The Black Dog and The Wandering Boy
(New West Records, 2025)
Lo malo de que James McMurtry saqué nuevo álbum el mismo año que lo sacas tú, es que el tuyo, por muy bueno que sea —y se te agradece el esfuerzo—, quedará inmediatamente desdorado y arrinconado, achantado en una esquina, sin la menor posibilidad de aspirar a lo mejor del año (de aquí a dos meses empezarán las listas de los listos y, probablemente, este The Black Dog and The Wandering Boy no conste en ninguna, lo que puede que sea el mayor indicativo de que lo que digo, sin apuro ninguno, es cierto; y McMurtry, no sé si por gentileza o hijoputismo, aunque ya se viniese anunciando por ahí y él mismo fuese dejando caer en los bolos alguna perla de lo que se avecinaba, ha esperado al último tercio del año, así que si aún no has sacado el tuyo y eres de los que aspiran a figurar, yo que tú lo hablaba con quien hubiese que hablarlo y me esperaba al año que viene). Pasa lo mismo con las novelas de ciertos escritores, o las muertes de algunas celebridades: ni se te ocurra sacar nuevo libro o morirte cuando alguno de ellos se te adelante, porque vas a salir escaldado y tu capilla ardiente va a ser de una indigencia desoladora (hasta tus seres más queridos favorecerán el otro libro, el otro entierro). Lo bueno, por otro lado (para ti, claro, no para mí) es que James McMurtry se prodiga poco. No tiene el ansia mediocre del uno al año, ni la psicosis del dos o tres, a lo Daniel Romano, Charley Crockett o el cansino de Ryan Adams. Este es su undécimo álbum, han ido cayendo con cuentagotas, y vuelve a ser su obra maestra, como lo fueron los diez anteriores, y como lo serán los que vengan en los próximos años. Y eso que él mismo dice que, hoy en día, los discos son poco menos que tangenciales. Una ceremonia que, si nada ni nadie le pone remedio, acabará abandonándose. Lo importante hoy es la gira, la gira infinita. En su día se giraba para apoyar los discos, ahora parece que es al revés, se sacan discos para justificar los bolos, para que la gente hable de ti, para que no se olviden, para que el plumilla de turno copie y pegue en una reseña (pues ya ni se molestan en darle al magín) las cuatro perogrulladas de una nota de prensa, hecha también con desgana, y la gente sepa que esa noche tocas en su ciudad. Discos para tener material de merchandising la noche del concierto, simple y llanamente (ahora, tan importante como los pedales de la guitarra, es llevar el datáfono para el tenderete, porque ya casi nadie lleva suelto, y no es plan). Lo insultante, en el caso de McMurtry, es que nunca ha prestado demasiada atención a la elaboración de sus discos. Él está más centrado en su vida en la carretera. Nunca ha sentido la presión de escribir y grabar. Puede que por eso mismo le salgan luego como le salen (y el resultado sea siempre tan humillante para el resto de los mortales). Puede que por eso (y porque de casta le viene al galgo, claro, lo mismo que quizá pueda decirse de su hijo, Curtis, que recientemente ha sacado su primer disco y que ya escucharemos debida y devotamente para dar buena cuenta por aquí, aunque desde ya intuimos alegrías) siga siendo uno de los mejores «songwriters» del panorama actual («el compositor más auténtico y feroz de su generación», en palabras de Stephen King). Aquí McMurtry se reúne con Don Dixon después de treinta años, cuando este le produjo su tercer disco, Where'd You Hide the Body. Y desde el primer acorde de la primera canción ya sabe uno que James McMurtry ha vuelto a hacerlo. Pocos artistas tienes la capacidad de ser tan contemporáneos sin ser empachosos, sin pontificar, sin resultar enojosamente dogmáticos, sin caer en lo vano y lo circunstancial, sin sonar a rabieta poco meditada y agotarse tras la primera escucha. El modo en que McMurtry contempla el mundo, la actualidad, el desasosiego en que vivimos, el lenguaje del que se sirve, las imágenes, las frases que compone, la mirada, el humor (siempre, el humor, y mucho más ahora, en un país que lo ha perdido), son las de un auténtico escritor de raza, igualito que el padre, porque cada canción suya es una pequeña «Paloma Solitaria», y su galería de personajes desencantados se encuentra entre lo mejor de la literatura estadounidense contemporánea. En esta ocasión, además, para abrir y cerrar el disco, nos brinda dos versiones magistrales de otros dos grandes cantautores: «Laredo (Small Dark Something)», de Jon Dee Graham, y «Broken Freedom Song» de Kris Kristofferson (a quien McMurtry profesa una inmensa devoción), que cierra el disco, por cierto, como dándote un puñetazo. Y es que tiene la prodigiosa habilidad de cantarlas y grabarlas (en piedra) haciéndolas pasmosamente suyas. Ante lo que uno solo puede quitarse el sombrero (si lo tuviere) y dar gracias por que exista gente así. Porque gente así es la que hace que seguir, insistir, caminar, cueste menos. Y eso es impagable.