KALYN FAY

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Good Company

(Horton Records, 2018)

Tulsa, Oklahoma. Oyes los primeros rasgueos de la primera canción, «Good Company», a los trece segundos entra la voz y ya está. Fin de la reseña. En serio. Reinicia el ordenador. Apaga y enciende el router. Llama al servicio técnico. Esa voz. Te ha roto. Y poco más se puede añadir sin hacer el ridículo. Has quedado atrapado en sus redes, no puedes dejar de escucharla, canción tras canción. Es hipnosis y lo sabes, pero quieres más. Cuando el disco acaba (porque la vida es así de miserable) con esa increíble versión del «Dressed in White» de Malcolm Holcombe (bastaría con esto para iniciar un culto y levantar un templo), quieres más, lo quieres todo, quieres saber quién es, de dónde ha salido, de dónde procede esa voz, cómo es posible que te acaricie de esa manera, que te hable con esa sencillez, que te cante tan conversando y que te llegue tan hondo. Y vuelves a poner el disco desde el principio y sigues sin entenderlo, algo pasa en Oklahoma, ya lo hemos dicho en más de una ocasión, el aire, el agua, qué se yo (en el disco hay colaboraciones de John Fullbright, Jared Tyler, Lauren Barth, Carter Sampson, todo brillo, «Oklahoma Hills», ella cita a John Moreland entre sus influencias), y cuando te quieres dar cuenta descubres que han pasado varios días y que ya ni sabes la de veces que has podido oír el disco. Y lo vuelves a poner. Y comienzas a bichear por las redes. Y descubres que hay sangre cherokee. Ella ha viajado, ha vuelto a casa y se ha vuelto a largar. Y su voz lo transmite. Hay vulnerabilidad y confesión, una calidez que parece dirigirse solo a ti, como de amiga íntima (que Cat Power salga a colación en algunas reseñas, no es tontería). Si ya con su primer disco (Bible Belt) te comprimía el corazón con sus veintiséis años y su desgarradora honestidad, con este ya la cosa es de hincarse de rodillas y prometerle lo que quiera. Su padre escuchaba a Michael Jackson y a MC Hammer, su madre era más de Whitesnake, pero ella hace esto y se ríe cuando lo cuenta. Los tatuajes que cubren sus brazos y sus piernas relatan la historia de su sangre mestiza, de sus contradicciones, de su lucha: madre de raíces franco-irlandesas y padre cherokee: profetas del Antiguo Testamento frente a Awi Usdi, el espíritu ciervo. En su música está, por tanto, el Cinturón Bíblico, la cosa sureña baptista, claro, pero también está poblada de creencias nativas, de búhos y de pumas. Y su voz, ahumada, delata noches empapadas de whisky, desde Tahlequah hasta Tulsa. Peleas con amantes bocazas, dice ella, a los que lo mismo les habría convenido mantener la boca cerrada. Lap steel. Violín. Dobro. Oklahoma, otra vez. Good Company es una carta de amor a casa dirigida desde Little Rock, Arkansas, donde ahora vive, estudia arte y graba. La canción que da título al disco, os lo aseguro, tiene algo de magia chamánica. Es medicina buena, como dicen los indios. Buena compañía, sin duda. Y poco más se le puede pedir a un disco. Así que ya me puedo bajar tranquilo de esta reseña (para ponerme otra vez el disco). Porque sé que os dejo en buenas manos… De nada.

CHRIS KNIGHT

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Almost Daylight

(Thirty Tigers, 2019)

Han pasado siete años desde su anterior disco. Este es el noveno desde que debutara en 1998 con el extraordinario Chris Knight, doce años después de haberse decidido a escribir canciones al oír a Steve Earle por la radio y debutar seis años más tarde en una de las noches de cantautores del mítico Bluebird Cafe. Nunca había pasado tanto tiempo entre disco y disco. La explicación es bastante sencilla (y ojalá tomara buena nota el 99% de la «industria»): «Si no tengo nada que merezca la pena decir, no abro la boca». Dice que es complicado saber cómo va a reaccionar la gente. En todos estos años ha escrito canciones sobre un montón de cosas, sobre todo sobre las tenaces e inhóspitas vidas de la gente de clase obrera de su estado natal, Kentucky, pero la gente parece seguir creyendo que de lo único que escribe es de «alguien que mata a alguien». Tampoco es que le preocupe demasiado (aunque ahora dice que mata a gente con amor, y se ríe). Si a la gente le gustan sus nuevas canciones, bien, porque no piensa hacerlo de otra manera: «un solitario taciturno con una guitarra acústica y un título universitario», como diría en su día el New York Times. El respeto se lo ha ido ganando a pulso, a golpe de pico y pala. Pero en estos ocho años han pasado cosas. La contundencia y el poderío de este Almost Daylight nos pilla un poco de sorpresa. Es la fórmula habitual, personajes rurales, hombres desesperados y supervivientes (avatares de sí mismo), y en su guitarra sigue sonando la tierra que lleva incrustada en las manos, porque cuando no compone o está en la carretera, sigue trabajando la tierra, con todos sus humillaciones y desencantos. Lluvia y barro. Animales enfermos. Cosechas malogradas. Su voz se ha hecho mucho más rasposa. Hal Horowitz la ha descrito como si Steve Earle se hubiese tragado a John Mellencamp y a Ryan Bingham. Pero ahora hay más, la desesperación parece haberse atemperado y asoman testamentos de compasión, redención e, incluso, de amor. Hay ternura. Puño y corazón abierto. Produce Ray Kennedy y en la banda podemos encontrar las guitarras abrasadoras del fundador de los Georgia Satellites, el glorioso Dan Baird; la instrumentación se ha vuelto más profunda, siguen presentes los Apalaches donde tienen que estar, con el banjo, el violín, la armónica y la mandolina, pero también hay coros de Lee Ann Womack, un Hammond B-3, un acordeón y un Wurlitzer. Tenso y crudo, menos acústico. Y dos rendiciones. La versión del «Flesh and Blood» de Johnny Cash, que ya había aparecido en el disco tributo al Hombre de Negro que sacó Dualtone en 2002 (Dressed in Black), y una versión del «Mexican Home» de John Prine que te pone los pelos de punta. Él siempre ha afirmado que de chaval llegó un momento en que se sabía de memoria entre treinta y cinco y cuarenta canciones de John Prine. Siempre ha sido un referente. Y esta canción llevaba años tocándola en la cocina. Hasta que por fin dio con la clave. Cuando John Prine se une a mitad de canción, todos los males del mundo se van por el retrete. Lágrimas como puños. Ojalá no tengan que pasar otros ocho años para volver a sentir este sobrecogimiento. Para que luego digan que ya no hay héroes. Como decía Leonard Cohen a propósito de otro Knight al final de otra canción («Be For Real», de The Future): «Thanks for the song(s), Mr. Knight».

KELSEY WALDON

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White Noise/White Lines

(Oh Boy Records, 2019)

No, mamá, si mi hermano mayor me dice que me tire por la ventana, no me tiro. Tan gilipollas no soy. Pero si el que me lo pide es John Prine, entonces sí. Ni me lo pienso. Por eso, cuando en mayo del año pasado se anunció nada menos que desde el Grand Ole Opry que Kelsey Waldon acababa de firmar con el sello de John Prine (Oh Boy Records, que llevaba quince años sin firmar con nadie), yo fui directo a la ventana (un cuarto piso de una calle bastante transitada) y me puse a calcular más o menos la distancia (en daños) que había hasta el suelo, porque si lo había dicho John Prine, allá que iba yo, de cabeza (feliz y hasta acrobático). El rastro de Kelsey comienza en el condado de Ballard, en Kentucky. Dicen que desde el aire o sobre un mapa, el condado de Ballard recuerda a la cabeza de un mono. Y Kelsey Waldon procede de una pequeña comunidad situada en lo que sería la ceja del susodicho primate, Monkey's Eyebrow. Diez generaciones de una familia de plantadores de tabaco y criadores de ganado. Kelsey empezó ahí mismo, hundiendo las manos en el barro, de ahí el título de su primer EP, Dirty Feets, Dirty Hands (2007), así que sabe muy bien lo que es mancharse y trabajar duro. Y, claro, viniendo del «estado del bluegrass», la cosa no podía transcurrir de otro modo: para superar el divorcio de sus padres, desde los trece años se agarró a una guitarra y, luego, desde su llegada a Nashville, tocando en garitos y componiendo en la sombra, con mucho bourbon de su pueblo de por medio y una sartén muy grande en la que, por lo que dicen, cocina un pescado exquisito, comparada cada vez que su nombre salía a colación, con todas las grandes del country (y dale con que si Tammy Wynette, y dale con que si Kitty Wells, y dale con que si Patsy Cline, pero sobre todo y dale con que si con Loretta Lynn, claro, porque Kentucky es lo que tiene: y atentos al tema «Kentucky, 1988», inspirado en la inmortal «Coal Miner's Daughter»), ha venido siendo secretamente considerada como «la futura reina del country». Y la llegada al sello de John Prine con este, su tercer álbum, (en el que ya suena como suena su banda al completo, con el motor perfectamente engrasado, nada retro pero sin dejar de poner en primera línea la clara influencia de su bluegrass natal, en el ritmo, en el fraseo, en el estilo retórico de las letras, en los arreglos de los dos violines y, como destaca Justin Hiltner en The Bluegrass Situation, en los dos «falsos valses» que contiene el álbum), White Noise/White Lines, puede suponer el inicio de su reinado. Así que ya podéis ir abriendo la ventana para lanzaros de cabeza a este disco. Y no porque lo diga yo o lo diga mi hermano, pues tan gilipollas no creo que seáis, sino porque lo dice John Prine y porque si lo dice John Prine uno puede lanzarse al vacío con la confianza de caer siempre en blando. ¡Gerónimooooooooo!

