ROUSTABOUT

Protest Songs

(Roustabout, 2016)

Rústicos de Indiana. Intento recordar aquellas «Tierras de los Indios». Recuerdo campos de maíz. Una larga extensión que cruzamos verticalmente yendo hacia otra parte (creo recordar que desde Illinois y una historia bastante rara a Kentucky y otra historia no menos extraña). Y quizá nunca haya sido más que eso: un territorio que uno cruza para ir a otra parte. No en vano su lema es «The Crossroads of America» («Las encrucijadas de Estados Unidos»). Yo andaba en una de esas, huyendo a ninguna parte. Indiana eran los Pacers, que siempre estuvieron ahí (¡cómo las colaba el cabrón de Reggie Miller!), pero nadie era de los Pacers. La gente era de los Bulls o de los Lakers. No sé cómo andará ahora la cosa. Hace tiempo que no me asomo (la NBA dejó de interesarme tras la muerte de Andrés Montes). La última vez que miré no conocía a nadie, como cuando el otro día cometí el error de entrar en el mítico bar de nuestra juventud (cuántas historias raras también en ese bar). Ni una sola cara conocida. Ni siquiera la camarera de rostro marciano que persistió tantísimos años (sí, hablo del «Louie Louie» de la calle La Palma)… Todo esto para hablar de estos muchachos. De la extrañeza de un paisaje y del sonido que genera. Punk rock y hardcore, por supuesto, música de irse a otra parte. Guns N' Roses (todos ellos), Mick Mars de Mötley Crüey y David Lee Roth de Van Halen. Pero también los Jackson 5. Y, claro, indie y hip hop en Indianapolis (con sonido de coches acelerando). En realidad, poco country y «americana», salvo en el sur, en lo que se considera el Upland South para distinguirlo del Deep South, a pesar de John Mellencamp y John Hiatt. Este es el segundo álbum de estudio de los Roustabout. Y, en efecto, suena a música de encrucijadas. Música de peón o jornalero. Hoy aquí y allí mañana. Hay fronteras cruzadas, saltos entre el más puro bluegrass, el folk y el indie. Tras una intro instrumental que te hace preguntarte a dónde demonios te conducirá este viaje, la cosa estalla con el brutal «Abbs Valley», y el disco ya no te suelta hasta el final (no te extrañe que dicho final sea en un garito de mala muerte según cruzas el límite estatal de Kentucky –o Malasaña–; camareras con caras de marcianas). Hay momentos en que recuerdan a los Avett Brothers, a los Lumineers, a los Old Crow y a nuestra queridísima Ben Miller Band. Curtidos en fiestas privadas, conciertos benéficos y bodas (dicen ellos), dan ganas de añadir linchamientos y funerales. Basta con citar algunos títulos de sus canciones para decidirte a comprarlo. «Jodidamente arruinado», «Paria», «Cerveza y una Biblia», «Meando en la Interestatal» «Jesús de gasolinera» o «Preocupante cuando estoy seco». Y en la contra y la galleta el extraño dibujo de una gallina bicéfala. ¿Qué más se puede pedir?

MANDOLIN ORANGE

Blindfaller

(YepRoc Records, 2016)

«Mandolin Orange. El disco de la cabaña en la loma y el cielo estrellado». Eso me dijo un día mi querido socio, Dirty Reig. Yo no los conocía. Such Jubilee (2015). Tenían otros tres discos antes, uno descatalogado, el primero, solo accesible por descarga. Normalmente no hago caso. No me fío. La gente cree que te tiene pillado el punto. La mayor parte de las veces no aciertan ni por el forro. Suele pasarme. Son peores que un logaritmo de Amazon o Spotify. No escucho música de prestado. Bicheo, compro y si la cago la cago solo. No me gusta cagarla en comandita, de letrina a letrina comentando la jugada. No. Cagadas solitarias. Siempre. Como en casa en ningún sitio. Fratulencias despreocupadas, sin prisas y con papel sedoso siempre a mano, doble capa a ser posible… Pero esta vez mi socio acertó de pleno. A veces pasa. El dúo de Chapel Hill, Carolina del Norte, me sedujo desde la primera escucha. Atendí, picoteé y salí de caza. Me gustó mucho el de la cabaña en la loma, pero el primero que encontré fue este, recién salido, el del bosque incendiado. Espectral. Tercero editado en YepRoc Records («el sello dirigido por artistas que se niegan a ser catalogados»). Folk, country, bluegrass y gospel con su puntito de pop. Pero no se crean, tras su aparente quietud, violín, mandolina y banjo, merodea la fuerza y la devastación. La perdición se oculta tras su belleza sin barniz, cruda. Como en los discos anteriores, parece que no estamos ahí, tal es la intimidad, parece que están solos, Andrew y Emily, tocando para sí mismos (como Gillian Welch y David Rawlings). Da igual dónde estés, Madrid, Wyoming, Tokio o El Cairo. La sensación va a ser la misma. Pones un disco de los Mandolin Orange y de repente te encuentras en una mecedora, en el porche de tu pequeña propiedad junto al río Savannah. Probablemente seas viejo o estés tullido, por eso no fuiste a la guerra (lo mismo eres un cobarde o un desertor, o la esposa de cualquiera de ellos, puede que la hija o le hermana de alguien que jamás regresará). Has escondido en el sótano el cerdo y las tres gallinas. Y las últimas sobras de una pésima cosecha. La cosa pinta bastante mal. Hace poco fue lo de Gettysburg y lo de Vicksburg. Atlanta ardió en llamas. Todo se desmorona. El general William Tecumseh Sherman hace días que inició su brutal ofensiva desde Tennessee hacia el mar. En cualquier momento aparecerá con sus tropas por el camino y lo devastará todo. Ya hay melancolía y nostalgia por todo lo perdido. Ya nada volverá a ser lo mismo. Y esta es la música que suena. La única posible. Música de vencidos. Como los personajes quebrantados de la novela de Leonard Cohen. Beautiful Losers. Los Hermosos Vencidos. Maldita mandolina…

THE RECORD COMPANY

Give It Back To You

(Concord Records, 2016)

Pocos son los discos que, desde la primera escucha, te follan la cabeza. No hay más que escuchar el primer corte de este álbum, «Off The Ground», para saber que estamos ante un portento de la naturaleza (algo parecido a lo que nos pasó en su día con el primer disco de Ryan Bingham, aquel insuperable Mescalito del 2007 que a punto estuvo de dejarnos bizcos). El típico disco por el que, con toda seguridad, te apuesto lo que quieras, tu vecino, después de destrozarse la mano aporreando la pared y de castigar tu timbre hasta fundirlo, acabará llamando a la policía (o incluso al ejército). Ellos son de Los Ángeles, mucho John Lee Hooker, pero también sus buenas dosis de The Stooges con cierto regustillo a la granja lechera en la que se crió su líder, Chris Vos (voz, guitarra –una vieja Teiesco Del Rey rescatada de un contenedor de basura– y armónica) en Wisconsin (que es un poco como nuestro Teruel: lo creas o no, en algún lugar, allá por la región de los lagos, existe –y de hecho es el estado con mayor tasa per-capita de consumo de alcohol de todo el país, detalle harto simpático; no en vano, la música de The Record Company ha sido utilizada en anuncios de Coors Light y Miller Lite, cervezas de mierda y, desde luego, muy poco apropiadas, porque ellos no tienen nada de «light», pero al final hay que sacar la banda adelante, así que, ¡qué demonios!–). Su nombre, no falla, siempre da lugar al mismo irritante diálogo. Uno que suelta: «¿Conoces “La Compañía Discográfica?». A lo que siempre le sigue la obvia pregunta del interpelado: «¿Qué compañía discográfica», para que el primero se vea obligado a aclarar: «No. La Compañía Discográfica es el nombre del grupo». Son solo tres. El combo clásico, guitarra, bajo y batería. No hace falta más. Quizá un piano en algún momento, y dos amigas, hermanas para más inri, que lo mismo se enrollen y hagan unos coros en un tema («The Crooked City»). La cosa comenzó a tomar consistencia a finales del 2011, cuando se dedicaban a grabar dudosas maquetas y se emborrachaban en el salón de la casa que el bajista, Alex Stiff, se había agenciado en el barrio de Los Feliz (barrio de míticos baretos que en su día frecuentaron ilustres borrachuzos como Bukowski o el actor Lawrence Tierney –el Joe Cabot de Reservoir Dogs–). Mucho bolo por todo el país, solos y esquivando botellas en «jukejoints» o excitando a las masas que acudían a ver a gente como B.B.King, Social Distortion, Buddy Guy o Brian Setzer. En el 2015 llegarían a pasearse por Europa (¡maldita sea, y nos enteramos ahora!) como teloneros de los Blackberry Smoke y en febrero del 2016 llegó el amanecer etílico en que dijeron: «Un momento» y se pusieron a grabar este disco. Cuando se les pregunta por lo que hacen la respuesta es tan precisa, sencilla y contundente como este disco: «Somos The Record Company. Tocamos rock and roll».

