KALYN FAY

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Good Company

(Horton Records, 2018)

Tulsa, Oklahoma. Oyes los primeros rasgueos de la primera canción, «Good Company», a los trece segundos entra la voz y ya está. Fin de la reseña. En serio. Reinicia el ordenador. Apaga y enciende el router. Llama al servicio técnico. Esa voz. Te ha roto. Y poco más se puede añadir sin hacer el ridículo. Has quedado atrapado en sus redes, no puedes dejar de escucharla, canción tras canción. Es hipnosis y lo sabes, pero quieres más. Cuando el disco acaba (porque la vida es así de miserable) con esa increíble versión del «Dressed in White» de Malcolm Holcombe (bastaría con esto para iniciar un culto y levantar un templo), quieres más, lo quieres todo, quieres saber quién es, de dónde ha salido, de dónde procede esa voz, cómo es posible que te acaricie de esa manera, que te hable con esa sencillez, que te cante tan conversando y que te llegue tan hondo. Y vuelves a poner el disco desde el principio y sigues sin entenderlo, algo pasa en Oklahoma, ya lo hemos dicho en más de una ocasión, el aire, el agua, qué se yo (en el disco hay colaboraciones de John Fullbright, Jared Tyler, Lauren Barth, Carter Sampson, todo brillo, «Oklahoma Hills», ella cita a John Moreland entre sus influencias), y cuando te quieres dar cuenta descubres que han pasado varios días y que ya ni sabes la de veces que has podido oír el disco. Y lo vuelves a poner. Y comienzas a bichear por las redes. Y descubres que hay sangre cherokee. Ella ha viajado, ha vuelto a casa y se ha vuelto a largar. Y su voz lo transmite. Hay vulnerabilidad y confesión, una calidez que parece dirigirse solo a ti, como de amiga íntima (que Cat Power salga a colación en algunas reseñas, no es tontería). Si ya con su primer disco (Bible Belt) te comprimía el corazón con sus veintiséis años y su desgarradora honestidad, con este ya la cosa es de hincarse de rodillas y prometerle lo que quiera. Su padre escuchaba a Michael Jackson y a MC Hammer, su madre era más de Whitesnake, pero ella hace esto y se ríe cuando lo cuenta. Los tatuajes que cubren sus brazos y sus piernas relatan la historia de su sangre mestiza, de sus contradicciones, de su lucha: madre de raíces franco-irlandesas y padre cherokee: profetas del Antiguo Testamento frente a Awi Usdi, el espíritu ciervo. En su música está, por tanto, el Cinturón Bíblico, la cosa sureña baptista, claro, pero también está poblada de creencias nativas, de búhos y de pumas. Y su voz, ahumada, delata noches empapadas de whisky, desde Tahlequah hasta Tulsa. Peleas con amantes bocazas, dice ella, a los que lo mismo les habría convenido mantener la boca cerrada. Lap steel. Violín. Dobro. Oklahoma, otra vez. Good Company es una carta de amor a casa dirigida desde Little Rock, Arkansas, donde ahora vive, estudia arte y graba. La canción que da título al disco, os lo aseguro, tiene algo de magia chamánica. Es medicina buena, como dicen los indios. Buena compañía, sin duda. Y poco más se le puede pedir a un disco. Así que ya me puedo bajar tranquilo de esta reseña (para ponerme otra vez el disco). Porque sé que os dejo en buenas manos… De nada.