RODNEY RICE

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Same Shirt, Different Day

(Moody Spring Music, 2020)

Parece mentira, pero ya llevamos dos meses metidos en 2021, el primer año de nuestras vidas sin John Prine, y duele, ya lo creo que duele. La herida sigue abierta. Respiramos por la herida, como quien dice, y seguimos oyendo sus discos de manera recurrente (como quien acude a una cura de reposo en el Sanatorio Internacional Berghof de Davos, en los Alpes suizos, porque se nos ha quedado un panorama bastante tuberculoso por aquí abajo y allí arriba, al menos, en sus canciones, corre el aire y nieva bonito, hay sensibilidad e inteligencia y, de vez en cuando, uno puede hasta encontrarse con Madame Chauchat, con su lasitud asiática y sus andares felinos, y enamorarse mucho), lo que no hace sino impedir que la cosa cicatrice del todo. Afortunadamente, Rodney Rice y Same Shirt, Different Day, su segundo disco, han venido a procurar que la cosa coagule y, ya de paso, cauterizar un poco el tejido herido. Cabe decir que este disco no es un disco homenaje a John Prine, nuestro querido cartero, pero es, sin duda, el mejor homenaje que se le podía hacer y que se le ha hecho desde su lacerante marcha. Su legado sigue vivo. Hay gente recogiendo el relevo. No se trata solo de las melodías y el fraseo. Bajo esa superficie también hay una postura ética, un posicionamiento claro en las filas de la clase obrera y su lucha, su dignidad, retratos incisivos de la situación del trabajador estadounidense (no sin cierta ironía, claro), junto a canciones de amor descarnadas y confesionales. Desde canijo, confiesa Rodney, se dedicó a saquear la colección de CDs de su hermana mayor. Fue ella la que le llevó a ver a John Prine por primera vez. Fue el primer concierto de su vida, tendría unos doce años, desde los nueve venía tocando la guitarra con su primo Tyler, atendiendo las permanentes peticiones de temas de Hank Sr., Willie y Waylon que le pedían sus abuelos. Y la experiencia de aquel concierto de Prine marcó su vida. Fue una revelación. Estaban en la última fila, pero como muy bien ha apuntado él mismo: «nunca te sentías en la última fila en un concierto de John Prine». Esa era su magia. Su intimidad cautivaba a todo el mundo. Te hablaba directamente a ti. Había estado leyendo tu correo (o al menos eso parecía, aunque fuese delito federal). Fue esa habilidad lo que Rodney se plantearía emular cuando comenzara a escribir sus propias canciones, después de desistir de su mastodóntico objetivo inicial: aprender a tocar el álbum en directo de los Grateful Dead, Reckoning, en su totalidad, porque, como muy bien dice Eleni P. Austin en su maravillosa reseña, paciencia y adolescencia nunca han casado bien. Rodney acabaría marchándose de Morgantown, en la región de los Apalaches, territorio de minas de carbón y desoladora pobreza. Tocó mucho por aquellos juke joints, bares y honky tonks con su primo, bajo el nombre de Buford & Pooch. Pero al acabar secundaria se separaron y, antes de graduarse en geología por la Universidad de Virginia Occidental, se recorrió el país ganándose la vida como instructor de kayak. Luego trabajaría en plataformas petrolíferas en el Sur de Texas, donde se empaparía de Billy Joe Shaver, y acabaría grabando su primer disco en los estudios Congress House de Austin, Empty Pockets And a Troubled Mind (2014). Actualmente, reside en Littleton, Colorado, a tiro de piedra de Red Rocks, el legendario anfiteatro natural que tardó más de doscientos millones de años en formarse (léase con una amplia sonrisa de geólogo). Pero este segundo álbum también lo ha grabado en Austin. Hay mandolina, dobro, violín aserrado, armónica, bajo abofeteado, pedal steel lacrimógeno, guitarras acústicas, Hammond B3 y hasta fabulosas trompetas. Y muy buena literatura. Como en cualquier disco de Prine. «Sé que esta casa parece vacía, pero créeme que está llena de dudas. / No puedo dejar de decirme que tal vez lo nuestro podría haber funcionado. / Las noches se vuelven solitarias en esta cama barata, hinchable, de tamaño doble / yo y el viejo perro, y algunos libros aún por leer», canta en «Right To Be Wrong». Humor, ternura y cicatriz. John Prine se ha ido y su marcha nos ha dejado con el pecho abierto en canal, pero gracias a discos como este el hachazo va doliendo menos.

NICK GUSMAN

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Dear Hard Times

(nickgusman.com, 2018)

No hay que darle muchas más vueltas: «letras contundentes envueltas en guitarras telecaster. Sonido del Medio Oeste». Así se define esta maravilla, posiblemente uno de los cinco mejores discos (con toda mi desvergonzada y jubilosa subjetividad) de aquel ya lejano 2018. Con algo de armónica, violín, dobro y banjo. También un saxo glorioso y una trompeta en un par de canciones. Y su tema mexicano, fronterizo. Puro St. Louis. Él lo afirma claramente casi al comienzo de la primera canción, «The Rain»: «No pude ser astronauta / así que ahora toco la guitarra en una banda». Así de sencillo y así de glorioso. Y se siente además de lo más agradecido ante los que se toman la molestia de escucharlo. Porque es muy consciente de la fragilidad de todo esto (en el año que corre lo sabemos mucho mejor que en aquel entonces). Lo dice en las notas del álbum: «Las canciones de este disco solo están aquí porque tú las vas a escuchar. Si no fuera por ti, las canciones no tendrían necesidad de existir bajo esta forma. Si no fuera por ti, no estaría interpretándolas en bares y clubes, y llevándomelas a la carretera. Si no hubiera nadie que las escuchara, estaría tocándolas en el salón de mi casa, en pijama, o en pelotas, con un gato mirándome fijamente, una pizza en el horno, la calefacción a 80 para que se mantenga en 70, y una película de ciencia ficción reproduciéndose en el televisor sin sonido […]». O como dice en «Easy To Paint»: «En una vieja y polvorienta casa prefabricada, / rompiendo cuerdas de guitarra y bebiendo cerveza». Nick Gusman canta sobre perros callejeros, barcos fluviales y la granja de su familia, en el sur de Missouri. Canciones sobre el lugar del que procedes y sobre el sentido de identidad. Clase trabajadora del sur de St. Louis. Punto. A su abuelo lo conoció ya sordo, pero de joven había tocado en bandas de música country por toda la ciudad. Y de él heredó la guitarra, una Martin 000-18, de 1943. De sus tres hermanos mayores heredaría luego gustos más de su época, Nirvana, Counting Crows y Green Day. No se avergüenza de saberse todas las letras de todas las canciones de los Beastie Boys. Eso, al final, es más bien una medalla. Claro que en mitad del camino se tropezó un buen día con Woody Guthrie y en Woody Guthrie se construyó una casa, la casa en la que reside y desde la que compone, en compañía de los fantasmas del antiguo Dylan, el antiguo Springsteen y el eterno Townes Van Zandt. El caso es que para su debut, con su banda, Los Coyotes, no se anduvo con chiquitas. Nada de EPs tentativos o discos de producción andrajosa. No. Un señor discazo en toda regla con nada menos que catorce temas. Rozando la hora de duración. Y sin un solo minuto de desperdicio. Todo gloria. Veintiún músicos de la sacrosanta ciudad de St. Luis, «La Puerta del Oeste», se pasean por este disco. Conocidos, amigos o «pistoleros contratados». Un álbum de lo más variado y apabullante. Como decíamos antes, St. Louis por todos los poros. Lo subrayan muy bien en la reseña de Country Music Armadillo: «En Dear Hard Times hay baladas dolorosas, reflexiones introspectivas desinteresadas, canciones para robar bancos y sentidas canciones de amor. Es una rica mezcla de contenido que no se detiene en un solo estilo, y aun así consigue sacarlo adelante de forma excepcional». Tal cual. Y, además, esa variedad es intencionada. El propio Nick, con espíritu de explorador y trampero, lo reconoce en una entrevista: «Mi única regla era que no fuera un álbum temáticamente monótono. Quería que los temas de las canciones fueran desde canciones de trabajo duro, pasando por baladas de asesinato, hasta la añoranza de un amor perdido, e incluso un cuento sobre un forajido en fuga». Que Dios lo tenga en Su gloria, maldita sea. Queremos otro disco suyo y lo queremos YA.

BECKY WARREN

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The Sick Season

(Becky Warren, 2020)

Hace un par de años reseñamos el disco de los sin techo (Undesirable), el que siguió a su primer álbum en solitario, el dedicado a los veteranos (War Suplus). Canciones sobre otra gente, para otra gente. A veces es más fácil ayudar a otros que a uno mismo. Por dentro uno se destruye, pero esboza una sonrisa, saca fuerzas de donde no las hay y, a guitarrazo limpio, porque al final se trata de eso, de rock and roll puro y duro, espanta a las fieras. Pero las fieras, en muchas ocasiones, huyen hacia dentro, anidan en la espesura de uno mismo, se esconden, se camuflan, pasan desapercibidas, pero siguen ahí, hibernando, cogiendo fuerzas o al acecho, esperando pillarte desprevenido para, el día menos pensado, desperezarse y ponerse a soltar zarpazos y a dejarlo todo perdido. Y eso es lo que le sucedió a Becky Warren. Se veía venir. El Undesirable estaba teniendo críticas fantásticas, incluso la Rolling Stone llegó a situarlo entre los veinte mejores discos del año 2018 en las categorías de country y americana. Billboard. NPR Music. Toda la pesca. Se auguraba un año de éxitos, de gira interminable, de respirar tranquila y crecer. De mantener el monstruo a raya. Pero no fue así. Las fieras, en efecto, aprovecharon aquel momento de tranquilidad descuidada para desperezarse y, salvo por unos bolos esporádicos abriendo para las Indigo Girls, Becky apenas fue capaz de salir de su casa. Llevaba años narcotizando su debilitante depresión, pero de pronto la medicación, todo ese cóctel de pastillas con sabor a –según sus propias palabras– pegamento y desesperación, dejó de hacer efecto. Y el muro de contención se vino abajo. Se zambulle así en un período oscuro de dieciséis meses, encerrada con sus bestias interiores, enjaulada, incapaz de hacer otra cosa que no sea girar en torno a sí misma, alrededor de su dolor y su pánico, incapaz de dar o de darse. Y es acerca de ese ahogamiento que se pone a escribir, despeinada y con los mismos pantalones vaqueros (a los que hasta les dedica un tema, «Me and These Jeans»), oliendo fuerte, vaciando botellas, viendo programas de televisión para imbéciles, jugando a idioteces en el móvil, más de mil quinientas partidas de solitarios, golpeando paredes, fregando poco, engañándose a sí misma, haciéndose promesas que sabe que no cumplirá…, y escribe sobre su propio hundimiento porque no puede escribir sobre otra cosa y porque escribir sobre esa penumbra es lo único que le permite divisar algo de luz al final del camino, porque, al final, escribir es lo único que le proporciona cierta sensación de control, lo único que le hace llegar de la cama al baño, del baño a la cocina; de casa al supermercado, al estante de las bebidas, a la noche, al amanecer, al próximo día. Y día a día, por no decir minuto a minuto. El futuro transformado en una cosa escuálida, casi disecada, inmóvil. Un tiempo que no transcurre, que se devora a sí mismo. En definitiva, componer fue su modo de respirar, su manera de sacar la cabeza por encima del agua y poder coger un poco de aire, su harapiento plan de fuga. Y todo ello sin perder el sentido del humor (a la manera de su admiradísimo ídolo, John Prine), igual que en su discos anteriores, para vadear la ridiculez y lo absurdo de ese estar tan deprimida sin saber por qué ni cómo, y sobre todo rock and roll, mucho rock and roll, «genuino rock and roll americano», como ella misma lo define, quitándose las etiquetas posmodernas: guitarra y órgano. Y no poco espíritu gamberro. Contra sí misma y para sí misma. Con brutal honestidad, sin disimulos, en carne viva. Solo así se logra salir de la oscuridad, distraer y burlar a las fieras, y retrasar la dentellada final de la enfermedad (el suicidio). «A pesar de mi estado –comienza diciendo en el corte que abre el álbum–, me dirijo al oeste / Cuatro días de horas interminables y pequeños hurtos. / La señal de la radio comienza a perderse / así que estamos solos yo, la carretera y unos cuantos errores fatales. / Llevo un calibre 22 en el asiento de atrás, con la priva, / porque tengo una cita con el blues». Ella se describe en «Good Luck (You're Gonna Need It)», donde por cierto aparece el gran Ben de la Cour haciendo voces, como «un tornado que cruza un cielo abrasador, / rodando sobre casas de gente amada que duerme desprevenida». Porque cuando uno está deprimido está solo, no quiere molestar ni que le molesten (si bien es cierto que, a veces, un perro ayuda; dos, más). Y es así como Becky compone la banda sonora de esa temporada malsana y enfermiza, The Sick Season. Que es a la vez una cura. Diez canciones para salir del infierno. En los créditos del disco, se añaden unos cuantos teléfonos de servicios de ayuda para la prevención de suicidios y la derivación de tratamientos… Pero, al final, la mejor medicación es la que suministra ella: sus canciones. Esas son, sin duda, las mejores pastillas. Matar la pena con rock and roll. Al fin y al cabo, de eso se ha tratado siempre, desde Rosetta Tharpe hasta ayer mismo.

