THE LAST DANCE

 

A mediados de los años 90, aunque nuestro equipo favorito de la NBA fuese otro, parte de nuestro corazón pertenecía a los Chicago Bulls.

La culpa de ello la tenían Scottie Pippen, Dennis Rodman, Phil Jackson y, por supuesto, Michael Jordan.

The Last Dance, además de ser una serie documental de 10 episodios sobre cómo consiguieron los Bulls de Jordan los 6 anillos, en mi caso, ha sido como mirar un álbum de fotos de mi vida en aquellos años.

Supongo que como para cualquier otro antiguo seguidor de la NBA.

Tengo tantas anécdotas relacionadas con la NBA que no sé ni por dónde empezar. Soltaré aquí las primeras que me vengan a la cabeza, y teniendo en cuenta que ya no me quedan tantas neuronas en el cerebro como cuando era un chaval, seguro que me dejo más de una.

A finales de los 90, todos los viernes quedábamos religiosamente en mi casa, mi socio Lucini y un servidor, nos comprábamos un montón de Budweisers y veíamos el partido de la NBA que pasaban por el Canal Plus. Tras una de esas borracheras, decidimos tatuarnos encima del tobillo el logo con el tiíllo de la NBA.

Por suerte, al día siguiente, con la resaca, pasamos de esa idea.

No nos lo llegamos a tatuar, pero sí conseguimos ahorrar para el que sería nuestro primer viaje a New York.

Lo primero que hicimos al llegar fue gastarnos gran parte de la pasta en sacarnos una entrada en la fila 6, a pie de cancha, en el Madison Square Garden, para ver jugar a nuestro equipo, los New York Knicks.

Era la época de Latrell Sprewell y Allan Houston, y el partido que vimos de la liga regular fue contra los Cavaliers.

Una gran fiesta en la que nos emborrachamos junto con mi ex, que también se vino con nosotros a NY y al partido.

Al terminar, nos quedamos sentados en nuestros asientos mientras se vaciaba el Madison, apurando la última cerveza.

En la fila cero, habíamos visto sentado al actor Matthew Modine.

La chaqueta metálica era y es una de nuestras películas favoritas, así que flipamos al verlo tan cerca.

No sé cuál fue la razón por la que él también se quedó esperando a que saliera la gente, pero mi socio vio que era el momento de pillarle por banda, me dijo: «Prepara la cámara», agarró a mi ex del brazo y se lanzó a la caza de Matthew. Un segurata los intentó parar, pero Matthew, debió de decirle que todo bien, que les dejara acercarse, y por ahí anda la foto de los tres pisando el parquet del Madison Square Garden .

Un par de años más tarde, en otro viaje a NY, en este solo con mi ex, sacamos unas entradas de gallinero para otro partido de los Knicks. Mientras esperábamos a que empezara, se nos acercó una señorita de la organización del Madison y nos dijo que habíamos ganado algo. Yo confundí la palabra won (ganado) con want (queréis) y no paraba de decirle que no quería nada.

Mi ex me sacó de mi error idiomático mientras aparecía un cámara, la empleada nos invitaba a seguirla y, de repente, vi nuestros caretos en las pantallas gigantes que hay en el techo de Madison.

Parte del público nos aplaudía y otra nos abucheaba, yo no entendía nada.

Al final, como el premio era de la empresa Continental Air Lines, nos sentaron en unos asientos con forma de sofá de avión de primera clase, justo encima de la entrada y la salida de los jugadores a la cancha.

Recuerdo que, entre otras lindezas, nos traían las estadísticas del partido al terminar cada cuarto.

En ese mismo viaje, vi jugar en vivo a Michael Jordan contra los Boston Celtics en la cancha de Boston. En mi defensa diré que no fue con la camiseta de los Chicago Bulls, sino con la de los Washington Wizards.

Pero oye, a caballo regalado…

Pasaron los años y cuando Andrés Montes dejó de retransmitir los partidos de la NBA y se pasó al fútbol, poco a poco empecé a ver menos baloncesto.

Cuando Andrés Montes murió, ya no veía ningún partido, y hasta hoy.

The Last Dance es lo más cerca que un viejo seguidor de la NBA puede estar de los Bulls de Michael Jordan en su lucha por los 6 anillos. De que cosas como «el triángulo ofensivo», o los peinados de Rodman, te hagan viajar en el tiempo.

Es una serie imprescindible para recordar o para enterarte de lo que era «la vieja escuela», depende de la edad que tengas.

Otra manera de entender el deporte y, por ende, una vida que ya ha desaparecido.

El otro día, hablando por teléfono sobre The Last Dance con mi hermano Dani, me recordó que aún tiene en su poder las Jordan originales que se compró cuando salieron allá en los ochenta. Destrozadas, pero ahí están, en su caja original.

También nos echamos unas buenas risas cuando recordamos que, de canijos, mi hermano no paraba de preguntarle a mis padres cómo podía hacer para ser negro y así poder jugar en la NBA.

Con el tiempo, él mismo se dio cuenta que era imposible, al igual que te das cuenta de que muchos de tus sueños de aquella época nunca se van a cumplir.

Pero oye, ni tan mal, ahora tengo a mi chica, a mi socio, a mi madre siempre a mi lado y, la mayor parte de las veces, la nevera llena de cerveza.

Y está la familia Dirty Works… así que todo bien. 

Ala, chavales, no me deis más el coñazo, a jugar con la pelota al campo.

 

AARON BOYD

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Until the End

(Aaron Boyd, 2019)

Stanton, Kentucky. Salida 22. «El puente natural hacia las Montañas». En el último censo no llegaban a dos mil ochocientos habitantes. El Festival del Maíz en agosto, el Festival de la Calabaza en octubre y la feria del condado con sus carreras de tractores y sus competiciones de «agarra al puerco grasiento». Poco más, aparte de la biblioteca. Un tal Woody Stephens, entrenador de pura sangres que entró en su día el Salón de la Fama. Y toda esa ansiedad que se desprendía de la canción «Small Town», de Lou Reed y John Cale (ellos hablando del Pittsburgh de Warhol): «Cuando creces en un pueblo pequeño, sabes que acabarás languideciendo en un pueblo pequeño, porque un pueblo pequeño solo es bueno para una cosa: para detestarlo y para convencerte de que te tienes que largar». Y más aún si lo que te cerca son los Apalaches. La ansiedad de no poder hacerlo, al menos nunca del todo, por tenerlo incrustado dentro, sin importar toda la carretera y todos los bares que te recetes. Así que algo habrá que hacer. La solución está en lo que le responde Jonathan Davis, cantante de Korn a Neil Strauss en Todos te quieren cuando estás muerto: Jonathan le pregunta al escritor qué opina de Bakersfield. El escritor le responde: «Es un lugar de mierda para vivir y un lugar de mierda para visitar». A lo que Jonathan concluye (triunfalmente): «¿A que estás muy cabreado y quieres formar un grupo llamado Korn? Ahora ya lo entiendes. Y solo has pasado aquí unas horas». Pues eso. Aaron lo mismo. La música como escapada. No solo escucharla (Jason Isbell, Blaze Foley, The Steel Woods, John Prine… toda esa gente que ya ha cantado lo que a ti te duele), también, durante un tiempo, hacerla, tocando la batería y quemando neumático en la banda de Justin Wells, que es el asfalto sobre el que se irán fraguando sus primeras composiciones. Dice Aaron Boyd que, al principio, estas canciones no las escribió para ser grabadas ni escuchadas, que fueron una especie de mecanismo de supervivencia, cosas que necesitaba sacarse de dentro, cicatrices que no habían terminado de cerrar, una forma terapéutica de escapada, de crecimiento personal, un intento de dejar atrás mucho dolor y mucha tristeza, muchos demonios. La vieja lucha contra la adicción («Reconcile»), amigos que se quedaron en el camino (la canción «Peace of Mind (Jeff's Song)» compuesta en el porche de su casa con un paquete de cigarrillos y varias latas de Budweiser después de haber ido al hospital a visitar a su mejor amigo y mentor, agonizante, es demoledora), abandonos y renuncias, errores, gente amada que no pudo más y que se rindió o huyó… Al final, una manera de soltar lastre, de dejar atrás toda esa tristeza, todo ese pueblo pequeño. Las nueve canciones de Until the End son precisamente las crónicas de esas batallas personales, íntimas, que Aaron necesita olvidar o digerir para poder pasar página. Canciones que, en un principio le daba cierto pudor mostrar a la gente pero que, después, al ver la reacción de quienes pudieron escucharlas en petit comité, de puertas adentro, decidió sacar a la luz. Porque al final el dolor es el mismo para todos. Y lo mismo que cantarlas, escucharlas también puede ser benéfico. Blaze Foley lo hizo por él, así que lo mismo él podría llegar a hacerlo por otros. Y lo hace. Lo ha hecho.