KENNY ROBY & 6 STRING DRAG

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Tired of Feelin' Guilty: 25 Years of

(Schoolkids Records, 2019)

En 1995, un año antes de que los Drive By Truckers sacaran su primer EP, Bulldozers and Dirt/Nine Bullets, previo al Gangstabilly del 98, cuando comenzó a emerger de verdad toda aquella pamplina que aún colea de lo que se ha dado en llamar «Americana» con el nacimiento de la revista No Depression (los Uncle Tupelo habían pasado ya a mejor vida), los 6 String Drag, de Carolina del Sur (nombre de banda arrebatado a una canción de los Stanley Brothers, lo que ya es de por sí una buena declaración de principios), que llevaban dos años fatigando escenarios con su honky-tonk sureño de raíces punk, pioneros de todos esto, sacaron su primer disco, homónimo y, a los dos años, Steve Earle, que en aquel entonces produjo varias glorias en su sello E-Squared Records (The V-Roys, Bab Kennedy y Cheri Knight), se puso al mando, mano a mano con Ray Kennedy, para producirles el mítico High Hat que, por cierto, se ha reeditado jubilosamente hace apenas un año, por su 20º aniversario. Esta reedición, junto a la aparición de un nuevo álbum (Top of the World, 2018) y de este fastuoso recopilatorio que hoy reseñamos, ha llevado a Patterson Hood a decir eso que también sentimos nosotros, que los teníamos un poco olvidados: «Muy emocionado de volver a escuchar a los 6 String Band. Tan grandiosos como siempre. Ha sido como retomar contacto con un viejo amigo perdido». Tal cual. Aquello, junto al American Recordings de Johnny Cash (un poco la piedra de Rosetta de todo este asunto) fue lo que nos salvó a muchos del hundimiento que supuso la muerte de Cobain, año 94, y de todo aquello que en Seattle, por un momento, nos había devuelto la esperanza. En el 98, después de haberlo puesto todo en marcha, la banda dejó de existir y Kenny Roby emprendió su carrera en solitario (un recuerdo especial para el Black River Sides del 99, con el inmenso Neal Casal, qué puta pena, coño). Que se hayan vuelto a juntar y que sigan sonando como sonaban entonces, con esa misma frescura y esa misma solvencia, es un auténtico regalo caído del cielo. Los tiempos han cambiado, es indudable, Miss Americana resulta ahora que es Taylor Swift, (que, por otro lado, nos encanta), nadie puede negar que la cosa (Americana) se ha empantanado y que ya la etiqueta no significa nada, salvo que puede que haya uno en la banda que toca el banjo o la puta mandolina (hoy lanzas una piedra al aire y das seguro en la cabeza a alguien que está dando la brasa con el ukelele, ya ves tú), pero los 6 String Drag siguen siendo lo que fueron entonces, etiquéteselo como se quiera y aunque pueda sonar a lugar común: rock and roll de raíces y música tradicional, como no podía ser de otra manera viniendo de donde vienen, Carolina del Sur, el Estado de la Palmera. Recuperar a esta banda nos ha quitado de golpe más de veinte años de encima. Siguen siendo muy grandes. Y nunca habrá cervezas suficientes en el bar de abajo para celebrarlo.

THE DEAD SOUTH

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Sugar & Joy

(Six Shooter Records, 2019)

Todo gloria. Salen de Regina, la capital de la provincia canadiense de Saskatchewan. En su día se dijo jocosamente que eran los gemelos diabólicos de Munford and Sons (el grupo británico que enseguida se vendió al enemigo). Resulta que el grunge no les calmó la pena y decidieron apostarlo todo por una banda de «rockin' stompin' bluegrass», música hillbilly de pataleo y balanceo, trote de banjo y mandolina (hay que decir que habían estado escuchando fuerte a los Trumpled by Turtles y a los Old Crow Medicine Show, y eso acaba haciendo mella, quieras que no, a ti te ha pasado y a mí también, así que imagínate si tocaras el banjo…), con mucha guasa pero fieles al género. Y una estética extrema de pioneros del viejo Oeste. Aires de temeridad fronteriza, con su cosa gótica, sus desayunos de whisky y su teatralidad de curtidos cazafortunas hasta en las aceras de Manhattan. El repertorio, desde su primer EP, no dista mucho del temario habitual de los Apalaches, ellos mismos lo confiesan: canciones sobre amar, engañar, matar y beber (¿acaso hay otra cosa?). Y todo ello con un ethos permanente de punk rock, porque los muchachos nacieron ayer, como quien dice, y lo contrario sería ir contra natura. El responsable del banjo es un metalero. Y algo de eso hay también en su música, porque nadie deja de ser metalero de la noche a la mañana, y una vez metalero, metalero siempre, hasta tocando el banjo; aunque a los viejos del lugar y a los polvorientos tradicionalistas se les retuerza el gesto y sacudan la cabeza como diciendo que esto no. «Dark Punk Folk Music», así los calificó Kirsten Heuring en una maravillosa reseña de 2017 en la que también dijo que al ver escrito con barro: «Toca el claxon si te gusta el ruibarbo» en la parte trasera del tráiler de la banda, supo al instante que el concierto de esa noche iba a ser «interesante». Y, en efecto, lo fue. Tremenda banda con pinta de pandilla de Amish punks y aire de forajidos con sus ropas negras. Y es cierto que el que no se mueva en sus conciertos es que está muerto. Uno de los asistentes de la banda confiesa que suda la gota gorda en cada bolo (tanto o casi más que ellos) y que no deja de cambiar las cuerdas rotas de las guitarras, banjos y mandolinas que ellos siguen torturando con el mismo vigor, aún sin cuerdas. Porque la cosa es de bailar, patear y dar palmas. Y resbalar en el charco de tu sudor (y a veces tu sangre, porque el banjo duele). Diversión ante todo. Matapenas. Sugar & Joy es su tercer disco (cuarto contando el primer EP), el primero compuesto y grabado fuera de Regina. Esta vez se ha ocupado de la producción Jimmy Nutt, viejo miembro de la escena musical de Muscle Shoals, entrenado en los estudios FAME de Alabama (ganador de un Grammy por su trabajo con The Steeldrivers), pero siguen siendo los mismos gamberros. Ni van de guapos, ni calzan mierdas electrónicas, ni se las dan de intelectuales tirando de complejas orquestaciones. Siguen a lo suyo y es de agradecer. Ruido y gozo. «High Class Hooligans», como también ha dicho alguien por ahí, definiéndolos mejor que nadie. Por aquí, muy forofos de los Sur Muerto. ¡Amén!

AMBER CROSS

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Savage On The Downhill

(Two Red Doors Publishing, 2017)

Hay algo adictivo aquí. Hay discos que te agarran del pescuezo luego, no a la primera escucha, sino luego, cuando ya los llevas oídos varias veces, cuando tu paladar se adapta al sabor, como cuando eras crío y detestabas la cerveza que tu padre tanto frecuentaba (y ahora no hay quien te la quite de la mano). O al revés, discos que te entran a la primera y que luego van perdiendo fuelle, como esa primera pastilla o esa primera esnifada que después nunca vuelve a ser igual y luego vas y te jodes la vida tratando de recuperar aquella primera experiencia. También hay discos que detestas al primer acorde y los seguirás detestando de por vida, como aquel pescado repugnante que te sirvieron una vez en ese restaurante chino, que ni te hizo falta probarlo, ya solo por el olor y el aspecto sabías que ese pez mutante te iba a sonar fuerte a Country Music Channel o a «indie» (indiegesto). Y luego están los milagros. Los discos que te sacuden desde la primera canción y ya no te sueltan, que no pierden el sabor por más que intimes con ellos, que desde el primer momento te parece que llevan resonando en tu corazón desde antes incluso de que nacieras. Canciones que entiendes como formulaciones lógicas, como arquetipos, patrones universales derivados del inconsciente colectivo, contraparte psíquica del instinto, más cosa de mitos, religiones y sueños, que de estudios de grabación, cadenas de radio o tiendas de discos (aunque, sobre todo estas dos últimas criaturas, las cadenas de radio en las que podías oír música que no fuera charcutera, o las viejas tiendas de discos, tengan, lamentablemente, mucho de mito y de sueño: especies extinguidas o en vías de extinción, pterosaurios). Algo, en definitiva, que estaba ahí desde mucho antes de que nosotros defecásemos sobre el planeta. Y no podemos más que suscribir lo que leímos por ahí al escuchar este portentoso disco de Amber Cross. Desde que arranca su voz, uno cree estar escuchando una de esas viejas grabaciones de archivo del Instituto Smithsoniano. Esa «voz antigua, clara y cautivadora, como un músculo fuerte, bordeado de encaje». Canciones sencillas sobre las luchas diarias. Poder y emoción. Artefactos que te dejan con hambre de más. Y que no te cansas de escuchar porque se dirigen a algo que está muy dentro de ti, que conoces, que te revuelve las tripas, como si ella hubiese estado hurgando en tu buzón. Desde el gospel de la pequeña iglesia de un pueblo de Maine en la que su padre predicaba y su madre tocaba el piano, hasta la música que la acompañó en sus viajes por Nuevo México y por la costa de California (Ramblin' Jack Elliott –Amén–, Jerry Douglas, Gurf Morlix, Mary Gauthier –Amén, otra vez–), todo está ahí. Con su primer disco (You Can Come In, 2013), la revista inglesa Country Music People lo tuvo claro: «a los 30 segundos sabes que estás experimentando algo muy especial», algo muy extenso en su sencillez, una suerte de pequeña vastedad. Bluegrass, Apalaches, country, honky-tonk. Más que música te parece estar oyendo una suela de goma sobre la grava, el propio paisaje, el polvo amarillo y la carretera de tierra, el desierto. Respeto profundo y trabajo honesto. Música de callos y herramientas. Tim O'Brien, que presta su violín para uno de los temas de este Savage On The Downhill, definió muy bien su estilo de cantar: «Sin gilipolleces». Nos quedamos pues, con permiso de O'Brien, con esta ajustadísima etiqueta. Ni americana, ni folk, ni country. Este disco solo lo encontrarás en la sección «No Bullshit» (que ojalá existiera). Y además lo produce Ray Bonneville (hablando de dejarse de gilipolleces). Así que, parafraseando a Dwight Garner cuando hablaba de Sobre el Fuego, de Larry Brown: si este disco fuese un restaurante, iría a comer todos los días. Y, de hecho, lo hago. Tengo mesa reservada. ¿Lo de siempre? Lo de siempre. Y bendito sea.

