JOHN ANDERSON

Something Borrowed, Something New: A Tribute To…

(Easy Eye Sound, 2022)

De nuevo tenemos que rendirnos a los pies de Dan Auerbach (de quien nunca he sido muy forofo, todo hay que decirlo). Pero es que lo que está haciendo en su sello (Easy Eye Sound) desde hace unos años, no tiene precio. Sacó aquellas grabaciones inéditas de Tony Joe White; hace nada le ha producido un disco espectacular (y mira que me cae mal el personaje, pero qué grande es, cuando quiere) a Hank Williams Jr. y, hace un par de años, le produjo el Years a John Anderson, un álbum con el que lo rescató del olvido con la probable intención de hacerlo coincidir con este disco homenaje que sale ahora, con dos años de demora (con tanta jodienda de por medio entre pandemias, fallecimientos y cancelaciones, aparte de las dificultades, es un suponer, que ha de entrañar montar un disco de estas características, con semejante plantel). John Anderson es una leyenda (más de cuarenta singles en las listas country de Billboard, cinco números uno y miembro desde 2014 del Songwriters Hall of Fame). Eso nadie lo va a discutir a estas alturas, por mucho que adoleciera de aquellas sobreproducciones tan desoladoras de los años ochenta, en las que todo lo que sumaba restaba y, al final, enmascaraba (por no decir evisceraba) las bondades de sus canciones, que son muchas y excepcionales (tanto las canciones como las bondades), como vienen muy bien a demostrar, sin ir más lejos, las versiones que configuran este disco. Por aquí, ya lo hemos dicho en alguna ocasión, no somos muy partidarios de los discos tributo. Pero este posee ya de entrada tres elementos que nos lo vuelven imprescindible. En primer lugar, y abriendo el álbum, la posibilidad de volver a escuchar la voz de John Prine en «1959», una de las últimas grabaciones que hizo antes de entregar la herramienta y dejarnos tan sin padre. Oro puro. En segundo lugar, lo que viene a ser, sin duda, el momento álgido del disco: la versionaza que se marca Sierra Ferrell del «Years» (el tema que daba título al álbum de Anderson que le produjo Auerbach en 2020), y, no muy a la zaga, en tercer lugar, el «Wild and Blue» que despacha sin despeinarse Brent Cobb, otra mala bestia. (De estás dos últimas hay vídeos colgados en YouTube, una auténtica gozada, ambos). «No queríamos hacer el típico disco homenaje», dice Auerbach. «Tenían que ser los mejores cantantes con las mejores canciones y los mejores arreglos, y tenían que venir al estudio. No se trataba de decir: “Envíame la canción por correo y ya si eso la montamos nosotros”. Creo que eso es lo que hace que el disco sea único. Muy pocos discos tributo se hacen así. Creo que por eso suena coherente». La lista de artistas da buena cuenta de lo que se mueve hoy dentro del género. Nathaniel Rateliff, Erich Church, Gillian Welch & David Rawlings (también hay por ahí un vídeo fantástico), Tyler Childers (fagocitando el «Shoot Low Sheriff!» como si fuera suyo), Luke Combs (con la genética y la solvencia de un aborigen de Carolina del Norte, perpetrando una increíble versión del «Seminole Wind»), Sturgill Simpson, los Brothers Osborne, Del McCoury con Sierra Hull, Ashley McBride (un «Straight Tequila Night» versión femenina, algo ralentizado, pero apabullante porque, como dice la escritora Casey Young: «esta chica podría cantar la guía telefónica y hacerla sonar como un hit») y un colosal Jamey Johnson robándole la novia (como diría el otro a propósito de la versión que le hiciera el otro, bueno, el otrazo) a Anderson para cerrar el disco con la mítica «I'm Just an Old Chunk of Coal (But I'm Gonna be a Diamond Some Day». Lo mejor de lo mejor, ahí es ná. Habrá quien lamente el eclecticismo, pero esto es lo que hay, y funciona a las mil maravillas. No hay imitadores. No se trata de fotocopiar las canciones ni el estilo del intérprete. Se trata de devorar las canciones y regurgitarlas, y hasta tal punto se consigue el objetivo que estoy plenamente convencido de que cualquiera que no esté familiarizado con la música de Anderson y oiga las canciones por primera vez sin conocer su procedencia va a pensarse que son canciones originales de sus intérpretes. Buen trabajo. Suenan muchísimo a ellos, y eso es precisamente lo que yo, al menos, espero de un disco tributo. Al final, lo que importa son las canciones. Y hay que decir que muchas de ellas crecen aquí lo que no pudieron llegar a crecer en su día, encorsetadas como estaban por aquellas lamentables orquestaciones; aquí crecen, decía, en matices y emoción. Un álbum sincero y cantado desde el corazón. La foto de la cubierta, por cierto, la hizo en su día Johnny Cash (el otrazo del que hablábamos a propósito de la versión que hiciera de aquel otro que se lamentaba tan jubilosamente) Y así es como, al final, el círculo no solo no se rompe, sino que se ensancha. Bendito seas, Dan Auerbach.

AMOR Y ANARQUÍA

 

El otro día, cuando le recomendé la serie a Javi y me preguntó cómo se me había ocurrido ver una serie con este título, mi respuesta fue la pura verdad: porque me dijo Marga que igual teníamos que darle una oportunidad, a pesar de tener un título tan chungo.

Como Marga la clava muchas veces cuando ya no sé por dónde seguir para satisfacer mi consumo de series, le hice caso.

Es verdad que lo hice pensando que a los 10 minutos la quitaríamos.

Comedia sueca, ambientada en el mundo de las editoriales…, la cosa no daba muy buena espina.

Que conste que los suecos con sus movidas dramáticas y policiales me suelen molar, pero una comedia

Otro prejuicio que tachar de mi lista.

Amor y anarquía es como comer pipas, una vez que empiezas, ya se sabe.

Y, además, da muy buen rollo.

Nunca he trabajado en una editorial que no sea Dirty Works, así que no tengo ninguna referencia de cómo es estar metido en el engranaje de los libros, aparte del mundo tan personal que nos hemos creado mi socio y un servidor, junto con nuestros colegas.

Tampoco nos relacionamos mucho con nadie del gremio a no ser que sea una persona con la que nos iríamos de birras aunque fuera carpintero.

A los dos nos parece que no hay nada más tedioso que ir a la presentación de un libro y cuando esta termina, lloriquear sobre los sinsabores de nuestra profesión entre copas de vino barato y calentorro.

Y es lo que suele pasar, por lo menos a las pocas que yo he ido.

Tampoco me interesa una mierda escuchar a un autor leer unos fragmentos de su libro y que me analice cómo a través de sus vivencias llegó a desarrollar tal o cual personaje.

Un libro es una cosa que uno se compra y lee a solas. Si te gusta te metes una buena flipada, y si no, pasas al siguiente.

Así de simple.

Dicho todo esto, si la cosa fuera más como en Amor y anarquía, igual saldría más de mi cabaña a que me diera el aire.

No hace falta saber nada de editoriales para disfrutar de esta serie de dos temporadas de 8 capítulos de media hora y que se puede ver en Netflix.

Aunque claro, si por alguna razón te has rozado o te has visto inmerso en este mundo tan elevado que algunos se creen que es lo de publicar libros, hay guiños con los que te vas a partir la caja.




 

EVA EASTWOOD

The Many Sides of Eva Eastwood

(Darrow Records, 2022)

Rockabilly, rock 'n' roll y country, esas son las muchas caras de Eva Eastwood, Eva Östlund fuera de los escenarios, natural de Örebro, Suecia, y este disco, para quien no la conozca, brinda una magnífica oportunidad para codearse con todos esos avatares, con lo mejor de su producción entre el 2006 y el 2012. Pura dinamita. La niña, la menor de seis retoños, empezó a escribir canciones a los nueve años, la muerte prematura de su madre, acordeonista, la convirtió en una jovencita muy seria que siempre prefirió la compañía del tocadiscos a la de cualquier otro infortunio, por suerte, viniendo de una familia de músicos, tal infortunio (la música) se recibió como cosa natural y, a todas luces, intratable. En la película Eva en Lyckost, estrenada en 2017, Eva hablaría por primera vez, abiertamente y sin sentimentalismos, de los abusos sexuales y el alcoholismo de su padre. Más razón para buscar refugio en la música, incluso durante su breve estancia en el orfanato. Los músicos rockabilly siempre han tenido algo de críos dickensianos. Fue su hermano, Hansa, quien le enseñó a tocar la guitarra. Un maestro muy duro, según refiere ella misma, que le proporcionó un piano y su primera guitarra Gibson. Escucha con adoración a Melanie Safka, también a Ruth Brown y a JJ Cale. Su primera banda, una banda de sótano, la forma con su hermana (la chica country de la familia) y unos cuantos amigos. La escena rockabilly de Suecia, ya lo hemos comentado en alguna ocasión, es bastante potente. En 1984 conoce a los Peak Brothers, una banda rockabilly de Hallsberg, y ese encuentro resulta crucial, tanto en términos de amistad como profesionales. Con gente del rock duro del municipio de Nora, que es lo que procede en los noventa, toca en una banda llamada Irene's Federation, pero ella se sigue empecinando (jubilosamente) en defender su material original y, cuando la Warner sueca decide tenderle la mano, resulta que ella no va a poder porque se ha marchado a Estados Unidos, de viaje iniciático, con el que era su amor de entonces (futuro marido): un viaje a las fuentes y los orígenes de todo lo que la hacía vibrar. Un primer viaje a EE.UU. al que seguirían muchos, que tendrían un efecto profundo en su evolución musical. Allí, lo flipan. Suele pasar. Es más rockabilly que los rockabillys de allí (aunque, eso sí, comprado todo de baratillo y peinada en casa, frente al espejo, consultando viejas revistas de los años cincuenta). Tanto por cómo viste, como por actitud, les da mil vueltas. Un poco como los japoneses de la película de Jim Jarmusch. No tarda en actuar y dejar anonadado al respetable en los garitos legendarios de Nashville, el Blue Bird y el Tootsie's Lounge. Y enseguida le ofrecen un contrato discográfico. No lo firma porque es una atadura de cinco años y eso la obligaría a quedarse en Estados Unidos (que está bien para ir y volver, para volver y echarlo de menos, pero no para quedarse tanto) y aún no las tiene todas consigo (debe ser la única, los demás lo ven bastante claro) de que pueda llegar a ganarse la vida con la música. Así es que regresa a Suecia y es allí donde empieza a desarrollar en serio su carrera, en la cocina de casa. No para de componer canciones y de grabar maquetas. La prensa local comienza a fijarse en ella. Y es entonces cuando entran en escena ese par de amigos que todos tenemos, que tienen más fe en nosotros que nosotros mismos (por lo general amigos bastante verbeneros), y que actúan de repente como una suerte de deus ex machina: le hacen llegar dos de sus canciones a Bob Johnston (Bob Dylan, Simon & Garfunkel, Johnny Cash). Bob Johnston no da crédito. Afirma que es de lo mejor que ha escuchado en años. Incluso llegaría a viajar a Estocolmo para hablar de una posible colaboración, pero de nuevo los azares del destino imposibilitan que la cosa cuaje, el encuentro nunca llegaría a producirse. Aunque ya el motor rueda solo. En 1999 graba para Swedish Tail Records, un sello de Jönköping, su primer álbum, Good Things Can Happen. La crítica la define desde el primer momento como una mezcla feliz de Connie Francis, Wanda Jackson y Parsy Cline (luego dirán que Eva Eastwood es una mezcla entre Siw Malmqvist y Gene Vincent, ellos sabrán, porque, lo que es yo, de lo primero, no gasto). Y, en efecto, está toda esa nostalgia de los años cincuenta, pero también está la fuerza y el desgarro del sótano y el garaje de los noventa, con su banda, The Major Keys. Multitud de bolos en Inglaterra y en festivales como el Furuvik, el mayor festival country de Escandinavia. Tocan con Dave Edmunds y con The Refreshments, que se declaran ultraforofos de ella, como perrillos. Entre el 99 y el 2006 publica casi un álbum al año. Encabeza siempre las listas de rockabilly nórdico. Llega hasta ser telonera de John Fogerty en Gotemburgo. No para de girar. En la primavera del 2007 se separa de la banda y cada cual toma su rumbo. En el 2012 pasa a formar parte del Rockabilly Hall of Fame, en Jackson, Tennessee, por sus meritorias contribuciones al género. Este The Many Sides of… es el diario de bitácora de los siete primeros años de ese camino que emprendió por aquel entonces en solitario. «Packing Up To Hit the Road», el tema que cierra el disco, lleva sonando en esta santa casa desde que entró por la puerta. Pura vacuna para el desánimo y/o la flaqueza. Un temazo que deja meridianamente claro que Eva Eastwood evoluciona, crece y no tiene la menor intención de jubilarse.

