SLAID CLEAVES

Together Through The Dark

(Candy House Media, 2023)

Ya casi nadie funciona así. Hay una ansiedad y una prisa que lo impide. Se quiere todo para ayer. Lo hablaba el otro día con una amiga actriz que va a empezar a grabar hoy mismo una serie para una de esas plataformas tan de «suscríbete hoy mismo y aprovecha la oferta de lanzamiento». Todavía no tienen ni los guiones definitivos. Pero hay que empezar ya, porque no se llega (la pregunta sería: «¿A dónde?», pero no es mi negociado, así que me da igual, ellos sabrán). Ya nadie respeta los tiempos de cocción y, claro, así luego nos comemos lo que nos comemos. Follar en la primera cita (o follar y ya luego, si hay necesidad, citarse, que tampoco es que haga falta) y un artefacto que estalle en los primeros cinco minutos, no vaya a ser que se aburra el personal y se ponga a revisar los likes de su última publicación en Instagram. Cada vez hay más imbéciles que dicen leer en diagonal. Y lo de sentarse con una cerveza a escuchar un disco es desde hace ya tiempo cosa de vagos y/o jubilados. Como la extravagancia de leer, por ejemplo, el libro que se critica, esa costumbre tan de indigentes… Se bebe y se besa con ansia. Ya no hay tiempo para nada. Alta velocidad y, a ser posible, Scotty, teletransporte para dos. Se hace elogio de lo micro, y no por la precariedad que lo exige, sino por puro apremio, por impaciencia, porque la gente ya va siempre de un lado a otro con un petardo en el culo (tengo una amiga que os los metería bien adentro, y sin lubricante, hijos de puta), temerosa de perderse algo o llegar tarde a un sitio ignoto. Empresas como Amazon triunfan porque lo que pides hace cinco minutos te lo llevan a casa hace diez, casi antes de saber que lo quieres o lo necesitas. Así que ahí vamos, como cretinos, a lo Minority Report, que ya ni delinquir puede uno tranquilo. En el mercado se vive a diario, cuídate de dudar más de lo legítimo ante el precio de las picotas o de dilatar la conversación con esa panadera que a veces te regala pastelitos, porque detrás de ti aguardan chacales furibundos… Y en medio de todo eso, Slaid Cleaves, a su bola, reaparece a la chita callando, como quien no quiere la cosa, tan tranquilo, con un nuevo disco. Cinco años han pasado desde el Fantasma de la radio del coche, su anterior álbum. Doce en treinta y tres años. Nada que ver con el apuro institucionalizado. Ese miedo al olvido o a no estar en el candelero que incita a producir materia excrementicia. Cleaves siempre ha sido un artesano de la canción, a lo Guy Clark. Se trabaja día a día, en el taller y en la carretera, y cuando por fin se edita es porque la cosa ha madurado y se desprende sola del árbol, no se arranca. Lo verde da cagalera. Te lo advertía tu abuelita (en tiempos de La Lentitud, de Kundera). El vino necesita su solera y la Guinness su reposo. Lo de Slaid Cleaves (y se percibe muy bien en todas sus entrevistas) es de entomólogo y de viajar preferiblemente en calesa, con esa cosa tan flaubertinana de cuidar/regar cada palabra, velar por el ritmo y el fraseo (igual que, por ejemplo, James McMurtry, otro jugador de la misma liga), con casi el convencimiento de que los sinónimos no existen. Aquí no hay muebles de Ikea. No hay temas para salir del paso. Da igual que te llamen tardo, flemático o cachazudo. Aquí se tallan las canciones con una cadencia casi litúrgica, sin atender a los vientos favorables de la moda de turno, con la escrupulosidad en la ejecución de un rito, como el fabricante de máscaras de teatro nō de la novela de László Krasznahorkai, Y Seiobo descendió a la tierra. Tres de las doce canciones las ha compuesto, mano a mano, con otro afamado ebanista (y cultor de la lentitud) Rod Picott. Narradores de historias (Adam Carroll, otro que tal baila, sin exabruptos, coescribe también uno de los temas del disco, «Second Hand») que saben tomarse su tiempo y servir las cosas en su punto. Scrappy Jud Newcomb, que ejerce por tercera vez de productor (y toca casi todos los instrumentos) dice que es un álbum dirigido a los esperanzados, a los currantes, a los magullados, a los confusos y a los tristes. Pero sobre todo a los que siguen creyendo en la libertad de la que hablaban las historias que leíamos cuando chicos, o que escuchábamos en los viejos hits de la radio FM (esa cosa que ya no existe). Marca de la casa, como quién dice. En cierta forma, para Slaid Cleaves no hay otro modo de proceder. Talla la clave en medio de la canción que da título al disco: «Atendemos nuestras magulladuras y palpamos nuestras cicatrices, / alzamos la vista a la noche y contemplamos el caos de las estrellas. / El mismo viejo baile durante un tiempo interminable. / Nos extraviamos en la oscuridad, en busca de una última oportunidad». Ese extravío, ese perderse en la oscuridad, ese acariciar el dolor, tras la aparente calma de su voz, es donde reside su secreto, que no es otro que el de dejar que las cosas coagulen y se solidifiquen. Sin acelerantes. No hacer caso a los cagaprisas. Y así vuelve a dejarnos doce nuevas joyas. Pura crema. Stradivarius (nada de violines fabricados en serie en China, como últimamente todo). Aplíquese, por tanto, lo de Moliere: «Los árboles que tardan en crecer dan los mejores frutos». Y el resto, si quieres, se lo pides a Alexa y te masturbas en frío.