SUNNY WAR

Anarchist Gospel

(New West Records, 2023)

Ella sabe que tiene dos caras. Una puramente autodestructiva y otra que intenta lidiar con ese envés tenebroso, para equilibrar la balanza. Un poco como todo hijo de vecino. Ella misma lo anticipa: somos bestias que intentan, en la medida de lo posible, ser buenas. Y probablemente sea una cuestión de grados. Hay quien le pone mayor o menor empeño y quien lo logra con más o menos éxito. «De eso se trata ser humano. No de ser bueno o malo. Sino de intentar permanecer el mayor tiempo posible en medio. Puede que, como en mi caso, se te dé como el culo. Tampoco es para tanto, somos monstruos.» Este Anarchist Gospel, su cuarto álbum, documenta precisamente esos momentos en los que parece que el lado autodestructivo se alza con la victoria. Y cuando Sunny War se refiere a ese lado oscuro, no habla por hablar. No aventura disquisiciones desde la comodidad de un sofá. Sabe muy bien de lo que habla porque estuvo allí, y logró salir, más o menos indemne, varias veces, y tampoco es que descarte volver a caer, porque le consta que vivir es un vaivén permanente entre tormentas y refugios. Ya de adolescente bebía más que todos nosotros juntos, así que el instituto ni lo pisó. Lo suyo, desde el principio, desde la primera lección de guitarra, desde que empezó a afilar su cuchillo, fue obsesión por AC/DC. «Amaba las dramáticas bandas guitarreras de los años ochenta, tipo Motley Crüe.» Luego vendrían Bad Brains, los Minute Men y X. Su primera banda fue una banda punk de nombre glorioso, Anus King. Hacían música con lo que tenían a mano, y lo que tenían a mano eran guitarras acústicas. Eso fue lo que los distinguió de las otras bandas punk de la época que se descacharraban por los tugurios de Los Ángeles, a donde iría a parar desde su Nashville natal desde muy pequeñita: ese maridaje entre el punk acústico y el country blues. Siempre ha dicho que nunca compone con el público tradicional de raíces en la cabeza, que lo suyo es la música rara, la música «outsider», que ama también a Daniel Johnston y a Roky Erickson. Acometer bolos punk, robar y ventilarse botellas (en plural, en bastante plural, una sola «s» no da cuenta de todo el plural al que me refiero) de vodka y, de la noche a la mañana, volverse adicta a la heroína y a la meta, algo que el cuerpo difícilmente puede llegar a timonear. El paseo marítimo de Venice Beach guarda recuerdos de ella, cada vez más demacrada, hecha un espantajo. Clínicas de desintoxicación y hasta una buena temporada entre rejas. Ella procede de ese folklore cochambroso, ha estado ahí y ha sobrevivido, que no es poco. En los estudios Hen House de Venice, se juntó con unos cuantos «ángeles derrotados» y fue sacando álbumes y EPs para ir exponiéndolos a la venta en la funda de su guitarra. Hoy, doce años después, rememora aquella época con cierta candidez: «Toda la gente que amé, murió antes de cumplir los veinticinco. Sobredosis o suicidio. Éramos unos críos, sin nadie que velara por nosotros. Se supone que una no ha de estar tan familiarizada con la muerte siendo tan joven. Quizá por eso escribo tantas canciones sobre no dar ninguna mierda por hecho, porque siempre está ahí la conciencia de que todo puede irse al garete en cualquier momento». El fantasma siempre acecha. La bebida, la soledad, la incomunicación, la ruptura. Para más inri pilló la Covid cuando la abandonó su pareja con el alquiler sin pagar. Y barajó la idea de suicidarse. En su lugar, compuso la canción «I Got No Fight», una suerte de rabieta sanadora. Casi todas sus canciones son rabietas, berrinches de los que sale, si no renovada, sí al menos sintiéndose mejor. Volvió a Nashville para grabar este álbum. Reservó unas sesiones en el Bomb Shelter para trabajar, mano a mano, con Andrija Tokic (Alabama Shakes, los Deslondes, Hurray for the Riff Raff). Muchos de sus álbumes favoritos los había producido Tokic. Allison Russell, Jim James (de My Morning Jacket), Dave Rawlings y Micah Nelson (de los Nelson de Willie) contribuyeron con su granito de arena, actuando, en palabras de ella, como los ángeles y los demonios que la asesoraban desde sus hombros. «He estado llorando demasiado tiempo», canta en su reelaboración del «Hopeless» de Dionne Farris, «ya ha llegado el momento de pasar página». Durante la grabación del disco murió su padre. Curación, resistencia y perseverancia. Aprender a convivir con el dolor. Respirar por la herida, como suele decirse. Las fotografías del álbum son de Joshua Black Wilkins (uno de nuestros trovadores «hardcore» favoritos y, probablemente, el mejor retratista del rock and roll de todos los tiempos). En el retrato de la contra remeda con Sunny la famosa foto de Robert Johnson con el pitillo. No es fortuito. Aunque en este disco no sea lo más preeminente, siempre se ha comparado el fingerpicking de Sunny con el del mítico bluesman del cruce de caminos. Manos como arañas, que diría Dylan. En su día Michael Simmons, del L. A. Weekly, escribió que llevaba eones sin escuchar a un joven guitarrista, del sexo que fuera, «tan acojonante». Por estas latitudes tuvimos la suerte de atestiguarlo hace unos meses. «Hoy puede que sea el último día», canta en «Whole», el tema que cierra el disco, «y de aquí hay que irse feliz». No hay que esperar a que las cosas pasen. Hay que hacerlas suceder. Y ya habrá luego tiempo de arrepentirse. Este es, en resumen, el mensaje que se desprende de su Evangelio Anárquico. Ante lo que uno solo puede responder: «Amén», y volver a pinchar el disco desde el principio.