ROBERT CONNELY FARR

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Country Supper

(Robert Connely Farr, 2020)

El mismo día que reseñamos por aquí el deslumbrante último disco de Jimmy «Duck» Holmes (Cypress Grove, 2019), producido por el bueno de Dan Auerbach para su sello, Easy Eye Sound (que cada día que pasa nos cae mejor), Robert Connely Farr nos escribió por privado para darnos las gracias. Nos dijo que le llevaba las redes sociales al viejo dueño del Blue Front Cafe, el último bluesman de Betonia, y que también era músico. Lo ignorábamos. Ya no. Ya nunca. Y la cosa ha sido como quien descubre un buen día que tiene un hermano, de cuya existencia nadie había hablado hasta entonces en la familia. La Autopista 49 fue la que finalmente propició el encuentro, allá por el condado de Yazoo, pero estaba claro que, tarde o temprano, nuestros caminos iban a cruzarse. Probablemente habríamos llegado hasta él a través de nuestro admiradísimo y querido Leeroy Stagger, que le produjo en 2019 el tremendo Dirty South Blues, un disco que, al igual que este que hoy reseñamos, no ha dejado de sonar en el granero desde que entró en el rancho. En muy poco tiempo nos hemos hecho con toda su discografía, incluyendo los discos (tres álbumes de estudio de larga duración y un EP) que grabó al frente de los Mississippi Live & The Dirty Dirty, según la BC Musician Magazine, «la mejor banda de rock sureño de Vancouver». Richard Amery los definió muy bien en la revista LA Beat: «Si los autobuses de gira de Pearl Jam y los Drive By Truckers' colisionaran de camino a un concierto de Neil Young en Nueva Orleans, el resultado sonaría más o menos a lo que hace esta gente». Ya me diréis, como para no hacerle unas lentejas y arreglarle una habitación en casa. El muchacho nació en Alabama y creció en la pequeña ciudad sureña de Bolton, en Mississippi, hogar de Charley Patton & The Mississippi Sheiks. Así que la cosa por algún lado tenía que contagiarse. Actualmente reside en Vancouver, pero cuando anda por Mississippi (cuando le da por «going down»), se le puede encontrar con toda seguridad en el Blue Front Cafe de Betonia, con su amigo y mentor Jimmy «Duck» Holmes, al que conoció en 2017 y que le enseñó el estilo bluesero de Betonia, un blues, como ya dijimos en nuestra reseña del 30 de noviembre de 2019, «etéreo, inquietante, hipnótico y rítmico, muy arenoso, sombrío y crudo, obsesivo y adictivo», el estilo creado por el viejo Henry Stuckey, de quien fuera alumno no solo el bueno de Jimmy, sino también Skip James y Jack Owens, tradición salvaguardada y perpetuada, jubilosamente (menos mal que hay gente de este calibre), por nuestro desde hoy Dirty Brother Deluxe, el hermano Robert Connely Farr. Bastará con decir que su música podría ser la banda sonora perfecta de cualquiera de nuestros libros. Los dieciséis temas de este Country Supper, el álbum que hoy nos ocupa, son hechizos hipnóticos con mucho Delta rural y mucho Hill Country Blues (el «hypnotic groove» de Fred McDowell, R.L. Burnside, Junior Kimbrough y compañía). Polvo, aguijón y un viejo amplificador Harmony de los años sesenta. Pero también rock’n’roll («Girl in the Holler») y country forajido («If It Was up to Me»). Un disco, por cierto, parido al límite: «En el periodo de tres meses en que estábamos grabando Country Supper, realmente no estaba muy seguro de si iba a sobrevivir. Había dejado de beber, pero acababan de operarme de urgencia por un cáncer. Al mismo tiempo, había viajado con mi banda a Mississippi, de gira, y la música que escuché allí, lo que aprendí con Jimmy y con R.L., resonaba en mi cabeza, se colaba en mi forma de componer y tocar, e incluso me ofrecía una perspectiva diferente de la vida. También acababa de leer una biografía de Charley Patton, y las escenas que pintaba de las fiestas que solía dar, llamadas “country suppers”, eran tan inspiradoras y, a veces, tan locas y violentas… Me recordaba a ese ambiente del Sur profundo, así que mi antiguo hogar apareció en mi música. Todo eso creó un relámpago emocional y creativo, y nos zambullimos de cabeza en él». Pura y simplemente, magia de Mississippi. El «Bad Bad Feeling» lleva sonando a todo trapo y en bucle en casa desde hace varios días. Los vecinos aceleran el paso al cruzarse conmigo en la puerta. No me dicen nada. Agachan la cabeza. Así es esta música. Música de haber andado regateándole cláusulas al diablo.

RODNEY RICE

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Same Shirt, Different Day

(Moody Spring Music, 2020)

Parece mentira, pero ya llevamos dos meses metidos en 2021, el primer año de nuestras vidas sin John Prine, y duele, ya lo creo que duele. La herida sigue abierta. Respiramos por la herida, como quien dice, y seguimos oyendo sus discos de manera recurrente (como quien acude a una cura de reposo en el Sanatorio Internacional Berghof de Davos, en los Alpes suizos, porque se nos ha quedado un panorama bastante tuberculoso por aquí abajo y allí arriba, al menos, en sus canciones, corre el aire y nieva bonito, hay sensibilidad e inteligencia y, de vez en cuando, uno puede hasta encontrarse con Madame Chauchat, con su lasitud asiática y sus andares felinos, y enamorarse mucho), lo que no hace sino impedir que la cosa cicatrice del todo. Afortunadamente, Rodney Rice y Same Shirt, Different Day, su segundo disco, han venido a procurar que la cosa coagule y, ya de paso, cauterizar un poco el tejido herido. Cabe decir que este disco no es un disco homenaje a John Prine, nuestro querido cartero, pero es, sin duda, el mejor homenaje que se le podía hacer y que se le ha hecho desde su lacerante marcha. Su legado sigue vivo. Hay gente recogiendo el relevo. No se trata solo de las melodías y el fraseo. Bajo esa superficie también hay una postura ética, un posicionamiento claro en las filas de la clase obrera y su lucha, su dignidad, retratos incisivos de la situación del trabajador estadounidense (no sin cierta ironía, claro), junto a canciones de amor descarnadas y confesionales. Desde canijo, confiesa Rodney, se dedicó a saquear la colección de CDs de su hermana mayor. Fue ella la que le llevó a ver a John Prine por primera vez. Fue el primer concierto de su vida, tendría unos doce años, desde los nueve venía tocando la guitarra con su primo Tyler, atendiendo las permanentes peticiones de temas de Hank Sr., Willie y Waylon que le pedían sus abuelos. Y la experiencia de aquel concierto de Prine marcó su vida. Fue una revelación. Estaban en la última fila, pero como muy bien ha apuntado él mismo: «nunca te sentías en la última fila en un concierto de John Prine». Esa era su magia. Su intimidad cautivaba a todo el mundo. Te hablaba directamente a ti. Había estado leyendo tu correo (o al menos eso parecía, aunque fuese delito federal). Fue esa habilidad lo que Rodney se plantearía emular cuando comenzara a escribir sus propias canciones, después de desistir de su mastodóntico objetivo inicial: aprender a tocar el álbum en directo de los Grateful Dead, Reckoning, en su totalidad, porque, como muy bien dice Eleni P. Austin en su maravillosa reseña, paciencia y adolescencia nunca han casado bien. Rodney acabaría marchándose de Morgantown, en la región de los Apalaches, territorio de minas de carbón y desoladora pobreza. Tocó mucho por aquellos juke joints, bares y honky tonks con su primo, bajo el nombre de Buford & Pooch. Pero al acabar secundaria se separaron y, antes de graduarse en geología por la Universidad de Virginia Occidental, se recorrió el país ganándose la vida como instructor de kayak. Luego trabajaría en plataformas petrolíferas en el Sur de Texas, donde se empaparía de Billy Joe Shaver, y acabaría grabando su primer disco en los estudios Congress House de Austin, Empty Pockets And a Troubled Mind (2014). Actualmente, reside en Littleton, Colorado, a tiro de piedra de Red Rocks, el legendario anfiteatro natural que tardó más de doscientos millones de años en formarse (léase con una amplia sonrisa de geólogo). Pero este segundo álbum también lo ha grabado en Austin. Hay mandolina, dobro, violín aserrado, armónica, bajo abofeteado, pedal steel lacrimógeno, guitarras acústicas, Hammond B3 y hasta fabulosas trompetas. Y muy buena literatura. Como en cualquier disco de Prine. «Sé que esta casa parece vacía, pero créeme que está llena de dudas. / No puedo dejar de decirme que tal vez lo nuestro podría haber funcionado. / Las noches se vuelven solitarias en esta cama barata, hinchable, de tamaño doble / yo y el viejo perro, y algunos libros aún por leer», canta en «Right To Be Wrong». Humor, ternura y cicatriz. John Prine se ha ido y su marcha nos ha dejado con el pecho abierto en canal, pero gracias a discos como este el hachazo va doliendo menos.

STANLEY, RETRATO DE UN CRIMINAL

 

Holanda, además de sus famosas bicicletas, quesos, coffee shops y señoritas de compañía en escaparates, se ve que también cuenta con su capo de prestigio, Stanley Hills.

Conocía de buena mano las cuatro primeras características que dan fama al país, pero no tenía ni idea de la existencia del bueno de Stanley.

Gracias a la serie de cuatro episodios Stanley, retrato de un criminal, que justo ayer me chasqué en Filmin del tirón, mi cultura internacional es ahora un poco más amplia.

No puedo decir que la peregrinación a Amsterdam que realicé en mis años mozos fuera estrictamente cultural. Existía la intención de visitar el museo Vincent van Gogh, creo, pero nos pasaron tantas cosas durante el viaje en tren y una vez que llegamos, que la verdad es que mi mente borró por completo la existencia del señor que se cortó la oreja y su museo.

Ya conseguir un asiento en el tren, cuando aún estaba parado en la estación de Atocha, fue una odisea. Por aquellos días, los trenes eran de los que tenían compartimentos para seis personas y cuadros con fotografías antiguas de Madrid atornillados a las paredes encima de los asientos. Y el rollo era sálvese quien pueda, literalmente. Había gente con mochilas tiradas por todas partes. En los pasillos, en los espacios entre vagón y vagón, incluso sentada en la taza del váter para no ir de pie.

Al llegar a la Estación Central de Amsterdam a las tantas de la madrugada, el sitio donde se suponía que íbamos a dormir estaba cerrado. 

Los doce colegas que nos juntamos en el viaje decidimos tirarnos en el suelo de madera de un embarcadero junto a un canal para descansar un rato, hasta que amaneciera, y luego buscar un sitio donde alojarnos. Utilizamos las mochilas de almohada, pero aun así, a una colega se la robaron con toda la ropa, el pasaporte y la pasta que tenía para el viaje.