RAY WYLIE HUBBARD

Co-Starring Too

(Big Machine Records, 2022)

Este disco es pura fantasía. Lo mismo que el anterior, hace un par de años, el Co-Starring, que ya reseñamos por aquí en aquel entonces. Rodearse de compinches (amigos y admiradores) y dar el golpe. He de reconocer que, al principio, me costó darme cuenta de que este era otro disco. Las cubiertas son prácticamente iguales (cambian los sombreros y el fondo). Pensé que lo mismo se reeditaba en vinilo o algo así, pero no. Lo de ahora es el Co-Starring Too. La segunda entrega. Me di cuenta al leer la lista de colaboradores, más apabullante aún, si cabe. El resultado es más duro y más potente. Más aguardentoso. Más ruidoso y más salvaje. Más el Ray Wylie Hubbard de la granja de serpientes, sucio y lodoso, con sus historias de perdedores, esa fauna polvorienta que pace y se desvive al borde de la carretera, los «hijos de Dios, salvajes por naturaleza», un poco al margen de todo, leyes y modas, vaqueros, pioneros, solitarios, criminales, vagabundos y músicos de country. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Este disco lo desmiente de un modo incontestable. Es casi un Padrino Dos, para entendernos. Además de una emocionante declaración de amor incondicional a la música y al estilo de vida que, en su día, llevó al joven Ray Wylie a largarse de Oklahoma e instalarse en Texas, ganándose el pan de garito en garito, entre amores desgastados, con no más equipaje que sus canciones, sin dar nunca el brazo a torcer, sin venderse al mejor postor ni aceptar elixires fraudulentos de vendehumos californianos. Siempre un poco al margen, en efecto, y siempre un poco esa cosa tan enojosa que es ser considerado un «músico de músicos», algo que, sin embargo, no deja de ser cierto. Se detecta sobre todo en proyectos como este. Ninguno de los invitados lo dudó ni un instante. No hubo nadie que exigiera oír la canción por adelantado. Si venía de mano del viejo Hubbard, el bombazo estaba garantizado. Rendición absoluta e incondicional. Y todo con ese realismo sucio, marca de la casa, ese naturalismo lleno de referencias musicales y literarias. «Esa cosa funky, sexy y cool que siempre he perseguido. Ese lugar groovy y arenoso donde la vida se vuelve demasiado real, se cometen errores, sí, pero también, a veces, se salvan almas». Música de la inmensa devastación americana (estadounidense), del Gran Desierto Interior. El festival empieza con «Stone Blind Horses», mano a mano con Willie Nelson, una canción que se presenta como una suerte de oración ebria para jóvenes vaqueros, viejos borrachos, amantes desesperanzados y ladrones que montan caballos ciegos. En «Groove», con Kevin Russell y las Shiny Soul Sisters, el viejo vagabundo nos descubre las fuentes de su Nilo personal, el «Try a Little Tenderness» de Ottis, el «Rather Go Blind» de Etta, el «Get Ready» de Curtis, el «Heard It Through the Grapevine» de Marvin, el «Respect Yourself» de Mavis, el «Walking In the Sun» de Percy, el «Take Me to the River», del reverendo Al y el «A Change Is Gonna Come» de Sam en una sola estrofa. Lo que viene siendo la escuela. Y, un poco más adelante, «JJ Cale, Delaney y Bonnie, Duck Dunn, Steve Crooper y Tony Joe White», para terminar con el «Chain of Fools» de Aretha, el «What I'd Say» de Ray, el «Treat Her Right» de Roy, el «Get Up Offa That Thing» de James y el «Cry To Me» de Solomon. Una portentosa lección de «groove». En el tercer corte, «Only a Fool», con las Bluebonnets, la banda garajera de Austin, el viejo amante cicatrizado rompe una lanza por «ellas», porque la carretera y los bares padecidos en el trayecto le han enseñado que son «solo los imbéciles los que las faltan al respeto». Llega entonces el momentazo del disco, «Hellbent For Leather», el dúo con Steve Earle en el que mandan a Los Ángeles a tomar vientos. La unión de estas dos bestias resulta de una lógica aplastante, y la mezcla no puede sonar mejor, puro rock and roll, trascendiendo a Henry David Thoreau y dando la razón a Gram Parsons, como es de ley y de gente bien nacida. Acto seguido, en «Naturally Wild», coescrita con nuestra admiradísima Jaimee Harris e interpretada junto a Lizzy Hale y John 5, Hubbard nos habla de un club de Austin en el que se da cita gente «que ya llega tarde a la redención», «gente olvidada y podrida que no tiene tiempo para rezar». Gente incendiada. «Hijos pródigos exiliados». Luego vienen los «Fancy Boys», nada menos que Hayes Carll, James McMurtry y Dalton Domino, en cuyos versos aparecen Hank Williams, muerto el día de Año Nuevo en un Cadillac Fletwood, los jovencitos presuntuosos que se pavonean en los escenarios en los que en su día tocó Waylon, y Willie diciendo que lo mejor va a ser liarlo todo en un buen porro y fumárselo. En «Texas Wild Side», con The Last Bandoleros, aparecen Jerry Jeff y Billy Joe, el lado salvaje de la noche de Texas. Seguimos con «Even If My Wheels Fall Off», con otro trío de ases, Wade Bowen, Randy Rogers y Cody Canada, una canción de quemar gasolina y correr al encuentro de mujeres que esperan lejos, que llaman desesperadas desde la otra punta de un país abrasado, sin frenos, pisándole fuerte, aunque en el camino revienten las ruedas. En «Pretty Reckless» el viejo Ray se une a Wynonna Judd, Jaimee Harris, Charlie Sexton y Gurf Morlix. Nada más empezar la canción, un coche se detiene junto al arcén con las ventanillas bajadas y el «Shine Along» de los Black Crowes sonando a todo trapo. Al volante va una chica con una cerveza entre las piernas, unas gafas de sol de espejo seguramente robadas y un colgante con una bala que le dice que suba su culo hillbilly al coche y deje de babear. La aventura está servida. Tanto Charlie Sexton como Gurf Morlix, aparte de prestar sus voces, aparecen como personajes en la canción. Carretera, cantina mexicana, cervezas hasta decir basta, enchiladas y una versión del «Houses of the Holy» de Led Zeppelin en el escenario. Ya en la recta final, «Ride or Die», con Ringo Starr, su hijo Lucas Hubbard, Steve Lukather, Eliza Gilkyson y Ann Wilson, una canción en la que una chica baila contoneándose como Stevie Nicks, camina como si estuviesen sonando todo el rato los Black Crowes en su cabeza, pincha una y otra vez el «Wild Horses» en su estéreo y, de vez en cuando, hace como que es Marianne Faithfull, joven y puesta hasta las trancas, en un castillo del sur de Francia. Y, para acabar, el bombazo de «Desperate Man», con The Band Of Heathens, en la que empieza diciendo que, al ir a ver el Joshua Tree, cayó de rodillas y rezó una oración a la Virgen. La historia de un hombre acostumbrado a caminar descalzo sobre cristales. La historia del propio Hubbard. Once canciones y cuarenta y dos minutos, ya lo dije al principio, de pura fantasía. ¡Aleluya!

IAN SIEGAL

Stone By Stone

(Grow Vision Records, 2022)

Ya han pasado diecisiete años y doce discos desde que lo descubriese un buen día en una de aquellas gloriosas jornadas cretácicas en las que uno era perfectamente capaz de pasarse horas (la verdad es que hemos sido una generación bastante dotada para la indigencia y la inmundicia; estábamos viviendo, probablemente sin saberlo, en las postrimerías de casi todo, el asteroide que oscurecería los cielos y enfriaría el planeta ya se veía venir), y de hecho me las pasaba (ella ya lo sabía y se iba a hacer sus cosas), manchándose los dedos (más adelante aprenderíamos a ponernos los guantes aristocráticos de Javier Marías, porque los ácaros ingleses son igual de ácaros, o incluso más, que aquí) en una costrosa (léase gloriosa) tienda de discos de Londres que ya no existe, con el que fue su segundo álbum, el glorioso Meat and Potatoes, que compré sin dudarlo, más que nada por el título y por lo que me dijo el dueño de la tienda, viejo zorro que en cuanto me vio dudar me lo pinchó desprevenidamente, como se tenía por costumbre en aquella época y en aquellos pagos, sabiendo ya que su pieza había caído en la trampa. «Esto que oyes es lo que tienes en la mano». No tuvo que insistir mucho. Le bastó decirme que era blues de astilleros y de ciudad portuaria. De un tipo de los aledaños de Portsmouth, al sudeste de Inglaterra, en el condado ceremonial de Hampshire, curtido durante muchos años en las tabernas de Alemania. Sudor, gomina y barba de tres días. Cuero y botas camperas. Respeto, tradición y mucho whisky. Parece yanqui, pero no. Procede de los muelles de la Pérfida Albión. Luego, llegaría a ganar un montón de premios en los British Blues Awards, se iría a grabar un par de discos descomunales a Mississippi con Cody Dickinson, de los Mississippi Allstars, a cargo de la producción (The Skinny, 2011 y Candy Store Kid, 2012), y comenzaría a colaborar muy de cerca con Jimbo Mathus. Todo gloria. El caso es que, durante todos estos años, no me he perdido ni uno solo de sus escarceos. Nunca me ha decepcionado. Y la reciente aparición de este Stone To Stone, no hace sino confirmar la inmensa altura que ha alcanzado. Lo cierto es que con este último disco ha puesto el listón muy alto. No se puede tener más clase, ni más buen gusto, ni más pantano. Con voz potente y segura, Ian Siegal ya no tiene nada que demostrar y hace lo que le da la gana y como le da la gana. Para empezar, el disco está dedicado a la memoria «y la inspiración» de Chuck E. Weiss, y eso ya, no sé si a vosotros, pero a mí me toca fuerte la patata. Aparte, incluye una canción de Jimbo Mathus, con quien, además, comparte los créditos de otras tres. Hay bien de resonator y mucho slide (y una tremendísima Shemekia Copeland en el segundo corte, entre el blues y el gospel, mano a mano con la voz aguardentosa de Ian en «Hand in Hand»). La cosa empieza destartalada, como la música que te encuentras al colarte en un garito pegajoso y lleno de humo, atmósfera de antro, pero luego todo se vuelve sorprendente y delicioso, inesperadamente, cuando Ian se arranca con «The Fear», solo voz, guitarra y armónica, una composición que nos descubre a un Ian Siegal más íntimo y más cercano a la sensibilidad de un Townes Van Zandt, por ejemplo, uno de sus máximos ídolos, dejándonos claro que no ha venido hoy aquí a gustar a todo el mundo y que este disco puede que no guste a aquellos que se acerquen a él a abrevar del blues más eléctrico y citadino. La cosa, desde este tercer tema, se vuelve, ya digo, extremadamente acústica y campestre. Faltan grillos, como quien dice. Chirrido de mecedora y tablón suelto de porche sobre humedal al ir y venir de la cocina a por cervezas. A poco que te descuides te masacran los mosquitos. Gloriosa también la versión fría, escalofriante, del «Psycho» de Leon Payne, con su letra brutalmente oscura, que en su día cantara Eddie Noack, ese cantante fascinante que ha pasado a ser la más extraña nota a pie de página de la historia de la música country (algún día le dedicaremos unas líneas). «Si crees que soy un psicópata, mamá, será mejor que dejes que me encierren…». Y así sigue, un tema tras otro. Música del páramo, mezcla de country, blues y folk. Un poco de mandolina. Y un banjo que parece tocado por uno de esos ancianos arquetípicos (con ese punto irónico de quien ha estado en lugares y perdido cosas que ni tú ni yo imaginaríamos). Algún momento a capella de puro escalofrío («Monday Saw»). Zapateo y silbidos. Sencillo y parco. Música para oír (o interpretar) con candil y jaleo de ranas toro en la distancia. Música de cosas que reptan por debajo. Pura artesanía.