MARGO PRICE

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Perfectly Imperfect at the Ryman

(Bandcamp, 2020)

Lo del coronavirus comenzamos a vivirlo por aquí como algo un poco más personal cuando, por su puta culpa, Margo Price anunció que retrasaba la fecha de salida de su tercer y esperadísimo álbum, That's How Rumors Get Started, con producción de Sturgill Simpson, que debía haber salido el 8 de mayo. Más desolación para las largas horas del confinamiento. Ni Fase 1, ni Fase 2, y el lodazal de Madrid. Todo funesto. Y tres meses casi ya sin música en directo. Festivales cancelados y gente flipante que iba a venir y que ya no viene. Y lo peor de todo, los directos de las redes sociales. Persistencia y sonido infecto. Bondad por nuestra parte. Apoyo incondicional. Pero Ryan Bingham dando bastante el coñazo. Apocalíptico todo. Para desconectar y resetear el universo entero. Apagar y encender el router. Llamar al servicio técnico… Y entonces, un buen día de la cuarenTRENA, Margo va y nos lanza este regalazo desde sus redes. En mayo de 2018 estuvo tocando durante tres días en el Ryman. Y, de repente, solo por Bandcamp y para recaudar fondos para el MusicCares COVID-19 Relief Fund, publica este portentoso Perfectly Imperfect at the Ryman, y la cifra de muertos empieza a descender (no se me enfaden, es metáfora, aunque la coincidencia, al menos por aquí, es cierta). Precisamente, como decíamos, una de las cosas que más se echan de menos en estos días (si no la única, junto con ver a los amigos y acodarse en la barra de los dos o tres bares que uno frecuenta), son los conciertos. Uno lo suple en casa como puede, pero hasta con la ayuda de un buen Mr. Marshall, nunca es lo mismo. Lo bueno de un buen concierto en vivo (aunque hay tonticos, como en todo, que sostienen lo contrario) es que no suenen como el disco, ni siquiera cuando se trata del disco de la grabación en vivo de dicho concierto. Y ahí está la gracia. En la imperfección, un poco como en aquel fallo intencionado que los más célebres artesanos turcos dejaban siempre en las alfombras, esa pequeña perturbación que nos recuerda que somos humanos y maravillosamente imperfectos, y que Dios nos libre de lo contrario, porque la perfección es intolerable y nos hunde en el desasosiego. Claro que las grabaciones en directo, salvo pocas gloriosas excepciones, suelen ser de relleno (y muy prescindibles). La industria buscando saneo mientras el artista pare con dolor una nueva criatura o intenta salir de un bochornoso bloqueo. En este caso, y desde el mismo título, Margo Price nos brinda una gema. «Perfectamente imperfecto», como tiene que ser. Y sí, de alguna manera, nos consuela la pena de no estar con la tribu, encerrados en un garito, en plena ceremonia orgiástica de un buen directo. Esta grabación transmite esa magia, sin adornos ni vergüenza. A pelo. Nos mete el Ryman en casa. Y además es la Margo Price más salvaje, la que visitaba calabozos los fines de semana (está el «Weekender», la canción que compuso en la cárcel del condado, en versión funk). También Emmylou Harris que, después de cantar con ella el «Wild Women» de su segundo disco (All American Made), lo suelta sin pensárselo ni un segundo, y vaya piropazo: Margo Price, llena de orgullo y admiración, dice: «Miss Emmylou Harris», y entonces Emmylou suelta: «Con la mujer salvaje». Tal cual. Acto seguido, sale Sturgill Simpson al escenario, y os lo podéis imaginar: «Ain't Living Long Like This» a guitarrazo limpio, estratosférico. También hay una versión descomunal del «Proud Mary», sin cuidado. Y un temazo dedicado a los songwriters que se buscan la vida en Nashville (cuya presencia se nota en las butacas del Ryman), coescrito, e interpretado en el escenario, con Jack White, «Honey, We Can't Afford to Look This Cheap» [«Cariño, no podemos permitirnos parecer tan baratos»]. Todo oro. Sin pulir, pero oro. Imposible estarse quieto y confinado en el sofá. Garantizado que si lo oyes acabas borracho y sudoroso (seguro que hasta te cobras de más la cerveza), y con el vecino enojado. Casi igual que cuando bajas a la sala a ver a tu banda favorita. Margo es única y es inmensa. Haceros sin dudarlo este regalo (que, además, es para una buena causa). Y así, cuando en el futuro vuestros hijos os pregunten qué hicisteis durante la crisis de la COVID-19, podréis decirles, sin mentir apenas, que estuvisteis en el Ryman, en un bolazo de Margo Price… Y, nada más, por ahora, solo que vuelva la música en vivo pronto, por Dios, y que Ryan Bingham dejé ya de darnos la tabarra desde su cantina con su irritante sombrero mexicano.

BRANDI CARLILE

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Bear Creek

(Columbia Records, 2012)

Para que nadie se lleve a engaño, convendrá ir señalando desde el principio que esto, más que una reseña, es más bien el cuadro clínico de una obsesión, una obsesión que ya viene de lejos y que, quizá, por haber empezado a leer el Sol negro de Kristeva, hoy ha sabido encontrar una vía de escape, una suerte de alivio, en la confesión. Porque puede que este texto, al fin y a la postre, no sea más que simple terapia o, por qué no decirlo, ya a estas alturas no tengamos vergüenza, una declaración de amor. Nos dice la terapeuta que lo soltemos todo, así que ahí vamos. El momento iniciático, el contagio, se puede localizar en su portentosa aparición sobre el escenario del Austin City Limits, hace ya la friolera de once años, el 13 de noviembre de 2010. Concretamente cuando se lanza con el tema «The story». El vídeo corre por YouTube. El que nosotros frecuentamos tiene a día de hoy trescientas treinta y seis mil cincuenta y ocho visualizaciones; cerca de trescientas treinta y seis mil, sin exagerar o exagerando lo mínimo, son nuestras. El momento del cambio de guitarra y del desgarro en la voz a mitad de canción, algo que ya se producía en el disco, una casualidad que ella misma calificaría luego de «técnicamente errónea, pero emocionalmente correcta», fue el instante exacto en que Brandi Carlile dejaría claro que había venido hasta aquí (hasta nuestro puto corazón) para quedarse, y así ha sido. Desde entonces, ya no se nos quita ni con aguarrás (ni falta que hace, por otra parte). Hacía tiempo que no veíamos a nadie cantar con tanto desgarro y con tanta emoción. Estaba ahí toda la tradición de «songwriters» que nos apasionaba, porque Brandi es, para empezar, una increíble escritora, producida, además, por T-Bone Burnett, con los maravillosos gemelos Hanseroth, pero también estaba el viejo Seattle, el suyo, natal, el de Ravensdale, Washington, con mucho bosque de por medio, cuando ya tocaba con ocho añitos el «Tennessee Flat Top Box» de Johnny Cash y a los dieciséis acompañaba a un imitador de Elvis por bares y tabernas…, su Seattle, decíamos, y el nuestro, el de aquí, el de la Alameda, el que definió nuestra adolescencia con la rabia crepuscular del grunge, mientras duró (aunque el poso queda). Su tercer álbum se lo produciría Rick Rubin, claro, al viejo zorro no se le escapaba nada. Ya nos había devuelto a Johnny Cash de entre los escombros, como haría Tarantino con Travolta (o como haría la propia Brandi Carlile, el año pasado, con Tanya Tucker, mano a mano con Shooter Jennings, quien por cierto, le ha producido a Brandi su último disco hasta la fecha, junto a Dave Cobb, todo gloria, como ven, el By the Way, I Forgive You, de 2018, que es otro portento). Pero hoy reseñamos su cuarto álbum de estudio y si nos preguntáis por qué, pues no lo sabemos, digamos que por reseñar alguno, porque es verdad que podríamos haber elegido cualquiera. Hasta ahí llega, para que se hagan una idea, la medida de nuestra obsesión. Con Brandi Carlile nunca podremos ser objetivos y nos partiremos la cara con el primero que se atreva a contradecirnos. Quizá sea su disco más crudo, su álbum más de granero, quizá por eso. Hay mucha palma y mucho pateo contra los tablones del suelo. Hay nostalgia, pero desprende también esa alegría de la reunión y del canto comunitario, hay góspel y hay bluegrass. Quizá lo elegimos porque es el más country, el más campestre, el que menos concesiones hace a la industria del pop, por llamarla de alguna manera que no nos busque luego problemas con los «modernos» (nuestra terapeuta nos repite a menudo que en gustos, como el agujero del culo, cada cual tiene el suyo). Brandi es también muy devota de Elton John, todo hay que decirlo, y también está eso siempre en su música. Y Elton John sabe latín, eso es indiscutible. Para terminar diremos que hay otro vídeo circulando por ahí, más reciente, de noviembre de 2018 (con cuatrocientas noventa y ocho mil ochocientas ochenta visualizaciones; un tercio, por lo menos, nuestras), que da buena cuenta también de por qué la queremos tanto. Brandi visita un centro correcional de Washington. Lleva su guitarra. Y les canta a las presas el tema «The mother», de su último disco. Si no se te pone la piel de gallina, tanto por la letra y la interpretación, como por la reacción de las presas, contrapunto de los presos de Folson o de San Quintín cuando las visitas del viejo Johnny, es que no tienes sangre en las venas. Esa es la Brandi Carlile que se nos metió dentro hace ya años. Talento increíble y buena persona. Esa rareza.

