BRENNEN LEIGH

Ain't Through Honky Tonkin' Yet

(Signature Sounds, 2023)

Ni el Gran Cañón, ni Yellowstone, ni la Ruta 66, ni la librería City Lights, ni Monument Valley, ni la tabla de quesos más grande del mundo (sita en Madison, Wisconsin, entre las calles Main y King, certificada en 2022 por el Libro Guinness de los Récords: ciento cuarenta y cinco variedades, cerca de dos toneladas, con once metros de largo por dos de ancho)… Uno tiene que establecer sus prioridades (confieso que lo del queso de Wisconsin ha sido lo único que me ha hecho dudar), pero desde que me enteré de que Kelly Willis, Brennen Leigh y Melissa Carper se juntaron el año pasado para hacer una gira juntas, ese bolo de ensueño pasó a ser mi reclamo número uno para cruzar el charco. Kelly, Brennen y Melissa, como en su día Dolly, Lisa y Emmylou, componen hoy mi particular monte Rushmore de putoamismo extremo. La cosa al final no pudo ser (quizá vuelvan a juntarse y el trío acabe convirtiéndose en una benéfica costumbre, soñar es gratis –aunque a veces se pague caro—), pero me queda el consuelo de poder fatigar hasta el colapso del vecino el nuevo disco que sacó Melissa Carper aquel mismo año (Ramblin' Soul, 2022) y este de Brennen Leigh que hoy reseñamos (así como la esperanza, claro es, de que los buenos ciudadanos de Madison no hayan acabado aún con todo ese queso). También se da la casualidad (porque de verdad que no ha sido queriendo) de que hoy hace casi exactamente un año (por un día) desde que reseñamos su anterior trabajo, el Obsessed With The West, que grabara al frente de los Asleep At The Wheel. Procuraremos, por tanto, no repetirnos, salvo para reafirmarnos en nuestra absoluta e incondicional rendición. Brennen Leigh lleva dando el callo muchos años, pero desde que con estos dos últimos álbumes saltara definitivamente a la palestra, ya nadie puede negar (al menos en mi presencia) que es una de las mejores cosas que le han pasado al country & western en los últimos treinta, y puede incluso que cuarenta, años. Ella nunca se ha rendido ni ha sentido la necesidad de justificarse, y a los que venimos mareando la perdiz desde mucho antes de que la cosa comenzara a complacer a los modernos, nos emociona encontrarnos de nuevo con un disco tan extremada y radicalmente honky tonk. La verdad es que uno se siente como en casa al escuchar la canción que da título al álbum, «I Ain't Through Honky Tonkin' Yet», que parece estar sacada directamente de nuestro buzón: «He estado viendo como mis amigos sientan la cabeza, / ya no quieren salir de bares por la ciudad. / Supongo que podría haberme amoldado a esa clase de vida, / pero yo aún no he acabado de honkytonkear» (y discúlpeseme el neologismo). La canción habla de ese lugar (que, con un poco de suerte, quizá tú también conozcas) donde te ponen la cerveza más fría del mundo y la gente siempre sonríe, aunque a veces te pueda asaltar a bocajarro la sensación de no tener ningún sitio donde dejarte vencer, porque hace tiempo que cambiaron la gramola (en la que Brennen aparece acodada en la fotografía de la cubierta, con un efecto vaporoso que lo impregna todo de un cierto aire —falsamente, como veremos/escucharemos— elegíaco), por un televisor. Sentimiento que se repite en la canción «The Bar Should Say Thanks», un encomio del «barfly», de la mosca de bar que ella siempre ha sido, y a muchísima honra. El bar debería darnos las gracias en lugar de echarnos y cerrarnos la puerta en las narices, abandonados y tambaleantes en la grava del aparcamiento, darnos las gracias por haber sido siempre el alma de la fiesta y haberle insuflado vida a ese antro en el que antes de nuestra gloriosa irrupción «no había más que dos o tres pobres diablos llorando con Hank». Nosotros, los hermosos vencidos, que siempre nos gastamos en la gramola el dinero de la paga que quizá hubiese estado mejor en el banco. Y que nunca dejaremos de cometer los mismos errores, como canta Brennen en «Every Time I Do», casi poseída por el fantasma de Patsy Cline. Cruda emoción humana. Porque de eso trataba en el fondo todo aquel country & western de los años cuarenta y cincuenta, que es el que Brennen recolecta y amamanta, actualizándolo, transformando los viejos tatuajes en dragones. Vergüenza y arrepentimiento, claro, la resaca es lo que tiene, pero sin miedo y apostando siempre por el júbilo, por muy kamikaze que sea, a lo Red Sovine, como la Carole (con «e» al final), la camionera de esa tremenda canción que nos sale al encuentro a mitad del disco, «Carole With An E». Agarrar el volante y tirar millas. Y todo eso, además, con Marty Stuart a la mandolina, Chris Scruggs a la producción y las guitarras y Rodney Crowell haciendo voces, gente que jamás se ha caracterizado por alistarse en cualquier milicia. Pero a ver quién es el guapo o la lista que se resiste a irse de honky tonk con Brennen Leigh. Ella sigue manteniendo el «género» muy vivo, puede que más vivo que nunca (lo del tono elegíaco no es en el fondo más que retórica, pura fantasmagoría). Y está claro que si Brennen Leigh no existiera, alguien tendría que inventárnosla. Porque ella, como nadie, sabe darnos la vida y sacarnos una sonrisa cuando estamos solos y tristes en la barra, llorando con Hank.

SETH AVETT & JESSICA LEA MAYFIELD

sing Elliott Smith

(Ramseur Records, 2015)

Lo que se dice «la alegría de la huerta», no era, nunca lo fue. Eso lo sabe cualquiera que haya escuchado sus canciones. De género chico, Elliott Smith tenía más bien poco. La tan castiza expresión procede de una zarzuela, con música de Federico Chueca y libreto de Enrique García Álvarez y Antonio Paso. Cuenta los amores de un tal Alegrías, que se conoce que irradia y desborda buen humor por la huerta murciana, enamorado de Carola, a la que quieren casar sus padres con el hijo de un rico hacendado. Elliott Smith no irradiaba nada de eso. Para morir a los treinta y cuatro años de dos puñaladas autoinfligidas en el pecho (hay teorías), salvo en caso de bipolaridad extrema (hay aún más teorías), no se puede ser la alegría de ninguna huerta, ni siquiera de la murciana, que da gusto verla (no digamos ya de la de Omaha, Nebraska). Reírse se reía más bien poco, o nada. Su ecosistema natural era la aflicción. Imposible no pensar en los primeros versos de «Twilight», de From a Basement on the Hill (el descomunal disco que se editó al año de su muerte), tema incluido en este álbum tributo que hoy reseñamos: «Llevaba sin reírme así de fuerte desde ni se sabe, / será mejor que pare ya, antes de que me eche a llorar». No era la alegría de la huerta, está claro, pero de su lucha perpetua con el alcoholismo, las drogas y la depresión salió mucha luz (y en muy poco tiempo). Nadie sale indemne de sus canciones. Siempre pensé que sus canciones eran como tatuajes. Tanto para él, al componerlas, como para nosotros, al escucharlas. Duelen, pero cicatrizan (a él le cicatrizaron un poco menos que a nosotros, claro), y sí, en efecto, lo sé de buena tinta —nunca mejor dicho—, son para toda la vida (que puede ser mucho o poco, viendo lo visto) y nos da igual el aspecto que tendrán cuando la piel se nos desplanche —aún hay quien nos lo advierte de cuando en cuando, primos hermanos de los del recurrente: «¿Te los has leído todos?»—. El caso es que llegué a este disco con ocho años de retraso, después del asombroso Seth Avett sings Greg Brown, que reseñamos por aquí no hace tanto. Buceando en entrevistas vi que mi venerado Seth Avett había hecho lo propio, en el mismo sello, Ramseur Records, y en compañía de Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Y no cejé hasta tenerlo en casa. Aquí lo tengo. Hay que decir que tampoco es que ellos sean la alegría de la huerta. Las cosas como son. Los tres podrían compartir vivienda en algún ruinoso inmueble de «Memory Lane», avatar, aún más luctuoso, si cabe, del «Desolation Row» de Dylan. A la cantante de Kent, Ohio, no la conocía. «Composiciones ominosas», leí en alguna parte. Por ahí, me ganó, y me hice forofo. Empezó a los ocho años, tocando en la banda de bluegrass de su familia, los One Way Rider (en un autobús de gira que, en su día, perteneció a Bill Monroe, a Kitty Wells y a Ernest Tubb). Dan Auerbach oyó las canciones de su primer álbum, producido por su hermano y grabado con quince añitos, del que se editaron muy pocas copias, y fue, ya entonces, el que le allanó el terreno y le produjo el que pasaría a ser su primer disco oficial, With Blasphemy So Heartfelt (2008). Tres años más tarde, empezó a girar con los Avett Brothers y, a lo largo de más de cuatro años, fruto de muchas improvisaciones, confidencias, conversaciones de backstage y de carretera, tanto en sus casas como en infinitas habitaciones de hotel, fueron concibiendo y configurando esta poderosa criatura: Seth Avett & Jessica Lea Mayfield sing Elliott Smith (todo empezó con Seth tocando al piano «Twilight» en el backstage; a mitad de la canción se le unió Jessica, telonera por aquel entonces de los Avett, y lo vieron clarinete, no había más vuelta de hoja). La magia es que no inventan nada, no fuerzan nada, no lo deforman ni lo trasplantan (quizá sus terrenos lindasen o fuesen el mismo terreno, vendido a los tres por separado por un agente inmobiliario fraudulento). Interpretan sus canciones con rendición incondicional, con desafiante reverencia. Transmiten su fragilidad, su vulnerabilidad, su lirismo y su dolor. Y todo sangra de nuevo, como recién apuñalado. Sus canciones son así. Alguien lo dijo muy bien por ahí: sus canciones son habitaciones cuidadosamente amuebladas. Elliott Smith no se limitaba a ubicar y elegir el mobiliario. Sus recetas incluyen instrucciones sobre la temperatura, la intensidad de la iluminación, el ambiente y la calidad del aire. Cuando uno se instala en cualquiera de ellas entiende que está todo en su sitio, no sobra ni falta nada. No hay ninguna necesidad de renovar ni de hacer experimentos de Feng Shui. Basta con dejarse habitar por la propia habitación, dejarse poseer por las propias canciones. Y Seth Avett y Jessica Lea Mayfield lo consiguen de un modo extraordinario, se sienten cómodos en esos cuartos, son un poco como las mesas parlantes de las que dio buena cuenta Víctor Hugo en su día. Son casi espiritistas, médiums. Desde el primer tema, «Between the Bars», uno sabe que Seth Avett, a sus 34, la misma edad que tenía Smith el día que se mató, ha firmado, junto a Jessica, una obra maestra. Y poco más se puede añadir. (*Si tuviera mucho dinero —lo pienso cada vez que oigo este disco o el que dedicó a las canciones de Greg Brown—, cada cierto tiempo le produciría a Seth Avett, que en esto es bastante Rey Midas, un disco con el cancionero de cualquiera de mis músicos favoritos. Tengo esa convicción: Seth Avett debería cantar y grabar todas las canciones del mundo.) (**Hasta un disco de zarzuela le produciría, mira lo que te digo.)

RODNEY CROWELL

The Chicago Sessions

(New West Records, 2023)