TRÉ BURT

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Caught It From The Rye

(Oh Boy Records, 2020)

En Oh Boy Records, el sello de John Prine, no entra cualquiera. De hecho, en los últimos quince años solo han entrado dos personas, Kelsey Waldon, cuyo disco ya reseñamos en su momento, y Tré Burt, que aún no puede creérselo (y qué mala pata también, y qué puto año). El director de operaciones del sello, Jody Whelam, bicheando nueva música en internet a principios del verano de 2019 dio con él y ni se lo pensó. Era Guthrie, era Dylan y era el propio John Prine, precisamente los tres artistas referentes del joven cantautor de Sacramento. Y después de un par de conversaciones y algún que otro encuentro casual, su álbum debut, Caught It From The Rye, autofinanciado, con su extrema estética lo-fi y de raíces, sale reeditado en Oh Boy y Tré Burt pasa a formar parte del catálogo de la familia (Shawn Camp, Dan Reeder, Todd Snider, o el tito Goodman, Steve, en la subsidiaria, Red Pajamas Records…). Y, como decíamos más arriba, aún le cuesta creérselo. Una concatenación de encuentros fortuitos y accidentes felices. A veces pasa. No solo en las películas de Tom Hanks y Meg Ryan. Sobre todo cuando crees en lo que haces y luchas por ello a brazo partido, aunque haya ratas subiendo por las cortinas del cuartucho en el que te has refugiado, después de seguir a una novia hasta Australia, que te dejó nada más llegar, con tu abrigo y tu guitarra, con lo puesto, como quien dice, con tres palmos de narices, a miles de kilómetros de casa, sin amigos ni referencias, solo canguros borrachos y koalas asesinos. Claro, dirás, te puedes hundir, y si no crees en lo que haces puedes fácilmente darte al vicio o al homicidio, y sentir pánico al amanecer, pero en su caso aquello no hizo más que potenciar más aún su inquebrantable decisión de seguir viviendo y defendiendo aquello que le hacía sentir vivo, su auténtica pasión, la escritura y la música. Al final, si lo apuestas todo a una carta, acaban sucediendo cosas (buenas o malas, pero, si sobrevives, siempre productivas). Así que, aquellas ratas del famoso «apartamento mazmorra», tal y como lo bautizó el propio Tré Burt, pues era, en efecto, lo que parecía aquel cuartucho inmundo, un maldito calabozo, con aquellas enormes cortinas de teatro que colgaban de las paredes y aquellas ratas que se arrastraban por detrás, desde el techo, haciendo ondular la tela, como si fueran los espasmos de una asfixiante pared intestinal, aquellas ratas le acompañaron en la composición de una nueva tanda de canciones, de nuevo la soledad y el abandono, siempre tan prolíficos, que darían lugar a un EP que se titularía Takes From the Dungeon (Tomas desde la mazmorra), dos de cuyos temas, «Franklin's Tunnel» y «Only Sorrow Remains» acabarían recabando en Caught It From The Rye. Así que la suerte y las casualidades se las fue fraguando él mismo, cabalgando su miseria, como cuando hacía skateboard en California, día sí y día no metiéndose en problemas, oyendo la música soul de los héroes de su abuelo (Temptations, Nina Simone Otis Redding y Marvin Gaye), y los suyos propios (mucho Guthrie y mucho Neil Young en aquel entonces, por culpa, sobre todo, de su hermano mayor –alguien debería escribir, por cierto, una tesis sobre eso: a propósito de la influencia de los hermanos mayores en la formación musical de los hermanos pequeños–), cayéndose y levantándose hasta domar la tabla, con trabajo constante y fe en lo que haces. Ni comunicados de prensa, ni representante. Un día colgó las canciones en internet, como quien lanza una botella al océano, y en otro punto del país, Jody Whelam, una mañana de verano, quiero pensar que aún en pijama y bostezante, se puso a bichear en las redes, dio con sus canciones, sabe Dios a causa de qué peregrinos algoritmos, y la cosa cuajó. A partir de ese momento, todo fue rodado. Exactamente como en una de esas comedias románticas de Hanks y Ryan, sin ratas en las paredes. Canciones con rabia política, carga literaria y nostalgia del tiempo que pasa. Música, en definitiva, de vagabundos, de trovadores con armónica, abrigo viejo y mucho vagón de carga encima. Destino: la Gloria, o la siguiente persona que te sonría.

GREG BROWN

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The Evening Call

(Red House Records, 2006)

Pueblo pequeño. Ottumwa, Hacklebarney, en el suroeste de Iowa. Padre electricista, chatarrero y predicador, pentecostal para más señas, «holly roller», en una iglesia construida por sus propias manos, nativo de las Ozarks, en la zona de Arkansas. Raíces fundamentalistas del medio oeste, regadas con mucho whisky y mucho góspel. Madre profesora de lengua, aficionada a la guitarra eléctrica, de la zona minera del sur de Iowa. Colinas, piedra caliza y carbón. Todo el mundo toca un instrumento. El que se tenga más a mano. Sin lecciones. El tío Roscoe, el bajo eléctrico. El tío Franklin, la mandolina. La abuela, el armonio. El abuelo, el banjo y el violín. Cenas largas en las que al final todo el mundo se pone a tocar. Es la sangre, y es esa zona un poco desolada de Iowa, son esos trenes que no paran y es la soledad. Y las miles de baladas inglesas e irlandesas que se sabe la abuela. Un tesoro de nostalgia y lejanías. Granjas abandonadas. Graneros desvencijados. Ganas de irse y de volver. Esa herida. Una pequeña granja que no es exactamente una granja, que en realidad no es una granja en absoluto, más bien una casa en una zona de granjas, o algo así, cuarenta acres de bendiciones y problemas, unos cuantos cerdos de vez en cuando, un par de vacas, un puñado de gallinas con la pinta más triste que te puedas imaginar, un par de rifles grandes, mucho arbusto, mucha hierba (de la de fumar también)… el hogar. De ahí sale Greg Brown, «un vagabundo existencialista del medio oeste de lengua rápida, corazón ensangrentado y aliento de bourbon», como lo calificó en su día el crítico Josh Kun. Un gigante en la sombra con ya más de treinta discos a sus espaldas. Podía haberse ido, pero decidió quedarse. Thomas Wolfe se equivocaba, claro que se puede volver a casa. La mejor literatura estadounidense siempre ha sido una literatura sobre el origen, sobre el tiempo y el hogar. La propia literatura de Thomas Wolfe lo era. De la imposibilidad de irse, quizá, aunque uno se marche. Del hogar perdido que se lleva dentro. La música también tiene esa fuerte vinculación con el terruño. Blues. Jazz. Música Cajún. Tex Mex. Country. Música de raíz. Greg Brown, en su día tomó esa decisión. Tuvo la opción en Nueva York de dar el gran salto. La cosa se planteaba así: una discográfica grande y mucho dinero, o una discográfica pequeña y libertad. Optó por lo segundo. Optó por quedarse en un lugar en el que podía grabar un disco con las Canciones de Inocencia y de Experiencia de William Blake y quedarse tan ancho. Y ahí sigue. El inmenso Bob Feldman lo acogió en su compañía, Red House Records, hoy todo un referente de la música folk estadounidense, casi un templo, después de verle tocar en el viejo Coffeehouse Extemporé de Minneapolis, a principios de los años ochenta. Esa forma de narrar y de tocar la guitarra. Esos directos apabullantes, al estilo de Ramblin' Jack Elliot. Un auténtico narrador de historias, como el otro Brown, el escritor, el de Oxford, Mississippi, por cierto, un rendido admirador del cantante. Y viceversa. Greg, el cantante, un rendido admirador de Larry, el escritor. Cuando Larry Brown muere se le hace un disco homenaje (las ganancias irán destinadas al cuerpo de bomberos de su pueblo). El disco abre con un tema de Greg Brown que parece un pequeño relato del propio Larry, «Blue Car», de ir en tu coche sin rumbo con una cerveza y echar de menos cosas. Incluso la hija del propio Greg, Pieta Brown, participa en el disco con «Another Place in Town», otro temazo. Greg Brown es eso mismo que fue Larry. Grit Lit. Clase obrera. Barra de bar, casa, familia y tierra. Y puede que un perro. Seguro que un perro. En Hacklebarney Tunes, el fantástico documental de 46 minutos que acompaña al imprescindible disco If I Had Known Essential Recordings, 1980-1996, el propio Greg Brown lo dice. Es un afortunado y se conforma con poco. Un poco que llena. Y no puede ser más feliz (pese a los altibajos de los matrimonios naufragados y los pequeños sinsabores del día a día, facturas y carreteras). «Puedo llegar a ser feliz haciendo, prácticamente, casi nada. Ya sabes. Ir a pescar, ver a mis amigos, jugar con mis hijas, leer un poco, preparar la cena, básicamente eso». Y ya solo me queda decir que elijo este disco, el vigésimo sexto de su fabuloso catálogo, por varias razones. Aquí la rotundidad de su voz y de su estilo alcanzan la cota máxima. Las letras son complejas y brillantes, tal y como nos tiene acostumbrados, pero desprenden un sentimiento especial, más hondo, si cabe. El crítico de Sing Out! dijo que en este álbum, a su lado, Leonard Cohen suena a Mr. Sunshine. La revista Acoustic Guitar lo califica como su obra maestra (otra más, y ya van…). Escuchar este álbum es como escuchar a un viejo amigo. Esa sensación que tan bien sabía transmitir el otro Brown, Larry, el escritor, en sus novelas y sus relatos. Además, tiene un valor adicional. Está dedicado a Bob Feldman. Todas sus canciones se humillan ante quien fuera su productor durante tantos años. Esa fidelidad. Esa lealtad. Esa honradez. Esa gratitud. Todo ese dolor que ha dejado su ausencia. La ausencia de cualquier ser querido que se va para no volver. Y el sonido de siempre. De casa. Del fuego en la chimenea. De la abuela metiendo cosas en tarros. De los goznes de la puerta mosquitera. Del viejo banjo del abuelo. Del viento en las colinas. «Joy Tears», la canción que abre el disco, creo que es la canción que más veces he escuchado en mi vida. Olvidaos de las flores. Enterradme o quemadme con esos 4.47 minutos. Cosédmelos sobre el orificio de entrada de la bala que me llevará por delante. No puedo aspirar a pudrirme en mejor compañía. «Me he despertado esta mañana deseando que lloviera, / y este calor y esta sequedad me están revolviendo el cerebro. / Quiero ver nubes tormentosas elevándose sobre las Grandes Llanuras. / Me he despertado esta mañana besando la almohada donde ya no reposa tu cabeza». Vuelvo a ponérmela, una y otra vez. Y nunca se gasta, el escalofrío.

