troncos, perro, buena compañía (hombre, mujer o libro) y nieve. Y morir de viejo, como diría aquel soldado en la trinchera de aquella viñeta de aquel cómic que ya no recuerdo. (Su último disco, Coyote, está ya al caer, esperemos que el mensajero de Pony Express no se extravíe; la vida es esto, lo demás es pose, letrina y red social.)

CAITLIN ROSE

Own Side Now

(Names Records, 2010)

En noviembre del año pasado salía su último disco (Cazimi, 2022), el tercero (sin contar el EP, Dead Flowers, 2008, que seguro que habrá alguno por ahí que lo mire y, queriéndoselas dar de listillo –porque su padre nunca lo besó ni lo quiso–, me afee el dato aseverándome que es el cuarto –¿es que usted, aparte de lo de su padre, que ya lo siento –miento–, no tiene amigos?–). Bueno, pues había pasado casi una década desde el segundo (The Stand-In, 2013), un álbum que le reportó muchos parabienes, pero con el que actualmente sigue manteniendo una relación de amor/odio. De ahí un poco, se entiende, la demora, el desencanto, la incomodidad y el prolongado silencio. El caso es que en aquel álbum (el segundo para nosotros, el tercero para el listillo) había una ligera rendición al pop, vaya por Dios, y casi todos los temas estaban coescritos. De hecho, en los últimos años, Caitlin Rose ha tenido a bien desterrar casi todos esos temas de su repertorio en vivo. No acaba de domarlos, no acaba de sentirlos suyos. A diferencia de las canciones del primero, las diez joyazas de este apabullante Own Side Now, que grabó con veintitrés años, en 2010, cuando se la llegaría a comparar, y no con poco acierto, con las inmensas Iris DeMent, Loretta Lynn y Patsy Cline, mucho antes del boom de otras artistas que hoy se acreditan el mérito (o más bien se lo acreditan otros) de la regeneración del género, fenómeno, sin embargo, que se debió en buena parte a este disco que, por cierto, además, hace dos años se reeditó remasterizado en vinilo, y no por la fiebre vinílica (que no es más que pan para hoy), sino sencillamente porque marcó un hito. Hubo un antes y un después de este álbum. Al César lo que es del César (y que conste que lo digo sin pretender desmerecer a las Margo Price o Nikki Lane de turno, que vendrían luego y arrollarían, claro que sí, pero, vendrían luego, bien está repetirlo). Por eso quiero volver hoy a «La vie en Rose», a aquella maravillosa entrevista que le concediera Caitlin Rose al periodista inglés Simmy Richman, paseándolo por las calles de su East Nashville querido, apenas unas semanas antes de que saliera el disco. La entrevista en la que pudimos enterarnos de todo: «fuma, bebe y tiene claro por qué Hank Williams disparó a cuatro ardillas». Rara vez se la veía sin un pitillo, había escrito más de una canción sobre el tabaco y los sitios de Nashville que frecuentaba eran donde se permitía fumar, en su caso, American Spirits («los azules«), cuyas cajetillas liquidaba antes de que te diera tiempo a decir: «el futuro de la música country». Citó al periodista en un restaurante mexicano próximo a su hotel. Nada más llegar se pidió un margarita. Luego se hinchó, e hinchó al periodista, a cervezas. Huelga decir que, a estas alturas de la entrevista, recién iniciada, ya nos habíamos enamorado perdidamente de ella. Y de ahí a Broadway, probablemente la calle con más honky-tonks del mundo, de cabeza al Robert's Western World («el hogar de la música country tradicional»), mejor que el tan cacareado Tootsie's, hoy más bien una parque temático para turistas mitómanos. Y