EMILY NENNI

On The Ranch

(Normaltown Records, 2022)

Si hay algo que se identifica con ella y que entronca directamente con el modo de vida que nos ha elegido (porque por muy heroicos que nos supongamos, esta vida de porche y leve alcoholismo no es algo que hayamos elegido nosotros, aunque de habernos visto ante tal disyuntiva la hubiéramos elegido sin dudarlo, porque, en el fondo, no damos para más, como es público y notorio –lo siento, mamá–, si bien es cierto, también te digo, que ni falta nos hace, porque con lo poco que ya tenemos vamos tirandillo, tan ufanos y tan rumbosos, hacia nuestras tumbas respectivas), si hay algo que la define, decíamos, es el sonido de una lata de cerveza estrujada y lanzada al matojo (ya habrá tiempo de recogerla luego) antes de ir a por otra bien fresquita a la nevera y seguir aporreando la guitarra o darle la vuelta al disco (aquí miento, porque no gasto vinilo, pero sé que vosotros sí), que es, por otro lado, el sonido y el estilo del country que Emily Nenni acomete, sin más etiqueta que ese providencial estrujamiento metálico, puro casticismo de honky-tonk, bares llenos de humo, casas prefabricadas y una buena perra siempre al lado, recogiendo piñas, en este caso Edna, con la que, por cierto, como no podía ser de otro modo, cierra con imbatible broche de oro la lista de agradecimientos del disco. Una música honesta y vulnerable, dulce y triste, pero que tampoco se toma demasiado en serio, porque al final de todo se sale, más o menos indemne, de todo menos de lo que no se sale nunca, claro es, pero ahí ya no habrá más apuro que el de los que queden atrás para llorarnos o maldecirnos, y no será cosa nuestra, así que allá se las compongan). La vieja escuela del honky-tonk, como dice ella misma, pero con el toque peculiar de haberse criado en la zona de la Bahía, en California, en el seno de una familia de «nerds» de la música que, desde que la criatura se fue cuajando en el útero materno, vivió siempre con banda sonora de fondo: Patsy Cline, Willie Nelson, Jessi Colter y Hank Williams por parte de madre, y James Brown y John Coltrane por parte de padre. Toda la memoria y los recuerdos, todo el grueso álbum familiar, vinculado siempre a alguna copla. Ella comienza a estudiar ingeniería de sonido en la universidad, pero, en cuanto ahorra un poco, dice adiós a las aulas y se larga con veintiún años a Nashville siguiendo la proverbial senda de ladrillos amarillos, sin conocer a nadie en el punto de destino (obstáculo nimio, puesto que Oz siempre acaba siendo un enano bastante chusco). Y como la chica tiene lo suyo de pillina, para colarse y medrar en el mítico Robert's Western World de la calle Broadway («bandas country, cerveza fría y emparedados de mortadela frita»), se pone a hacer galletas para seducir a los gorilas de la puerta y a la banda local (Brazibilly), y en muy poco tiempo, con mucho callo también adquirido en las noches maratonianas del Santa's Pub (envalentonándose a base de cervezas), consigue hacerse con el escenario. De aquel trajín salió la oportunidad en 2017 de grabar su primer disco, Hell of a Woman, título de lo más apropiado porque, desde luego, ¡vaya tía!, el álbum que sería su llamamiento a las armas (y que casi nadie referencia al hablar de ella, porque documentarse se conoce que ha de ser cosa de indigentes, y así nos va), donde ya se olisquea sobre el lecho de la pedal steel esa voz, mezcla de Patsy y Dottie West, que enseguida alza el vuelo en los cuatro temas del EP de 2020, Long Game, uno de los cuales, el que da título al susodicho, alcanza el millón de escuchas y llama la atención de la gente de Normaltown y New West Records. Estos, obvio, la fichan al momento, coincidiendo con la época del virus que hizo de todos nosotros unas monjas de clausura, hoscos cenobitas involuntarios, y con su marcha a Colorado para trabajar en un rancho, sito en el Parque Nacional de Great Sand Dunes, donde se dedica a servir comidas, jugar con los perros, cuidar al niño del propietario, tocar una vez por semana para deleitar a las visitas ocasionales, componer casi todas las canciones de este prodigioso On The Ranch (que le produce Mike Eli, guitarrista de Chris Stapleton) y, sobre todo, a beber y estrujar latas de cerveza, que es lo suyo, como esta mandado y es de recibo. En una reciente entrevista, Emily Nenni ha declarado que el lugar más inesperado al que le ha llevado toda esta aventura es a conducir un viejo cortacésped (a lo George Jones) por un parque de caravanas con un sombrero vaquero mientras va cantando una canción sobre estar demasiado ocupada paseando al perro como para ocuparse de tus soplaplolleces. En sus conciertos del Santa's se vuelve más pantanosa y se atreve con el «Meet Me In The Morning», de Bob Dylan y el «Amarillo Highway» de Terry Allen. En el Robert's se decanta por el «My Shoes Walking Back To You», de Ray Price y el «Bottle Let American Down» de Merle Haggard. Si pudiera viajar en el tiempo, no lo dudaría ni un instante: de cabeza a los setenta para poder ver a Waylon y a Willie tocar juntos (y a los Faces y a Funkadelic y a Betty Davis). Si fuese una Spice Girl, se apodaría Hell of a Spice. El año pasado estuvo de gira con Charley Crockett, Kelsey Waldon y Teddy and the Rough Riders y, si tuviera que definirse, recurriría a su canción «Messin' With Me», con la que abría el EP de 2020 y en la que ya te dejaba meridianamente claro que, con ella, tonterías las justas. Como dijo Cher en cierta ocasión: «Soy muy dulce y de lo más agradable, ahora bien, tócame las narices y acabo fregando el suelo con tu cabeza». Diosa.