CAT CLYDE

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Good Bones

(Cinematic, 2020)

Este disco son los huesos, el esqueleto. Volver un poco a casa después de un largo viaje. Versiones acústicas, descarnadas, de algunos temas de sus dos discos anteriores (Ivory Castanets y Hunters Trance). Y viene, además, acompañado de la publicación de un librito de poemas, Goose Feathers, que es también una forma de despojarse y de abrirse en canal (escribir poesía, esa necesidad de desangrarse, y encima publicarla luego, ese darse a la jauría). Una forma, en definitiva, de soltar lastre y darse un respiro. De recobrar el aliento. Porque han sido tres años muy locos. Girando, sola o en compañía de otros, abriendo para gente como Joe Purdy o, más a lo bestia, en grandes teatros con el célebre Rodríguez, ya viejo y ciego, del aclamado documental Searching for Sugar Man. Agotando localidades en Europa en la gira de Shakey Graves y acumulando visitas y escuchas en plataformas digitales por todo el planeta. Más de treinta millones. Quién se lo iba a decir a esa chica de campo del condado de Perth, Ontario, que empezó a aporrear la guitarra a los catorce años. Ella misma cuenta en una entrevista que hubo un momento definitivo. El momento que lo cambió todo. Tenía un amigo muy metido en el rollo Nirvana. Todos los de cierta generación (y algunos más jóvenes) hemos tenido o sido ese amigo greñudo con camisa de franela cabreado con el mundo. Y dura lo que dura. No mucho, a decir verdad. Al final, o bien te deslumbras en el estallido, das un volantazo y, digamos, que te salvas in extremis, o bien te metes de lleno en las sombras, indagas un poco y descubres de donde procede todo ese extraño mejunje que te hierve por dentro (la rabia, la soledad, la fragilidad, la tristeza…), y entonces ya te pierdes para siempre. El caso es que cuando ella oyó a Cobain y lo vio tocar por primera vez en YouTube el «Where Did You Sleep That Night», último tema del MTV Unplugged in New York, se quedó impresionada y, en efecto, se extravió para siempre. Qué gran canción. Qué gran melodía. Muchos no pasarían de ahí. Kurt Cobain ya llevaba medio año muerto cuando ese disco salió al mercado y ya todo eso del grunge sonaba a cosa huérfana y superada. Pero ella se fijó en que aquella canción no era de Cobain, sino de un tal Leadbelly. Y entonces le entró la curiosidad. Y ya no hubo vuelta atrás. Se le instaló el blues en el corazón. Se le metió el bicho en las entrañas. Y, claro, quiso más. Nunca quedaba saciada. Es lo que tiene, una vez que lo pruebas. Empezó a meterse fuerte. Y llegó así a las grandes cantantes de jazz, Billie Holiday, Karen Dalton y Etta James. Ese fue el comienzo de todo, de sus composiciones, de sus devaneos, de sus tatuajes. Y lo tenía ahí mismo, a mano, accesible, a tan solo un clic de resquebrajarse por dentro. Increíble que nadie de su entorno lo escuchara. Empezó a brotarle solo. Baladas descorazonadoras de un blues afligido y demoledor, pero acariciado con pequeñas trazas de folk. Poderío y furia ocultando la carnecilla tierna de un corazón frágil y totalmente expuesto. «Me tratas como si fuera de roca y piedra, pero he venido a decirte que te equivocas», canta en «Rock & Stone», con esos altos resueltos y esos falsettos sin tacha, que no hacen sino realzar la crudeza conmovedora de cada una de sus canciones. «Quería grabar este álbum acústico como para poner una especie de sello en el tiempo que marcara el fin de todos aquellos días de tocar en directo con otra gente. Yo sola, con mi guitarra. Quería capturar la atmósfera de desnudez, desguarnecida, sencilla, del comienzo, acercarme de nuevo al sonido de las canciones en el momento en que surgen, en soledad. Muchas de mis versiones favoritas de los temas que más me gustan, las que realmente me llegan, tienen siempre una forma muy básica y muy simple, y quería compartir esa versión de mis composiciones». Emoción pura, en carne viva. Tajazos o disparos a bocajarro. Las laceraciones y las cicatrices de una mujer criada entre lobos blancos y azules, que ha pivotado siempre, y seguirá pivotando, entre la luz y la oscuridad.

JEFF MIX & THE SONGHEARTS

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Lost Vegas Hiway

(Vegascana Records, 2017)

Cuesta imaginar que alguien sea de allí o que quiera vivir allí de manera voluntaria, en «el patio de recreo del mundo». Lo suyo es visitarlo y luego olvidarlo. Ser una de las treinta y siete millones de personas que la visitan al año, ir a romperse un poco, con miedo y asco, y un maletero repleto de mescalina. O simplemente pasar de largo, ver su resplandor marciano a kilómetros de distancia en el desierto y seguir tu camino, bordeándola, hacia California o hacia el Gran Cañón, dejarla atrás y pensar, si acaso, que fue un espejismo o un mal sueño. Un lugar del que huir, como Sera, la prostituta fugitiva de ese libro tan extraño y tan romántico, Adiós a Las Vegas, la fantástica novela del malogrado John O'Brian (publicada por aquí en Muchnik Editores SA en 1996), de la que luego se haría una película con un Nicholas Cage en estado de gracia, en el papel de Ben, otra figura arquetípica de semejante infierno, la de quien va allí a morir, a matarse; también cabe imaginarse sin mucho esfuerzo algo así. Escenario de huida o escenario de suicidio, valga la redundancia. Pero lo cierto es que hay gente de allí. Las Tiernas criaturas, de Charles Bock, que se mueven bajo el esplendor de los letreros de neón. O los Hijos de Las Vegas, de ese excepcional (y desolador) libro de Timothy O'Grady publicado hace poco más de un año por los compañeros de Pepitas de Calabaza, hijos de crupieres, bármanes y bailarinas… Bien. Pues Jeff Mix y su banda son de allí. Una banda de Las Vegas. Él llegó de Florida, con todo su influencia texana, a los diecinueve, para fabricar neones. Lleva ya veinte años instalado en la ciudad. Se le puede considerar nativo. De adolescente tuvo una banda de heavy metal con su hermano y, en algún momento, tras muchas noches de micrófono abierto en garitos de mala muerte, asistió a un taller de canciones en Nashville, nada menos que con Mary Gauthier. En uno de esos vaivenes entabló amistad con Gurf Morlix, el legendario texano, productor de Lucinda Williams y Ray Wylie Hubbard, amigo y protector del mítico Blaze Foley. Con él y su banda, graba un single. Esa experiencia precede a este proyecto, Lost Vegas Hiway, película y álbum conceptual. Un disco que es la ciudad, simple y llanamente. La banda sonora de la tramoya, de lo que hay detrás, de la ciudad auténtica (de su limo). Suena a eso, en efecto, mucho slide, mucho pedal steel y mucha desolación. Gente sola y perdida. Gente de motel y de carretera. Personajes ficticios de un motel real del centro de Las Vegas, el Gateway Motel. La gente, más o menos herida, que se cruza en sus pasillos. Lo que ocurre detrás de esas puertas. Lo que se oye golpear o romperse tras las paredes, en la madrugada. La piscina sucia. La gripe del Motelucho Innombrable («No Tell Motel Flu Blues») en el que uno se instala con el corazón roto, tirado en el suelo con un albornoz húmedo, mientras la chica de la limpieza entra y hace la cama sin preguntar nada. Como flecos de un drama de Sam Shepard. El cd viene acompañado, además, de un dvd con una película, 56 minutos de «lenguaje fuerte, situaciones adultas y abuso de drogas», con las apariciones estelares de gente inmensa como el ya mencionado Gurf Morlix, Hal Ketchum, Jack Ingram y Robyn Ludwick. Es la historia semiautobiográfica de un músico de Texas separado de su esposa que recaba en el Gateway Motel tras un viaje «complicado» por Texas y Arizona. Prostitutas, drogadictos, transexuales, mafiosos, mendigos, una pareja de recién casados… Carne de motel. Misericordia y empatía con los desfavorecidos. Guitarras distantes y música de coyotes. Toda una experiencia.