THE DIRTY BROTHERS

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Soundtrack: Southern Christmas

(Dirty Records, 2019)

Estamos de enhorabuena. Tras años de luchas intestinas de licencias y derechos en las que el máster fue pasando de mano en mano (dejando en el trayecto un par de hediondos cadáveres) hasta desaparecer misteriosamente, como sus propios creadores, en la jungla asiática, el legendario disco navideño de los Dirty Brothers ha visto por fin la luz gracias al denodado empeño de los responsables del sello Dirty Records. Según cuentan los responsables de la discográfica, fue Greil Marcus, sin haber ni siquiera bebido, quien, a lo largo de una cena demasiado prolongada en la que algunos comensales acabaron desnudos en el granero molestando a los animales (The Old Weird America), dando rienda suelta a su torrencial inteligencia especulativa (más que nada para ganarse los favores de la esposa del multimillonario heredero del Dirty Ranch, que estrenaba vestido (si es que a ese minúsculo trozo de tela se le podía llamar vestido), un poco en pulso exhibicionista, pelea de gallos, con Peter Guralnick, que también se había fijado en la sutileza, esta sí que entrecomidallísima, del vestido de la muchacha, sutileza entrecomillada que a él sí le había hecho extremarse con el moonshine que alguien hizo aparecer como por arte de magia a los postres…, fue Greil Marcus, decíamos, quien perorando acerca de carreteras perdidas, Dios, Satán, embaucadores, puritanos, illuminatis, fanfarrones, predicadores, pistoleros y poetas anónimos, dejó caer (vamos, que se le fue la lengua) que, en un restaurante del barrio chino de San Francisco, cenando peces poco menos que mutantes y verduras ignominiosas en compañía de Ferlinguetti (que cuando llegó la cuenta adujo una repentina urgencia instestinal, fue al baño y no volvió –se conoce que cagó ya más tranquilo en su casa–), al disponerse a pagar, entre juramentos y maldiciones contra la proverbial (y muy envidiable) habilidad de los beatnicks para escribir tonterías y escurrir el bulto, entre dos de esas tonadillas tan sumamente laxantes de laúdes y gongs con que la milenaria sabiduría china ha sabido acariciar siempre el estreñimiento occidental, sonó un villancico de lo más impertinente en el que creyó identificar las voces de los Dirty Brothers. Un hilo del que, de no haber estado más cabreado que una mona, tendría que haber tirado, pues ahí, claramente, se hallaba el rastro de ese libro que llevaba ya años dándole esquinazo, sobre los arquetipos culturales y el subconsciente americano en la obra perdida de los grandes mártires inmolados de la música country. En realidad, nadie, ni el propio Guralnick, le estaba prestando atención al bueno de Greil. Había un minúsculo trozo de tela mucho más interesante. Nadie salvo el heredero del Rancho Dirty, ya más que vacunado contra los elementos alergénicos de los conjuntos de su esposa, que no dudó en tomar buena nota y viajar al día siguiente a San Francisco en jet privado. El resto es historia. Como muy bien se apunta en las «liner notes», en efecto, detrás de aquel hilo musical se encontraba una copia pirata del legendario máster perdido de los Dirty Brothers. Se conoce que alguien lo utilizó para pagar parte de una deuda en un burdel de Tsim Sha Tsui gestionado por Sun Yee On, una de las tríadas chinas más importantes del viejo Honk Kong. Luego sería pirateado (aunque con un sonido impecable) y llegaría a convertirse en un gran éxito, a lo Sugar Man, en los prostíbulos y fumaderos de opio de todo el continente asiático. El disco es y no es lo que parece. Un disco navideño, sí. Pero no de villancicos tradicionales. Quizá sea el disco más personal de los Dirty Brothers. Amargo y existencialista. Sobrio y seco. Una metáfora del detritus en el que hemos acabado convirtiendo todo este tinglado. No volveremos a dar cuenta aquí de la atribulada biografía de «los hermanos sucios», las canciones ya lo dicen todo. La cubierta también habla por sí misma. La vida, esa fiesta que tanto celebran los simples, nunca fue para ellos un villancico. Esto no es la banda sonora, el soundtrack de una Navidad Sureña, sino el soundtrack de sus propias vidas y, de alguna manera, también de la América Profunda y devastada de la que ellos salieron y a la que siempre se dirigieron con su música, acodados en la barra del último bar que quedara abierto. Villancicos «blue collar» del inmenso desguace que es tanto tu vida como la mía. Un Papá Noel del Ejército de Salvación, alcoholizado y triste, eviscerando al reno Rudolph para comérselo crudo en el callejón trasero de un maloliente restaurante del barrio chino de San Francisco, mientras los elfos copulan y se hacen daño sobre los contenedores hediondos al borde del amanecer. A los usuarios de los prostíbulos chinos puede que les pareciera exótico y de lo más excitante pero, desde luego, conviene advertirlo, no es música para follar. Country oscuro y comprometido. Unos artistas conscientes de que están grabando un disco fundacional y bastante terrorista que, probablemente, nunca saldrá a la luz. Un disco que se caga en la Navidad, en el turrón, en tu ex, en tu jefe, en tu agente de la condicional, en los terraplanistas, en el Country Music Channel y en el consumismo. Fala lala la, la la, la la. Obra maestra absoluta. Medicina.

TYLER CHILDERS

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Country Squire

(Hickman Holler Records, 2019)

No repetiremos lo que ya dijimos sobre Tyler Childers en una reseña anterior, hace ya tiempo, a propósito de Purgatory, su primer disco editado en su propio sello, al igual que este fabuloso Country Squire (sin duda una de las mejores cosas que han pasado este año en la música country), producido por Sturgill Simpson (con quien ya han anunciado, además, próxima gira). Pero volvemos a él porque en estos dos años han sucedido algunas cosas que nos parece importante señalar. Cosas que tienen que ver, sobre todo, con cuestiones conceptuales acerca del significado de ciertas etiquetas y actitudes. Para empezar, fuera coleta, fuera barba y bienvenido bigotazo redneck. Con solo veintiocho años, este terremoto de Lawrence County, Kentucky, ha vuelto a cimentar las bases, sin adornos ni poses, del viejo movimiento outlaw. En el camino se ha fraguado varias enemistades que no han dudado en tildarlo de presuntuoso o prepotente, recurriendo a lugares comunes como lo efímero de la fama y el respeto al público al que uno se supone que ha de deberse. Pues bien, para Tyler Childers tal deuda no existe, o mejor aún, la cuestionable existencia de esa deuda se la trae bastante al pairo. El respeto, tanto de un lado como de otro, tanto del lado del oyente como del lado del creador, hay que ganárselo. Y ya va siendo hora de jubilar esa tremenda soplapollez de que toda opinión es respetable. Hay opiniones de mierda. Punto. Y ser outlaw no es tener la barba larga, la voz grave, aspecto peligroso y fatigar tópicos y clichés acerca de cárceles, madres, camionetas, whisky, mujeres enojosas y bares de mala muerte. No es esa fórmula ya tan manida y tan cansina que puede rastrearse hasta en gente de la talla de Jamey Johnson o Chris Stapleton, junto a toda esa lamentable caterva de esforzados imitadores. No. Ser outlaw, hasta etimológicamente, es hacer lo que a uno le sale de los cojones. Sin pedir permiso ni disculpas a nadie. Como por ejemplo su amigo Sturgill, a quien ya os podéis imaginar lo que puede importarle lo que pensemos de su Sound of Fury. Ni él ni Tyler Childers han venido a esto para hacer amigos. Los amigos están en casa y se pueden contar con los dedos de una mano. Y no les gusta que les laman el culo. Outlaw es que te den el premio al mejor artista emergente en los Americana Music Honors & Awards y al subir a recogerlo cagarte en la etiqueta de «Americana Music» afirmando que lo que tú haces no es, ni por el forro, «americana», que eso es cosa de avergonzados, que lo que tú haces es música country y no tienes necesidad de ir de moderno, que no te avergüenzas de tus raíces y que no estás dispuesto a jugar a esa cosa tan cutre de separar el country bueno del country malo poniendo al primero la etiqueta pudibunda y bochornosa de «americana», etiqueta, por cierto, bajo la que también se esconden, y cada vez más, basuras de la peor calaña. Outlaw es también ir a tu presentación en el Grand Ole Opry con una camiseta gastada de los Grateful Dead, pantalones Carhart, botas de currante y la camisa de franela de tu abuela, porque eso es lo que eres y porque el respeto es otra cosa, el respeto se transmite en lo que haces, nada tiene que ver con las apariencias y, desde luego, hacia la música que tanto has amado desde que eras un renacuajo, no puede caber mayor gesto de respeto que firmar un disco de la calidad de este soberbio Country Squire que te has marcado. Todo lo demás es anecdótico y desechable. Censura o adulación, no estamos aquí para perder tiempo con esas tonterías. Si no te gusta, la puerta sigue estando en el mismo sitio. Y, por último, outlaw es también presentar en un concierto una versión del «Trudy» de la Charlie Daniels Band afirmando con rotundidad que el señor Charlie Daniels fue, sin duda, la Miley Cyrus de su tiempo. Y aventúrate tú, si puedes, a perpetrar una versión tan descomunal como la que se marca él a continuación… Sencillamente, y por mucho que a muchos les pique (y les pique mucho), gente así es la esperanza. Ole, again.