ZACH SCHMIDT

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The Day We Lost The War

(Zach Schmidt Music, 2016)

Los caminos del Señor (en realidad los caminos de casi cualquier señor, no digamos ya de las señoras…) son inescrutables. A veces uno llega a un disco por las vías más peregrinas. Es este caso lo que me llamó la atención fue la fotografía de la cubierta. Enseguida me dije: «Este retrato tiene toda la pinta de ser obra de Joshua Black Wilkins». Indagué un poco más y, en efecto, así era. De mis adicciones y del señor Black ya lo confesé todo por aquí en una entrada anterior (http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/12/8/joshua-black-wilkins), así que no creo que haya necesidad de explicar que, sin pensármelo dos veces (sin siquiera escucharlo) me lanzara de cabeza a por este disco. El hecho es que el señor Black sabe muy bien lo que se hace y nunca da puntada sin hilo. Y esta cosa brilla. Aún antes de escucharlo (ese momento de acabar de comprar un disco, salir a la calle y que te pueda la ansiedad y antes de llegar al metro o a la parada del autobús no puedas evitar desenvolverlo y ponerte a bichear su contenido chocando con los siempre molestos transeúntes…; esa clase de maravillosa emoción nunca te la dará una descarga digital, te jodes), veo en los créditos que a la guitarra eléctrica milita nada menos que Aaron Lee Tasjan (que con su último disco, por cierto, está empezando a petarlo en Nashville) con lo que la cosa ya se gana del todo mi corazón. No necesito ni escucharlo. Pero bueno, tampoco es eso, así que llego a casa, me abro una cervecita bien fresquita, lo escucho y todo cuadra. Desde la primera canción, no puedo evitarlo, me digo: «Consummatum Est». Porque esa es precisamente la sensación que tiene uno cuando tropieza con un disco de esta categoría. Una sensación de plenitud: todo ha culminado, todo se ha cumplido, todo está pacificado. El tipo es de Pittsburgh (Pennsylvania), ciudad «blue-collar» donde las haya, pero ahora vive en Nashville (Tennessee).  Lo ha grabado, mezclado y masterizado un tal Justin Francis en el local de Ronnie (me encanta el nombre de este estudio) en solo dos días. Puro East Nashville. En los agradecimientos también aparece el nombre de Joe Fletcher, otro de nuestros queridísimos sospechosos habituales (el primer artista que reseñamos en este Blog: http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/5/14/joe-fletcher). Solo añadir que es el segundo disco de Zach Schmidt, que ya grabó uno en el 2013, House or Truck or Train, después de recorrerse el país en moto, historias de currantes y de corazones abatidos. Y que no puedo estar más en desacuerdo con todos esos enojosos agoreros que claman al cielo pregonando cansinamente, día sí y día también, que hay que «salvar la música country». La música country no necesita ser jodidamente salvada por nadie, porque ya hay gente como Zach Schmidt que mantiene la cosa, si bien es cierto que muchas veces en la sombra, jubilosamente viva. Sin duda, como diría mi buen amigo el entendido, firme candidato a disco del año.

ROD PICOTT

Fortune

(Welding Rod Records, 2016)

Antes de que me entrara el blues de Tiger Tom Dixon y me pusiese a merodear por los callejones con aquella banda de perros sin dueño, me enamoré perdidamente de la chica de Arkansas (como tantos otros); corría el año 2004. Junto con Stephen Simmons, Nathan Hamilton y Hayes Carll, Rod Picott fue uno de los primeros artistas que me recomendó mi amigo el entendido. Por ello, y volviendo a citar al bueno de Rafi: «Le debo dinero». Nació en New Hampshire, pero se crió en South Berwick, Maine, territorio de las novelas de Stephen King (que yo tanto había explorado, y sigo haciéndolo) y lugar de residencia de Nicholson Baker (otro de mis escritores de cabecera). En su primer día en la escuela de segundo grado se hizo amigo de Slaid Cleaves (uno de los más grandes «storytellers» de la actual música popular estadounidense), juntos formarían una precaria banda de garaje (precariedad sin la que, probablemente, ese género no existiría), que bautizarían con el nombre de The Magic Rats (en homenaje a uno de los personajes que habitan la canción de Springsteen, «Jungleland») y a lo largo de los años acabarían componiendo varias canciones mano a mano. Rod encalleció y se fortaleció en Boulder, Colorado, con las montañas al fondo, antes de trasladarse a Nashville en 1994, donde se pasaría una larga temporada tocando por nada o casi nada en los dudosos clubs locales. Su fama de compositor comenzaría a despegar cuando co-escribió una canción para el álbum 50 Odd Dollars del inmenso Fred Eaglesmith (todos estos nombres, no se apuren, aparecerán, si no lo han hecho ya, en futuras entradas de este blog). En el 98 consigue un curro de conductor a cargo del camión del «merchandising» de Alison Krauss, a la que aunque solo sea por eso (porque, personalmente: me produce urticaria), le estaré infinitamente agradecida. Cuando hizo falta un telonero, esa palabra que ahora los músicos tanto detestan (ahora parece ser que se comparte escenario o se abre, a lo que yo solo puedo responder con un carcajeante: «¡Mis cojones 33!», expresión cuya procedencia ignoro, pero que ha sido la primera que me ha venido a la cabeza y la verdad que muy a pelo; aunque ahora leo con cierto grado de perplejidad que hay quien le atribuye un oscuro origen masónico…), cuando hizo falta un telonero, decía, Rod Picott estuvo ahí, el muchacho del puesto de camisetas que dice que canta… Con Fortune, su décimo álbum, el más reciente, Rod se ha vuelto más intimista. Más que de personajes entrevistos a lo largo de sus múltiples travesías (ese interminable período de gira), con su voz «leonarcohenada», se ha vuelto hacia dentro y se ha puesto a hablar más de sí mismo. En poco más de una semana, grabó los doce temas/relatos (seis de ellos en un solo día) que componen este disco. Limpio y crudo, como cualquiera de sus actuaciones en uno de aquellos garitos peregrinos que frecuentó en Nashville. Perdedores hundidos en la barra y cervezas pagadas con las últimas monedas rescatadas de un bolsillo agujereado y dado de sí. Maquillaje corrido y cáscaras de cacahuetes. Bienvenidos al «circo de los corazones rotos y la miseria» (que es como Rod Picott identifica y llama a lo que hace: cantar y abrirse, noche tras noche, frente a extraños).