Procuraré abstenerme de llamarlo pobre hombre porque, al fin y al cabo, es un pobre hombre y, el pobre hombre, ya tiene lo suyo con lo que tiene, pobre hombre. Pero lo cierto es que cada vez que Rodney Crowell saca un nuevo disco, me acuerdo de él. Creo que fue el día que fui a la tienda de discos a por el Texas. El susodicho hombrecillo, con su pinta de jubilado costroso, no compró nada (era más bien de la especie «mirón»), pero al verme con el disco de Rodney Crowell, que acababa de salir, sentenció, sin que nadie se lo preguntara, que Rodney Crowell llevaba sin grabar un buen disco desde que saliera The Houston Kid, allá por 2001, esto es, desde hacía dieciocho años. Y se quedó tan ancho —solo le faltó eructar y rascarse los genitales—. (Se conoce que su mujer le había dicho esa mañana que saliera a la calle a que le diera un poco el aire, y lo entiendo, pobre mujer, tener que lidiar a diario con la peste a rancio que desprende a todas horas su apolillado consorte —también es mucho suponer que tal espécimen goce de vida conyugal, por lo que seguramente fue su madre, seguramente muerta, la que lo mandó a airearse—.) Sirva todo esto para decir que con estas sesiones de Chicago que hoy reseñamos, producidas con gusto exquisito por Jeff Tweedy, a sus setenta y dos años, Rodney Crowell demuestra estar tan en buena forma como el primer día. Fui a comprar el disco a la misma tienda, pero, por suerte, no me topé con el hombrecillo sentencioso (en estos días hay mucha obra en Madrid, y supongo que estará muy ocupado comentando con cualquier otro zángano la mampostería o la consistencia de algún enladrillado). Me bastó con escuchar el primer tema del disco, «Lucky», para acordarme de su polvoriento apotegma, y, claro, me entró la risa. «Pobre hombre», pensé entonces (aunque ahora intente abstenerme de llamarlo así). Porque Rodney Crowell, el chico de Houston, ha vuelto a sacar un disco excelente. Lo primero que llama la atención es la cubierta. El mismo diseño y la misma sonrisa que lucía el músico en el legendario disco con el que debutó en 1978, Ain't Living Long Like This. Él mismo dice que, para él, en muchos sentidos, este The Chicago Sessions, desprende las mismas vibraciones que desprendía su primerísimo álbum. La idea de la cubierta fue de su hija, Chelsea. Y no le pudo parecer más acertada. «Hay algo muy sencillo, muy inocente en todo el proceso. Simplemente yo, con la banda, metidos en una habitación, sin cortapisas, a lo vivo, pasándolo bien». Lo que se transmite, y en eso Tweedy tiene buena parte de culpa, sin caer en un ejercicio de vana nostalgia (eso tan geriátrico y tan de pobre hombre de no querer regresar a los lugares donde una vez se fue feliz), es la alegría intacta de volver a grabar un disco (no un single, no una canción: un álbum con todas las de la ley), después de ya casi medio siglo lidiando con la industria, un poco como lo que le pasó a Johnny Cash con Rubin, cuando ya el Hombre de Negro había tomado la decisión de no volver a meterse jamás en un estudio. El pulso lírico sigue ahí (ya lo hemos dicho en alguna otra parte, Rodney Crowell es un escritor de primera, sus memorias, Chinaberry Sidewalks, están a la altura de los más grandes autores sureños contemporáneos), pero ahora sin florituras ni embellecimientos en la producción (como viene haciendo desde hace ya tiempo, probablemente desde The Houston Kid, el disco en el que el pobre hombre —ops, he vuelto a llamar pobre hombre al pobre hombre, pobre hombre— cifraba el inicio de su decadencia —espero que su pobre madre muerta siga momificándose con lozanía y cobrando fraudulentamente la pensión—). Guitarras crudas, piano honky-tonk y percusión contundente. Fresco y familiar al mismo tiempo. Artesanía cuidadosa y jubilosa liberación. Así es como lo explica el propio Crowell, que se ha autoproducido unas cuantas veces a lo largo de los años, pero que confiesa que es mucho mejor intérprete cuando es otra persona la que se pone el sombrero de productor. Se le nota más relajado y más presente cuando su trabajo va a consistir solo en tocar y cantar, y compara el estudio de Jeff Tweddy con un patio de recreo, en el que cada cual puede dar rienda suelta a sus ideas y sus impulsos. Y luego está Chicago, claro, que también suena. Rodney siempre había querido grabar un disco en «la ciudad del viento». «Tenía esa idea romántica y mística en mi cabeza, debido a todos los álbumes increíbles que han salido de esa ciudad, pero nunca había logrado llegar a grabar allí». Así que la aparición de Jeff Tweedy fue como un regalo del destino. «Iba conduciendo una noche cuando empezó a sonar por la radio la canción de Jeff «I Know What It's Like» y me dejó de una pieza. A los pocos meses coincidimos tocando en el Cayamo Cruise y, cuando me acerque a él para decirle lo mucho que me había impactado su canción, me sugirió que me pasara un día por The Loft, en Chicago, para grabar alguna cosilla». Tweedy, como tú y como yo (y puede que hasta como el pobre hombre, ¿por qué no?, quizá el pobre hombre goce de un pasado egregio en el que pudo llegar a ser menos pobre hombre de lo pobre hombre que es hoy, un pasado que, por algo que quizá le ocurriera en 2001, se truncó para sumirle ya de manera irremediable en el «pobrehombrismo» que hoy destila a raudales por las aceras, dejando un rastro de baba hedionda), decía que Tweddy era fan de Crowell desde que vio sus actuaciones en el documental Heartworn Highways. Así es que, desde su estudio en Nashville, Crowell recopiló unas cuantas demos y notas de voz que le mandó a Tweddy para ver qué le parecían. El encierro de la pandemia le obligó a mantener las cosas simples y crudas, haciéndose cargo él mismo de todos los instrumentos, a veces incluso aporreando la nevera para la percusión. Jeff lo vio claro: «Vente ya mismo para Chicago». En el disco hay material nuevo, aunque Crowell revisita un par de temas de los años setenta: «You're Supposed To Be Feeling Good» (que grabaría en su día Emmylou Harris en su Luxury Liner, 1977) y una emocionante versión del «No Place To Fall», de Townes Van Zandt, que siempre ha ocupado un lugar especial en su corazón: «La primera vez que oí esa canción, Townes estaba sentado enfrente de mí en la mesa, en casa de Guy y Susanna Clark. Dijo: “Ey, tengo una canción nueva para ti”, y desde entonces quedó impresa en mi mente. Quise grabarla como homenaje a una persona de la que aprendí un montón de cosas a propósito de cómo se escribe una canción». También hay un tema compuesto mano a mano con Jeff Tweddy, «Everything At Once». Diez canciones y cuarenta y un minutos de margaritas que no son para los cerdos, ni para los pobres hombres. (Me lo imagino ahora, al pobre hombre, en la Plaza Mayor, dando de comer a las palomas, sin el prestigio, siquiera, de pretender envenenarlas; pobre hombre, ya no me abstengo, lo siento, con sus migas de pan duro y sus excrementos de paloma en el pelo, tarareando una melodía de 1981, pobre hombre.)

MIKE BECK & THE BOHEMIAN SAINTS

Rooted

(Reata Records, 2006)

Desde que iniciara este blog el 14 de mayo de 2015, lo he ido posponiendo, no sé muy bien por qué. Lo mismo por simple amistad, a veces tan despótica y abusiva, por los agravios inconscientes del cariño (lo del asco de la confianza y toda esa vaina), de dar las cosas por descontadas, la lealtad por supuesta, o quizá por considerar que, de alguna forma, ya había saldado la deuda en las páginas de Apacherías, el libro que salió en 2009, donde devanaba las peripecias de aquel viaje a Nevada que cambiaría mi vida para siempre. Mike Beck estaba allí en 2007, el año del primer viaje, y desde entonces no ha dejado de estar presente, de un modo u otro; nos husmeamos los lances por las redes y, de vez en cuando, rompemos el cerco y hablamos para, al final, acabar siempre conjugando la misma esperanzada despedida: a ver si este año logramos llegar sanos y salvos a Elko (él siempre llega). Pero la cosa empezó a fraguarse un año antes, en Madrid, con un disco memorable y, atinando un poco más, con una canción en concreto. El disco (este Rooted al que hoy regreso como a una patria) cayó en mis manos gracias al enciclopédico saber e infatigable empeño de Joaquín, viejo zorro donde los haya, mayoral de Rock & Roll Circus, mi dealer desde el año de Maricastaña (2006), mi camello y un poco, también, mi particular Virgilio cuando me hallo en medio de la mortificante selva oscura, que suele ser casi siempre (y, ya que estamos saldando deudas, vaya por aquí mi reconocimiento para quien ha sido también figura clave en mi vida; recuerdo muy bien el día que entré por primera vez en su tienda, en busca de rarezas de Johnny Cash, y salí de allí a las dos horas, un poco más arruinado que al entrar, pero pertrechado con mis primeros discos de Rod Picott, Stephen Simmons y Nathan Hamilton, en lo que vendría a ser, ahora lo veo claro, una caída del caballo camino de Damasco en toda regla; gracias, Joaquín, por tantísimos deslumbramientos –y lo que te rondaré morena–). La canción culpable fue «John Steinbeck Drank In Here», con la que se abría el álbum que hoy sacamos a colación. Seducción instantánea. Sin paliativos. Una canción sobre la taberna (canciones de sed, siempre bienvenidas en esta casa) en cuya barra mellada solía acodarse uno de mis autores favoritos. Con referencias directas a Cannery Row y Tortilla Flat. Vino tinto y barajas grasientas. Toda esa mitología, californiana en este caso, de Salinas hasta Monterrey, los galones, probablemente falsos, con los que tienen a bien condecorarse los garitos más inhóspitos del lugar para atraer a la «vagabundia» (como pasaba en su día en Madrid con las placas de Hemingway que había en casi cada bar del centro, lo que llevaría a aquel otro hostelero bromista, en los aledaños de la Plaza Mayor, a publicitarse a la contra: «Hemingway nunca comió aquí», casi custodiado un portal más allá por ese pobre hombrecillo patilludo disfrazado de Luis Candelas, embeleso de turistas idiotizadas por lo flamenco, como para certificar que todo es circo y mentira). A esa canción la seguía otra con escritor dentro, «George Orwell's 113th Dream». Y a mí ya me tenía ganado. Allí estaba todo lo que me gustaba: las llanuras de Montana, Bakersfield, Buck Owens, Bob Wills, El Restaurante de Alicia y Ramblin' Jack Elliott. Este último haría luego la conexión con los Byrds: «Mike Beck toca la guitarra como un Byrd. Sus cuerdas hacen cosas que las mías nunca podrán hacer. Obedecen hasta al más ligero toque de sus dedos, como las riendas en la doma de un caballo». Allí residía otra clave. Mike Beck no solo era un músico excepcional (hoy ya son siete discos, si llevo bien la cuenta), también, como descubriríamos luego, era el auténtico «hombre que susurraba a los caballos» (se pasa media vida trabajando en ranchos e impartiendo cursos de doma por todo el país). El caso es que cuando Jaime Rodríguez, director del documental Cowboys I Know, consiguió las credenciales para asistir al Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, me pasó la lista de artistas que participaban aquel año para que fuese seleccionando a los que teníamos que entrevistar (Ramblin' Jack, Tom Russell, Ian Tyson, Don Edwards, Michael Martin Murphy…) y, entre ellos, estaba Mike. Hace poco, la revista Western Horseman ha hecho una lista con las 13 mejores canciones vaqueras de todos los tiempos. Hay canciones de gente inexcusable: Ian Tyson, Tom Russell, Lucinda Williams y Gene Autry. Pero dos de las trece son de Mike. Enseguida nos pusimos en contacto con él y, desde el primer momento, todo fue generosidad y entusiasmo. Nos abrió todas las puertas. Horas y horas, mano a mano, en el Stray Dog, el bar de mineros de Elko, donde tocaba todas las noches, el primer año solo ante el peligro, con su guitarra, a pelo, el segundo vengándose del respetable irrespetuoso con el desembarco de decibelios de su banda, los Bohemian Saints. Todo eso viene bien referido en Apacherías (un libro agotado que ya ni yo mismo tengo, el último ejemplar que me quedaba se lo regalé a una chica con un lunar estratégico; a veces pasa y no puedes hacer nada al respecto, te jodes, acatas el conjuro y bailas). El viaje al corazón del Oeste. Recuerdo a Ramblin' Jack en una de las mesas fatigadas del Stray Dog, agarrándome de la muñeca, señalándome a Mike en el escenario y diciéndome: «Ese hombre que está ahí arriba sí que sabe cómo se escribe una canción». Piropo máximo, viniendo de quien venía. Con los Bohemian Saints la cosa alcanzaba otra dimensión en directo, convocaban al mismísimo fantasma de Tom Petty y sonaban los ecos de Laurel Canyon (este Rooted cuenta también con una tremenda versión del «Drug Store Truck Drivin' Man» de Gram Parsons y Robert McGuinn). Estuvo cuatro horas dando el callo sobre el escenario, con un pequeño receso para salir a la nieve del callejón de atrás, entre contenedores de basura, a resbalar en el hielo y dar cuenta de un buen porro californiano (o, más bien, viceversa). Hablamos largo y tendido. De música y literatura, dos cosas que nunca he sido capaz de desligar. Me dijo aquello de que Merle Haggard era el Shakespeare de la música country. Verdad evangélica, como dirían por aquellos cerros. El caso es que hace poco me saltó en Instagram un vídeo de una reciente actuación de Mike en solitario. Su guitarra volvió a encandilarme. Al momento, pensé: ya casi llevo trescientos cincuenta discos reseñados por aquí, y ninguno de Mike. Tenía que enmendar ese descuido. Y para hacerlo (se hace difícil hablar de un amigo) he querido rescatar este disco que significó tanto. Hacía tiempo que no lo escuchaba y ha vuelto a emocionarme como lo hiciera entonces, hace ya la friolera (y nunca mejor dicho, treinta grados bajo cero en los yermos de Nevada) de veintitrés años. Y los primeros cincuenta segundos de «Cold Cold Ground» (canción que nos cedió generosamente para los créditos del documental) formarán parte ya para siempre de la banda sonora de mi vida. En esos cincuenta segundos se cifra entero aquel viaje iniciático al Oeste norteamericano, toda aquella gente increíble que conocimos en Elko, la amistad, la música, la alegría, los bisontes, los indios Crow, las borracheras (las pescadoras de Alaska, la chica de Idaho, los moteles mugrientos…), el comienzo de tantísimas cosas imborrables. Y así me quedo ya tranquilo, herido de nostalgia, como Harry Dean Stanton con su «Canción Mixteca». Gracias por todo, Mike. Y, como solemos decirnos siempre con fe renovada, a ver si el año que viene logramos llegar sanos y salvos a Elko. Nos lo debemos.