HANNAH ALDRIDGE

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Live in Black and White

(Hannah Aldridge, 2019)

«Cantante y compositora de country oscuro independiente». Así la define el algoritmo del buscador de Google cuando te dispones a clickar en su página. El resultado de una mezcla explosiva entre el sonido y la experiencia de Muscle Shoals y la narrativa de alguien que ha tenido que lidiar, probablemente muy a su pesar, con los sinsabores, los deseos y el impulso de la fauna que puebla y padece el Gótico Sureño. Hace apenas un día, desde Karlstad, en Suecia, donde se disponía a encarar su concierto número ciento veintinueve del año (lo que a estas alturas de 2019 supone casi un bolo cada tres días) recordaba con una fotografía el día de su debut, hace ocho años, en el mítico Bluebird de Nashville. Ocho años de duro trabajo, día a día, fatigando, sobre todo, las carreteras de la vieja Europa, donde parece haber encontrado un cierto sosiego. De hecho, por una suerte de deuda contraída con sus seguidores ingleses, cuyo apoyo no duda en subrayar siempre que puede, decidió grabar este último álbum en directo en el Lexington de Londres. Ocho años desde aquella foto en color del Bluebird con la que iniciaba su largo viaje tras un período traumático demasiado prolongado que la dejó divorciada, exhausta, con veintisiete años y un niño, arrancándose la costra persistente de ser hija de su padre, miembro del Salón de la Fama de la Música, en Alabama, la lente con la que todo el mundo la juzgaba…, ocho años, decíamos, desde aquella fotografía en la que se disponía a emprender el viaje arrastrando la sombra de todos los fantasmas y vampiros con los que había estado coqueteando peligrosamente en sus primeros años, a esta otra fotografía en blanco y negro de la cubierta de su último disco (obra del magnífico Joshua Black Wilkins), en la que los caballos salvajes y los demonios parecen haber sido domados y ella ha adquirido en el proceso una presencia, una confianza y una seguridad que ya no admite titubeos ni remordimientos. La autodestrucción, la inseguridad, la depresión y los años de lucha en la oscuridad para defender su terreno han quedado atrás. Viajar sola por Europa le ha devuelto la fuerza que necesitaban sus huesos. Este álbum define bien esa peripecia. Una reconciliación. Sola, en acústico, con algunos amigos que ha conocido en el largo y fatigoso trayecto, cómplices que comparten su irreducible amor por la música. Doscientos cincuenta días viajando en soledad, arrastrando setenta kilos de merchandising y equipo por aeropuertos, estaciones de tren y coches alquilados. Mapas de carreteras a veces intraducibles e idiomas extraños. Sin sellos discográficos, ni agentes, ni reseñas en grandes revistas. Sin los arreglos ni la compañía de los músicos de sus dos anteriores trabajos, este es el álbum que más habla de sí misma, que mejor define quién es, desde el sosiego y la calma de haber sometido a los fantasmas del suicidio y la desesperación, de haber bailado, y mucho, al borde del precipicio. Aparte, es una mujer accesible y amable. Muy cercana. Haber estado tan cerca del fuego, probablemente, tenga ese efecto. Pero ha estado ahí, tonteando con el infierno, así que mejor no te la juegues, no vayas a ponerte a parlotear con tus amigotes en mitad de su concierto. Nadie respeta más que ella lo que hace (y eso se percibe muy bien en la crudeza con la que interpreta los temas de este disco), y lo mismo puedes acabar vapuleado. Estuvo a punto de venir a España hace un año. Tuve la suerte de intercambiar unos mensajes con ella. Es de las que contesta. Sigue agradeciendo su suerte y respetando a la gente que la ha apoyado a lo largo de los años. En los días en que le da por pensar que no tiene ya ni una sola canción o kilómetro dentro de ella, dice que lo único que la motiva son sus seguidores. Pronto su viaje interminable, su «never ending tour», la traerá seguramente a nuestras tierras. Y será un placer y un inmenso honor ir a su concierto a ver cómo se desgaja y nos ofrece su corazón en directo. Gracias por seguir palpitando, Hannah. Hacen falta valientes en los tiempos que corren. Besos.

SWAMPTRUCK

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Good Time Band

(The Swamptruck Good Time Band, 2019)

Este disco tiene truco. Intentaremos no hacer spoilers, aunque ya en el segundo corte, en la primera línea de «American Skies» esté la clave. Lo dejaremos para el final. Empezaremos diciendo que hay mucho moonshine, que la culpa puede que la haya tenido el moonshine, como afirma con trote de banjo Alasdair Taylor, muy redneck, muy blue collar, antes de dispararse con toda la banda chatarrera cubriéndole las espaldas en la primera canción («Good Time Band»). Bluegrass acelerado de camioneta, pantano, rifle cargado y cocodrilo a la brasa. Furia de paga de viernes y de quemar honky tonks sin pasar antes por casa. Furia de lunes ya en la ruina. De malos tiempos. De bolsillos vacíos. De llegar siempre tarde a todas partes («Gonna Get Late), de vagar solo, de recordar a la que no aguantó más la pena y se largó haciéndote la peineta, de preguntarse qué estará haciendo ahora («Wondering») y de solo encontrar consuelo en las viejas canciones del jukebox del bar en el que acabas siempre haciéndote daño, con los barflies de siempre, donde ya te han visto sangrar, orinar, vomitar, defecar, escupir, sudar y puede que hasta eyacular en el suelo (el barman se queda siempre las llaves de tu pickup y tienes que volver a casa tambaleándote y espantando a las alimañas de la espesura, de no ser así ya hace tiempo que estarías muerto). Furia y frustración de juntarse para tocar y hacer versiones para ganarse un dinerillo extra y canalizar toda esa impotencia, toda esa tristeza, toda esa rabia que ya no te cabe en ningún sitio (porque tienes los armarios llenos), y todos los sueños truncados, con una banda de potenciales forajidos que inocule y sepa transmitir diversión pura, evasión, medicina para no salir a la calle a matar al primero que te mire mal o que te mire y punto. Los Swamptruck se juntaron en 2009, el año del Buey, con canciones de The Band y de Johnny Cash, versiones de temas con los que se fueron curtiendo como quien planea la fuga en el patio de Folsom Prison, cada canción unos centímetros más por el agujero de la pared de la celda por donde al final lograrás huir de los sinsabores de una vida escuálida y desabrida, hasta llegar a este álbum de debut en 2019 con temas propios, como si hubiesen terminado ya de pagar las letras del camión y pudieran, si quisieran, accidentarse solos… Y ahora el spoiler: la primera línea del segundo corte. «Nací en el lado equivocado del océano». No son de allí. No son de Alabama. No son de los pantanos de Louisiana. No tienen permiso de armas. No hay sandwich de cocodrilo a la brasa ni guiso de zarigüeya. No son de las orillas del abuelo Mississippi, sino de las orillas del río Cam. No es rock sureño del sur de allí, sino rock sureño del este, de Cambridge, y ni siquiera del Cambridge de allí, del Cambridge de Massachussets, sino del que está a ochenta kilómetros al norte de Londres, de los Fens, de las marismas de la Inglaterra oriental. De las tierras de Syd Barrett y Roger Waters, nada menos. Ese es el truco del que hablábamos al principio: no son de allí pero quisieran serlo y de tanto querer serlo han terminado siéndolo, y más incluso que los de allí. Y sí, puede que la culpa la haya tenido el moonshine. Es como si fuesen hermanos nuestros. No somos de Kentucky ni de Nebraska, pero nuestro corazón está y seguirá estando allí (sobre todo cuando estamos ebrios).

