TAYLOR McCALL

Mellow War

(Black Powder Soul Records & Thirty Tigers, 2024)

Lo mismo tú tienes una igual, o parecida, de tu abuelo en la azotea del edificio de Telefónica, en Madrid, codo con codo con Arturo Barea, tratando de adivinar los movimientos de los militares sublevados en el frente de la Casa de Campo. O, al revés, en la Casa de Campo, con ese mismo cigarrillo colgandero y el fusil bien ceñido, avistando el edificio de Telefónica desde la iglesia de la Torrecilla, por ejemplo. Que cada cual elija su Viet Cong particular. Porque esto de ahora ya no es nuestra pesadilla civil, sino la de Vietnam. El soldado que aparece retratado en la cubierta es el abuelo de Taylor McCall, por aquellos pagos. Y el disco es un homenaje a su abuelo. Álbum conceptual, si se quiere (en estos tiempos tan poco dados a hacer cosas siquiera con un mínimo de fundamento: el único concepto o ideal es ahora, según parece, el número de escuchas que alcanza tu canción concebida «frankensteinianamente», pobres criaturas, como hit; número de escuchas que, por cierto, uno puede comprar, y hasta aquí la credibilidad de tu coplilla, en la plataforma de turno). Es, un poco, si me permiten, su Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Dice McCall que estas once canciones pretenden ser algo así como las cartas imaginadas que pudo haber mandado su abuelo a casa desde el frente. Sus Despachos de guerra. Su abuelo fue siempre una inspiración para él. McCall nació en Greenville, Carolina del Sur, hijo de un artesano y la hija de un predicador. Atesora una infancia de bosque y río. Siempre pivotando entre la vida silvestre y la misa de los domingos, de ahí su temprana afición, también, a la música gospel. A la mínima de cambio, su padre lo llevaba a pescar. La infección, no obstante, le vino dada a los siete años, cuando descubrió la guitarra de su abuelo. De extranjis, se la distraía en cuanto se descuidaba, y se encerraba en su cuarto a desentrañar acordes con ritual secretismo; y así hasta casi cumplir los dieciocho. Después del instituto, se largó de Carolina del Sur con rumbo al oeste, hacia las Rocosas. Con un bote de remos, se dedicó durante unos cuantos años a explorar ríos: el Yellowstone, el Madison y el Missouri. Pero la guitarra de su abuelo le seguiría llamando. Y, una vez convencido de que esa era su auténtica vocación, vendió la barca y regresó al sur «con mi futura esposa en mente: la música». Muchos años de tocar solo, de hacer carretera, dieron por fin su fruto. En 2017 sacó su primer disco, el EP Southern Heat, y firmó con BMG, y, ya en 2020, sale el portentoso Black Powder Soul. 2023 le encuentra girando con Robert Plant por Europa. Sus influencias, «excéntricas y arcanas», según calificativos propios, van del hip-hop a Bobby Charles, de Sister Rosetta Thorpe a TKTK. Johnny Cash y The Band. Como decían en Big Hassle, si vas a pasar un día con McCall al río, seguro que oirás a JJ Cale y a Taj Mahal. Luego él echará el ancla, se liará un porro y lo prenderá. Digamos que estamos a principios de junio, en el Missouri, rodeados de efímeras, como nieve al revés. Luego se bajará del bote y se pondrá a vadear las aguas, hundido hasta las rodillas, cubriendo el terreno, lanzando el sedal, metódicamente. Uno percibe al momento que McCall se siente allí «tan en casa como en una canción». «Como en la pesca —dice McCall—, al componer canciones uno nunca las tiene todas consigo, es imposible determinar cuando va a producirse el relámpago, pero hay que seguir ahí, plantado en medio del río.» Vamos, mojarte el culo, si quieres peces. Su última incursión ha sido este homenaje a su abuelo, cuyo legado, no fue solo musical, transmitido por aquella vieja guitarra. En este disco convoca su memoria, todas sus enseñanzas. Se mete en el Silent Desert Studio (Nolensville, Tennessee) de su hermano del alma, Sean McConnell, y graba las canciones de este, su segundo álbum de larga duración, Mellow War. La cosa empieza con una intro que no llega al minuto, un viejo gospel de sonido cascado, con ruido de estática, como de radio antigua. Pero en el momento en que se desvanece para quedar apagado por el primer acorde de guitarra del primer tema, «Mellow War», uno ya sabe que se enfrenta a un disco inmenso. Y el soldado de la cubierta parece mirarnos y hacernos el gesto de asentimiento del célebre meme de Robert Redford en Jeremiah Johnson. Estamos en terreno seguro. Buena pesca, sin duda.