ALEX WILLIAMS

Waging Peace

(Lightning Rod Records, 2022)

Pronto harán seis años (27 de octubre de 2017) desde que dimos cuenta por este corral del Better Than Myself, el tremendo disco con el que salió a la palestra Alex Williams, un milenial barbudo de 26 años con la W de Waylon tatuada en el brazo y toda la pinta y la voz de ser un recluso recién regurgitado del movimiento outlaw de los setenta. Puede que por aquel entonces fuera un mero ejercicio de estilo, un remedo de todo aquello que le fascinaba desde su limitada conciencia de paisano de pueblo pequeño (Pendleton, Indiana), antes de recabar, para curtirse, en el Red Door Saloon de la calle Division, en Nashville. Las canciones eran buenas (mejores que él, según el batería que abandonó la banda tras unos desacuerdos), una especie de gólem, mezcla de fantasías, deseos, estética y actitud, aunque, por decirlo de alguna manera, inanimada, sin sangre. La sangre vendría luego. La sangre vendría con la experiencia cuando, con motivo del éxito de aquel primer álbum, Alex Williams salió a la carretera y todo lo que habría podido ser tildado de impostado, de lugar común o de simple fantasmagoría, se hizo carne (y sangró, claro). Alex Williams comenzó a vivir en su propia piel todo lo que decían/anticipaban las letras de sus canciones («More Than Survival», «Little Too Stoned» y «Week Without a Drink», por poner solo tres ejemplos). Una vida de excesos, desafueros, desmanes, despilfarros, soledad y mucho daño. Lo «outlaw» está bien como sello de identidad (como pegatina de tienda de discos), como estilo o como lenguaje, incluso como posicionamiento ético (hacerle la peineta a la industria —aunque en 2017 la industria era ya un cadáver tan momificado que ni apestaba ni asustaba a los niños—), pero vivirlo es otra cosa. De vivirlo, en ocasiones, no se sale indemne. Y, en este caso, el salto al vacío fue dado en sentido contrario (lo de empezar la casa por el tejado): las primeras canciones hablaban de unas heridas que aún no se había infligido y Alex Williams salió a la carretera a infligírselas por sí mismo, salió al encuentro de todo lo prefigurado. La autenticidad vendría a posteriori, se la iría ganando a pulso. El viaje que se describe ahora supone la encarnación de todo ese desamparo, de toda esa dureza (y también del gozo), las trampas de la adicción, las noches en vela, el desarraigo, todo el desbarajuste existencial que supone la vida en la carretera. Un hiato de cinco años para digerir toda esa experiencia y parir las doce canciones autobiográficas de este Waging Peace en el que nos ofrece unas cuantas instantáneas de su cruenta batalla personal entre el bien y el mal (en «Rock Bottom», bajando los decibelios, introspectivo, se pregunta por qué los caminos más oscuros son siempre los más fáciles de seguir, como el camino de la autodestrucción del que nos habla más adelante en «Higher Road», consciente de que su único enemigo se parece muchísimo a él, ¿qué coño?, es él), ya una vez conquistada la calma, la paz obtenida a base de tumbos y varapalos a la que hace referencia precisamente el título del disco. Y todo interpretado con una conciencia muy clara de quién es, con una seguridad que no hace sino subrayar y poner en negrita la autenticidad latente de su primer álbum. Más viejo y más sabio (treinta y tres años, madre mía, al habla Matusalén —ahora mismo, lo confieso, no puedo sentirme más antidiluviano—, aunque, no en vano, ya se encarga de soltarlo él mismo en «Old Before My Time»: «una mano al volante y un pie en la tumba […] / lo bastante joven para saber que me he hecho viejo antes de tiempo»; la edad, probablemente, sea otra cosa que no tenga nada que ver con el segundero), de algún modo redimido, pero, eso sí, sin dormirse en los laureles ni darnos la tabarra santurrona del excombatiente renacido que te agarra de la manga para ahogarte con su babosa autocompasión y su manido romanticismo (el daño que ha hecho la visión romántica, beat, de la carretera es ya, probablemente, irreparable: pijos y turistas inundan «el camino» para dar pábulo a un mito que desde su origen fue ya bastante artificial y fingido, cuando no una cosa puramente paupérrima, hija de la precariedad, la necesidad y la miseria). Alex Williams nos habla desde la serenidad de haberse encontrado a sí mismo, pero sin apaciguarse, más bien todo lo contrario, ahora goza de mayor potestad y hace gala de muchísima más autoridad y contundencia, por ejemplo, en las guitarras (Ben Fowler, a la producción). Y tras haber atravesado el infierno, nos demuestra que uno puede esgrimir, además, el optimismo sin sonar gazmoño. Como guinda del pastel, por cierto, al igual que en su disco anterior, aparece la armónica de Mickey Raphael a modo de sello de autenticidad (el sello del hombre que siempre estuvo allí). Así que, sí, sin duda, ha merecido la pena esta espera de cinco años, cuando ya lo dábamos (al menos yo) por extraviado (y probablemente atropellado) en la «carretera perdida» de Hank Williams: «I'm a rolling stone / Just another boy, all alone and lost, / for a life of sin, I have paid the cost. / When I pass by, all the people say: / “Just another boy down the lost highway” […] I've paid the cost on the lost highway».

DROPKICK MURPHYS

Okemah Rising

(Dummy Luck Music, 2023)

«E la nave va», sí, pero va mal. Va como el culo. Va directa al iceberg. Y no es que sea cosa nueva ni de aquí solo, es una deriva general, la deriva de los tiempos, si se quiere, Europa no supo, no quiso o no pudo aprender la lección, y aquí, claro, como siempre, lo mismo, pero en cutre, lo que resulta aún más desolador (con nazis de baratillo), y ya no solo por ellos, sino por quienes los eligen, que se llaman Legión, porque son muchos (de Madrid al cielo, o al cieno, que es lo mismo). Lo de estas últimas elecciones, sin ir más lejos (apenas han pasado cinco días), es como para entrar en el bar (en mi caso el Parnasillo del Príncipe, Guinness bien servida y madera robusta de pino) y ya salir solo con los pies por delante y el testamento resuelto, porque el desencanto y la devastación parecen de todo punto inevitables, el iceberg está ahí, lo llevamos viendo desde ya ni se sabe, y ahora hasta nos sonríe y nos saluda. No hay vuelta de hoja: toca descrismarse. Pero, por suerte, están, vienen estando desde hace veintisietes años, los Dropkick Murphys, que en 2022, con su This Machine Still Kills Fascists, vinieron a recordarnos que aún queda espacio para la resistencia y la revuelta (vamos, para descrismarse mejor, dándole un girito a la máxima de Beckett), y que Woody Guthrie, hasta en sus letras inéditas (mejor dicho: aún más en sus letras inéditas), siempre ha sido, y sigue siendo, el más punki de todos. Aquí reseñamos el Okemah Rising, que acaba de salir, secuela del anterior, también desenchufado, con más letras inéditas y la misma rabia, pero, en el fondo, lo que venimos a reseñar son los dos discos, porque se trata del mismo impulso y el mismo ánimo, inmensamente poético, bello, bellísimo, de darle un puñetazo a un fascista, «nazi-stomping fun», el gozo y la diversión blue collar con que nació este grupo de irlandeses de Boston, allá en 1996, todo muy de salir de la fábrica, meterse en el bar y cagarse en los muertos de quienes nos pisan. Una pinta de Guinness en la mano, cualquier canción de cualquiera de estos discos y la voluntad y el júbilo imbatible de estrellarle el vaso (una vez vacío) al primer nazi que se nos cruce. Y quedarse uno luego tan a gustito. Nos vamos, de acuerdo (hijos de la gran puta), pero antes vais a sangrar, os van a quedar graves secuelas y os vais a tener que pagar (por lo privado, os jodéis), bien de traumatólogos y cirujanos. Al Barr, el líder vocalista de los Dropkick, no pudo estar porque tenía que ocuparse de su madre enferma, así que el grupo hizo piña para esperarle y, para entretenerse, se fueron a Okemah, hablaron con Nora, la hija de Guthrie (que les suministró un montón de letras inéditas de sus archivos y que ejerce, además, en sendos álbumes, de productora ejecutiva) y se fueron directos a Tulsa, a The Church, el estudio de Leon Russell, a grabar estas veinte canciones (contando las de los dos álbumes, que, como los buenos discos punk, apenas rozan los treinta minutos), estas veinte granadas de mano. Y hay que decir que Guthrie nunca había sonado tan bien (ni siquiera en manos de Bragg y Wilco, que perpetraron, con sus más y sus menos, aquel prodigioso Mermaid Avenue y sus secuelas). En manos de estos maravillosos alborotadores, estibadores tatuados y llenos de cicatrices del río Mystic, la fuerza, la honestidad y el humanismo de Guthrie, encuentran el molde perfecto. Aquí hay revulsión, resistencia y energía, como nunca antes. Sin preciosismos, ni susurros. Aquí se va a la huelga y se cantan consignas, pero también se revientan farolas, y no precisamente por el itinerario convenido por la policía. Aquí no se calla nada y no hay mordaza que valga. A la fiesta de este segundo round (al igual que en el primero se unieron Evan Felker, de los Turnpike Troubadours en «The Last One», o Nikki Lane, en la adictiva «Never Git Drunk No More») se suman los Violent Femmes («Gotta Get To Peekskill»), Jesse Ahern («Rippin' Up The Boundary Line») y la maravillosa Jaime Wyatt en «Bring It Home» (decir que la versión Deluxe del disco anterior cuenta con unos cuantos temas extra grabados en vivo en el Ryman Auditorium, entre ellos el dúo con Nikki Lane, aquí interpretado en su lugar por Jaime Wyatt, y a ver quién es el guapo o la guapa que se atreve a decir a quién quiere más, las dos inmensísimas). Son, sin duda, los discos que estábamos necesitando en estos momentos. Una inyección de ánimo caída del cielo. Guthrie más vivo que nunca. Así que ya pueden echar a correr Hitler y sus Hitleritos: «La chavalería fascista se piensa que es el doble de dura, / pero no es lo bastante dura. / Dadme una ametralladora y compondré una canción. / Me pasaré la noche entera tocándosela a Adolf. // Echa a correr, Hitler, / porque vamos a por ti». Y si nos arrolla el tiempo, que, al menos, se acuerden de nosotros. Ya dije que solo saldremos de este bar con los pies por delante. Y las macetas de la Ayuso, en el balcón, muy bonitas, sí, perfectas, para el calentamiento global (que llevo encima) y, como decía Burroughs, para arrojárselas a la policía. Okemah rising. «No surrender»… Y oye, mira, ya que vas al servicio, mientras yo le voy poniendo el punto final a esta reseña, pídete otra ronda de Guinness, que estas ya están devastadas y tristes.

TOMMY WOMACK

30 Years Shot To Hell (An Anthology)

(School Kid Records, 2021)

La mera existencia de esta antología justifica el deseo de padecer una amnesia repentina. De descalabrarse en la bañera, por ejemplo, y olvidarlo todo. Perder el conocimiento y despertar en tu casa sin tener ni puñetera idea de quién eres, ni de dónde estás, ni de si esas bragas son tuyas, de alguien que vive contigo o de una visitante casual (promesa o descuido). Ignorar la fecha y toda suerte de afectos, la ciudad y los vecinos. No reconocer a la gente que sale contigo en las fotografías que hay enmarcadas en el pasillo, preguntarte a cuento de qué te tatuaste eso y eso y eso otro, si esa sangre es tuya (esperas que sí) y si de verdad te has leído todos esos libros. Asomarte a la nevera para ver si eres de naturaleza más o menos optimista (temiendo el embate de un brócoli o la injuria de unos tomates cherry), encontrarte, básicamente, latas de cerveza, y respirar aliviado. Acto seguido, revisar el armario de las medicinas para ir haciéndote una idea (paracetamol y poco más, ¡bien!), encontrarte el segundo CD de esta antología en el equipo de música y darle al «Play»… Y, de repente, la felicidad. El asombro. Y algo así como la comprensión instantánea de quién eres, quién fuiste y quién seguirás siendo, porque seguramente esto ya no haya quien lo remedie. Por eso envidio a todo aquel que no conozca a Tommy Womack. Con estas cuarenta y dos canciones obtiene un pase directo al Paraíso al que otros hemos ido accediendo, paso a paso, durante los últimos treinta años, sí, justo los que ampara esta fabulosa antología. Recuerdo perfectamente el día que escuché por primera vez a The Bis-Quits, el disco salió en Oh-Boy Records en 1993, el mismo año que se publicaba otra de las grandes antologías que serían cruciales en mi vida, el doble álbum Great Days, de John Prine. Fueron los primeros artistas contratados por el sello. En la banda estaban Tommy Womack y Will Kimbrough. El niño que gritaba en la fotografía de la cubierta parecía el niño del logo de Oh Boy y, según Womack, la banda era como mezclar a los NBRQ con los Replacements, ahí es nada. Solo sacaron ese disco. (*Permítaseme ahora un breve inciso: si todo se fuera a la mierda, como probablemente debiera, y los contribuyentes del futuro, hijos de los hijos de los hijos de los hijos que saliesen un poco entumecidos y deslumbrados del refugio atómico que, en su día, tuvieron el buen ojo de construirse, —o algún extraterrestre extraviado, en su defecto—, se pusiera a leer este blog —cosas más raras se han visto—, sacaría la conclusión de que John Prine era Dios y de que casi todo giraba en torno a él; y, a decir verdad, no se llevarían una idea demasiado equivocada). Bueno, pues de aquel disco, The Bis-Quits, consta en esta antología un solo tema, «Cold Wind» (yo habría metido el «Anal All Year», título favoritísimo, o el contundente «Yo Yo Ma»). Pero también hay cuatro de su anterior agrupación, los Government Cheese, con quienes llegaría a sacar cinco álbumes (y aprovecho para colar otro inciso y rogaros que no dejéis de leer el libro que escribió Womack sobre la banda: Cheese Chronicles: The True Story of a Rock 'n Roll Band You Never Heard Of, uno de los libros más divertidos que se han escrito sobre los avatares y las peripecias de una banda de rock 'n roll —de la que nadie ha oído hablar—. Oro puro), y otros tres de los dos álbumes que sacó con Daddy (banda en la que volvería a juntarse con el gran Kimbrough). El resto son temas de sus ocho discos en solitario. Entre medias sacó un par de álbumes con Todd Snider (The Devil You Know y Peace, Love an Anarchy) y escribió varias canciones con Jason Ringenberg, de Jason & The Scorchers, una banda que el propio Womack (¿y quién no?) idolatraba (en el Clear Impetuous Morning de 1996 hay cuatro canciones escritas mano a mano). Por otro lado, la lista de artistas que han cantado sus canciones es de toma pan y moja, aparte de Snider y Ringenberg, Jimmy Buffett, Dan Baird, David Olney, Kevin Fowler, qué se yo. Una puta institución en la sombra. Y, además, y ya me despido con esto, es el autor de «The Replacements», temazo de ocho minutos y medio (incluido en el segundo CD de esta antología, perteneciente a su tercer álbum en solitario, Circus Town, 2002) por la que ya contará para siempre con un lugar destacado en el Olimpo del rock n' roll. La letra, más narrada que cantada, viene a ser la biografía de tu vida (intuyo) y de la mía. Es, quizá, uno de los mejores textos que se han escrito sobre la esencia del rock 'n roll (sin soplapolleces eruditas ni contextualizaciones culturales masturbatorias, solo pura pasión y sentimiento) y cómo afecta a nuestras vidas (una canción estratégicamente situada, por cierto, corte tres, antes de la maravillosa «I'm Never Gonna Be a Rock Star», que la complementa de un modo insuperable). Una canción sobre perdedores, sí, sobre «hermosos vencidos» (con permiso de Cohen, otra vez), pero también sobre el gozo infinito de serlo, casi una vocación, sobre la magia, la decepción, la resistencia y las ganas de vivir, o mejor, de gastar la vida, sin importar el rastrojo que puedas dejar al final. La cosa es incendiarse. «Eran como Charles Bukowski con vatios y vómito, / pagabas por verles y te la jugabas, / pero cuando eran buenos, ¡hasta Dios se ponía a bailar!». Eso en cuanto a los Replacements, claro, o la banda que arruinase jubilosamente tu biografía, pero escuchar a Womack es, insisto, simple y llanamente, la felicidad. Peter Cooper, en las notas del disco, lo define muy bien: «Este hombre, este gran artista, es una fiesta andante». Espejos de la casa de la risa —dice Cooper a renglón seguido, poniéndose muy estupendo, muy Max Estrella, muy valleinclanesco—, bueno, de la casa de la risa y de la casa de la no risa, espejos donde se reflejan nuestras almas, como en los del hoy tristísimo y horripilante Callejón del Gato. Con dolor y gozo, igualito que al tatuarse («sarna con gusto no pica», que diría tu abuela): tremenda verbena.