Así que, al día siguiente, además de buscar dónde dormir, nos tocó ir una comisaría a hacer la denuncia y al consulado para conseguir un pase para que pudiera volver a España sin su pasaporte.

Pero bueno, al final lo pasamos bien, fumamos porros para el resto de nuestras vidas y me hice mi primer tatuaje.

Y mientras todo esto nos pasaba a nosotros, Stanley Hills (la serie está basada en hechos reales) la liaba a lo grande por las calles de la ciudad del vicio.

Así que, ya sabéis, Dirty Brothers and Sisters, yo, como vuestro abogado, os recomiendo Stanley, retrato de un criminal, para pasar un buen rato. Aunque por el título y la temática pueda parecerlo, la serie no es densa para nada, vamos, que más de una vez, anoche, me estuve partiendo la caja con las liadas de Stanley y sus secuaces.

 

NICK GUSMAN

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Dear Hard Times

(nickgusman.com, 2018)

No hay que darle muchas más vueltas: «letras contundentes envueltas en guitarras telecaster. Sonido del Medio Oeste». Así se define esta maravilla, posiblemente uno de los cinco mejores discos (con toda mi desvergonzada y jubilosa subjetividad) de aquel ya lejano 2018. Con algo de armónica, violín, dobro y banjo. También un saxo glorioso y una trompeta en un par de canciones. Y su tema mexicano, fronterizo. Puro St. Louis. Él lo afirma claramente casi al comienzo de la primera canción, «The Rain»: «No pude ser astronauta / así que ahora toco la guitarra en una banda». Así de sencillo y así de glorioso. Y se siente además de lo más agradecido ante los que se toman la molestia de escucharlo. Porque es muy consciente de la fragilidad de todo esto (en el año que corre lo sabemos mucho mejor que en aquel entonces). Lo dice en las notas del álbum: «Las canciones de este disco solo están aquí porque tú las vas a escuchar. Si no fuera por ti, las canciones no tendrían necesidad de existir bajo esta forma. Si no fuera por ti, no estaría interpretándolas en bares y clubes, y llevándomelas a la carretera. Si no hubiera nadie que las escuchara, estaría tocándolas en el salón de mi casa, en pijama, o en pelotas, con un gato mirándome fijamente, una pizza en el horno, la calefacción a 80 para que se mantenga en 70, y una película de ciencia ficción reproduciéndose en el televisor sin sonido […]». O como dice en «Easy To Paint»: «En una vieja y polvorienta casa prefabricada, / rompiendo cuerdas de guitarra y bebiendo cerveza». Nick Gusman canta sobre perros callejeros, barcos fluviales y la granja de su familia, en el sur de Missouri. Canciones sobre el lugar del que procedes y sobre el sentido de identidad. Clase trabajadora del sur de St. Louis. Punto. A su abuelo lo conoció ya sordo, pero de joven había tocado en bandas de música country por toda la ciudad. Y de él heredó la guitarra, una Martin 000-18, de 1943. De sus tres hermanos mayores heredaría luego gustos más de su época, Nirvana, Counting Crows y Green Day. No se avergüenza de saberse todas las letras de todas las canciones de los Beastie Boys. Eso, al final, es más bien una medalla. Claro que en mitad del camino se tropezó un buen día con Woody Guthrie y en Woody Guthrie se construyó una casa, la casa en la que reside y desde la que compone, en compañía de los fantasmas del antiguo Dylan, el antiguo Springsteen y el eterno Townes Van Zandt. El caso es que para su debut, con su banda, Los Coyotes, no se anduvo con chiquitas. Nada de EPs tentativos o discos de producción andrajosa. No. Un señor discazo en toda regla con nada menos que catorce temas. Rozando la hora de duración. Y sin un solo minuto de desperdicio. Todo gloria. Veintiún músicos de la sacrosanta ciudad de St. Luis, «La Puerta del Oeste», se pasean por este disco. Conocidos, amigos o «pistoleros contratados». Un álbum de lo más variado y apabullante. Como decíamos antes, St. Louis por todos los poros. Lo subrayan muy bien en la reseña de Country Music Armadillo: «En Dear Hard Times hay baladas dolorosas, reflexiones introspectivas desinteresadas, canciones para robar bancos y sentidas canciones de amor. Es una rica mezcla de contenido que no se detiene en un solo estilo, y aun así consigue sacarlo adelante de forma excepcional». Tal cual. Y, además, esa variedad es intencionada. El propio Nick, con espíritu de explorador y trampero, lo reconoce en una entrevista: «Mi única regla era que no fuera un álbum temáticamente monótono. Quería que los temas de las canciones fueran desde canciones de trabajo duro, pasando por baladas de asesinato, hasta la añoranza de un amor perdido, e incluso un cuento sobre un forajido en fuga». Que Dios lo tenga en Su gloria, maldita sea. Queremos otro disco suyo y lo queremos YA.

BECKY WARREN

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The Sick Season

(Becky Warren, 2020)

Hace un par de años reseñamos el disco de los sin techo (Undesirable), el que siguió a su primer álbum en solitario, el dedicado a los veteranos (War Suplus). Canciones sobre otra gente, para otra gente. A veces es más fácil ayudar a otros que a uno mismo. Por dentro uno se destruye, pero esboza una sonrisa, saca fuerzas de donde no las hay y, a guitarrazo limpio, porque al final se trata de eso, de rock and roll puro y duro, espanta a las fieras. Pero las fieras, en muchas ocasiones, huyen hacia dentro, anidan en la espesura de uno mismo, se esconden, se camuflan, pasan desapercibidas, pero siguen ahí, hibernando, cogiendo fuerzas o al acecho, esperando pillarte desprevenido para, el día menos pensado, desperezarse y ponerse a soltar zarpazos y a dejarlo todo perdido. Y eso es lo que le sucedió a Becky Warren. Se veía venir. El Undesirable estaba teniendo críticas fantásticas, incluso la Rolling Stone llegó a situarlo entre los veinte mejores discos del año 2018 en las categorías de country y americana. Billboard. NPR Music. Toda la pesca. Se auguraba un año de éxitos, de gira interminable, de respirar tranquila y crecer. De mantener el monstruo a raya. Pero no fue así. Las fieras, en efecto, aprovecharon aquel momento de tranquilidad descuidada para desperezarse y, salvo por unos bolos esporádicos abriendo para las Indigo Girls, Becky apenas fue capaz de salir de su casa. Llevaba años narcotizando su debilitante depresión, pero de pronto la medicación, todo ese cóctel de pastillas con sabor a –según sus propias palabras– pegamento y desesperación, dejó de hacer efecto. Y el muro de contención se vino abajo. Se zambulle así en un período oscuro de dieciséis meses, encerrada con sus bestias interiores, enjaulada, incapaz de hacer otra cosa que no sea girar en torno a sí misma, alrededor de su dolor y su pánico, incapaz de dar o de darse. Y es acerca de ese ahogamiento que se pone a escribir, despeinada y con los mismos pantalones vaqueros (a los que hasta les dedica un tema, «Me and These Jeans»), oliendo fuerte, vaciando botellas, viendo programas de televisión para imbéciles, jugando a idioteces en el móvil, más de mil quinientas partidas de solitarios, golpeando paredes, fregando poco, engañándose a sí misma, haciéndose promesas que sabe que no cumplirá…, y escribe sobre su propio hundimiento porque no puede escribir sobre otra cosa y porque escribir sobre esa penumbra es lo único que le permite divisar algo de luz al final del camino, porque, al final, escribir es lo único que le proporciona cierta sensación de control, lo único que le hace llegar de la cama al baño, del baño a la cocina; de casa al supermercado, al estante de las bebidas, a la noche, al amanecer, al próximo día. Y día a día, por no decir minuto a minuto. El futuro transformado en una cosa escuálida, casi disecada, inmóvil. Un tiempo que no transcurre, que se devora a sí mismo. En definitiva, componer fue su modo de respirar, su manera de sacar la cabeza por encima del agua y poder coger un poco de aire, su harapiento plan de fuga. Y todo ello sin perder el sentido del humor (a la manera de su admiradísimo ídolo, John Prine), igual que en su discos anteriores, para vadear la ridiculez y lo absurdo de ese estar tan deprimida sin saber por qué ni cómo, y sobre todo rock and roll, mucho rock and roll, «genuino rock and roll americano», como ella misma lo define, quitándose las etiquetas posmodernas: guitarra y órgano. Y no poco espíritu gamberro. Contra sí misma y para sí misma. Con brutal honestidad, sin disimulos, en carne viva. Solo así se logra salir de la oscuridad, distraer y burlar a las fieras, y retrasar la dentellada final de la enfermedad (el suicidio). «A pesar de mi estado –comienza diciendo en el corte que abre el álbum–, me dirijo al oeste / Cuatro días de horas interminables y pequeños hurtos. / La señal de la radio comienza a perderse / así que estamos solos yo, la carretera y unos cuantos errores fatales. / Llevo un calibre 22 en el asiento de atrás, con la priva, / porque tengo una cita con el blues». Ella se describe en «Good Luck (You're Gonna Need It)», donde por cierto aparece el gran Ben de la Cour haciendo voces, como «un tornado que cruza un cielo abrasador, / rodando sobre casas de gente amada que duerme desprevenida». Porque cuando uno está deprimido está solo, no quiere molestar ni que le molesten (si bien es cierto que, a veces, un perro ayuda; dos, más). Y es así como Becky compone la banda sonora de esa temporada malsana y enfermiza, The Sick Season. Que es a la vez una cura. Diez canciones para salir del infierno. En los créditos del disco, se añaden unos cuantos teléfonos de servicios de ayuda para la prevención de suicidios y la derivación de tratamientos… Pero, al final, la mejor medicación es la que suministra ella: sus canciones. Esas son, sin duda, las mejores pastillas. Matar la pena con rock and roll. Al fin y al cabo, de eso se ha tratado siempre, desde Rosetta Tharpe hasta ayer mismo.