GABE LEE

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Farmland

(Torres Music Group, 2019)

Nacido y criado en Nashville. Olvídense de Taiwan. Sus padres llegaron a Estados Unidos en la década de 1980. Infancia de piano en el salón. Madre pianista profesional. Ser niño en los noventa. Nirvana, The Shins, Bright Eyes y los Weepies. Todo ese daño. Pero también mucho banco de iglesia, mucho río Cumberland, mucho Ryman y mucho Music City Walk of Fame. Farmland se llama Farmland porque fue grabado en los estudios Farmland, no busquen gallinas, ni graneros, ni bollos con salsa de carne. La cosa es muy de ciudad. De patearse aceras y bares y tiendas de discos. Grabado en apenas dos días con la mayor belleza y simplicidad del mundo, mucho más folk seco que country, equiparable al disco de Ian Noe que reseñamos hace unos meses por aquí mismo. Mucho John Prine, alabado sea. Guitarra, dobro y fiddle. Teclado apenas. Y letras de alguien que se nota que ha leído. Corazones rotos, errores, fragilidad… nada nuevo bajo el sol, la vida. Y esa variedad de fraseo en la que lo que importa ya no es solo lo que se dice, sino cómo se dice, algo que ha aprendido y digerido de los grandes. Al final, lo importante son las historias. Pequeñas narraciones para matar el tiempo y sobrevivir al día a día. Cosas que pasan y duelen. Porque para las voces bonitas y las letras insustanciales, para los crooners y las Reinas del Rodeo, ya hay otros sofocos más adolescentes. Nashville lo sabe. De hecho, Nashville lo produce, en masa. Es donde está el dinero: música insulsa y pueril, música profiláctica y retractilada, música de usar y tirar, no exactamente «música para corazones incendiados» (haciendo referencia al título de uno de los libros de nuestra escritora favorita, A.M. Homes). Las canciones de Farmland sí son, en cambio, canciones para incendiar la casa y ver qué pasa, para incendiar la casa y que por fin suceda algo en esta especie de vida quieta y suburbana a la que parece que estamos lamentablemente predestinados. Estas canciones vienen del otro lado de Nashville. El de los callejones, los bares y los pequeños estudios. Reinas de Motel, Lyra, Eveline, Christine, malos hábitos, luces de neón, lavanderías, calderilla con la que lo mismo te llega para otra cerveza, electrodomésticos estropeados y los Estados Unidos de Ninguna Parte. Nostalgia y decadencia, más pesarosa aún por venir de donde viene, desde una distancia tan escasa. Ya tan joven y ya tan jodido. Ya tanta amarga lucidez. Hay en Gabe Lee un tono conversacional, íntimo, casi de porche o de barra de bar ya muy tarde y vacío. Un extraño que te cuenta sus historias, le invitas a otra copa de lo que sea que esté bebiendo y luego se marcha. Farmland es el disco de esas batallas. El primero. El de la soledad y la bondad de los extraños. Pero la cosa no se ha quedado ahí. Esa etapa ya ha pasado. Ahora ha formado una banda. Ahora ha llegado el momento de sacudirse el polvo, comprarse (o robar) unas botas nuevas y ponerse a hacer ruido. Hasta ha coescrito un temazo con el tremendo Marcus King. Honky Tonk Hell acaba de ver la luz. Y lleva una sonrisa de heartbreaker instalada en la cara de oreja a oreja. Solo nos queda celebrar que siga saliendo gente así de entre los escombros de esa América perdida, de esa América que, quizá, jamás haya existido. «Alright Ok».

TOP BOY

 

No tengo ni idea de quién es el rapero canadiense Drake y, seguramente, su música, si la escuchara, no me interesaría lo más mínimo, pero si gracias a él, como he leído por ahí, Netflix decidió ponerse las pilas y retomar la producción de Top Boy, bendita sea su estampa.

La historia es que las dos primeras temporadas, de 4 episodios cada una, fueron producidas por Chanel 4 y en 2013 ahí quedó la cosa.

Siete años después, en 2019, aparece la tercera temporada de 10 episodios, como digo, de la mano de Netflix y, menos mal, porque es un pedazo de serie.

La acción de Top Boy se sitúa en Londres, en una zona del barrio de Hackney llamada Summerhouse.

Summerhouse está poblado en su mayor parte por gente de origen jamaicano, y si bien el nombre de esta zona es invención del creador de la serie, Ronan Bennett, el barrio de Hackney sí es real.

La última vez que recuerdo haber estado en Londres fue, cómo no, con mi socio y hermano Javi Lucini, no sé si fuimos a ver un concierto o simplemente nos largamos a la capital inglesa porque nos aburríamos y los billetes estaban tirados de precio.

Caímos en un hostal que nos costaba 10 libras y una noche quedamos con un colega inglés que nos había hablado de un garito muy molón en la zona de Brixton.

Nos costó encontrarlo y al llegar vimos que un rastafari enorme registraba a la toda peña que entraba. Supusimos que era buscando drogas en los bolsillos, pero al estar ya dentro comprobamos que todo el mundo estaba fumando porros como si no hubiera mañana.

El garito era, y no sé si seguirá siendo, algo digno de ver. Un jardín con puestos de comida caribeña, una sala de conciertos y otra sala enorme de luz tenue con mesas y una barra. Localizamos a nuestro colega sentado solo en una de las mesas, nos acoplamos con él y empezamos con las pintas de cerveza.

Por los altavoces sonaba música reggae, no muy de nuestro agrado, pero se compensaba con la buena pinta de toda la peña de color que habitaba el local. Teníamos la sensación de estar dentro de una película.

Con nuestro inglés chapucero de aquella época, según avanzaba la noche, le pregunté al colega que por qué registraban a todo el mundo al entrar si allí dentro fumar canutos parecía legal. Me miró como si yo fuera un pardillo y me dijo que el portero no buscaba droga, sino armas, hacía unos días había habido un tiroteo en la misma calle donde estaba el garito.

Nosotros no vimos nada raro en las horas que estuvimos allí, al contrario, a todo el mundo se le veía colocado y sonriente. Nadie nos dijo nada por ser blancos y la borrachera fue de las buenas.

Top Boy va de esos tiroteos que no vimos, de trapichear con drogas duras, de vivir en la calle, de ser negro y nacer en un barrio sin esperanza. Y está muy bien contado, sin el efectismo ni las hostias que tienen algunas series yankis.

Todos los actores que salen en Top Boy son completos desconocidos, al menos para un servidor. Y eso juega a su favor, más que interpretar, los actores parecen personas reales.

Si después de ver The Wire todos los que flipamos con la serie nunca olvidaremos al personaje de McNulty, después de ver Top Boy también se quedará grabado en nuestro cerebro el nombre de Dushane, si no, al tiempo.

De lo mejorcito que he visto últimamente, y eso que con tanto confinamiento estoy devorando series igual que devoraba todo el papeo que encontraba en la nevera de joven. Iba ciego de canutos a todas horas.