CHARLEY CROCKETT

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Welcome to Hard Times

(Son of Davy, 2020)

Este es el disco de después de la herida, el disco de la enorme cicatriz que ahora le decora el pecho, el disco de lo que pudo no haber cicatrizado y haberle mandado al otro barrio, pero no, él sigue aquí, y este es el disco justamente de eso, de seguir aquí pese a todo, de seguir luchando, de dar la bienvenida a los malos tiempos (lo grabó poco antes de la pandemia), de superarlo y de hacerle una peineta a la parca, con el corazón roto, reparado. Y Charley Crockett sabe perfectamente de lo que habla. No hace ficción. Viene de allí. De haberlo vivido. Lo suyo no es un ejercicio de estilo. Es la puta verdad, con toda su crudeza. La clase de verdad que te parte el corazón, literalmente. La verdad del quirófano, de las operaciones a corazón abierto, del síndrome de Wolff-Parkinson-White, de andar con los ventrículos jodidos, de haberse visto en el filo, de haberse asomado al abismo y haber saludado a la oscuridad. Su vida nunca ha sido un camino de rosas. Nativo del sur de Texas, pariente lejano de Davy Crockett, «el Rey de la Frontera Salvaje» («recuerda El Álamo»), criado en una zona rural desolada del Valle del Río Grande, con su madre soltera y dos hermanos, en un tráiler rodeado de cañaverales y campos de pomelos. De adolescente, improvisación, «free-styling» y rap. Años formativos con un tío que vive en el barrio francés de Nueva Orleáns, donde empieza a actuar en las calles y se enamora de la música folk. Deja los estudios a los diecisiete. Su madre le regala una guitarra adquirida en una tienda de empeños. Aprende a tocarla sin ayuda de nadie. Luego autoestop, carreteras y trenes de mercancías. Y en 2009, músico callejero en Nueva York. Hip-hop y blues en esquinas y en vagones de metro. Organiza una banda, los Asaltadores de Trenes, que llama la atención de Sony Music, de lo que resulta un fichaje, a los veintiséis años, del que no saldrá nada. Arresto por posesión de marihuana y asunto turbio que acaba con su hermano cumpliendo siete años en prisión. Años de labranza y de composición de canciones hasta autoproducirse su primer disco, A Stolen Jewel, en mayo de 2015. Desde entonces siete discos más. Debut en el Grand Ole Opry y en el Newport Folk Festival. Y todas esas experiencias del camino para acabar en lo que él considera el mejor disco de su carrera, este portentoso Welcome to Hard Times que tenemos ahora entre manos. En palabras de su productor, Mark Neill (que ha producido el Brothers de The Black Keys y el Let The Good Times Rolls de JD McPherson, entre otros), «un álbum oscuro de country gótico». Anticipa que puede oírse en sus cortes una profunda y oscura tristeza, pero asegura al mismo tiempo que es una oscuridad que te hace revolverte y te invita a la lucha. Los médicos le dijeron a Charley que se lo tomara con calma. Pero una vez fuera del hospital, hizo todo lo contrario. Alzó la ceja (como solo él sabe hacerlo) y dijo: «Voy a hacer un álbum que cambie toda la conversación acerca de la música country». Cuando Mark Neill leyó las canciones que había escrito, lo vio claro. «Esto es una película. Tenemos que contar esta historia». Dicho y hecho. En efecto, se trata de un disco poderosamente cinematográfico. No en vano, el título procede de un viejo western de 1968 protagonizado por Henry Fonda que Charley Crockett sitúa entre sus favoritos. Doce composiciones propias y una versión que roza la perfección («Blackjack County Chain», de Red Lane), un mundo poblado de forajidos, prisioneros y ventajistas con el corazón roto, literal y figurado. Un sonido retro y contemporáneo, como nos tiene acostumbrados (en eso es un maestro), pero esta vez el eclecticismo es mucho más radical. La cicatriz le ha redefinido. Se toca el pecho mientras lo dice. «Estas canciones proceden de un lugar de inmensa gratitud, pero también son deudoras de una fuerza llena de furia. Porque soy un luchador. Lucharé hasta el último aliento por esta música». En tiempos duros, en tiempos turbulentos, los estadounidenses siempre han gravitado hacia la música country. Siempre ha sido el refugio de los desfavorecidos. El consuelo. La última bala. Así que al mal tiempo, buena cara. Al fin y al cabo, las cicatrices son eso, Harry Crews lo sabía, heridas sanadas. Como estas canciones.

MARK OTIS SELBY

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Naked Sessions

(Pepper Cake, 2018)

En el documental que se estrenó el año pasado sobre el mítico Bluebird Cafe de Nashville hay un momento memorable. Garth Brooks (sí, lo sé, pero no os vayáis todavía, hacedme caso) canta su megaéxito «The Dance» y, en un momento de la canción, cede las riendas a un señor que se encuentra en el círculo de músicos que lo acompañan. Se trata de Tony Arata, un tipo de Savannah, Georgia, del que no habrás oído hablar en tu puta vida. Es el autor de la canción. El obrero que hay detrás de la fachada. El que mezcló la masilla y puso los ladrillos y se hizo daño en la espalda. Garth Brooks, rendido a sus pies, dice que nadie es capaz de cantar una canción con la misma intención y sentimiento que la persona que la compuso. Ese señor de Savannah acepta el envite, agarra la canción por el pescuezo y nos parte el alma. A Garth Brooks (cayéndonos bien por primera vez desde que tenemos uso de razón –y de gusto–) le resulta imposible evitar que se le escapen las lágrimas. A mí también. Y a ti. Y a todo bicho viviente que haya en la sala. De repente: ¡ZAS!, la verdad al desnudo. Interpretada así, como solo puede hacerlo el que verdaderamente la padeció, y en sol mayor. Uno identifica la historia que hay detrás en toda su crudeza, sin las florituras edulcorantes de las ultramegaproducciones del tan denostado (por nosotros, al menos) «Nashville Sound» del sello Capitol de finales de los ochenta, primeros noventa. Esto es así. Por muy bueno que sea el intérprete, los callos y las cicatrices están muchas veces en otras manos y cuando son esas manos las que cogen la pala, el agujero y la hondura se notan… Pues bien, Mark Selby fue uno de esos venerables albañiles de la canción. En 2016, un año antes de que el cáncer se lo llevara (demasiado pronto, maldita sea), fue incluido en el Kansas Music Hall of Fame. Nosotros lo descubrimos con su glorioso Dirt, el álbum en solitario que sacó en 2002. En la cubierta de aquel disco, sí, en efecto, salía él, pero no con su Fender Relic Nocaster ni con su Gibson J-45 de 1944, sino con una pala. Era su quinto disco. Ya llevaba un tiempo siendo grande en Alemania, lejos de su Enid (Oklahoma) natal (de nuevo la tierra y el polvo de Oklahoma, ingredientes que nunca fallan). Pero como realmente se ganaba la vida era escribiendo canciones para otros (Kenny Wayne Shepherd siempre ha dicho que fue Mark Selby el que le enseñó a expresarse a sí mismo, a ser creativo y a tener una voz propia; también escribiría el tema que supuso el primer Grammy de las Dixie Chicks«There's Your Trouble»–, así como varios éxitos para lo más granado del «mainstream» de Nashville, gente como los Little Big Town, Trisha Yearwood, Johnny Reid, Lee Roy Parnell y Keb' Mo'). Y también currando como músico de sesión, limpiando y allanando el terreno, cavando zanjas, construyendo andamios y limpiando escombros y otros materiales de desecho para discos de gente como Kenny Rogers, Johnny Reid o Wynonna Judd. Siempre a la sombra, con su pala Fender Stratocaster. No en vano se pasó buena parte de su juventud plantando trigo en los campos de Oklahoma, mientras escuchaba incansablemente los discos de ZZTop (Billy Gibbons siempre fue su favorito), y las jams espontáneas que se montaba Eric Clapton con Jimmy Page y Muddy Waters… El caso es que, en algún momento, después del Dirt, le perdí la pista. Ni siquiera me enteré de su muerte. Y ha sido solo hace unas semanas (aunque el álbum ya tiene un par de años), con la publicación de este disco póstumo (Naked Sessions), cuando me he vuelto a poner al día. Y vaya burrada, amigos. Vaya forma de irse. Los pelos, de nuevo, lo mismito que al escuchar al señor de Savannah, como escarpias. La idea de las Naked Sessions fue de Dianna Maher, inspirada por el estilo ferviente y expresivo de Mark Selby, que ya andaba más que acechado por la puta enfermedad. Mark le dijo: «Hay magia en la versión más sencilla de una canción, cuando se escuchan todas las palabras y todas las notas». Quitarle la sobreproducción, los multitracks, los focos y el ruido. Desnudarla. Sentar al compositor en una habitación con nada más que la canción, una guitarra y el deseo profundo de expresar la verdad. En vivo y en una sola toma. Ahí sucede la magia. Las Naked Sessions se pueden ver en YouTube. El proyecto era ese: pequeños documentales de no más de media hora y un disco (vicio puro, el de Chuck Mead es gloria, por cierto). Pero, lamentablemente, el vídeo de Mark Selby nunca pudo llegar a grabarse. Nos queda, eso sí, el disco. Y flaco favor les ha hecho a los artistas que grabaron sus canciones antes de que decidiera acometer esta fastuosa barbaridad. Es algo parecido a lo que hizo Johnny Cash en su día con Rick Rubin, pero al revés. Antes de hacer mutis, Mark Selby volvió a apoderarse de sus propias canciones (Johnny Cash lo hizo con las de otros). Y, en efecto, les quitó la novia a los intérpretes que las habían grabado antes. Las hizo bajar de los Top Charts y se las llevó de nuevo al barro, a la tierra, a casa. Y lo cierto es que nunca han sonado ni volverán a sonar mejor. Tremenda forma de irse, ya digo. Todo tiembla y vibra en este disco. Sin tonterías. Igual que cuando, calladamente, casi como quien no quisiera la cosa, aquel humilde señor de Savannah reventó a Garth Brooks por dentro (y a mí y a ti), simplemente haciendo honor a la vieja fórmula de Harlan Howard, tres acordes y la verdad. Sin complementos. Sin sucedáneos. Con el daño original.

IRIS DEMENT

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Infamous Angel

(Warner Bros, 1992)