TRÉ BURT

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Caught It From The Rye

(Oh Boy Records, 2020)

En Oh Boy Records, el sello de John Prine, no entra cualquiera. De hecho, en los últimos quince años solo han entrado dos personas, Kelsey Waldon, cuyo disco ya reseñamos en su momento, y Tré Burt, que aún no puede creérselo (y qué mala pata también, y qué puto año). El director de operaciones del sello, Jody Whelam, bicheando nueva música en internet a principios del verano de 2019 dio con él y ni se lo pensó. Era Guthrie, era Dylan y era el propio John Prine, precisamente los tres artistas referentes del joven cantautor de Sacramento. Y después de un par de conversaciones y algún que otro encuentro casual, su álbum debut, Caught It From The Rye, autofinanciado, con su extrema estética lo-fi y de raíces, sale reeditado en Oh Boy y Tré Burt pasa a formar parte del catálogo de la familia (Shawn Camp, Dan Reeder, Todd Snider, o el tito Goodman, Steve, en la subsidiaria, Red Pajamas Records…). Y, como decíamos más arriba, aún le cuesta creérselo. Una concatenación de encuentros fortuitos y accidentes felices. A veces pasa. No solo en las películas de Tom Hanks y Meg Ryan. Sobre todo cuando crees en lo que haces y luchas por ello a brazo partido, aunque haya ratas subiendo por las cortinas del cuartucho en el que te has refugiado, después de seguir a una novia hasta Australia, que te dejó nada más llegar, con tu abrigo y tu guitarra, con lo puesto, como quien dice, con tres palmos de narices, a miles de kilómetros de casa, sin amigos ni referencias, solo canguros borrachos y koalas asesinos. Claro, dirás, te puedes hundir, y si no crees en lo que haces puedes fácilmente darte al vicio o al homicidio, y sentir pánico al amanecer, pero en su caso aquello no hizo más que potenciar más aún su inquebrantable decisión de seguir viviendo y defendiendo aquello que le hacía sentir vivo, su auténtica pasión, la escritura y la música. Al final, si lo apuestas todo a una carta, acaban sucediendo cosas (buenas o malas, pero, si sobrevives, siempre productivas). Así que, aquellas ratas del famoso «apartamento mazmorra», tal y como lo bautizó el propio Tré Burt, pues era, en efecto, lo que parecía aquel cuartucho inmundo, un maldito calabozo, con aquellas enormes cortinas de teatro que colgaban de las paredes y aquellas ratas que se arrastraban por detrás, desde el techo, haciendo ondular la tela, como si fueran los espasmos de una asfixiante pared intestinal, aquellas ratas le acompañaron en la composición de una nueva tanda de canciones, de nuevo la soledad y el abandono, siempre tan prolíficos, que darían lugar a un EP que se titularía Takes From the Dungeon (Tomas desde la mazmorra), dos de cuyos temas, «Franklin's Tunnel» y «Only Sorrow Remains» acabarían recabando en Caught It From The Rye. Así que la suerte y las casualidades se las fue fraguando él mismo, cabalgando su miseria, como cuando hacía skateboard en California, día sí y día no metiéndose en problemas, oyendo la música soul de los héroes de su abuelo (Temptations, Nina Simone Otis Redding y Marvin Gaye), y los suyos propios (mucho Guthrie y mucho Neil Young en aquel entonces, por culpa, sobre todo, de su hermano mayor –alguien debería escribir, por cierto, una tesis sobre eso: a propósito de la influencia de los hermanos mayores en la formación musical de los hermanos pequeños–), cayéndose y levantándose hasta domar la tabla, con trabajo constante y fe en lo que haces. Ni comunicados de prensa, ni representante. Un día colgó las canciones en internet, como quien lanza una botella al océano, y en otro punto del país, Jody Whelam, una mañana de verano, quiero pensar que aún en pijama y bostezante, se puso a bichear en las redes, dio con sus canciones, sabe Dios a causa de qué peregrinos algoritmos, y la cosa cuajó. A partir de ese momento, todo fue rodado. Exactamente como en una de esas comedias románticas de Hanks y Ryan, sin ratas en las paredes. Canciones con rabia política, carga literaria y nostalgia del tiempo que pasa. Música, en definitiva, de vagabundos, de trovadores con armónica, abrigo viejo y mucho vagón de carga encima. Destino: la Gloria, o la siguiente persona que te sonría.

GREG BROWN

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The Evening Call

(Red House Records, 2006)

Pueblo pequeño. Ottumwa, Hacklebarney, en el suroeste de Iowa. Padre electricista, chatarrero y predicador, pentecostal para más señas, «holly roller», en una iglesia construida por sus propias manos, nativo de las Ozarks, en la zona de Arkansas. Raíces fundamentalistas del medio oeste, regadas con mucho whisky y mucho góspel. Madre profesora de lengua, aficionada a la guitarra eléctrica, de la zona minera del sur de Iowa. Colinas, piedra caliza y carbón. Todo el mundo toca un instrumento. El que se tenga más a mano. Sin lecciones. El tío Roscoe, el bajo eléctrico. El tío Franklin, la mandolina. La abuela, el armonio. El abuelo, el banjo y el violín. Cenas largas en las que al final todo el mundo se pone a tocar. Es la sangre, y es esa zona un poco desolada de Iowa, son esos trenes que no paran y es la soledad. Y las miles de baladas inglesas e irlandesas que se sabe la abuela. Un tesoro de nostalgia y lejanías. Granjas abandonadas. Graneros desvencijados. Ganas de irse y de volver. Esa herida. Una pequeña granja que no es exactamente una granja, que en realidad no es una granja en absoluto, más bien una casa en una zona de granjas, o algo así, cuarenta acres de bendiciones y problemas, unos cuantos cerdos de vez en cuando, un par de vacas, un puñado de gallinas con la pinta más triste que te puedas imaginar, un par de rifles grandes, mucho arbusto, mucha hierba (de la de fumar también)… el hogar. De ahí sale Greg Brown, «un vagabundo existencialista del medio oeste de lengua rápida, corazón ensangrentado y aliento de bourbon», como lo calificó en su día el crítico Josh Kun. Un gigante en la sombra con ya más de treinta discos a sus espaldas. Podía haberse ido, pero decidió quedarse. Thomas Wolfe se equivocaba, claro que se puede volver a casa. La mejor literatura estadounidense siempre ha sido una literatura sobre el origen, sobre el tiempo y el hogar. La propia literatura de Thomas Wolfe lo era. De la imposibilidad de irse, quizá, aunque uno se marche. Del hogar perdido que se lleva dentro. La música también tiene esa fuerte vinculación con el terruño. Blues. Jazz. Música Cajún. Tex Mex. Country. Música de raíz. Greg Brown, en su día tomó esa decisión. Tuvo la opción en Nueva York de dar el gran salto. La cosa se planteaba así: una discográfica grande y mucho dinero, o una discográfica pequeña y libertad. Optó por lo segundo. Optó por quedarse en un lugar en el que podía grabar un disco con las Canciones de Inocencia y de Experiencia de William Blake y quedarse tan ancho. Y ahí sigue. El inmenso Bob Feldman lo acogió en su compañía, Red House Records, hoy todo un referente de la música folk estadounidense, casi un templo, después de verle tocar en el viejo Coffeehouse Extemporé de Minneapolis, a principios de los años ochenta. Esa forma de narrar y de tocar la guitarra. Esos directos apabullantes, al estilo de Ramblin' Jack Elliot. Un auténtico narrador de historias, como el otro Brown, el escritor, el de Oxford, Mississippi, por cierto, un rendido admirador del cantante. Y viceversa. Greg, el cantante, un rendido admirador de Larry, el escritor. Cuando Larry Brown muere se le hace un disco homenaje (las ganancias irán destinadas al cuerpo de bomberos de su pueblo). El disco abre con un tema de Greg Brown que parece un pequeño relato del propio Larry, «Blue Car», de ir en tu coche sin rumbo con una cerveza y echar de menos cosas. Incluso la hija del propio Greg, Pieta Brown, participa en el disco con «Another Place in Town», otro temazo. Greg Brown es eso mismo que fue Larry. Grit Lit. Clase obrera. Barra de bar, casa, familia y tierra. Y puede que un perro. Seguro que un perro. En Hacklebarney Tunes, el fantástico documental de 46 minutos que acompaña al imprescindible disco If I Had Known Essential Recordings, 1980-1996, el propio Greg Brown lo dice. Es un afortunado y se conforma con poco. Un poco que llena. Y no puede ser más feliz (pese a los altibajos de los matrimonios naufragados y los pequeños sinsabores del día a día, facturas y carreteras). «Puedo llegar a ser feliz haciendo, prácticamente, casi nada. Ya sabes. Ir a pescar, ver a mis amigos, jugar con mis hijas, leer un poco, preparar la cena, básicamente eso». Y ya solo me queda decir que elijo este disco, el vigésimo sexto de su fabuloso catálogo, por varias razones. Aquí la rotundidad de su voz y de su estilo alcanzan la cota máxima. Las letras son complejas y brillantes, tal y como nos tiene acostumbrados, pero desprenden un sentimiento especial, más hondo, si cabe. El crítico de Sing Out! dijo que en este álbum, a su lado, Leonard Cohen suena a Mr. Sunshine. La revista Acoustic Guitar lo califica como su obra maestra (otra más, y ya van…). Escuchar este álbum es como escuchar a un viejo amigo. Esa sensación que tan bien sabía transmitir el otro Brown, Larry, el escritor, en sus novelas y sus relatos. Además, tiene un valor adicional. Está dedicado a Bob Feldman. Todas sus canciones se humillan ante quien fuera su productor durante tantos años. Esa fidelidad. Esa lealtad. Esa honradez. Esa gratitud. Todo ese dolor que ha dejado su ausencia. La ausencia de cualquier ser querido que se va para no volver. Y el sonido de siempre. De casa. Del fuego en la chimenea. De la abuela metiendo cosas en tarros. De los goznes de la puerta mosquitera. Del viejo banjo del abuelo. Del viento en las colinas. «Joy Tears», la canción que abre el disco, creo que es la canción que más veces he escuchado en mi vida. Olvidaos de las flores. Enterradme o quemadme con esos 4.47 minutos. Cosédmelos sobre el orificio de entrada de la bala que me llevará por delante. No puedo aspirar a pudrirme en mejor compañía. «Me he despertado esta mañana deseando que lloviera, / y este calor y esta sequedad me están revolviendo el cerebro. / Quiero ver nubes tormentosas elevándose sobre las Grandes Llanuras. / Me he despertado esta mañana besando la almohada donde ya no reposa tu cabeza». Vuelvo a ponérmela, una y otra vez. Y nunca se gasta, el escalofrío.