PETE BERWICK

The Damage Is Done

(Shotgun Records/Berwick Productions International, 2023)

Te invitan a una comida. El anfitrión es un viejo amigo de tu hermano, rockero, poco más o menos de tu misma quinta. Habéis sudado y padecido los mismos conciertos, las mismas salas, las mismas sustancias. Intentas llegar tarde, pero llegas pronto, siempre te pasa. Te ofrece una cerveza (primera de muchas, te van a hacer falta) y te cuenta que se acaba de separar de su mujer. Luego van llegando los demás, de uno en uno. Todos viejos guerreros de la fiesta antigua, tatuados y heridos. El primero no puede beber, se está recuperando de un infarto. El segundo ha tenido un año impertinente con la tuberculosis. Y el tercero recién llega de sosegarse los ánimos tras una rigurosa inspección de la próstata. Te sientes un poco impostor, a ti no de duele nada. Si fueses más aprensivo empezarías a notar un picor cancerígeno en el pecho. Haces un chiste, prometes que a la siguiente reunión acudirás con una dolencia prestigiosa. Se ríen por educación (entre líneas puedes leer: «¿Quién es este gilipollas?). La sobremesa deriva hacia el rock and roll. Nostalgia de bolos pretéritos. Quién vio a quién y dónde. Y conciertos recientes. Tal banda mítica que vino con un cantante nuevo que nada que ver. Tal otra sin el batería original, que se mató. Y así todo. Sales de allí un poco tullido. Te pican cosas que nunca te habían picado. Te has asomado al abismo. Tu nueva palabra favorita es: «benigno». Para colmo, viene Springsteen (su último disco, pura cochambre) y lo único noticiable de la gira son sus amiguitos famosos, los hotelazos, los restaurantes. La misma sensación desoladora que al leer aquel infecto libro de Blixa Bargeld. Todo inmensamente prostático y burgués. Y no puedes evitar pensar que lo mismo van a tener razón los agoreros, y esto ya no lo va a poder levantar ni la química. Antes de subir a casa, entras en el supermercado a por cervezas y dudas. Lo mismo ha llegado el momento de entregarse a la leche de soja. De comprar una lechuga. No lo haces, claro. Pero lo piensas. Y ya vas jodido. El caso es que entras en casa, enciendes el ordenador, te abres una cerveza y, al abrir el Facebook, te encuentras un mensaje de Pete Berwick. No hablabais desde su último disco. Han pasado unos años. Te pide una dirección para mandarte su nuevo álbum, The Damage Is Done. Siempre ha sido generoso y atento con quienes lo han seguido y apoyado. Pionero del cowpunk. Escritor increíble. Boxeador amateur y, desde hace unos años, cómico y reputadísimo actor. Para ti una leyenda. Te da un poco de miedo, viendo lo visto. Enseguida te llega el enlace con la contraseña para que te lo descargues. Te abres otra cerveza para que el daño sea mínimo. Pinchas el primer tema, «She Ain't Got Me» y, a los diez segundos, de golpe y porrazo, se te pasan todos los males. Pete Berwick, que había bajado revoluciones en su anterior trabajo, más acústico, ha vuelto con toda su fuerza, se ha juntado con Charlie Bonnet III, y se ha marcado un discazo de canciones duras y sin contemplaciones, a lo Social Distortion, que era justo lo que te hacía falta, el antídoto. Canciones que te devuelven la fe en todo aquello que probablemente te hizo daño pero que, al mismo tiempo, siempre te hizo sentir vivo. Veraz, auténtico e indomable. Pete Berwick haciéndole la peineta a los tiempos duros (y tú ya pensando que lo mismo te has quedado corto con las cervezas —la soja y el brócoli, jubilosamente, no han sido más que los fantasmas inoportunos de una mala digestión—). Y vuelve a ponerte el pelo de punta. En «Don´t Know How» reaparece el magnífico escritor que siempre ha sido (ya se puede uno hacer con su nuevo libro, por cierto, Too Wild To Tame. The Story of The Boyzz). Un relato antibelicista, muy a lo Steve Earle, sobre falsos héroes y falsas esperanzas, cantado con su buena dosis de rabia y desprecio. Y de pronto te reafirmas, sabes que, como el propio Berwick, y como los comensales heridos del convite rockero mentado unas líneas más arriba, no vas a rendirte. Aunque el temporizador de la pared te vaya comiendo el tiempo, no cederás el paso al yogur con bífidus activo. En efecto, en «Timeclock on the wall» se cifra esa actitud irredenta: encuentras una mujer, tienes un par de críos, curras en la fábrica, bebes cerveza y matas otro año; y es así que te levantas un día para darte cuenta que los sueños que dejaste atrás están sepultados bajo el cielo carbonífero del condado de Butler, entre el polvo, el barro, el sudor y el óxido, y que, en algún momento, los mudaste por unos grilletes. Pero, lo importante, no es ese tiempo que te marca el reloj de fichar, sino el tuyo propio, el tiempo de lo vivido. El tiempo que cuando te llegue el momento de entregar la herramienta te permita decir: Arrojad mis cenizas al suelo de la fábrica donde me he dejado la vida. Y decidle a ese puto temporizador de la pared que le gané la partida, porque, vale, me deslomó, sí, pero al vencerme me liberó de los grilletes. Y de eso trata el rock and roll. De seguir viviendo, de enseñarle el culo a la perseguidora, de coleccionar cicatrices. Y puede que pasen los años, que se desmoronen muchos de tus ídolos y que el cuerpo ya no te responda como lo hizo en su día. Pero sigues creyendo en lo que siempre creíste, y es una inmensa suerte que algunos de quienes te acompañaron desde el principio, como Pete Berwick, sigan acompañándote ahora, haciendo que el tránsito duela menos, cauterizando la herida. Así que ya solo me queda darte las gracias, Pete, por no rendirte. Por tu generosidad. Por tu amistad. Aquí seguimos.

CHELSEA LOVITT

You Had Your Cake, So Lie In It.

(Fat Elvis Records, 2020)

En East Nashville, un par de kilómetros al nordeste de donde la Interestatal 24 gira para meterse en la calle Spring, hay una pequeña casa de color salmón, de lo más anodina, tras cuyas paredes de madera de cedro nadie podría imaginarse las barbaridades que se perpetran y se han perpetrado. El lugar se conoce, quien lo conoce, como The Bomb Shelter, y es uno de los estudios analógicos mejor equipados de la ciudad. A cargo del búnker («The Bomb Shelter», nombre heredado de su primer y humildísimo emplazamiento en un sótano) se encuentra Andrija Tokic, quien, desde que se afincara en Nashville, allá por 2004, viene firmando muchas de las mejores producciones discográficas que se han acometido en «La Ciudad de la Música» en los últimos años, entre ellas, el Dead Flowers con que Caitlin Rose saltara a la palestra y el Boys & Girls con el que debutaron clamorosamente en 2012 los Alabama Shakes (por citar solo dos de sus primeras animaladas). Y allí mismo fue donde Chelsea Lovitt (nacida en Southern Mississippi, mudada a Nueva Orleans y afincada en Nashville, previo paso por Francia) fue a llamar para grabar este You Had Your Cake, So Lie In It, que saldría en 2020 bajo el sello con mejor nombre de todos los tiempos, Fat Elvis Records (Discos del Elvis Orondo). Nueve canciones (treinta y cinco minutos de pura dicha) en las que maceran y cuajan todas las influencias de sus correrías, un estilo que definió muy bien Aaron The Audiophile en una reseña de hace unos años diciendo que por cada momento en que canaliza con Hank Williams y el punto retro-country (como sus colegas Sierra Ferrell, Hannah Juanita, Leo Rondeau y Waylon Payne; estamos hablando de esa liga, esto ya lo añado yo), Chelsea Lovitt dedica otros dos a reventarte la piñata con su sensibilidad punk (o con la falta de sensibilidad y de susceptibilidades que caracterizan el punk). Y es que esa es, precisamente, una de las cosas que más nos pueden gustar de ella: el maravilloso sarcasmo de sus afiladísimas letras, su actitud irreverente. Canciones introspectivas, sí, muchas veces descorazonadoras, pero sin dejar nunca de resultar humorísticas, como queda de manifiesto en esa maravilla que es «State of Denial» el cuarto corte del álbum, un tema escrito en un prado de Delaware, con una armónica, un mes antes de entrar en el estudio, a las cinco de la madrugada, después de haberse pasado horas escuchando a Dylan. «Tenía ambiciones para este disco —dice ella—, la idea de que se viese influenciado por el Blonde on Blonde, por supuesto, que es uno de mis álbumes favoritos, y como lo íbamos a grabar en cinta y, además, en Nashville, me pasé días escuchando obsesivamente el Nashville Skyline. Escribí la canción estando enamorada, casi te diría que por primera vez en mi vida, hasta las trancas. […] Es una reflexión sobre lo que es y lo que no es el amor, y sobre por qué unas veces es un «no poder ser» agridulce a causa de la distancia o de tu propia neurosis, que se interpone». En el vídeo, rodado por Joshua Shoemaker, ella va con la furgo de la banda por Nashville repartiendo flores, haciendo feliz a la gente, mientras canta sobre el desgarro de verse separada de sus seres queridos. La música de Chelsea es una mezcla hilarante, genial, de insolencia, arrogancia, fanfarroneo y desafío, con sus buenas dosis de rockabilly, de eso que algunos llaman country psicodélico (que yo no sé muy bien qué cosa es) y la fuerza lírica en las letras del folk de los sesenta. Es muy difícil no enamorarse de ella. De chiquitilla se quedó prendada como una boba del mejor amigo de su hermano mayor (básicamente porque tocaba la guitarra), que le regaló su primer CD, nada menos que de Ace of Base, ja, ja, ja, ja (se parte la caja ella al contarlo y me la parto yo contigo). Pero su verdadero flechazo fue (de nuevo) John Prine (en octubre de 2022 ya la cosa se enmendó, pero en una antigua entrevista ella no podía entender qué cojones pintaba Kid Rock en el Music City Walk of Fame, mientras John Prine seguía sin estar). Su primer concierto fue uno de Lynyrd Skynyrd en la Sala Polivalente del condado de Forrest (Mississippi), al que asistió con su grupo de catecismo; tenía doce añitos (esas cosas marcan, inevitablemente). Para tomar café, en Nashville, te recomienda el Bongo Java, en Five Points, y para pizza, el Five Points Pizza. Donde más le gusta ir a tocar en el Dee's Country Cocktail Lounge, que considera como su casa, entre otras cosas porque la dejan entrar con su perro. Y, por si todo esto no te ha convencido aún de lo fantástica que es y de lo mucho que la necesitas en tu vida/tocadiscos, ahora anda enfrascada en la concepción de un spaguetti western distópico con mucho tema instrumental que cuadraría perfectamente en una peli de Tarantino o de los hermanos Coen. Claro que sí.