 

OLD CROW MEDICINE SHOW

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Live At The Ryman

(Columbia Nashville, 2019)

Charlie Louvin, poco antes de morir, miembro vivo más veterano del Grand Ole Opry, se lamentaba del derrotero que estaba tomando la música country en Nashville y, más particularmente, en el Ryman, la Iglesia Madre de la Música Country. Lo que en su día iniciara Chet Atkins con sus ostentosas producciones, aquel «sonido Nashville», cada vez más retractilado e insulso, había tomado las riendas de todo lo que recababa en «la Ciudad de la Música», había domado los caballos, convirtiendo hasta «lo forajido» en una fórmula y, como el propio Chet Atkins acabaría reconociendo, se les había ido de las manos. Los avezados comerciales de las discográficas, aguilillas del marketing, expertos en plástico, tratarían en todo momento de incorporar la palabra «country» a la fórmula, cuando la palabra aún gozaba de cierto prestigio, pero en el fondo el producto que manejaban no era más que un pop infecto y sin sustancia, lleno de lugares comunes. La nueva dirección del Opry estaba a otras, pero aun así Charlie Louvin decidiría permanecer; le dijeron muy amablemente que si no se encontraba a gusto se buscase otro sitio, evidentemente no era ni es país para viejos, pero él, ya digo, decidiría permanecer como miembro del Opry hasta el final, aunque solo fuese para dar por culo (y por respeto, a sí mismo y a todos sus fantasmas, por su hermano muerto, por las huellas de la historia, por los que le precedieron y por los que vendrían luego, por la memoria y por la apabullante tradición que impregnaba aquellos tablados). En 2001, el año en que admitieron a los Louvin Brothers en el Country Music Hall of Fame, en el cercano edificio del Ryman tocaban por primera vez los Old Crow Medicine Show, con Marty Stuart de mentor, presidente por aquel entonces del Opry. Una actuación de cuatro minutos («Tear it Down») que bastó para dar la vuelta a la tortilla e insuflar de vida a algo que parecía ya completamente desvanecido. El público del Opry es célebre por su parquedad, por su paralizante nivel de exigencia, pero aquel día ni se lo pensaron. Rara vez ocurría, pero como pasó en su día con la primera actuación de Hank Williams, todos se pusieron en pie para ovacionarlos y pedirles un bis. La cosa llegaría a oídos de Charlie Louvin, no hay duda. Y cruzaría los dedos. Ojalá no esté todo perdido, pensaría. Dos años después de su fallecimiento, en 2013, los Old Crow Medicine Show, fueron aceptados como miembros oficiales del Grand Ole Opry. Por dos malditos años, Charlie Louvin no pudo experimentar en vivo el milagro. Aunque por la magia y la energía que desataron los Old Crow a partir de aquella noche sobre el escenario del Opry (cuarenta actuaciones hasta la fecha), seguro que su esqueleto se sigue meneando y sonriendo bajo tierra, porque, jubilosamente, no todo estaba perdido y, en efecto, el círculo (como proclaman los Old Crow en el último corte de este disco en compañía de Charlie Worsham y Molly Tuttle) no se había roto. Este Live At The Ryman es una colección de once temas recopilados a lo largo de las apariciones de los Old Crow en el Ryman entre 2013 y 2019. Marty Stuart lo vio claro desde aquella mítica primera actuación. Los muchachos asaltaron la fortaleza y se apoderaron del alma del sitio y del público. Sacudieron el polvo y resucitaron a los viejos fantasmas. Y además se sintieron como Pedro por su casa. Tocaron con brío y aceleraron el ritmo. No se había visto nada tan punk desde, quizá, las actuaciones de Williams o Cash. La magia de aquella primera noche de sábado, de eso trata este Live At The Ryman –dice Marty Stuart en las notas del disco–, de la magia que invocaron y que contagió a todo el mundo. Una magia que se escucha, sí, pero que, sobre todo, se siente. Está la metanfetamina y el «Wagon Wheel», y por si eso fuera poco, está también el «Louisiana Woman, Mississippi Man», de Conway Twitty y Loretta Lynn cantado a dúo con una inmensa Margo Price. Pura vida. En serio. Música para hacerte sonreír y que te menees en la tumba, como el viejo Charlie.

TOM OVANS

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Honest Abe And The Assassins

(Floating World, 2005)

Ni página web, ni rastro mínimamente destacable en redes sociales. El caso de Tom Ovans sigue siendo un misterio. Salvo por algún comentario de algún comprador ocasional, ni reseñas ni artículos, puede que una o dos entrevistas peregrinas. Y, sin embargo, Tom Ovans, ya con trece magníficos discos a sus espaldas, fue el perpetrador de esta oscura y brillantísima obra maestra que hoy reseñamos, uno de los discos favoritos del reseñista, un álbum doble apabullante que merecería estar entre lo más insigne de la música popular estadounidense de los últimos veinte años (pero, como solemos decir, «el mundo es ancho y ajeno»). Puede que la reiterativa (y facilona) comparación con Dylan le haya supuesto una lacra, comparación que, más allá de la voz nasal y cascada, tampoco es que se sostenga demasiado, hablamos de imaginarios y perspectivas diferentes (Tom Ovans sigue con los pies en el asfalto y sin brillo en sus botas agujereadas, y está muy lejos de anunciar yogures o coches). La verdad es que uno se siente un poco Philip Marlowe al seguir el rastro de Tom Ovans. A los dieciocho abandona Boston y pone rumbo al oeste a golpe de dedo, como tantos otros jóvenes damnificados por lecturas beatnicks y películas de paisajes desolados, aunque él no creyera en nada de todo eso, simplemente quería ver lo que había al otro lado, porque era joven y tenía tiempo. Apartamentos abandonados, pensiones de mala muerte, suelos de casas de conocidos o, simplemente, bajo las estrellas. Berkeley a principios de los 70, con toda la psicodelia y, por supuesto, Big Sur. Luego Nueva York, una habitación de veinte dólares en la calle MacDougall (con la escena mítica de los folkies de Washington Square ya muerta y la aparición de los primeros punks), la típica habitación que cada noche te sacude y te advierte: «de aquí o te largas o te vuelves loco». Latas de sopa de pollo y la única compañía de su guitarra. Guitarra, mochila y músicos callejeros. Luego Cambridge, principios de los ochenta, todo demasiado intelectual, así que enseguida pone rumbo a Nashville, donde aún se respira algo del espíritu que dejaron Willie y Waylon. Es la época pre Steve Earle. Aún hay editoras, lugares en los que puedes llamar a la puerta con tu guitarra y tu lata de cerveza, entrar, sentarte y tocar tus canciones. «Ahora ya no, ahora es todo de cemento y metal». Nunca tuvo discos. Los discos no le enseñaron nada. Se lo enseñó todo la gente, cara a cara, de primera mano, fogatas y puentes. Sigue siendo así. Hoy, ya un poco más quieto, no tendrá en casa más de sesenta discos, sobre todo jazz y blues del año catapún, viejos 78 rpm que escucha con un solo bafle, para que suenen como fueron grabados. Diez años en Nashville haciendo de todo, trabajos de mancharse las manos para pagar el alquiler, manos sucias, dinero limpio. Compone y, de vez en cuando, le sale un bolo en algún garito. Poca cosa. Ve como Nashville comienza a irse a la mierda. La cosa engancha en Europa. Un distribuidor manda unas copias de sus grabaciones a Italia y allí es donde todo empieza a rodar. Sigue sin ser profeta en su tierra, pero nadie como él ha diseccionado el alma de su país, con sus canciones «bluesy» y polvorientas. Y nunca de un modo tan sobrecogedor como lo hizo en las treinta y una canciones de este Honest Abe and the Assassins. Él produce y toca todos los instrumentos (apenas guitarras y una armónica). Suena a disco grabado en una habitación de motel en medio del desierto. Entre canción y canción parece que uno va a oír las quejas o los jadeos de la habitación de al lado. O algo que lo mismo puede ser el petardazo de un tubo de escape que un disparo. Estruendo de tapa de cubo de metal contra el suelo cuando los coyotes merodean en la basura. El texto de presentación de las canciones pone los pelos de punta y merecería estar enmarcado en tu salón. «El nuevo Oeste está en ruinas. Dean Moriarty se ha ido. Las ciudades están atestadas, los hombres cruzan la frontera bajo satélites y estrellas. Las guerras se propagan, una nueva generación se tambalea en el frente. Johnny Cash ha muerto. Los viejos ríos corren. Estoy aquí sentado pensando en algo, en ese lugar al que necesito marcharme». Y sí, lo que acaba de salir por el sumidero de la bañera es un alacrán. Mientras se quede ahí, todo bien. Lo saludas. Los dos andáis un poco igual de tristes. Mañana será otro día.