Para despedir este año tan aciago, tan de irse con la música a otra parte, tan de no querer verlo ni en pintura, decido tirar del viejo DeLorean DMC-12 de Doc Brown y marcarme un Marty McFly en toda regla, hasta el año 1992, hasta el «Ángel Infame» de Iris DeMent, uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, hasta esa extraña época, difícil de explicar a quien no la transitó, en la que sacar un disco significaba algo, no solo para el artista (que claro, obvio) sino, y sobre todo, para el resto de los mortales, para los que esperábamos y ansiábamos y rebuscábamos (qué Cretácico todo, coño, y qué lástima). En España tuvo que ser en el 96, creo yo, aunque nunca he sido muy bueno con las fechas. Calculo un poco a lo loco, por aproximación. Últimos planos del último capítulo de la última temporada de Doctor en Alaska. No existe Netflix y Canal Plus apenas lleva seis años codificándonos los genitales los viernes por la noche (pero esa es otra historia y merece ser contada en otro momento). Capítulo 110, Vigésimo tercero de la sexta temporada. Recordarlo ahora sigue poniéndome los pelos de punta. Lo que ocurre en el capítulo es lo de menos, de hecho no es, ni por asomo, de los mejores (ya hay muchas cosas rotas en la serie). Pero esos minutos finales… «Our Town», esa canción, esa letra, esa voz, ese todo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Fue vivirlo y marcarnos al momento, en aquel caso, un Hércules Poirot, o más bien un John Silence, investigador de lo oculto, para intentar averiguar qué demonios había sido eso. Y «eso», aparte de los habitantes de Cicely, que se nos iban ya para siempre, aparte de Cicely, que ya también era un poco nuestro pueblo, había sido Iris DeMent, más concretamente el quinto corte de su primer álbum, Infamous Angel, un disco que ya llevaba cuatro años sembrando asombro allí donde sonaba (ella, mientras tanto, ya había sacado otros dos álbumes fastuosos, My Life y The Way I Should). John Prine la presentaba en las anotaciones del disco y, ya por aquel entonces, pese al estruendo languideciente del grunge y de los otros desajustes que escuchábamos, lo que decía John Prine, en casa (al menos en mi cuarto), iba a misa: «Una noche, después de recibir una copia de “Let the Mystery Be” [primer tema del disco que, por cierto, sonaría y fascinaría en los títulos de otra serie más reciente, The Leftovers, sustituyendo al tema principal original de Max Richter], estaba escuchando la cinta mientras freía una docena de chuletas de cerdo en una sartén. Bueno, pues Iris DeMent empieza a cantar “Mama's Opry” y, como soy un sentimental, se me hizo un nudo en la garganta y se me cayó una lágrima en el aceite hirviente. El aceite saltó y me quemó el brazo como si las chuletas de cerdo me estuviesen intentando decir: "Cállate o te daremos algo por lo que llorar de verdad". Por supuesto, las chuletas de cerdo no pueden hablar. Pero las canciones de Iris DeMent sí. Hablan de recuerdos aislados, del amor y de la vida. Y ella tiene una voz que me encanta, una de esas voces que parece que ya has escuchado antes… aunque no. Así que ponte esta música, escucha a esta Iris DeMent. Te hará bien. Y si las chuletas de cerdo pudiesen hablar, seguro que aprenderían a cantar una de sus canciones. Y entonces todos tendríamos algo por lo que llorar». Desde entonces, la última de los catorce vástagos de una familia muy pentecostal de Paragould, Arkansas, criada en California, entre mucho góspel y mucha música country tradicional, ha conquistado nuestros sucios corazones y ocupa un lugar especial en nuestro panteón. No se prodiga mucho, pero cada vez que saca un disco es un acontecimiento. La seguimos esperando como esperábamos en aquel lejano entonces, cuando nos subíamos impacientes al autobús que iba al centro e íbamos a Madrid Rock, o a dónde fuese, con el dinerillo que habíamos logrado ahorrar en la semana (emborrachándonos menos o, mejor dicho, peor) para comprarnos discos. Y no estaría de más que, en estos tiempos tan absurdos de industria crepuscular y reediciones pantagruélicas (la culpa de todo no fue de Yoko Ono, sino de los «bootlegs» con las toses y los carraspeos de Dylan –¿para cuando el de sus fratulencias?–) alguien remasterizara y reeditara aquellos primeros discos de Iris DeMent, hoy casi imposibles de encontrar. Porque de ella, en serio, hasta los andares. Porque sí, porque seguimos allí y allí seguiremos, mucho me temo, calle arriba, junto a aquella luz roja de neón donde Iris conoció a su amor en una calurosa noche de verano, él era el camarero y ella se pidió una cerveza, y porque han pasado cuarenta años (ahora quizá más de sesenta) y ella sigue allí sentada, y nosotros con ella. Porque su música es casa, porque su música es nuestro bar y nuestro pueblo. Y no hay salida (ni falta que hace, mientras haya cerveza).

BRENT COBB

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Keep'Em On They Toes

(Thirty Tigers, 2020)

Brent Cobb masca y escupe tabaco. Esto es así, te guste o no. En su tierra, Ellaville, Georgia, (mil ochocientos doce habitantes en el censo de 2010) es normal parar el coche en un semáforo y escupir por la ventanilla. Hay hasta arte y pericia en ello. Escupitajos negros aerodinámicos. A los veintiuno pasó cuatro meses en Los Ángeles. Él mismo dice que fue como haber estado en la luna. Vivió un terremoto, le intentaron robar el coche y presenció un tiroteo en la calle. Cosas de ciudad. Pero lo que más le chocó fue ir un día por Sunset con su compañero de piso (natural de Yankton, Dakota del Sur, más rojo, de redneck, que el culo de un mandril) en el viejo Cadillac destartalado de su padre y que les parase la policía por escupir tabaco en la calle (en ese momento no llevaban el consabido vaso de polietileno, tan socorrido). Su música también es eso y suena a eso. A ser como se es y punto. Sin falsos modales ni imposturas. A escupir tabaco en el suelo y no andarse con remilgos. Su padre era reparador de electrodomésticos y tenía una banda de rock. Todo muy blue collar: deslomarse a currar entre semana y, al llegar el viernes, «white shuffle», cerveza y rock and roll. Brent debuta a los siete añitos en la banda de su padre cantando una canción de Tim McGraw (ese country tan para el que le guste –pero que, oye, bien borracho en un garito de un bar de carretera de, por ejemplo, Georgia, entra de lujo y entiendes la vida– se nutriría luego de sus canciones, lo que a Brent, desde luego, le vendría de perlas, no en vano ha escrito canciones para gente como Luke Bryan, Kellie Pickler, Kenny Chesney y los Little Big Town, entre otras glorias; el caso es que él no ha perdido nunca el contacto con esa clase obrera que no oye la música con bolígrafo y cuadernito, esa gente curtida y fatigada que llena los viernes los bares deportivos a lo largo y ancho de toda la nación porque quiere hacerse daño y olvidarse del jefe y de las putas facturas, y en su defensa siempre ha dicho que es fácil que un fan de los Florida Georgia Line, por poner un ejemplo muy extremo, escuche y sepa apreciar la música de Chris Stapleton, Jason Isbell o Sturgill Simpson –grupo en el que, por cierto, suele también incluírsele a él–, pero difícilmente te encontrarás con el caso contrario: un fan de cualquiera de estas majestades que vibre con una canción insulsa y trotona de los Florida Georgia Line; y es que en ambos extremos hay mucho prejuicio y mucha tontería, más quizá entre estos últimos, los orantes semi-intelectualoides a los que se les llena de baba la boca al hablar de la autenticidad de la «americana music» –como si la otra música no fuera americana, en fin, siempre acabo liándome con esto, que les den y punto, a mí qué más me da–). El caso es que de adolescente forma y lidera un grupo, los Mile Maker 5, de singular éxito regional, e incluso llegan a abrir para estrellas de relumbrón. Y luego un buen día todo cambia en un cementerio. Con 16 años, en un funeral de la familia, conoce a su primo, Dave Cobb, que estaba intentando ganarse la vida como productor en Los Ángeles (es muy posible que cualquier disco de country o «americana» que te haya vuelto loco en los últimos quince años lo haya producido él) y le pasa una demo con sus coplillas. Y la cosa cuaja. A los pocos años, en 2006, su primo, que ya anda trasteando con Shooter Jennings (al que le producirá sus tres primeros discos, los buenos), le dice que se plante ya mismo en La-La-Land, porque le van a producir su primer álbum, el No Place Left to Leave. Su primo Dave se ha rendido ante la imaginería lírica de sus canciones. Cuando Brent escribe, dice, sientes como si estuvieras caminando por el paisaje que describe, puedes ver los árboles y la vida cotidiana de la zona rural de Georgia. Zonas embarradas y poco pobladas, bosques remotos, alambiques, moonshine y soul sureño… Y, a partir de ahí, todo rodado hasta esta obra maestra, Keep'Em on They Toes (su cuarto álbum), en medio de un año tan plagado de miserias (no solo musicales). Si bien en los álbumes anteriores se centraba más en los lugares y las personas, en este ha querido cederle mas espacio a la reflexión y los sentimientos. No es de extrañar, estando el mundo como está. Ahora, eso sí: country auténtico. Canciones de casa, grabadas en Durham, Carolina del Norte, esta vez con Brad Cook de productor (Hiss Golden Messenger, Bon Iver, BJ Barham, Brandi Carlile…). El tema «Soap Box», compuesto mano a mano con su padre y con Nikki Lane en la retaguardia, es el mejor regalo que nos podían haber hecho para dar por finiquitado este 2020 tan inmundo. «Cuando escucho este álbum –dice Cobbs–, siento que estoy ahí sentado con alguien, conversando. Y me gustaría que la gente sintiera eso mismo, que está sentada con un viejo amigo al que no ven desde hace mucho. No hay nada como estar solo, escuchando un disco tranquilo y coloquial, como aquellas viejas grabaciones de Jerry Lee Lewis, Roger Miller o Willie Nelson. Espero que mi música sea así para alguien». Pues lo es, amigo. Vaya que si lo es. Y espera un segundo, no te vayas aún, que todavía falta un rato para el toque de queda. Esas aceitunas son del pueblo de mi padre, pruébalas, anda, mientras yo voy a la cocina a por otro par de cervezas.

RAY WYLIE HUBBARD

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Co-Starring

(Big Machine Records, 2020)

En un primer momento todo pintaba a película bochornosa: popular discográfica de country-pop de Nashville (la Big Machine Records de Taylor Swift y Scott Borchetta, en la que también estuvo involucrado al principio Toby Keith, suma de horrores, Dios mío, este paréntesis no puede dar más grima, cerrémoslo ya), contrata a viejo músico legendario para protagonizar un disco junto a un radiante plantel de fabulosos actores secundarios. Aunque ya no se diga así, «actores secundarios», como tampoco se dice «telonero», porque todos tienen su ego y su corazoncito, y lo de secundario, «segundo en orden y no principal», como que no se digiere muy bien, como que un poquito de respeto, por favor, como que mejor, si acaso, «de reparto», o incluso, «coprotagonista», mano a mano con la estrella, preocupación sobre todo de mediocres, por otra parte, de gente presuntuosa que no suele estar a la altura y que se considera genial (los típicos «figurettis», actores secundarios Bob, que se mosquean si alguien de la banda destaca más que ellos), cuando no hay más que fijarse en cualquier gran producción, para ver que la calidad suele hallarse en los márgenes, en segundo plano, a veces hasta fuera de foco e incluso «en off». Ahí atrás es dónde se llevan a cabo las mejores interpretaciones. Y Ray Wylie Hubbard lo sabe, porque él siempre ha sido uno de esos segundones. Nunca dio el gran salto y está más que acostumbrado a moverse en la sombra. De hecho, la ama y la busca, ajeno a las luces de neón y a las listas de éxitos, escribiendo canciones que luego popularizarán, o no, otros peores que él (salvo en el caso de Jerry Jeff, claro), y haciendo puntualmente discos gloriosos de los que casi nadie se hace eco, salvo los, no tan pocos, que lo atesoran como el luminoso e inspirador secreto, nativo de Oklahoma pero adoptado por Texas, que es, sigue y seguirá siendo. Así que lo que sonaba a priori tan mal, lo que hasta a juzgar por la cubierta podía parecer un álbum absolutamente prescindible, ha acabado siendo lo que no podía dejar de ser en ningún momento: otro glorioso álbum (el decimoctavo) del inmenso pastor de crótalos, Ray Wylie Hubbard, esta vez coprotagonizado, por orden de aparición, por: Ringo Starr (en ningún otro tema del disco suena la batería como lo hace –crema– en el tema que la toca él con su apoteósico pantalón de chándal), Don Was, Joe Walsh, Chris Robinson (¡¿pero qué maravillosa fantasía es esta?! ¡¿Un tema, «Bad Trick», para abrir el disco, en el que tocan a la vez miembros de los Beatles, los Eagles y los Black Crowes?! ¡¡¡Compro!!!), Aaron Lee Tasjan, The Cadillac Three, Pam Tillis, Paula Nelson, Elizabeth Cook, Tyler Bryant & The Shakedown, Ashley McBryde, Larkin Poe, Peter Rowan y Ronnie Dunn. Rollo reparto de El Coloso en Llamas. Y todos bordando sus interpretaciones al servicio del viejo Hubbard. Respeto total. Un honor (y un regalo) ser «segundo en orden y no principal» de esta mala bestia. Y la cosa suena como suena porque han ido a tocar en su huerto. Han ido a chapotear en su pantano y a comerse su barbacoa sin preguntar por la procedencia de la carne…, te la comes y te callas, que están tocando los mayores. Hay un rendido y emocionante homenaje a Mississippi John Hurt (con Pam Tillis) y al momento en que alguien le comunicó a Ray en el estudio que Tom Petty había muerto («Rock Gods»)… Y sigue siendo un maestro de las letras. Un magnífico «storyteller», de la misma sacrosanta escuela de Ramblin' Jack Elliott (esto es: puedes ir a un concierto suyo y después de dos horas darte cuenta de que no has oído ni cinco canciones, porque casi todo habrá sido él hablando, relatando sus increíbles historias, humor e hipnosis, ¡maldito encantador de serpientes!). Solo destacar, para terminar, otro gran momento. ¿Cómo no rendirse a sus pies ante el trío que se marca con Paula Nelson y Elizabeth Cook? «Salta a la vista que eres una mujer de buen gusto / por ese tatuaje de Reba McEntire. / Y me encanta cómo llevas el pelo, / más explosivo que un Cutlass 4-4-2. / Me dejaste de piedra cuando te acercaste a la gramola / y pusiste “A Boy Named Sue”. / Aparte, bebes como un marinero de permiso. / Eres el sueño hecho realidad de cualquier vaquero. // CORO: Voy a beber hasta que vea doble / y voy a llevarme a casa a una de las dos». Hell, yeah.