THE DEAD TONGUES

Dust

(Psychic Hotline, 2022)

Ryan Gustafson, de The Dead Tongues, lleva más de una década dando el callo en la escena musical de Carolina del Norte, entre Durham y Asheville. Ha visto mundo como guitarrista de Hiss Golden Messenger y de Phil Cook, se ha hartado de hacer autoestop por el Oeste, ha cambiado de piel varias veces, no ha parado de sacar álbumes y en los últimos tiempos se viene diciendo que vive en una furgoneta en mitad del bosque. Es callado y bastante reservado. La escritora Ashleigh Bryant Phillips fue a entrevistarlo hace poco para hablar de su último disco, Dust. Quedaron en un salón te té oriental de Asheville. Él la invitó luego a conocer su cabaña. La furgoneta aparcada en la calle tenía una grieta en el parabrisas y flores secas en el salpicadero. El motor era estruendoso y, una vez en marcha, cuenta Ashleigh que tuvo que inclinarse varias veces para poder oír lo que le decía. Le contó que estaba intentando conseguir asistencia sanitaria, que había crecido en la pobreza, hijo de un predicador pentecostal. «Todo lo que tenían nos lo daban», de hecho, fue así como consiguió su primera guitarra. Poco a poco, se fueron adentrando en las montañas. Pasaron junto a un Dollar General. Al tomar una curva él le confesó que en su infancia toda la gente que conocía hablaba en lenguas (lenguas muertas, de ahí el nombre del grupo, en efecto, pero también porque sonaba muy bien, The Dead Tongues –risas–). Él nunca tuvo ese don y creció pensando que no era lo suficientemente bueno. La cabaña se alzaba a un kilómetro y medio de la carretera principal, al final de un camino de tierra, el típico camino en el que más vale que no te metas a menos que vayas en un camión o un todoterreno. Una cabaña centenaria en un terreno de cien acres situado en lo más profundo de las montañas Blue Ridge. Sus vecinos más cercanos crían ovejas, gallinas y pavos reales. Reina la calma. Era invierno y no había ni rastro de pájaros. Lo que sí había era un árbol que parecía estar haciendo kung-fu. Ryan imitó el gesto del árbol al bajarse de la camioneta, junto a una pila de leña tan alta como él, cortada por él mismo. No tiene callos solo en las primeras falanges. Esas manos cuentan otras historias. Ryan le habló entonces de que llegó un momento en que estuvo a punto de dejar la música, allá por 2020, tras la grabación del Transmigration Blues, su cuarto álbum, un auténtico borrón y cuenta nueva. Le mostró luego su estudio, un pequeño habitáculo, especie de invernadero triangular, adosado a un lado de la cabaña. El sol de la tarde entraba por la claraboya. Había instrumentos por todas partes. Y una foto de unos antepasados suecos, tomada poco antes de que emigraran a Estados Unidos. Muchos libros: Octavia Butler, Layli Long Soldier, Wendell Berry… y una máquina de escribir con un manuscrito en curso. Grabó Dust en nueve días. Es el disco que menos ha tardado en grabar hasta ahora. Antes le llevaba meses acabar una canción. Ya no. Él mismo se encargó de las guitarras, la armónica y el piano. Ryan afirma que la situación ideal para escuchar este disco es conduciendo de noche. Ashleigh dice que suena al sol bajando a través de unas ramas otoñales, sobre las rocas cálidas del río. Y lo cierto es que se nota que con este álbum Ryan ha ahondado en su corazón, se nota el tiempo de reflexión, la calma casi budista con la que ha rebuscado en sus viejos cuadernos. La cosa podía haber derivado perfectamente hacia el vacío, hacia la nada. Hacia vivir y olvidarse del resto. Pero al final ha sido más bien lo contrario. Ha sido un regreso en toda regla. Quizá es que no pueda concebir vivir de otra manera que no sea haciendo lo que hace. Un seguir para adelante con todo el peso de lo que se ha sido pero con el nuevo hábito hallado en la pausa y la lentitud. La naturaleza y la muerte del ego. Nueve canciones compuestas como en el transcurso de un sueño casi febril. Una crisis de identidad grabada en cinta. La gente de Rough Trade lo ha descrito muy afinadamente como una exploración del modo en que el alejamiento del arte puede llegar a ser lo que finalmente te conduzca de vuelta (ojalá muchos tomaran nota y dejaran de atosigar con las prisas y con tanto material de desecho, chusco e innecesario). Como dice el propio Ryan en la letra de «Dust», la canción que da título al disco: «Algunas historias no tienen final, algunas cosas nunca mueren». Y esa armónica que parece secuestrada del Harvest de Neil Young, no hace sino confirmarlo.

PHARIS & JASON ROMERO

Sweet Old Religion

(Lula Records, 2018)

En nada saldrá el disco que han grabado para Smithsonian Folkways Recordings, Tell 'Em You Were Gold (2022), un viaje sonoro a través de los tonos de siete banjos construidos a mano por el propio Jason, mezcla de canciones originales y melodías tradicionales. Así que aprovechamos la espera para hablar de ellos. De Pharis y Jason. Una pareja agradable que toca música folk (así se definen en su web, y seguramente no haya mejor definición). Ella es de reírse mucho, él es un poco misterioso. Son canadienses, han tocado en multitud de sitios, han ganado multitud de premios y han enseñado a multitud de gente. Tienen dos hijos estupendos y una casa en el bosque (junto a un río de desove de salmones, una de las últimas cuencas prístinas de la Columbia Británica). Y, además, son lutieres. Construyen banjos. Puedes visitar la web de su tienda. Y apuntarte a la lista de espera. Muchos de los mejores músicos de bluegrass tienen uno de sus banjos. Comen sano (de lo que plantan) y tocan música en la cocina. Todo es muy casero. Todo suena a madera de primerísima calidad. Empezaron tocando juntos música tradicional, banjo, guitarra y, a veces, un violín, en un trío que se llamaba The Haints con el que llegaron a grabar un disco hoy casi imposible de encontrar. También tienen una increíble colección de micrófonos (sus tesoros, el RCA y un C37) y un buen montón de guitarras de preguerra (una fatídica noche de junio de 2016 se les incendió el taller, J Romero Banjo Co., y perdieron los banjos y la colección de guitarras antiguas –incluida una Gibson J-45 de 1943 de valor incalculable, regalo de la inmensa Alice Gerrard–; el fuego también se llevó por delante la cabaña cercana donde dormían mientras terminaban las obras de renovación de la casa, lograron salir vivos de milagro; otros no habrían salido ilesos, pero ellos no se dejaron vencer por la devastación, toda una vida convertida en cenizas, se pusieron manos a la obra y lo reconstruyeron todo –la comunidad musical unió fuerzas y recaudaron fondos para ayudarles a levantar de nuevo el taller y la casa–). Son muy vieja escuela. Cuidan mucho el detalle. Hacen las cosas sin prisas. Mucha carpintería: planchas calientes para doblar maderos de arce, piezas en remojo, madera torrefacta, masajes con soplete…, ese tipo de cosas. Son muy frikis del banjo (ellos mismos lo reconocen) y muy fanáticos de la afinación (Pharis se reconoce también nerd de los árboles, tiene una licenciatura en botánica y en entomología, geek de la naturaleza). A veces, en directo, uno de ellos entra en una afinación esotérica, y el otro le sigue de inmediato, no necesitan ni mirarse, por muy difícil que sea. Se podrían pasar horas hablándote de las antiguas afinaciones de banjo, cientos de ellas, cada una con su razón de ser. Lo suyo tiene algo de conservacionista. Incluso construyen banjos de calabaza con trastes, algo que ya nadie fabrica. Son los guardianes de la vieja religión (en referencia al título del disco que hoy reseñamos, el disco con el que, por cierto, entraron en mi vida; sin contar el de The Haints, el quinto de siete, todos de un gusto exquisito). Banjos y pesca con mosca. Esas son sus dos actividades fundamentales. Y el bosque. Muchísimo bosque. Así es como les surgen las canciones. Muchas veces empieza simplemente con una afinación, en ocasiones la cosa gira en torno a no más de un par de compases, y luego irrumpe el bosque. El mero hecho de estar ahí hace el resto. El enfoque es puramente artesanal, es como hacer mermelada con las cosas que crecen alrededor de la cabaña o destilar moonshine entre los setos. Y así suena. Sweet Old Religion es el disco que sucedió al incendio, después de un tiempo de parón en el que estuvieron ocupados en las labores de reconstrucción y en la llegada de su segundo hijo. La vida sigue. Al reconstruir el taller, se montaron también un pequeño estudio de grabación y ahí es donde grabaron estas once canciones. Más casero imposible. Un disco humilde, como solo podía serlo tras la pérdida total. Un disco con más sentimiento country que los anteriores (y probablemente, ahora que ya los tenemos todos bien fatigados, el mejor para entrar en su pequeño mundo). Todo de los más selecto. El modo en que fluyen las líneas melódicas y la combinación perfecta de sus voces. Con sus pequeños toques adicionales de violín, pedal steel, mandolina, guitarra barítono, bajo y batería. Casi una homilía, en definitiva. Pura magia. Honestidad, entusiasmo, supervivencia y un fuerte olor a resina. La música que uno esperaría escuchar en el porche de esa cabaña que, de pronto, tras mucho caminar, se entrevé en la espesura.