THE SECRET SISTERS

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You Don't Own Me Anymore

(New West Records, 2017)

Dos niñas de Muscle Shoals, Alabama, cantando en la habitación de sus padres canciones sobre «hilos de plata», «agujas doradas» y «víboras de corazón frío» (sensación, ambiente y sonido que luego Dave Cobb les ayudaría a capturar en la producción de su primer disco, The Secret Sisters, en 2010). La cosa les viene de familia, el abuelo y sus hermanos tenían también su banda, The Happy Valley Boys. Ellas aprendieron a armonizar sus voces cantando a cappella desde pequeñitas en la iglesia. Las comparaban con los Everly Brothers. Estuvieron de gira con Bob Dylan, con Willie Nelson, con Paul Simon, con Levon Helm y con Ray Lamontagne, y grabaron un tremendo sencillo en el estudio de Jack White (por una cara el «Big River» de Johnny Cash y, por la otra, el tema folk tradicional «Wabash Cannonball»). El segundo disco lo produciría T Bone Burnett. No pegó tan fuerte como el primero. Y la cosa pudo haber acabado ahí. De repente, de la noche a la mañana, todo se desmorona. El sueño prometedor se transforma en pesadilla. Una demanda de un mánager al que despidieron. Su sello discográfico, Republic Universal Records, las echa por no cubrir las expectativas. No tienen dinero para pagar a la banda y salir de gira. Bancarrota a la vista. Laura se tiene que poner a limpiar casas para poder pagarse la hipoteca. Llama llorando a su hermana todas las noches. Apenas unos meses antes estaban en un backstage cantando «Your Cheatin' Heart» de Hank Williams con Elton John, John Mellencamp y Elvis Costello, o interpretando temas de los Everly Brothers en el Rock and Roll Hall of Fame delante del mismísimo Don Everly. Su hermana, Lydia, la anima a no rendirse. Es difícil, pero cuando se lleva en la sangre, no puedes huir, ni queriendo. Y, al final, aunque sin perspectiva, aguantan y resisten gracias a la música. Salen de la oscuridad componiendo. Canciones de dolor y de pérdida, pero también canciones llenas de luz (la luz que parece haberse apagado en sus vidas), nostalgia de cuando los tiempos eran más sencillos. Canciones sobre madurar. Puro country, al fin y al cabo. Es entonces cuando entra en escena, a lo deux ex machina, una de sus heroínas de toda la vida, Brandi Carlile. Las llama para que abran los conciertos de su próxima gira. Y entonces todo se vuelve a dar la vuelta cuando en la prueba de sonido de uno de los conciertos en Seattle, las dos hermanas se ponen a cantar una de sus nuevas canciones, «Tennessee River Runs Low» (el tema que abre el disco que hoy reseñamos). Carlile lo oye desde una de las sillas del auditorio, se queda perpleja (en declaraciones posteriores diría: «Son dos putos unicornios y no pude dejarlo pasar») y decide producirles su siguiente disco en el Bear Creek Studio, a las afueras de Seattle, con ayuda de un crowdfunding. Este maravilloso You Don't Own Me Anymore de 2017, su álbum más personal, con el que obtendrían su primera nominación a los Grammy en la categoría de Mejor Álbum Folk (que acabaría llevándose Aimee Mann por su Enfermedad Mental –no es que estuviera loca, es que se llamaba así el disco: Mental Illness–). Una obra de supervivencia y resurrección. De lucha y resistencia. De dos titanes. «He's Fine», el sexto corte, da igual las veces que lo oigas, directa al hígado y K.O. asegurado. Probablemente la canción que más veces ha sonado en este rancho en los dos últimos meses. La vieja religión de toda la vida, como dice el remoto góspel de los Jubilee Singers.

JOHN MORELAND

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LP5

(Old Omens/Thirty Tigers, 2020)

John Moreland ha logrado algo que, ya con lo que llevamos encima y a estas alturas del partido, pensé que jamás nadie conseguiría. Congraciarme con los samplers, los sintetizadores y las baterías programadas. Todo lo que, hasta hace dos días, me provocaba urticaria, náuseas e instintos criminales. Él dice que empezó con una guitarra porque no tenía más que una guitarra. Que luego ganó dinero y pudo comprarse más guitarras y aún así siempre seguía tocando con la misma guitarra. Y empezó a aburrirse de sí mismo. Así que decidió tomar el desvío, sabiendo que le lloverían críticas por su nueva «aproximación sónica», pero en eso sí que ha seguido siendo fiel a sí mismo (que es una de las cosas que nos sedujo desde su primer disco): se la sudaba. En esto, como en todo, si empiezas a preocuparte por lo que piensa la gente, pierdes la partida. Y te conviertes en un miserable. Con el anterior disco (Big Bad Luv) ya hubo un cambio. La gente empezó a conocerlo. Un gran sello y espaldarazo. La cosa se puso seria. Y ya fue estresante. Porque lo que llevaba haciendo años se convirtió, de la noche a la mañana, en un trabajo, y los trabajos apestan, se mire por donde se mire. Porque todo corre el peligro de volverse convencional, la autenticidad corre el riesgo de convertirse en una fórmula y entonces, hasta las viejas canciones empiezan a sonar a muerto. Es su hobby, su pasión y su diversión, sobre esto último. Sin diversión no merece la pena seguir intentándolo. Y todos esos nuevos elementos que aterrizan en este LP5 proceden precisamente de ese intento de huida de la parálisis; con la complicidad de John Calvin Abney, otro grande de Oklahoma, con quien ya viene colaborando de lejos, ha pasado de pantalla. También es la primera vez que John Moreland no se produce a sí mismo. Esta vez lo ha dejado en manos de Matt Pence, en The Echo Lab, un estudio de Denton, Texas, cuyo nombre casa bien con el nuevo sonido. Matt Pence (batería de Centro-matic) no solo había producido álbumes a Jason Isbell y Sarah Jaffe, también había producido un disco a Easter Drang, su banda favorita de Tulsa, así que lo vio claro. Y el resultado es brillante. Tampoco es que el cambio haya sido copernicano (como predecían algunos cenizos que habían oído algún adelanto en redes, casi al grito de: «¡Judas!» cuando lo del Dylan eléctrico; en cualquier caso, la gente, en general, es imbécil; con su anterior disco lo acusaron de «sobreproducido», cuando lo había grabado en el salón de su casa y en la mitad de las canciones puede oírse el aparato de aire acondicionado…), no hay pirotecnias ni soniditos. Aquí nadie se ha vuelto loco ni está intentando ir de moderno. No hay cupcakes ni jerséis de punto. Son las mismas, descarnadas, brutales canciones de siempre. Pero es como si hubiésemos pasado del blanco y negro (el glorioso blanco y negro) al technicolor. Los temas y el dolor siguen siendo los mismos (música con ecos de iglesia vacía, como han dicho por ahí), la diferencia, ya esbozada en su anterior trabajo, es que ya no canta desde el trauma (ya no tose sangre en cada línea), sino desde el recuerdo del trauma (como dice OD Jones, ha encontrado la paz en su ateísmo), así que el desgarramiento está pulido, tanto en las letras como en el tratamiento sonoro, pero sigue poniendo los pelos de punta, porque con la contundencia de su voz, toda esa tristeza (presente en el 99,9% de sus canciones) adquiere un tono elegíaco y al final, aparte de conmovedor, resulta iluminador y curativo. Y lo mejor es que suena espontáneo. Y sigue poniendo la piel de gallina.

LLEGAR A SER DIOS EN FLORIDA

 

A principios de los 2000, no recuerdo exactamente el año, me encontraba en el bar de un hotel de lujo de la ciudad de Nueva York, en el que me sentía más extraño que un pulpo en un garaje.

Lámparas con cascadas de luces colgando del techo, sofás tapizados de colores sobrios a juego con las alfombras que cubrían el suelo, camareros que te trataban de usted y cervezas a 9 pavos.

La cosa es que una pareja de colegas que vivían en la ciudad de los rascacielos por aquel entonces, se empeñaron en enseñarme lo que para ellos era el auténtico Nueva York, es decir, el lujo de Manhattan. Estaban decididos a que dejara de darles la chapa con los garitos cutres que tanto me flipaban de Brooklyn que iba descubriendo en mis interminables paseos por ese barrio.

Como eran ellos los que invitaban a las cervezas de 9 dólares, accedí, nunca digo que no a la cerveza gratis.