THE JOHN HENRYS

Sweet As The Rain

(9LB Records, 2008)

Aparte de que hizo un frío del carajo (en diciembre los termómetros llegarían a marcar los 30 grados bajo cero) y de la aparición del primer disco de los John Henrys (The John Henrys, un álbum que solo se editó por allí, localmente, en Ontario –si alguien lo tiene, por Dios, que me llame; se lo cambio por 40 acres y una mula–), no sé qué otras cosas reseñables pudieron suceder en Ottawa en el 2004. Tampoco es que me importe demasiado. Lo que importa es que la banda comenzó a sonar fuerte en las radios de la zona y, de la noche a la mañana, se vieron compartiendo escenario con The Sadies, los Golden Dogs, Elliot Brood y gente así. Fueron días de mucha carretera y tiempo más que de sobra para ir escribiendo las canciones que compondrían el Sweet As The Rain, su segundo álbum, el primero que cayó en mis manos, ya con tirada más amplia y conciertos al otro lado de la frontera. Ellos siempre dijeron que no aspiraban a ser unos Mad Max, unos héroes de la carretera, sino que preferían pararse de vez en cuando, sentarse en el porche y componer. Por entonces fue cuando en la Chart Magazine dijeron aquello de que si Gram Parsons, Neil Young, The Band y Otis Redding montasen una orgía, The John Henrys serían, más o menos, el resultado. Es un comentario bastante extraño: una orgía con toda esa gente. Y un resultado más o menos así. No entiendo nada (resulta que nos salió ocurrente el reseñista de la Chart Magazine, no sé a qué orgías habrá asistido…). Marcianísimo mundo de referencias cruzadas, de algoritmos locos y de «si te gustó esto, te gustará esto otro» (¿tú qué coño sabrás lo que a mí me gusta, puta máquina?). En cualquier caso, el nombre del grupo, en efecto, procede del mítico personaje del folclore popular, John Henry, tan presente en docenas de canciones tradicionales. Aquel gigantón (en casi todas las versiones, afroamericano) que desafió a la máquina, martilleando clavos de ferrocarril con una maza, y acabó saliendo victorioso aunque el esfuerzo le acabó costando la vida. Símbolo de la clase trabajadora estadounidense (Johnny Cash cantó la leyenda de su martillo) y, a lo que vamos, perfecta definición también para el tipo de música que perpetra este quinteto canadiense liderado por el gran Rey Sabatin Jr., de origen Ojibway, Filipino e Irlandés (mezcla de lo más explosiva), a lo que hay que sumar, además, su vasta experiencia como luthier. Música de currantes. Música de «rabia contra la máquina». Solo diré que el tema «New Years» lo tengo en lista preferente y hay días que me lo pongo en bucle y me sigue sonando igual de contundente que la primera vez. Ya me dirán…

JEFFREY FOUCAULT

Salt As Wolves

(Blueblade Records, 2015)

Hace ya tiempo llegamos a él a través de una recomendación de John Prine (cuentan que Jeffrey aprendió a tocar la guitarra a los diecisiete años interpretando las canciones del primer álbum de John Prine, a puerta cerrada en su habitación y rodeado de pósters de bandas de la Nueva Ola Británica; más adelante, grabaría un disco homenaje con versiones de sus canciones favoritas, el prodigioso Shoot The Moon Right Between The Eyes; para que conste en acta, añadiremos que otros hitos fundamentales de su formación fueron aprenderse de memoria los versos del «Desolation Row» de Dylan, tarea titánica de la que no todo el mundo sale indemne, y robarle a un amigo el disco de Townes Van Zandt Live and Obscure, para lo que hay que ser muy hijodeputa o muy miserable, yo aún me siento mal por el libro de Stephen King que le robé al padre de un amigo, allá por la EGB, ahora mismo lo estoy viendo, Christine, la edición azul clarito de Plaza y Janes –por aquel entonces inencontrable–, y quiero pensar que sirvió para algo, que definió algo en el tiempo, que me hizo ser quién soy: el hijoputa miserable que está escribiendo esto; al menos Jeffrey Foucault no deja de firmar discos memorables…). El caso es que ya han pasado casi dieciséis años desde que publicase, junto a Peter Mulvey, su primer trabajo, allá por el año 2001, Miles from the Lightning, «baladas de un pueblo pequeño», en este caso Whitewater, Wisconsin (de donde también es, por cierto, el fotógrafo Edward S. Curtis), pero también podría ser mi pueblo o el tuyo… Con Salt As Wolves, título sacado del Acto III, Escena 3 del Otelo de Shakespeare, Foucault se marca un décimo álbum cargado de aires oscuros del Delta (Big Bill Broonzy, John Lee Hooker y un chorrito de Jessie Mae Hemphill). Pero también incluye un par de baladas country, su especialidad, y un «Left This Town» que, en palabras del propio Jeffrey suena a algo que podrían haber perpetrado perfectamente los Rolling Stones de haber vivido en Iowa. También afirma con rotundidad que es el primer disco en el que ha logrado transmitir todo lo que hace y todo lo que escucha (no en vano, estrena su propio sello independiente). Una colección de canciones perfectas para dar un concierto en un bar vacío (sin ni siquiera un triste camarero, el camarero eres probablemente tú mismo). Canciones epistolares de, como él mismo dice, «carreteras pequeñas». Grabadas en apenas tres días en mitad de un paraje boscoso y desolado de Minnesota. Canciones gastadas que, como alguien ha dicho muy certeramente por ahí, son como tus botas favoritas, llenas de barro y polvo del camino, erosionadas por años de abuso y andanzas por carreteras interminables. Tremendo.

BJ BARHAM

Rockingham
(At The Helm Records, 2016)

Hace tiempo que no hablo de él. Puede parecer que se ha ido, pero no. Sigue haciendo su trabajo en la sombra. Mi amigo el entendido. A veces me pregunto qué demonios haremos cuando él no esté. Tremenda depresión. No nos quedará otra que volver a fatigar las páginas de la revista No Depression en busca de pistas, migajas y jeringuillas usadas. Y echarle tremendamente de menos. Porque conocía nuestra alma, y nuestras debilidades. Y sabía sanarlas, como las «Sisters of Mercy» de aquella eterna canción de Leonard Cohen: «Y me trajeron su consuelo, y luego me dieron esta canción»… El caso es que en la tercera entrada de este Blog, allá por mayo del 2015, en la reseña del último álbum de los American Aquarium (Wolves), aparte de hablar de mi queridísimo «dealer», apunté su vaticinio. Cito textual: «Dice “el entendido” que el siguiente paso lógico solo puede ser la disolución de la banda y el comienzo de la carrera en solitario de su líder, BJ Barham». Pues bien, me quito el sombrero. La banda no se ha disuelto (es más, en breve publicarán un cd/dvd de un concierto que demuestra el buen estado de salud de la banda, por ahí dicen que su directo es conmovedor, y yo me lo creo), pero, en efecto, BJ Barham, líder del grupo, acaba de sacar su primer disco en solitario. Como muy bien dijo «el entendido», se veía venir. Y menudo disco. Desgarrador. Los pelos como escarpias. Todo surge en noviembre, en Bélgica, durante un concierto de los American Aquarium, la noche del ataque terrorista en París, en el concierto de los Eagles of Death Metal. Un par de días más tarde, BJ Barham tenía compuestas estas ocho canciones. Canciones sobre el hogar y sobre el «sueño americano» roto. Carreteras que conducen a ninguna parte. El cinismo oscuro que se genera en las ciudades pequeñas. La desesperación. La necesidad de evasión. La imposibilidad de evasión. La violencia… Y como broche final, dos versiones totalmente despojadas, como puñetazos en la tripa, del colosal álbum de American Aquarium del 2012, Small Town Hymns. Todo muy acústico, desenchufado, de arma blanca. Por ahí he oído algo que me encanta: este álbum hace que John Moreland suene a Sonny and Cher. Ahí lo dejo. Juzguen ustedes mismos.