CAT CLYDE

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Good Bones

(Cinematic, 2020)

Este disco son los huesos, el esqueleto. Volver un poco a casa después de un largo viaje. Versiones acústicas, descarnadas, de algunos temas de sus dos discos anteriores (Ivory Castanets y Hunters Trance). Y viene, además, acompañado de la publicación de un librito de poemas, Goose Feathers, que es también una forma de despojarse y de abrirse en canal (escribir poesía, esa necesidad de desangrarse, y encima publicarla luego, ese darse a la jauría). Una forma, en definitiva, de soltar lastre y darse un respiro. De recobrar el aliento. Porque han sido tres años muy locos. Girando, sola o en compañía de otros, abriendo para gente como Joe Purdy o, más a lo bestia, en grandes teatros con el célebre Rodríguez, ya viejo y ciego, del aclamado documental Searching for Sugar Man. Agotando localidades en Europa en la gira de Shakey Graves y acumulando visitas y escuchas en plataformas digitales por todo el planeta. Más de treinta millones. Quién se lo iba a decir a esa chica de campo del condado de Perth, Ontario, que empezó a aporrear la guitarra a los catorce años. Ella misma cuenta en una entrevista que hubo un momento definitivo. El momento que lo cambió todo. Tenía un amigo muy metido en el rollo Nirvana. Todos los de cierta generación (y algunos más jóvenes) hemos tenido o sido ese amigo greñudo con camisa de franela cabreado con el mundo. Y dura lo que dura. No mucho, a decir verdad. Al final, o bien te deslumbras en el estallido, das un volantazo y, digamos, que te salvas in extremis, o bien te metes de lleno en las sombras, indagas un poco y descubres de donde procede todo ese extraño mejunje que te hierve por dentro (la rabia, la soledad, la fragilidad, la tristeza…), y entonces ya te pierdes para siempre. El caso es que cuando ella oyó a Cobain y lo vio tocar por primera vez en YouTube el «Where Did You Sleep That Night», último tema del MTV Unplugged in New York, se quedó impresionada y, en efecto, se extravió para siempre. Qué gran canción. Qué gran melodía. Muchos no pasarían de ahí. Kurt Cobain ya llevaba medio año muerto cuando ese disco salió al mercado y ya todo eso del grunge sonaba a cosa huérfana y superada. Pero ella se fijó en que aquella canción no era de Cobain, sino de un tal Leadbelly. Y entonces le entró la curiosidad. Y ya no hubo vuelta atrás. Se le instaló el blues en el corazón. Se le metió el bicho en las entrañas. Y, claro, quiso más. Nunca quedaba saciada. Es lo que tiene, una vez que lo pruebas. Empezó a meterse fuerte. Y llegó así a las grandes cantantes de jazz, Billie Holiday, Karen Dalton y Etta James. Ese fue el comienzo de todo, de sus composiciones, de sus devaneos, de sus tatuajes. Y lo tenía ahí mismo, a mano, accesible, a tan solo un clic de resquebrajarse por dentro. Increíble que nadie de su entorno lo escuchara. Empezó a brotarle solo. Baladas descorazonadoras de un blues afligido y demoledor, pero acariciado con pequeñas trazas de folk. Poderío y furia ocultando la carnecilla tierna de un corazón frágil y totalmente expuesto. «Me tratas como si fuera de roca y piedra, pero he venido a decirte que te equivocas», canta en «Rock & Stone», con esos altos resueltos y esos falsettos sin tacha, que no hacen sino realzar la crudeza conmovedora de cada una de sus canciones. «Quería grabar este álbum acústico como para poner una especie de sello en el tiempo que marcara el fin de todos aquellos días de tocar en directo con otra gente. Yo sola, con mi guitarra. Quería capturar la atmósfera de desnudez, desguarnecida, sencilla, del comienzo, acercarme de nuevo al sonido de las canciones en el momento en que surgen, en soledad. Muchas de mis versiones favoritas de los temas que más me gustan, las que realmente me llegan, tienen siempre una forma muy básica y muy simple, y quería compartir esa versión de mis composiciones». Emoción pura, en carne viva. Tajazos o disparos a bocajarro. Las laceraciones y las cicatrices de una mujer criada entre lobos blancos y azules, que ha pivotado siempre, y seguirá pivotando, entre la luz y la oscuridad.

JEFF MIX & THE SONGHEARTS

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Lost Vegas Hiway

(Vegascana Records, 2017)

Cuesta imaginar que alguien sea de allí o que quiera vivir allí de manera voluntaria, en «el patio de recreo del mundo». Lo suyo es visitarlo y luego olvidarlo. Ser una de las treinta y siete millones de personas que la visitan al año, ir a romperse un poco, con miedo y asco, y un maletero repleto de mescalina. O simplemente pasar de largo, ver su resplandor marciano a kilómetros de distancia en el desierto y seguir tu camino, bordeándola, hacia California o hacia el Gran Cañón, dejarla atrás y pensar, si acaso, que fue un espejismo o un mal sueño. Un lugar del que huir, como Sera, la prostituta fugitiva de ese libro tan extraño y tan romántico, Adiós a Las Vegas, la fantástica novela del malogrado John O'Brian (publicada por aquí en Muchnik Editores SA en 1996), de la que luego se haría una película con un Nicholas Cage en estado de gracia, en el papel de Ben, otra figura arquetípica de semejante infierno, la de quien va allí a morir, a matarse; también cabe imaginarse sin mucho esfuerzo algo así. Escenario de huida o escenario de suicidio, valga la redundancia. Pero lo cierto es que hay gente de allí. Las Tiernas criaturas, de Charles Bock, que se mueven bajo el esplendor de los letreros de neón. O los Hijos de Las Vegas, de ese excepcional (y desolador) libro de Timothy O'Grady publicado hace poco más de un año por los compañeros de Pepitas de Calabaza, hijos de crupieres, bármanes y bailarinas… Bien. Pues Jeff Mix y su banda son de allí. Una banda de Las Vegas. Él llegó de Florida, con todo su influencia texana, a los diecinueve, para fabricar neones. Lleva ya veinte años instalado en la ciudad. Se le puede considerar nativo. De adolescente tuvo una banda de heavy metal con su hermano y, en algún momento, tras muchas noches de micrófono abierto en garitos de mala muerte, asistió a un taller de canciones en Nashville, nada menos que con Mary Gauthier. En uno de esos vaivenes entabló amistad con Gurf Morlix, el legendario texano, productor de Lucinda Williams y Ray Wylie Hubbard, amigo y protector del mítico Blaze Foley. Con él y su banda, graba un single. Esa experiencia precede a este proyecto, Lost Vegas Hiway, película y álbum conceptual. Un disco que es la ciudad, simple y llanamente. La banda sonora de la tramoya, de lo que hay detrás, de la ciudad auténtica (de su limo). Suena a eso, en efecto, mucho slide, mucho pedal steel y mucha desolación. Gente sola y perdida. Gente de motel y de carretera. Personajes ficticios de un motel real del centro de Las Vegas, el Gateway Motel. La gente, más o menos herida, que se cruza en sus pasillos. Lo que ocurre detrás de esas puertas. Lo que se oye golpear o romperse tras las paredes, en la madrugada. La piscina sucia. La gripe del Motelucho Innombrable («No Tell Motel Flu Blues») en el que uno se instala con el corazón roto, tirado en el suelo con un albornoz húmedo, mientras la chica de la limpieza entra y hace la cama sin preguntar nada. Como flecos de un drama de Sam Shepard. El cd viene acompañado, además, de un dvd con una película, 56 minutos de «lenguaje fuerte, situaciones adultas y abuso de drogas», con las apariciones estelares de gente inmensa como el ya mencionado Gurf Morlix, Hal Ketchum, Jack Ingram y Robyn Ludwick. Es la historia semiautobiográfica de un músico de Texas separado de su esposa que recaba en el Gateway Motel tras un viaje «complicado» por Texas y Arizona. Prostitutas, drogadictos, transexuales, mafiosos, mendigos, una pareja de recién casados… Carne de motel. Misericordia y empatía con los desfavorecidos. Guitarras distantes y música de coyotes. Toda una experiencia.

HOME GROUND

 

Lo mío con el fútbol es una relación de todo o nada. O no paro de ver partidos, como me sucede ahora, o le hago el mismo caso que le hace mi socio Dirty Lucini, que es nulo.

Javi lo tiene claro, no le interesa lo más mínimo, pero un servidor se deja llevar por cómo se alinean los astros al comienzo de cada temporada.

Me pasa un poco con todo en la vida, me dio por tatuarme y no paraba; ahora mismo no me haría un tatuaje ni de coña, que duelen un huevo y la yema del otro. Me da con un autor y solo leo sus libros; me da por las series y paso de las películas, cosa que, por cierto, según está el cine en los días que corren, es bastante fácil, dadas las castañas que se hacen, salvo honrosas excepciones. Con las gorras lo mismo, tengo la casa llena, hay en las sillas de la cocina, en el cuarto de baño, encima de los discos en el salón, colgadas en los marcos de los cuadros que tengo en la pared del dormitorio, y en mi cabeza, claro está.

En cuanto se me pase la fiebre, sé que seguiré llevando una gorra cada vez que salga a la calle, pero dejaré de comprarme.

Nunca llego a ser un auténtico coleccionista que dedica toda su vida a una pasión en concreto. Puedo tener conversaciones sobre muchos temas de los que sé cosas, temas a veces de lo más peregrinos, pero no soy un pro en nada. De joven, no llegar a profundizar hasta la obsesión en los temas o las cosas que me interesaban me causaba desasosiego y cierta inseguridad, con los años, me la suda. 

Cuando apareció la serie Home Ground en 2018, estaba despertando de un letargo no futbolero y me costó decidirme a verla.

Home Ground va sobre la primera entrenadora, Helena Mikkelsen, interpretada por la actriz Ane Dahl Torp, de un equipo de fútbol masculino recién ascendido a la primera división noruega, el Varg IL.

Tanto en la decisión de ver la serie, como en la decisión de volver a ver fútbol, la culpa ha sido de Margarita, mi chavala. Y no veas lo agradecido que le estoy. Ella es futbolera, pero sobre todo bética, y como en todas las cosas de mi vida de un tiempo a esta parte, siempre me da buenos consejos. 

Home Ground, en cada episodio, va más allá de lo que es el fútbol para un equipo no puntero. Vamos, que si no te interesa lo más mínimo que veintidós tíos con pelos en las piernas corran en calzoncillos y camiseta detrás de un balón sin salirse de un rectángulo e intenten chutar entre tres palos, y que encima se les pague por ello, no quiere decir que no te vaya a molar la serie.

Clase obrera, sueños rotos, compartir cervezas en la barra de un bar, romper barreras establecidas, relaciones tóxicas paternofiliales, y frío, todo el frío que puede hacer en un pequeño pueblo del norte de Noruega.

Eso sí, alrededor de una pelota de cuero.

By the way, se puede ver en Filmin y, de momento, hay dos temporadas.