ZEPHANIAH OHORA

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Listening To The Music

(Last Roundup Records, 2020)

Sostiene Zephaniah, y no le falta razón, que la gente se cree que uno tiene que ser de Texas o de Nashville para tocar este tipo de música. Tonticos tiene que haber en todas partes y, probablemente, es sano que los haya (aunque solo sea por las risas que nos echamos luego). Claro que quienes aceptan la intrusión no lo harán sin antes clavarle al foráneo de turno una buena etiqueta en el pecho: «nuevo tradicionalismo» (¿nuevo por qué?, ¿hubo uno antiguo?, vaya castaña, niño) o «countrypolitan», que queda siempre de los más pintón y hasta puede parecer que estás diciendo algo relevante de lo que se ve que estás muy enterado para así, al menos, poder justificar, si bien de un modo bastante exiguo, tu sueldo (si es que acaso te pagan, también te digo; miserias de la prensa musical y de cualquier prensa, ya que estamos). En fin. Zephaniah es nativo de New Hampshire y residente en Nueva York. Como es de ciudad (¡y qué ciudad!) y, además, tira de tradición, pues eso, toma dos etiquetazas y adiós muy buenas, ya está dicho todo. ¡Venga ya! Han pasado tres años desde su deslumbrante debut, This Highway, y el círculo sigue sin romperse. De nuevo sostiene Zephaniah (con permiso de Tabucchi) que, tal y como él lo ve, la música country va sobre todo de ser fiel a uno mismo y de contar historias honestas y auténticas. Y sostiene también que eso puede hacerse en cualquier sitio. Así que no se trata de una cuestión geográfica. Tres acordes y la verdad, ¿te suena? Y es por eso que puede haber country en Nueva York, en mi casa de Madrid, en una azotea de Córdoba y hasta en medio del desierto de los Monegros. Si bien es cierto que Nueva York se presta. Los seguidores de este blog ya sabrán de lo que hablamos. En efecto. De Williamsburg. Del Skinny Dennis. Poco menos que un epicentro. Una escuela. Honky-tonk en toda regla. Y por allí acabaría recabando el bueno de Zephaniah, coleccionista y estudioso de discos viejos, después de muchas noches de pinchadiscos, con el sonido magro y depurado del mejor Bakersfield de los sesenta que sabía destilar al frente de su exquisita banda, los 18 Wheelers, con quienes empezó haciendo versiones, antes de ponerse a componer sus propios temas y grabar aquel primer álbum en el que desplegó su rendida adoración por los gigantes de su santoral: el Merle Haggard del inmortal Big City y, por supuesto, Gram Parsons. También lo suyo le viene de familia profundamente religiosa y de mucha iglesia. E insisto en lo del círculo irrompible. Pienso en el himno cristiano de Charles H. Gabriel y Ada R. Habershon, que inmortalizaría la familia Carter. Pero más aún en el disco de la Nitty Gritty Dirt Band. Aquella obra fundacional en la que el grupo californiano se mezcló con las viejas glorias de la música country, para perpetuar la tradición y luchar contra el olvido. Mucho hay de eso. No es pose ni ejercicio de estilo. Es algo auténtico y heredado que nunca pasará de moda, aunque les joda a los «adelantados». Es el mismo corazón que palpitaba en los viejos porches y en los bailes de granero. En los bares de carretera y en las cabinas de los camiones de dieciocho ruedas. Música de la gente. Folk music. Sin etiquetas de curso moderno. Él lo mamó desde que era un renacuajo (muchos himnos, Ray Price, Red Simpson…) y eso es lo que que le sale de manera natural, aunque tenga el puente de Brooklyn de fondo en lugar de un rancho californiano o de Texas. Estuvo en el Skinny Dennis desde su fundación. Y en esta segunda entrega de sus canciones, Listening to the Music, producido nada menos que por su amigo Neal Casal (una de las últimas cosas que hizo antes de largarse de esa manera y dejarnos a todos tan desconsolados), sostiene Zephaniah, concretamente en el tema «Riding this train», que andan diciendo por ahí que la gente como él tiene los días contados, que debería empezar a comportarse de acuerdo a su edad; sostiene que sus amigos se largan de la ciudad para irse a vivir a los plácidos suburbios de las afueras, sostiene que es verdad que la juventud le abandona a toda velocidad (bares, noches y amores perdidos, ¿qué esperabas?), pero acto seguido sostiene que se siente vivo y que, como quizá mañana ya no esté por aquí, lo que va a hacer es coger su vieja guitarra y ponerse a cantar otra canción country. Porque eso es lo que le gusta y porque no conoce otra forma de expresarse. Cantar esto es estar en casa. Lo mismo que escucharlo. Algo sincero y espontáneo. Y lo mismo en Nueva York que si, por los azares del destino, acabará chapoteando en un arrozal de la China Popular. Es lo que hay. Y al que no le guste o le parezca impostado, que le ponga la etiqueta que más le sosiegue y que se compre un mono.

JOSHUA RAY WALKER

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Glad You Made It

(State Fair Records, 2020)

Hace un año, en la cubierta de su primer álbum (Wish You Were Here), Joshua aparecía en la barra de un Honky Tonk de Dallas, Texas, su ciudad natal, solo y agarrado a una lata de cerveza. Tiene veintinueve años. Empezó a tocar la guitarra a los doce y compuso su primera canción a los diecinueve. A partir de entonces ha tenido una agenda de lo más delirante, con más de doscientos cincuenta bolos al año, compartiendo escenario, ahogándose en cerveza y arrastrando su tristeza con gente como los Old 97's, los Vandoliers, el gran BJ Barham (de American Aquarium) y Colter Wall, antes de meterse a grabar su primer disco en los míticos Garland's Autumn Sound Studios donde Willie Nelson grabó el legendario Red Headed Stranger. Un puñado de canciones tristes sobre almas perdidas, prostitutas de áreas de servicio y gente jodida en general. Joshua no habla de oídas. Ha conocido y se ha relacionado con esa fauna, caracterizada en aquel primer disco por los cuatro personajes que salen al fondo de la cubierta, al otro lado de la barra, esa parroquia anochecida y solitaria, convaleciente de una soledad que ninguna compañía es capaz de atemperar. De canijo, Joshua, de la mano de su madre, que se dedicaba a la promoción de deportes de motor, fatigó toda clase de eventos rednecks: competiciones de «monster trucks», carreras de motos, carreras de coches, carreras de barcos…, carreras de cualquier cosa que tuviera un motor estruendoso. Así es que vivió rodeado de máquinas atronadoras y fascinado con las mujeres toscas (rústicas y «peligrosas en los bordes) que contrataban los organizadores de los eventos (normalmente su madre) para lucir palmito y promocionar algún producto: sonrisas tatuadas a la fuerza y bikinis mínimos. Joshua trabó amistad con ellas, descubrió la pena que arrastraban y la dureza que ocultaban sus vidas. Una de ellas acabaría siendo su canguro. Joshua recuerda que se limitaban a hacer su trabajo. Sonreían, asentían y se movían de un modo excitante, aunque someramente calculado, como si estuviesen encantadas de estar allí. Él, entre bambalinas, las veía sonreír para la foto, tolerarle la insolencia al imbécil de turno y luego darse la vuelta poniendo los ojos en blanco, con mirada asesina. Esa dualidad, ese darse la vuelta, ese gesto de hartazgo resignado, casi de desesperanza, es la soledad, la rabia y la tristeza que luego se colaría en sus canciones. El disco fue un éxito y en menos de un año ya se estaba metiendo en el estudio para grabar el segundo, este Glad You Made It que hoy reseñamos, para el que decidió intentar mostrarse más optimista, más animado, y puede que lo consiguiera en la música y el ritmo (hay un poco más de Tennessee), pero el ánimo subyacente sigue siendo el mismo, porque esa pena no se quita de la noche a al mañana (no se quita, y punto), y reaparecen aquellas chicas demolidas, como la protagonista del tema «Boat Show Girl». La cubierta no engaña. Ahora hay fiesta y luz. Parece que hay cachondeo y risas. Dinero y alcohol, y hasta un enano. Pero Joshua, que ahora sostiene un vaso de bourbon, sigue estando solo y cantando canciones de gente desguazada, aunque sea con un envoltorio más festivo (la cosa se grabó en un piso Airbnb de East Nashville que, con ayuda del productor, John Pedigo, transformó en un estudio provisional por el que fueron pasando los músicos a beber, a hacer el idiota y, ya de paso, a grabar lo que cayera, y claro, ese ambiente de fiesta perpetua se cuela en la música: hay yodel, hay honky tonk, hay vientos y hasta hay un poco de noise-rock, en el tema de «D.B. Cooper» que cierra el disco) lo que las vuelve aún más devastadoras, si cabe. Él, de todas formas, lo tiene claro. «Escribo canciones sinceras, de acuerdo, pero al final del día, si pretendo ganarme la vida, lo que realmente tengo que hacer es vender cerveza. Me pagan por conducir durante largos períodos de tiempo, montar el equipo y quedarme hasta tarde intentando que la gente no deje de comprar alcohol. Ese es mi trabajo. Y, en ese sentido, siento la conexión con las chicas de las carreras con las que conviví de crío: hay que tener algo brillante y reluciente para que la gente se quede y se gaste el dinero». No nos engañemos. Damos esa cara, pero luego nos giramos y torcemos el gesto. Estamos solos y todas las historias de amor están condenadas a pudrirse. Mientras tanto, banjo, pedal steel, B3 Organ, acordeón, trompeta y, como decía Ray Cheek, a quien Joshua Ray cita en las notas del disco: «Reza a Dios, pero procurar nadar hacia la orilla», por si acaso.