ARLO McKINLEY

This Mess We're In

(Oh Boy Records, 2022)

Arlo McKinley fue el último artista que fichó el inmenso John Prine para su sello, Oh Boy Records, antes de hacer mutis por el foro. Y John Prine no fichaba a cualquiera. En su catálogo no hay muchas referencias, pero en ninguna baja el listón. Se conoce que había escuchado el Arlo McKinley & The Lonesome Sound (2014), recomendado por su hijo, Jody Whelan, director de operaciones del sello (que lo vio en vivo una noche en el High Watt de Nashville), y ni lo dudó, claro. Su segundo disco, Die Midwestern (2020), saldría al mercado en su sello, grabado, por cierto, en el Sam Phillips Recording Studio, bajo la supervisión de Matt Ross-Spang (que desde los dieciséis añitos viene liándola parda en Sun Records y ya cuenta en su haber con producciones para Jason Isbell, Margo Price, Charley Crockett, los Old Crow, el propio John Prine y hasta el mismísimo Elvis —Ross-Spang estuvo a cargo de las mezclas de los álbumes Way Down in The Jungle Room, Elvis Presley: The Searcher, The International Hotel, Las Vegas, Nevada, August 23, 1969, From Elvis in Nashville y Elvis on Tour—) y rodeándose de músicos de la talla de Ken Coomer (Wilco), Rick Steff (Lucero, Hank Williams Jr.) y Reba Russell, con quienes repite exquisitamente en este tercer disco, This Mess We're In («este pifostio en que andamos metidos»), ya huérfano de Prine (y de otra mucha gente amada, entre ellos su madre y varios amigos). Un disco sobre la pérdida y la resistencia, sobre el ahogo y la soledad, y sobre cómo encontrar, extraviándose, el camino de vuelta a casa (por ahí dicen que es el campeón de la música triste, y no andan muy desencaminados). Desde los ocho años, cantando en el coro de la iglesia de su familia (la Bethlehem United Baptist), oyendo los vinilos hardcore de sus hermanos y los de bluegrass de su padre (en sus conciertos aún sigue tocando el «John Deere Tractor» de Larry Sparks), McKinley, nacido Timothy Carr en Cincinnati, Ohio, viene mezclando gospel, metal, punk y country, todo muy blue collar, con las viejas Gibson LG1 y J45 de su padre y los pies bien pegados al suelo (digamos mejor: al barro; porque sabe muy bien lo que es ensuciarse las manos y las botas, se ha pasado horas en la carretera, currando de transportista entre Michigan y Ohio, y no es de extrañar, por tanto, que su música suene tanto, e incluso huela, a todos esos trayectos fatigosos, anfetamínicos y solitarios), por los Apalaches y la región conocida como «El Cinturón del Óxido» (también: «Cinturón Manufacturero»), la América de la decadencia industrial y económica iniciada en los años setenta, la América abandonada a su suerte, chatarra, herrumbre y maquinaria obsoleta, paro, violencia, lesiones y mucha basura en la cuneta, tanto mano a mano con Jeremy Pinnell, su mejor amigo, en el dúo folk The Great Depression, como al frente de su propia banda, los Lonesome Sound (abriendo para gente como Tyler Childers, Jason Isbell, Justin Townes Earle, John Moreland y Jamey Johnson —todos, por cierto, gente vapuleada, por decirlo suavemente, gente con más de un máster en tristeza y desolación—). En su segundo álbum (primero en el sello de Prine) documentó esa relación de amor/odio con su tierra inhóspita, marcada por la pobreza y la devastadora epidemia opiácea (desgarramiento que incluye muerte de familiares y encarcelamiento de amigos), reafirmándose en que, pese a todo, pese a tanta pérdida y tanta fuga, sin importar lo que pueda depararle el futuro, morirá siendo un chaval del medio oeste (Die Midwestern). Algo que se subraya y se profundiza, ya casi cicatrizado (aunque aún respirando por la herida), en las once canciones de este This Mess We're In con el que viene a cimentarse como uno de los artistas más sólidos de la nueva hornada. This Mess We’re In es uno de esos discos que cuanto más se escucha, más repercute, reverbera y trasciende (un disco muy parásito, que te va comiendo por dentro). En «I Wish I» se cifra todo el desamparo y el resquicio de esperanza por el que alienta su peripecia: «Cuando todo se desmoronó / me dijeron que el tiempo sanaría mi corazón roto, / así que por qué sigo aquí esperando a que comience la sanación. […] Ojalá pudiese llevarte conmigo, / pero esta carretera debo recorrerla solo. / Estoy intentando regresar a Memphis, / Dios mío. / Estoy intentando perderme / para encontrar el camino de vuelta a casa. / Hay que perderse / para encontrar el camino de vuelta a casa». Y uno sabe, sospecha o cree entender, que la canción ha sido ese vehículo, tanto para él como, por defecto, para el que la escucha/padece, el vehículo de la sanación y el regreso. La canción misma puede que sea esa casa. Seguir cantando es la lucha. La conciencia un poco inconsciente de que hay que seguir tirando, sea como sea, aunque sea sin John Prine y, desde hace un par de días, sin Gordon Lightfoot, «bajo la lluvia tempranera, con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena».

JAIMEE HARRIS

Boomerang Town

(Folk N' Roll Records, 2023)

Se veía venir. Este disco, tarde o temprano, iba a acabar ocurriendo. Esta mal decirlo, porque se dice mucho y, al final, de tanto decirlo, la cosa acaba perdiendo gravedad y verosimilitud, pero es cierto y lo tengo que decir: aún no hemos recorrido ni la mitad del año y ya me atrevo a afirmar que nos encontramos ante uno de los mejores discos del año, directo al podio y sin despeinarse. Y como ya decía, ha sido un largo camino, mucho pico y mucha pala, un camino tortuoso, además, nada fácil, pero se veía venir. La primera señal de alarma se cifraba con toda claridad en The Congress House Sessions, el EP de marzo de 2021 en el que Jaimee Harris revisitaba siete de las diez canciones de Red Rescue, el álbum con el que debutara en septiembre del 2020. Despojadas de la farfolla enojosa, las canciones, al desnudo, nos devolvían la emoción y la intensidad de aquella impresionante interpretación que hiciera del tema «Snow White Knuckles» para la Folk Alliance International Conference de Kansas City, Missouri, en febrero de 2018, probablemente uno de los vídeos de YouTube que más haya visto un servidor en los últimos cinco años. Con sus gafas rojas y su tatuaje de la cara de Townes Van Zandt en el antebrazo, me comió el corazón (y me lo sigue comiendo). Pues bien, en las sesiones de Congress House del ya mentado EP se recupera ese espíritu, esa mezcla de fuerza y fragilidad que imprimía en aquel glorioso vídeo. La pandemia la pilló en medio de todo ese proceso de despojamiento, cumpliendo treinta años y perpetrando directos desde casa con Mary Gauthier, una de las alianzas más felices, entusiasmantes y sugestivas que, al menos para el que esto suscribe, cupiera imaginar. Tiempo para rumiar el pasado, la naturaleza del hogar y los orígenes de la familia, el reconocimiento de las huellas que aquel tiempo pretérito imprimió en su piel, como los tatuajes que cubren su cuerpo. Nostalgia, en efecto, volver a sentir el dolor, regresar al dolor, del griego νόστος [nóstos], «regreso», y ἄλγος [álgos], «dolor». Boomerang Town es precisamente ese retorno, el efecto boomerang de todo lo atesorado y digerido. La cura de las heridas y la cicatrización. Ella, natural de Texas, de una pequeña localidad a las afueras de Waco, ha sido habitante de la soledad y el dolor. Conoce ese lugar, estuvo domiciliada allí. Su abuelo se suicidó cuando ella solo tenía cinco años. La lucha con la adicción también ha estado muy presente en su vida, así como con los prejuicios sociales y personales, sin dar nunca el brazo a torcer ni pedir cuentas a nadie, algo de lo que Mary Gauthier también sabe latín (en el disco, por cierto, hay dos canciones compuestas mano a mano, «How Could You Be Gone» —homenaje a su mentor, fallecido en 2017, el colosal Jimmy LaFave— y «Fall (Devin's Song)»). Por suerte, su padre siempre la apoyó y fue clave en su formación musical; no dudó en llevarla al primer Austin City Limits Music Festival, momento que le cambió la vida para siempre. Podría decirse que fue su caída del caballo camino de Damasco, su momento de «¡Eureka!»: ver sobre el escenario a Emmylou Harris, Patty Griffin, Buddy Miller y Julie Miller tocando juntos, normal que en alguien como ella se prendiera la mecha. Claro que conviene decir que Boomerang Town es un disco que, pese a estar inspirado en su experiencia personal, está lejos de ser una colección de fotocopias autobiográficas. Estas canciones proceden de un lugar al que ella alude como «de verdad emocional». Historias de gente que vive en el filo del cuchillo, entre la esperanza y la desesperación. Trabajos que no conducen a nada (Jaimee trabajó en un Wal-Mart a los diecinueve), sueños rotos, ciudades pequeñas… «Lo que supone pertenecer a la generación posterior al “Born to Run”. La generación de Springsteen tenía sitios a los que largarse. Yo no tengo tan claro que la mía los tenga». Para los personajes de sus canciones, como lo fuera para ella en su día, la fuga no siempre es una cuestión de distancia geométrica. No es tan sencillo. Sus canciones se mueven en ese recinto y, en sus letras, Jaimee deja claro que procede de una larga y fastuosa tradición de escritores tejanos: Townes, desde luego, pero también Guy Clark, Ray Wylie Hubbard y James McMurtry, a poco que me apures, novelistas. En Boomerang Town hay tres canciones que si fuesen cuentos o novelas (en cierta forma lo son) yo no dudaría ni un segundo en traducir y publicar en Dirty Works: «Sam's», «On the Surface» y «Good Morning, My Love», con esos fraseos perfectos que, con su voz, tienen la virtud de ponerte los pelos de punta. Jaimee Harris, y esta es otra de sus virtudes, aún cree en el formato álbum, las canciones se retroalimentan y se reflejan entre sí, conforman un todo. El disco tiene un sentido y una lentitud que, hoy en día, y cada vez más, se echan de menos. Claro que no todo es desesperación y nostalgia. En la oscuridad también hay resquicios para la esperanza. Y de ahí la luz de la emocionante «Love Is Gonna Come Again», compuesta a medias con Graham Weber, una canción que te restaña la herida desde el primer verso. Ya digo que se veía venir. Y lo ha hecho. Está aquí. Y tenía que decirlo, porque es inmenso.

TULSA KING

 

Vamos con otra serie del bueno de Taylor Sheridan, junto con Terence Winter, creador de Los Soprano, y protagonizada por el actual abuelo mazas de mi generación: Michael Sylvester Gardenzio Stallone.

Si bien es verdad que durante los 20 minutos del primer capítulo uno piensa pero esto... ¿de qué va?, todo es cosa buena superado ese corto período de tiempo.

Hostias como panes, disparos a bocajarro, mafia italiana, la mafia de la banda de motoristas de Tulsa, marihuana, gas de la risa y un Sylvester Stallone en plan todo bien, pero como te pases un pelo te calzo una que lo flipas.

¿Qué más se puede pedir para pasar un buen rato?

He estado en Texas y en Arkansas, nunca en Oklahoma, pero se puede decir que he pasado cerquita de Tulsa si tenemos en cuenta las distancias que se gastan en los USA.

Todo bien por allí, autopistas interminables, cielos inmensos, moteles baratos y cerveza fría, en fin, lo que nos gusta.

Tulsa King se puede ver en SkyShowtime, 9 episodios en la primera temporada, y ya han renovado para la segunda. ¡Bien!

Mientras escribo estas líneas no dejo de pensar en Fernando Underwood, un hombre que es todo potencia, amabilidad y saber hacer. Un editor de los que nunca dejan un cabo suelto. Él ya sabe por qué.

En nada llega el finde y no creo que haya mejor plan que acoplarse en el sillón, cerveza fresquita en una mano y el mando de la tele en la otra, darle caña a Tulsa King y que se mueran los feos.