Por aquel entonces mi inglés dejaba un poco que desear y tenía que estar superconcentrado para no perderme en las conversaciones. Reconozco que, a veces, sonreía o asentía cuando lo hacían los demás, aunque no tuviera ni puta idea de qué estaban hablando.

Y ahí estábamos, bebiendo una cerveza tras otra, cuando llegan otros amigos de la pareja. Con cara de sorpresa empiezan a gesticular y a señalar en dirección a la entrada del hotel que se podía ver desde donde estábamos sentados. No entendía nada de qué iba la cosa pero decidí seguir el refrán de «allí donde fueras, haz lo que vieras».

No me enteré hasta el cabo de un rato de que lo que mirábamos era a la actriz Kirsten Dunst, que estaba esperando fuera del hotel a que viniera a recogerla un taxi amarillo.

No puedo decir con seguridad que yo la viera, estaba de espaldas, pero quiero pensar que la chavala de melena rubia, que calzaba botas de cuero hasta casi las rodillas, era ella.

En aquel entonces, Kirsten Dunst lo petaba con la primera peli de Spiderman, pero como ya os comenté en otra de las estradas del blog, a un servidor las pelis de superhéroes se la sudan, y como las posteriores apariciones de la actriz en las pelis de Maria Antonieta y Melancholia, me interesaron bien poco, no es una actriz a la que le haya dado mucha bola desde que la vi en Las vírgenes suicidas.

Pero, ahora que me acabo de chascar en un par de días la serie Llegar a ser Dios en Florida, ¡soy su fan número uno!

Basura blanca, cocodrilos, estafas piramidales, un parque de atracciones desahuciado a la sombra de los grandes parques de atracciones de Orlando, personajes estrafalarios con sobrepeso de tanto engullir helados y perritos calientes… Llegar a ser Dios en Florida tiene todo lo que nos gusta a la familia Dirty. Y, planeando por encima de todo ello, Kirsten Dunst, en el papel de Krystal Stubbs: una madre coraje sin pelos en la lengua, que igual que se disfraza de sirena para una valla publicitaria, a ver si con su encanto aumenta la afluencia al parque de atracciones en el que trabaja, se carga a tiros a un par de cocodrilos y los descuartiza en el garaje de su casa para poder comer cuando no llega a fin de mes.

Llegar a ser Dios en Florida es uno de esos descubrimientos que hay que agradecer al confinamiento de estos días.

10 episodios de pura comedia negra que se pueden ver en Movistar+ y que, como vuestro abogado, os recomiendo que no os perdáis ni de coña.

 

JAKE LA BOTZ

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Sunnyside

(Hi-Style Records, 2017)

Puede que os suene de vista. El preso tatuado que canta en Animal Factory (2000), la adaptación que dirigió Steve Buscemi de la novela de Edward Bunker (La fábrica de animales, editada por Sajalín). O un año más tarde, también con Buscemi (que se quedó encantado con él la primera vez que lo vio tocar la guitarra y cantar sus canciones en un bar lleno de humo en La Brea con Sunset, esa mezcla de tristeza y dolor, tintada de humor), como uno de los miembros de la banda Blueshammer en Ghost World, la adaptación al cine del cómic de Daniel Clowes. Buscemi también lo llamaría luego para un secundario de Lonesome Jim (Conociendo a Jim), con Casey Affleck y Liv Tyler. Aunque quizá recordéis más a Reese, uno de los mercenarios que acompañan a John Rambo en John Rambo (2008), el redneck tatuado que va cantando «The Wishing Well» en la barca, camino de la destrucción, o al tipo que hacía de Conway Twitty, la leyenda del country, en la tercera temporada de True Detective… Siempre quiso ser actor, desde canijo, por eso se pilló un traje no muy costroso en un local del Ejército de la Salvación y se puso a trabajar voluntariamente de acomodador en un teatro para poder ver las obras por la cara, para empaparse y estar cerca de la acción. Luego conocería a Buscemi en el estreno de una película y se harían amigos, lo demás es historia. Pero lo suyo siempre ha sido la música. Dejó el colegio a los quince y salió a la carretera. Frecuentó conciertos de punk rock, campamentos de vagabundos y bibliotecas. Esas fueron sus aulas. Trabajó de techador, de calderero, en una fábrica de grafito y escribiendo obituarios. Hubo heroína de por medio. Y mientras tanto aprendió también a tocar la guitarra. Tocó en las calles y en los garitos infectos y no tan infectos de Nueva Orleans, Chicago y el Delta del Mississippi, donde se hizo colega de los grandes bluesmen de la era prebélica, gente como David «Honeyboy» Edwards, «Homesick» James y »Maxwell Street» Jimmy Davis. También tocó en iglesias y en estudios de tatuajes, donde le dejaran. Padeció y se tatuó mucho por el camino. Luego, en 2006, sería el creador del Tattoo Across America Tour, la primera gira mundial de tiendas de tatuajes. Y abriría conciertos para gente de la categoría de Ray Charles, Etta James, Dr. John, Mavis Staples, Buddy Guy, Taj Mahal, John Hammond, The Blasters y Tony Joe White. Ahí es nada. En este disco que reseñamos hoy, penúltimo hasta la fecha y octavo desde aquel maravilloso Original Soundtrack to my Nightmare de 1999 con el que debutó, hay un recuento de todo el camino. Por ahí dijeron que contiene sombras de todos sus desvelos: Merle Haggard, Charles Bukowski, Jim Jarmusch y Sid Vicious, todo en uno. Producido además por Jimmy Sutton, domador de fieras como JD McPherson y Pokey LaFarge. Rock 'n roll groove y doo-wop. No el blues que escuchaba tu padre, dicen, sino una cosa desbastada y dura, con historias de los rincones más sombríos de Estados Unidos. También es profesor de meditación. Budista Tibetano del linaje del maestro Chögyam Trungpa, como muchos otros que padecieron la carretera norteamericana antes que él. Un gran tipo.

JEFFREY FOUCAULT

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Shoot The Moon Right Between the Eyes.

A Collection: Jeffrey Foucault Sings the Songs of John Prine.

(Signature Sounds, 2009)

Se nos marcha John Prine y se nos va quedando un mundo cada vez más infecto (anda que no es larga la lista de quienes podían haberse ido en su lugar, gente cuya ausencia no habría tenido el menor efecto, salvo si acaso, en el círculo familiar –y puede que ni eso–). Ayer, la gente del mítico Festival Folk de Newport, colgó generosamente el audio entero de su concierto de 2017 (https://www.newportfolk.org/john-prine). Estaba en plena forma. El sonido es magnífico. En distintos momentos se le unen Roger Waters, Nathaniel Rateliff, Justin Vernon, Jim James, Lucius y nuestra queridísima Margo Price, que presta su voz para el dúo de «In Spite of Ourselves», una versión que te hace sonreír todo el rato. Pese a su aspecto delicado y el ensañamiento de la enfermedad, sobre el escenario, todo parecía indicar que aún nos quedaba John Prine para rato. Pero no ha sido así. En apenas dos o tres días, las redes se han inundado de tributos y homenajes. También una lástima que alguien tenga que morirse para que la gente se apunte al carrusel del reconocimiento, esa especie de competición de a ver quién lo ha oído más o ha sentido más hondo su pérdida (primera noticia hasta hoy). Por eso creo que no puede haber mejor homenaje que irse lejos. Y por eso hemos elegido este disco para recordarle. Con este, ya serán tres los discos de Jeffrey Foucault que hemos reseñado en este espacio. Pasa a ser, por tanto, nuestro artista más comentado. Y no es casualidad, porque Foucault siempre ha sido uno de nuestros preferidos. Honestidad, buen hacer y pocos fastos. Este disco, además, es uno de nuestros discos favoritos, no de él, sino de la vida entera. Con Prine vivo, Jeffrey Foucault quiso homenajearlo y mostrar sus cartas sobre la mesa. Declaración de principios con la que se ganó ipso facto nuestros corazones. Y mira que no hay cosa más cansina que un disco tributo. Por lo general, al menos en esta casa, los detestamos. Pero esto es otra cosa, no es un ejercicio pasajero de vanidad, no es sumarse a ninguna moda. Es un acto de fe. En el disco, aparte, no hay florituras. Guitarra, voz y poco más. Porque las canciones de John Prine son tan perfectas que hasta en su crudeza más desnuda hacen su trabajo. Oír hoy el tercer corte, el modo en que Foucault interpreta casi a pelo el «He Was In Heaven Before He Died» resulta conmovedor. Él ya lo tenía en los altares mucho antes de que todo el mundo se apuntara a la fiesta mortuoria. Y se atrevió a sacar un disco como este, en un mercado como este, cuando la gente estaba a otras cosas (si bien es cierto que un año después saldría el Broken Hearts & Dirty Windows: Songs of John Prine, aunque en su propio sello, Oh Boy Records, que obviamente no es lo mismo: la lista de artistas que interpretan sus temas es pasmosa, pero el resultado, como suele suceder con los discos tributo, es bastante irregular). Cuenta Jeffrey que oyó a Prine por primera vez a los 17 años, lo oyó por primera vez, aprendió a tocar la guitarra y empezó a beber café, todo en la misma semana. Lo del café fue, precisamente, para no quedarse dormido por las noches mientras aprendía a tocar las canciones de John Prine con la guitarra de su padre. Este álbum, tiempo después, sería, en efecto, un regalo para su padre. Un año de días sueltos sentado en el despacho con paneles de madera (muy buena acústica) del director de un banco ya extinto con un par de viejas guitarras y dos o tres micros «tratando de encontrar la puerta de un puñado de canciones que siempre había amado, canciones que, como igual te habrá pasado a ti, siempre anduvieron rondando por la mesa de la cocina». Estaba sin blanca cuando lo acabó y ni mucho menos aquel iba a ser un disco que fuese a sacarle de pobre. A ver quién se atrevía a sacar semejante artefacto. Pero Jeffrey insistió y logró convencer a Jim Olsen para que editara una tirada limitada en Signature Records. Y ya está. Cuando saltó la noticia de su muerte Jeffrey recordó esta historia en sus redes. De todo el circo fúnebre ha sido lo más bonito y emocionante que se ha dicho. «No lo conocí en persona, nunca fui telonero suyo y no sabía más de él que lo que puedas saber tú. Pero su música siempre fue como ir a misa, y me siento muy agradecido». Amén. Guardamos este disco como oro en paño.