luego una vuelta, con pase especial (conseguido gracias a su madre, Liz Rose, ganadora de un Grammy y autora de varias de las más exitosas canciones de Taylor Swift) por el Country Music Hall of Fame and Museum. El periodista apunta que la joven Rose fue cantando todas las canciones que iban sonando por megafonía en las distintas salas. Se las sabía TODAS de memoria, de pe a pa. Y que lo que más tenía ganas de ver eran las cuatro ardillas disecadas que mató Hank Williams, a las que luego vistió como si fuesen los miembros de su banda. «¿Por qué demonios haría una cosa así?», preguntó el periodista. Ella contestó sin dudarlo: «Porque por aquel entonces no tenían internet». Y, de allí, a su casa, en el East End (aunque ella es natural de Dallas, pero se mudaron a Nashville a los siete años de su nacimiento), la nueva zona de moda de la ciudad, a sentarse en el porche a seguir fumando y a beber té helado. Allí le cuenta que empezó a escribir canciones a los dieciséis años. En esa época, dice, escuchaba mucho punk-rock: Bikini Bill, los Ramones y las Donnas, así que eran temas de tres acordes, como comprenderás, un poco igual que ahora, apuntaba el periodista, aunque ella le aseguraba haberse aprendido desde entonces otros cinco. Pero ahí radicaba la clave, en la sencillez. Ese era el secreto. Y en eso también se asemejaban el punk y el country: acordes sencillos y canciones sobre estar jodido, o borracho. Y, de pronto, ¡BOOM!, otra revelación: el que realmente lo cambió todo para ella fue John Darnielle, de los Mountain Goats, a los que versionó mucho en aquellos tiempos, sobre todo el tema «I Think I'll Just Stay Here and Drink», que luego descubriría que era de Merle Haggard, momento en que, claro es, se enamoraría de la música del líder de los Strangers, «una de las mejores cosas que he oído en mi vida», «el Shakespeare de la música country», en palabras de Mike Beck, e, irremediablemente, tanto el periodista inglés como nosotros, yo al menos, ya no sabemos dónde meternos ni qué hacer para disimular el estremecimiento. Luego se llevó al periodista al Dino's, su bar favorito del barrio, donde iba a tocar esa noche. «Vas allí, te encuentras con otros músicos de la zona y, básicamente, se fuma, se bebe, se desenfundan las guitarras y se canta». Ojalá hubiésemos podido estar allí aquella noche. El padre de Caitlin sí que andaba por allí, y cantaron juntos el tema que vienen cantando juntos desde que ella era una renacuaja: «The Last Nicotinian». «Es una chica especial, ¿no cree?», le pregunta alguien al periodista en un momento de la noche. «Y que lo diga», responde él, «y que lo diga». Frescura, tradición y talento: «la cara nueva, con mentalidad outlaw, del futuro de la música country, como un cruce entre Elvis Presley y Gram Parsons». Simmy Richman ya supo, después de aquella noche, que las muchas canciones que ya había escrito aquella joven de veintipocos años, seguirían cantándose en los bares y honky-tonks de Nashville durante años. Al día siguiente, camino del aeropuerto, el periodista recibió un mensaje de Caitlin por Facebook: «Creo que me he despertado aún borracha. Espero que Nashville haya quedado en buen lugar con el paseo que te di. Otra cosa no, pero pasárnoslo bien en los bares, eso sí que sabemos. Tómate una birra a mi salud en el Tootsie's antes de embarcar, tienen una sucursal en el aeropuerto.» El periodista le contesta: «¿Crees que es una buena idea?». Y ella le dice: «Siempre». Claro que sí, en su bando, siempre.