49 WINCHESTER

Fortune Favors The Bold

(New West Records, 2022)

Empezaremos diciendo que no es un fusil con acción de palanca, sino el nombre y el número de una calle de un pequeño pueblo montañés, Castlewood, sito en Virginia, en los Apalaches, donde la banda empezó a tocar sin mayores pretensiones que tocar y seguir tocando mientras se pudiera. Uno de esos pueblos con un solo semáforo y, según las propias palabras de Isaac Gibson, líder del grupo, todos los clichés que uno quiera barajar a propósito de lo que supone crecer en un pueblo de apenas dos mil habitantes, en su día fundado sobre un terreno comprado a los indios shawnee a cambio de un sabueso, un cuchillo y un trago de whisky. Para empezar la necesidad de rebelarse, de ahí todo ese caudal punk rock y metalero que anida y transpira en el corazón de esta banda aparentemente country que debuta ahora en el sello New West con este Fortune Favors the Bold (la fortuna favorece a los audaces, en efecto, solo si te atreves a salir de tu pueblo mental en busca del Nuevo Oeste que está ahí fuera, esperándote). La tía Patsy, que falleció hace poco, fue la que le regaló su primer instrumento, un bajo con el que quiso formar una banda de punk, como buen fan de Pantera que siempre conviene ser, para crecer con la mente limpia, avatar que acabaría sucediendo, aunque con vestimentas completamente imprevistas. Probablemente, porque el punk, como género, nunca le ha interesado del todo, lo que le ha interesado ha sido más bien la filosofía, por llamarlo de alguna manera, la filosofía o la actitud, el espíritu si se quiere. Eso que, en ocasiones, se inocula en los demás géneros, incluso en el menos punk en apariencia, como puede ser el country que él perpetra, el único country que le interesa, un country de naturaleza rebelde (el viejo outlaw de los setenta). Para ello bastaría citar a Chris Shiflett, de los Foo Fighters, que lo dijo mejor que nadie al dictaminar que la música country es el lugar al que van a morir los viejos rockeros punk. Muchas bandas han demostrado ya que uno puede sentirse como en casa con unas botas camperas y un sombrero vaquero en el escenario de un garito de música punk. Una mera cuestión de energía que va mucho más allá del hábito, que jamás hace al monje, por mucho que nos intenten hacer creer los fantoches. Para empezar no es un disfraz, es auténtico. Enseguida se identifica al mamarracho que jamás se ha puesto un sombrero vaquero o al hijo de familia que se implanta un imperdible demasiado brillante en el pezón o se tatúa un dibujillo que en nada se diferencia de las calcamonías que venían en los pastelillos Bimbo. Disfrazados hay muchos y su música también suena a disfrazada. Cowboys y punks de pega. Pura fachada insulsa tocando música vacía. Para Isaac el asunto se basa en algo de lo más sencillo (y a la vez de los más complicado), se trata de total y absoluta dedicación a contar la verdad. Solo hay una indicación en el prospecto: nada de soplapolleces. Para él, eso es la música country. El lugar común de los tres acordes y la verdad. Verdad, honestidad y crudeza. Olvídate de la nouvelle cuisine. Caramelízate los huevos, si quieres, pero a mí el guiso me lo dejas quieto. Algo con lo que la gente se identifique al momento, que apele a sus vivencias y que tenga valor por sí mismo, más allá del sonido, algo, no por domado y elaborado, menos primitivo. Los muchachos del número 49 de la calle Winchester reconocen que nunca quisieron ser una banda de country, ni una banda de rock, ni una banda de Americana, ni de blues, ni de soul, ni de su puta madre. Nunca se lo plantearon en esos términos. Al inicio eran jóvenes (lo siguen siendo) y estaban muy verdes, no tenían ni repajolera idea de qué era lo que estaban haciendo, de cómo encajarlo o clasificarlo, pero sí tenían clara una cosa, querían contar lo que les pasaba, transmitir lo que oían en sus cabezas y lo que sentían en sus corazones. Lo traducían como podían y lo sacaban a la luz, contagiado inevitablemente de toda la música que escuchaban y amaban, algo que, poco a poco, a lo largo de los ocho años que llevan tocando, se ha ido depurando hasta dar lugar a su sonido actual, cierto que más cercano al country que a cualquier otra cosa, pero con mucho también de tantísimas otras cosas. Porque en lo suyo no hay nada previsto, es todo maravillosamente esporádico. Isaac se adscribe al viejo método de Hank Williams, según el cual, si te lleva más de media hora escribir una canción, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella. Le viene de familia. Desde hace cien años se vienen dedicando a la carpintería y a la mampostería de piedra. Isaac pertenece a la cuarta de cinco generaciones que sabe lo que es sudar mientras se instala un tejado. Sabe lo que es ganarse la vida manchándose las manos. Y esa ética de trabajo es la que ha incorporado también a los del 49 de la calle Winchester. Pon en marcha el reloj, encájate el casco y a trabajar. Ese es el mantra, tanto en el estudio como en las giras y en los ensayos. Música de currantes. En definición de ellos mismos, «una banda de alt-country de lágrima en tu cerveza, rock and roll de bar de suelo pringoso y folk de los Apalaches de alto octanaje».

LA CIUDAD ES NUESTRA

 

Por fin HBO vuelve a producir un poquito como en los orígenes.

Eso sí, sin dejar de lado su estilo goteo de un episodio a la semana que tanto me desespera.

Después de esperar un mes y medio, he podido verme del tirón La ciudad es nuestra del bueno de David Simon.

A los que pensábamos que ya no veríamos nada parecido al nivel de The wire, se nos puede calificar de hombres de poca fe, lo reconozco.

Baltimore, la ciudad a la que nadie ha ido ni se le ha pasado por la cabeza ir, ni tan siquiera para ver a los Baltimore Ravens, equipo de la NHL en el que ha jugado el español Alejandro Villanueva su última temporada antes de anunciar su retirada.

La ciudad es nuestra, 6 episodios de pura dinamita.

Drogas que no falten, brutalidad policial y corrupción, no, lo siguiente, clubs de striptease y demás lindezas... vamos que no falta de ná.

La serie está basada en un libro de Justin Fenton, periodista que curró con David Simon en The Baltimore Sun y que, en su momento, cubrió la noticia de lo que pasaba en Baltimore con la Brigada de armas de la policía de la ciudad.

La ciudad es nuestra está basada en hechos reales, y aunque esta etiqueta no es siempre sinónimo de calidad, sí lo es en este caso.

Así que nada, a encerrarse en casa con aire acondicionado, el que lo tenga, y cerveza fresquita, y a no pisar la calle, por lo que pueda pasar.

Con La ciudad es nuestra ya tienes excusa para pasar desapercibido estos días de sofoco.


 

CRISTINA VANE

Make Myself Me Again

(Red Parlor Record, 2022)

Hace cinco años, en 2017, la descubrimos en una sesión de Jam in the Van, marcándose un «Long Way Home» que ya entonces nos dejó con el culo torcido. Luego le perdimos un poco la pista, pero nos volvió a seducir en octubre del año pasado, gracias a nuestro nuevo canal favorito, Western AF, en plena llanura, cantándole el «Travelin'Blues» al bisonte Billy, en el Prairie Monarch Bison Ranch de Wyoming, un estado por el que sentimos especial debilidad (por motivos que no vienen ahora al caso y que ya han quedado debidamente consignados en otros pagos). El caso es que acaba de salir su esperadísimo segundo disco para Red Parlor Records (atrás quedan también los dos EPs, Shades y The Magnolia Sessions) y nuestra absoluta rendición no ha hecho más que confirmarse. El viaje ha sido apasionante. Cristina nació en Italia, de padre siciliano-estadounidense y madre guatemalteca. Dio muchos tumbos. Cada tres años, más o menos, un nuevo salto. Se crió entre Inglaterra, Francia e Italia. A los dieciocho años, cuando se establece definitivamente en Estados Unidos para ir a la universidad (Princeton, Literatura Comparada), habla cuatro idiomas y lleva dentro el blues de la vieja Europa. Tanto ir y venir de aquí para allá ha hecho que no tenga muy desarrollado el sentido de pertenencia. Algo que no vive como una rémora, sino más bien como todo lo contrario. Su única patria es la música. Y no toca música folclórica tradicional italiana ni de la región del Piamonte, donde nació, aunque todo eso y mucho más, todo lo que ha visto y oído en sus largos peregrinajes, ha influido en su sonido y en su trayectoria profesional. Así como en su manera de relacionarse con el mundo. La guitarra slide, que aprendería a tocar en el Londres de los noventa (que era mucho Londres), marcaría su camino. En Los Ángeles estuvo trabajando una buena temporada en la tienda de guitarras McCabe's y allí se hizo experta en el fingerstyle, asesorada por Pete Steinberg, su mentor, al que siempre cita y tanto debe, que dio forma a su manera de componer y de tocar. Mucho country blues, Skip James, Mississippi John Hurt y Blind Willie Johnson (Venice Beach está lejos del Delta del Mississippi, pero Cristina salva esa distancia en cuanto agarra la National Resonator personalizada con la que aparece retratada en la cubierta de este disco, una Reso Rocket de cono único que tiene desde hace seis años y que, pese al tute que le viene dando, aún no ha tenido que llevar a reparar), por supuesto, viejos estilos de guitarra folk, música old time, bluegrass y su enamoramiento con el banjo «clawhammer», última incorporación al arsenal de instrumentos que toca casi sin despeinarse. Su primer álbum, Nowhere Sounds Lovely (referencia a esa «Ninguna Parte» de la que se siente tan habitante, como los cómicos de la legua de la inmortal obra del gran Fernán Gómez), elogiado como «material fascinante» por revistas eminentes como American Songwriter y Rolling Stone Country, fue escrito en buena parte durante el largo viaje por carretera a través de Estados Unidos que siguió a su estancia californiana. Cinco meses tocando en pequeños bares, cervecerías, cafeterías, clubes y patios de gente, durmiendo en casas de amigos o de desconocidos, y en tiendas de campaña al borde de la carretera, acampando de vez en cuando en los Parques Nacionales, para respirar y recargar pilas. «Una niña rockera obsesionada con la música antigua», así es como ella misma se define. Pero con algo adicional, algo que la hace única en su especie, esa fascinante visión del que viene de fuera, ese distanciamiento crítico y apasionado del que ya hemos hablado en otras ocasiones al referirnos a los Wenders y los Kaurismäkis que se asoman y se pierden por aquellos horizontes: el asombro y la emoción del descubrimiento y la confirmación. Ahora ella ha echado raíces en Nashville («Small Town Nashville Blues») y parece haberse reconstruido tras el largo viaje. El disco transpira el optimismo de haber llegado por fin a alguna parte, transpira fuerza y seguridad. Cristina Vane parece haber encontrado su propia voz, ella lo llama «el sonido de crecer». Y oír ese sonido, producido en estudio o a pelo en las Grandes Llanuras, nos seduce casi tanto como al bisonte Billy, que muge manso y se queda quieto.

BRENNEN LEIGH (featuring ASLEEP AT THE WHEEL)

Obsessed with the West

(Signature Sounds, 2022)