THEO LAWRENCE

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Sauce Piquante

(Tomika Records, 2019)

Hace poco operamos al revés. Al hablar de los Swamptruck dejamos el spoiler para el final. Os dejamos empaparos en los pantanos de Louisiana, con cocodrilo y moonshine, solo para ver la cara que pondríais al final, cuando os dijéramos que la banda era de las marismas de la Inglaterra oriental, rednecks de los Fens, de pinta y fish and chips, a unos ochenta kilómetros de Londres. Ahora el spoiler va de entrada: no lo creeréis cuando lo oigáis, pero Theo Lawrence es de Gentilly, de Valle del Marne, de la región de Isla de Francia. Oh là là. Chúpate esa. Y se ha marcado uno de los discos más divertidos, eclécticos y originales de 2019. Tiene todo lo que nos gusta. Es una fiesta. Están los Texas Tornados y el Sir Douglas Quintet (Doug Sahm, ¡cómo te extrañamos!), hay cajún y sabor a gumbo, mucho Louisiana y puro rock 'n' roll de aquel Memphis mítico de los cincuenta, hasta Roy Orbison y un poco del boom-chicka-boom de los Tennessee Two en «N.O.I.S.E», si me apuráis. Y, sobre todo (y este es el momento en el que al reseñista se le ponen los pelos de punta), en temas como «Judy Doesn't Live There Anymore» o «Lonely Together», hay momentos en los que uno cree estar escuchando al inmenso Mickey Newbury. Todo un gesto de rendición y amor a la música estadounidense, un trabajo de orfebre grabado entre Valdosta, Georgia (con Mark Neill, productor del Brothers de los Black Keys), y París, Francia (a las órdenes de Louis-Marin Renaud). Una auténtica joya. El disco es, además, todo un viaje, un viaje que podría ser un reflejo de la propia peripecia sentimental de Theo Lawrence, ese sentimiento de desplazamiento, desubicación e incluso extrañamiento tan de directores alemanes rodando películas en Estados Unidos y llegando más a la raíz que los propios directores estadounidenses (pensamos en Paris, Texas, por supuesto) y que podría cifrarse en las letras de dos canciones. En el segundo corte del disco, «Baby Let's Go Down To Bordeaux» hay una necesidad de volver a casa y empezar de nuevo, olvidarse del Golden Gate, de las palmeras y del árido sol y regresar a Burdeos para formar una banda de rock 'n' roll con los colegas, Oliver, Thibault, Bastien y Julien. Pero luego está la cara B, el tema que cierra el disco, «They Don't Like Me Where I From» [«No gusto en mi tierra»], de nuevo con un tono muy de Mickey Newbury, muy de cosa también muy nuestra, por cierto, eso de rechazar siempre lo nuestro, en este caso, quizá, por cantar en inglés y hacer música de fuera (sin importar lo buena, auténtica o emocionante que sea): «No vienen a mis conciertos / No soy bienvenido en la mesa / No se ríen de mis chistes / Bueno, supongo que así son las cosas // No quieren verme triunfar / No gusto en mi tierra». Pero ni falta que hace. Deke Dickerson, en la nota que escribe en la contra del disco, lo tiene bastante claro. Le llegó un avance del disco cuando estaba quedándose en el apartamento de un amigo en París. «¿Quién es este tío?», preguntó. «Theo Lawrence», le respondieron. A medida que iban pasando las canciones, cada vez estaba más impresionado. La precisión y la habilidad con que estaban escritas las canciones. El propio Theo lo ha dicho en alguna entrevista. Para él, escribir una canción es como hacer un mueble. Trabajo de ebanista y, como decíamos antes, de orfebre. Y al final Dickerson acaba con una sentencia incontestable: «Justo cuando había perdido toda esperanza, algo como esto llega navegando por el río de la música hasta mis manos. Por lo que parece sigue habiendo futuro, bastan tres acordes y una mente joven y fértil. Si este disco no es un éxito, ¡me como mi sombrero!». Nos sumamos a su apuesta de cabeza con nuestro viejo Stetson.

TIGER KING

 

¡Madre mía, es tal el desfase en la serie documental Tiger King, que no sé ni por dónde empezar!

Después de ver de cabo a rabo los siete episodios en Netflix en una tarde, Harry Crews me parece un escritor costumbrista que, durante toda su obra, se dedicó a narrar la vida de sus congéneres.

Mogollón de tigres enjaulados a los que se les trata como si fueran los gatitos esos que salen en las fotos de Instagram, un colega que se pasea subido a un elefante por las calles de su pueblo en Carolina del Sur, poligamia white trash gay, poligamia hippy heterosexual, tipos sin dientes por el consumo excesivo de metanfetamina, metralletas de camuflaje rosas, pistolas, explosiones… y así podría seguir soltando perlas hasta hartarme.

El maestro de ceremonias, el héroe de todo este zoo, es Joe Exotic, dueño del Greater Wynnewood Exotic Animal Park, situado en la localidad de Wynnewood, Oklahoma.

Joe Exotic, con su peinado mulllet rubio platino, su revólver colt al cinto, sus canciones country en tonos pastel y más labia que un telepredicador, es el auténtico Tiger King del que toma nombre la serie.

Como todo Rey, Joe Exotic tiene su antagonista, en este caso es Carole Baskin, supuesta activista por los derechos de los felinos, y su organización Big Cat Rescue, con base en Tampa, Florida.

La vida de esta buena mujer, que gusta de llevar una corona de flores como si fuera una ninfa entrada en años, es de traca, pero para saber por qué hay que ver Tiger King.

Me muerdo la lengua, no quiero reventaros la serie.

¡Dirty Family no os perdáis Tiger King ni de coña, según pasan los episodios cada vez es mejor y más delirante! 

Os lo digo, como siempre, como vuestro abogado.