KELLY JOE PHELPS

Tunesmith Retrofit

(Rounder, 2006)

Era medicina buena. El músico de folk inglés John Smith dijo de él en una ocasión que tenía algo de chamán. En sus conciertos la gente entraba en trance. En mayo de 2022, aparecía una escueta anotación en su página de Facebook: «Kelly Joe Phelps murió ayer tranquilamente en su casa de Iowa». Tenía sesenta y dos años. Desde el Brother Sinner and the Whale de 2012 (él solo con la guitarra), no habíamos vuelto a tener noticias suyas, aparte de la nota peregrina en la que se nos informaba de que había contraído una neuropatía cubital en el brazo derecho que le había dejado insensibilizada la mano. Lo peor que puede ocurrirle a un guitarrista. Tuvo que suspender la gira. En 2013, se dirigió a sus seguidores con un mensaje desde su página web en el que decía que era optimista y que parecía que la cosa podía tener cura. Luego, silencio. Hasta el anuncio de su fallecimiento. Desde entonces ha pasado algo más de un año. Leía el otro día a Paco Umbral. Decía que, por lo general, le salían de corrido, pero que, a veces, había artículos que se le resistían «como señoritas decentes». Eso es un poco lo que me ha pasado a mí con esta reseña. Llevaba demorándola desde hace ni se sabe, se me atravesaba, me hacía requiebros, me abofeteaba la mano. Quizá por la preeminencia de lo novedoso, por la velocidad de las cosas, el descuido… Y luego, claro, la muerte, la pena, la rabia. Yo qué sé. El caso es que el otro día desempolvé sus discos. Y volví a escucharlos. El «Crow's Nest», que abre este Tunesmith Retrofit, volvió a ponerme la piel de gallina. Sigue siendo una de mis canciones favoritas. Se conoce que esta medicina no tiene fecha de caducidad, que, como la ayahuasca (o como el desodorante ese que anuncian), una vez que entra en contacto contigo ya no te abandona. La entrada del violín de Jesse Zubot al final de la segunda estrofa, después de los versos: «allí escucharé todas las canciones que te sepas, / aplaudiré cuando acabes / y puede que entonces te bese, / puede que entonces te bese», no ha perdido ni un ápice de su vieja y orgásmica emoción. Este fue el primer disco que grabó, con Rounder, después de su larga relación con Rykodisc. Y es un álbum bastante raro en su discografía. Aunque repetía con muchos de sus músicos habituales, nunca había cantado así antes, ni volvería a hacerlo después. Es su disco más íntimo y literario. Por las canciones, entre metáforas y símiles, parece rondar el fantasma de Wallace Stevens (El hombre de la guitarra azul). Y rescata el banjo, que llevaba veinte años sin tocar. «Una especie de folk retorcido», así describió una vez su música a un periodista que pretendía etiquetarlo. Empezó a tocar la guitarra desde canijo, a los doce años, en Sumner, una pequeña localidad agrícola del estado de Washington. Le apasionaba el free jazz. Ornette Coleman, Miles Davis y John Coltrane eran sus músicos de cabecera. Luego le volaron la cabeza Mississippi Fred McDowell y Robert Pete Williams, maestros del blues acústico. Empezó a ganar notoriedad por sus solos con la slide guitar, que tocaba con el instrumento plantado cara arriba sobre las rodillas y presionando los trastes con una barra pesada de acero. Esa será la estampa que quedará para siempre en la retina: subido al escenario, en su silla de mimbres, tatuado y oficiando la ceremonia. Él siempre consideró que la música era un lenguaje de oración, referencia a la noción bíblica de hablar en lenguas y al hecho de expresar unos sentimientos que no pueden ser expresados de otra manera. No en vano incluyó en el disco el tema «Handful of Arrows» un fiero tributo a Chris Whitley, muerto en la más abyecta pobreza el año anterior, una composición conducida con un sentimiento de inspiración amerindia, con la tremolo Weissenborn de Steve Dawson, sin duda uno de los momentazos del álbum, junto al instrumental «MacDougal», un rag con el que homenajea a su querido y admirado Dave Van Ronk, «el alcalde de la calle MacDougal», donde la fantasía de sus dedos convoca la presencia de los espíritus: el reverendo Gary Davis, Jorma Kaukonen, Bert Jansch y Sandy Bull. Los viejos maestros. Entre sus varias colaboraciones, tocó la guitarra en un par de discos de Greg Brown (Slant 6 Mind y Further In) y en uno de Jay Farrar (Sebastopol), así como el dobro en dos temas («Banks of the Ohio» e «Ira Hayes») del The Highway Kind, de Townes Van Zandt, usted verá. Después de esta obra maestra grabó un álbum instrumental (Western Bell, 2009), al año siguiente uno mano a mano con Corinne West (Magnetic Skyline), después el Brother Sinner and The Whale del que hablábamos al principio, y, como escribió tan genialmente Javier Marías (creo recordar que refiriéndose a Emily Brönte), ya no escribió más nada. Quiere decirse que se murió.

