Rhinestone Requiem
(Aunt Daddy Records & Thirty Tigers, 2025)
Ahora sí, bueno, antes también, pero ahora más, muchísimo más. Con este Rhinestone Requiem, Sunny Sweeney, predica justamente lo que ya anticipa en el título de su último álbum, misa de difuntos para los sucedáneos y las imitaciones de chichinabo, para la cosa esa de los cowboys/girls de fantasía, vaqueros de ciudad, de mucho sombrero y poco ganado, como dicen en Texas. Ya han pasado unos cuantos años desde que empezó a dar el callo, ha conocido las cloacas de la industria, y ya no traga (la verdad es que nunca tragó, aunque lo tuvo a huevo). Esta vez se ha producido ella misma el disco, mano a mano con su guitarrista, Harley Husbands, para no hacer ni una sola concesión y perpetrar, milimétricamente, lo que le salga del Arco del Triunfo. Y si no te gusta, pues me besas el culo; ese es, para entendernos, el mensaje de todo esto. Un disco de puro honkytonk, tanto en sonido como en espíritu. Olvídate de los estadios y las grandes salas, eso déjaselo a los payasetes que se disfrazan, para los que han venido a este barrio de turismo. Música de honkytonk para ser tocada y escuchada en garitos de honkytonk, pisando cáscaras de cacahuete, sin gente disfrazada de campesino con botas carísimas de marca italiana que no resistirían ni un día en la llanura (qué digo un día, ¡una mañana!). Nosotros la descubrimos hace ya años, en la cubierta de la revista Lone Star Music (con la No Depression, nuestros dos evangelios), en el número de julio/agosto de 2011. En la cubierta de la Lone Star no posan cretinos. Si ella estaba ahí, sería por algo. El reportaje que le dedicaban terminó de convencernos. Había que seguir a esa mujer. Destilaba autenticidad por todos los poros. Ya en aquel entonces declaraba que no acababa de aclimatarse a la celebridad (la incomodidad de estar comiéndote un burrito en una mesa apartada de un restaurante y sentir que la gente te está mirando, ella pensaba que se habría encochinado de salsa o que estaba haciendo ruidos raros con la boca, pero no, querida, para nada —le advertía su pareja—, es simplemente el éxito, así que te acostumbras o te jodes), pero seguía teniendo los pies bien plantados sobre la tierra. No quería volver a trabajar de nueve a cinco (de camarera en el Dixie Chicken, por ejemplo), nunca más. A ella no le cayó la cosa encima de súbito, como a las estrellitas de los programas televisivos de ídolos y estrellas de Nashville. Esa neurosis se la pudo ahorrar. Llevaba ya sus buenos siete años buceando y rascando calderilla en los peores baruchos (como el sórdido Chaparral Lounge, del sur profundo de Austin, versionando a Tanya Tucker, Waylon y Merle en conciertos que, a veces, llegaban a durar hasta cuatro horas; el Carousel, el Poodle Dog —al que se recomendaba ir armado—, el Ginny's Little Longhorn Saloon y el Ego's, un bar clandestino sito en el corazón de la escena musical en vivo de Austin, oculto en un aparcamiento, a una manzana del centro…, bares sin tonterías, bares sin hipsters), actuando de monologuista cómica en Nueva York (de ahí su desparpajo en escena), descubriendo a la aristocracia de los trovadores de Texas, Chris Knight, Guy Clark, Townes Van Zandt, y compartiendo noches con Brennen Leigh, Dale Watson, Jack Ingram, Jason Boland, Randy Rogers, Fowler… Y también habían pasado cinco años desde su primer disco, Heartbreaker's Hall of Fame (que incluía un par de temas suyos y versiones de temas de eminencias como Jim Lauderdale, Iris DeMent, Libbi Bosworth, Keith Sykes, Audrey Auld y Emily Robison de las Dixie Chicks). Varios hits, Grand Ole Opry y, por fin, el fichaje en Republic Nashville para su segundo álbum. Portadas de revistas (Country Weekly, e incluso People). Pero, aun así, seguía siendo la niña de pueblo (de pueblo pequeño de Texas, lo que, probablemente, sea ser más de pueblo que en cualquier otro sitio) que se ponía nerviosa al conocer a Vince Gill, o a cualquiera de sus ídolos (en aquel entonces afirmaba tener cuarenta y una camisetas de Merle Haggard —hoy, catorce años después, serán ya unas cuantas más—, y su guitarra está cada vez más plagada de firmas, mancillada por la rúbrica de todos sus héroes, a primera vista la que más destaca es la de Marty Stuart). Y sigue siendo igual de cervecera. Todavía hinca los codos como si hubiese empezado en esto anteayer. Se deja la piel a diario. Persistencia constante y determinación inquebrantable. Ese es su mantra. El famoseo la repele, solo ambiciona el éxito para no volver, como decíamos antes, a verse currando de camarera o cajera de supermercado. El único éxito que concibe es que la gente la escuche y responda a su música. Sigue poniéndose histérica cuando actúa en el Opry. Y sigue poniéndose contentísima cuando le toca un cupón de descuento en algún sitio. Como aquel día que le pagaron un bolo con una tarjeta de regalo para el Dollar General, y estaba allí, con su pareja, comprando un cepillo para el retrete, jabón, esponjas, champú, papel higiénico… y empezó a sonar un tema suyo por los altavoces, y, claro, les entró un ataque de risa. Esa que se ríe en el Dollar General, de emoción y nervios, sigue siendo ella, y eso sí que es ser country, eso sí que es ser pura carne de honkytonk. Y eso es exactamente lo que transpira este disco, puede que el mejor que ha perpetrado hasta la fecha. Réquiem por los impostores.