GREG BROWN

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The Evening Call

(Red House Records, 2006)

Pueblo pequeño. Ottumwa, Hacklebarney, en el suroeste de Iowa. Padre electricista, chatarrero y predicador, pentecostal para más señas, «holly roller», en una iglesia construida por sus propias manos, nativo de las Ozarks, en la zona de Arkansas. Raíces fundamentalistas del medio oeste, regadas con mucho whisky y mucho góspel. Madre profesora de lengua, aficionada a la guitarra eléctrica, de la zona minera del sur de Iowa. Colinas, piedra caliza y carbón. Todo el mundo toca un instrumento. El que se tenga más a mano. Sin lecciones. El tío Roscoe, el bajo eléctrico. El tío Franklin, la mandolina. La abuela, el armonio. El abuelo, el banjo y el violín. Cenas largas en las que al final todo el mundo se pone a tocar. Es la sangre, y es esa zona un poco desolada de Iowa, son esos trenes que no paran y es la soledad. Y las miles de baladas inglesas e irlandesas que se sabe la abuela. Un tesoro de nostalgia y lejanías. Granjas abandonadas. Graneros desvencijados. Ganas de irse y de volver. Esa herida. Una pequeña granja que no es exactamente una granja, que en realidad no es una granja en absoluto, más bien una casa en una zona de granjas, o algo así, cuarenta acres de bendiciones y problemas, unos cuantos cerdos de vez en cuando, un par de vacas, un puñado de gallinas con la pinta más triste que te puedas imaginar, un par de rifles grandes, mucho arbusto, mucha hierba (de la de fumar también)… el hogar. De ahí sale Greg Brown, «un vagabundo existencialista del medio oeste de lengua rápida, corazón ensangrentado y aliento de bourbon», como lo calificó en su día el crítico Josh Kun. Un gigante en la sombra con ya más de treinta discos a sus espaldas. Podía haberse ido, pero decidió quedarse. Thomas Wolfe se equivocaba, claro que se puede volver a casa. La mejor literatura estadounidense siempre ha sido una literatura sobre el origen, sobre el tiempo y el hogar. La propia literatura de Thomas Wolfe lo era. De la imposibilidad de irse, quizá, aunque uno se marche. Del hogar perdido que se lleva dentro. La música también tiene esa fuerte vinculación con el terruño. Blues. Jazz. Música Cajún. Tex Mex. Country. Música de raíz. Greg Brown, en su día tomó esa decisión. Tuvo la opción en Nueva York de dar el gran salto. La cosa se planteaba así: una discográfica grande y mucho dinero, o una discográfica pequeña y libertad. Optó por lo segundo. Optó por quedarse en un lugar en el que podía grabar un disco con las Canciones de Inocencia y de Experiencia de William Blake y quedarse tan ancho. Y ahí sigue. El inmenso Bob Feldman lo acogió en su compañía, Red House Records, hoy todo un referente de la música folk estadounidense, casi un templo, después de verle tocar en el viejo Coffeehouse Extemporé de Minneapolis, a principios de los años ochenta. Esa forma de narrar y de tocar la guitarra. Esos directos apabullantes, al estilo de Ramblin' Jack Elliot. Un auténtico narrador de historias, como el otro Brown, el escritor, el de Oxford, Mississippi, por cierto, un rendido admirador del cantante. Y viceversa. Greg, el cantante, un rendido admirador de Larry, el escritor. Cuando Larry Brown muere se le hace un disco homenaje (las ganancias irán destinadas al cuerpo de bomberos de su pueblo). El disco abre con un tema de Greg Brown que parece un pequeño relato del propio Larry, «Blue Car», de ir en tu coche sin rumbo con una cerveza y echar de menos cosas. Incluso la hija del propio Greg, Pieta Brown, participa en el disco con «Another Place in Town», otro temazo. Greg Brown es eso mismo que fue Larry. Grit Lit. Clase obrera. Barra de bar, casa, familia y tierra. Y puede que un perro. Seguro que un perro. En Hacklebarney Tunes, el fantástico documental de 46 minutos que acompaña al imprescindible disco If I Had Known Essential Recordings, 1980-1996, el propio Greg Brown lo dice. Es un afortunado y se conforma con poco. Un poco que llena. Y no puede ser más feliz (pese a los altibajos de los matrimonios naufragados y los pequeños sinsabores del día a día, facturas y carreteras). «Puedo llegar a ser feliz haciendo, prácticamente, casi nada. Ya sabes. Ir a pescar, ver a mis amigos, jugar con mis hijas, leer un poco, preparar la cena, básicamente eso». Y ya solo me queda decir que elijo este disco, el vigésimo sexto de su fabuloso catálogo, por varias razones. Aquí la rotundidad de su voz y de su estilo alcanzan la cota máxima. Las letras son complejas y brillantes, tal y como nos tiene acostumbrados, pero desprenden un sentimiento especial, más hondo, si cabe. El crítico de Sing Out! dijo que en este álbum, a su lado, Leonard Cohen suena a Mr. Sunshine. La revista Acoustic Guitar lo califica como su obra maestra (otra más, y ya van…). Escuchar este álbum es como escuchar a un viejo amigo. Esa sensación que tan bien sabía transmitir el otro Brown, Larry, el escritor, en sus novelas y sus relatos. Además, tiene un valor adicional. Está dedicado a Bob Feldman. Todas sus canciones se humillan ante quien fuera su productor durante tantos años. Esa fidelidad. Esa lealtad. Esa honradez. Esa gratitud. Todo ese dolor que ha dejado su ausencia. La ausencia de cualquier ser querido que se va para no volver. Y el sonido de siempre. De casa. Del fuego en la chimenea. De la abuela metiendo cosas en tarros. De los goznes de la puerta mosquitera. Del viejo banjo del abuelo. Del viento en las colinas. «Joy Tears», la canción que abre el disco, creo que es la canción que más veces he escuchado en mi vida. Olvidaos de las flores. Enterradme o quemadme con esos 4.47 minutos. Cosédmelos sobre el orificio de entrada de la bala que me llevará por delante. No puedo aspirar a pudrirme en mejor compañía. «Me he despertado esta mañana deseando que lloviera, / y este calor y esta sequedad me están revolviendo el cerebro. / Quiero ver nubes tormentosas elevándose sobre las Grandes Llanuras. / Me he despertado esta mañana besando la almohada donde ya no reposa tu cabeza». Vuelvo a ponérmela, una y otra vez. Y nunca se gasta, el escalofrío.