SLAID CLEAVES

Together Through The Dark

(Candy House Media, 2023)

Ya casi nadie funciona así. Hay una ansiedad y una prisa que lo impide. Se quiere todo para ayer. Lo hablaba el otro día con una amiga actriz que va a empezar a grabar hoy mismo una serie para una de esas plataformas tan de «suscríbete hoy mismo y aprovecha la oferta de lanzamiento». Todavía no tienen ni los guiones definitivos. Pero hay que empezar ya, porque no se llega (la pregunta sería: «¿A dónde?», pero no es mi negociado, así que me da igual, ellos sabrán). Ya nadie respeta los tiempos de cocción y, claro, así luego nos comemos lo que nos comemos. Follar en la primera cita (o follar y ya luego, si hay necesidad, citarse, que tampoco es que haga falta) y un artefacto que estalle en los primeros cinco minutos, no vaya a ser que se aburra el personal y se ponga a revisar los likes de su última publicación en Instagram. Cada vez hay más imbéciles que dicen leer en diagonal. Y lo de sentarse con una cerveza a escuchar un disco es desde hace ya tiempo cosa de vagos y/o jubilados. Como la extravagancia de leer, por ejemplo, el libro que se critica, esa costumbre tan de indigentes… Se bebe y se besa con ansia. Ya no hay tiempo para nada. Alta velocidad y, a ser posible, Scotty, teletransporte para dos. Se hace elogio de lo micro, y no por la precariedad que lo exige, sino por puro apremio, por impaciencia, porque la gente ya va siempre de un lado a otro con un petardo en el culo (tengo una amiga que os los metería bien adentro, y sin lubricante, hijos de puta), temerosa de perderse algo o llegar tarde a un sitio ignoto. Empresas como Amazon triunfan porque lo que pides hace cinco minutos te lo llevan a casa hace diez, casi antes de saber que lo quieres o lo necesitas. Así que ahí vamos, como cretinos, a lo Minority Report, que ya ni delinquir puede uno tranquilo. En el mercado se vive a diario, cuídate de dudar más de lo legítimo ante el precio de las picotas o de dilatar la conversación con esa panadera que a veces te regala pastelitos, porque detrás de ti aguardan chacales furibundos… Y en medio de todo eso, Slaid Cleaves, a su bola, reaparece a la chita callando, como quien no quiere la cosa, tan tranquilo, con un nuevo disco. Cinco años han pasado desde el Fantasma de la radio del coche, su anterior álbum. Doce en treinta y tres años. Nada que ver con el apuro institucionalizado. Ese miedo al olvido o a no estar en el candelero que incita a producir materia excrementicia. Cleaves siempre ha sido un artesano de la canción, a lo Guy Clark. Se trabaja día a día, en el taller y en la carretera, y cuando por fin se edita es porque la cosa ha