Puede que de primeras no te suene ni la conozcas, pero seguro que la habrás oído mil veces. Ha hecho voces para The Weary Boys, Moot Davis, Jesse Dayton, Leo Rondeau, James Hand, Melissa Carper, Jim Lauderdale, Charley Crockett, Rodney Crowell, Radney Foster y Bobby Bare, entre otros. Canta, compone y toca la guitarra y la mandolina «como una hija de puta», y no es que lo diga yo, lo de «like a motherfucker», eso lo dijo el gran Guy Clark en su día, alabando su flatpicking, sin andarse con chiquitas. David Olney, otro de nuestros héroes, se refirió a su escritura, «tierna, violenta, sentimental, tontorrona y sabia, siempre fiel a sí misma, confiada y a gusto, sin dárselas de nada ni pasar por una imbécil» (se ve que por aquellas latitudes lo de ir de sobradillo es tan habitual como por aquí, donde de mediocres envanecidos siempre hemos andado con exceso de stock). De este último disco, Colter Wall ha dicho que si al primer compás no se te planta una sonrisa en la cara y te pones a mover los pies es que probablemente estés muerto. Ella lleva obsesionada con el western swing desde que era pequeñita y siempre ha sido una influencia. Nació en Fargo (con catorce añitos ya giraba), se mudó a Austin a los diecinueve y actualmente reside en Nashville. De ahí que sus discos anteriores hayan abarcado el bluegrass, la música country (sus padres eran muy forofos de Willie Nelson y de Emmylou Harris, y no se perdían nunca las emisiones de fin de semana del Austin City Limits) y el folk. Pero solo ahora, con este séptimo álbum, se ha puesto a explorar en serio el western swing, para lo que ha contado en la producción con el mejor, nada menos que con el maestro Ray Benson, rey actual del Texas swing, al frente de su banda, los gloriosos Asleep at the Wheel. Cindy Walker (a la que Brennen considera su espíritu animal) y Bob Wills pueden dormir tranquilos. De adolescente, Brennen se topó en casa con un viejo regalo de bodas que le habían hecho a sus padres, Fathers and Sons, un disco editado en 1974 con Bob Wills & His Texas Playboys en una cara y en la otra Asleep at the Wheel. Ahí se le inoculó el virus del swing. Ella y su hermano no paraban de pincharlo, devoraban el disco. Alucinaban con aquellos gritos extrañísimos, el característico aullido agudo de Wills. Aquella mezcla de jazz, blues, polka y country rural. Un sonido que les parecía procedente del espacio exterior. Fue así como se enamoraron de la idea de Texas. Con quince años, conduciendo por las carreteras desoladas de Dakota del Norte, oyendo una y otra vez una cinta con temas como «New Spanish Two Step», «San Antonio Rose» o «Maiden Prayer». Imposible escapar a ese embrujo. Texas, un país o planeta mágico de comida mexicana y salones de baile. Quién le iba a decir que acabaría viviendo allí y grabando un disco de western swing. Y, además, con el espíritu aventurero del que siempre ha hecho gala, con la insobornable intención no solo de emocionar, sino también, y sobre todo, de preservar el pasado. Una carta de amor a un sonido que significa todo para ella y que cambió la fibra de su ser. «Para mí se trata de algo espiritual. Es como si te presentaras con tus mejores galas y le dieras a la gente lo más auténtico que puedes darle. He aprendido que cada vez que coqueteo con el lado menos auténtico de mí misma en lo que respecta a las apariencias, no consigo conectar tanto con la gente. Para mí es importante decir: “estoy orgullosa de esto” y poder mostrarlo tanto en mi actitud como en mi indumentaria. Creo que este género merece ser respetado, amado, alimentado y regado. Esta es nuestra música y es una música inteligente, es una música brillante y con clase». Y si encima va y te encaja a bocajarro el pistoletazo que da título al disco, «Obsessed with the West», con ese violín y ese viejo acordeón, esa especie de oda melancólica de ambiente vaquero, pues apaga y vámonos. Un auténtico poema de amor al Oeste que, en efecto, se desvincula un poco del tono general, bajando revoluciones, pero que es, sin duda, el momento álgido del disco, el más emotivo, con sus cigarras zumbantes, sus rocas calcáreas, sus altas hierbas danzantes, sus bandadas de buitres negros, sus granizadas asesinas, sus borrascas y sus ciclones, sus cactus rosados en flor y sus huesos blanqueados por la intemperie: «aunque me llene de aguanieve y me haga nudos en el pelo / estoy obsesionada con el Oeste, / esa vieja y ruda fulana, / ese poni salvaje indomable». Una canción en la que, por otro lado, ya se perfila ese nuevo proyecto con el que Brennen Leigh viene fantaseando en los últimos tiempos para gran alegría nuestra (o al menos mía), un álbum de canciones vaqueras, un disco en la línea de Roy Rogers y de Sons of the Pioneers, baladas de pistoleros a lo Marty Robbins y Don Edwards. «Definitivamente, serán canciones originales, siempre he querido escribir una novela del Oeste en forma de canción, ya sabes, un disco temático que tenga un poco de Louis L'Amour y un poco de McMurtry, ese tipo de cosas». Bendita seas, Brennen Leigh. Bendita sea tu obsesión y tu valentía. Una suerte y un regalo haberse tropezado contigo. Happy trails & yeeeeehaw!

TOKYO VICE

 

Con los calores que pegan por el sur de la península, uno consume cantidad de líquidos sin comprobar lo que pone en la etiqueta. Después de un trago, si no te gusta, pues pasas al siguiente.

A muy malas, siempre está la cerveza.

Con las series me pasa lo mismo, desde que las plataformas digitales descubrieron que con las historias en fascículos había un filón, hay mierda a espuertas.

Se mira un capítulo y, si no te convence, a por otra cosa.

Esta es la manera en la que he llegado a Tokyo Vice, porque el título y las referencias no me llamaban la atención ni por asomo.

Que sí, que muy bien, que Michael Mann es el productor y el director del primer episodio, ¿y?

El título me recordaba a Miami Vice, lo cual me hacía pensar en un refrito versión nipona.

Pero oye, al final me lo he pasado bien.

He pensado muchas veces en ir a Japón, nunca lo he hecho y no sé si algún día pasará.

Eso sí, en New York conocí en un bar a una de las nietas de uno de los dueños de Honda, o al menos eso me dijo una de sus amigas, me invitó a salir con ella a la calle a fumarnos un porro, cuando se enteró de que tenía novia paso de mí.

También en New York fui a una tienda de muñecos japoneses extrañísima en lo alto de un edificio, a ver si me dejaban entrar a comprarle un regalo a un colega que estaba pillado con todo el rollo japonés.

El tío que nos abrió la puerta se parecía al que cultiva los ojos para los replicantes en Blade Runner.

Muy majo el compadre, pero los precios de los juguetes se pasaban con creces de mi presupuesto.

También por aquella época, y también en la ciudad de los rascacielos, fui por primera vez a un restaurante japonés, estaba en un sótano y parecía más un fumadero de opio que un sitio para pasear.

No probé bocado, por aquel entonces no concebía meterme al estómago nada que no hubiera pasado por la sartén, pero la cerveza japonesa, bien fresquita, me gustó.

Y ya mi última experiencia con el mundo del sol naciente, de unos años más tarde que las anteriores, fue cuando fui a ver la exposición de uno de mis compañeros de piso en Brooklyn en la que, junto a sus obras, también mostraban sus trabajos de fin de curso otros alumnos de una escuela muy moderna de arte a la que solo se podía acceder si te daban una beca o estabas forrado.

Uno de los trabajos que se mostraban era el documental (ella lo llamaba intervención fílmica o algo así) de una chica sueca muy maja y que hablaba por los codos, que se había pasado un año grabando a los chavales de compañía para mujeres pudientes japonesas que, fíjate tú por dónde, tienen bastante relevancia en la trama de Tokio Vice.

Sea como fuere, Tokio Vice, de ocho episodios, se puede ver ya completa en HBO Max y está de lo más entretenida.

Métase en una coctelera mafia japonesa, chicos y chicas de compañía, karaoke, policías corruptos y otros que no lo son, periodismo de investigación, gringos buscando su lugar en la vida entre japoneses, artes marciales, un poco de hielo triturado, agítese fuerte y sírvase en vaso ancho con una rodaja de limón.

Entra de lujo y ayuda a estar hidratado en estos tiempos estivales.





 

ZACH BRYAN

American Heartbreak

(Warner Records, 2022)

Un día te llega una factura muy alta de Verizon Wireless, el mayor operador de telefonía móvil del país, y decides escribir una canción cagándote en todos sus muertos que titulas «Cold Damn Vampires», porque eso es lo que son, unos putos vampiros sin sentimientos, y hasta haces un vídeo que luego cuelgas en las redes. A los tres días te llama tu padre, que está muy orgulloso de ti, no es para menos, y te dice que últimamente te estás cagando mucho en todo y mantienes una larga conversación con él sobre moralidad y respeto en la que al final, supones, no te queda otra que darle la razón. Pero luego resulta que, además, te llaman tres de tus mejores amigos para preguntarte si estás bien, si te pasa algo, si estás enfermo. Tú solo te estabas cagando en los putos vampiros. Y tienes veintiséis años. Pero ya eres muy consciente de la fuerza y la repercusión de tus palabras. De familia militar de toda la vida, naciste en Japón, cuando la Marina desplegó las tropas por aquellas latitudes, pero eres originario (o deberías serlo) de Oologah, Oklahoma, lo que puede que explique muchas cosas. Siguiendo la tradición familiar, entraste en el ejército. En tu tiempo libre, no obstante, como Johnny Cash cuando lo mandaron a Alemania, te dedicas a escribir canciones por los cuarteles. Allá por 2017, animado por un artillero (que resulta que es de Nashville, claro), comienzas a subir tu música a YouTube y a SoundCloud, tus colegas te graban con sus iPhones. Uno de esos temas, «Heading South» (que no se incluye en este disco), se hace viral (quince millones de visitas, sin comerlo ni beberlo). Así estalla todo. Es una historia muy de los tiempos que corren, hay YouTube, hay SoundCloud, hay iPhone y hay AirBNB, nos encontramos ante un Millenial de la Generación Z. Eso puede despertar las suspicacias de algún muermo, todo el mundo tiene derecho a ser polvoriento. Carcamales y gente de gusto embalsamado siempre habrá. Y tampoco pasa nada. A la postre, resultan amenos. Oírlos o leerlos es como ir al zoo a ver a los simios pajilleros. Gente de poco o ningún aseo. Tu primer álbum, DeAnn, dedicado a tu madre muerta, lo compones en dos meses y lo grabas con unos amigos en un AirBNB durante una estancia en Florida. El segundo, Elisabeth, sale en mayo de 2020, lo grabas en un granero reciclado detrás de tu casa en Washington. El 10 de abril de 2021, aunque cueste creerlo y sorprenda a muchos, estás debutando en el Grand Ole Opry y, a los pocos meses, te das de baja con honores de la Marina de Estados Unidos, donde también has conocido a tu esposa, después de ocho años de servicio. Entonces emprendes tu carrera musical. En el 2022 debutas en un gran sello, Warner, ahí es nada, y nada menos que con un álbum triple, este American Heartbreak que hoy reseñamos, treinta y cuatro canciones, todas gloriosas, hasta las producidas con menos garbo y alguna que parece haberse quedado a medio hornear, grabadas en los estudios Electric Lady, de Nueva York, y casi todas producidas por Eddie Spear, que no está para tonterías (Cody Jinks, Brandi Carlile, por citar solo un par de su lista). Dices que se trata de un diario de tus últimos cinco años, un intento, según tus propias palabras, de explicar cómo es ser un hombre de veintiséis años en los actuales Estados Unidos (esa birria). En el disco hay amor, hay pérdida, hay jolgorio, hay resentimiento y hay perdón. En el Tennessean destacan tu inquietud indomable y tu angustia «de ojos turbios». Lo reventaste en Spotify y en Apple Music. Querías ser escritor, y eso se nota. Podría extraer un ejemplo de cualquiera de tus canciones. Pero la primera que me viene a la cabeza es «Younger Years», esa especie de elegía de la adolescencia que es casi Larry McMurtry escribiendo The Last Picture Show. «Johnny está en el camino de entrada y otra vez está bebiendo, / la gente es dura en el centro del pueblo, pero son mis amigos / y, al final de la noche, no recordaré mi nombre». Y lo cierto es que no hay quien te pare, es torrencial, resulta hasta apabullante. Después de cien canciones terribles en las que trataste de averiguar cómo convertir los poemas y los textos que escribías en algo con lo que la gente pudiera conectar a través de la melodía, la cosa empezó a cuajar. Martillo y cincel. Trabajo y constancia. Pero cuando te preguntan por esas canciones tan malas que hasta a ti te da vergüenza ver aún por ahí colgadas, afirmas que agradeces desde la primera a la última, porque todas fueron peldaños hacia esa primera canción en la que, por fin, todo empezó a cobrar sentido. Para mí, no hay duda, y eso que no soy de excretar esta clase de sentencias (y a pesar de que al 2022 aún le quedan unos cuantos meses de vida), te has marcado el disco del año. Hay mucho sepulturero por ahí suelto, sí, y también mucho vampiro, mucha gente que pasea por la vida las nueve señales del hijoputa, como quien dice, pero no todo va a ser ruina y podredumbre. Esto es sangre nueva, no sangre de muerto, ni sangre de pega, y, como decía el maestro de Iria Flavia, ya va siendo hora de echar serrín a la sangre de tanto recuerdo. Y a rey muerto, rey puesto. Claro que sí. Oklahoma vuelve a revolverse contra las momias. Y da gusto verlo. Así que, nada, querido Zach, ya solo me queda darte las gracias por salir y dejar la puerta abierta. Ayer olía a polilla. Hoy ya no. Hoy ya corre el aire.