 

CHARLEY CROCKETT

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Welcome to Hard Times

(Son of Davy, 2020)

Este es el disco de después de la herida, el disco de la enorme cicatriz que ahora le decora el pecho, el disco de lo que pudo no haber cicatrizado y haberle mandado al otro barrio, pero no, él sigue aquí, y este es el disco justamente de eso, de seguir aquí pese a todo, de seguir luchando, de dar la bienvenida a los malos tiempos (lo grabó poco antes de la pandemia), de superarlo y de hacerle una peineta a la parca, con el corazón roto, reparado. Y Charley Crockett sabe perfectamente de lo que habla. No hace ficción. Viene de allí. De haberlo vivido. Lo suyo no es un ejercicio de estilo. Es la puta verdad, con toda su crudeza. La clase de verdad que te parte el corazón, literalmente. La verdad del quirófano, de las operaciones a corazón abierto, del síndrome de Wolff-Parkinson-White, de andar con los ventrículos jodidos, de haberse visto en el filo, de haberse asomado al abismo y haber saludado a la oscuridad. Su vida nunca ha sido un camino de rosas. Nativo del sur de Texas, pariente lejano de Davy Crockett, «el Rey de la Frontera Salvaje» («recuerda El Álamo»), criado en una zona rural desolada del Valle del Río Grande, con su madre soltera y dos hermanos, en un tráiler rodeado de cañaverales y campos de pomelos. De adolescente, improvisación, «free-styling» y rap. Años formativos con un tío que vive en el barrio francés de Nueva Orleáns, donde empieza a actuar en las calles y se enamora de la música folk. Deja los estudios a los diecisiete. Su madre le regala una guitarra adquirida en una tienda de empeños. Aprende a tocarla sin ayuda de nadie. Luego autoestop, carreteras y trenes de mercancías. Y en 2009, músico callejero en Nueva York. Hip-hop y blues en esquinas y en vagones de metro. Organiza una banda, los Asaltadores de Trenes, que llama la atención de Sony Music, de lo que resulta un fichaje, a los veintiséis años, del que no saldrá nada. Arresto por posesión de marihuana y asunto turbio que acaba con su hermano cumpliendo siete años en prisión. Años de labranza y de composición de canciones hasta autoproducirse su primer disco, A Stolen Jewel, en mayo de 2015. Desde entonces siete discos más. Debut en el Grand Ole Opry y en el Newport Folk Festival. Y todas esas experiencias del camino para acabar en lo que él considera el mejor disco de su carrera, este portentoso Welcome to Hard Times que tenemos ahora entre manos. En palabras de su productor, Mark Neill (que ha producido el Brothers de The Black Keys y el Let The Good Times Rolls de JD McPherson, entre otros), «un álbum oscuro de country gótico». Anticipa que puede oírse en sus cortes una profunda y oscura tristeza, pero asegura al mismo tiempo que es una oscuridad que te hace revolverte y te invita a la lucha. Los médicos le dijeron a Charley que se lo tomara con calma. Pero una vez fuera del hospital, hizo todo lo contrario. Alzó la ceja (como solo él sabe hacerlo) y dijo: «Voy a hacer un álbum que cambie toda la conversación acerca de la música country». Cuando Mark Neill leyó las canciones que había escrito, lo vio claro. «Esto es una película. Tenemos que contar esta historia». Dicho y hecho. En efecto, se trata de un disco poderosamente cinematográfico. No en vano, el título procede de un viejo western de 1968 protagonizado por Henry Fonda que Charley Crockett sitúa entre sus favoritos. Doce composiciones propias y una versión que roza la perfección («Blackjack County Chain», de Red Lane), un mundo poblado de forajidos, prisioneros y ventajistas con el corazón roto, literal y figurado. Un sonido retro y contemporáneo, como nos tiene acostumbrados (en eso es un maestro), pero esta vez el eclecticismo es mucho más radical. La cicatriz le ha redefinido. Se toca el pecho mientras lo dice. «Estas canciones proceden de un lugar de inmensa gratitud, pero también son deudoras de una fuerza llena de furia. Porque soy un luchador. Lucharé hasta el último aliento por esta música». En tiempos duros, en tiempos turbulentos, los estadounidenses siempre han gravitado hacia la música country. Siempre ha sido el refugio de los desfavorecidos. El consuelo. La última bala. Así que al mal tiempo, buena cara. Al fin y al cabo, las cicatrices son eso, Harry Crews lo sabía, heridas sanadas. Como estas canciones.

MARK OTIS SELBY

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Naked Sessions

(Pepper Cake, 2018)

En el documental que se estrenó el año pasado sobre el mítico Bluebird Cafe de Nashville hay un momento memorable. Garth Brooks (sí, lo sé, pero no os vayáis todavía, hacedme caso) canta su megaéxito «The Dance» y, en un momento de la canción, cede las riendas a un señor que se encuentra en el círculo de músicos que lo acompañan. Se trata de Tony Arata, un tipo de Savannah, Georgia, del que no habrás oído hablar en tu puta vida. Es el autor de la canción. El obrero que hay detrás de la fachada. El que mezcló la masilla y puso los ladrillos y se hizo daño en la espalda. Garth Brooks, rendido a sus pies, dice que nadie es capaz de cantar una canción con la misma intención y sentimiento que la persona que la compuso. Ese señor de Savannah acepta el envite, agarra la canción por el pescuezo y nos parte el alma. A Garth Brooks (cayéndonos bien por primera vez desde que tenemos uso de razón –y de gusto–) le resulta imposible evitar que se le escapen las lágrimas. A mí también. Y a ti. Y a todo bicho viviente que haya en la sala. De repente: ¡ZAS!, la verdad al desnudo. Interpretada así, como solo puede hacerlo el que verdaderamente la padeció, y en sol mayor. Uno identifica la historia que hay detrás en toda su crudeza, sin las florituras edulcorantes de las ultramegaproducciones del tan denostado (por nosotros, al menos) «Nashville Sound» del sello Capitol de finales de los ochenta, primeros noventa. Esto es así. Por muy bueno que sea el intérprete, los callos y las cicatrices están muchas veces en otras manos y cuando son esas manos las que cogen la pala, el agujero y la hondura se notan… Pues bien, Mark Selby fue uno de esos venerables albañiles de la canción. En 2016, un año antes de que el cáncer se lo llevara (demasiado pronto, maldita sea), fue incluido en el Kansas Music Hall of Fame. Nosotros lo descubrimos con su glorioso Dirt, el álbum en solitario que sacó en 2002. En la cubierta de aquel disco, sí, en efecto, salía él, pero no con su Fender Relic Nocaster ni con su Gibson J-45 de 1944, sino con una pala. Era su quinto disco. Ya llevaba un tiempo siendo grande en Alemania, lejos de su Enid (Oklahoma) natal (de nuevo la tierra y el polvo de Oklahoma, ingredientes que nunca fallan). Pero como realmente se ganaba la vida era escribiendo canciones para otros (Kenny Wayne Shepherd siempre ha dicho que fue Mark Selby el que le enseñó a expresarse a sí mismo, a ser creativo y a tener una voz propia; también escribiría el tema que supuso el primer Grammy de las Dixie Chicks«There's Your Trouble»–, así como varios éxitos para lo más granado del «mainstream» de Nashville, gente como los Little Big Town, Trisha Yearwood, Johnny Reid, Lee Roy Parnell y Keb' Mo'). Y también currando como músico de sesión, limpiando y allanando el terreno, cavando zanjas, construyendo andamios y limpiando escombros y otros materiales de desecho para discos de gente como Kenny Rogers, Johnny Reid o Wynonna Judd. Siempre a la sombra, con su pala Fender Stratocaster. No en vano se pasó buena parte de su juventud plantando trigo en los campos de Oklahoma, mientras escuchaba incansablemente los discos de ZZTop (Billy Gibbons siempre fue su favorito), y las jams espontáneas que se montaba Eric Clapton con Jimmy Page y Muddy Waters… El caso es que, en algún momento, después del Dirt, le perdí la pista. Ni siquiera me enteré de su muerte. Y ha sido solo hace unas semanas (aunque el álbum ya tiene un par de años), con la publicación de este disco póstumo (Naked Sessions), cuando me he vuelto a poner al día. Y vaya burrada, amigos. Vaya forma de irse. Los pelos, de nuevo, lo mismito que al escuchar al señor de Savannah, como escarpias. La idea de las Naked Sessions fue de Dianna Maher, inspirada por el estilo ferviente y expresivo de Mark Selby, que ya andaba más que acechado por la puta enfermedad. Mark le dijo: «Hay magia en la versión más sencilla de una canción, cuando se escuchan todas las palabras y todas las notas». Quitarle la sobreproducción, los multitracks, los focos y el ruido. Desnudarla. Sentar al compositor en una habitación con nada más que la canción, una guitarra y el deseo profundo de expresar la verdad. En vivo y en una sola toma. Ahí sucede la magia. Las Naked Sessions se pueden ver en YouTube. El proyecto era ese: pequeños documentales de no más de media hora y un disco (vicio puro, el de Chuck Mead es gloria, por cierto). Pero, lamentablemente, el vídeo de Mark Selby nunca pudo llegar a grabarse. Nos queda, eso sí, el disco. Y flaco favor les ha hecho a los artistas que grabaron sus canciones antes de que decidiera acometer esta fastuosa barbaridad. Es algo parecido a lo que hizo Johnny Cash en su día con Rick Rubin, pero al revés. Antes de hacer mutis, Mark Selby volvió a apoderarse de sus propias canciones (Johnny Cash lo hizo con las de otros). Y, en efecto, les quitó la novia a los intérpretes que las habían grabado antes. Las hizo bajar de los Top Charts y se las llevó de nuevo al barro, a la tierra, a casa. Y lo cierto es que nunca han sonado ni volverán a sonar mejor. Tremenda forma de irse, ya digo. Todo tiembla y vibra en este disco. Sin tonterías. Igual que cuando, calladamente, casi como quien no quisiera la cosa, aquel humilde señor de Savannah reventó a Garth Brooks por dentro (y a mí y a ti), simplemente haciendo honor a la vieja fórmula de Harlan Howard, tres acordes y la verdad. Sin complementos. Sin sucedáneos. Con el daño original.

IRIS DEMENT

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Infamous Angel

(Warner Bros, 1992)

