ZEPHANIAH OHORA

0011.jpg

Listening To The Music

(Last Roundup Records, 2020)

Sostiene Zephaniah, y no le falta razón, que la gente se cree que uno tiene que ser de Texas o de Nashville para tocar este tipo de música. Tonticos tiene que haber en todas partes y, probablemente, es sano que los haya (aunque solo sea por las risas que nos echamos luego). Claro que quienes aceptan la intrusión no lo harán sin antes clavarle al foráneo de turno una buena etiqueta en el pecho: «nuevo tradicionalismo» (¿nuevo por qué?, ¿hubo uno antiguo?, vaya castaña, niño) o «countrypolitan», que queda siempre de los más pintón y hasta puede parecer que estás diciendo algo relevante de lo que se ve que estás muy enterado para así, al menos, poder justificar, si bien de un modo bastante exiguo, tu sueldo (si es que acaso te pagan, también te digo; miserias de la prensa musical y de cualquier prensa, ya que estamos). En fin. Zephaniah es nativo de New Hampshire y residente en Nueva York. Como es de ciudad (¡y qué ciudad!) y, además, tira de tradición, pues eso, toma dos etiquetazas y adiós muy buenas, ya está dicho todo. ¡Venga ya! Han pasado tres años desde su deslumbrante debut, This Highway, y el círculo sigue sin romperse. De nuevo sostiene Zephaniah (con permiso de Tabucchi) que, tal y como él lo ve, la música country va sobre todo de ser fiel a uno mismo y de contar historias honestas y auténticas. Y sostiene también que eso puede hacerse en cualquier sitio. Así que no se trata de una cuestión geográfica. Tres acordes y la verdad, ¿te suena? Y es por eso que puede haber country en Nueva York, en mi casa de Madrid, en una azotea de Córdoba y hasta en medio del desierto de los Monegros. Si bien es cierto que Nueva York se presta. Los seguidores de este blog ya sabrán de lo que hablamos. En efecto. De Williamsburg. Del Skinny Dennis. Poco menos que un epicentro. Una escuela. Honky-tonk en toda regla. Y por allí acabaría recabando el bueno de Zephaniah, coleccionista y estudioso de discos viejos, después de muchas noches de pinchadiscos, con el sonido magro y depurado del mejor Bakersfield de los sesenta que sabía destilar al frente de su exquisita banda, los 18 Wheelers, con quienes empezó haciendo versiones, antes de ponerse a componer sus propios temas y grabar aquel primer álbum en el que desplegó su rendida adoración por los gigantes de su santoral: el Merle Haggard del inmortal Big City y, por supuesto, Gram Parsons. También lo suyo le viene de familia profundamente religiosa y de mucha iglesia. E insisto en lo del círculo irrompible. Pienso en el himno cristiano de Charles H. Gabriel y Ada R. Habershon, que inmortalizaría la familia Carter. Pero más aún en el disco de la Nitty Gritty Dirt Band. Aquella obra fundacional en la que el grupo californiano se mezcló con las viejas glorias de la música country, para perpetuar la tradición y luchar contra el olvido. Mucho hay de eso. No es pose ni ejercicio de estilo. Es algo auténtico y heredado que nunca pasará de moda, aunque les joda a los «adelantados». Es el mismo corazón que palpitaba en los viejos porches y en los bailes de granero. En los bares de carretera y en las cabinas de los camiones de dieciocho ruedas. Música de la gente. Folk music. Sin etiquetas de curso moderno. Él lo mamó desde que era un renacuajo (muchos himnos, Ray Price, Red Simpson…) y eso es lo que que le sale de manera natural, aunque tenga el puente de Brooklyn de fondo en lugar de un rancho californiano o de Texas. Estuvo en el Skinny Dennis desde su fundación. Y en esta segunda entrega de sus canciones, Listening to the Music, producido nada menos que por su amigo Neal Casal (una de las últimas cosas que hizo antes de largarse de esa manera y dejarnos a todos tan desconsolados), sostiene Zephaniah, concretamente en el tema «Riding this train», que andan diciendo por ahí que la gente como él tiene los días contados, que debería empezar a comportarse de acuerdo a su edad; sostiene que sus amigos se largan de la ciudad para irse a vivir a los plácidos suburbios de las afueras, sostiene que es verdad que la juventud le abandona a toda velocidad (bares, noches y amores perdidos, ¿qué esperabas?), pero acto seguido sostiene que se siente vivo y que, como quizá mañana ya no esté por aquí, lo que va a hacer es coger su vieja guitarra y ponerse a cantar otra canción country. Porque eso es lo que le gusta y porque no conoce otra forma de expresarse. Cantar esto es estar en casa. Lo mismo que escucharlo. Algo sincero y espontáneo. Y lo mismo en Nueva York que si, por los azares del destino, acabará chapoteando en un arrozal de la China Popular. Es lo que hay. Y al que no le guste o le parezca impostado, que le ponga la etiqueta que más le sosiegue y que se compre un mono.