BENJAMIN DAKOTA ROGERS

Paint Horse

(Good People Record Co., 2023)

Tiene veintisiete años, pero suena más viejo que un monte. Es de Ontario, lo que me lleva a pensar en otros recientes retoños de aquellas latitudes, Jeremy Albino o Colter Wall, por ejemplo, también Cat Clyde, con su arrolladora juventud, aunque al escuchar sus voces parezcan haber llegado con sed, y muy vapuleados, desde bien lejos, de un tiempo remoto. Trovadores viejos como barcos, vetustos como abuelas bretonas. Benjamin procede de una granja sita al sudoeste de Ontario, en la zona del Gran Río, en el condado de Brant, el territorio al que iría a acabar, con buena parte de su tribu, el jefe mohawk Thayendahegea, más conocido como Joseph Brant, después de haber provocado la ruptura de la Confederación Iroquesa. Benjamin cuenta que creció construyendo invernaderos, ocupándose de la huerta y viviendo de la tierra. Sus padres tenían una vieja VW e hicieron mucha carretera, viajando de festival en festival. Vivir en un granero, hacer sangrar a los arces y escribir canciones con el violín heredado de su abuelo (que, aparte de tocar el violín, era vaquero y se dedicaba a la crianza de appaloosas; «Wild Wind Can Have Me» habla de él, tras haberse empapado bien de Hank Williams). En esa casa siempre se oyó mucho violín. Respiraban bluegrass. Y, por la noche, desde el bosque cercano, también se asistía a mucho concierto de coyotes (recientemente se ha montado un estudio en el granero de la granja de tabaco «recientemente jubilada» en la que reside, con su novia y su hermano pequeño, herrero para más señas, y, a veces, en las tomas, se le cuela algún aullido). Desde el 2014 —año de su primer EP, Wayfarer, lleva dando guerra. Ha dado el gran salto ahora, gracias a Tik Tok, que, a veces, aunque parezca inaudito, resulta ser algo más que un invento demoníaco para mamarrachos. El año pasado se puso a subir canciones a la susodicha red social y, de la noche a la mañana, sus seguidores se multiplicaron: en marzo publicó un pequeño clip del tema «John Came Home» y, en dos semanas, llegó a cuatro millones de visualizaciones. En un par de meses pasó de siete mil seguidores a trescientos mil. Y eso fue lo que permitió que sucediese este disco que hoy reseñamos (ya se acabó lo de dormir en el coche o compartir cama en tristes moteles y AirBnbs). Es curioso el uso de ese invento chino tan de hace apenas un segundo. Porque al escuchar las canciones uno no puede evitar la impresión de estar asistiendo a una cosa profundamente analógica. Pasa un poco como en aquella película, El bosque: crees que estás en un asentamiento poco menos que de pioneros recién desembarcados pero, de pronto, saltas la valla y resulta que hay coches, carreteras, electricidad, discos de Beyoncé y redes sociales. De hecho, el granero en el que vive está en un enclave tan remoto que para comunicarse con los periodistas tiene que conducir un buen trecho hasta llegar al aparcamiento de algún local que cuente con wi-fi. Sus canciones son, sobre todo, historias de gente. Más de la mitad de los trece temas del disco llevan por título el nombre de su protagonista: «Arlo», «Maggie», «Jeremiah», «Charlie Boy», «Rosie», «Eloise» y «John Came Home». Y cree fervientemente que sus viejos instrumentos vintage encierran canciones. Concretamente, son tres instrumentos los que más fatiga: el viejo violín del abuelo (el momento en que entra el violín tras el primer estribillo de «Maggie», es pura medicina); una vieja guitarra tenor Stella de 1922 que le compró, cuando tenía trece o catorce años, a la leyenda canadiense del alt-country, Fred Eaglesmith («ninguna otra guitarra tiene un sonido tan cálido ni vibra contra mi pecho con esa resonancia»), que está llena de grietas (ya no viaja con ella, pero es con la que ha compuesto el ochenta por ciento del disco), y una «guitarra Nacional» que es su niña bonita. Colecciona guitarras viejas. Le resulta inspirador. En efecto, cree que contienen viejas historias, viejas melodías. Las usa como herramientas de escritura, casi como instrumentos de exorcismo o invocación. Está grabado en vivo, en un granero y, en buena parte, con un solo micrófono. Desde la primera canción, resulta apabullante. Parecen canciones cazadas furtivamente en el bosque (donde llevaban merodeando desde hace siglos). Y el álbum no puede tener mejor final, con esa maravillosa «Goodnight V2» con que cierra la sesión en torno a la fogata (porque ya aviso de antemano que al escuchar este Paint Horse, se te prende una fogata en el salón, da igual dónde estés, empieza a oler fuerte a montaña y, aunque no tengas perro, se te sienta un perro a los pies): «Buenas noches, dulce Suzanne. / Buenas noches, amor mío. / Buenas noches, madre querida. / Buenas noches al cielo en las alturas. // Buenas noches, coyote. / Buenas noches, sabueso mío. / Buenas noches, vieja luna holgazana. / Buenas noches al tren que viaja destino al sur. // Buenas noches, viento taimado. / Buenas noches, fuego en la pradera. / Buenas noches, hija del minero, tan hermosa. / Buenas noches a todos los ladrones y todos los mentirosos. // Buenas noches, chicas de medianoche. / Buenas noches, canción solitaria. / Buenas noches, asfalto, que tan bien te conozco. / Buenas noches, a todo lo que hice mal».