madurado y se desprende sola del árbol, no se arranca. Lo verde da cagalera. Te lo advertía tu abuelita (en tiempos de La Lentitud, de Kundera). El vino necesita su solera y la Guinness su reposo. Lo de Slaid Cleaves (y se percibe muy bien en todas sus entrevistas) es de entomólogo y de viajar preferiblemente en calesa, con esa cosa tan flaubertinana de cuidar/regar cada palabra, velar por el ritmo y el fraseo (igual que, por ejemplo, James McMurtry, otro jugador de la misma liga), con casi el convencimiento de que los sinónimos no existen. Aquí no hay muebles de Ikea. No hay temas para salir del paso. Da igual que te llamen tardo, flemático o cachazudo. Aquí se tallan las canciones con una cadencia casi litúrgica, sin atender a los vientos favorables de la moda de turno, con la escrupulosidad en la ejecución de un rito, como el fabricante de máscaras de teatro nō de la novela de László Krasznahorkai, Y Seiobo descendió a la tierra. Tres de las doce canciones las ha compuesto, mano a mano, con otro afamado ebanista (y cultor de la lentitud) Rod Picott. Narradores de historias (Adam Carroll, otro que tal baila, sin exabruptos, coescribe también uno de los temas del disco, «Second Hand») que saben tomarse su tiempo y servir las cosas en su punto. Scrappy Jud Newcomb, que ejerce por tercera vez de productor (y toca casi todos los instrumentos) dice que es un álbum dirigido a los esperanzados, a los currantes, a los magullados, a los confusos y a los tristes. Pero sobre todo a los que siguen creyendo en la libertad de la que hablaban las historias que leíamos cuando chicos, o que escuchábamos en los viejos hits de la radio FM (esa cosa que ya no existe). Marca de la casa, como quién dice. En cierta forma, para Slaid Cleaves no hay otro modo de proceder. Talla la clave en medio de la canción que da título al disco: «Atendemos nuestras magulladuras y palpamos nuestras cicatrices, / alzamos la vista a la noche y contemplamos el caos de las estrellas. / El mismo viejo baile durante un tiempo interminable. / Nos extraviamos en la oscuridad, en busca de una última oportunidad». Ese extravío, ese perderse en la oscuridad, ese acariciar el dolor, tras la aparente calma de su voz, es donde reside su secreto, que no es otro que el de dejar que las cosas coagulen y se solidifiquen. Sin acelerantes. No hacer caso a los cagaprisas. Y así vuelve a dejarnos doce nuevas joyas. Pura crema. Stradivarius (nada de violines fabricados en serie en China, como últimamente todo). Aplíquese, por tanto, lo de Moliere: «Los árboles que tardan en crecer dan los mejores frutos». Y el resto, si quieres, se lo pides a Alexa y te masturbas en frío.