 

 

 

THE FELICE BROTHERS

Life in the Dark
(Yep Roc Records, 2016)

Siempre me ha gustado la música que suena a circo que se va. Música que se lleva la música a otra parte. Música de desmontar la carpa en la madrugada con sonido fuerte de viento. Carromatos chirriantes, niños corriendo detrás, algún sueño roto de chica con el maquillaje corrido que no encuentra sus bragas entre los matorrales y su puntito Nino Rota a las órdenes de Fellini. Con su rastro desolador de palos de algodón de azúcar, envoltorios de golosinas, petardos reventados y cagadas de fieras. Por eso me gustaron desde el principio los hermanos Felice, desde que bajaron de Palenville, en las Catskill Mountains (a veinte minutos en coche de Woodstock), con sus acordeones, sus armónicas y sus violines, su fanfarria gitanesca, para instalarse en el suelo de un pequeño apartamento de Brooklyn y ponerse a tocar en las estaciones de metro de la Calle 42 y Union Square, y por las míticas calles de un Greenwich Village bastante anochecido. En un buen día podían llegar a sacar doscientos pavos, para gasolina, una cuerda nueva para el violín y poco más. Canciones de amor, asesinato y borracheras. Acabarían tocando en el granero de Levon Helm, claro. Música de «barn dance». De giro y taconeo. Revuelo de faldas y muchachos que ya no volverán nunca de la guerra… Este disco ha sido un jubilosísimo reencuentro. En el 2011 les perdí la pista. Sacaron el Celebration, Florida en el sello Fat Possum para ir de modernos, con su idiotez «electro» y «dance hall», les dio por experimentar y se fueron a la mierda (bueno, al menos yo les mandé a la mierda; no sé si fueron –a mí por lo menos no me mandaron ninguna postal, ¿a ti?–). Y he de reconocer que este último disco, el otro día, en Radio City, lo encargué con miedo y un poco a ciegas, sin saber qué iba a encontrarme. Al llegar a casa lo escuché con el rifle cargado. Pero desde el primer acorde, supe que los muchachos habían vuelto a la granja. El disco es una maravilla. Y, en efecto, han vuelto a grabar en una granja. Se puede oír el cloqueo real de las gallinas después de cada canción. Todo muy rústico y muy casero. Música «hobo» de la Gran Depresión, pero de ahora: un vestido de novia en una casa de empeños, casas y coches vendidos, familias rotas y guerras de «hombres ricos»… El encomiable talento narrativo del gran Simone (que, por cierto, también escribe novelas demoledoras) sacudiendo los cimientos de la era Trump y sus miserias. Así que, con vuestro permiso, me voy a salir ahora mismo de esta reseña porque me dispongo a conseguir el Favorite Waitress, el disco que sacaron después de esa atrocidad del 2011 que me hizo mandarles a hacer puñetas. El título es fantástico, y he vuelto a confiar en ellos. Me voy con el circo, mamá. Como Ramblin’ Jack Elliott.

 

DAVID CHILDERS & THE MODERN DON JUANS

Jailhouse Religion

(Little King Records, 2006)

Un disco de gospel accidental. Es lo que le salió y lo que le sigue saliendo. Pero es mucho más que eso. Y puede también que mucho menos. Es una lucha. Pecado y Redención, como los celebrados Rubin de Cash. Bastante crudos. Con un pie en el honky-tonk y otro en la iglesia. Y el diablo siempre esperando a la vuelta de la esquina. Childers procede de los campos de algodón de Mt. Holly, Carolina del Norte, aprendió a tocar el banjo a los 14 años, porque es lo que había, aunque sin la menor confianza para convertirse en músico, claro que tuvo el buen tino de meterse en el coro de la iglesia para poder estar cerca de las chicas bonitas. Ya andaba por ahí el viejo diablo, lujurioso y libertino. En la universidad abandona el banjo por la guitarra, un poco por lo mismo: chicas. Pero solo se tomaría en serio lo de la composición ya con 37 tacos bien cumplidos, ejerciendo al mismo tiempo de abogado, sesenta horas a la semana, agotador. Varios discos con los Mount Holly Hellcats y los Modern Don Juans. Gatos del Infierno y Don Juanes Modernos. Bandas de dedos destrozados en los algodonales. Bandas de cerveza, chicas sudorosas no tan bonitas y motel. Este Jailhouse Religion es el segundo disco que grabó con los Don Juans (el séptimo de su carrera en estudio), el álbum anterior al año en que decidió disolver la banda y retirarse definitivamente de los escenarios. Demasiado alcohol y demasiada carretera. Pero siguió componiendo (y pintando óleos de figuras extrañas, sombras delirantes y el diablo). Parte de la culpa la tiene Bob Crawford, bajista de los Avett Brothers. Grabaron juntos una canción suya, «Angola», para el documental de Jeff Smith, Six Seconds of Freedom, sobre el rodeo de la célebre prisión de Angola, Louisiana. Y la colaboración no acabó ahí. Luego, hablando una noche de la Batalla de King’s Mountain que tuvo lugar en Gastonia, en 1780, descubren que ambos son descendientes de los «Overmountain Men», los hombres de la frontera que ayudaron a las fuerzas coloniales a ganar la batalla. Así que adoptan su nombre, The Overmountain Men, y forman la banda con la que grabarán dos discos poderosos, Glorious Day (2010) y The Next Best Thing (2013), de los que ya hablaremos algún día. En el disco que reseñamos hoy está la conflictiva canción que le trajo tantos disgustos, «George Wallace», que muchos deficientes mentales adoptaron como himno racista sin percibir la evidente crítica que escondía la letra (algo parecido a lo que ocurre con los catetos que piensan que el «Born in the USA» de Springsteen es un himno nacionalista yanqui, ¡¿a dónde fue a parar el dinero que se gastó papá en vuestras putas clases de inglés, paletos?!). En fin. Fíjense en la cubierta. David es el preso del fondo. El que está debajo de la pintada en la pared que pone: «Insane». Hay tex mex, muy a lo Joe Ely, en el tema «Roadside Parable». Hay heavy metal del bueno en el apocalíptico «Danse Macabre». Hay música de porche delantero en el banjo de «Chains of Sadness». En definitiva, muerto Cash, David Childers es el predicador que estábamos esperando. ¡Aleluya!

MARGO PRICE

Midwest Farmer’s Daughter
(Third Man Records, 2016)

Es verdad. Hacía tiempo que no me pasaba algo así. Ni a mí ni a Nashville ni a la música country en general. Algo así como Margo Price, que un buen día llegó de Aledo, Illinois (población: 3612) con veinte añitos. Pero es verdad lo que dicen. Le bastan veintiocho segundos del primer tema de este disco para ponerte los pelos de punta y convencerte de que una nueva «badass» ha llegado a la ciudad. Son sus historias, es su actitud, es el sonido que saca (puro outlaw del bueno: Waylon & Jesse, tremendo el temazo «Tennessee Song»), es su voz. Es todo. Me viene a la cabeza el primer disco de Sturgill Simpson. Igual de contundente. Igual de conmovedor. Sumario de sus 32 años de vida: la perdida de la granja familiar, la muerte de un hijo, problemas con los hombres y la botella. Vulnerabilidad y resistencia. Ya había tonteado con una banda muy influenciada por los Kinks y el pop inglés (Secret Handshake), durmiendo en tiendas de campaña por las montañas de Colorado, y había grabado tres discos autoproducidos con su marido y una banda de algo así como rock sureño que se llamó Buffalo Clover. Luego vinieron Margo an the Pricetags, una súper-banda de vida efímera en la que llegarían a militar, entre otros, el ya mentado Sturgill Simpson y el grandioso Kenny Vaugham. Pero nadie la tomaba en serio. Etiqueta de «loser» a orillas del río Cumberland hasta que se mete en los míticos estudios Sun de Tennessee con su banda, graba esta joya y el bueno de Jack White (tan denostado por muchos sobre todo a partir de aquella obra maestra que fue el Van Lear Rose), alabado sea, se fija en ella, deslumbrado por la que identifica enseguida como la nueva Loretta Lynn, aire fresco para un Nashville que huele a sótano cerrado, y la ficha sin pensárselo dos veces para su sello Third Man Records. Gracias, Jack (una vez más). Y así es como una hija de un granjero del medio-oeste vino a plantarse en el trono de la que una vez fuese hija de un minero de carbón (quien, por cierto, dicho sea de paso, acaba de sacar un disco espantoso –ya sin Jack White–, muy geriátrico, y le ha dado, según me cuentan, por apoyar la candidatura de Donald Trump…, madre mía, si su padre minero –Levon Helm, en la versión cinematográfica– levantara la cabeza). El caso es que discos como este vienen a cerrar la boca de todos esos cenizos nostálgicos de mal aliento (me los imagino así, ¿qué le vamos a hacer…?) y con los bolsillos llenos de alcanfor (música ranciuna) que se quedaron varados como ballenas viejas en los setenta afirmando con rotundidad espasmódica que «la cosa ha muerto». Pues muy bien. Allá ellos. Que se queden con su música cadavérica. Nosotros nos quedamos con Sturgill, con Margo y con lo que venga, y si Margo no lo gana todo este año (con permiso de Sturgill) es que el mundo, como en la novela del escritor peruano Ciro Alegría, es ancho y ajeno (y ya tiene poco arreglo). Pero nosotros a lo nuestro.