WHEELER WALKER JR.

Sex, Drugs & Country Music

(Paper Hill Records, 2022)

Si eres seguidor de este blog, no importa el sexo, hembra, varón o cualquier cosa en medio, coincidirás conmigo al advertir que el gran Wheeler Walker Jr., sin comerlo ni beberlo, ha escrito la canción de nuestra vida, la canción que nos define y que nos merecíamos. Cada cual, con un poco de suerte, atesorará su especial momento de conmoción, ese momento en que se dijo: «Aquí es». Está claro que se dan pocos momentos así en la vida, porque la vida, por lo que ya se intuye, va por otros derroteros (más salerosos, según parece) y, por eso, en tales ocasiones, uno no puede dejar de sentirse ante la presencia de lo numinoso y lo sagrado, porque, en efecto, se trata de misterios tremendos y fascinantes. En mi caso, fue hace ya años. Fani, que no podía estar más lejos de Texas ni de la música que me gustaba, una mañana, en un piso del barrio de Lavapiés, duchándose antes de ir a trabajar, de repente, a bocajarro, inesperadamente y directa al corazón (sin probablemente sospechar los daños colaterales), se puso a cantar el estribillo del «It Doesn't Matter Anymore» de Waylon Jennings (hay gente que, con mucho menos, ya no vuelve a levantar cabeza en la vida; léase: supervivientes de catástrofes naturales). Luego acabaría pasando lo que dice la susodicha canción: tú por tu lado y yo por el mío, ahora y siempre y hasta el fin de los tiempos. Cada uno acabaría encontrando a alguien nuevo y, quizá, ¿quién sabe?, algún día, dejaríamos de importarnos. Pero aquello sucedió. Yo estuve allí. Lo oí. No tengo testigos ni pruebas, así que podréis creerme o no. Pero confieso que nunca me ha vuelto a pasar. Aunque una cosa está clara, si me volviese a suceder ahora, que ya gasto canas, no me pillaría tan desprevenido. Ahora tendría a mano redes y cadenas, y no se me escaparía. En fin, tampoco merece la pena dar más explicaciones, quien lo probó lo sabe, que diría el fénix de los ingenios. Pero Wheeler, ya dando con nosotros nel mezzo del cammin de nostra vita, en esta selva oscura de los no tan felices años veinte de este siglo tan tullido, nos ha radiografiado la entraña en «She's a country Music Fan». «Me estoy haciendo viejo y me temo que mi momento ha pasado, / necesito una vaquera a la que le guste la cerveza y Johnny Cash […] Que sea capaz de beberse un chupito de Knob Creek de un trago, / que se meta por cualquier carretera secundaria con su camioneta en cuanto se lo pidas. / Una borrachuza de tomo y lomo pero de lo más divertida, / creo que por fin he encontrado a mi chica. […] Le gusta mi colección de vinilos de Willie / me encanta escuchar su disco del concierto de Waylon en Texas». Mi alma entera en esta canción. O en la que da título al disco, que empieza diciendo: «Conocí a esa chica en un honky tonk, / la pillé mirándome las pelotas. / Hablamos un montón, nos tomamos un par de chupitos / y ya le estaba metiendo el dedo en el coño antes de que dijeran: “¡Última ronda!”. / Ahora estamos en el Motel 6, / tenemos un montón de cocaína de primera para hincharnos a rayas, / y me la estoy follando por detrás / mientras escuchamos a Patsy Cline», porque nosotros, como él propio Wheeler, que no se corta un pelo a la hora de poner las cartas sobre la mesa, estamos hasta los mismísimos cojones de todas esas estrellas de rock amaneradas del quiero y no puedo, y sabemos que la fórmula nunca ha sido ni será «sexo, drogas y rock 'n' roll», sino como muy bien dice Wheeler (haciendo la peineta desde la cubierta del disco para el que no esté conforme): SEXO, DROGAS Y MÚSICA COUNTRY. Un coño y cerveza, dice el preso de la cuarta canción, las únicas dos cosas del mundo que hacen que merezca la pena seguir viviendo. Y tampoco nada del otro mundo, cerveza de andar por casa, industrial, Bud en el caso de Wheeler, Mahou en el nuestro. Y ellas también lo saben, porque no hay nada en el mundo como que te folle un buen chico del campo («Fucked By A Country Boy»): «Ey, zorrita de Nueva York, / con esas tetas falsas de California que te gastas, / ya sé que vas encerada y depilada de arriba a abajo, / ¿pero nunca te has dejado despatarrar por un Conway Twitty de la vieja escuela? […] ¿Nunca te has dejado follar, follar, follar por un chico del campo? / ¿Embestir, embestir, embestir por un redneck? / ¿Despatarrar, despatarrar, despatarrar por algún cosanguíneo que tenga la misma voz que tu papá? / Si nunca te lo ha comido un paleto con una polla hillbilly / ni te ha salido un sarpullido en el coño después de haberte follado a un basurilla de parque de caravanas, / entonces, niña, necesitas con urgencia que te folle un chico del campo». Y es que estamos aquí, como decían los Blues Brothers, en misión de Dios. «God Told Me to Fuck You», dice la balada del disco: «Cariño, sé que te va a parecer una locura / porque yo nunca he sido muy de rezar, / pero, niña, tenías razón, el buen Dios es asombroso, / hoy se me ha aparecido / de un modo muy sagrado y… Dios me ha dicho que te follara. / Dios me ha dicho que te comiera el coño. / Dios me ha dicho que te pidiera que me chuparas la polla. / Y me ha dicho que quería mirar. / Créeme, por favor, cariño, a mí también me sorprendió mucho, / cuando me dijo que te follara». Estamos hablando de amor, que no se nos olvide. De amor verdadero. El disco está dedicado a Coco, con amor. Y es amor puro el que siente el protagonista de la canción «Honky Tonk Whore». Amor de desguace, puede ser, pero amor imperecedero. «Salgo con esta chica, colega, echa humo de lo buena que está, / te la encontrarás por ahí fuera, mamando pollas en el aparcamiento, / es difícil encontrar a una chica con trabajo en los tiempos que corren, / y, oooh, como quiero a mi puta honky tonk […] Tiene un tatuaje de una polla que se le mete en el culo, / pero me compra cosas de puta madre y paga siempre a tocateja […] Los dos podemos follárnosla, pero no es lo mismo, / porque yo soy el único que conoce su verdadero nombre, / los dos la hemos visto arrodillarse / pero hay una diferencia, a mí me la chupa gratis». Y por eso mismo el desamor no puede ser más desgarrador. Las pajas nunca han sido más desoladoras. En la última canción, todo se rompe. «Solo porque su polla sea mucho más grande que la mía, / y más suave, / solo porque tenga más dinero que yo / y haga jiu jitsu, / solo porque sepa hacer que te corras / y localizar tu punto G / no tienes por qué lamerle las pelotas y tragarte toda su lefa […] Solo porque ese tío tenga tableta de abdominales / y esté la hostia de mazas, / solo porque tenga las pelotas suaves como unos huevos, / pero no huelan a eso, / solo porque sepa hacerte sonreír, y te mordisquee el buzón, / no tienes por qué bloquear mis llamadas / mientras me masturbo en mis calcetines». Wheeler Walker Jr., es el poeta de nuestra generación. Y todo ello con un sonido impecable, con Leroy Powell a las guitarras y producido por el inmenso Dave Cobb (excepto la canción «God Told Me to Fuck You», «que fue producida por otra persona», jajajaja), en el histórico Estudio A de RCA. Y sumamente divertido, porque, como él mismo dice, poniéndose serio: «Los últimos dos años han sido duros. Perdimos a Billy Joe. Perdimos a Norm. He perdido a mucha gente cercana a mí. Pero ellos no querrían que hiciera un álbum deprimente. Nadie quiere escuchar otro álbum triste sobre la pandemia o el estúpido divorcio de Adele, que a nadie le importa». Vamos a la puta fiesta, vamos a divertirnos. Y a recuperar la honestidad. Wheeler piensa que la música country ha perdido su esencia en los últimos años. La honestidad, las cosas que le gustaban de la música country (de los Waylons, los Willies y los Billy Joe Shavers), «ese tipo de verdades reales y honestas desaparecieron y se convirtieron en canciones de mierda sobre camiones y cervezas y tonterías con las que nadie puede relacionarse». Hay que volver a hablar del amor y del día a día. Volver a la música folk, a la música de la gente y de las pequeñas cosas horribles y maravillosas que les acontecen. Música del dolor cotidiano y de la desesperación. Y de cómo salir de todo esto más o menos indemne. Y, a ser posible, volver a encontrar un día a ese ángel de honky tonk que te sorprenda una buena mañana cantando por Waylon en la ducha, después de haberse corrido a granel en tu cara.

DAVID QUINN

Country Fresh

(Soundly Music, 2022)

Un loco o un bobo errante. Así se definía en la canción que daba título a su primer disco, allá por 2018. De gustos sencillos. El sonido de un tren con destino al Sur; quedarse atrapado en medio de la lluvia; una mujer bonita llamándote por tu nombre; esas cosas de toda la vida, en el Medio Oeste. El olor de una temprana noche de otoño, unas cervezas cuando estás bien, tocar la guitarra bajo la luz de la luna y unas viejas botas que se ajusten como un guante. Un hombre de vida sencilla, de fantasear mucho y soñar despierto, un bobo errante, descerebrado, fuera de sus cabales. Y permanecer siempre fiel a eso. Contra viento y marea, bajo cualquier circunstancia. En el fondo, no más que otro glorioso agraviado por la sobreexposición a la música de John Prine siendo un crío, cuando su padre lo extenuaba en el tocadiscos de casa, durante toda la noche y a todo volumen, lo que acabaría contrariando a los vecinos y llevándole a él, un niño rockero, a abandonar la batería que tocaba de vez en cuando en efímeras bandas de blues y rock and roll, para dedicarse a la música de raíces. Luego vendría Townes. Al escucharlo por primera vez, se pasaría seis meses sin poder escribir una sola canción. ¿Para qué, si ya estaban esas? ¿Qué sentido tenía si ya no se podía crear nada mejor? El resplandor de aquellas canciones lo dejó ciego, pero por suerte recuperaría la vista. Fue catártico. De Guy Clark aprendería el oficio, la artesanía, la paciencia, la humildad. De la noche a la mañana, se vio convertido en un músico honkytonk de Chicago (una canción suya, «Long Time Gone» aparecería en el recopilatorio Too Late To Pray, Defiant Chicago Roots, editado por Bloodshot Records en 2019, un sello cuya desafortunada desaparición todos lamentaremos hasta el fin de los días –que tal y como va la cosa, podría ser mañana mismo–) y su primer disco lo graba en Nashville (después de divorciarse, vender –literalmente– todo lo que tenía y embarcarse en un viaje por carretera en el que escribió un montón de canciones), en los estudios Bomb Shelter, con Andrija Tokic, el estudio de moda por donde ya habían pasado los Alabama Shakes y Luke Bell, entre otros artistas de la nueva hornada. Los dos siguientes, el Letting Go (2019) y el Country Fresh que hoy nos ocupa, los grabaría en el Sound Emporium, también en Nashville, con Mike Stankiewicz de ingeniero. Para este último, después de la pandemia, Chicago ha quedado muy atrás. Después de grabar el Letting Go, David Quinn regresó a un Chicago con todo clausurado y, al cabo de una semana, decidió hacer las maletas y mudarse. Al fin y al cabo, nunca había sido muy de ciudad. Volvió a la zona rural de Indiana, a la casa que construyó el abuelo de su novia junto a un lago, cerca de su vieja granja familiar. Y empezó a escribir las canciones del nuevo disco nada más llegar, como si se le hubiese abierto una espita, combinándolo con las labores de peón de rancho, cuidando caballos. Y arreglando la casa para poder disponer de agua potable, aire acondicionado y otras comodidades. El nuevo material es más casero y reflexivo, una mezcla de nostalgia y de apreciación de los placeres simples de la vida, pan de maíz y chili, pescar, nadar, paseos en moto o bicicleta por sinuosos caminos conquistados por la maleza, la brisa, los colibríes…, «cosas que son fáciles de pasar por alto, hasta que te las quitan». Y todo sin plazos, sin presiones, sin conciertos a la vista. Aunque, en realidad, salió todo rodado, a borbotones. El parón no lo dejó varado en dique seco, no se dedicó a dar la tabarra por redes, tenía cosas que hacer (y talento). Música del Medio Oeste, lo que él mismo ha definido con la etiqueta de «black dirt country», bajo la que no duda en englobar a gente como John Prine, los Uncle Tupelo y los Bottle Rockets (tomando como referencia el «red dirt country», el country de Oklahoma y algunas zonas de Texas), una suerte de mezcla, una especie de crisol o colcha de retales, en la que se unen elementos de country, rock sureño, bluegrass y folk puro y duro. Y todo ello cocinado en esta ocasión en compañía de excelentes pinches como Milles Miller (batería de Sturgill Simpson), Laur Joamets (slide guitar de Drivin N’ Cryin), Micah Hulscher (pianista de Margo Price), Brett Resnick (pedal steel de Kacey Musgraves y Sierra Ferrell) y el inmenso Fats Kaplin (aquí a cargo del violín, el dobro, el banjo y la armónica). El resultado es extraordinario. Treinta y ocho minutos de música de currantes, música de gente que sabe lo que es mancharse las manos de barro negro y que no huele a ático cerrado, a música olvidada en el altillo, sino a country fresco, sin imposturas.

