KELLY JOE PHELPS

Tunesmith Retrofit

(Rounder, 2006)

Era medicina buena. El músico de folk inglés John Smith dijo de él en una ocasión que tenía algo de chamán. En sus conciertos la gente entraba en trance. En mayo de 2022, aparecía una escueta anotación en su página de Facebook: «Kelly Joe Phelps murió ayer tranquilamente en su casa de Iowa». Tenía sesenta y dos años. Desde el Brother Sinner and the Whale de 2012 (él solo con la guitarra), no habíamos vuelto a tener noticias suyas, aparte de la nota peregrina en la que se nos informaba de que había contraído una neuropatía cubital en el brazo derecho que le había dejado insensibilizada la mano. Lo peor que puede ocurrirle a un guitarrista. Tuvo que suspender la gira. En 2013, se dirigió a sus seguidores con un mensaje desde su página web en el que decía que era optimista y que parecía que la cosa podía tener cura. Luego, silencio. Hasta el anuncio de su fallecimiento. Desde entonces ha pasado algo más de un año. Leía el otro día a Paco Umbral. Decía que, por lo general, le salían de corrido, pero que, a veces, había artículos que se le resistían «como señoritas decentes». Eso es un poco lo que me ha pasado a mí con esta reseña. Llevaba demorándola desde hace ni se sabe, se me atravesaba, me hacía requiebros, me abofeteaba la mano. Quizá por la preeminencia de lo novedoso, por la velocidad de las cosas, el descuido… Y luego, claro, la muerte, la pena, la rabia. Yo qué sé. El caso es que el otro día desempolvé sus discos. Y volví a escucharlos. El «Crow's Nest», que abre este Tunesmith Retrofit, volvió a ponerme la piel de gallina. Sigue siendo una de mis canciones favoritas. Se conoce que esta medicina no tiene fecha de caducidad, que, como la ayahuasca (o como el desodorante ese que anuncian), una vez que entra en contacto contigo ya no te abandona. La entrada del violín de Jesse Zubot al final de la segunda estrofa, después de los versos: «allí escucharé todas las canciones que te sepas, / aplaudiré cuando acabes / y puede que entonces te bese, / puede que entonces te bese», no ha perdido ni un ápice de su vieja y orgásmica emoción. Este fue el primer disco que grabó, con Rounder, después de su larga relación con Rykodisc. Y es un álbum bastante raro en su discografía. Aunque repetía con muchos de sus músicos habituales, nunca había cantado así antes, ni volvería a hacerlo después. Es su disco más íntimo y literario. Por las canciones, entre metáforas y símiles, parece rondar el fantasma de Wallace Stevens (El hombre de la guitarra azul). Y rescata el banjo, que llevaba veinte años sin tocar. «Una especie de folk retorcido», así describió una vez su música a un periodista que pretendía etiquetarlo. Empezó a tocar la guitarra desde canijo, a los doce años, en Sumner, una pequeña localidad agrícola del estado de Washington. Le apasionaba el free jazz. Ornette Coleman, Miles Davis y John Coltrane eran sus músicos de cabecera. Luego le volaron la cabeza Mississippi Fred McDowell y Robert Pete Williams, maestros del blues acústico. Empezó a ganar notoriedad por sus solos con la slide guitar, que tocaba con el instrumento plantado cara arriba sobre las rodillas y presionando los trastes con una barra pesada de acero. Esa será la estampa que quedará para siempre en la retina: subido al escenario, en su silla de mimbres, tatuado y oficiando la ceremonia. Él siempre consideró que la música era un lenguaje de oración, referencia a la noción bíblica de hablar en lenguas y al hecho de expresar unos sentimientos que no pueden ser expresados de otra manera. No en vano incluyó en el disco el tema «Handful of Arrows» un fiero tributo a Chris Whitley, muerto en la más abyecta pobreza el año anterior, una composición conducida con un sentimiento de inspiración amerindia, con la tremolo Weissenborn de Steve Dawson, sin duda uno de los momentazos del álbum, junto al instrumental «MacDougal», un rag con el que homenajea a su querido y admirado Dave Van Ronk, «el alcalde de la calle MacDougal», donde la fantasía de sus dedos convoca la presencia de los espíritus: el reverendo Gary Davis, Jorma Kaukonen, Bert Jansch y Sandy Bull. Los viejos maestros. Entre sus varias colaboraciones, tocó la guitarra en un par de discos de Greg Brown (Slant 6 Mind y Further In) y en uno de Jay Farrar (Sebastopol), así como el dobro en dos temas («Banks of the Ohio» e «Ira Hayes») del The Highway Kind, de Townes Van Zandt, usted verá. Después de esta obra maestra grabó un álbum instrumental (Western Bell, 2009), al año siguiente uno mano a mano con Corinne West (Magnetic Skyline), después el Brother Sinner and The Whale del que hablábamos al principio, y, como escribió tan genialmente Javier Marías (creo recordar que refiriéndose a Emily Brönte), ya no escribió más nada. Quiere decirse que se murió.