CAITLIN ROSE

Own Side Now

(Names Records, 2010)

En noviembre del año pasado salía su último disco (Cazimi, 2022), el tercero (sin contar el EP, Dead Flowers, 2008, que seguro que habrá alguno por ahí que lo mire y, queriéndoselas dar de listillo –porque su padre nunca lo besó ni lo quiso–, me afee el dato aseverándome que es el cuarto –¿es que usted, aparte de lo de su padre, que ya lo siento –miento–, no tiene amigos?–). Bueno, pues había pasado casi una década desde el segundo (The Stand-In, 2013), un álbum que le reportó muchos parabienes, pero con el que actualmente sigue manteniendo una relación de amor/odio. De ahí un poco, se entiende, la demora, el desencanto, la incomodidad y el prolongado silencio. El caso es que en aquel álbum (el segundo para nosotros, el tercero para el listillo) había una ligera rendición al pop, vaya por Dios, y casi todos los temas estaban coescritos. De hecho, en los últimos años, Caitlin Rose ha tenido a bien desterrar casi todos esos temas de su repertorio en vivo. No acaba de domarlos, no acaba de sentirlos suyos. A diferencia de las canciones del primero, las diez joyazas de este apabullante Own Side Now, que grabó con veintitrés años, en 2010, cuando se la llegaría a comparar, y no con poco acierto, con las inmensas Iris DeMent, Loretta Lynn y Patsy Cline, mucho antes del boom de otras artistas que hoy se acreditan el mérito (o más bien se lo acreditan otros) de la regeneración del género, fenómeno, sin embargo, que se debió en buena parte a este disco que, por cierto, además, hace dos años se reeditó remasterizado en vinilo, y no por la fiebre vinílica (que no es más que pan para hoy), sino sencillamente porque marcó un hito. Hubo un antes y un después de este álbum. Al César lo que es del César (y que conste que lo digo sin pretender desmerecer a las Margo Price o Nikki Lane de turno, que vendrían luego y arrollarían, claro que sí, pero, vendrían luego, bien está repetirlo). Por eso quiero volver hoy a «La vie en Rose», a aquella maravillosa entrevista que le concediera Caitlin Rose al periodista inglés Simmy Richman, paseándolo por las calles de su East Nashville querido, apenas unas semanas antes de que saliera el disco. La entrevista en la que pudimos enterarnos de todo: «fuma, bebe y tiene claro por qué Hank Williams disparó a cuatro ardillas». Rara vez se la veía sin un pitillo, había escrito más de una canción sobre el tabaco y los sitios de Nashville que frecuentaba eran donde se permitía fumar, en su caso, American Spirits («los azules«), cuyas cajetillas liquidaba antes de que te diera tiempo a decir: «el futuro de la música country». Citó al periodista en un restaurante mexicano próximo a su hotel. Nada más llegar se pidió un margarita. Luego se hinchó, e hinchó al periodista, a cervezas. Huelga decir que, a estas alturas de la entrevista, recién iniciada, ya nos habíamos enamorado perdidamente de ella. Y de ahí a Broadway, probablemente la calle con más honky-tonks del mundo, de cabeza al Robert's Western World («el hogar de la música country tradicional»), mejor que el tan cacareado Tootsie's, hoy más bien una parque temático para turistas mitómanos. Y luego una vuelta, con pase especial (conseguido gracias a su madre, Liz Rose, ganadora de un Grammy y autora de varias de las más exitosas canciones de Taylor Swift) por el Country Music Hall of Fame and Museum. El periodista apunta que la joven Rose fue cantando todas las canciones que iban sonando por megafonía en las distintas salas. Se las sabía TODAS de memoria, de pe a pa. Y que lo que más tenía ganas de ver eran las cuatro ardillas disecadas que mató Hank Williams, a las que luego vistió como si fuesen los miembros de su banda. «¿Por qué demonios haría una cosa así?», preguntó el periodista. Ella contestó sin dudarlo: «Porque por aquel entonces no tenían internet». Y, de allí, a su casa, en el East End (aunque ella es natural de Dallas, pero se mudaron a Nashville a los siete años de su nacimiento), la nueva zona de moda de la ciudad, a sentarse en el porche a seguir fumando y a beber té helado. Allí le cuenta que empezó a escribir canciones a los dieciséis años. En esa época, dice, escuchaba mucho punk-rock: Bikini Bill, los Ramones y las Donnas, así que eran temas de tres acordes, como comprenderás, un poco igual que ahora, apuntaba el periodista, aunque ella le aseguraba haberse aprendido desde entonces otros cinco. Pero ahí radicaba la clave, en la sencillez. Ese era el secreto. Y en eso también se asemejaban el punk y el country: acordes sencillos y canciones sobre estar jodido, o borracho. Y, de pronto, ¡BOOM!, otra revelación: el que realmente lo cambió todo para ella fue John Darnielle, de los Mountain Goats, a los que versionó mucho en aquellos tiempos, sobre todo el tema «I Think I'll Just Stay Here and Drink», que luego descubriría que era de Merle Haggard, momento en que, claro es, se enamoraría de la música del líder de los Strangers, «una de las mejores cosas que he oído en mi vida», «el Shakespeare de la música country», en palabras de Mike Beck, e, irremediablemente, tanto el periodista inglés como nosotros, yo al menos, ya no sabemos dónde meternos ni qué hacer para disimular el estremecimiento. Luego se llevó al periodista al Dino's, su bar favorito del barrio, donde iba a tocar esa noche. «Vas allí, te encuentras con otros músicos de la zona y, básicamente, se fuma, se bebe, se desenfundan las guitarras y se canta». Ojalá hubiésemos podido estar allí aquella noche. El padre de Caitlin sí que andaba por allí, y cantaron juntos el tema que vienen cantando juntos desde que ella era una renacuaja: «The Last Nicotinian». «Es una chica especial, ¿no cree?», le pregunta alguien al periodista en un momento de la noche. «Y que lo diga», responde él, «y que lo diga». Frescura, tradición y talento: «la cara nueva, con mentalidad outlaw, del futuro de la música country, como un cruce entre Elvis Presley y Gram Parsons». Simmy Richman ya supo, después de aquella noche, que las muchas canciones que ya había escrito aquella joven de veintipocos años, seguirían cantándose en los bares y honky-tonks de Nashville durante años. Al día siguiente, camino del aeropuerto, el periodista recibió un mensaje de Caitlin por Facebook: «Creo que me he despertado aún borracha. Espero que Nashville haya quedado en buen lugar con el paseo que te di. Otra cosa no, pero pasárnoslo bien en los bares, eso sí que sabemos. Tómate una birra a mi salud en el Tootsie's antes de embarcar, tienen una sucursal en el aeropuerto.» El periodista le contesta: «¿Crees que es una buena idea?». Y ella le dice: «Siempre». Claro que sí, en su bando, siempre.