MARY GAUTHIER

Dark Enough To See The Stars

(Thirty Tigers, 2022)

A veces ocurre. No con todos. Y no siempre, por suerte. De lo contrario la cosa se volvería irrespirable. Y sería un sinvivir. Porque suficiente tenemos con lo nuestro. Ellos no lo saben, claro, y está bien que así sea, aunque algo intuirán, seguro (más aún hoy, en los tiempos que corren, tan de redes sociales y cercanías ficticias). En ocasiones, la cosa se puede ir de madre, claro, y entonces amanece un cadáver a los pies del edificio Dakota, en el Upper West Side, y es un lío. Pero el caso es que hay artistas que llevan conviviendo con nosotros desde siempre. Los hemos visto crecer, tropezar, hacerse daño, perderse, reencontrarse y hasta resucitar de entre los muertos. Y hemos padecido como propios cada uno de sus desvelos, como si fuesen avatares de un familiar cercano o de un amigo muy íntimo. Nos hemos sentido traicionados y, con más frecuencia, bendecidos, por las cosas que dicen o hacen. Sus decisiones nos afectan. A veces muchísimo más de lo razonable. Pues bien, Mary Gauthier, desde su tercer disco, sin que ella lo sepa, ha compartido piso conmigo. Hemos llorado y bebido juntos, la he acompañado a lugares muy oscuros e incluso he rezado y he pedido un poco de misericordia, mano a mano, con ella. Y, al final, sus canciones me han moldeado hasta el punto de sentirlas casi mías, como si estuviese devorando sus pecados o ella se estuviese dedicando a sacar los míos a la luz, leyendo mi correo. He sabido de sus peripecias, de la fuga del hogar adoptivo donde la maltrataban, del alcohol, la cocaína, la heroína, de la búsqueda de su identidad sexual, de su salida del armario, de los centros de reinserción social y el restaurante cajún que regentó en Boston durante once años, el Dixie Kitchen, que daría título a su primer álbum, también de sus noches pasadas en calabozos. Cuando firmó con Lost Highway Records y Bob Dylan dijo lo que dijo de ella (la mejor escritora de canciones de su generación), no pude ponerme más contento. Y lo mismo ahora, con este Dark Enough to See the Stars (frase sacada de un discurso de Martin Luther King), con el que parece haber llegado a un vórtice de calma y felicidad, que he vuelto a vivir como propio. El disco es una larga y emocionante declaración de amor. De amor a la vida y a otra mujer. Jaimee Harris anda por ahí detrás. Su voz la acompaña en todas las canciones y coescribe un par de ellas. Se quieren, y cómo suenan. Habrá quien diga que no se puede componer nada bueno desde la felicidad. Que cuando uno es feliz se limita a disfrutar de esa felicidad y el arte, que es una oración (como decía Tarkovski), no hace falta, está de más. Como si solo desde la infelicidad y el padecimiento se pudiesen crear grandes obras. Paparruchas. Este disco lo demuestra. Claro que ser feliz en este mundo que nos ha tocado vivir es ser feliz de una forma bastante esmirriada, se mire por donde se mire. Y más después de haber sobrevivido a una pandemia que se ha llevado a unos cuantos amigos por delante (en su caso, bueno, y un poco también en el nuestro, John Prine y la inmensa Nancy Griffith, junto a otros más anónimos; «How Could You Be Gone» parece escrita para llorar su repentina y dolorísima ausencia). Felicidad escuálida después de ver cómo estalla otra guerra, cómo se siguen perpetrando matanzas en colegios o cómo brota por todas partes el moho infecto de la ultraderecha. «Un mundo que se cae a pedazos», como reza la primera canción del álbum. Pero, aun así, Mary Gauthier da gracias a Dios en el tercer corte por haber encontrado a su compañera. «Yo no era más que una yonqui con el mono viajando en un autobús de la Greyhound / con un pasaje a veinte años de mente torturada / sirenas, dolor, colillas / mi Jesús hecho pedazos, roto como la línea de la carretera». Y es verdad que está oscuro, pero como dice el título del disco, solo en la oscuridad se divisan las estrellas. Y más aún si, como hace ella, te escapas en cuanto puedes al desierto, en la frontera de Terlingua, a caerte al cielo y a intercambiar canciones con los amigos. Y la verdad es que se te rompe el corazón nada más oírlo, desde el «hanging low» del segundo verso, y te llega al alma, porque, madre mía, cómo lo canta. Desde que llegó el disco a casa hace unos días, ya ni sé la de veces que lo he escuchado. A la alegría de comprobar que ella está bien, se suma el mensaje de supervivencia, persistencia y esperanza que transmite en cada canción. La viola y la pedal steel de Fats Kaplin hacen que se te encoja el estómago. La voz de Allison Moorer en los coros también acaricia a bocajarro. Y la voz de ella, de Mary, mi compañera de piso, resonante, más profunda y vivida que nunca, pero con ese matiz suave, aterciopelado, tranquilizador. Escuchar estas canciones es como volver a casa después de una larga y cruenta batalla. En el fondo es una celebración. La celebración de seguir vivos y con ganas de volver a mancharse, a reír, a llorar y a descalabrarse. Así que, sobre todo, «Thank God for You», Mary. Thank God for you. Y ojalá no suene demasiado bobo, pero te quiero.

JUSTIN GOLDEN

Hard Times and a Woman

(Justin Golden, 2022)

Justin Golden acaba de debutar con este apabullante disco de blues, hecho posible con el apoyo del Virginia Folklife Program, un disco extraño en el que el músico de Richmond pone de manifiesto, de un modo casi intimidante (y de ahí lo del apabullamiento, término coloquial al que recurro para referirme a lo que en el fondo no es otra cosa que una naturalísima exhibición de fuerza o superioridad), su amplitud de miras con respecto al género. Tampoco es que esto vaya a coger a nadie con el calzón bajado, porque desde 2016, en su perfil de Bandcamp, Justin Golden ya nos venía dando muestras, si bien es cierto que muy de tanto en tanto, de la vigorizante excepcionalidad de su apuesta. La base, para él, está clara. A la pregunta de qué es el blues, Justin Golden se niega a responder con la misma sencillez, ya mítica, con la que Harlan Howard respondiera en su día a la misma pregunta con respecto al country: «tres acordes y la verdad». Para él el blues no es ni será nunca doce compases y una historia de mala suerte (por lo general propia). Hay mucho más, mucho más que él mismo ha mamado y digerido desde renacuajo (cuenta que aprendió a tocar blues en un sueño, a lo cruce de caminos, de la noche a la mañana), en la costa de Virginia, impregnado del distintivo estilo de la región de Piedmont, con su particular técnica de tocar sin púa, alternando una línea de bajo de dos notas graves con el pulgar para acompañar la melodía pulsada en las cuerdas altas, el célebre fingerpicking de Blind Blake, o de gente inmensa como Gary Davis, Blind Boy Fuller o Sonny Terry, estilo en el que también se entrevén influencias de la música folk anglosajona, escocesa e irlandesa, y de las canciones de origen africano e incluso autóctonas, de los indios iroqueses, cherokees y choctaws (no en vano, Justin Golden tiene formación de arqueólogo y ha estudiado los cementerios históricos de su región, así es que incorpora a su estilo una visión amplia, a largo plazo, de la historia, una perspectiva nada provinciana). Pero si hay algo que realmente le caracteriza es que, aparte de todo eso, que lo lleva en la sangre y le sale solo, no renuncia, aunque la cosa pueda molestar a los más puristas, a las influencias, en principio espurias, de la música indie. No puede ni quiere renunciar a ser quien es y a pertenecer a la generación a la que pertenece. No puede ni quiere vivir de espaldas a la realidad ni a la época que le ha tocado vivir. Por encima de todo, ama la música y no duda en abrir los ventanucos del desván para ventilar un poco la atmósfera. Hay respeto y veneración por los ancestros (ese vínculo no se puede obviar, de lo contrario la música se perdería), pero hay también bocanadas de aire fresco. Ha oído a Hiss Golden Messenger, a Daniel Norgren y a Bon Iver, y adora desde siempre a James Taylor. Y todas esas reminiscencias se detectan, no se ocultan. Su base es el blues, en efecto, pero lo que hace está más próximo al rock indie. Él sabe que hoy día se lleva mucho lo de creerse BB King, algo que está muy bien si eres capaz de tocar como él (que no suele ser el caso), pero, a veces, y ahí está la clave de su guiso, lo interesante es lo que no se toca. Ahora bien, los doce compases y la historia de mala suerte (por lo general propia) están ahí, como esqueleto. En todo el disco parece haber un leitmotiv a modo de advertencia: «hay que tener cuidado cuando las cosas empiezan a ir demasiado bien», que es casi lo mismo que le dijo hace poco Denzel Washington al cafre de Will Smith cuando lo de su lamentable embestida: «hay que tener cuidado cuando uno está en lo más alto, porque es entonces cuando asoma el diablo». Las letras del disco hacen referencia constante a ganarlo todo (y luego perderlo), al desamor y a la dura realidad de ser negro en Estados Unidos. Por ahí baila siempre el diablo. Justin Golden lo ha vivido justo antes de la pandemia: sufrió un desengaño amoroso y perdió su trabajo. Y viendo los caimanes de Florida que acechan bajo las aguas, a la espera de la más ínfima oportunidad para hundirte, encontró la mejor metáfora para el miedo afroamericano de la época post-Trump: esa sensación permanente de que algo va a por ti, «de que nunca vas a estar a salvo porque nunca vas a saber lo que anida en el corazón de la gente, nunca vas a saber si vas a acabar topándote con alguien que, por lo que sea, ha tenido un mal día y va a convertirte en objetivo». De eso precisamente va el tema «The Gator»: «A veces, cuando veo luces azules, quiero echarme a correr». Y ahí está también el blues. El blues no es una caja, dice. «Nos intentan hacer ver que el blues son solo doce compases o que tiene que ser triste, o de esta forma o de la de más allá. Pero cuando uno escucha mucho blues antiguo, de antes de la guerra, se da cuenta de que hay muchos sentimientos involucrados. Hay blues feliz, blues triste, blues de acabar de cobrar y gastártelo ese mismo día, blues de ir a ver a tu chica por la noche…, hay blues para todo. No tiene que ser una forma o un sentimiento específico, puede ser lo que uno quiera y, además, se reconoce en cuanto se escucha». Blues sin ácaros ni corsés. Blues de osamentas desempolvadas en el altillo.

