JEFFREY FOUCAULT

Salt As Wolves

(Blueblade Records, 2015)

Hace ya tiempo llegamos a él a través de una recomendación de John Prine (cuentan que Jeffrey aprendió a tocar la guitarra a los diecisiete años interpretando las canciones del primer álbum de John Prine, a puerta cerrada en su habitación y rodeado de pósters de bandas de la Nueva Ola Británica; más adelante, grabaría un disco homenaje con versiones de sus canciones favoritas, el prodigioso Shoot The Moon Right Between The Eyes; para que conste en acta, añadiremos que otros hitos fundamentales de su formación fueron aprenderse de memoria los versos del «Desolation Row» de Dylan, tarea titánica de la que no todo el mundo sale indemne, y robarle a un amigo el disco de Townes Van Zandt Live and Obscure, para lo que hay que ser muy hijodeputa o muy miserable, yo aún me siento mal por el libro de Stephen King que le robé al padre de un amigo, allá por la EGB, ahora mismo lo estoy viendo, Christine, la edición azul clarito de Plaza y Janes –por aquel entonces inencontrable–, y quiero pensar que sirvió para algo, que definió algo en el tiempo, que me hizo ser quién soy: el hijoputa miserable que está escribiendo esto; al menos Jeffrey Foucault no deja de firmar discos memorables…). El caso es que ya han pasado casi dieciséis años desde que publicase, junto a Peter Mulvey, su primer trabajo, allá por el año 2001, Miles from the Lightning, «baladas de un pueblo pequeño», en este caso Whitewater, Wisconsin (de donde también es, por cierto, el fotógrafo Edward S. Curtis), pero también podría ser mi pueblo o el tuyo… Con Salt As Wolves, título sacado del Acto III, Escena 3 del Otelo de Shakespeare, Foucault se marca un décimo álbum cargado de aires oscuros del Delta (Big Bill Broonzy, John Lee Hooker y un chorrito de Jessie Mae Hemphill). Pero también incluye un par de baladas country, su especialidad, y un «Left This Town» que, en palabras del propio Jeffrey suena a algo que podrían haber perpetrado perfectamente los Rolling Stones de haber vivido en Iowa. También afirma con rotundidad que es el primer disco en el que ha logrado transmitir todo lo que hace y todo lo que escucha (no en vano, estrena su propio sello independiente). Una colección de canciones perfectas para dar un concierto en un bar vacío (sin ni siquiera un triste camarero, el camarero eres probablemente tú mismo). Canciones epistolares de, como él mismo dice, «carreteras pequeñas». Grabadas en apenas tres días en mitad de un paraje boscoso y desolado de Minnesota. Canciones gastadas que, como alguien ha dicho muy certeramente por ahí, son como tus botas favoritas, llenas de barro y polvo del camino, erosionadas por años de abuso y andanzas por carreteras interminables. Tremendo.