JIMMY «DUCK» HOLMES

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Cypress Grove

(Easy Eye Sound, 2019)

En 2006, la Comisión del Blues de Mississippi se sacó de la manga el «Mississippi Blues Trail», un largo camino lleno de hitos que marcan los lugares más relevantes de la historia del blues en el estado de Mississippi (y a veces hasta más allá, a veces, dulce hogar, Chicago). Y en medio de esa ruta, no tan transitada como la vieja, casposa y un tanto circense Ruta 66, basurero de mitómanos, concretamente en Betonia, en la Autopista 49, a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Jackson (donde uno se casa de calentura con John o June), sección sureña del Delta del Mississippi, en el condado de Yazoo, entre campos de algodón, se levanta y se mantiene, milagrosamente, el Blue Front Cafe, un pequeño «juke joint» de hormigón pintado de blanco y azul que fue crucial en el desarrollo del blues de Mississippi, lugar de origen de lo que ha venido a calificarse como el «Bentonia blues», el estilo creado por Henry Stuckey en el porche de su casa. Y resulta que el propietario de este local mítico (el «juke joint» más antiguo de Mississippi) es el viejo Jimmy «Duck» Holmes, el último bluesman de Betonia, viejo alumno del viejo Stuckey, como también lo fueron Skip James y Jack Owens, heredero de un blues etéreo, inquietante, hipnótico y rítmico, muy arenoso, sombrío y crudo, obsesivo y adictivo. El último hombre vivo (también creador, con su madre, del Bentonia Blues Festival, allá por 1972, un evento comunitario, muy de vecinos y porches y guisos caseros, que ha acabado convirtiéndose en una cita referencial, uno de los festivales de blues con más solera de Estados Unidos). Al principio, en los setenta y a principios de los ochenta, Jimmy «Duck» Holmes grabó con gente como Lomax y David Evans, blancos visionarios y rescatadores. Y la cosa siguió así después con el álbum que grabó para Fat Possum Records (Gonna Get Old Someday), gente del punk que entendió que no había nada más punk que el blues del Delta, el blues de los viejos bluesman que malvivían entre chatarra oxidada a orillas del Mississippi. Todo muy de etnomusicología y de lucha contra el olvido. Todo muy heroico y de lo más elogiable. Y la cosa ha seguido siendo así hasta ayer mismo, esta vez de la mano de Dan Auerbach, que produce y rinde su guitarra en todos los temas de este disco. Una cosa está clara (pasa lo mismo con Jack White, al que tantos detestan, allá ellos con su tristeza geriátrica), nos podrán gustar más o menos los Black Keys (o en su caso los White Stripes), pero lo que es innegable es que estos dos muchachos han oído música, más que tú y que yo (probablemente rozan lo enfermo), y que a diferencia de otros que se santiguan para protegerse ante los sonidos raros y «modernos», estos tipos le profesan un respeto inmenso a lo auténtico y a lo descarnado. Pero es que, además, no solo lo declaran para quedar de fábula en las revistas especializadas, sino que dedican buena parte de sus emolumentos a conservar ese sonido y ese desgarro, sin concesiones. Y eso es lo que ha hecho precisamente en su sello Dan Auerbach con este Cypress Grove, que es, por decirlo rápido y claro, un puto milagro. Rural y explosivo. Impredecible. Lleno de sudor, saliva y cerveza caliente. Sin embustes. Absolutamente tradicional y absolutamente moderno. Muy bestia. Así que no nos queda más opción que agradecérselo, señor Auerbach. Un acto radical de amor inmenso.

JASON HAWK HARRIS

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Love & The Dark

(Bloodshot Records, 2019)

Los francotiradores de Bloodshot Records, infalibles (Dios los tenga eternamente en Su gloria), parece ser que se fijaron en él por primera vez en Kansas City, en el Folk Alliance de 2018. Parece ser que puso la piel de gallina a todos los que tuvieron la suerte de estar presentes entre las sórdidas paredes de la diminuta habitación de motel en la que se puso a regurgitar sus canciones. Lo describieron como una experiencia evocativa, potente y desenfrenada. El muchacho había nacido y se había criado en Houston, pero residía desde hacía unos años en Los Ángeles. Y pese a su juventud viajaba ya con un buen fardo de penurias personales: enfermedades, muertes, conflictos familiares y numerosas adicciones. El caldo de cultivo de toda aquella rabia que, desde lo más hondo, parecía arañar sus composiciones. Sarah Shook lo tuvo claro. Aquel mismo año abrió para ella y sus Disarmers. Había crecido oyendo a los clásicos (Hank Williams, Roy Orbison, Jim Croce, Patsy Cline y Elvis), gracias, sobre todo, a su abuelo, que se pasaba el día escuchándolos en casa (abuelo al que dedica la última, emocionante, canción del disco, «Grandfather»). Una casa muy de ponerse a cantar a la mínima de cambio. La historia de siempre. Adolescencia, como es natural (y de lo más sano), de mucho punk rock (Dios nos libre de las adolescencias que no hayan padecido esos colapsos: la adolescencia es punk o no es y acabas votando lo que no debes). Pero también su buenas dosis de música clásica. Parece ser que el toque instrumental de los discos de Queen tendió un puente entre el mundo de la música de raíz y el mundo de la música clásica, y de ahí ese virtuosismo de acordes complejos, arreglos poco menos que acrobáticos e intervalos inesperados. Una colisión de cultura musical, manchada de punk, que no podía dejar indiferente a nadie. Y menos entre las cuatro paredes de una lúgubre habitación de motel de Kansas City. Parece ser que comenzó a tocar y a girar con The Show Ponies, una banda de «indie folk» ( y discúlpenme el paréntesis, pero lo de «indie» para todo ya huele bastante a fosa séptica, si no lo digo reviento). Y fue en el curso de sus travesías con los Show Ponies cuando comenzó a escribir sus primeras canciones. De forma puramente intuitiva recaía en sus raíces country, pero con una actitud en escena que incorporaba sus competencias clásicas y rockeras. Todo aquello quedó reflejado en el EP que perpetró en 2017, Forlaldehyde, Tobacco and Tulips, con el que decidió salir solo ante el peligro a la carretera, hasta acabar en la habitación de aquel lúgubre motel de Kansas City en la que sedujo a los mejores que podía haber seducido: la buena gente de Bloodshot. Y esto mientras, a su alrededor, todo se desmoronaba. Su madre fallece por complicaciones derivadas del alcoholismo, su padre se declara en bancarrota tras una demanda del Rey de Marruecos, a su hermana le diagnostican esclerosis múltiple y da a luz a un hijo prematuro con parálisis cerebral, todo lo cual deja de lado a Jason al cuidado de sus propios vicios. Love & The Dark es la narración personal de sus pulsos con la muerte, la lucha, la adicción y la supervivencia. Una vida deconstruida y vuelta a montar. Dolor y supervivencia. «Giving In», tremenda, ya ni sé la de veces que la he oído: «El cajero de la licolería se sabe mi nombre / me lo suelta para preguntarme si lo llevo bien / le lanzó un billete de veinte, puede quedarse el cambio / yo tengo que pasar este Bulleit de la botella a mi cerebro / y si tuviese una jeringuilla iría directa a mis venas / Tengo mujer, trabaja como una mula / Ella es la que gana la pasta que yo me gasto en la oscuridad / Llora en casa mientras yo lloro en el coche / Y trato de no despertarla cuando vuelvo del bar / Dormimos muy juntos pero la siento muy lejos». ¡ZASCA! Un disco para asomarse al abismo y hacerle una peineta al vacío. Para bailar al filo. Y que tiemble Jason Isbell.

ED DUPAS

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The Lonesome Side of Town

(Road Trip Songs, 2019)

Sobrellevar la pérdida. Últimamente todo parece girar en torno a eso. Quizá es que la cosa no pueda girar en torno a nada que no sea eso, que vivir sea eso, porque al fin y al cabo todo acaba siendo pérdida y cualquier avatar de «encuentro», por muy sólido que parezca, no es en realidad más que un pobre espejismo y, al final, uno acaba por conceder que no hay otro camino más que el de perder y perderse, quizá con alguna enseñanza de por medio, algo que, en cualquier caso, luego no evitara lo inevitable, pero puede que atenúe un poco el dolor o la angustia de la pérdida. Domar la pérdida, intentarlo al menos. De eso se trata. El impacto de este tercer disco de Ed Dupas, tras los brillantes A Good American Life (2015) y Tennessee Night (2017), ha coincidido en mi caso con la lectura apasionante de Gato Enamorado, la extraordinaria novela cómica (demoledora, risas como puñaladas) de Tim O'Brien sobre la pérdida y la traición. Desde el título y la foto de la cubierta, el disco va precisamente de eso. Convulsión y cataclismo. Una larga relación que se rompe, la que parecía para siempre, la que prometió que sería para siempre, se ha largado con los que, sin duda, fueron los mejores años de tu vida, y te ha dejado ahí solo, tirado, en «el lado más solitario de la ciudad», hecho una triste carcasa, considerando con rabia y tristeza la naturaleza del amor y de la soledad. Caravana triste y luna inmensa. Y bichos nocturnos chocando contra la mosquitera. Y para más inri en las afueras de Detroit. Todo muy «blue collar», muy de la rabia de los Stooges y de MC5, que rabiaron fuerte por allí mismo, lo que lo hace todo aún más desolador de lo que ya es de por sí. Las comparaciones con el primer Steve Earle y el sempiterno Nebraska de Springsteen vienen siendo bastante habituales desde su primer disco. Aquí se detecta más la presencia y el lamento de Joe Ely. Todos ingredientes buenos, en cualquier caso. Para este disco de puro dolor ha querido grabar de otra manera. Puede que de la única manera que podía grabarse algo tan crudo. Esto es: solo. Los dos anteriores los grabó en directo con la banda en el estudio. Pero estas cicatrices requerían otro proceso. Percusiones grabadas en una pequeña iglesia abandonada de Greenville, Michigan, transformada en estudio de grabación por Chris Ranney, con una tormenta acercándose peligrosamente (por lo que más nos vale que nos demos prisa). Esa ansiedad de tormenta inminente y la extraña presencia (un poco santuario) de esa iglesia antigua (de 1880) permean las once canciones del disco. Y casi todo lo demás él solo en su casa de Ann Arbor. Espacio para dolerse y pensar en todo lo que ya no está («Lonely», «It All Sounds Like Leaving», «The Things I Miss», «It Tears The Heart Right Out Of Me», «Just For Two» y la que da título al disco, «The Lonesome Side of Town», los títulos hablan por sí mismos). Y al final hay belleza en la pérdida. Eso es algo que muy pocos consiguen exorcizar. Hasta las canciones más tristes te hacen mover la cabeza y patear el suelo, te hacen bailar, maldita sea. Mucho pedal steel, mucho lap steel, mucho banjo y mucho resonator, pero también el viejo Hammond B3, y quizá sea por eso. Curarse así hasta la nueva pérdida. Hasta la nueva cicatriz. Amarrarle los huevos al diablo, a guitarrazo limpio.