 

JEREMIE ALBINO

Hard Time

(Sleepless Records, 2022)

Pese a su juventud (ya hablo como un viejo –que es probablemente lo que siempre he sido–), son almas antiguas. Casi hablamos de cosas extintas (y sin el «casi»). Para mí, con ellos, todo empezó como una elegía, en el 67 de la calle King, en Hamilton, Ontario (ON L8N 1A5, Canadá). A principios de abril de 2020, después de cuarenta y dos años al pie del cañón, aconteció la gran debacle, la histórica tienda de discos Cheapies Records & Tapes cerraba sus puertas. Una cápsula de tiempo, borrada de un plumazo. Seguro que en tu ciudad habrás vivido una hecatombe semejante. Lo que manda es la comida basura y el textil barato. «No country for old men». En su día, por los alrededores, había otras diez tiendas de discos. Cheapies era Charlon Heston en El último hombre vivo (The Omega Man). Por eso, cuando anunciaron el cierre, con una actitud elegíaca de viejos guerreros que «se resisten a Ser Leyenda», lamentando la pérdida de todo lo que fue y pudo haber sido (la ilusión, la vida, la amistad…), Cat Clyde, para dejar constancia del tiempo ido, para atraparlo, se presenta con su banda en la tienda y graba un par de vídeos. Para empezar, «I Don't Belong Here», cuya letra es inevitable interpretar a la luz de la herida reciente, esto es: yo no pertenezco a esto, a esta ciudad antipática en la que, a partir de mañana, esta tienda de discos habrá dejado de existir. El vídeo, que se puede gozar en YouTube, es de lo mejor que se subió ese año a la web. Ella y los cinco músicos que la acompañan son «puuuuura vida» (como calibraría Billy, el personaje que interpreta el bueno de Dennis Hopper en Easy Rider, al catar la cocaína al comienzo de la película). Parecen los fantasmas de allí, de la tienda, casi salidos de otra época, resistiéndose a la demolición. Ver el vídeo es infalible, te arregla el día. Y fue precisamente ahí donde vimos por primera vez a Jeremie Albino con su guitarra (así se define él mismo: «No soy más que un chaval con una guitarra»), con el que Cat Clyde andaba de gira por aquel entonces. Luego, los dos se marcan una versión escalofriante, mano a mano, del «Stumblin'» de Jackson & The Janks y, a partir de la primera estrofa, desde que suelta la primera frase, segundo 0:05, no creo que haya nadie que pueda evitar declararse su más rendido admirador (en los comentarios al vídeo, interviene él propio Albino para afirmar haber disfrutado inmensamente grabando esta versión con Cat Clyde y el resto de la banda «algunos de mis seres humanos favoritos»). Y así hemos seguido desde entonces hasta ayer mismo, cuando anunció en sus redes que ya tiene listo para sentencia (saldrá en junio) su segundo álbum, Tears You Hide. El que hoy reseñamos por aquí es el Hard Time, el primero. Albino nació y se crio en la metrópoli de Toronto, pero el corazón le llevó a perderse pronto en el condado de Prince Edward, donde se ha pasado más de una década trabajando en granjas, encontrando tiempo y espacio para refinar sus canciones, aprendiendo a tocar primero la armónica y luego la guitarra. Mucha inspiración de los legendarios cantantes de blues (Lighting' Hopkins, John Lee Hooker, Skip James, Furry Lewis), mucho folk (el primer Dylan encabezando el pelotón), mucho soul (la banda sonora de su infancia fue la caja de sencillos Hitsville USA de la Motown), mucho rock 'n' roll (es de la generación criada en YouTube, como Cat Clyde, con acceso inmediato a todo ese material excitante). Y su propia alquimia. Músico y granjero. Todo destilado en un álbum en el que quiso documentar su viaje, su peripecia personal, desde la primera canción que compuso («Shipwreck», que cierra el disco: «It’s not the gold in my belly that’s holding me down / the water that I’m under weighs a million pounds») hasta el material más reciente. Música de después de largas jornadas deslomándose en la granja. «Historias sobre gente, lugares y tiempos pasados». Así define él mismo el álbum, en una palabra: historias. Honestidad y corazón, lo que ya rebosaba y saltaba a la vista en esos vídeos con Cat Clyde en Cheapies que espero que, a estas alturas de la reseña, ya hayas visto. A eso se reduce todo: un hombre con una guitarra contándote una historia. Y preservando, además, todo ese legado que nos quieren clausurar los que manejan el cotarro. Tanto Jeremy como Cat tienen la habilidad de convertir lo elegíaco en puro gozo. Probablemente, como rezaba el título de aquel libro que fue Premio Nadal en 1996 y del que creo recordar que solo tenía de bueno el título, que es lo único que, en efecto, recuerdo: matando dinosaurios con tirachinas, esto es, puede que al final no ganemos y acabemos por extinguirnos (ya sin abrevaderos, sin tiendas de discos), pero de momento resistimos y es emocionante descubrir que en la trinchera hay jóvenes cadetes bailando y pinchando los viejos discos, ver que no todo son mamarrachos con chándal de marca y ritmo dembow.

CAT CLYDE

Down Rounder

(Second Price Records, 2022)

Y entonces todo se paró. Ahora uno lo piensa y parece mentira. Para la raza de los vagamundos (mejor con «m» que con «b», por mucho que la lengua culta recomiende la «b» de los que saben latín y nos tilden a los de la «m» de vulgares —que es lo que hemos sido siempre, por vocación, así que la ofensa nos resbala—) el frenazo, la inmovilidad impuesta por la pandemia fue un auténtico trauma. Quien tuvo cintura, se adaptó con mejor o peor fortuna. Cat Clyde, culo de mal asiento (como decía mi abuela), venía de no parar, el Hunter's Trace, de 2019, había marcado su momentum (será por latinajos) y ya se había amoldado al ajetreo y a la vida de la carretera. Y justo entonces, sin comerlo ni beberlo: el parón. La música baja de revoluciones hasta apagarse y fundimos a negro… El escenario es ahora un apartamento de Quebec. Ya que no hay escapada, Cat Clyde planea con su pareja grabar un álbum utilizando el pequeño estudio que tienen montado en casa. Pero pasan los días y los dos se sienten sin energía, con la mente aletargada y neblinosa, persistentemente enfermos. Sobrevuela la sombra de la depresión. Es todo muy extraño. Clyde se pregunta si será por la pandemia o si está pasando alguna otra cosa. Compran por Amazon un kit de medición y verifican el aire del apartamento en busca de esporas de moho. Los resultados muestran unos niveles tan agresivos que no les queda más remedio que ser evacuados a otro apartamento mientras la casera investiga. Ahora vendría un plano-inserto muy de David Lynch: un viejo nido de pájaros lleno de huevos podridos en el techo, justo encima de la cama. Traumatizados por la experiencia, y con el invierno a la puerta, la idea del disco se va a hacer puñetas, desmontan el estudio y vuelven a casa, a Ontario. Clyde busca una nueva vía para grabar. Y mientras busca, continúa trabajando en las canciones. Al final fue bueno, porque el material pudo respirar. Dispuso de tiempo para probar cosas, para experimentar. «Nunca había contado con eso», dice Clyde. «Fue una experiencia interesante porque pude sentirme más próxima a las canciones y dejar que crecieran de las formas más variopintas». Transcurrió un año. Plano-recurso de hojas de calendario cayendo, primero despacio, luego cada vez más deprisa, hasta fundir con un plano en el que la vemos a ella contactando con Tony Berg (recién salido del exitazo de Punisher, el disco que le ha producido a Phoebe Bridgers), seguido de un encadenado de planos en los que se les ve trabajar mano a mano, por Zoom, en las nuevas canciones. Entre planos de paseos por el bosque con un perro. Y, por fin, otro plano-recurso, esta vez de un mapa de Norteamérica con avioncito animado y línea de puntos que va trazándose desde Ontario hasta Los Ángeles. Hasta el icónico estudio de Sound City, donde Cat Clyde graba los diez temas (apenas media hora) de Down Rounder en seis días. «Los músicos eran increíbles y todo salió rodado. Tony es un mago, era alucinante verlo trabajar». Y el resultado es apabullante. Después de todo ese tiempo de incertidumbre y precariedad, Cat Clyde ha grabado el que probablemente sea su mejor disco hasta la fecha. Ha habido crecimiento y renovación. La lentitud y el parón han tenido sus efectos. Amanda Meth, escribe en «Full Time Aesthetic» que ya no se trata de la lucha por adelantarse en una carrera de ratas (hacerse sitio en el mundillo de la música), sino más bien el contorno de la sombra de un pájaro en pleno vuelo. La música ha enraizado y se ha nutrido del suelo, y, en efecto, ha alzado el vuelo. «Quería que estas canciones sonaran crudas y ásperas, pero que juntas creasen una suerte de belleza sencilla, como el cambio de las estaciones o una puesta de sol». Se nota el cambio y la voluntad de moverse. De moverse y de removerse tras el parón aciago. Cat Clyde, quería escapar, cambiar de escenario, trabajar en nuevas canciones «y salir a bailar». El disco se abre con «Everywhere I Go», que ya es de por sí una declaración de principios. Una celebración de los ciclos y de la mutación. «Ahí va mi piel / desprendiéndose otra vez. / Sigo avanzando por un sendero sin fin […] Y pienso en ti, allá donde voy. / Espero que lo sepas. Espero que lo sepas». Le sigue la rabiosa y contundente «Papa Took My Totems», inspirada en parte en su herencia indígena, sangre de los métis, los mestizos que salieron de las unión de mujeres de la Primeras Naciones (cree, ojibwa y saulteaux) con empleados británicos y francocanadienses de la Compañía de la Bahía de Hudson. Una canción sobre la pérdida de lo sagrado, sobre el pisoteo, la destrucción y la devastación del colonialismo patriarcal (el vídeo de ella sola tocando en un teatro vacío es fantástico). Y la cosa no hace sino subir. Con la interpretación de «Not Going Back» (que es para tatuársela de cabo a rabo) se sitúa en lo más alto del Olimpo. «No pienso volver. / No, no pienso volver. / Aunque frene mis pasos, / no pienso volver a pasar por ahí. // No voy a caer. / No, no pienso postrarme. / Ya he pasado por eso. / Ya no vivo ahí». Brillante. Inmensa. Y, para acabar, aprovechando que andamos en estos días con la promoción de Los últimos días de los hombres perro, de Brad Watson, diremos que la perra que aparece retratada en la cubierta del disco es Leia La Bon, la perrita que Cat Clyde estuvo cuidando en la zona rural de Quebec durante la pandemia. Era de un vecino que trabajaba en los muelles de Montreal, en turnos de cuatro días. Mezcla de pastor alemán, husky y spaniel. Amor puro. Fue su amiga y su maestra. «Los perros —afirma Cat Clyde— han sido unos grandes maestros a lo largo de mi vida y siempre me han ayudado a conectar de un modo más profundo con el mundo natural. A través de su amor, su apoyo y su amistad he sido capaz de profundizar en mí misma y en el momento presente, soltar todo aquello que me lastraba y ver con más claridad lo que verdaderamente importa. Siempre estaré agradecida por aquellos días y la verdad es que ahora la echó muchísimo de menos. Estuvo a mi lado cuando escribí estas canciones y me acompañó en todos aquellos días de sol, lluvia, nieve y hielo. Es una maestra sabia, una amiga paciente, una payasa desternillante y una exploradora incansable. Conocerla me ha hecho mejor persona y por eso he querido rendir tributo a su inmenso amor y su amistad en la cubierta del que considero mi mejor disco. Gracias, preciosa. Hasta que volvamos a encontrarnos». Touché.

MAYOR OF KINGSTOWN

 

Voy a empezar la casa por el tejado, a ver si mientras escribo se me ocurre alguna batallita que contaros de mis aventuras en la carretera que pueda relacionar con Mayor of Kingstown.

Uno de los creadores de la serie es Taylor Sheridan que, entre otras lindezas, es el guionista de las dos pelis de Sicario, Hell or High Water y Wind River.

El otro es Hugh R. Dillon, un actor que nos suena de verle por ahí en un montón de series y del que he descubierto que es uno de los protas de Durham County, serie canadiense que no conocía de nada pero que tiene pintaza.

Aquí, en Mayor of Kingstown, también tiene un papel de poli duro junto al killer de la serie que es el actor Jeremy Renner.

Estos dos piezas maquinando han creado una serie dura, llena de adrenalina, cárceles repletas, bandas callejeras, pesas, sudor y clubes de striptease.

Todo bien para sentarse en el sofá y contemplar.

Mayor of Kingstown se puede ver en la nueva plataforma de streaming, SkyShowtime, y consta de dos temporadas de diez episodios cada una.

Si te das de alta ahora por 2,99 euros tienes para toda la vida, vamos, eso dicen ellos.

Ah, ya me ha venido algo a la cabeza, y es el día que, hace unos tres o cuatro años, el bueno de Carlos Zanón nos invitó a mi socio Dirty Lucini y a un servidor al BCNegra a contar unas cuantas mentiras sobre Dirty Works, junto a Dani, de la editorial Sajalín, y el chico de Sant Boi, Kiko Amat.

La charla fue en la cárcel Modelo que acababa de ser cerrada hacía solo unos meses.

Pasear por las galerías de la cárcel, ver las celdas y el frío que hacía allí dentro, impresionaba.

Y eso que la cosa se petó de público asistente y había calor humano para dar y regalar.

Aunque he de reconocer que lo que más me llamó la atención fue que las cisternas de los váteres estaban fuera de la celda, en la parte alta de la galería y protegidas por una malla de metal. El porqué lo desconozco.