PLAINS

I Walked With You A Ways

(Anti-, 2022)

Hay una comedia en tres actos de Bretón de los Herreros, fechada en 1883, que se titula precisamente como el dicho que quiero traer a colación para hablar de Plains: «Dios los cría y ellos se juntan» (en este caso ellas), en la que un tal Ciriaco Palomo, «ex-fiel de fechos, hijo legítimo de ídem, ídem, es decir, de otro Ciriaco y de otro Palomo», sabe muy bien a quién arrimarse y con qué fines. Porque es bien sabido que no todas las aleaciones salen bien. Primero, no salta uno al ruedo de balde, se llega a la arena más bien baldeado, criado o creado, nada de a medio cocer, sino curtido, con los deberes hechos, como quien dice. Se conoce que en Cuba, donde son más de la gozadera y de enseñarle el culo a la muerte (y muy bien que hacen), trastocan a Dios por el diablo, y el dicho viene a funcionar igual y hasta puede que mejor. En el fondo, lo mismo da. Que cada cual elija su propia aventura, su mentor predilecto, y se descalabre como quiera o buenamente pueda. Sea como sea, se proceda de donde se proceda, se ha de tener también un talento, natural o adquirido, para saber con quién y en qué momento juntarse, porque la mixtura no siempre liga y luego, claro, el suflé desmerece y no hay Dios que se lo coma, hasta puede incluso que la cosa acabe a farolazos, como el rosario de la aurora, vamos, con la reunión desbandada tumultuariamente por falta de consenso, y entonces, pues eso, si te he visto no me acuerdo, o, aún peor, ya nos veremos tú y yo en los tribunales (por estas latitudes suele añadírsele siempre, para rematar la frase, un buen insulto español —que en inglés la verdad es que no queda tan afinado—). Bueno, pues el disco que hoy reseñamos, I Walked With You A Ways (que ya indica en su título un recorrer juntos un largo camino —y ya se sabe que para viajar, si no se hace solo, uno ha de elegir muy entomológicamente a sus compañeros; lo mismo que para ir a un concierto o al cine—), el disco, decía, es el resultado de uno de esos raros y felicísimos «arrejuntamientos». Katie Crutchfield venía de grabar su quinto álbum, Saint Cloud (2020), con su banda, Waxahatchee (llamada así por el Waxahatchee Creek, en Alabama, donde Dios o el diablo la crió —y probablemente perdió el gorro—), inspirado en su lucha con el alcoholismo y la decisión de mantenerse sobria. Había girado ya con The New Pornographers y con Kurt Vile and The Violators, así que Katie tenía ya mucha carretera a sus espaldas. Jess Williamson, criada asimismo por Dios o el diablo en los suburbios de Dallas, venía de grabar su cuarto álbum de estudio, Sorceress (2020), con el sello Mexican Summer. Tanto el uno como el otro, habían sido los álbumes más exitosos de sus respectivas carreras. El caso es que, por los azares del destino, con intervención de Kevin Morby, compañero de Crutchfield, coincidieron ambas un buen día y saltó la chispa. Admiración mutua y, como no podía ser de otra manera (por lo de la buena crianza, satánica o divina, y el destino) el comienzo de una hermosa amistad, igualito que Louis y Rick al final de Casablanca (pero con menos niebla), con la correspondiente decisión de reunirse y grabar juntas en cuanto las circunstancias lo propiciasen. Pues bien, el guiso pudo perpetrarse en los primeros días de la pandemia. Cada cual puso sobre la mesa unas cuantas canciones compuestas originalmente para sus propios proyectos (junto a una versión de un tema de Hoyt Van Tanner, «Bellafatima», trovador de Lockhart, Texas), dejando que la otra les diese una vuelta y las fagocitase. Canciones de corazones rotos («Abilene», desgarrador lamento sobre la pérdida y la negación: «Texas en el retrovisor, Plains en mi corazón, / no pude controlarme cuando Abilene se vino abajo. // No hace falta que hablemos de Abilene / porque ya da igual, / ya no hay que arreglar el jardín, ya no hay juguetes por el suelo, / así que yo ya no hablo de Abilene»), tormentas, huidas, travesías interminables por carreteras comarcales, empatía y autoconocimiento; letras impulsadas siempre por una sabiduría levemente mordaz y enraizadas en el amor que ambas comparten por los sonidos tradicionales de la música country, mandolina, banjo y violín, y las viejas armonías de los clásicos valses campestres. Y, por encima de todo, esa sensación de libertad que impregna todas las canciones. La clase de liberación, «llorando por la carretera con las ventanillas bajadas», que se desprende de haber encontrado al fin tu propio camino, dejando de lado las expectativas y los juicios de la gente, sabiendo lo que es auténtico para ti y el lugar adónde te diriges, aun siendo consciente de que lo que te queda por delante nunca dejará de ser un desafío. Claro que con la suerte inesperada de haberte topado con la perfecta compañera de viaje; aunque, en realidad, no haya sido tanto una cuestión de suerte. En realidad, cuando se viene con tan buena crianza, con solera de Dios o el diablo, el encontronazo y la consecuente fundición no tiene nada de accidental, sino más bien de pura predestinación, de jubilosa fatalidad y, si algo así acontece, no cabe duda de que se trata de magia —o algo bastante parecido—. Y ante semejante suceso uno solo puede desear y esperar que se repita. Y dar las gracias al obrador que corresponda, llámese Dios o el diablo.