CAT CLYDE

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Good Bones

(Cinematic, 2020)

Este disco son los huesos, el esqueleto. Volver un poco a casa después de un largo viaje. Versiones acústicas, descarnadas, de algunos temas de sus dos discos anteriores (Ivory Castanets y Hunters Trance). Y viene, además, acompañado de la publicación de un librito de poemas, Goose Feathers, que es también una forma de despojarse y de abrirse en canal (escribir poesía, esa necesidad de desangrarse, y encima publicarla luego, ese darse a la jauría). Una forma, en definitiva, de soltar lastre y darse un respiro. De recobrar el aliento. Porque han sido tres años muy locos. Girando, sola o en compañía de otros, abriendo para gente como Joe Purdy o, más a lo bestia, en grandes teatros con el célebre Rodríguez, ya viejo y ciego, del aclamado documental Searching for Sugar Man. Agotando localidades en Europa en la gira de Shakey Graves y acumulando visitas y escuchas en plataformas digitales por todo el planeta. Más de treinta millones. Quién se lo iba a decir a esa chica de campo del condado de Perth, Ontario, que empezó a aporrear la guitarra a los catorce años. Ella misma cuenta en una entrevista que hubo un momento definitivo. El momento que lo cambió todo. Tenía un amigo muy metido en el rollo Nirvana. Todos los de cierta generación (y algunos más jóvenes) hemos tenido o sido ese amigo greñudo con camisa de franela cabreado con el mundo. Y dura lo que dura. No mucho, a decir verdad. Al final, o bien te deslumbras en el estallido, das un volantazo y, digamos, que te salvas in extremis, o bien te metes de lleno en las sombras, indagas un poco y descubres de donde procede todo ese extraño mejunje que te hierve por dentro (la rabia, la soledad, la fragilidad, la tristeza…), y entonces ya te pierdes para siempre. El caso es que cuando ella oyó a Cobain y lo vio tocar por primera vez en YouTube el «Where Did You Sleep That Night», último tema del MTV Unplugged in New York, se quedó impresionada y, en efecto, se extravió para siempre. Qué gran canción. Qué gran melodía. Muchos no pasarían de ahí. Kurt Cobain ya llevaba medio año muerto cuando ese disco salió al mercado y ya todo eso del grunge sonaba a cosa huérfana y superada. Pero ella se fijó en que aquella canción no era de Cobain, sino de un tal Leadbelly. Y entonces le entró la curiosidad. Y ya no hubo vuelta atrás. Se le instaló el blues en el corazón. Se le metió el bicho en las entrañas. Y, claro, quiso más. Nunca quedaba saciada. Es lo que tiene, una vez que lo pruebas. Empezó a meterse fuerte. Y llegó así a las grandes cantantes de jazz, Billie Holiday, Karen Dalton y Etta James. Ese fue el comienzo de todo, de sus composiciones, de sus devaneos, de sus tatuajes. Y lo tenía ahí mismo, a mano, accesible, a tan solo un clic de resquebrajarse por dentro. Increíble que nadie de su entorno lo escuchara. Empezó a brotarle solo. Baladas descorazonadoras de un blues afligido y demoledor, pero acariciado con pequeñas trazas de folk. Poderío y furia ocultando la carnecilla tierna de un corazón frágil y totalmente expuesto. «Me tratas como si fuera de roca y piedra, pero he venido a decirte que te equivocas», canta en «Rock & Stone», con esos altos resueltos y esos falsettos sin tacha, que no hacen sino realzar la crudeza conmovedora de cada una de sus canciones. «Quería grabar este álbum acústico como para poner una especie de sello en el tiempo que marcara el fin de todos aquellos días de tocar en directo con otra gente. Yo sola, con mi guitarra. Quería capturar la atmósfera de desnudez, desguarnecida, sencilla, del comienzo, acercarme de nuevo al sonido de las canciones en el momento en que surgen, en soledad. Muchas de mis versiones favoritas de los temas que más me gustan, las que realmente me llegan, tienen siempre una forma muy básica y muy simple, y quería compartir esa versión de mis composiciones». Emoción pura, en carne viva. Tajazos o disparos a bocajarro. Las laceraciones y las cicatrices de una mujer criada entre lobos blancos y azules, que ha pivotado siempre, y seguirá pivotando, entre la luz y la oscuridad.