THE DEVIL MAKES THREE

I’M A STRANGER HERE
(New West, 2013)

Buddy Miller ya había vendido su alma al diablo y llevaba un año sustituyendo a T-Bone Burnett a cargo de la producción musical de Nashville, ese gran mojón de la cadena ABC que defecaba/producía la esposa de aquel (Callie Khouri, guionista y productora de Thelma & Louise antes de que a ella también le diese por vender su alma al diablo), Buddy Miller, decíamos, ya iba camino de grabar con Christina Aguilera (madre mía, Buddy, con lo que te hemos querido…), cuando en el 2013, en un gesto de aquella admirable exquisitez a la que nos tenía tan acostumbrados, produjo para el sello New West el brillantísimo I’m A Stranger Here de los The Devil Makes Three, nada menos que en el estudio de Dan Auerbach, de The Black Keys (el Easy Eye Sound Studio). La banda de Santa Cruz, California, ya llevaba once años en la carretera, dos de sus tres diabólicos componentes habían regresado ya a su Vermont natal, donde hay más vacas que personas, habían firmado con un sello independiente (Milan Records) especializado en bandas sonoras y fatigaban los festivales de bluegrass en calidad de «secreto mejor guardado», minoritario y «gourmet», solo para enteradillos (sacando lo justo para comida y gasolina). Buddy Miller, enteradillo ilustre, con el proverbial olfato que se gastaba en aquel entonces (antes de que se le atufase a causa del hediondo mainstream de Nashville), lo vio claro: les produjo el álbum y les facilitó el acceso a nuevas pantallas (los escenarios del Fillmore, del Catalyst o del prestigioso festival Hardly Strictly Bluegrass). Entre otras cosas, tuvo el acierto de juntarlos con la gloriosa Preservation Hall Jazz Band, una auténtica institución de Nueva Orleans. Y la cosa no puede sonar mejor. En resumen: música borracha de saloon. Esa sería la etiqueta más aproximada (la que se les suele atribuir es: «alt-country/folk punk trio») Póker, escupidera, ventajista, pianola y prostituta aparentemente bondadosa en el excusado. Hay una crítica por ahí que dice que The Devil Makes Three han llegado para llenar el vacío que dejaron los Avett Brothers tras su también diabólica alianza con Rick Rubin. Quienes los han visto en directo afirman con ojos vidriosos que no hay cosa igual, regresan a sus casas como de un aquelarre, exhaustos y entusiasmados, algo que, dicen, es imposible transmitir en una grabación de estudio. Misa negra y orgía. Banjo, tatuajes y Howlin’ Wolf en la marmita. Además el libreto del cd es precioso. Vintage del bueno. Solo añadir que en menos de un mes, el 16 de septiembre, sale su nuevo trabajo, Redemption & Ruin, un disco en el que versionan, con su particular estilo ebrio, a sus héroes: Robert Johnson, Muddy Waters, Willie Nelson, Kris Kristofferson, Townes Van Zandt, Tom Waits, Ralph Stanley, Hank Williams…; y cuentan con colaboraciones de gentaza como Emmylou Harris, Jerry Douglas, Tim O'Brien, Darrell Scott y Duane Eddy. La buena noticia es que se producen solos. Que Buddy Miller ya no está. Buddy anda en otras, produciendo mojoncillos insulsos como su reciente y aburridísimo Cayamo Sessions At Sea. Sospechamos cosas. Debe andar mal de dinero. Algo relacionado con la enfermedad de su esposa, la increíble Julie. No tenemos ni idea. Especulamos. Preferimos no saber. Solo esperamos que vuelva pronto.

LEVI PARHAM

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An Okie Opera

(Wesley Levi Parham, 2013)

 

En la geografía de este blog hay lugares recurrentes. Mucho Sur, mucho Nashville, mucho Tennessee, mucho Louisiana. También mucho Texas y mucho Carolina del Norte. De vez en cuando, California y, alguna vez, Nueva York o Boston, con paradas en Maine y breves estancias en Chicago. También Idaho, Nebraska y Montana. Incursiones en Canadá y alguna escapadita a Alaska… Pero, sin duda, el lugar que más se repite por aquí es Oklahoma. Y es que, como ya dijimos alguna vez, algo pasa en Oklahoma. Será el agua con que destilan la cerveza. O la sombra alargada de Woody Guthrie. Puede que le venga de cuando era el temido «Territorio Indio», o del fantasma de Tom Joad. Quizá lo inhala uno desde que nace, por el polvo de las míticas tormentas… El caso es que del «okla humma» de los indios choctaw (traducción literal: gente roja), no paran de salir artistas brillantes. La biografía de Levi Parham es bien parca. Buscas y apenas dice: «Levi creció en el sudeste de Oklahoma escuchando la inmensa colección de discos de su padre, especialmente de blues». Y ya. Pero es evidente que la clave no puede estar en la segunda parte de esta fórmula. Yo también crecí escuchando la inmensa colección de discos de mi padre (y puede que tú también) y no salí, ni por el forro, cantante ni multi-instrumentista (y puede que tú tampoco). Así que, como es obvio, la clave ha de estar en la primera parte de la ecuación, en este caso: McAlester, Oklahoma, de donde no somos ni tú ni yo, y de cuyo centro penitenciario (a veces llamado «Big Mac» y, a veces, simplemente «McAlester», nombre del célebre Gobernador de Oklahoma inmortalizado, por cierto, en True Grit, del genial Charles Portis), sale precisamente Tom Joad en las primeras páginas de Las Uvas de la Ira. Pues bien, An Okie Opera fue el debut de Levi Parham. Un disco árido y descarnado, con mucho de «finger-pickin del Delta» y su punto Townes Van Zandt, en el que el bueno de Levi se hace cargo de todos los instrumentos (también de la producción y de los arreglos). Básicamente es un disco grabado en el salón de su casa con el vecino más cercano viviendo a varios kilómetros de distancia y el motor de la pickup jodido por el polvo, así que ponerlo en marcha es siempre un sinvivir y cada vez que hay que acercarse a la tienda del pueblo a por cerveza uno se caga abundante y repetidamente en las Grandes Llanuras y en las Dust Bowel Ballads… Y el resultado no puede ser más brutal. No tiene desperdicio. Normal que se ganase ese puesto de honor como uno de los «Oklahoma’s top Americana singer/songwriters». Luego, con el éxito local de su Ópera debajo del brazo, se marchó a Nashville y grabó un EP no menos glorioso (Avalon Drive); y ahora parece que el nuevo disco (These American Blues) se lo va a producir nada menos que Jimmy Lafave para Music Road Records. Con lo que uno no puede más que acabar esta reseña con un muy sentido y admirativo: «¡Joder con los okies!».

