MARGO PRICE

Midwest Farmer’s Daughter
(Third Man Records, 2016)

Es verdad. Hacía tiempo que no me pasaba algo así. Ni a mí ni a Nashville ni a la música country en general. Algo así como Margo Price, que un buen día llegó de Aledo, Illinois (población: 3612) con veinte añitos. Pero es verdad lo que dicen. Le bastan veintiocho segundos del primer tema de este disco para ponerte los pelos de punta y convencerte de que una nueva «badass» ha llegado a la ciudad. Son sus historias, es su actitud, es el sonido que saca (puro outlaw del bueno: Waylon & Jesse, tremendo el temazo «Tennessee Song»), es su voz. Es todo. Me viene a la cabeza el primer disco de Sturgill Simpson. Igual de contundente. Igual de conmovedor. Sumario de sus 32 años de vida: la perdida de la granja familiar, la muerte de un hijo, problemas con los hombres y la botella. Vulnerabilidad y resistencia. Ya había tonteado con una banda muy influenciada por los Kinks y el pop inglés (Secret Handshake), durmiendo en tiendas de campaña por las montañas de Colorado, y había grabado tres discos autoproducidos con su marido y una banda de algo así como rock sureño que se llamó Buffalo Clover. Luego vinieron Margo an the Pricetags, una súper-banda de vida efímera en la que llegarían a militar, entre otros, el ya mentado Sturgill Simpson y el grandioso Kenny Vaugham. Pero nadie la tomaba en serio. Etiqueta de «loser» a orillas del río Cumberland hasta que se mete en los míticos estudios Sun de Tennessee con su banda, graba esta joya y el bueno de Jack White (tan denostado por muchos sobre todo a partir de aquella obra maestra que fue el Van Lear Rose), alabado sea, se fija en ella, deslumbrado por la que identifica enseguida como la nueva Loretta Lynn, aire fresco para un Nashville que huele a sótano cerrado, y la ficha sin pensárselo dos veces para su sello Third Man Records. Gracias, Jack (una vez más). Y así es como una hija de un granjero del medio-oeste vino a plantarse en el trono de la que una vez fuese hija de un minero de carbón (quien, por cierto, dicho sea de paso, acaba de sacar un disco espantoso –ya sin Jack White–, muy geriátrico, y le ha dado, según me cuentan, por apoyar la candidatura de Donald Trump…, madre mía, si su padre minero –Levon Helm, en la versión cinematográfica– levantara la cabeza). El caso es que discos como este vienen a cerrar la boca de todos esos cenizos nostálgicos de mal aliento (me los imagino así, ¿qué le vamos a hacer…?) y con los bolsillos llenos de alcanfor (música ranciuna) que se quedaron varados como ballenas viejas en los setenta afirmando con rotundidad espasmódica que «la cosa ha muerto». Pues muy bien. Allá ellos. Que se queden con su música cadavérica. Nosotros nos quedamos con Sturgill, con Margo y con lo que venga, y si Margo no lo gana todo este año (con permiso de Sturgill) es que el mundo, como en la novela del escritor peruano Ciro Alegría, es ancho y ajeno (y ya tiene poco arreglo). Pero nosotros a lo nuestro.