Para despedir este año tan aciago, tan de irse con la música a otra parte, tan de no querer verlo ni en pintura, decido tirar del viejo DeLorean DMC-12 de Doc Brown y marcarme un Marty McFly en toda regla, hasta el año 1992, hasta el «Ángel Infame» de Iris DeMent, uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, hasta esa extraña época, difícil de explicar a quien no la transitó, en la que sacar un disco significaba algo, no solo para el artista (que claro, obvio) sino, y sobre todo, para el resto de los mortales, para los que esperábamos y ansiábamos y rebuscábamos (qué Cretácico todo, coño, y qué lástima). En España tuvo que ser en el 96, creo yo, aunque nunca he sido muy bueno con las fechas. Calculo un poco a lo loco, por aproximación. Últimos planos del último capítulo de la última temporada de Doctor en Alaska. No existe Netflix y Canal Plus apenas lleva seis años codificándonos los genitales los viernes por la noche (pero esa es otra historia y merece ser contada en otro momento). Capítulo 110, Vigésimo tercero de la sexta temporada. Recordarlo ahora sigue poniéndome los pelos de punta. Lo que ocurre en el capítulo es lo de menos, de hecho no es, ni por asomo, de los mejores (ya hay muchas cosas rotas en la serie). Pero esos minutos finales… «Our Town», esa canción, esa letra, esa voz, ese todo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Fue vivirlo y marcarnos al momento, en aquel caso, un Hércules Poirot, o más bien un John Silence, investigador de lo oculto, para intentar averiguar qué demonios había sido eso. Y «eso», aparte de los habitantes de Cicely, que se nos iban ya para siempre, aparte de Cicely, que ya también era un poco nuestro pueblo, había sido Iris DeMent, más concretamente el quinto corte de su primer álbum, Infamous Angel, un disco que ya llevaba cuatro años sembrando asombro allí donde sonaba (ella, mientras tanto, ya había sacado otros dos álbumes fastuosos, My Life y The Way I Should). John Prine la presentaba en las anotaciones del disco y, ya por aquel entonces, pese al estruendo languideciente del grunge y de los otros desajustes que escuchábamos, lo que decía John Prine, en casa (al menos en mi cuarto), iba a misa: «Una noche, después de recibir una copia de “Let the Mystery Be” [primer tema del disco que, por cierto, sonaría y fascinaría en los títulos de otra serie más reciente, The Leftovers, sustituyendo al tema principal original de Max Richter], estaba escuchando la cinta mientras freía una docena de chuletas de cerdo en una sartén. Bueno, pues Iris DeMent empieza a cantar “Mama's Opry” y, como soy un sentimental, se me hizo un nudo en la garganta y se me cayó una lágrima en el aceite hirviente. El aceite saltó y me quemó el brazo como si las chuletas de cerdo me estuviesen intentando decir: "Cállate o te daremos algo por lo que llorar de verdad". Por supuesto, las chuletas de cerdo no pueden hablar. Pero las canciones de Iris DeMent sí. Hablan de recuerdos aislados, del amor y de la vida. Y ella tiene una voz que me encanta, una de esas voces que parece que ya has escuchado antes… aunque no. Así que ponte esta música, escucha a esta Iris DeMent. Te hará bien. Y si las chuletas de cerdo pudiesen hablar, seguro que aprenderían a cantar una de sus canciones. Y entonces todos tendríamos algo por lo que llorar». Desde entonces, la última de los catorce vástagos de una familia muy pentecostal de Paragould, Arkansas, criada en California, entre mucho góspel y mucha música country tradicional, ha conquistado nuestros sucios corazones y ocupa un lugar especial en nuestro panteón. No se prodiga mucho, pero cada vez que saca un disco es un acontecimiento. La seguimos esperando como esperábamos en aquel lejano entonces, cuando nos subíamos impacientes al autobús que iba al centro e íbamos a Madrid Rock, o a dónde fuese, con el dinerillo que habíamos logrado ahorrar en la semana (emborrachándonos menos o, mejor dicho, peor) para comprarnos discos. Y no estaría de más que, en estos tiempos tan absurdos de industria crepuscular y reediciones pantagruélicas (la culpa de todo no fue de Yoko Ono, sino de los «bootlegs» con las toses y los carraspeos de Dylan –¿para cuando el de sus fratulencias?–) alguien remasterizara y reeditara aquellos primeros discos de Iris DeMent, hoy casi imposibles de encontrar. Porque de ella, en serio, hasta los andares. Porque sí, porque seguimos allí y allí seguiremos, mucho me temo, calle arriba, junto a aquella luz roja de neón donde Iris conoció a su amor en una calurosa noche de verano, él era el camarero y ella se pidió una cerveza, y porque han pasado cuarenta años (ahora quizá más de sesenta) y ella sigue allí sentada, y nosotros con ella. Porque su música es casa, porque su música es nuestro bar y nuestro pueblo. Y no hay salida (ni falta que hace, mientras haya cerveza).

BRENT COBB

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Keep'Em On They Toes

(Thirty Tigers, 2020)

Brent Cobb masca y escupe tabaco. Esto es así, te guste o no. En su tierra, Ellaville, Georgia, (mil ochocientos doce habitantes en el censo de 2010) es normal parar el coche en un semáforo y escupir por la ventanilla. Hay hasta arte y pericia en ello. Escupitajos negros aerodinámicos. A los veintiuno pasó cuatro meses en Los Ángeles. Él mismo dice que fue como haber estado en la luna. Vivió un terremoto, le intentaron robar el coche y presenció un tiroteo en la calle. Cosas de ciudad. Pero lo que más le chocó fue ir un día por Sunset con su compañero de piso (natural de Yankton, Dakota del Sur, más rojo, de redneck, que el culo de un mandril) en el viejo Cadillac destartalado de su padre y que les parase la policía por escupir tabaco en la calle (en ese momento no llevaban el consabido vaso de polietileno, tan socorrido). Su música también es eso y suena a eso. A ser como se es y punto. Sin falsos modales ni imposturas. A escupir tabaco en el suelo y no andarse con remilgos. Su padre era reparador de electrodomésticos y tenía una banda de rock. Todo muy blue collar: deslomarse a currar entre semana y, al llegar el viernes, «white shuffle», cerveza y rock and roll. Brent debuta a los siete añitos en la banda de su padre cantando una canción de Tim McGraw (ese country tan para el que le guste –pero que, oye, bien borracho en un garito de un bar de carretera de, por ejemplo, Georgia, entra de lujo y entiendes la vida– se nutriría luego de sus canciones, lo que a Brent, desde luego, le vendría de perlas, no en vano ha escrito canciones para gente como Luke Bryan, Kellie Pickler, Kenny Chesney y los Little Big Town, entre otras glorias; el caso es que él no ha perdido nunca el contacto con esa clase obrera que no oye la música con bolígrafo y cuadernito, esa gente curtida y fatigada que llena los viernes los bares deportivos a lo largo y ancho de toda la nación porque quiere hacerse daño y olvidarse del jefe y de las putas facturas, y en su defensa siempre ha dicho que es fácil que un fan de los Florida Georgia Line, por poner un ejemplo muy extremo, escuche y sepa apreciar la música de Chris Stapleton, Jason Isbell o Sturgill Simpson –grupo en el que, por cierto, suele también incluírsele a él–, pero difícilmente te encontrarás con el caso contrario: un fan de cualquiera de estas majestades que vibre con una canción insulsa y trotona de los Florida Georgia Line; y es que en ambos extremos hay mucho prejuicio y mucha tontería, más quizá entre estos últimos, los orantes semi-intelectualoides a los que se les llena de baba la boca al hablar de la autenticidad de la «americana music» –como si la otra música no fuera americana, en fin, siempre acabo liándome con esto, que les den y punto, a mí qué más me da–). El caso es que de adolescente forma y lidera un grupo, los Mile Maker 5, de singular éxito regional, e incluso llegan a abrir para estrellas de relumbrón. Y luego un buen día todo cambia en un cementerio. Con 16 años, en un funeral de la familia, conoce a su primo, Dave Cobb, que estaba intentando ganarse la vida como productor en Los Ángeles (es muy posible que cualquier disco de country o «americana» que te haya vuelto loco en los últimos quince años lo haya producido él) y le pasa una demo con sus coplillas. Y la cosa cuaja. A los pocos años, en 2006, su primo, que ya anda trasteando con Shooter Jennings (al que le producirá sus tres primeros discos, los buenos), le dice que se plante ya mismo en La-La-Land, porque le van a producir su primer álbum, el No Place Left to Leave. Su primo Dave se ha rendido ante la imaginería lírica de sus canciones. Cuando Brent escribe, dice, sientes como si estuvieras caminando por el paisaje que describe, puedes ver los árboles y la vida cotidiana de la zona rural de Georgia. Zonas embarradas y poco pobladas, bosques remotos, alambiques, moonshine y soul sureño… Y, a partir de ahí, todo rodado hasta esta obra maestra, Keep'Em on They Toes (su cuarto álbum), en medio de un año tan plagado de miserias (no solo musicales). Si bien en los álbumes anteriores se centraba más en los lugares y las personas, en este ha querido cederle mas espacio a la reflexión y los sentimientos. No es de extrañar, estando el mundo como está. Ahora, eso sí: country auténtico. Canciones de casa, grabadas en Durham, Carolina del Norte, esta vez con Brad Cook de productor (Hiss Golden Messenger, Bon Iver, BJ Barham, Brandi Carlile…). El tema «Soap Box», compuesto mano a mano con su padre y con Nikki Lane en la retaguardia, es el mejor regalo que nos podían haber hecho para dar por finiquitado este 2020 tan inmundo. «Cuando escucho este álbum –dice Cobbs–, siento que estoy ahí sentado con alguien, conversando. Y me gustaría que la gente sintiera eso mismo, que está sentada con un viejo amigo al que no ven desde hace mucho. No hay nada como estar solo, escuchando un disco tranquilo y coloquial, como aquellas viejas grabaciones de Jerry Lee Lewis, Roger Miller o Willie Nelson. Espero que mi música sea así para alguien». Pues lo es, amigo. Vaya que si lo es. Y espera un segundo, no te vayas aún, que todavía falta un rato para el toque de queda. Esas aceitunas son del pueblo de mi padre, pruébalas, anda, mientras yo voy a la cocina a por otro par de cervezas.

WARRIOR

 

Acabemos este 2020 con Warrior, serie en la que se reparten hostias como panes. ¿Hay acaso mejor manera?

Recuerdo mi visita a San Francisco, ciudad donde se sitúa la acción de Warrior, como en una nebulosa. Porque ya han pasado un montón de años desde entonces y porque, nada más llegar, me corrí una juerga con un colega que vivía allí, de la que solo pude recuperarme tras tres días de cama.

Se nos fue de las manos la alegría del reencuentro tras dos años sin vernos y nos metimos y nos bebimos todo lo que nos dieron, y fue mucho de todo, la verdad.

Al cuarto día, cuando pude salir de la cama y mi estómago empezó a retener cosas sólidas, decidimos salir a dar una vuelta y a comer algo por Chinatown.

Muchos patos lacados colgando del cuello en los escaparates de algunos comercios, mucho bullicio de gente con los ojos rasgados y muchas tiendas con frutas exóticas que no había visto en mi vida, eso es todo lo que retuvo mi mente. Ah, y que la cerveza china no estaba mal.

Todo esto pasaba a finales del siglo XX, y la acción de Warrior se sitúa a finales del XIX, así que hay unos 100 años de diferencia entre la Chinatown que refleja la serie y lo que yo vi. Pero como no me acuerdo de casi nada, para mí como si fuese igual, puestos a flipar…

La trama de Warrior nace de una idea que tuvo Bruce Lee allá por los años 70 y que todas las grandes compañías cinematográficas como la Paramout o la Warner Bros rechazaron. Peor para ellas.

Cincuenta años después, Cinemax ha retomado la idea con gran acierto y por aquí las dos temporadas se pueden ver en HBO.

Diálogos de «kie» muy al estilo de las pelis de Kung Fu de Bruce Lee, las de gángsteres de Humphrey Bogart o las de vaqueros de Clint Eastwood.

De hecho, Warrior es una mezcla de todo eso, refleja las guerras por el poder entre las bandas Tong de la mafia china de aquella época, como si de un western se tratara.

Ah Sahm, el personaje protagonista, está interpretado por el actor Andrew Koji que, al igual que Bruce Lee, es especialista en artes marciales, y se nota.

Las peleas son tremendas, nada de rollos efectistas con la cámara para que los mamporros parezcan lo que no son.

Bueno, y junto a Andrew, un mazo de actores que se zurran también de lo lindo.

Vamos, que me lo he pasado como un chiquillo viendo la serie.

Cuando de pequeño vivía con mi madre, tenía un póster de Bruce Lee colgado en la pared de mi habitación, el mítico en el que salía de cintura para arriba, a pecho descubierto y con el arañazo de una garra en uno de los pectorales.