THE RESPONDER

 

Martin Freeman se sale en la primera temporada de Fargo y lo vuelve a hacer en The Responder.

Dos interpretaciones que no tienen nada en común, salvo el arte del compadre para meterse a tope en el personaje y dejarnos pegados a la pantalla de nuestra tele.

Serie policiaca trepidante, sin concesiones, dura… dura como dicen que son las calles de Liverpool, donde se desarrolla toda la acción, ciudad que en The Responder, como ocurre últimamente en muchas series, es elevada al estatus de personaje principal.

No puedo decir nada sobre Liverpool, nunca he estado allí y no entra en mis planes ir nunca.

He estado un mazo de veces en Londres, como todo hijo de vecino, en Brighton, Oxford, Cardiff, e incluso pasé cuatro días, por casualidades marcianas de la vida, en el Atlantic College, donde estudia el bachillerato la que será nuestra futura reina.

Durante mi estancia en tan fino lugar, y como siempre hago cuando me invitan a un sitio, acabé bebiéndome y comiéndome todo lo que me ponían por delante, e intentando que no me echaran por mi comportamiento.

Esto último no lo consigo siempre, las cosas como son, pero en el Atlantic College he de decir que todo fue bien.

The Responder se puede ver en Movistar y consta de 5 episodios, seguro que si te pones a verla en fin de semana te la tragas del tirón.

Así que nada, queridos amigos y amigas del planeta azul, aquí tenéis una serie más para llevaros al coleto con todas las garantías.

 

AARON SKILES

Wreckage From The Fire

(Dr. Sam G. Records, 2022)

Hay un asunto. El asunto del bourbon. Aaron Skiles lo constató desde bien temprano: la mejor terapia para la tristeza y el ahogo, aun en la soleada Oakland, California, donde todo sonríe hasta el punto de que acaba resultando deprimente, después de un año en la Academia Militar de West Point y veinte años de experiencia como bajista en bandas de rock, desde Seattle hasta Baltimore, pasando por Nueva York y San Francisco, la mejor terapia, decía, es la música, claro, pero el bourbon tampoco hace daño. De ahí el nombre de la banda que decidió formar con su mujer, Rebecca Skiles, Bourbon Therapy. Pues bien, estos «Escombros del Fuego» que hoy reseñamos, es lo que ha quedado tras el desastre pandémico, lo que se ha podido salvar de las llamas. Bourbon Therapy, la banda de la bahía, al no poder salir de gira ni tocar en directo por los garitos de la zona, tuvo que echar el cierre. A Skiles no le quedó más remedio que replanteárselo todo, remodelar su modus operandi, ver lo que quedaba y qué podía cocinarse con los restos. Wreckage From The Fire documenta esos desvelos. El título es oscuro, comenta Aaron, y la imagen de la cubierta poco menos que premonitoria. Rescatar cosas del incendio, abordar el desastre, ver lo que ha dejado el vendaval tras su paso devastador entre los amigos, la vieja banda, la comunidad y el mundo. De repente, todo era ruptura y pérdida. Y, de nuevo, la música y el bourbon se pronunciaron como la mejor manera de procesar los sentimientos, el impacto emocional de tantísimo desastre. Así nace este, su primer disco en solitario, que no lo es tanto, lo de solitario, digo, aunque en un principio surgiese de un miedo y una desazón íntimamente personales. Porque cuando la cosa comenzó a tomar forma, no dudó ni un segundo en ponerse en contacto con un cómplice (otro elemento perfecto para la sempiterna terapia: música, bourbon y un buen cómplice), Matt Patton, de los Drive By Truckers, productor y propietario también del Dial Back Sound, un estudio de grabación sito en Water Valley, Mississippi. Se habían conocido al final de un concierto de los Drive By Truckers, en el Lyric Theater de Birmingham, Alabama; Aaron, que no es tímido, se acercó a él al verle entrar media hora después del bolo en The Nick, un club de la ciudad, y le habló de los Bourbon Therapy. Luego le enviaría unas cuantas canciones. Mike le dijo que si alguna vez necesitaba ayuda para grabar un disco, no dudara en llamarlo. Y eso hizo. Aaron cargó con sus bártulos y puso rumbo a Mississippi. Atravesó la América devastada. La banda que perpetró Mike Patton (que, aparte de producir, se ocuparía de tocar el bajo en las sesiones) no podía ser más potente. Al piano y los teclados, Jay Gonzalez, también de los Drive By Truckers; Taylor Hollingsworth, guitarra solista de Conor Oberts y de la Mystic Valley Band; A.J. Haynes, de los Seratones, para las armonías; y Bronson Tew, socio de Patton en el estudio, a cargo de la batería (y de la ingeniería). Congeniaron enseguida. A la semana, lo tenían. Con semejante plantel de francotiradores, no es de extrañar que el deje country de la «terapia del bourbon» desaparezca casi por completo –queda un cierto aromilla– para sonar a rock and roll puro y duro, directo y sin concesiones. Música de los escombros. Música de lo perdido y de lo rescatado. A veces fúnebre, rabiosa, pero en todo momento vigorizante, con ganas de seguir y de chillar. Aaron se había dado cuenta al escribir las canciones: aquello sonaba más a Social Distortion y a Weezer que a lo que llevaba haciendo hasta entonces al frente de los de la terapia. «Este álbum es todo mío, áspero en los bordes, un poco crudo y, definitivamente, duro. Las letras son más introspectivas y casi todas están escritas en primera persona, a diferencia de las de Bourbon Therapy, donde solía contar historias de otros». En cualquier caso, Matt Patton colaboró con su magia en seis de las ocho canciones que componen el disco. «Matt es un músico descomunal y un letrista increíble. Me ayudó a que las letras fuesen más impactantes, más memorables, simplemente mejores», y sí, es cierto, hay momentos en que el fantasma ineludible de los Drive By Truckers, despliega sus alas, esa contundencia sónica, casi épica, de sus temas más gloriosos. Y eso hace que la cosa despegue. En efecto, como reza el título del tercer corte: «un triunfo de tres acordes». Música, bourbon y un cómplice. Con eso basta. Con eso sale uno de donde sea. Con eso aguanta uno lo que le echen. Con eso se rescata uno mismo de sus propios escombros, se sacude el polvo de las perneras, saluda al vecino y tira p’alante.

CHARLES WESLEY GODWIN

How the Mighty Fall

(Charles Wesley Godwin, 2021)

Probablemente, este sea el disco que más esperábamos por estos pagos desde aquel 25 de abril de 2019 en que terminábamos la reseña de Seneca, el álbum con el que debutó «el chico de los Apalaches», Charles Wesley Godwin, con estas palabras: «Un disco apabullante y asombroso ante el que solo nos cabe preguntar qué vendrá luego…». La cosa se ha hecho esperar. El mundo en general se ha hecho esperar. Un impasse de más de dos años en el que todo se ha quedado congelado, como los fugitivos de La Fuga de Logan. Una pandemia y mucho tiempo para pensar y componer. Y, luego, una vez autoeditado (como el anterior, abanderado de la independencia, de no dejarse timar por los intermediarios), una vez retomada la marcha de los acontecimientos, el disco ha tardado varios meses en caer en mis manos. Pero ya está aquí. No negaré que, la primera vez, lo pinché con cierto reparo. Las canciones de Seneca eran tan deslumbrantes que temía que pudieran haberle derretido las alas. Pero nada más lejos de la realidad. Desde el primer acorde de la primera canción, «Over Yonder», por el modo en que entra la pedal steel al cabo de la primera estrofa, o el violín al cabo de la segunda, por cómo va entrando todo, uno sabe que está en buenas manos, uno sabe que esa música ha estado siempre ahí, que todo va a resolverse con la precisión de una fórmula matemática. Resulta casi imposible dejar de asentir después de cada fraseo. Hace un calor del demonio, pero los pezones se te ponen como escarpias. La voz de las montañas sigue sonando con fuerza desde los bosques y las minas de carbón, aunque las nuevas canciones estén despojadas de referencias locales. Como seguro que suscribiría Chris Offutt, uno puede irse de esas montañas (Lejos del bosque), pero esas montañas (Los cerros de la muerte) nunca se van de uno, anidan por ahí dentro y no hay manera de extirparlas. En Seneca se trataba de mostrar Virginia Occidental al mundo, en How the Mighty Fall las canciones miran al mundo desde Virginia Occidental. Aaron Irons señalaba ese cambio de enfoque en la entrevista que le hizo hace un mes para Sound and Soul. Y, una vez más, tampoco le ha hecho falta el apoyo de la maquinaria musical de Nashville para firmar el que puede que sea el mejor disco de «música de raíces» de 2021, puede que también la mejor colección de relatos. Repitiendo experiencia con el productor de su disco anterior, Al Torrence, en los estudios Music Garden, en una zona no muy buena de New Brighton, Pennsylvania, en ese local que parece un cuchitril desde el exterior, pero dotado de un equipo excelente en el que da gusto trabajar y con la compañía de una buena banda de músicos montañeros, aunque esta vez con un tiempo perfecto, en un septiembre esplendoroso, no como en el disco anterior, grabado en lo más crudo del crudo invierno, en plena explosión ártica de un enero de lo más cabrón, cuando tuvieron que poner mantas en las ranuras de la puerta para dejar de tiritar y echar cubos de agua caliente en el retrete para que no se congelaran las tuberías, repitiendo complicidad, decía, con Al Torrence (a cargo también de buena parte de los instrumentos), Charles Wesley ha dado un paso al frente y ha vuelto a dejarnos sin aliento. Para estas nuevas doce canciones cita la influencia de Chris Knight y Bruce Springsteen. Complejidad narrativa y honda humanidad. La América rural de la clase obrera. Él lo dice abiertamente, aunque también se puede leer entre líneas en los versos de todas sus canciones: «Yo no crecí en “Lala Land”. Sé de qué hablo cuando canto sobre esta gente y este lugar. Para bien o para mal, es lo único que conozco de verdad». La familia, los amigos, las oportunidades, los fracasos, el crimen, el amor…, historias que se desenvuelven entre lo épico y lo cotidiano, o que transitan, mejor dicho, la épica de lo cotidiano, con sus miserias y sus glorias, recurriendo a un estilo que casi todos los reseñistas califican de cinematográfico, casi operístico por momentos, como en el caso de «Gas Well» o «How the Mighty Fall», profundamente visuales y secuenciadas. Música para fogatas y paseos en coche, para salas de billar y cumbres de montañas, para los acérrimos de las grandes ciudades y para los incondicionales de los pueblos pequeños. A esto es exactamente a lo que suenan los relatos de Offutt, de Tom Franklin o de Ann Pancake. Este es el sonido de esos paisajes, de esos personajes, de esos fantasmas y de esas historias de fugas imposibles, de esperanzas truncadas. Lo canta en el estribillo de «Bones»: «Tengo huesos en el armario y cicatrices con historias que contar». Y ojalá siga hiriéndose/hiriéndonos y cicatrizando/cicatrizándonos así durante muchos años. Porque la verdad es que así da gusto que duela. Y sana.