GUTHRIE KENNARD

Matchbox
(Rango Records, 2009)

Sí. Lo sé. Nos pasó esta misma semana con la infame cubierta del disco que acaba de sacar Steve Earle con la Colvin. Y ahora no se me ocurre otra cosa que salirme con esta tremenda oda al mal gusto. Pero lo hago conscientemente y en plena posesión de mis facultades, solo para demostrar una vez más lo que tan bien cantaba Bo Diddley en aquel viejo tema de Willie Dixon: «You can’t judge an apple by looking at a tree / You can’t judge honey by looking at the bee / You can’t judge a daughter by looking at the mother / You can’t judge a book by looking at the cover». Lo mismo puede decirse de las cubiertas de los discos. Y sí, reconozco que esta podría llevarse la palma. Pero produce Ray Wylie Hubbard (y toca la guitarra en varios temas), así que había que darle una oportunidad. Que conste que al principio no las tenía todas conmigo, pero os aseguro que, después de escucharlo, el horror de la cubierta comenzó a cobrar cierto sentido (si bien es cierto que un sentido algo arcano y, vale, sí, puede que bastante forzado por el cariño). Porque resulta que nos encontramos ante un auténtico vagabundo. Y, claro, la intemperie no da para mucha floritura. A los 14 años se fugó de casa y formó mil bandas de vida efímera. Tocó para músicos de lo más variopinto. Desde su Virginia natal hasta Texas, pasando por innumerables «juke joints», zanjas de pesca y caminos polvorientos. Mucho pantano y mucha resaca. El caso es que, después de oírlo, música de perros apaleados, resulta casi imposible imaginar al bueno de Guthrie Kennard, con su buena pinta de «homeless» fatigado, preocupándose por algo tan banal como la cubierta de un disco. Incluso la propia existencia del disco parece una cosa absolutamente casual y prescindible. En cualquier caso, ¿qué más da la cubierta? Lo que importa es lo de dentro. El sentimiento. Lo que importa es el escenario, la guitarra, la canción y lo poco que quede después de descontar lo que quiera quedarse el dueño del garito, que luego te lo gastarás, esa misma noche, allí mismo, en cervezas y chupitos, antes de emerger a la hiriente luz del día, de nuevo sin blanca en los bolsillos… Claro que si resulta que hay un amigo borrachín o una camarera que sonríe con casi todos sus dientes, que dice ser diseñadora en sus ratos libres, artista de alguna clase, y que te podría hacer una cubierta fantástica para el disco, pues venga, ¿por qué no? No serás tú quien le quite la ilusión a la chica (o al borrachín de turno del otro extremo de la barra que es tu mejor amigo desde hace más o menos cinco minutos), aunque al final nos salga con una fantochada de este calibre. Como para poner en los créditos: «Diseñado por el enemigo». Pero la verdad es que, al final, desprende cierta desoladora y descarnada ternura. Huele a motel de 20 dólares con agujeros de cigarrillo en las sábanas, manchas raras en las paredes, máquina de hielo que no funciona, jadeos y sacudidas en la habitación de al lado, guiño de ojo (simple molestia o tic de nacimiento) de la chica (parece una chica) que trabaja de cajera en la tienda de la gasolinera donde has comprado un pack de seis cervezas de las más baratas y una bolsa grande de Cheetos, croar de ranas, presencias esquivas en el aparcamiento y animales grandes que husmean en la basura mientras vuelves a tu habitación vacía con un picor que no te gusta nada en la ingle… que es exactamente a lo que suena este disco.