Si lo encontrara lo volvería a colgar.

 

RAY WYLIE HUBBARD

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Co-Starring

(Big Machine Records, 2020)

En un primer momento todo pintaba a película bochornosa: popular discográfica de country-pop de Nashville (la Big Machine Records de Taylor Swift y Scott Borchetta, en la que también estuvo involucrado al principio Toby Keith, suma de horrores, Dios mío, este paréntesis no puede dar más grima, cerrémoslo ya), contrata a viejo músico legendario para protagonizar un disco junto a un radiante plantel de fabulosos actores secundarios. Aunque ya no se diga así, «actores secundarios», como tampoco se dice «telonero», porque todos tienen su ego y su corazoncito, y lo de secundario, «segundo en orden y no principal», como que no se digiere muy bien, como que un poquito de respeto, por favor, como que mejor, si acaso, «de reparto», o incluso, «coprotagonista», mano a mano con la estrella, preocupación sobre todo de mediocres, por otra parte, de gente presuntuosa que no suele estar a la altura y que se considera genial (los típicos «figurettis», actores secundarios Bob, que se mosquean si alguien de la banda destaca más que ellos), cuando no hay más que fijarse en cualquier gran producción, para ver que la calidad suele hallarse en los márgenes, en segundo plano, a veces hasta fuera de foco e incluso «en off». Ahí atrás es dónde se llevan a cabo las mejores interpretaciones. Y Ray Wylie Hubbard lo sabe, porque él siempre ha sido uno de esos segundones. Nunca dio el gran salto y está más que acostumbrado a moverse en la sombra. De hecho, la ama y la busca, ajeno a las luces de neón y a las listas de éxitos, escribiendo canciones que luego popularizarán, o no, otros peores que él (salvo en el caso de Jerry Jeff, claro), y haciendo puntualmente discos gloriosos de los que casi nadie se hace eco, salvo los, no tan pocos, que lo atesoran como el luminoso e inspirador secreto, nativo de Oklahoma pero adoptado por Texas, que es, sigue y seguirá siendo. Así que lo que sonaba a priori tan mal, lo que hasta a juzgar por la cubierta podía parecer un álbum absolutamente prescindible, ha acabado siendo lo que no podía dejar de ser en ningún momento: otro glorioso álbum (el decimoctavo) del inmenso pastor de crótalos, Ray Wylie Hubbard, esta vez coprotagonizado, por orden de aparición, por: Ringo Starr (en ningún otro tema del disco suena la batería como lo hace –crema– en el tema que la toca él con su apoteósico pantalón de chándal), Don Was, Joe Walsh, Chris Robinson (¡¿pero qué maravillosa fantasía es esta?! ¡¿Un tema, «Bad Trick», para abrir el disco, en el que tocan a la vez miembros de los Beatles, los Eagles y los Black Crowes?! ¡¡¡Compro!!!), Aaron Lee Tasjan, The Cadillac Three, Pam Tillis, Paula Nelson, Elizabeth Cook, Tyler Bryant & The Shakedown, Ashley McBryde, Larkin Poe, Peter Rowan y Ronnie Dunn. Rollo reparto de El Coloso en Llamas. Y todos bordando sus interpretaciones al servicio del viejo Hubbard. Respeto total. Un honor (y un regalo) ser «segundo en orden y no principal» de esta mala bestia. Y la cosa suena como suena porque han ido a tocar en su huerto. Han ido a chapotear en su pantano y a comerse su barbacoa sin preguntar por la procedencia de la carne…, te la comes y te callas, que están tocando los mayores. Hay un rendido y emocionante homenaje a Mississippi John Hurt (con Pam Tillis) y al momento en que alguien le comunicó a Ray en el estudio que Tom Petty había muerto («Rock Gods»)… Y sigue siendo un maestro de las letras. Un magnífico «storyteller», de la misma sacrosanta escuela de Ramblin' Jack Elliott (esto es: puedes ir a un concierto suyo y después de dos horas darte cuenta de que no has oído ni cinco canciones, porque casi todo habrá sido él hablando, relatando sus increíbles historias, humor e hipnosis, ¡maldito encantador de serpientes!). Solo destacar, para terminar, otro gran momento. ¿Cómo no rendirse a sus pies ante el trío que se marca con Paula Nelson y Elizabeth Cook? «Salta a la vista que eres una mujer de buen gusto / por ese tatuaje de Reba McEntire. / Y me encanta cómo llevas el pelo, / más explosivo que un Cutlass 4-4-2. / Me dejaste de piedra cuando te acercaste a la gramola / y pusiste “A Boy Named Sue”. / Aparte, bebes como un marinero de permiso. / Eres el sueño hecho realidad de cualquier vaquero. // CORO: Voy a beber hasta que vea doble / y voy a llevarme a casa a una de las dos». Hell, yeah.

ZEPHANIAH OHORA

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Listening To The Music

(Last Roundup Records, 2020)

Sostiene Zephaniah, y no le falta razón, que la gente se cree que uno tiene que ser de Texas o de Nashville para tocar este tipo de música. Tonticos tiene que haber en todas partes y, probablemente, es sano que los haya (aunque solo sea por las risas que nos echamos luego). Claro que quienes aceptan la intrusión no lo harán sin antes clavarle al foráneo de turno una buena etiqueta en el pecho: «nuevo tradicionalismo» (¿nuevo por qué?, ¿hubo uno antiguo?, vaya castaña, niño) o «countrypolitan», que queda siempre de los más pintón y hasta puede parecer que estás diciendo algo relevante de lo que se ve que estás muy enterado para así, al menos, poder justificar, si bien de un modo bastante exiguo, tu sueldo (si es que acaso te pagan, también te digo; miserias de la prensa musical y de cualquier prensa, ya que estamos). En fin. Zephaniah es nativo de New Hampshire y residente en Nueva York. Como es de ciudad (¡y qué ciudad!) y, además, tira de tradición, pues eso, toma dos etiquetazas y adiós muy buenas, ya está dicho todo. ¡Venga ya! Han pasado tres años desde su deslumbrante debut, This Highway, y el círculo sigue sin romperse. De nuevo sostiene Zephaniah (con permiso de Tabucchi) que, tal y como él lo ve, la música country va sobre todo de ser fiel a uno mismo y de contar historias honestas y auténticas. Y sostiene también que eso puede hacerse en cualquier sitio. Así que no se trata de una cuestión geográfica. Tres acordes y la verdad, ¿te suena? Y es por eso que puede haber country en Nueva York, en mi casa de Madrid, en una azotea de Córdoba y hasta en medio del desierto de los Monegros. Si bien es cierto que Nueva York se presta. Los seguidores de este blog ya sabrán de lo que hablamos. En efecto. De Williamsburg. Del Skinny Dennis. Poco menos que un epicentro. Una escuela. Honky-tonk en toda regla. Y por allí acabaría recabando el bueno de Zephaniah, coleccionista y estudioso de discos viejos, después de muchas noches de pinchadiscos, con el sonido magro y depurado del mejor Bakersfield de los sesenta que sabía destilar al frente de su exquisita banda, los 18 Wheelers, con quienes empezó haciendo versiones, antes de ponerse a componer sus propios temas y grabar aquel primer álbum en el que desplegó su rendida adoración por los gigantes de su santoral: el Merle Haggard del inmortal Big City y, por supuesto, Gram Parsons. También lo suyo le viene de familia profundamente religiosa y de mucha iglesia. E insisto en lo del círculo irrompible. Pienso en el himno cristiano de Charles H. Gabriel y Ada R. Habershon, que inmortalizaría la familia Carter. Pero más aún en el disco de la Nitty Gritty Dirt Band. Aquella obra fundacional en la que el grupo californiano se mezcló con las viejas glorias de la música country, para perpetuar la tradición y luchar contra el olvido. Mucho hay de eso. No es pose ni ejercicio de estilo. Es algo auténtico y heredado que nunca pasará de moda, aunque les joda a los «adelantados». Es el mismo corazón que palpitaba en los viejos porches y en los bailes de granero. En los bares de carretera y en las cabinas de los camiones de dieciocho ruedas. Música de la gente. Folk music. Sin etiquetas de curso moderno. Él lo mamó desde que era un renacuajo (muchos himnos, Ray Price, Red Simpson…) y eso es lo que que le sale de manera natural, aunque tenga el puente de Brooklyn de fondo en lugar de un rancho californiano o de Texas. Estuvo en el Skinny Dennis desde su fundación. Y en esta segunda entrega de sus canciones, Listening to the Music, producido nada menos que por su amigo Neal Casal (una de las últimas cosas que hizo antes de largarse de esa manera y dejarnos a todos tan desconsolados), sostiene Zephaniah, concretamente en el tema «Riding this train», que andan diciendo por ahí que la gente como él tiene los días contados, que debería empezar a comportarse de acuerdo a su edad; sostiene que sus amigos se largan de la ciudad para irse a vivir a los plácidos suburbios de las afueras, sostiene que es verdad que la juventud le abandona a toda velocidad (bares, noches y amores perdidos, ¿qué esperabas?), pero acto seguido sostiene que se siente vivo y que, como quizá mañana ya no esté por aquí, lo que va a hacer es coger su vieja guitarra y ponerse a cantar otra canción country. Porque eso es lo que le gusta y porque no conoce otra forma de expresarse. Cantar esto es estar en casa. Lo mismo que escucharlo. Algo sincero y espontáneo. Y lo mismo en Nueva York que si, por los azares del destino, acabará chapoteando en un arrozal de la China Popular. Es lo que hay. Y al que no le guste o le parezca impostado, que le ponga la etiqueta que más le sosiegue y que se compre un mono.