PORTER & THE BLUEBONNET RATTLESNAKES

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Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You

(Cornelius Chapel Records, 2017)

Es inevitable, el modo en que termina el trallazo final de «East December», el último corte de este Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You, ya siempre sonará a hierro escacharrado y a cristales rotos. Hasta el título hace que se te retuerzan un poco las tripas, «No te vayas, cariño, sin ti esto se va a poner raro». Quizá habría sido mejor no saberlo. No mancharlo todo con el descorazonador recuerdo de ese fatídico 19 de octubre de 2016 en el que todo se fue al carajo. El disco sería editado póstumamente, al año siguiente de que todo se manchase de sangre. Chris Porter no llegaría a verlo. A los pocos meses de grabarlo en Austin, Texas, producido nada menos que por Will Johnson, de Centromatic, y con las colaboraciones estelares de los Mastersons (guitarra y violín en «When We Were Young», otro buen derechazo directo al hígado, porque no le dio tiempo a dejar de serlo, joven, digo), Shonna Tucker (de los Drive By Truckers) y John Calvin Abney (compinche de John Moreland), todo gloria, a los pocos meses, decía, Chris Porter se mató en un accidente de tráfico, camino de un bolo, a las afueras de Baltimore. Y es horrible pensar en todo lo que podría haber venido después, porque con este álbum, después de los años de formación en sus dos otras bandas, The Back Row Baptists y Some Dark Holler, aparte de su colaboración con los Pollies (Porter and the Pollies) y su debut en solitario (This Red Mountain, en el que aparecía también el inmenso Jon Dee Graham, de quien ya hablaremos en otra ocasión), con este Don't Go Baby…, en compañía de los Bluebonnet Rattlesnakes, alcanzó la cima, lo clavó. En este disco está todo, constituye un resumen de todas las fatigas que tuvo que padecer (cualquier músico de esta lamentable era de industria emasculada que nos ha tocado vivir, se reconocerá, no sin cierto rubor, en sus peripecias) hasta llegar a la inusitada confianza, e incluso la fanfarronería, de la que hace gala en estas once canciones. Como dice un buen amigo suyo, Chris Prunckle (no os perdáis sus Wannabe, maravillosas reseñas de discos dibujadas en seis viñetas), en la grabación de este disco puso todo la carne en el asador: «canciones de rock sureño, country y americana sobre el amor, la perdida y la vida, que abarcan todo lo que Porter había sido y era hasta aquel momento: todas las bandas, todas la carreteras interminables, todas las madrugadas sobrevividas en bares, todos los suelos que le sirvieron de cama y todos los amigos que conoció en el camino… todo eso culminó en la creación de estos 41 minutos mágicos que ahora podemos arrebatarle a las garras de la muerte». Y todo ello sin perder el sentido del humor, lo que quizá haga su pérdida aún más dolorosa. Claro que es muy fácil, y muy humano, padecer ahora estas canciones bajo la luz de la tragedia, como si hubiera en ellas algo que, de alguna manera, la preconizara. Probablemente no sea así. Probablemente no haya en ellas nada de elegíaco ni de dolorosa despedida. Pero eso, yo al menos, no soy capaz de discernirlo. Cuando el disco llegó a nuestras manos, él ya se había largado al GRAN QUIZÁS, como diría Alphonse Louis Constant. Y no puede ser más cierto que la «Shit Got Dark», como dice el título del séptimo tema del álbum… y que lo digas, joder Chris, y que lo digas («ya casi lo tenías»). Pero qué gloriosa manera de irse (y no nos referimos, obviamente, al accidente, que también, sino a este disco).

WILLI CARLISLE

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To Tell You The Truth

(Self-Released, 2018)

Lo conocimos a través de un glorioso vídeo en blanco y negro grabado en las calles de NOLA (New Orleans), gracias, como tantas veces, al canal de YouTube de Western AF. La canción «Cheap Cocaine», de su primer EP, Too Nice To Mean Much (2016), un tema acerca de «ser adolescente, drogarte a tutiplén en una casa llena de punks y llamar a tu madre para decirle que te gustaría no seguir haciéndolo mucho más tiempo». El vídeo es un plano secuencia que sigue a Willi Carlisle, con su guitarra y su armónica, por las susodichas calles de Nueva Orleans. Y ahí esta todo. Vaqueros, chupa, botas camperas y hebillón (falta el sombrero que suele ponerse), su voz, su presencia, su actitud de viejo estafador que se las sabe todas, de vendedor de elixires fraudulentos, de ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (sus letras tienen mucho de juego malabar). Recolector de la vieja vieja música folk tradicional, pero sin el hedorcillo intelectualoide de Washington Square. Willi Carlisle tiene la sensibilidad de un poeta, sí, pero también la elocuencia de un descacharrante humorista. Lo mismo te monta un concierto para niños en una biblioteca pública que se despelota y se empieza a dar porrazos en la cabeza con el micrófono en un garito infecto y estridente de música punk en el que ni siquiera te piden la identificación al entrar. Antiguo, viejuno (a sus treinta y un años) y, a la vez, como subrayó en su momento el Orlando Weekly, tremendamente vanguardista («hogareño y sesudo» según el Washington Post). La canción, y el vídeo, «Cheap Cocaine», son brillantes. Es verlo y querer seguir con él un buen rato. De las más de quinientas mil visitas, puede que cerca de cincuenta sean nuestras. De ahí fue ir de cabeza a bichear en su página de Bandcamp y pillarnos todo lo suyo. Hay poca información en redes, pero circula por ahí un fantástico artículo de Lara Hightower, publicado en el Arkansas Democrat Gazette el 29 de abril de 2018, en el que se nos revelan muchas cosas. Nativo de Wichita, Kansas (o como él siempre dice: «De fuera»). Fue capitán del equipo de fútbol de su instituto y miembro de los Madrigals, donde disfrazado y con corona de plástico cantaba música medieval y renacentista. El rarito. «Siempre un poco en las afueras, nunca bien amado, creo que por estar siempre hosco y de mala leche. Aún no sé muy bien por qué». La música fue su vía de escape. La colección de vinilos de su padre, trompetista y antiguo músico de bluegrass. Sobre todo cosas rarunas, música de vaqueros bizarros, Robert Crumb & His Cheap Suit Serenaders, canciones sucias y canciones sentimentales. Luego, ya en la facultad, entrega total a la poesía, sin olvidarse de la música, militando en horribles grupos punks de Illinois (de los que no quiere ni decir el nombre, no vaya a ser que la gente dé con ellos en el puto MySpace), baretos llenos de gente ruidosa y escacharrada y cerveza tirada de precio. Y muchos bailes de granero. Aprende, sin ayuda de nadie, a tocar la guitarra, el banjo, el violín y el acordeón («con distintos grados de destreza»). Y de ahí la mezcla explosiva con la que empieza a girar en su viejo autobús de quince plazas con la frase «Comunidad de la Iglesia Baptista de Osage Mills» impresa en la carrocería: poesía, teatro, square-dancing, música del renacimiento y ruidos raros. Canciones e historias, recursos visuales, chistes malos y variedad instrumental. «One man band». Un demente de lo más entretenido. To Tell You The Truth, su segundo disco, es Willi Carlisle en toda su desnudez, gloria y vulnerabilidad. Él solo con sus instrumentos y sus historias. El Willi que podrías escuchar en la carretera o en la esquina de una calle. «Piezas populares de los viejos tiempos, composiciones jamás escuchadas y baladas interpretadas a voz en grito. Un álbum en solitario, íntimo y vulnerable».

S.G. GOODMAN

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Old Time Feeling

(Verve Forecast, 2020)

Kentucky seco, sí, como el libro de relatos que supuso el debut del gran Chris Offutt. Eso es este Old Time Feeling con el que debuta S.G. Goodman en solitario. Kentucky puro y duro, seco, sin agua. Autenticidad no buscada, ni impostada, sino padecida. El álbum esboza su experiencia como hija de un granjero de la zona occidental de Kentucky, concretamente de Hickman, un pueblo de tres mil habitantes junto al río Mississippi. Y una intención de acabar con los estereotipos que niegan o son sencillamente incapaces de capturar la verdadera esencia del Sur, de desmontar las ideas preconcebidas acerca de lo que supone vivir en una comunidad rural (de vivir de verdad, no de visitante, no de acabar de instalarte porque te ha dado por ir de salvaje, cultivar un calabacín o cruzarte con una culebrilla y hacerte un selfie). Goodman es muy crítica con eso y con el sistema social, político y económico que ha moldeado las vidas de su familia y de sus vecinos. De ahí, por cierto, la crudeza y la sequedad de su sonido. Es bourbon, solo, a palo seco. Es una cosecha anual de maíz para tres niños, que luego ellos mismos van a tener que recolectar a mano y venderla para poder comprarse la ropa del colegio. Es ser gay, mujer y de izquierdas en un condado abrumadoramente conservador. Es un sonido de ir a la universidad en Murray y tropezar de golpe con la escena post-punk de la ciudad. Es graduarse en una tienda de discos (algo ya cada vez menos posible), en este caso la popular Terrapin Station (920 S 12th St, Murray, KY 42071). En la ciudad el ambiente es mucho más abierto, pero ella no renuncia a su origen rural. Hija de campesino, así se define y eso es lo que es. Su intención coincide con la de Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan en The Liberal Redneck Manifesto (El Manifiesto Redneck Rojo). Ella podía haber sido una de las firmantes del libro. Su compromiso político, potente y necesario, sale a la luz en todas sus entrevistas. «El Sur es un lugar complejo. El tema del orgullo sureño es complejo. Yo me siento enormemente orgullosa de mis orígenes y de la gente que me rodea. Pero, al mismo tiempo, no hay duda de que existen algunos ciclos generacionales que necesitan ser quebrantados, interrogados y bajados de sus pedestales», como las estatuas de Robert E. Lee, sin ir más lejos. Hay que oír la voz de la gente. Oír lo que tienen que decir. Y desde ahí cavar hondo. En la canción que da título al álbum, «Old Time Feeling», suelta una frase demoledora que identifica ese posicionamiento de chichinabo que algunos esgrimen, muy dignos, henchidos de orgullo y compromiso moral (normalmente desde un teclado): «Oh, y escucho a la gente decir lo mucho que desea un cambio / y luego la mayoría hace una cosa de lo más extraña: / se muda a donde todo el mundo siente lo mismo». Esa huida es lo fácil, aunque entiende que a muchos no les queda más remedio que irse porque o bien en su terruño no hay trabajo o bien, simplemente, porque quedarse allí es peligroso. Pero la única manera de inducir el cambio no es opinando desde la distancia, sino viviendo tus ideas políticas delante de la gente, en carne viva. Claro que tampoco nos llamemos a engaño, este álbum expresa esas ideas de forma muy contundente, en ese sentido podría considerarse un álbum político, al fin y al cabo todo en esta vida es política, pero no es uno de esos insufribles y circunstanciales álbumes políticos de dar la chapa y vomitar soflamas enojadas. Tampoco es un álbum conceptual. Es una instantánea de un período de tiempo muy particular de su vida, un momento en el que S.G. Goodman estaba atravesando una ruptura sentimental. Un álbum de estar jodida por ver cómo sufren tus vecinos, pero también un álbum de estar triste en tu habitación porque alguien te ha roto el corazón. La puta vida misma, en definitiva. Y coproducido, además, por Jim James, de My Morning Jacket. Así que, tonterías las mínimas.

