BELLA WHITE

Among Other Things

(Rounder Records, 2023)

Nadie canta como Bella White. Ya lo había dejado meridianamente claro en su primer disco, Just Like Leaving, con diecinueve años, en 2020, si bien más amoldada en aquel entonces a la tradición del bluegrass, más cercana a la música de los Apalaches, por clara influencia de su padre, natural de Virginia, que militó en incontables bandas montañesas. Pero ya estaba ahí latente, alma vieja en corazón joven, el fraseo, el modo de decir lo que se canta, su exquisita manera de romper la frase y el ritmo, de acelerar o aminorar el tempo, controlando el nivel y la intensidad de la voz según el propósito del verso, adecuando el sentimiento a la letra, sin buscar la rima fácil ni forzar coincidencias peregrinas. Ella cita a Joni Mitchell entre sus influencias, claro, una maestra en lo de «cantar como me da la gana», y yo identifico también en estas nuevas diez composiciones (sobre todo en «The Best of Me» y en «Among Other Things»), a Nancy Griffith, la gran dama de la música folk, contadora de historias, frágil y dura al mismo tiempo, incapaz de callarse lo que siente y vive, lo que la entroncaría directamente con John Prine, otro de sus ídolos declarados. Credenciales, en cualquier caso, de toma pan y moja. En este segundo disco, Among Other Things, ya firmado con el sello Rounder, se separa del bluegrass, en el que ya muchos estaban más que dispuestos a encasillarla para siempre, y se adentra de lleno en un terreno más personal, más original, más amplio de miras, del que ya va a ser muy difícil que salga. No me extraña nada que lo reventara en el Americana Fest de 2022, que Willie Nelson contara con ella para su Luck Reunion de 2023 y que debutara el 25 de abril en el Gran Ole Opry a los pocos días de que se publicara el álbum. Cumplió los 23 hace nada, en el Newport Folk Festival. Y es que, entre otras cosas, como reza el título de su disco, Among Other Things es una obra maestra, y resulta verdaderamente apabullante. Tan apabullante como lo fue en su momento la aparición de los primeros discos de Krista Shows o Riddy Arman. Bella White sabe perfectamente lo que quiere y lo hace sin tener que rendirle cuentas a nadie. Se desgarra el pecho y se expone a la brava, con candor y audacia, revelando sus inseguridades y sus flaquezas sin ningún miedo. Y también su rabia, como en la canción «Marilyn», evidenciando la rotura de alguien que no puede permanecer indiferente a la fealdad, el abuso y la injusticia. En los dos últimos años, confiesa, ha estado escuchando mucho a Emmylou Harris, icono entre los iconos. Fue ella la que la animó a envalentonarse para trascender el género, para molestar a los que se molestaron cuando Dylan se enchufó, y hacer lo que le viene en gana. Lo mismo que Linda Ronstadt y Bonnie Raitt, mujeres asombrosas a las que no duda en calificar de puntales, de centros neurálgicos, de verdaderas centrales eléctricas. Al escucharlas, dice, se siente que saben perfectamente adónde se dirigen y de qué modo quieren llegar. «Pruébalo todo y luego haz lo que te salga del coño». Ese fue siempre el espíritu que se vivió en su casa, donde también sonaban a todas horas los Stanley Brothers, Flatt & Scruggs y los Monroe. Y eso es precisamente lo que ella ha hecho ahora (la vulnerabilidad impuesta por la pandemia tuvo bastante que ver): «En cuanto empecé a saltarme los márgenes, se me abrieron un montón de puertas. Me sentí libre para explorar y experimentar, sin verme encorsetada ni obstaculizada por las ideas preconcebidas de lo que se supone que tiene que ser mi música». Jonathan Wilson ha sido el productor perfecto para acometer semejante (jubiloso) sacrilegio. Se encerraron en los Fivestar Studios de Topanga Canyon y no le hicieron ascos ni al Hammond ni a las Fender, rodeándose, además, de un plantel de músicos extraordinarios que nada tenían que ver con los de su primer álbum, gente de Big Chief y de la banda de Lana del Rey. Y su voz en estado de gracia, claro. «Cuando grabé mi primer disco no tenía muy clara la dirección que iba a tomar, más allá de mi amor por ese estilo musical y el deseo de crear algo que diese fe de ello. Pero con este nuevo álbum, comprendí mucho mejor lo que quería decir y cómo quería decirlo. Me sentí más empoderada durante todo el proceso y me reportó un gozo mayor ver cómo las canciones iban generando sus propios pequeños universos. Espero que cuando la gente escuche esta música, se contagie de esa misma sensación de empoderamiento, la voluntad de ser completamente libre para hacer lo que una desea, impune e incondicionalmente». Así que ya pueden ir agarrándose los machos, porque esto no ha hecho más que empezar. Pensando ahora en todos esos agoreros que gustan tanto de denunciar la muerte de la música y de la sacrosanta tradición, he aquí una nueva actualización de los dos viejos adagios a los que tanto recurrimos por estas líneas para subrayar todo lo contrario: el círculo no se rompe y sigue generándose nueva piel para la vieja ceremonia. Y si no te gusta, pues buenas noches y buena suerte (más cerveza para mí y para los míos).