 

ERIC BRACE & KARL STRAUB

Hangtown Dancehall

(Red Beet Records, 2013)

Cuenta Eric Brace que nació en Placerville, California, ni a diez millas de donde, el 24 de enero de 1848, un hombre que estaba construyendo un aserradero halló oro. En el momento en que el bueno de James Marshall vio aquella pepita de oro brillando en el lecho del río American, no pudo ni imaginarse que, al rescatarla, iba a poner en movimiento una migración, una fiebre, que iba a cambiar el curso de la historia. Él era un simple empleado, al servicio de su patrón, John Sutter, que acariciaba el sueño de levantar un imperio en la zona central de California. Pero el caso es que se corrió la voz: ¡¡¡se podía extraer oro a espuertas de la grava de Sierra Nevada!!!, y, claro, de un día para otro, se abrieron las esclusas. Más de trescientas mil personas pusieron rumbo a California a lo largo de los siguientes seis años. Todos acudieron a ciegas a la llamada del oro. Los indios ya sabían que estaba allí, la Veta Madre, pero siempre lo habían ignorado, porque era un metal inútil. Pero para los soñadores, los incautos, los ventajistas, era una vía rápida hacia la libertad. California, aun después, aun tras la extenuación y el desencanto, incluso tras la roña hippie y surfista, seguiría cargando, y aún carga, con el sambenito de tales sueños, llegando hasta a fundar una ciudad «de los sueños», básicamente una ciudad de camareros con buena dicción y perfil bueno (a juicio de sus abuelas). California suponía dejar de partirse el lomo con la mula y el arado, dejar de respirar oscuridad en las minas de carbón o de tirar de un saco en los campos de algodón. Hazte rico al momento. La fundación de la divisa nacional. La tierra de las oportunidades. Leche y miel, toda esa zanahoria. Desde el Este, en barco, circundando el continente por Tierra de Fuego o por el Canal de Panamá, o cruzando de costa a costa, como harían luego los beatniks y los turistas, en carromato, lo que luego sería el Greyhound enojoso del blue collar, el autoestop de los inconscientes o el coche de decimoquinta mano de las almas sin destino. Mucha de aquella gente, cuenta Brace, acabó en su ciudad natal que, entre 1849 y 1854, se conoció como Hangtown, la Ciudad de la Horca, porque el extremo del lazo corredizo fue la elección más frecuente para «desfacer entuertos» en el momento en que la justicia empezó a meter las narices en las excavaciones. Los ahorcamientos estaban a la orden del día: por apropiación indebida de concesiones territoriales, asesinato, robo de mulas, lo que fuera. La Liga de la Templanza y las iglesias locales lograron al final inocular en las fuerzas vivas, en los líderes de la localidad, el buen sentido de cambiarle el nombre, y así fue como se quedó con Placerville («placer» por los depósitos aluviales). De aquella era, de la era anterior a los pueblos fantasma que dejaría a su paso toda aquella efervescencia, Eric Brace recuerda una canción folk, «Sweet Betsy From Pike», que narra las extraordinarias penurias que padecía uno de aquellos carromatos al cruzar el continente con destino a California (con destino a «la gloria», que diría Guthrie, o a catar «las uvas de la ira» que diría el otro), en el curso de catorce estrofas. Compuesta por John A. Stone, seguía las peripecias de dos jóvenes amantes, Betsy y Ike, desde el condado de Pike, Missouri, hasta Placerville, adonde llegaban el la undécima estrofa. «De pronto se detuvieron en la cima de una alta colina, / contemplaron con asombro la vieja Placerville. / Ike le dijo a Betsy mientras sus ojos se fijaban en la localidad: / “Dulce Betsy, amor mío, hemos llegado a la Ciudad de la Horca”». Las últimas tres estrofas versan sobre ellos dos, acudiendo a un baile de mineros en Hangtown, que acaba con Ike poseído por un ataque de celos, rompiendo con ella y declarándose divorciado. Y así termina la canción. Algo que a Brace siempre le pareció una lástima. «Después de haber recorrido dos mil millas, a lo largo de seis meses, con el objetivo de iniciar una nueva vida juntos, ¿acabar así?». Pues bien, aunque ese fuera el final de la canción, no era, sin duda, el final de la historia. Y con este disco, Dancehall Hangtown, Eric Brace y Karl Straub decidieron continuar el relato de Betsy y Ike. Estas veintidós canciones son las estrofas que continúan y concluyen la vieja balada. El reparto es apabullante: Kelly Willis en el papel de Elizabeth Maloney, «Betsy»; el propio Eric Brace como Isaac Wilkins, «Ike»; Karl Straub como Walter Brown; Tim O'Brien como Jeremiah Jenkins; Darrell Scott como James Marshall; Wesley Stace como Augustus Pyle, «Augie»; Jason Ringenberg como el predicador Magee, y Andrea Zonn como Mei Lin. Y todo servido desde East Nashville por Red Beet Records, el sello independiente del propio Brace (casa de gente muy favorita en este Rancho: Peter Cooper, por ejemplo, por el que sentimos especial adoración, o el gran Thom Jutz; ya llevan editados veintiocho álbumes, todos de músicos de primera línea —el de la recreación de las canciones del Fox Hollow de Tom T. Hall, es oro puro de Veta Madre—) en una edición de lujo, apaisada, con cuadernillo primoroso y de puro vicio, diseñado por Bill Thompson e ilustrado por Julie Sola. Da gusto la gente que se lo curra así. Que se jodan las descargas y las plataformas de música enlatada (oro del que cagó el moro). Esto es oro DuPont. Y lo bien que luce, además, en la estantería. Y cómo suena. Dobro, violín, steel y banjo. Todo lo que nos gusta.

DON NIX, JEANIE GREENE, FURRY LEWIS & THE MT. ZION BAND AND CHOIR

The Alabama State Troupers Road Show

(Man in the Moon Records, 2016)

Poco menos que un milagro. Este disco, publicado en 1972 en doble vinilo, y reeditado en doble CD en 2016, consta, más solo que un hongo, casi como una nota al pie de una nota al pie de una nota muy al pie de página, casi pisada por el pie de página, en la historia del rock and roll. Hoy se lo explicas a un crío (y no tan crío) y te mira raro, es casi como hablarle de los etruscos (o de los videoclubs). Todo suena hoy a despropósito, desde la existencia del mismo grupo hasta la grabación del álbum. A más de medio siglo del suceso, la cosa resulta inexplicable, muy dinosauria, muy de diplodocus pastando en el llano con la glaciación a la vuelta de la esquina, ya refrescando. Están los huesos que lo atestiguan, sí, parece ser que existieron criaturas tan descomunales y tan vegetarianas, pero lo creemos sin demasiada fe, sin entusiasmo, no pondríamos la mano en el fuego (aunque den muy bien en pantalla). Desde hace ya años es impensable que una gran compañía discográfica (los viejos tiranosaurios que fueron perdiendo el apetito y se volvieron sobrios y veganos) organice una gira a una banda de quince componentes liderada por un músico de blues (esto ya puro fósil del final del Pérnico o del Carbonífero, especie de batracio, pez óseo o sinápsido, que ni los paleontólogos te sabrían datar) de setenta y ocho años y dos cantantes prácticamente desconocidos: uno de ellos Don Nix, al que suele citarse, las escasísimas veces que se le cita, como «una de las figuras más oscuras del soul y el rock sureños» (su libro de memorias Road Stories and Recipes, dicen que es gloria bendita); la otra, Jeanie Greene, cantante de sesión salida de la RCA Victor de los tiempos de Chet Atkins), con bolos a pelo puta, un dólar cincuenta la entrada (vamos, que ni Jose Luis Carnes), que fue lo que hizo Elektra Records en el 71 con los Alabama State Troupers (que grabaron este disco en directo y ya). Nix estuvo muy vinculado con Stax y llegó a hacerse muy colega de Leon Russell, de cuya Electric Horn Band tomaría la idea para montar su inminente proyecto en vivo, su inminente locurón, después de los dos discos en solitario (In God We Trust y Living By The Days) que grabaría en los míticos estudios Muscle Shoals Sound de Alabama. La vibrante amalgama de rock, R&B, blues, country y gospel que se estilaba por aquel entonces, gozaba del beneplácito de las grandes compañías, así que a Don Mix no le resultó muy difícil montar su fugaz sarao con músicos de Memphis y de Muscle Shoals, mitad y mitad, «me los pone pa llevar». Dos baterías, dos guitarras, dos teclados, bajo, seis coristas, coro baptista y, como diría mi abuela, «la tía Perica en to lo alto». El circo entero. A Jeanie Greene ya la conocía de haberle producido su primer álbum (Mary Called Jeanie Greene). El tercero en discordia para liderar la feria sería su viejo amigo septuagenario, Furry Lewis (que ya había hecho cameos en sus dos discos en solitario mentados unas líneas más arriba), leyenda oscura de Memphis, puro Delta, casi un secreto entre los aficionados al género, con varios discos acústicos grabados entre 1927 y 1929, redescubierto por el folclorista Sam Charters en el 59 y revivido en los sesenta, cuando lo del blues revival. La caravana calentó motores en Louisiana y puso rumbo a la Costa Oeste. La cosa se abría con el viejo Lewis, con su pata de palo y su acústica, sentado en una mecedora sobre una antigua alfombra persa. A los pocos minutos tenía a las multitudes hippies metidas en el bolsillo. Como se dice de los actores: robaba la escena. A la mitad de la primera canción, todo el mundo estaba en pie con una sonrisa tatuada. Luego entraba el combo eléctrico de los Troupers y empezaba la fanfarria, que acababa siempre con el «Going Down», del propio Mix, un tema que grabarían los Moloch de Memphis y que con el tiempo llegaría a conocer gloriosas versiones de Freddie King, Jeff Beck, Deep Purple, JJ Cale, Marc Ford, Pearl Jam, Gov't Mule, The Rolling Stones, Stevie Ray Vaughan, Joe Satriani, The Who, Led Zeppelin, Joe Bonamassa, Sturgill Simpson y, otra vez, a modo de etcétera, «la tía Perica en to lo alto». El álbum se grabó durante los bolos de Pasadena y de Long Beach, California. Algún marciano de Elektra lo vio clarinete y grabó en surco aquella magia que estaba llamada a desaparecer al momento (duraría lo que duró la gira). Ya se estaba cociendo la edad dorada del Rock Sureño. Ochenta y dos minutos encapsulados de pura energía. Con sus silencios, sus tanteos, sus requiebros, a cascoporro y apenas editado. Hoy impensable todo: la banda, la oportunidad, el momento, el concepto. Luego, ya digo, se extinguieron. Vino la glaciación. Y en esas andamos ahora. Ya nadie tiene tiempo para esto. Para sacar la nevera portátil petada de cervezas, darle al play, silenciar el móvil, sentarse en la mecedora y descubrir el fuego. Música de cuando aún se daba cuartelillo en el mainstream al clan del oso cavernario. Una joya rarísima. Un mosquito preservado en ámbar. Parque Jurásico.

SAM BUSH

Radio John: Songs of John Hartford

(Smithsonian Folkways Recordings, 2022)

Pete Seeger, Ella Jenkins, Woody Guthrie, Lead Belly, Lightin' Hopkins, la familia Carter… en efecto, este disco, tesoro nacional, tenía que constar junto a toda esa tropa en el catálogo del sello de Smithsonian Folkways. Tanto por el uno (Sam Bush), como por el otro (John Hartford). Del segundo, cuyo rostro debiera incluso figurar tallado en el monte Rushmore, poco cabe decir que no se haya dicho ya (aunque muchos solo lo conocieran por el «Gentle on My Mind» que Glen Campbell convertiría en una de las canciones country más grabadas de todos los tiempos, o por su colaboración en la banda sonora de O Brother, Where Art Thou, que lo llevaría a ganar otro Grammy). Yo recuerdo haber encontrado varios CDs suyos de segunda mano (cuando no se encontraban en ninguna otra parte de la ciudad, en los tiempos en los que la ciudad aún era dadivosa con los melómanos), a precio de «te pago por llevártelo», en una pequeña tienda de discos en la que siempre hubo mucha gloria y mucho trasiego, y que hoy, claro, es un lóbrego chino en el que da hasta horror cósmico aventurarse, después de haber sido una tienda de zapatillas de diseño o una galería de arte bastante absurda (ahora no recuerdo muy bien cuál de las dos mamarrachadas, quizá las dos, uno de esos locales malditos en los que nadie acierta), en la calle del Clavel, en Madrid. Jon Weisberger define perfectamente la individualidad de este inmenso artista: amalgama y yuxtaposición de multitud de hebras de música vernácula, una obra que invoca legiones de predecesores, conocidos o desconocidos. Y un saber poco menos que enciclopédico. Weisberger no recoge cabo ni contiene las riendas de su caballo al decir que debería figurar en el Panteón de las grandes eminencias culturales estadounidenses junto a Walt Whitman, Mark Twain, Charles Ives y todos los llamados «Primitivos Americanos». En su testaruda combinación de sencillez y complejidad, que abarca desde el violinista de lo más inhóspito de los bosques sureños hasta el hippie urbano e intelectualizado de sendas costas, ejemplificaba y expresaba cualidades que conectaban con lo mejor del pasado, del presente y, según espera Weisberger, del futuro norteamericano. Por otro lado, Sam Bush tampoco es que necesite mayores presentaciones. Alguno habrá que lo tome únicamente por un mandolinista reputado (miembro de los Nash Ramblers, banda mítica de Emmylou Harris). Y, sin duda, lo es. Al mismo tiempo que el originador del Bluegrass Progresivo, entre otras, muchísimas, bondades (mano a mano, con Béla Fleck, John Cowan y Pat Flynn en los New Grass Revival, sin ir más lejos). Bush, digamos mejor Sam por evitar enojosas remembranzas con tejanos infectos, criado en una granja a las afueras de Bowling Green, Kentucky, vio por primera vez a John Hartford en la tele una tarde de un sábado de 1967 en el programa de los Wilburn Brothers. Tocaba el banjo a lo Scruggs, con tres dedos, y cantaba al mismo tiempo. Puto amo, pensó (pienso yo que pensaría). Poco después, en un viaje a Nashville encontró un disco de Hartford (Earthwords & Music) en la tienda de discos de Ernest Tubb (que sigue existiendo, porque Nashville sigue siendo, por fortuna, bastante dadivosa con los melómanos). Y, desde entonces, se convirtió en fan fatal. El caso es que, a los pocos años, llegaría a conocerlo en un Festival, allá por 1971, se pusieron a tocar y a improvisar juntos, bebieron lo que había que beberse (me figuro que no poco), y, al momento, forjaron una inmensa amistad. Dice Sam que, entre sus logros, cuenta con el de haber estado al lado de John Hartford, pilotando el mítico barco de vapor, el Julia Belle Swain, por el río Illinois. Y este disco, que llevaba tiempo cociéndose en su quijotera (o en su Gulliver, que dirían por allí), la grabación de estas diez canciones, es el fruto de su inquebrantable amor por John y su música. Algo así como Tom Sawyer homenajeando a Huck. Y él solito (menos en el último tema, «Radio John», en el que junta a su banda de gira, y que es una fiesta) se ocupa de la voz y de todos los instrumentos: guitarra acústica, bajo eléctrico, violín, banjo y mandolina. Una celebración, una carta de amor y un testamento de la inmensa influencia que Hartford tuvo y sigue teniendo en las carreras de los incontables músicos que, como Sam, reinventan a diario la música de raíces, que no es otra que la música del corazón y de la gente. Uno de esos álbumes que se escuchan de pie, dando pisotones y palmas, importunando al vecino, poniendo en peligro el mobiliario que heredaste de madre, y con una sonrisa en la cara que se te tarda en disolver cuatro o cinco días.