JOSHUA RAY WALKER

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Glad You Made It

(State Fair Records, 2020)

Hace un año, en la cubierta de su primer álbum (Wish You Were Here), Joshua aparecía en la barra de un Honky Tonk de Dallas, Texas, su ciudad natal, solo y agarrado a una lata de cerveza. Tiene veintinueve años. Empezó a tocar la guitarra a los doce y compuso su primera canción a los diecinueve. A partir de entonces ha tenido una agenda de lo más delirante, con más de doscientos cincuenta bolos al año, compartiendo escenario, ahogándose en cerveza y arrastrando su tristeza con gente como los Old 97's, los Vandoliers, el gran BJ Barham (de American Aquarium) y Colter Wall, antes de meterse a grabar su primer disco en los míticos Garland's Autumn Sound Studios donde Willie Nelson grabó el legendario Red Headed Stranger. Un puñado de canciones tristes sobre almas perdidas, prostitutas de áreas de servicio y gente jodida en general. Joshua no habla de oídas. Ha conocido y se ha relacionado con esa fauna, caracterizada en aquel primer disco por los cuatro personajes que salen al fondo de la cubierta, al otro lado de la barra, esa parroquia anochecida y solitaria, convaleciente de una soledad que ninguna compañía es capaz de atemperar. De canijo, Joshua, de la mano de su madre, que se dedicaba a la promoción de deportes de motor, fatigó toda clase de eventos rednecks: competiciones de «monster trucks», carreras de motos, carreras de coches, carreras de barcos…, carreras de cualquier cosa que tuviera un motor estruendoso. Así es que vivió rodeado de máquinas atronadoras y fascinado con las mujeres toscas (rústicas y «peligrosas en los bordes) que contrataban los organizadores de los eventos (normalmente su madre) para lucir palmito y promocionar algún producto: sonrisas tatuadas a la fuerza y bikinis mínimos. Joshua trabó amistad con ellas, descubrió la pena que arrastraban y la dureza que ocultaban sus vidas. Una de ellas acabaría siendo su canguro. Joshua recuerda que se limitaban a hacer su trabajo. Sonreían, asentían y se movían de un modo excitante, aunque someramente calculado, como si estuviesen encantadas de estar allí. Él, entre bambalinas, las veía sonreír para la foto, tolerarle la insolencia al imbécil de turno y luego darse la vuelta poniendo los ojos en blanco, con mirada asesina. Esa dualidad, ese darse la vuelta, ese gesto de hartazgo resignado, casi de desesperanza, es la soledad, la rabia y la tristeza que luego se colaría en sus canciones. El disco fue un éxito y en menos de un año ya se estaba metiendo en el estudio para grabar el segundo, este Glad You Made It que hoy reseñamos, para el que decidió intentar mostrarse más optimista, más animado, y puede que lo consiguiera en la música y el ritmo (hay un poco más de Tennessee), pero el ánimo subyacente sigue siendo el mismo, porque esa pena no se quita de la noche a al mañana (no se quita, y punto), y reaparecen aquellas chicas demolidas, como la protagonista del tema «Boat Show Girl». La cubierta no engaña. Ahora hay fiesta y luz. Parece que hay cachondeo y risas. Dinero y alcohol, y hasta un enano. Pero Joshua, que ahora sostiene un vaso de bourbon, sigue estando solo y cantando canciones de gente desguazada, aunque sea con un envoltorio más festivo (la cosa se grabó en un piso Airbnb de East Nashville que, con ayuda del productor, John Pedigo, transformó en un estudio provisional por el que fueron pasando los músicos a beber, a hacer el idiota y, ya de paso, a grabar lo que cayera, y claro, ese ambiente de fiesta perpetua se cuela en la música: hay yodel, hay honky tonk, hay vientos y hasta hay un poco de noise-rock, en el tema de «D.B. Cooper» que cierra el disco) lo que las vuelve aún más devastadoras, si cabe. Él, de todas formas, lo tiene claro. «Escribo canciones sinceras, de acuerdo, pero al final del día, si pretendo ganarme la vida, lo que realmente tengo que hacer es vender cerveza. Me pagan por conducir durante largos períodos de tiempo, montar el equipo y quedarme hasta tarde intentando que la gente no deje de comprar alcohol. Ese es mi trabajo. Y, en ese sentido, siento la conexión con las chicas de las carreras con las que conviví de crío: hay que tener algo brillante y reluciente para que la gente se quede y se gaste el dinero». No nos engañemos. Damos esa cara, pero luego nos giramos y torcemos el gesto. Estamos solos y todas las historias de amor están condenadas a pudrirse. Mientras tanto, banjo, pedal steel, B3 Organ, acordeón, trompeta y, como decía Ray Cheek, a quien Joshua Ray cita en las notas del disco: «Reza a Dios, pero procurar nadar hacia la orilla», por si acaso.

PORTER & THE BLUEBONNET RATTLESNAKES

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Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You

(Cornelius Chapel Records, 2017)

Es inevitable, el modo en que termina el trallazo final de «East December», el último corte de este Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You, ya siempre sonará a hierro escacharrado y a cristales rotos. Hasta el título hace que se te retuerzan un poco las tripas, «No te vayas, cariño, sin ti esto se va a poner raro». Quizá habría sido mejor no saberlo. No mancharlo todo con el descorazonador recuerdo de ese fatídico 19 de octubre de 2016 en el que todo se fue al carajo. El disco sería editado póstumamente, al año siguiente de que todo se manchase de sangre. Chris Porter no llegaría a verlo. A los pocos meses de grabarlo en Austin, Texas, producido nada menos que por Will Johnson, de Centromatic, y con las colaboraciones estelares de los Mastersons (guitarra y violín en «When We Were Young», otro buen derechazo directo al hígado, porque no le dio tiempo a dejar de serlo, joven, digo), Shonna Tucker (de los Drive By Truckers) y John Calvin Abney (compinche de John Moreland), todo gloria, a los pocos meses, decía, Chris Porter se mató en un accidente de tráfico, camino de un bolo, a las afueras de Baltimore. Y es horrible pensar en todo lo que podría haber venido después, porque con este álbum, después de los años de formación en sus dos otras bandas, The Back Row Baptists y Some Dark Holler, aparte de su colaboración con los Pollies (Porter and the Pollies) y su debut en solitario (This Red Mountain, en el que aparecía también el inmenso Jon Dee Graham, de quien ya hablaremos en otra ocasión), con este Don't Go Baby…, en compañía de los Bluebonnet Rattlesnakes, alcanzó la cima, lo clavó. En este disco está todo, constituye un resumen de todas las fatigas que tuvo que padecer (cualquier músico de esta lamentable era de industria emasculada que nos ha tocado vivir, se reconocerá, no sin cierto rubor, en sus peripecias) hasta llegar a la inusitada confianza, e incluso la fanfarronería, de la que hace gala en estas once canciones. Como dice un buen amigo suyo, Chris Prunckle (no os perdáis sus Wannabe, maravillosas reseñas de discos dibujadas en seis viñetas), en la grabación de este disco puso todo la carne en el asador: «canciones de rock sureño, country y americana sobre el amor, la perdida y la vida, que abarcan todo lo que Porter había sido y era hasta aquel momento: todas las bandas, todas la carreteras interminables, todas las madrugadas sobrevividas en bares, todos los suelos que le sirvieron de cama y todos los amigos que conoció en el camino… todo eso culminó en la creación de estos 41 minutos mágicos que ahora podemos arrebatarle a las garras de la muerte». Y todo ello sin perder el sentido del humor, lo que quizá haga su pérdida aún más dolorosa. Claro que es muy fácil, y muy humano, padecer ahora estas canciones bajo la luz de la tragedia, como si hubiera en ellas algo que, de alguna manera, la preconizara. Probablemente no sea así. Probablemente no haya en ellas nada de elegíaco ni de dolorosa despedida. Pero eso, yo al menos, no soy capaz de discernirlo. Cuando el disco llegó a nuestras manos, él ya se había largado al GRAN QUIZÁS, como diría Alphonse Louis Constant. Y no puede ser más cierto que la «Shit Got Dark», como dice el título del séptimo tema del álbum… y que lo digas, joder Chris, y que lo digas («ya casi lo tenías»). Pero qué gloriosa manera de irse (y no nos referimos, obviamente, al accidente, que también, sino a este disco).

WILLI CARLISLE

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To Tell You The Truth

(Self-Released, 2018)

Lo conocimos a través de un glorioso vídeo en blanco y negro grabado en las calles de NOLA (New Orleans), gracias, como tantas veces, al canal de YouTube de Western AF. La canción «Cheap Cocaine», de su primer EP, Too Nice To Mean Much (2016), un tema acerca de «ser adolescente, drogarte a tutiplén en una casa llena de punks y llamar a tu madre para decirle que te gustaría no seguir haciéndolo mucho más tiempo». El vídeo es un plano secuencia que sigue a Willi Carlisle, con su guitarra y su armónica, por las susodichas calles de Nueva Orleans. Y ahí esta todo. Vaqueros, chupa, botas camperas y hebillón (falta el sombrero que suele ponerse), su voz, su presencia, su actitud de viejo estafador que se las sabe todas, de vendedor de elixires fraudulentos, de ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (sus letras tienen mucho de juego malabar). Recolector de la vieja vieja música folk tradicional, pero sin el hedorcillo intelectualoide de Washington Square. Willi Carlisle tiene la sensibilidad de un poeta, sí, pero también la elocuencia de un descacharrante humorista. Lo mismo te monta un concierto para niños en una biblioteca pública que se despelota y se empieza a dar porrazos en la cabeza con el micrófono en un garito infecto y estridente de música punk en el que ni siquiera te piden la identificación al entrar. Antiguo, viejuno (a sus treinta y un años) y, a la vez, como subrayó en su momento el Orlando Weekly, tremendamente vanguardista («hogareño y sesudo» según el Washington Post). La canción, y el vídeo, «Cheap Cocaine», son brillantes. Es verlo y querer seguir con él un buen rato. De las más de quinientas mil visitas, puede que cerca de cincuenta sean nuestras. De ahí fue ir de cabeza a bichear en su página de Bandcamp y pillarnos todo lo suyo. Hay poca información en redes, pero circula por ahí un fantástico artículo de Lara Hightower, publicado en el Arkansas Democrat Gazette el 29 de abril de 2018, en el que se nos revelan muchas cosas. Nativo de Wichita, Kansas (o como él siempre dice: «De fuera»). Fue capitán del equipo de fútbol de su instituto y miembro de los Madrigals, donde disfrazado y con corona de plástico cantaba música medieval y renacentista. El rarito. «Siempre un poco en las afueras, nunca bien amado, creo que por estar siempre hosco y de mala leche. Aún no sé muy bien por qué». La música fue su vía de escape. La colección de vinilos de su padre, trompetista y antiguo músico de bluegrass. Sobre todo cosas rarunas, música de vaqueros bizarros, Robert Crumb & His Cheap Suit Serenaders, canciones sucias y canciones sentimentales. Luego, ya en la facultad, entrega total a la poesía, sin olvidarse de la música, militando en horribles grupos punks de Illinois (de los que no quiere ni decir el nombre, no vaya a ser que la gente dé con ellos en el puto MySpace), baretos llenos de gente ruidosa y escacharrada y cerveza tirada de precio. Y muchos bailes de granero. Aprende, sin ayuda de nadie, a tocar la guitarra, el banjo, el violín y el acordeón («con distintos grados de destreza»). Y de ahí la mezcla explosiva con la que empieza a girar en su viejo autobús de quince plazas con la frase «Comunidad de la Iglesia Baptista de Osage Mills» impresa en la carrocería: poesía, teatro, square-dancing, música del renacimiento y ruidos raros. Canciones e historias, recursos visuales, chistes malos y variedad instrumental. «One man band». Un demente de lo más entretenido. To Tell You The Truth, su segundo disco, es Willi Carlisle en toda su desnudez, gloria y vulnerabilidad. Él solo con sus instrumentos y sus historias. El Willi que podrías escuchar en la carretera o en la esquina de una calle. «Piezas populares de los viejos tiempos, composiciones jamás escuchadas y baladas interpretadas a voz en grito. Un álbum en solitario, íntimo y vulnerable».