J.TEX & THE VOLUNTEERS

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House on the Hill
(Heptown Records, 2012)

Los Voluntarios son muchos y de muy diversa catadura. Cuento dieciséis pero puede que sean más. Artistas, marineros, surfistas, escritores, pintores de brocha gorda y granjeros. Se juntan, montan su especie de carnaval, su Medicine Show, viajan y se transforman en músicos para tocar sus instrumentos y contar sus historias. Luego se disuelven, se pierden por el camino, quizá se reencuentren más tarde en cualquier otro lugar, con nuevas historias (o las mismas, cambiadas). Nómadas que jamás te dirán que no a un buen vaso de whisky, una taza de café, un cigarrillo o una buena conversación. El dueño del corral es Jens Einer Sørensen, alias J.Tex, nacido en Detroit, Michigan, pero criado en Dinamarca. Te contará que lleva tocando desde los seis años, ganándose la vida por las viejas carreteras de Europa, antes de volver, al cumplir los veinte, a Estados Unidos en busca de sus raíces musicales. Como quien emprende la búsqueda de su coronel Kurtz particular (todos tenemos uno) en El Corazón de las Tinieblas, comienza su «Odisea» en Nashville, con una guitarra en una mano y una brocha en la otra, y viaja por todo el Sur, tocando en garitos de mala muerte y pintando graneros. Las carreteras comarcales del Sur Profundo le absorben como las sirenas a Ulises y traba amistad con una especie de compañero y mentor, John Heiner, «el hombre de una sola pierna». Interestatal 75. Viejos sentados en porches desvencijados de drugstores y gasolineras que cuentan historias de muertos impertinentes y prostitutas mágicas. Y de todos aquellos devaneos y peripecias acabará surgiendo su primer álbum allá por el 2006, Lost Between Clouds Of Tumbleweed And Space que, en efecto, suena a matojo rodante y a espacios inabarcables. Pero es con su segundo trabajo, One of These Days, cuando comienzan las cansinas comparaciones con Tom Waits (es cierto que lo tiene, por lo de carnaval y música trapera, pero que cansinería, oiga). Luego viene Misery, grabado en tres días y en solitario, en el edificio de una vieja escuela a las afueras de Lund, Suecia. Le sigue un álbum navideño, en la vieja tradición country, antes de ponerse con este prodigioso House on the Hill del 2012 que me vuela la cabeza. Llámalo Alt-Country, llámalo Americana, llámalo como quieras. Nosotros por aquí no somos muy de clasificar las cosas para entenderlas. Si has seguido este blog lo sabrás. Huimos de las etiquetas igual que de esas serpientes míticas de las que hablaba la abuela de Harry Crews en Infancia: Biografía de un Lugar. Esto suena a años treinta, a banda de carromato, a carnaval de monstruosidades, a mágico crecepelo, a mooonshine venenoso, a caballo cojo y a tormenta de nieve. Hay una tremenda versión del «I Still Miss Someone» de Johnny Cash que es para quitarse el sombrero y sentarse encima. Y otra del «Ben McCulloch» de Steve Earle. Al final es un poco como las películas de Wenders o de Kaurismaki, lo hemos hablado muchas veces en el porche de los Dirty. La mirada de alguien de fuera que parece comprender mucho mejor que los propios lugareños lo que está sucediendo al otro lado de la puerta. Suena auténtico, parece de allí, pero hay algo más, no sé, una extrañeza o un extrañamiento que lo convierte en otra cosa. Rasposo y embarrado. A este disco le siguió un quinto, Old Days vs. New Days. Mañana engraso el Winchester y salgo a cazarlo.

CASEY CAMPBELL

c/o General Delivery
(Casey Campbell, 2015)

Ser de un sitio (o no serlo). Me pregunto si eso significa algo, determina algo, te acaba marcando, te condena… Cincinnati, Ohio. «The Queen City, «La Ciudad Reina». En su día «Porcópolis», por lo de haber sido allá por 1835 el mayor centro logístico del país para el envío de cerdos. «Reina del Oeste» según Longfellow, punto importante en la huida de los esclavos hacia la libertad, «La ciudad interior más hermosa de los Estados Unidos» según Winston Churchill (al parecer en referencia a sus parques), «Cincy» para los amigos… Ser de ahí. Como Steven Spielberg o Charles Manson, o como Doris Day y Tirone Power. ¿Hay algo que les une? ¿Hay algo que a nosotros, desde tan lejos, se nos escapa, pero que para cualquiera de allí sea tan evidente como para decir: «Claro, Cincinnati»? ¿El río? ¿La cerveza? Puede que sí. Esta carta de Casey Campbell nos llega desde allí. Diez canciones, todas suyas (co-escritas con Stephen J. Williams, un amigo de Alabama), todas menos una, la de Woody Guthrie, «900 Miles», que empieza diciendo: «Voy por este camino / Tengo lágrimas en los ojos / Estoy intentando leer esta carta que me ha llegado de casa». Canciones, sobre todo, acerca de lugares en los que uno no está y en los que desearía estar hasta que quizá llega allí y le vuelve a entrar la ansiedad de largarse… En los agradecimientos cita a su familia, por comprenderle siempre, dice, incluso cuando no le comprendieron. Claro que de eso va precisamente lo de la familia (y si no que se lo pregunten a Manson). Los echa de menos y les promete que pronto volverá a casa. Es su primer disco y no se entiende. Me llega por referencias cruzadas con Jason Isbell, Hayes Carll y Sturgill Simpson. Género: Folk, pero con una denominación muy marciana: «Country-and roots-inspired folk rock with a crooner’s edge». Ahí es nada. Ni caso. Sin embargo, hay momentos en que me recuerda a Steve Young. «August 1, 2011». Tremendo. Y momentos en que me recuerda a Steve Goodman. «Where I Want To Live». Genial. Eso sí. Y lo de que no se entiende lo digo porque no se puede entender que alguien con semejante talento haya salido así, de repente, de la nada, por mucho que esa nada sea Cincinnati, la «Reina del Oeste». Así que indago, pero apenas hay información. Primero estuvieron los Buffalo Wabs & The Price Hill Hustle, de corta existencia, banda de honky tonks y sesiones de micrófono abierto. Un disco (Revival) y luego un EP (Nothin’ Like a Lincoln). Muy Woody Guthrie y muy Mississippi John Hurt. Y ahora, de pronto, este c/o General Delivery en solitario. Me encanta la definición que él mismo hace de lo suyo: «cry-in-your-beer country». Buena etiqueta (me la apunto). Dice que el álbum pretende ser «como un ciclo de marea, flujo y reflujo, como una historia que serpentea en la noche». «Hay muchos recuerdos envueltos en las letras», sigue diciendo, «viejos amigos que ya no están, amores cuya llama hace tiempo que se extinguió, gentes y lugares que existieron para iluminar un momento importante. Para mí, este disco apenas se diferencia de un álbum de fotografías de cosas que ya casi ni recuerdas». Lo cierto es que enciendo la radio y oigo toda esa mierda. Mierda o viejas glorias. Aniversarios cansinos. Como si todo estuviese ya muerto. Pero no. El crisol es inmenso. Y hay gente joven muy flipante surgiendo a diario, haciendo una música increíble. Incluso en lugares tan improbables como Cincinnati, Ohio.

