PLAINS

I Walked With You A Ways

(Anti-, 2022)

Hay una comedia en tres actos de Bretón de los Herreros, fechada en 1883, que se titula precisamente como el dicho que quiero traer a colación para hablar de Plains: «Dios los cría y ellos se juntan» (en este caso ellas), en la que un tal Ciriaco Palomo, «ex-fiel de fechos, hijo legítimo de ídem, ídem, es decir, de otro Ciriaco y de otro Palomo», sabe muy bien a quién arrimarse y con qué fines. Porque es bien sabido que no todas las aleaciones salen bien. Primero, no salta uno al ruedo de balde, se llega a la arena más bien baldeado, criado o creado, nada de a medio cocer, sino curtido, con los deberes hechos, como quien dice. Se conoce que en Cuba, donde son más de la gozadera y de enseñarle el culo a la muerte (y muy bien que hacen), trastocan a Dios por el diablo, y el dicho viene a funcionar igual y hasta puede que mejor. En el fondo, lo mismo da. Que cada cual elija su propia aventura, su mentor predilecto, y se descalabre como quiera o buenamente pueda. Sea como sea, se proceda de donde se proceda, se ha de tener también un talento, natural o adquirido, para saber con quién y en qué momento juntarse, porque la mixtura no siempre liga y luego, claro, el suflé desmerece y no hay Dios que se lo coma, hasta puede incluso que la cosa acabe a farolazos, como el rosario de la aurora, vamos, con la reunión desbandada tumultuariamente por falta de consenso, y entonces, pues eso, si te he visto no me acuerdo, o, aún peor, ya nos veremos tú y yo en los tribunales (por estas latitudes suele añadírsele siempre, para rematar la frase, un buen insulto español —que en inglés la verdad es que no queda tan afinado—). Bueno, pues el disco que hoy reseñamos, I Walked With You A Ways (que ya indica en su título un recorrer juntos un largo camino —y ya se sabe que para viajar, si no se hace solo, uno ha de elegir muy entomológicamente a sus compañeros; lo mismo que para ir a un concierto o al cine—), el disco, decía, es el resultado de uno de esos raros y felicísimos «arrejuntamientos». Katie Crutchfield venía de grabar su quinto álbum, Saint Cloud (2020), con su banda, Waxahatchee (llamada así por el Waxahatchee Creek, en Alabama, donde Dios o el diablo la crió —y probablemente perdió el gorro—), inspirado en su lucha con el alcoholismo y la decisión de mantenerse sobria. Había girado ya con The New Pornographers y con Kurt Vile and The Violators, así que Katie tenía ya mucha carretera a sus espaldas. Jess Williamson, criada asimismo por Dios o el diablo en los suburbios de Dallas, venía de grabar su cuarto álbum de estudio, Sorceress (2020), con el sello Mexican Summer. Tanto el uno como el otro, habían sido los álbumes más exitosos de sus respectivas carreras. El caso es que, por los azares del destino, con intervención de Kevin Morby, compañero de Crutchfield, coincidieron ambas un buen día y saltó la chispa. Admiración mutua y, como no podía ser de otra manera (por lo de la buena crianza, satánica o divina, y el destino) el comienzo de una hermosa amistad, igualito que Louis y Rick al final de Casablanca (pero con menos niebla), con la correspondiente decisión de reunirse y grabar juntas en cuanto las circunstancias lo propiciasen. Pues bien, el guiso pudo perpetrarse en los primeros días de la pandemia. Cada cual puso sobre la mesa unas cuantas canciones compuestas originalmente para sus propios proyectos (junto a una versión de un tema de Hoyt Van Tanner, «Bellafatima», trovador de Lockhart, Texas), dejando que la otra les diese una vuelta y las fagocitase. Canciones de corazones rotos («Abilene», desgarrador lamento sobre la pérdida y la negación: «Texas en el retrovisor, Plains en mi corazón, / no pude controlarme cuando Abilene se vino abajo. // No hace falta que hablemos de Abilene / porque ya da igual, / ya no hay que arreglar el jardín, ya no hay juguetes por el suelo, / así que yo ya no hablo de Abilene»), tormentas, huidas, travesías interminables por carreteras comarcales, empatía y autoconocimiento; letras impulsadas siempre por una sabiduría levemente mordaz y enraizadas en el amor que ambas comparten por los sonidos tradicionales de la música country, mandolina, banjo y violín, y las viejas armonías de los clásicos valses campestres. Y, por encima de todo, esa sensación de libertad que impregna todas las canciones. La clase de liberación, «llorando por la carretera con las ventanillas bajadas», que se desprende de haber encontrado al fin tu propio camino, dejando de lado las expectativas y los juicios de la gente, sabiendo lo que es auténtico para ti y el lugar adónde te diriges, aun siendo consciente de que lo que te queda por delante nunca dejará de ser un desafío. Claro que con la suerte inesperada de haberte topado con la perfecta compañera de viaje; aunque, en realidad, no haya sido tanto una cuestión de suerte. En realidad, cuando se viene con tan buena crianza, con solera de Dios o el diablo, el encontronazo y la consecuente fundición no tiene nada de accidental, sino más bien de pura predestinación, de jubilosa fatalidad y, si algo así acontece, no cabe duda de que se trata de magia —o algo bastante parecido—. Y ante semejante suceso uno solo puede desear y esperar que se repita. Y dar las gracias al obrador que corresponda, llámese Dios o el diablo.