Damn The Luck
(Tubb Records, 2008)
Recuerdo un alto en la carretera, en un pueblo perdido de Colorado, y un bar que empezó a llenarse de universitarios chillones. Jaime, Billy y yo estábamos sentados a una mesa, ya por la quinta o sexta cerveza, sin hablar, hechos mierda. Veníamos de Montana, «en lo más crudo del crudo invierno», y nos dirigíamos a Nuevo México, donde acabaría el larguísimo periplo del documental que estábamos grabando. La última había sido una jornada extenuante de varios cientos de kilómetros bajo una tempestad de nieve, y sin cadenas. Necesitábamos un descanso. Todo el que entraba en el bar se nos quedaba mirando. Hedíamos a forasteros. En determinado momento, unas chicas se nos acercaron entre risitas, como los niños que se plantan frente a la jaula de los monos para tirarles cacahuetes y ver cómo se masturban y se despiojan. Éramos la novedad. El circo recién llegado al pueblo. Y, encima, en viernes, con todo un largo fin de semana por delante para eliminar las pruebas y armar las coartadas. Les habíamos apañado la noche. (Parece el comienzo de una película de terror —y en parte lo fue—: una de esas noches en las que a uno le abruma desde el minuto uno la sensación de que el primero en follar será el primero en ser despedazado, y a los otros les tocará hincharse a correr despavoridos durante la siguiente hora y cuarto, para nada, para acabar derramando la misma compota.) El caso es que nos invitaron a una fiesta en el garaje de alguien. Y allí que fuimos cuando nos cerraron el bar, siguiendo a una comitiva de coches tambaleantes. Recuerdo una mesa de billar, mucho alcohol y un buen surtido de estupefacientes. Barra libre y un pasillo largo y oscuro. No nos privamos de nada (es más, sacrificamos unas cuantas neuronas en beneficio del relato). Aparte de un resacón preternatural, de esa noche me llevé también la dirección de MySpace de una de aquellas universitarias hastiadas. Corrían esos tiempos, la época en que MySpace lo petaba (me temo que hablar de esto hoy es como hablar de cine mudo a un youtuber). Y fue la noche en la que conocí a Lucky Tubb. Su perfil también estaba en MySpace, de hecho, solo estaba en MySpace, así de underground era la cosa. Sus tres primeros discos solo podían adquirirse a través de la web de la revista Lone Star. La universitaria hastiada (en algún momento de aquella noche rara debimos de ponernos a hablar de música, de Wayne Hancock y glorias así —aunque lo que sonaba en la fiesta era otra cosa—, de lo contrario, no entiendo cómo pudo salir el tema a colación) me dijo que lo había visto telonear a Hank Williams III y que seguro que me iba a encantar (una desconocida conociéndome como si me hubiese parido, o al menos simulándolo). Y, en efecto, así fue. Flechazo total. Ya de vuelta en España (los demás pormenores de aquella noche me los reservo —principalmente, por amnesia—), conseguí los discos por CD Baby, otra de esas plataformas que suenan hoy a invento antediluviano del profesor Franz de Copenhagen (si uno lo dice en voz alta, hasta suena el chisporroteo crepitante de un disco de pizarra). En fin, pura delicatessen para paladares finos: Lucky Tubb, natural de Fort Worth, Texas, pero criado en Tucson, Arizona. Y, sí, el apellido no engaña, no es casual, le viene de sangre. El mismo Lucky («Suertudo») dice que llevar semejante apellido ha sido tanto una bendición como una maldición (aunque más lo primero que lo último, una vez domado «el dulce pájaro —en este caso: pajarraco, y no tan dulce— de la juventud»). El legendario Ernest Tubb era su tío abuelo. De adolescente, Lucky estuvo muy metido en el rollo motero y forajido. Un período en el que tomó, como es de recibo, un montón de malas decisiones. Pero a los diecisiete, en la cárcel, cumpliendo una pena de cinco años en Texas, aprendió a tocar la guitarra y empezó a componer canciones sobre sus experiencias vitales. Su vida, hasta entonces, había sido la letra de una canción country. En su música no hay clichés, hay biografía. Al salir montaría la banda. Honky tonk de vieja escuela, con cinco componentes y marcado estilo hillbilly: The Modern Day Troubadours. Su primer disco, Generations, se editó en 2002. Hoy resalto el segundo, Damn the Luck, algo más rockabilly (mi favorito), aunque podría haber destacado cualquiera de ellos. Son todos de primer orden. Me gusta mucho una cosa que leí por ahí sobre ellos: «la banda envuelve las letras y las melodías de las canciones como una mano callosa en torno al cuello largo de una botella de cerveza helada». Todo muy crudo (ni ordenadores, ni overdubbing). Como una fotografía en blanco y negro, o más bien en sepia, intemporal, como las que aparecen en el cuadernillo del disco, con su tío Douglas acompañando a Johnny Cash y Vivian Liberto. Luego le perdí la pista (como perdí también la de aquella chica que pudo haberme asesinado y enterrado mis huesos en el desierto). Sé que ha sacado otro disco y que no ha parado de girar (en 2012 situó su récord en doscientos veinte bolos en un año). Y que viaja mucho por Europa (en Alemania —y en Holanda— lo adoran; más adelante vi que la gente de Bear Family Records también vendía sus discos; no en vano, los teutones siempre han adorado a Ernest Tubb, que fue, por otra parte, desde su mítica tienda en Nashville, el primero en distribuir álbumes de música country allende los mares, aparte del primero en atreverse a tocar una guitarra eléctrica en el sacrosanto Opry). Solo por curiosidad me he metido en Google a bichear y he descubierto que MySpace sigue funcionando. He buscado en el mail de Yahoo (más artefactos cretácicos) la dirección de aquella chica y he entrado en su perfil. No tendría que haberlo hecho. Demasiado «Make America Great Again» para mi vesícula. El pasado suele ser bastante ingrato. Los discos de Lucky Tubb, por suerte, siguen sonando increíbles.