 

 

CHUCK RAGAN & AUSTIN LUCAS

Bristle Ridge
(Ten Four Records, 2008)


Lo leí una vez, no sé dónde, y me encantó. Venía a decir algo así como que siempre llega un momento en que el líder de una banda punk y su perro (y si no, al tiempo) se calman, dejan de ladrar, se compran (o roban) una guitarra acústica y emprenden una carrera de «alt-folk/country» en solitario (lo que me vuelve a traer a la memoria a los imprescindibles Two Cow Garage, cuando Micah Schnabel, en «Swingset Assassin» canta aquello de «But in the end punk rock / just left me empty and alone»). La cosa no siempre funciona (es una prueba de fuego que bien puede terminar en el suicidio, real o metafórico, mejor el primero, desde luego: hay gente a la que no se le puede sacar del berreo –salvo con una pistola–), pero hay casos gloriosos. Casos como el de estos dos infatigables pistoleros. Chuck Ragan (y su perro, y su barba, y su pasión por la pesca) desde la mítica banda de Gainesville, Florida, Hot Water Music (sí, en efecto: Bukowski), formó la banda de country/folk Rumbleseat antes de debutar con su disco en solitario Feast Or Famine. Austin Lucas, por su parte, (hijo del productor de Alison Krauss: normal que se volviera punk) militó en las bandas Twenty Third Chapter, Rune, K10 Prospect y Guided Cradle antes de emprender su carrera en solitario con sonido de grillos y ladrido de perro al fondo (como en el majestuoso Somebody Loves You, editado en 2009 por Suburban Home Records, un año después de la joya que hoy reseñamos). De sus avatares en solitario ya hablaremos en próximas entradas (y sí, ya lo sé, me doy cuenta de que escribo dos blogs simultáneos: este y otro inexistente, futurible, al que voy emplazando todos los discos que me da por referenciar de paso al hablar de otros, cada dos por tres; prometo cumplir). De esos, como digo, ya hablaremos más adelante. Hoy queremos hablaros de esta feliz alianza. Dos cabalgan juntos. Ya lo habían hecho un par de años antes, en un siete pulgadas con los temas «Oakland Skyline» y «Don’t Cry If You’ve Never Seen The Rain», pieza de coleccionista, así como en el recopilatorio, más localizable, de las Blueprint Sessions. Que acabara sucediendo este Bristle Ridge estaba cantado. Más que una colaboración o disco mano a mano es, como ellos mismos reconocen, «una sociedad de admiración mutua». Por un lado, las canciones de Ragan, con su voz potente, aguardentosa, todavía conservando el viejo ladrido de «Música de Cañerías», y por otro las de Lucas, con su voz aparentemente frágil y llorosa, y su demoledor efecto bisturí. El modo en que por momentos aúnan fuerzas y sus voces se solapan es verdaderamente conmovedor. Nuevas historias de personajes errantes y solitarios. Banjo, mandolina, violín y percusión. Música devastadora de viejos punks enojados que, un buen día, se lanzaron a la carretera, solos y desenchufados. Y, por supuesto, siempre con el apoyo moral de Flicka, el perro de la foto de dentro, indispensable.

 

 

SLOBBERBONE

Bees and Seas: The Best of Slobberbone
(New West Records, 2016)

Nunca he entendido muy bien la dinámica que hay detrás de los discos de «The Best of…». «Lo mejor de…» ¿según quién? ¿Según los propios artistas? ¿Según los directivos de la discográfica? ¿Según un crítico entendido? ¿Según un chimpancé? ¿Según mi madre? ¿Según la tuya? ¿Según las dos un día que quedaron? En cualquier caso, criterios de dudosa credibilidad para un asunto, como poco, tan subjetivo. Con los discos de «Greatest Hits» no pasa lo mismo, un hit es un hit y seguirá siendo un hit, aquí y en la China Popular (aunque lo de ser un «hit» no sea garantía de nada bueno en este mundo tan miserable en el que, sin ir más lejos, una banda tan gloriosa como está jamás obtuvo uno, ni nada que se le pareciera). Así que está claro que un «The Best of…» es, para empezar, una soplapollez bastante peregrina. Y mucho más cuando se trata de un grupo con una discografía tan escasa (hay artistas con más de siete u ocho discos con lo mejor de sí mismos, todos sabemos quiénes, se podría hablar hasta de una suerte de género infecto, pero no merece la pena extenderse mucho en esto). Bastante más simpático sería un buen «Lo peor de…» o un «Lo regulero» (según tu madre o la mía, el díaese que quedaron). Vamos, que todo es igual de absurdo… Y en el caso de Slobberbone la cosa se complica. Porque un «The Best of» de esta gente debería tener, como mínimo 46 cortes, es decir, todo lo que grabaron en estudio (4 discos). Porque, sencillamente, todo es lo mejor, lo pilles por donde lo pilles. En esta compilación, comentada por Patterson Hood, de los Drive By Truckers (con quienes giraron varias veces), hay nada menos que 18 temas. No está mal. Aunque perfectamente podrían haber sido otros 18 o 20 distintos. Greil Marcus y Stephen King estarían de acuerdo conmigo. En varias ocasiones han manifestado su admiración por este grupo. Y no es que nos importe mucho (aunque nos fiemos más de lo que diga King que de lo que diga Marcus, la verdad sea dicha). Otra cosa diferente es que lo diga nuestro querido Larry Brown. Porque resulta que este era su grupo favorito. «Little Drunk Fists» (el corte 8) está inspirado en un relato de Larry que Patterson Hood dice no recordar en las «liner notes», pero que se trata de «Kubuku Rides (This Is It)», de su primer libro de cuentos, Facing the music, y hay otro relato en el que el personaje va escuchando en el coche un cassette de Slobberbone y una conversación en una cocina en Billy’s Farm en la que se subrayan los méritos de esta fantástica banda. De hecho, Brent Best, líder de los Slobberbone contribuyó con una canción («Robert Cole») en el disco homenaje que se le hizo a Larry poco después de su muerte (Just One More, disco que ya hemos reseñado en este blog) y siempre ha afirmado que sus influencias como «songwriter», más que de músicos contemporáneos, le han venido del «Southern Gothic», de autores como Harry Crews, Flannery O’Connor y, por supuesto, el más grande de todos ellos: Larry Brown (de hecho sus canciones son como relatos, muy «blue collar», que podrían haber sido firmados perfectamente por el propio Larry). Ellos son de Denton, Texas, y suenan mucho a banda que empezó tocando en garitos a cambio de cerveza. En su día los compararon con Uncle Tupelo y Whiskeytown. Les dan mil vueltas.

 

ANDREW ADKINS

Wooden Heart
(Big River Records, 2016)

Hay un Andrew Adkins que sí y hay un Andrew Adkins que no. Buscas a uno y te sale el otro. El que no, es de Ohio, y sale más. El que sí, es de West Virginia. Hablaremos de este último. Al otro que le vayan dando. Llegué al que sí a través de un comentario de mi queridísima Amanda Ann Platt (la cantante de los Honeycutters, grupazo del que ya hablaremos en otra ocasión). Cualquier cosa que diga Amanda Ann Platt, voy yo y me lanzo sin pensarlo. Esto es así (me tiene en sus manos). Así que me pongo a indagar, me topo con el que no y, claro, no entiendo nada. Pero insisto, Amanda no puede habérmela pegado, añado a la búsqueda las montañas de West Virginia y por fin me sale el que sí, y la cosa se aclara. Amanda sabe de lo que habla. Reconozco que el primer impulso que me lleva a escuchar a este tipo no puede ser más peregrino. Veo la cubierta de Wooden Heart y solo pienso una cosa: ¿a qué sonará alguien que coge así la guitarra (alguien, además, que ha perdido sus botas)? Desde el primer corte me convence. Tremendo. Esto suena a descarte de Heartworn Highways. No puede ser, me digo. No puede haber surgido así, de la nada (aunque a veces ocurre, y es maravilloso, y las modas pasan, y todo el mundo se apunta al banjo y a la mandolina y se deja barba, pero enseguida se les pasa, aunque, por fortuna, el círculo de A. P. Carter no se rompe y no dejan de surgir artistas increíbles). Bicheo y veo que no, que hay un disco anterior, The Long Way To Leaving, de 2014, y un grupo con el que se estrena en el 2008, The Wild Rumpus, una gloriosa banda de lo que ellos mismos han bautizado con la etiqueta de Appalachian Stompgrass (entre otras cosas, porque hay rock y hay swing en la mezcla; un zapateo en el pasado y un zapateo en el presente… yeeeehaw!), con quienes ya ha grabado tres discos (también sobre estos volveremos más adelante, porque sus tres discos ya están en camino, ayer alguien los metió en un sobre en una oficina de correos de Fayetteville, West Virginia, USA con destino a: mi casa). Un auténtico storyteller. Está la huella de John Prine en las letras y se detecta la sombra de Guy Clark en esa cosa artesanal, sutil y delicada, de construir una canción. «Una cosa es ser escritor», ha dicho Adkins, «y otra tener que escribir». Él tiene que hacerlo. Es una necesidad. Hay un anhelo distante y una suerte de soledad en su voz, pero también un sentido de pertenencia y de humildad. Y no falta el humor, el sarcasmo, como muy bien señala Tim O’Brien (otro glorioso virginiano). Sin duda, es uno de los nuestros. Y uno de los descubrimientos más jubilosos de este año. Y porque de bien nacido es ser agradecido: gracias, Amanda, la siguiente corre de mi cuenta.

