CLARK PATERSON

The Final Tradition

(Clark Paterson, 2015)

Cada vez es más cierto eso que dicen: la gente con barba es gente sin barba con barba. No es país para lampiños, como podría haber titulado McCarthy lo suyo, remedando el poema de William Butler Yeats, «Navegando hacia Bizancio» («Aquel no es un país para viejos. Los jóvenes / unos en brazos de otros, pájaros en los árboles / —esas generaciones moribundas— cantando, / cascadas de salmones y mares de caballa, / aves, peces o carne celebran el verano / cuanto ha sido engendrado, nace y muere»). De repente, las ciudades parecieron poblarse de hombres montañosos. Gente que nunca había tenido barba, tenía barba, y no barbucias de dejadez o miseria, sino orgullosas barbas bien pobladas, recortaditas y mimadas, de buena familia, como quien dice. Una especie de remedo de aquella otra frase, referente a la moribundia que tanto parecen alentar la redes sociales: «últimamente se está muriendo gente que no se había muerto nunca». Pasó con las barbas como con los tatuajes. Ahora lo raro es la mejilla desnuda o el lienzo en blanco. La barba y el tatuaje como máscara de la vaciedad (enmascaramiento de fealdades y simplezas indecibles). Y perduran. Probablemente han llegado para no marcharse, puro ultracuerpo. Abren peluquerías y escriben libros. Montan bandas de rock and roll (aproximadamente, muy aproximadamente). Barbas y tatuajes de quita y pega, barbas de Mortadelo y Filemón. Clark Paterson ya no la luce. La suya, cuando se editó este, su tercer álbum, The Final Tradition (tras Songs for Another America y Walkin' Papers), era auténtica, criada desde el barro de una granja familiar en los aledaños de Sandusky, Michigan, una ciudad (poblacho) con no más de tres mil habitantes, la más grande del condado de Sanilac, y solo dos semáforos (tráfico, sobre todo, de tractores y camiones con cargamentos de azúcar), con mucha carretera a sus espaldas (ha girado por Japón, Sudamérica, Europa del Este, Suecia, Finlandia e Inglaterra: «me han robado, me han metido palizas y me han deportado»; no ha sido un camino de rosas), mucho honky tonk lúgubre, versado en no ganar y en volver a casa («If I Don't Win»), donde uno de los braceros de la granja de su padre le enseñó lo que era la vida, le aleccionó sobre las mujeres y sobre la tristeza, sobre cómo encararla y mirarla a los ojos, aunque también le enseñó a manejar un cuchillo, que nunca viene mal («Moonlight in the Hills»). En algún momento de estos ya casi diez años que han transcurrido desde la aparición del álbum, decidió rasurarse, probablemente viendo la impostura que empezaba a extenderse como una plaga (tanto en East Nashville como en tu barrio, poniéndoselo muy difícil a las autoridades, sobre todo en los aeropuertos, a la hora de identificar terroristas), o simplemente porque su hija le dijo en algún momento: «Papá, pica». En este tercer disco, disco de la etapa barbuda (aunque del mismo modo que se nota lo impostado, el pegote, para entendernos, la gente que siempre tuvo barba, cuando se la quita, por etapas o de golpe, a lo vivo, sigue luciéndola —y ejerciéndola—, porque está claro que la barba se lleva por dentro, e igual que canta lo postizo, canta lo auténtico, aunque se sustraiga), confluía todo lo que había mamado y padecido. Esa voz cruda y honesta, como hastiada del mundo, «gargarismos anticongelantes», como diría alguno, voz intensa, arenosa, muchas veces oscura, siempre apasionada, para esa mezcolanza de country vintage, punk y rock que a él le gusta denominar como grindhouse country, country de sala de cine splatter o de explotación, escabroso y de bajo presupuesto. Se lo produjo Eric McConnell (que ya había estado al mando de discos de Todd Snider, Loretta Lynn y Will Kimbrough), con músicos respetados de la escena independiente de Nashville (la steel guitar de Paul Niehaus, de Lampchop y Calexico; la batería de John McTigue, de Brazibilly y Raoul Malo; y el gran Tim Carroll). Él mismo, devoto admirador tanto de Iggy and the Stooges y The Clash, como de Neil Young y Bruce Springsteen, se sabe deudor, y así queda demostrado en este disco, tanto de Nick Cave como de Ferlin Husky (de esa oscuridad que proyecta luz). Pura mierda hillbilly, «tengo amigos en las minas / tengo amigos que trabajan en la construcción / tengo chicas a las que les quedan de miedo las camisas que les desabotono / tengo amigos en Irak que siempre me cubrirán las espaldas / tengo todo lo que necesito / tengo sangre de sobra para sangrar» («Hillbilly Shit»). Como él mismo dice: «Si a tus padres les gusta tu música, es que estás haciendo algo mal». Ya no luce aquella barba, pero ya hemos dicho que la barba va por dentro. No es careta. No es barba llena de migas de cupcake. Es barba del camino, con abrojos.