THE 40 ACRE MULE

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Goodnight & Good Luck

(State Fair Records, 2019)

Imaginaos por un momento a esa mula. La de los cuarenta acres. La de la Orden Especial de Campo nº15 proclamada por el general Sherman el 16 de enero de 1865: dieciséis hectáreas y una mula para los esclavos liberados dispuestos a colaborar en su plan de reforma agraria (el pequeño pedazo del pastel que muchos años más tarde Spike Lee reclamaría para bautizar a su productora). Esa mula. Las mulas. No el prestigioso caballo que daría lugar a la estampa de los Centauros del Desierto. No. Kit Carson lo sabía. Nunca quiso caballos. Era un hombre práctico. Y muy zorro. Amigo de indios. Sabía que el secreto estaba en las mulas. Que el territorio abrupto del suroeste de Estados Unidos no era apto para caballos delicados. Y que si gracias a algo se conquistó el Oeste, fue gracias a las mulas. Esas mulas. Las de los cuarenta acres. Duras, recias, infatigables y cabezotas. Como esta música que hoy reseñamos. Antes lo llamaban «boogie-woogie». Lo llamaban «rhythm & blues». Ahora lo llaman «rock & roll». Son palabras de Chuck Berry. Muchas fronteras cruzadas: country, soul, rock…, todo eso y mucho más. La mezcla. Little Richard, sí. Y Bo Diddley y Ray Charles. Pero también el Reverendo Horton Heat, Alejandro Escovedo, Rosie Flores, Jon Spencer Blues Explosion y los Old 97s. Punk y rockabilly. Desde 2015, en los antros de Dallas, Texas, tocando para diez amigos. Leyendo y escribiendo mensajes en las paredes de los cuartos de baño más infectos y apestosos del Estado de la Estrella Solitaria, hasta debutar, de manos del legendario Scott Beggs, en el Bomb Factory. Ahora ya no hay quién les pare. Quienes los han visto en directo ya se han unido a la causa del inmenso J. Isaiah Evans, voz y guitarra, la auténtica mula de estos 40 acres. Cinco años les llevó grabar el contundente Goodnight and Good Luck (referencia, en efecto, a las famosas palabras con que se despedía el periodista Edward R. Murrow cada noche en su programa, See It Now, de la CBS, interpretado por George Clooney en la película que él mismo dirigió). «Muchas de las canciones», afirma Evans, «son sobre las malas elecciones que tomamos en la vida, sobre cosas que hacemos por la noche, cosas de las que luego nos arrepentimos, o no. Es como jugar con esa frase, «que se te dé bien la noche y que tengas buena suerte con el problema en el que, seguro, acabarás metiéndote». Dicen sus fieles que el disco transmite la energía y la intensidad de sus descomunales directos. El tirón de la mula se hace sentir en cada corte. Citas de una noche, baladas de asesinatos, mujeres traicioneras y lentas serenatas dedicadas a amores perdidos… vamos, el viejo y bueno rock & roll de toda la vida de Dios. Sonido sin desbastar, con todas las asperezas y tosquedades de lo grabado a pelo, y con la raíz de Big Mama Thornton y todos los viejos maestros del R&B. Lo que tocaba el abuelo, pero con más decibelios. Música que no se olvida de la historia. Mulas que guardan memoria de sus cicatrices. De aquellas oportunidades prometidas que nunca llegaron a cumplirse. Agallas y músculo. Saxofón, congas, guitarrazos, humo y sudor. Música terca como una mula de Missouri. Rock & Roll de carga y trilla.

NICK SHOULDERS

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Okay, Crawdad

(Self-released, 2019)

Un lagarto bicéfalo, una botella rota, un banjo roto, la mandíbula de una criatura de extraños colmillos, una flecha partida, un machete mellado para ir abriendo trocha, mosquitos, un sombrero con ojos y boca que parece estar asustado y una granja en llamas… todo eso rodea el autorretrato que ilustra la cubierta, y el álbum suena precisamente a lo que tendría que sonar una estampa semejante, ni más ni menos. Yodel y silbidos elaborados a lo largo de toda una infancia persiguiendo lagartos por las montañas Ozark. Río, cieno y ruidos de cosas que huyen o fornican en la espesura. Añádase al guiso sus estrechos vínculos familiares con la música tradicional sureña y años de desgañitarse con su guitarra en esquinas oscuras de calles vacías, y ya estaría: música campestre híbrida y estridente del gran silbador errante y curruca zarcerilla, el inigualable Nick Shoulders, nacido en un remoto valle oscuro y criado para ser pisoteado en las pistas de baile de Nueva Orleans, ciudad y decorados que ahora considera su hogar. Música «honkabilly». Música de cocodrilo, música que hará ponerse a bailar al mismísimo Bigfoot, si es que pasa por allí, y ya de paso a todos tus muertos. Música con fondo de grillos y de criaturas que cazan en la oscuridad. Música de bichos que se escabullen y luciérnagas que se apagan. Música de matorral denso y espinoso. Música de la decadencia del sur de Louisiana. Grabada casi toda en vivo a finales de diciembre, a pelo, sin red, en cinta de toda la vida, de la de rebobinar con boli, y muy por debajo del nivel del mar. Canciones de dolor y alivio de las Tierras del Sur Estadounidense, «un gañido contra el lodazal de un mundo marchito», como él mismo se describe. Este es su primer disco de larga duración tras su demo en solitario de finales de 2017, Nothingmaster (Maestro de nada). Desde entonces ha viajado mucho en la autocaravana en la que vive con su enorme perro de sesenta kilos, Moose, un amor que, a veces, se cuela en sus vídeos. Ha tocado con notabilísimos contemporáneos, como Sam Doores y The Deslondes. No ha parado de sudarlo. Es, además, un hombre comprometido con la dignidad y el valor de lo que hace, no se va a peinar ni a adecentar para ti, y siempre estará radicalmente en contra de que el conservadurismo blanco, anacrónico e intolerante, se adueñe de la música country que tanto ama, en honor y memoria de los buenos viejos tiempos de Slim Whitman y todos los inmortales vaqueros cantarines muertos de la gran pantalla. Y lo acomete haciendo gala de una habilidad pasmosa en la ejecución, tanto vocal como instrumental, bordando una perfección de lo más acrobática; es todo un espectáculo y un gusto verle tocar. Lo ves y te fías de él. Aquí no hay pose ni imitación. Una exquisitez sorprendente, radical, sin concesiones. Mucho bosque y montaña. Humedad y cebo de pesca. Ese olor a renacuajo. Y ese sonido de ramas que crujen. Música de pantalones sucios porque has estado deslomándote en el campo, porque te has mojado el culo pescando y has tenido que quemarte luego las sanguijuelas con un mechero. Música de rata almizclera que te roba el transistor y se zambulle en el agua. «Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay-ee-la-ee-ay-ee-lee-ay».

KRISTA SHOWS

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Prone to Wander

(Frumabuv Records, 2020)

Empezaremos sosteniendo, sin medias tintas, que Prone to Wander nos parece, sin duda, el debut más impresionante, ya en las postrimerías, de este año tan extraño y enojoso. Lo primero que llamó nuestra atención fue la voz, profunda y vivida, de esta camarera nacida en Texas y criada en Greenwood y en Jackson, Mississippi. Ahí claramente pasaba algo y queríamos saber qué. En la canción «Full of sin», último corte del álbum, identificamos algunos rastros de su biografía. «Mi padre y mi madre me invitaron a quedarme, / a ir a la iglesia todos los domingos, a escuchar las buenas palabras que decían, / pero yo me adentré en el bosque y encontré mi camino, / di con el Señor en los árboles y en un lago». Crecer en el Sur Profundo, en la doble cara de su día a día. Eso es lo que pasaba en su voz. De ahí esas tripas, toda esa entraña que se cifra en la gravedad de su timbre. Su padre sirvió como predicador de la Mississippi Baptist Convention Board, y Krista y su hermana solían cantar antes de sus sermones, por lo que la música siempre estuvo presente en sus vidas, como en tantas otras infancias maceradas en el Delta del Mississippi. Ahora vive en Asheville, Carolina del Norte, a donde se mudó después de grabar una maqueta en un granero tras conocer a Scott Sharpe (el músico a cargo de las guitarras y el pedal steel en el «Dream Team» que configura la banda que la acompañaría luego en este impecable Prone to Wander, en efecto, «propensa a vagar»), y si se mudó a Asheville, como expresó en la entrevista que le hizo Joe Greene en los estudios de la WNCW, no fue solo por la apasionante escena musical (una de las más frescas y vivas del país) sino, también, y sobre todo, por la belleza geográfica. Ella misma se declara una «freak» de la naturaleza. La letra de «Full of sin» habla de esa terapia de lo salvaje que ella siempre ha buscado: «Encontré un lugar en la zona norte de Mississippi / que encaja conmigo de maravilla, / no hay mucha gente, pero los que viven allí / me recuerdan lo que de verdad importa, y que la vida no es justa». El camino ha sido duro hasta llegar a ese lugar. Se han sucedido pérdidas, abandonos y deserciones. Esa tristeza la arrastra en su voz. El estribillo no oculta nada: «Soy una chica llena de pecados, / he hecho daño, menos hacia fuera que hacia dentro, / bebo y fumo, hago música con los amigos, / no tengo la menor consideración, mi indulgencia tiene un límite». Ser camarera, ellas lo saben, conduce muchas veces a esa clase de desazón. Mientras atendía mesas se apuntó a un taller de composición de canciones. Eso le abrió las esclusas para verter todo lo que llevaba dentro y volver a encontrar en la espesura un hilo de comunicación con los demás. Muchas veces es eso (ellas lo saben) o el asesinato. Fue catarsis, simple y pura. Hay mucho dolor, mucha pérdida y mucho aprendizaje en sus canciones. Es, de hecho, un álbum sobre la aflicción y sobre la necesidad y la capacidad de sobreponerse a las circunstancias adversas. Krista tiene ahora treinta y un años. En «Full of sin» continúa diciendo: «Me encuentro con gente que llevo años sin ver. / Me preguntan cosas que no me interesan para nada: / ¿Qué has estado haciendo? ¿Te has casado? / En nada cumplirás los treinta y se te va a pasar el arroz». Pero ella sigue irredenta. Es probable que prefiera la compañía de sus lechugas y de sus rábanos a la de tanto idiota conformista y gris. «Abro la boca y oyen lo que sale de mis labios, / un fuerte acento de campo. ¿Estás de broma? Guau. / No pretenden ofender, pero ya ha llegado el momento de hacerme / con el control de mi voz, sin importarme lo que digan». Y aquí está este disco para demostrarlo, grabado durante la semana de su treinta cumpleaños, con luna llena. «Antes de la pandemia de la Covid-19 trabajaba de camarera», reflexiona. «Me llevó diez meses ahorrar el dinero para grabar estas canciones. Fue la primera vez que entraba en un estudio de verdad… Nos lo pasamos bien, ojalá se note en el disco». Se nota, y duele, pero duele bonito.