JARED DECK

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Bully Pulpit

(Must Have Music, 2019)

Imaginaos Oklahoma (otra vez). Un pueblo pequeño de Oklahoma (mil doscientos habitantes, a lo sumo). De vuelta a la pesadilla en la que ha acabado convirtiéndose «el sueño americano» en la América rural (ese mismo «American Dream» con el que, en 2016, Jared Deck se alzaría con el primer premio del Woody Guthrie Festival Songwriting Contest, un tema seco y polvoriento sobre cargas y sacrificios, «harder than it seems», esa cosa de esforzarse en creer en el futuro cuando el futuro más bien parece no creer nada en ti). Imaginaos una granja y ese cielo inmenso de uvas de la ira, todo muy «blue collar», muy de callos y uñas sucias, y meterle a la escena una guitarra, sí, todo muy Mellencamp y muy el Springsteen del fantasma de Tom Joad, muy Dust Bowl y muy Guthrie, claro, pero también incorporadle, ya que estáis, un buen Hammond B3. Y una iglesia al fondo. Con un piano dentro. Entrad en la iglesia y fijaos ahora en el tipo que toca el piano. Ha venido de currar en la granja. Intentó irse del pueblo a los veintiuno, pero no había recorrido aún ni diecisiete millas cuando se le pinchó una rueda y tuvo que volver (de eso saldría después una canción, «17 Miles», que incluiría en su primer disco). Porque así es como te agarra Oklahoma por el pescuezo. No es tan fácil largarse. Da igual lo mucho que te esfuerces por evadirte con el sonido de Tulsa. Probablemente la única posibilidad viable de fuga es que te echen. Y más o menos fue eso lo que ocurrió. Y, además, con un mensaje de texto (tan bajo parece haber caído Dios con sus últimas manifestaciones, al menos no fue por whatsapp). Le despidieron de la última iglesia en la que trabajaba. El pitido de mensaje recibido le llegó cuando estaba en el estudio, grabando el que iba a ser su primer disco (homónimo). Pues muy bien. Que les den. Al fin y al cabo era todo de una falsedad enervante. Muy de mensaje de texto. Ese nivel. Muy de playback y air guitar. Luego el cura le ponía un video, como los entrenadores de fútbol para analizar las jugadas, y le decía que tenía que esforzarse por parecer más real, más auténtico. Ironías del mundo espiritual en su lucha permanente con la autenticidad. Así que adiós muy buenas, por peores tiempos hemos pasado. Vengo del polvo y de las vacas enfermas. Y de las fábricas de turnos infernales. De que no te llegue ni para una triste cerveza en el bar al salir deslomado del curro. Incluso me metí en política, hasta ese punto he llegado a conocer la desesperanza. Por no decir que, además, he estado a ambos lados del púlpito y me conozco muy bien el percal. Así que ahí os quedáis con vuestras sotanas y vuestros samplers, porque yo ahora tengo cosas que cantar y predicar, por mi cuenta y riesgo. «Lo que tendríamos que ser es música folk –dice Jared–, rock-n-roll es lo que querríamos ser, pero al final lo que somos es música country». Y para el Bully Pulpit que se acaba de sacar de la manga no se ha andado con tonterías. Se ha metido en el 115 Recording de Norman (OK) con Wes Sharon (productor, entre otras glorias, de bestias okies como John Fullbright, Parker Millsap y los Turnpike Troubadours). Y, claro, así suena el artefacto como suena. Cuando hablaban de autenticidad, hablaban de esto. Así es que estamos de enhorabuena, porque ya contamos en el pueblo con un nuevo predicador a la altura de nuestra angustia. Descomunal.

RED MEAT

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Alameda County Line

(Ranchero Records, 2001)

Los conocí en Elko, Nevada, y me parecieron extraterrestres. Era la segunda vez que asistíamos al National Cowboy Gathering. Estábamos rodeados de vaqueros y rancheros, todo muy polvoriento y seco en medio del desierto, y ellos andaban por allí, por el Stray Dog, el bar de los mineros, pululando por los casinos, o en la calle, delante del cine cerrado, dirigiéndose hacia no se sabe dónde (como nosotros el primer año), hundidos en la nieve. Luego los vería a los cinco juntos, sobre el escenario, pero al principio ni sabía que eran una de las bandas invitadas al festival, y me los fui encontrando por separado, con su atuendo cowboy vintage de fantasía, muy California, todo muy freak en medio de aquella desolación tan folklórica y bigotuda. Fui coincidiendo con ellos en las barras de los tres o cuatro bares del pueblo y congeniamos enseguida, en el fondo a mí también se me vería muy extraterrestre. Solidaridad marciana, supongo. Luego, una mañana, ni qué decir tiene que con una resaca de aúpa, vi sus discos en el puesto de merchandising del festival. Fue en la cubierta del We Never Close donde los vi por primera vez a todos juntos. Salvo el primer disco y el último, en directo, los producía Dave Alvin. Con esa credencial, ni lo dudé, me compré los cinco. Luego fui a los tres conciertos que dieron en Elko. Desde el primer tema se convirtieron en mi banda favorita. Un directo estratosférico. Entendí de buenas a primeras su marcianismo. Nada más y nada menos que country rescatado del ostracismo. La autenticidad como elemento alienígena. Honky Tonk sin concesiones. Claro, Dave Alvin no iba a perder el tiempo con tonterías. La cosa brotaría en un garaje del distrito de Mission, allá por 1993, pero las raíces se hundían en las canciones que habían oído en sus respectivas juventudes (me lo imagino todo muy The Last Picture Show), en Iowa, Missouri, Oklahoma y Ohio. Gramolas de bares cuando tuvieron edad o artimañas para que les dejasen entrar, y cuando no sobre capós de coches junto al Mississippi oyendo al viejo Hank Williams. Pero también mucho rock de los sesenta y los setenta. Y bluegrass y gospel de las Ozark. Cuando lo que todavía coleaba en San Francisco era la escena punk de los ochenta, ellos tomaron la decisión más punk de sus vidas, volver a las raíces, sonido Bakersfield puro y duro (llegarían a compartir escenario con Buck Owens y con Wanda Jackson). Una marcianada en aquel entonces (y puede que aún hoy, aunque ya sea más habitual, en aquellos días poco menos que música de otra galaxia). Scott es el oriundo de Springfield, Missouri, y la cosa le viene de familia, es el compositor de casi todas las canciones, reconoce influencias que van desde Brian Wilson hasta Johnny Mercer y Willie Nelson, y para mí se ha ganado el cielo por haber perpetrado el tema «Lolita», puede que la canción que más veces haya escuchado en mi vida (y jamás me cansaré de escucharla: la historia de un tatuaje y una chica, la única chica, la Lolita que se fue un día de la granja, no las otras –muchas– Lolitas que luego buscó infructuosamente por México para no tener que borrarse su nombre de la piel, el amor y las cicatrices, todo muy Harry Crews…). Luego está Smelley Kelley, de Keokuk, Iowa, que cuando lo conocí llevaba ya veinte años sin beber, increíbles historias de su pasado pendenciero. Less James de Henryetta, Oklahoma, a cargo de la percusión, con los trucos que te hace a la mínima que te descuides con su sombrero cowboy, y las historias de su abuelo, ministro pentecostal, manipulador de serpientes. La maravillosa Jim Olson al bajo, de Ottumwa, Iowa (muy a favor de los nombres que pueblan la geografía de Iowa), a la que reclutaron para el grupo cuando estaba sacando sus últimos veinte dólares del cajero del Bank of America que hay en la calle Fell. Ella compuso el tema favorito de Stephen King del álbum We Never Close, «Thriftstore Cowgirl», una auténtica maravilla. Y, finalmente, Michael Montalto, de Lorain, Ohio, con sus prodigiosos solos de Telecaster. No sé en qué andarán ahora. Desde aquel disco en directo «en el Honky Tonk más pequeño del mundo», hace ya casi diez años, no se ha vuelto a saber nada de ellos. Lo mismo acabaron ya su misión en la Tierra y regresaron a su planeta. Desde aquí un besazo y un saludo.

