Me and Dad
(Rounder Records, 2022)
Comenzaré haciendo dos declaraciones que luego intentaré matizar. DECLARACIÓN nº1: Adoro a Billy Strings. DECLARACIÓN nº2: Detesto sus discos. En lo que se refiere a la primera declaración no hay mucho más que añadir. Se trata de un amor incondicional. Desde que lo vi por primera vez, me quedé prendado. Su actitud, sus pintas, su desfachatez, ese vídeo de KEXP actuando con Don Julin a la mandolina y Kevin Gills al contrabajo, en esa senda en mitad del bosque, en Pickathon, allá por julio de 2015. Mucho antes del Grammy (2021) y de saltar al superestrellato. Un pasado duro con padre biológico muerto por sobredosis de heroína cuando tenía apenas dos años. Luego su madre se casó con Terry Barber (el padre de este disco, su auténtico padre: «Terry me crio y me enseñó a limpiarme el culo, a anudarme los zapatos y a tocar la guitarra. Es mi puto padre»), el músico amateur de bluegrass que le inoculó el virus de la música. De Michigan a Kentucky y de Kentucky a Michigan. Siendo aún preadolescente, sus padres se enganchan a la metanfetamina. A los trece, Billy se va de casa y acaba enganchándose también a todo lo que pilla. Drogas duras y alcohol a punta pala. Rock, metal, tatuajes, heridas. El desenlace no auguraba nada bueno. Pero, al final, logró salir de todo eso. Lograron salir. Los tres. Y ese pasado, esas peripecias, esos saltos mortales, se transmiten en su directo. Hay dolor y hay gozo. Hay Doc Watson, claro, y Del McCoury, Bill Monroe, John Hartford, Ralph Stanley y Earl Scruggs por parte de padre, pero también se identifica el Jimi Hendrix, el Johnny Winter, los Def Leppard y los Black Sabbath de sus devaneos. Fue su tía la que le cambió el nombre, de William Lee Apostol a Billy Strings, Billy «Cuerdas», por la pericia que se gastaba con cualquier instrumento de bluegrass que cayese en sus manos. Se hizo con mi corazón aquel día de frío infernal, en el Capitol Theatre de Nueva York, cuando sacó chocolate caliente para todos los que esperaban en la cola de su concierto. Desde 2015 ansiaba que alguien le grabase, para poder disfrutar una y cien veces de sus discos. Y así llegamos a la DECLARACIÓN nº2. Salieron los esperadísimos álbumes, fueron llegando puntualmente a casa. Y ahí están, después de la primera escucha, muertos de risa. Evidentemente –para mí al menos–, algo se perdió en la traducción. Suele pasarme con ciertas producciones de bluegrass. Cuando se sobreproducen, se embellecen y se revisten de excesiva grandilocuencia. Me agotan en seguida. Puede que sea un problema únicamente mío, una tara de fábrica. Ya hablaba el otro día del tedio que, fuera del ámbito del circo, me provoca siempre el virtuosismo, cualquier virtuosismo. No te digo ya cuando se trata de un virtuosismo grabado. En eso me parece que la cosa es como lo del chiste de Woody Allen en Días de Radio, ¿qué puto sentido tiene un ventrílocuo por radio? También creo que es cosa del bluegrass. Estoy convencido de que la música bluegrass, al igual que otras músicas tradicionales, la música folk en general, más que para ser escuchada, siquiera en vivo, es para ser perpetrada, para ser vivida. Es una celebración. Es una fiesta en el porche. Es un llenar el vacío de la miseria humana. Uno puede disfrutarla desde fuera, no te digo que no (soy la prueba viva, supongo), pero es como ir a una fiesta en la que todo el mundo está jubilosamente ebrio y no tolerar el alcohol (ser siempre el que renuncia al opio para vigilar que los demás no acaben tirándose por la ventana). Y mucho más aún para alguien como yo que, además, no ha nacido con dotes para la música (en más de uno de esos saraos de porche me he visto involucrado en mis viajes por el Oeste, con todo el mundo tocando y compartiendo canciones de su tierra; recuerdo especialmente a dos pescadoras/violinistas de Alaska en el Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, claro, ya os podéis imaginar, me llega el turno y no sé ni dónde meterme –creo, de veras, que de haberme sabido entonces alguna canción tradicional o de haber sabido tocar alguno de aquellos instrumentos que iban pasando de mano en mano, ahora vosotros no estaríais leyendo esto y yo estaría probablemente borracho en un bar de Anchorage, esperando el barco pesquero de mi chica–), imposible evitar la sensación de ser un tipo orondo en calzoncillos que bebe cerveza y come cosas grasientas mientras ve deporte por la tele. El deporte, como el bluegrass, como el sexo, es para hacerlo, no para verlo. Lo demás no dejará nunca de ser figuración y tentativa, un pobre remedo. Claro que tampoco es que uno sea ajeno a la belleza que, a veces, se desprende de todo eso. Y esa belleza, aun no siendo uno partícipe de su hervor, se puede husmear y admirar desde fuera (incluso diferida). Cuando la cosa es tan auténtica, cuando se logra transmitir esa magia del momento, del suceso instantáneo, del júbilo de estar y saberse juntos, y celebrarlo, celebrar esa cosa a veces tan ínfima que es no tener nada, o apenas nada, en este puto mundo, pero tener la música (el «somos feos, pero tenemos la música» que le soltaba Leonard Cohen a Janis Joplin en el Hotel Chelsea). A veces, con eso, basta. Y, a veces, hay discos de bluegrass que lo transmiten, aunque uno solo colabore bebiendo cerveza y tocando instrumentos invisibles en el vacío. Pero, ya digo, que los discos de Billy Strings siempre acababan resultándome tediosos, no me provocaban el desafuero que me provocaban sus grabaciones en vivo, sus vídeos. Hasta este álbum. Me and Dad es el disco que estaba esperando. Aquí y ahora, sí. Descomunal en su sencillez. Pura emoción. Cuenta Billy que, sometido a la vorágine de la carretera y de los infinitos bolos que lleva solapando en estos últimos doce años, tenía miedo de no encontrar el tiempo para hacerlo, le aterraba no poder llegar a grabar este disco con su padre. Por fortuna para todos, ha sucedido. Metió a Terry en los estudios Sound Emporium de Nashville, en compañía de unos músicos de ensueño (un par de McCourys y Jerry Douglas, entre otros). Terry se presentó con la Martin acústica que tocaba cuando Billy era un crío y que, en su día, tuvo que empeñar para sacar adelante a la familia. Catorce temas mano a mano, padre e hijo, todo recuerdos, emoción y vínculo. ¿Quién canta qué? Todo sale natural. «Llevamos tocando estas canciones toda la vida. Llegamos a la parte en la que uno de los dos tiene que cantar y nos miramos». «¿Tú o yo?», le pregunta Billy a su padre. «Llevamos haciéndolo desde que tenía tres años. No puedo tocarla con nadie como la toco contigo». «Yo igual», dice Terry. «Lo he intentado, pero no hay manera». La voz de la madre de Billy se une también al final, en el último corte. El disco es eso. Solo eso y todo eso. Después de los años duros, de los años de lucha y supervivencia, del ruido y la furia, este disco es meramente eso: «Mamá, papá y yo. Los tres juntos». Y es pura magia. Medicina buena, que diría un chamán de las llanuras. Ahora sí, Billy. Inmenso. Gracias por este regalo.