THE DIRTY BROTHERS

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Soundtrack: Southern Christmas

(Dirty Records, 2019)

Estamos de enhorabuena. Tras años de luchas intestinas de licencias y derechos en las que el máster fue pasando de mano en mano (dejando en el trayecto un par de hediondos cadáveres) hasta desaparecer misteriosamente, como sus propios creadores, en la jungla asiática, el legendario disco navideño de los Dirty Brothers ha visto por fin la luz gracias al denodado empeño de los responsables del sello Dirty Records. Según cuentan los responsables de la discográfica, fue Greil Marcus, sin haber ni siquiera bebido, quien, a lo largo de una cena demasiado prolongada en la que algunos comensales acabaron desnudos en el granero molestando a los animales (The Old Weird America), dando rienda suelta a su torrencial inteligencia especulativa (más que nada para ganarse los favores de la esposa del multimillonario heredero del Dirty Ranch, que estrenaba vestido (si es que a ese minúsculo trozo de tela se le podía llamar vestido), un poco en pulso exhibicionista, pelea de gallos, con Peter Guralnick, que también se había fijado en la sutileza, esta sí que entrecomidallísima, del vestido de la muchacha, sutileza entrecomillada que a él sí le había hecho extremarse con el moonshine que alguien hizo aparecer como por arte de magia a los postres…, fue Greil Marcus, decíamos, quien perorando acerca de carreteras perdidas, Dios, Satán, embaucadores, puritanos, illuminatis, fanfarrones, predicadores, pistoleros y poetas anónimos, dejó caer (vamos, que se le fue la lengua) que, en un restaurante del barrio chino de San Francisco, cenando peces poco menos que mutantes y verduras ignominiosas en compañía de Ferlinguetti (que cuando llegó la cuenta adujo una repentina urgencia instestinal, fue al baño y no volvió –se conoce que cagó ya más tranquilo en su casa–), al disponerse a pagar, entre juramentos y maldiciones contra la proverbial (y muy envidiable) habilidad de los beatnicks para escribir tonterías y escurrir el bulto, entre dos de esas tonadillas tan sumamente laxantes de laúdes y gongs con que la milenaria sabiduría china ha sabido acariciar siempre el estreñimiento occidental, sonó un villancico de lo más impertinente en el que creyó identificar las voces de los Dirty Brothers. Un hilo del que, de no haber estado más cabreado que una mona, tendría que haber tirado, pues ahí, claramente, se hallaba el rastro de ese libro que llevaba ya años dándole esquinazo, sobre los arquetipos culturales y el subconsciente americano en la obra perdida de los grandes mártires inmolados de la música country. En realidad, nadie, ni el propio Guralnick, le estaba prestando atención al bueno de Greil. Había un minúsculo trozo de tela mucho más interesante. Nadie salvo el heredero del Rancho Dirty, ya más que vacunado contra los elementos alergénicos de los conjuntos de su esposa, que no dudó en tomar buena nota y viajar al día siguiente a San Francisco en jet privado. El resto es historia. Como muy bien se apunta en las «liner notes», en efecto, detrás de aquel hilo musical se encontraba una copia pirata del legendario máster perdido de los Dirty Brothers. Se conoce que alguien lo utilizó para pagar parte de una deuda en un burdel de Tsim Sha Tsui gestionado por Sun Yee On, una de las tríadas chinas más importantes del viejo Honk Kong. Luego sería pirateado (aunque con un sonido impecable) y llegaría a convertirse en un gran éxito, a lo Sugar Man, en los prostíbulos y fumaderos de opio de todo el continente asiático. El disco es y no es lo que parece. Un disco navideño, sí. Pero no de villancicos tradicionales. Quizá sea el disco más personal de los Dirty Brothers. Amargo y existencialista. Sobrio y seco. Una metáfora del detritus en el que hemos acabado convirtiendo todo este tinglado. No volveremos a dar cuenta aquí de la atribulada biografía de «los hermanos sucios», las canciones ya lo dicen todo. La cubierta también habla por sí misma. La vida, esa fiesta que tanto celebran los simples, nunca fue para ellos un villancico. Esto no es la banda sonora, el soundtrack de una Navidad Sureña, sino el soundtrack de sus propias vidas y, de alguna manera, también de la América Profunda y devastada de la que ellos salieron y a la que siempre se dirigieron con su música, acodados en la barra del último bar que quedara abierto. Villancicos «blue collar» del inmenso desguace que es tanto tu vida como la mía. Un Papá Noel del Ejército de Salvación, alcoholizado y triste, eviscerando al reno Rudolph para comérselo crudo en el callejón trasero de un maloliente restaurante del barrio chino de San Francisco, mientras los elfos copulan y se hacen daño sobre los contenedores hediondos al borde del amanecer. A los usuarios de los prostíbulos chinos puede que les pareciera exótico y de lo más excitante pero, desde luego, conviene advertirlo, no es música para follar. Country oscuro y comprometido. Unos artistas conscientes de que están grabando un disco fundacional y bastante terrorista que, probablemente, nunca saldrá a la luz. Un disco que se caga en la Navidad, en el turrón, en tu ex, en tu jefe, en tu agente de la condicional, en los terraplanistas, en el Country Music Channel y en el consumismo. Fala lala la, la la, la la. Obra maestra absoluta. Medicina.