CHRIS SMITHER

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Leave The Lights On

(Mighty Albert/Signature Sounds, 2006)

Ignoro el motivo, fue puramente accidental, como cuando vas conduciendo por carreteras secundarias, un poco a lo Larry Brown, y al tomar un desvío te encuentras de pronto con ese lugar que ya sabes desde el primer momento que jamás vas a poder olvidar, que a partir de ese momento va a ser ya para siempre tu sitio, el emplazamiento secreto al que volverás recurrentemente, con tu coche o con tu imaginación, cuando estés lejos, porque solo ahí te habrás sentido a gusto, ese lugar en el que siempre habrá paz, en el que siempre habrá un perro a tus pies (que se llamará Elvis) y al que ella estará siempre a punto de llegar, un poco airada pero con su lunar y su radiante sonrisa, con las anécdotas de su día a día en el curro, y en el que siempre habrá una nevera llena de cervezas frías, ese lugar en el que se sosiegan y desaparecen, como por arte de magia, todos tus impulsos homicidas (que son muchos). Pues exactamente fue eso lo que me sucedió cuando, ya no sé ni cómo ni por qué (¿qué andaría yo buscando?), cayó este disco en mis manos y oí la segunda canción: «Leave The Light On». Bastaron treinta segundos. La voz, la guitarra, el fraseo… Enseguida lo supe. Ensalmo y medicina. Paré el coche y me quedé mirando el paisaje. Aquí es, me dije. Y al cabo de tres minutos y cuarenta y ocho segundos decidí construirme una casa, en esa canción, después del primer estribillo. Fue en 2006, y durante cerca de seis años no quise salir de allí. Tampoco es que fuera necesario. Lo tenía todo a mano. No me faltaba de nada. Me instalé en el porche y viví en esa canción. También estaba, seis canciones más allá, la prodigiosa versión del «Visions of Johanna» de Dylan, transformada en vals, que era como el bosque al que a veces salía a dar una vuelta desde el jardín. Se respiraba la misma calidez de las canciones de mi queridísimo Mississippi John Hurt. Gente que oyes y que te hace sentir de golpe que estás en casa. Luego ocurrieron cosas y dejé de frecuentarla tanto (la casa, la canción). Recibí llamadas y acudí a otras citas. Hubo traiciones y deserciones. Volví a la ciudad. Pero la casa ha seguido siempre ahí, en la canción, y de vez en cuando vuelvo. El otro día, sin ir más lejos, (y de ahí este rescate), me la devolvió a bocajarro el modo aleatorio del iPod. Y fue como volver a esa residencia de verano a la que llevas muchos años sin ir. Bajas del coche y subes al porche, hay hojarasca en los escalones, abres la puerta, que se resiste un poco, ha llovido y hay goteras, huele un poco a cerrado y a humedad, y puede que algo que se arrastra y que haya anidado en algún rincón, salga huyendo al intuirte. Al momento, ventilas, respiras hondo y es como si nunca te hubieses ido. La nevera está milagrosamente llena. De alguna manera sabes que ella está a punto de llegar. Elvis ladra desde alguna parte. Y te vuelve a invadir esa calma. Sonríes. Y ya si eso otro día hablaré del disco y de Chris Smither. De momento «no me esperes / deja la luz encendida / volveré pronto a casa».

JEFFREY MARTIN

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One Go Around

(Fluff & Gravy Records, 2017)

No resulta fácil recuperarse del impacto inicial. Hace ya tiempo que quería reseñar esta obra maestra. Escuchar sus historias, en efecto, fue como leer por primera vez los relatos de Raymond Carver o Annie Proulx. El mismo deslumbramiento. Junto a Jeffrey Foucault (¿será cosa del cifrado cabalístico de su nombre?), para el que esto suscribe (con toda mi dudosa subjetividad, tan llena de fobias y aversiones, de odios sarracenos y lealtades gitanas), Jeffrey Martin es uno de los mejores «storytellers» que han surgido en los últimos años. Durante mucho tiempo se le ha venido considerando, los que se han molestado en considerarlo (que no son muchos), un «songwriter's songwriter», un «cantautor para cantautores», lo que vendría a traducirse, como muy bien dicen por ahí, en alguien básicamente ignorado y muy mal pagado. Si me permiten, voy a hurgar un poco en su biografía. Quizá por ahí se halle una clave. De niño, siempre buscó la soledad. Sigue siendo así, y ya solo por eso se ha ganado para siempre nuestra simpatía, se ve que nunca ha llegado a comprender del todo esa cosa tan marciana y tan poco natural de sonreír en las fotografías (lo suscribimos, porque ¿a cuento de qué tanta sonrisa?), aunque él mismo se considere un tipo de lo más alegre (la verdad es que cuesta creerlo). Dice que una noche, cursando secundaria, se quedó despierto bajo las sábanas con una linterna y un DiscMan escuchando «That's the Night that the Lights Went Out in Georgia», de Reba McEntire, hasta que se le gastaron las pilas. Y dice que esa fue la noche en que se convirtió en escritor de canciones (aunque aún tardaría varios años en ponerse manos a la obra). Más tarde, se licenciaría en escritura creativa y se haría profesor de literatura. Escribiría todo tipo de cosas (no solo canciones) y se enamoraría de su trabajo: enseñar literatura en institutos, lo más parecido a entrar en combate en La Colina de la Hamburguesa, una lucha permanente contra las fuerzas indomables del ruido y la curiosidad, algo que te acaba arrebatando horas de sueño y puede incluso que de sensatez, pero que te lo devuelve, multiplicado por cien, en dosis de cruda humildad. Fines de semana de corregir exámenes en un avión que te lleva a Los Ángeles para tocar en un par de garitos y luego volver a casa tras una noche de motel barato corrigiendo exámenes, en un vuelo de regreso con más exámenes por corregir hasta llegar muy tarde a casa, cenar algo frío que no repte aún por la nevera, corregir los últimos exámenes, irse a la cama para soñar con montañas de exámenes por corregir y despertarse a las cinco de la mañana, ya muy lunes, para ir al instituto con legañas, mala leche, mucho café y tendencias homicidas. Un tren de vida que no podía durar. Muy a su pesar, acabaría dejando la enseñanza para dedicarse enteramente a la música. No tenía sentido seguir animando a sus alumnos a luchar por sus sueños cuando él era el primero que no lo hacía. Raro sueño, en cualquier caso (raquítico, al menos: llegar a fin de mes haciendo canciones). De momento vive en Portland, Oregon, pero en los últimos tiempos la ciudad se ha puesto de moda y todo se ha vuelto carísimo. Demasiados cupcakes y lattes. Siente que ya se ha puesto en marcha la cuenta atrás hacia el día en que tendrá que largarse a vivir a un sitio que no le suponga semejante sangría. Ahora no para de girar, su cuerpo todavía lo aguanta, pero sabe que llegará un momento en que tendrá que bajar el ritmo y cambiar de aires, porque de algún modo habrá que seguir pagando las facturas. El trovador errante de los abatidos y los desolados, así lo han bautizado los que le siguen. Una voz afligida y vulnerable para unas historias que hay quien ha querido asociar a las de Willy Vlautin, el otro maravilloso triste de Portland, aunque musicalmente Jeffrey le gane la partida, mucho menos ambicioso, mucho menos paisajista, más directo a la yugular, sin preciosismos. Música para corazones incendiados, como el librazo de A.M. Homes. Sueños y miserias de la clase obrera. El hecho de que haya una canción dedicada al día que leyó por primera vez que William Burroughs había matado a su mujer de un tiro en la cabeza («Billy Burroughs») y una versión con banjo en vez de acústica del «Surprise, Arizona» de Richard Buckner, ya lo dice todo. Dolor y cicatrización. Good Medicine.