GUTHRIE KENNARD

Matchbox
(Rango Records, 2009)

Sí. Lo sé. Nos pasó esta misma semana con la infame cubierta del disco que acaba de sacar Steve Earle con la Colvin. Y ahora no se me ocurre otra cosa que salirme con esta tremenda oda al mal gusto. Pero lo hago conscientemente y en plena posesión de mis facultades, solo para demostrar una vez más lo que tan bien cantaba Bo Diddley en aquel viejo tema de Willie Dixon: «You can’t judge an apple by looking at a tree / You can’t judge honey by looking at the bee / You can’t judge a daughter by looking at the mother / You can’t judge a book by looking at the cover». Lo mismo puede decirse de las cubiertas de los discos. Y sí, reconozco que esta podría llevarse la palma. Pero produce Ray Wylie Hubbard (y toca la guitarra en varios temas), así que había que darle una oportunidad. Que conste que al principio no las tenía todas conmigo, pero os aseguro que, después de escucharlo, el horror de la cubierta comenzó a cobrar cierto sentido (si bien es cierto que un sentido algo arcano y, vale, sí, puede que bastante forzado por el cariño). Porque resulta que nos encontramos ante un auténtico vagabundo. Y, claro, la intemperie no da para mucha floritura. A los 14 años se fugó de casa y formó mil bandas de vida efímera. Tocó para músicos de lo más variopinto. Desde su Virginia natal hasta Texas, pasando por innumerables «juke joints», zanjas de pesca y caminos polvorientos. Mucho pantano y mucha resaca. El caso es que, después de oírlo, música de perros apaleados, resulta casi imposible imaginar al bueno de Guthrie Kennard, con su buena pinta de «homeless» fatigado, preocupándose por algo tan banal como la cubierta de un disco. Incluso la propia existencia del disco parece una cosa absolutamente casual y prescindible. En cualquier caso, ¿qué más da la cubierta? Lo que importa es lo de dentro. El sentimiento. Lo que importa es el escenario, la guitarra, la canción y lo poco que quede después de descontar lo que quiera quedarse el dueño del garito, que luego te lo gastarás, esa misma noche, allí mismo, en cervezas y chupitos, antes de emerger a la hiriente luz del día, de nuevo sin blanca en los bolsillos… Claro que si resulta que hay un amigo borrachín o una camarera que sonríe con casi todos sus dientes, que dice ser diseñadora en sus ratos libres, artista de alguna clase, y que te podría hacer una cubierta fantástica para el disco, pues venga, ¿por qué no? No serás tú quien le quite la ilusión a la chica (o al borrachín de turno del otro extremo de la barra que es tu mejor amigo desde hace más o menos cinco minutos), aunque al final nos salga con una fantochada de este calibre. Como para poner en los créditos: «Diseñado por el enemigo». Pero la verdad es que, al final, desprende cierta desoladora y descarnada ternura. Huele a motel de 20 dólares con agujeros de cigarrillo en las sábanas, manchas raras en las paredes, máquina de hielo que no funciona, jadeos y sacudidas en la habitación de al lado, guiño de ojo (simple molestia o tic de nacimiento) de la chica (parece una chica) que trabaja de cajera en la tienda de la gasolinera donde has comprado un pack de seis cervezas de las más baratas y una bolsa grande de Cheetos, croar de ranas, presencias esquivas en el aparcamiento y animales grandes que husmean en la basura mientras vuelves a tu habitación vacía con un picor que no te gusta nada en la ingle… que es exactamente a lo que suena este disco.

WACO BROTHERS

Going Down In History
(Bloodshot Records, 2016)


La cosa empieza en Inglaterra a finales de los setenta, con unos estudiantes de arte en la universidad de Leeds y un personaje de un cómic de Dan Dare: The Mekon, el malvado habitante de Venus, archi-enemigo del susodicho Dan Dare. Los chavales deciden formar una banda con ese nombre: The Mekons, la cosa les sale muy punk (es la época de Gang of Four y de Delta 5) y su primer single es una sátira del «White Riot» de The Clash, «Never Been in a Riot». Luego, en los ochenta, aparecen Gram Parsons, las tendencias izquierdistas y el minimalismo de Hank Williams. Bob Wills y Cash. Fiddle y slide guitar… Así que no es raro que la cosa siga y mute en Illinois, al otro lado del charco, verbigracia de los sacrosantos responsables de Bloodshot Records. El señor John Langford, de los Mekons, en 1995, forma los Waco Brothers, banda incrustada de inmediato dentro de esa imprecisión tan lamentable que los más idiotas del reino suelen denominar «alt-country» o «country alternativo». Desde el Chicago Tribune supieron definir mucho mejor su sonido con motivo del disco que grabarían años más tarde en Nashville con Paul Burch (Great Chicago Fire, 2012): «Si los Rolling Stones siguieran haciendo discos buenos, sonarían así». Nos quedamos con esto (aunque los Stones, incluso con sus discos «buenos», siempre nos resultaron bastante molestos)… Y la cosa acaba, de momento, con este contundente Going Down in History, que no ha perdido nada del fuelle que animaba aquel mítico Fear and Whisky de los Mekons, el disco que inventó toda esta vaina del cow-punk, el mismo año del Lost & Found de Jason & the Scorchers, 1985 (época gloriosa en la que todo sonaba fatal, pero por fortuna estaban los Rainmakers y los Del Fuegos). Oírlo es una fiesta. Suena urgente y preciso. Como tiene que sonar una buena banda punk. Ese es el espíritu. El maridaje perfecto entre T. Rex y Bo Diddley. La misma pleitesía por Johnny Cash que por Johnny Thunders. La primera línea de la primera canción: «Este es el primer tema del último disco. / Nadie sabe hacia dónde se dirigirá este barco. / Los marineros están advertidos, ojos enrojecidos en la mañana. / No puedes matarnos. Ya estamos muertos». Las cosas claras. Sin ensayos tediosos. Directos al grano. Tú también matarías por verlos. Además hay una versión vaquera y cervecera del «All or Nothing» de los Small Faces, y no en vano el disco está dedicado a la memoria de Ian McLagan. Acabaremos diciendo que ninguna banda hace mayor honor a la cita de H.L. Mencken que los buenos chicos de Bloodshot Records tienen tatuada en la parte inferior de su web: «Llega un momento en que todo hombre siente la necesidad de escupirse en las manos, levantar la bandera negra y ponerse a cortar gargantas». Pues eso. ¿A qué cojones estamos esperando?