JON CHARLES DWYER

Junebug

(Bitter Melody Records, 2021)

En el 83 de la avenida Patton, en pleno corazón de Asheville, Carolina del Norte, entre el local que acoge el Apotheca CDB & Hemp Market (una tienda para fumetas) y el restaurante Blue Dream Curry House, se encuentra, desde 1997, el Empire Tattooing & Piercing, el estudio de tatuajes en el que Jon Charles Dwyer, hasta hace bien poco, se ha venido ganando la vida («trabajo en en ese rincón de ahí», dice al inicio del vídeo que grabó en la tienda para GemsOnVHS, con Rebecca Branson Jones al pedal steel, «rodeados de una una colección de bellas cicatrices»). Fumas, te tatúas y comes. Vives, vas dejando atrás (incluso enterrando) lugares, perros, amores y amigos, y vas cicatrizando como buenamente puedes, a tu ritmo, cada cual con su nivel de colágeno, sus plaquetas y sus leucocitos. Las canciones de Jon Charles Dwyer, a las que llegamos por carambola a través de un «like» peregrino de otra a la que también da gusto ver cómo cicatriza, Krista Shows, son exactamente eso, tatuajes y costurones, puro tejido granular: fibroplasia. Su música encarna el espíritu de los cerros y los valles de los Apalaches, la pobreza, la pérdida y el deseo, dispuestos contra el telón de fondo de una más que probablemente incauta (visto lo visto y lo por venir) esperanza en el futuro y una desprotegidísima, casi suicida (de otro modo ni merece la pena jugar: la vulnerabilidad entendida casi como una vocación), confianza en el amor. Son canciones tristes, desgarradoras, canciones de haber sentido la aguja (el dolor y el éxtasis de la aguja: quien lo probó lo sabe, que diría Lope, «beber veneno por licor suave», tu cuerpo un lienzo de supervivencias, derrotas, logros e imposturas), ofrendas, como él mismo dice, una suerte de retribución, para todos aquellos que le ayudaron y estuvieron ahí (de lo que se deduce una montaña dura, no en vano su escuela ha sido la escena hardcore punk de la Appalachia, que no es ninguna tontería), dádivas que espera que, cuando nos alcancen, nos encuentren más o menos sanos y con ganas de seguir dejándonos tatuar por el día a día. Las nueve canciones que componen este álbum, grabado en el sótano de la casa de Cliff B. Worsham, en Candler (NC), con no más que una guitarra, una pedal steel, un violín (y la voz de Jessica Lea Mayfield en «Good Folks» y «Shame»), cinco años después de Between the Hallelujahs (2016), el disco con que debutó (y que, por cierto, sale ahora en vinilo), en no más de treinta y cuatro minutos, te dejan completamente desasistido. El poder evocador y lírico de sus letras lo sitúan en la misma liga de escritores a quienes tanto admiramos de por esas mismas, o muy cercanas, latitudes, gente como Ann y Breece D'J Pancake, Pinckney Benedict, William Gay y el Offutt de los primeros relatos. «Soy el único hijo de mi madre», canta en «Heavy Feathers», ella siempre le decía que había que resistir «contra viento y marea». A lo que se unía la voz débil de su abuela, «como algodón desleído», diciendo: «El día menos pensado acabaremos siendo unos ricachones malcriados». Grandes expectativas y verdades como puños, esa fue la geografía de su infancia. Una lengua llena de matices que denotan pastos más verdes y una tristeza salvaje, «no siempre saludable, pero nunca dañina». Algunas cosas te las arrebatan, otras se pierden sin remedio, otras ni llegas a valorarlas. «Me pregunto en qué me convierte todo eso ahora. Sangre y entrañas en una ciudad que desparrama sus tripas por las aceras. Yo antes fui una suerte de brisa, pero dejé que el remordimiento me convirtiera en un viento maligno. ¿Dónde han quedado mis creencias? La primera vez que volví a casa, muchas cosas ya no estaban. Enterramos al perro familiar en el jardín de atrás, donde pasé horas jugando de niño. Envuelto en una toalla del baño, como un plumaje pesado. La muerte no era más que el último hilo que nos mantenía unidos. Tenía grandes esperanzas, pero dejé que se alquitranasen. Pensé en darte un fuerte abrazo el día que me casé. Ahora hay demasiada sangre. No existe tumba lo bastante ancha y profunda como para contener tanta muerte. Y no dejo de preguntarme por qué me carcome tanto. Soy el último descendiente, no posaré ningún bebé en las rodillas de mi madre. Porque no creo, he dejado de creer. No pienso hacer lo mismo que se me hizo a mí. ¿Dónde quedó mi fe? Un día de estos tendré que largarme. Y no quiero hacerlo sabiendo que todo lo que deje a mi espalda no será más que el frágil fantasma de una canción. Solo espero ser ligero. Espero que no cueste cargar conmigo. No más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa. No soy más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa». Está canción da buena cuenta de lo que hay detrás de este inmenso trovador: la santa especie de los perdedores. Y no sé tú, pero yo lo tengo bastante claro: pienso tatuarme todos los discos que saque este hombre (lienzo me queda, salvo en los brazos), olvidar el provecho, amar el daño («desmayarse, atreverse, estar furioso»), dar la vida y el alma a un desengaño. Y, cuando haya que rendir cuentas, poder hablar de primera mano. Desnudarse como Livingston ante Burton, o viceversa, en Las montañas de la luna, y poder decir, como ellos: «Esta de aquí… unos indígenas, me clavaron una lanza en la cara, me partió el paladar, me arrancó unos cuantos dientes y salió por aquí. Y esta, dentellada de león. La del hombro, un balazo sin salida. Y esta otra, y dispense que le enseñe el culo, de cuando me senté sobre un escorpión, lo aplasté y casi me mata». Arriesgada profesión, la de vivir. Y no todos la ejercen. Hay quien solo la lee o la mira pasar. Allá se las ingenie como pueda. Sin duda, muchísimo mejor es esto, aunque duela y sea para siempre (como dice la gente que no se mancha, que poner caras, que no se entinta), procurar que al final, tu cuerpo exánime, antes de que se lo dispute la gusanada, sea un mapa. Jon Charles Dwyer, un amante de las cicatrices, lo sabe, lo ha probado (y acudo al «probar» de haberlo catado, como en el soneto del «Monstruo de la Naturaleza y Fénix de los Ingenios», tanto como al de haberlo demostrado, como queda claramente de manifiesto en estas nueve canciones que, después de oídas, se recomienda lavar con agua fría y jabón neutro, secar a toquecitos con papel de cocina, aplicar una pomada cicatrizante y secar al aire, cada ocho horas).

SAY ZUZU

Here Again: A Retrospective (1994-2002)

(Strolling Bones Records, 2022)

Fue el hermano mayor de alguien, eso seguro. Puede que de ella. Nos puso un día el disco o nos habló de él. Antes los hermanos mayores ejercían ese oficio (no sé si seguirán haciéndolo). Había estado en Chicago, creo (hubiese sido mejor New Hampshire, pero me he propuesto ser fiel a la historia), de intercambio o algo por el estilo (y, allí, en lo que pudo haber sido New Hampshire, pero creo que fue Chicago, el hermano mayor de alguien le habría dicho al que creo que fue el hermano mayor de ella: «Escúchate esto»). Era la época de Wilco. Sí. Aunque a nosotros Wilco siempre nos dio un poco igual. En aquellos días escuchábamos más a Richmond Fontaine y los primeros discos de Calexico y Drive By Truckers. Y muchas bandas más (hijos bastardos de Uncle Tupelo) que duraron dos o tres álbumes. Cinco, a lo sumo, como en el caso de los Say Zuzu (sin contar cassettes ni directos). El hermano mayor de ella (o de quien fuera) nos puso o nos habló del Say Zuzu, el disco de 1994. Casi lo borramos de tanto escucharlo (acabó regalándonoslo). Aquel mismo año, 2003, en un viaje a Londres, encontramos en una tienda de Notting Hill (que ya no existe y que ya ha aparecido en más de una ocasión por estas crónicas) el Every Mile, que resultó ser el último disco de la banda (nos lo dijo el de la tienda, se habían separado; antes se enteraba uno así de las cosas: hermanos mayores, dos o tres revistas y tiendas de discos; lo de surfear por la red vendría luego). Por supuesto, nos lo trajimos. Aún no lo sabíamos, pero nosotros también nos separaríamos ese mismo año. Nuestra banda de dos ya había viajado a Londres herida de muerte. Ya andábamos con la brújula rota en el corazón. Pero recuerdo estar los dos en el coche de ella (bueno, de su hermano mayor), frente al vertedero de Valdemingómez, viendo gaviotas y bebiendo cerveza. Olía mal (como ya lo nuestro), pero nos gustaba plantarnos allí con el coche, poner la música a todo trapo y soñar con salir algún día de todo aquello (fuese lo que fuese todo aquello). Y recuerdo haber escuchado allí mismo la canción «Doldrums», que nos sabíamos casi casi de memoria, uno de los temas del disco que nos trajimos de aquel viaje a la «pérfida Albión» y que siempre nos dejaba al borde de la lagrimita, con Pauly entrando en el bar donde trabajaba Mary Frank, iluminándose cada vez que ella le sonreía. Luego ella hacía café y se sentaba un rato a charlar con él… En su día, nosotros fuimos muy ellos (ella trabajaba en un bar y me sonreía), pero en la época de aquel viaje ya apenas si nos hablábamos. El caso es que todo se fue a la mierda y ella se quedó con los dos discos. El primero no me jodió tanto (al fin y al cabo, era del que pudo haber sido su hermano), pero el otro sí que dejó herida (como los tebeos y los libros de ciencia ficción que también se apropió). Pasado el duelo, intentaría volver a encontrar aquellos discos, como también los otros tres que sacaron en medio, pero no hubo manera. Luego vendrían otras chicas y otras bandas. Y así habría acabado más o menos la cosa. No más que otra historia triste de canciones compartidas, corazones rotos y vertederos. Hasta que, el año pasado, apareció este Here Again: A Retrospective, que ha sido un «magdalenazo proustiano» en toda la cara. Nada más oír el «Here Again», se me pusieron los pelos de punta. Y ahora con mayor razón que entonces, cuando Jon Nolan canta eso de «Oye, ¿te acuerdas de aquellos tiempos? / ¿Cuál era aquella canción que solías cantar? / Me hacía sonreír horas y horas / ¿Cuál era aquella canción que me cantabas, amigo mío? / Desde entonces no he vuelto a sentirme tan bien». Pues lo más seguro, amigo mío, amiga mía, es que fuera esta misma canción, «Here Again», y al menos otras cuatro de las que componen esta antología, incluso las otras seis que no llegamos a escuchar en su día. Y es una auténtica gozada poder volver a subirse a «The Bull», el autobús escolar, voraz devorador de gasolina, el apenas semifiable Ford de 1987 que convirtieron los Say Zuzu en su vehículo de gira, con el mapa de carreteras que constituye esta emocionante retrospectiva que abarca sus cinco discos de estudio. Y siguen sonando igual que sonaban entonces, sin haber perdido ni un ápice de su fuelle original. Carreteras, chicas, sueños. «A veces estoy tan asustado que / me pongo a hablar como una cotorra para salvar mi vida / pero en otras ocasiones estoy tan asustado que no puedo decir ni mu / […] / Pero lo único que pido es dar con una buena chica antes de irme a casa». El inmenso Brent Best, de Slobberbone (otra de aquellas bandas que nos ayudaron tanto en aquellos días del vertedero en los que fantaseábamos con los días que hoy han quedado en esto), escribe un maravilloso texto para el disco sobre la suerte de tener una banda y cantar tus canciones al vacío y que la gente atienda y te devuelva su eco, citando a Stevenson y su «viajar esperanzado es mejor que llegar», sin más recompensa que el mero hecho de estar haciéndolo (no de haberlo hecho). Y los recuerdos de todas esas travesías, de una vida así, que no solo servirán para alimentar conversaciones nostálgicas, sino como tótemes para nuevos expedicionarios, «como dibujos en la caverna, o firmas en las paredes de un autobús de gira». Leo, además, que han vuelto a juntarse y que este año sacan un nuevo álbum (No Time To Lose, de hecho, creo que sale hoy), en el mismo sello de este bienvenidísimo Aquí estamos de nuevo. Por otro lado, no sé qué habrá sido de ella (ni de aquel hermano mayor de alguien). Nunca volvimos a vernos. Pienso a menudo en Pauly y en Mary Frank, en si seguirán sentados en aquella cafetería, esperando a ver lo que les trae el viento. Y he estado tentado de llamarla. Aún tengo su teléfono. Pero habría sido raro. Por mucho que el vertedero fuese sellado, revegetado y puesto en fase de desgasificación, las emisiones siguen siendo funestas. Hace nada los vecinos denunciaron una muralla de sacos de residuos. Mejor no remover las cenizas. Follábamos bajo aquel olor. ¿Te lo puedes creer? Si aquello no fue amor, que alguien baje y me lo explique.