JEFFREY FOUCAULT

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Miles From the Lightning

(Blueblade Records, 2001/ 2019)

A poco más de tres meses de dar 2019 por desinflado, puedo ya atreverme a decir que la reedición de esta joya inencontrable, ha sido, sin duda, junto a la sonda New Horizons sobrevolando el asteroide «Última Thule» (2014 MU69) en el Cinturón de Kuiper y el brote de la primera semilla en la luna (Gossypium barbadense), el mayor acontecimiento del año. Guitarras acústicas, lap slide y toda la vasta desolación de Wisconsin. Fue su primer disco. A los 11 años se había comprado su primer cassette: un Grandes Éxitos de Little Richard. A los 17, encerrado en su habitación, con el pestillo echado y los rostros de un montón de bandas New Wave británicas mirándole mórbidamente, aprendió a tocar todas las canciones del primer disco de John Prine. A los 19 le robó el Live & Obscure de Townes van Zandt a un amigo. Y a los 24 grabó este disco. Cuenta Foucault que estas canciones las escribió entre los 19 y los 24 años, una época de huidas, rendiciones, abandonos y regresos. Dejó los estudios y regresó. Se enamoró y regresó (más o menos entero). Se largó de casa y regresó. Hay una foto por ahí. En ella sale apoyado en el radiador de una vieja Suburban del 84, con los ojos entrecerrados por el sol, con una guitarra prestada y el viejo chaquetón de lana de su padre. Era el día que se disponía a grabarlo. Si no fuese por la guitarra daría la impresión de que está en el ejército, a punto de entrar en combate; y un poco sí, ya digo: se dispone a grabar su primer disco. Dice que al escuchar ahora estas canciones regresa de golpe a aquella época y a aquellos pueblos: el susurro de los maizales, los mirlos de alas rojas cantando en el río Bark, los quejidos de la estufa de su apartamento. Vuelve a oír las risas de los amigos alrededor de una caja de cervezas. Vuelve a oler el interior de aquella vieja camioneta. Sus abuelos le dieron la pasta para el estudio de grabación. Lo primero que hizo cuando tuvo el master fue llevarlo a casa. Después de cenar, de brazos cruzados y en silencio, lo oyeron todos en la cocina. A su padre le gustó. Según Foucault en este disco está todo lo que sabía hacer en aquel entonces, y unas cuantas cosas que no tenía ni la más remota idea de cómo se hacían. Ahora sí sabe hacerlas, con todo lo que se gana y se pierde por saberlo. En los conciertos sigue tocando de vez en cuando alguna de estas canciones, pero dice que ya no le pertenecen, que han hecho nuevos amigos. La canción que cierra el disco, «Miles From the Lighning», dedicada a Townes Van Zandt, aún sigue poniendo los pelos de punta. Y Jeffrey sigue a lo suyo. Sin idioteces. Carreteras secundarias, salas pequeñas y un par de guitarras viejas con un ampli Skylark de 5 vatios. Y una máquina de escribir Smith Corona. Ahora vive en un pueblo de Nueva Inglaterra, con un río que lo cruza, un gallinero, un pequeño granero, un teléfono de disco que aún utiliza y su vieja camioneta, que aún funciona. Es así. La ironía nunca ha sido su fuerte y sigue tratando de escribir el tipo de canciones que a Johnny Cash le hubiese gustado versionar si siguiese por aquí. Y cuando friega los platos le gusta ponerse música a todo trapo. Porque sigue fregando los platos, casi siempre.

THE MEAT PURVEYORS

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Pain by Numbers

(Bloodshot Records, 2004)

Fue en Salt Lake City, poco después del Festival de Sundance, cuando la ciudad volvía a ser un erial tedioso y vacío. Cerveza de baja graduación, arquitectura mormona de pésimo gusto y un frío de andar todo el día soñando con California o con matar por mandato divino a una señora con su hija, como los tristemente célebres hermanos Lafferty. Estábamos montando un documental sobre un viaje por el nuevo Oeste. Dormíamos tirados en el estudio porque el presupuesto no daba para más. Había largas horas de clasificación y espera. Una de aquellas tardes desesperantes decidí salir a la calle en busca de una tienda de discos. Había una no muy lejos del estudio. No tenía mucha fe, pero necesitaba oxígeno. Ella estaba con los pies sobre el mostrador, leyendo The Motel Life, de Willy Vlautin. Ese fue el vínculo, también los discos que escogí y los que me recomendó ella. Luego hubo una historia, que no viene ahora a cuento (una historia sobre el tedio, la soledad y dos extraños). Se llamaba Amy. No sé si la tienda seguirá existiendo. No sé lo que duran esas cosas en Utah (por aquí, más bien poco). El caso es que fue ella la que me descubrió esta banda. Me los describió como «una mofeta arrojada a la tienda de campaña de los estoicos evangelistas del bluegrass» (así los definían en la página de su sello). Me los pinchó a todo trapo en la tienda y fue un amor a primera escucha. Mucho más hermanos Ramone que hermanos Osborne, como también decían en aquel genial texto de presentación, más de botas con puntera de acero que de camperas. Y con una energía trepidante. Justo lo que necesitaba aquella maldita ciudad que fundara en 1847 Brigham Young con otros miembros muy rubios de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (esto lo dijo ella, como pidiendo auxilio). Eran de Austin, Texas. Y eran los reyes indiscutibles del «thrashgrass». No apto para los engreídos puristas del bluegrass ni para los farsantes adoradores del «alt-country», que tras oír un par de temas suyos entrarían en paroxismos de inseguridad y tendrían que ser sometidos a años de carísimas terapias (esto lo dicen ellos mismos, en el susodicho texto). Todo muy disfuncional y maravilloso. Con humor, pegada punk y la sana intención de que el bluegrass no acabara pudriéndose en un viejo ataúd polvoriento. Y este Pain by Numbers era el disco que más le gustaba a Amy, la chica de la tienda que leía a Willy Vlautin. Aparte de temas propios, incluía versiones de Bill Monroe, Dusty Springsfield, The Fletwood Mac y Johnny Paycheck. Y me aseguró que en directo eran otra dimensión. Ella los había visto ya dos veces. El caso es que para hacer esta breve reseña me he puesto a bichear para ver en qué andan ahora, porque años después les perdí la pista. Y en la página de Bloodshot Records se puede leer este mensaje demoledor: «Debido a la indiferencia cultural, las penurias interpersonales y la necesidad de pagar las facturas, la banda se ha disuelto y actúa muy rara vez. Pero os lo haremos saber cuando vuelvan a juntarse». Puta vida. Ya que estaba, he mirado también en Google Maps. La tienda de discos de Salt Lake City ha cerrado (ahora hay un restaurante). Y no sé qué habrá sido de Amy (tenía un myspace y un número de teléfono que ya no existe). Así que me pongo bien alto el «The One I Love Is Gone» y lloro.

DONNIE FRITTS

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Oh My Goodness

(Thirty Tigers, 2015)

La canción de Kris Kristofferson «The Pilgrim–Chapter 33», allá por 1971, se abre con una dedicatoria: «Empecé a escribir una canción sobre Chris Gentry y acabé escribiéndola sobre Dennis Hopper, Johnny Cash, Norman Norbert, Funky Donnie Fritts, Billy Swam, Bobby Neuwirth, Jerry Jeff Walker y Paul Sieber, y también tiene mucho de Ramblin' Jack Elliott». Cuatro años más tarde, en 1975, imitando la voz de Kristofferson, Jerry Jeff Walker abre su canción «Pissing in the Wind» con una parodia de aquella dedicatoria: «Quiero dedicar esta canción a Kris Kristofferson, a Johnny Cash, a Billy Swam, a Funky Donnie Fritts y a… mear de cara al viento». Oh My Goodness fue su cuarto y último disco. No se prodigó mucho en estas lides. Murió hace unos días, a los 76 años, dejando un vacío inmenso que, a primera vista, para los no iniciados, puede parecer inverosímil. Fue un poco el Pepín Bello de allí, el Pepín Bello de Alabama, de Muscle Shoals (algo así como la Residencia de Estudiantes de Colbert County). Nadie fue tanto como él «el hombre que estuvo allí», aunque siempre en segundo plano, un poco amalgama, el que juntaba a todos, un poco el fotógrafo de toda aquella generación. Kristofferson fue un poco su Lorca, por seguir con el símil. En los agradecimientos de Oh My Goodness le da las gracias a Kris por haberle dado una vida que jamás hubiera podido soñar. Durante casi más de tres décadas fue el teclista de su banda, en el 74 Kristofferson le produciría su primer disco en los estudios de Muscle Shoals, el mitiquísimo Prone to Lean (en el que, aparte de Kristofferson, participaron Willie Nelson, Dan Penn, Spooner Oldham, Waylon Jennings, Delbert McClinton, Tony Joe White, Leroy Parnell y John Prine, ahí es nada). En las «liner notes», Kristofferson presentaba al «legendario hombre inclinado de Alabama» («en su casa dicen que creció así antes de que intentase siquiera incorporarse, el mote que le puso alguna gente por aquel entonces fue Brisa Fresca y le queda como anillo al dedo a Funky Donnie Fritts»). También gracias a Kristofferson participaría como actor en tres películas de Sam Peckinpah (Pat Garrett & Billy the Kid, Bring Me the Head of Alfredo García y Convoy) y en A Star is Born y SongwriterOh My Goodness pone el pelo de punta. Es un poco su despedida anticipada. Está él, con su voz ya algo cascada y su viejo Wurlitzer, sobrecogedor, como siempre, y con producción exquisita de John Paul White. Vuelven a aparecer los sospechosos habituales y algunos nuevos como Jason Isbell, Amanda Shires, Reggie Young, Dylan LeBlanc, Jack White… Y la cosa no puede empezar con mejor canción (en las notas le agradece a Billy Bob Thornton que se la descubriese): «Errol Flynn», en la que uno no puede evitar encontrar el rastro biográfico y sentimental del propio Fritts: «En la pared del pasillo de una casa que hay en Reseda / hay un póster colgado con dos clavos y una chincheta / es mi padre, el actor, a punto de morir con las botas puestas, / es el tipo que está de pie al lado de Errol Flynn…». En los créditos, siempre cinco o seis nombres por debajo de las grandes estrellas. Pero siempre ahí, tapando agujeros, en la intendencia. El resto del álbum sigue manteniendo muy alto el nivel de emoción, no hay fatiga, no hay nada senil ni geriátrico, como a veces ocurre en los discos de algunos grandes veteranos, está todo intacto y en forma. Coincidimos con el veredicto de Patterson Hood: una obra maestra. Y qué pena, joder, qué puta pena.