 

DARRIN BRADBURY

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Talking Dogs & Atom Bombs

(ANTI, 2019)

Ha querido la casualidad que fuera también en marzo, hace ahora tres años, cuando reseñamos el primer disco de Darrin Bradbury, Elmwood Park, y lo que ya entonces insinuábamos entre líneas, no ha hecho sino confirmarse, hasta el punto de que ya hoy nos atrevemos a decir, sin ningún apuro, que sí, que en efecto, que si Mark Twain viviera y se pusiera a escribir canciones, escribiría exactamente estas canciones, las canciones de este maravilloso cronista satírico de tu día a día y del mío que es el impecable y siempre desternillante Darrin Bradbury. Ser capaz de encontrar el humor en la costra dura de la vida, hacer canciones que te hagan sentir mejor y que estén siempre ahí para cuando necesites que alguien te baje un poco los humos y puedas poner un poco tus dramas en perspectiva: porque hay tristeza y hay belleza, sí, pero también hay risas. Bradbury logra desprender toda la presunción y el engreimiento, toda la fatuidad y la jactancia, el engolamiento y la altanería, de los cantautores tristes, las necedades insustanciales de los poetastros envanecidos, con una sencillez y una maestría absolutas. No en vano su madre fue payasa de circo. Él, ya a los siete años, lo tuvo bastante claro: o cantante o dibujante de cómics, Billy Joel o Calvin & Hobbes (las más tempranas influencias que siempre cita). Contar historias, en definitiva (porque se ve que su caligrafía y su gramática rozaban lo criminal y lo de novelista hubo que descartarlo, así que se agarró a una guitarra y dejó lo de ser Hemingway para luego). El descubrimiento a los dieciocho (que es la edad buena para descubrir estas cosas, luego ya el efecto es más intelectual y profiláctico) de Dylan, Kerouac y Paul Simon, le hace lanzarse a la carretera y, en menos de un año, ya se ha visto treinta y ocho estados. En Nashville, durante tres meses, en pleno invierno, duerme en su Ford Focus en el aparcamiento de un Walmart con su bajista en el asiento del acompañante. Huck y Tom Sawyer, ahí los tienes, acudiendo por las noches a todas las sesiones de micrófono abierto en las que les dejan entrar. Y de ahí para arriba, un arriba pequeñito, pero constante, hasta llegar a este «Perros parlantes & Bombas atómicas», título del disco y canción que le presta el nombre, sobre la decepción y la incertidumbre, con ese hombre del tiempo que dice que va a llover hasta que deje de hacerlo, lo mismo mucho o lo mismo poco, como la puta vida misma, en la que nadie tiene ni la más remota idea de qué va a pasar en el minuto siguiente, como les pasa también a esas dos ardillas de la segunda canción que ves desde la mesa mientras desayunas, todo muy bucólico y muy bonito, Romeo y Julieta, míralas cómo retozan y se quieren, pero en la siguiente frase baja un halcón y se lleva una, y puedes reírte o no, carcajearte o hundirte en la depresión, tú mismo. Pero entre la risa y el llanto, hay una decisión, una postura moral, pastilla azul o pastilla roja. Ni solazarse en el dolor ni huir de él, sino habitar en ese término medio que es la risa (aunque sea risa de payaso triste). Lo dice él mismo en la canción que canta con Margo Price («The Trouble with Time»), «a veces me paseo por lo chungo solo por pasear a tu lado». No hace falta decir más. Lo que no dice lo dice todo. El disco, de hecho, no llega ni a la media hora. Diez canciones perfectas, la duración media de las canciones será de unos dos minutos y medio, poco más. Myke Davis, en Folk Radio, ha dicho que lo que mejor ejemplifica su estilo idiosincrásico está en las primeras líneas de la primera canción: «Si mi perro pudiera hablar probablemente diría: / «Levanta el culo, que ya llevas hoy un buen rato apoltronado en el sofá» / Y si la gata pudiera expresarse sabes muy bien que no diría nada / Pero lo que no se dice es lo que siempre parece doler más». Las canciones, entre risas, dejan esos huecos. Y ahí, en efecto, es donde duele. Es donde duele pero también por donde entra la cura. Un auténtico genio. Gracias, Huck.

KALYN FAY

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Good Company

(Horton Records, 2018)

Tulsa, Oklahoma. Oyes los primeros rasgueos de la primera canción, «Good Company», a los trece segundos entra la voz y ya está. Fin de la reseña. En serio. Reinicia el ordenador. Apaga y enciende el router. Llama al servicio técnico. Esa voz. Te ha roto. Y poco más se puede añadir sin hacer el ridículo. Has quedado atrapado en sus redes, no puedes dejar de escucharla, canción tras canción. Es hipnosis y lo sabes, pero quieres más. Cuando el disco acaba (porque la vida es así de miserable) con esa increíble versión del «Dressed in White» de Malcolm Holcombe (bastaría con esto para iniciar un culto y levantar un templo), quieres más, lo quieres todo, quieres saber quién es, de dónde ha salido, de dónde procede esa voz, cómo es posible que te acaricie de esa manera, que te hable con esa sencillez, que te cante tan conversando y que te llegue tan hondo. Y vuelves a poner el disco desde el principio y sigues sin entenderlo, algo pasa en Oklahoma, ya lo hemos dicho en más de una ocasión, el aire, el agua, qué se yo (en el disco hay colaboraciones de John Fullbright, Jared Tyler, Lauren Barth, Carter Sampson, todo brillo, «Oklahoma Hills», ella cita a John Moreland entre sus influencias), y cuando te quieres dar cuenta descubres que han pasado varios días y que ya ni sabes la de veces que has podido oír el disco. Y lo vuelves a poner. Y comienzas a bichear por las redes. Y descubres que hay sangre cherokee. Ella ha viajado, ha vuelto a casa y se ha vuelto a largar. Y su voz lo transmite. Hay vulnerabilidad y confesión, una calidez que parece dirigirse solo a ti, como de amiga íntima (que Cat Power salga a colación en algunas reseñas, no es tontería). Si ya con su primer disco (Bible Belt) te comprimía el corazón con sus veintiséis años y su desgarradora honestidad, con este ya la cosa es de hincarse de rodillas y prometerle lo que quiera. Su padre escuchaba a Michael Jackson y a MC Hammer, su madre era más de Whitesnake, pero ella hace esto y se ríe cuando lo cuenta. Los tatuajes que cubren sus brazos y sus piernas relatan la historia de su sangre mestiza, de sus contradicciones, de su lucha: madre de raíces franco-irlandesas y padre cherokee: profetas del Antiguo Testamento frente a Awi Usdi, el espíritu ciervo. En su música está, por tanto, el Cinturón Bíblico, la cosa sureña baptista, claro, pero también está poblada de creencias nativas, de búhos y de pumas. Y su voz, ahumada, delata noches empapadas de whisky, desde Tahlequah hasta Tulsa. Peleas con amantes bocazas, dice ella, a los que lo mismo les habría convenido mantener la boca cerrada. Lap steel. Violín. Dobro. Oklahoma, otra vez. Good Company es una carta de amor a casa dirigida desde Little Rock, Arkansas, donde ahora vive, estudia arte y graba. La canción que da título al disco, os lo aseguro, tiene algo de magia chamánica. Es medicina buena, como dicen los indios. Buena compañía, sin duda. Y poco más se le puede pedir a un disco. Así que ya me puedo bajar tranquilo de esta reseña (para ponerme otra vez el disco). Porque sé que os dejo en buenas manos… De nada.

ZEROZEROZERO

 

¡Madre mía, la de vueltas que puede dar un cargamento de cocaína hasta llegar a las narices de la peña!

En el caso de la serie Zerozerozero, tiene que llegar en barco desde Monterrey, México, hasta Gioia Tauro, Italia, pasando al final por más manos que un turulo hecho con un billete de 20 euros.

El transporte, en un principio bien planeado, con sus sobornos y todo en regla, se va liando hasta que no queda títere con cabeza.

No me voy a poner a enumerar los países y ciudades por los que pasa la coca, porque sería destripar la serie, solo decir que ni Willy Fog con su vuelta al mundo.

Un servidor, de todas las ciudades que salen en Zerozerozero, solo ha estado en Nueva Orleans, que es de donde es, en la serie, la familia Lynwood, padre y dos hijos, los encargados del transporte de los «jalapeños». 

Y todo bien, estuve solo un par de días haciendo el sonido para el rodaje de un documental que nos llevó a cruzar más de 12 estados de la Unión.

Pennsylvania, las dos Virginias, las dos Carolinas, Arkansas, Georgia, Alabama, Mississippi, Lousiana, Tennessee y Texas

15.000 kilómetros en dos semanas y media, desde Nueva York hasta Galveston, Texas, y vuelta. 

En su momento, me pareció una paliza, ahora, después de ver Zerozerozero, entiendo que fue moco de pavo.

La serie de 8 episodios está basada en la novela homónima del señor Roberto Saviano, que de estas cosas del narcotráfico sabe un rato.

Los Lynwood son interpretados con tremendo nivelazo por Andrea Riseborough, Dane DeHaan y Gabriel Byrne. Y esto solo por citar a las estrellas. Todos los actores están finos finos, y los personajes son complejos, con una doble moral que, en algunos momentos, entiendes muy bien, dadas las circunstancias y, en otros, detestas.

No me voy a poner técnico con la dirección y el guión, siempre me han parecido un coñazo las revistas de cine con artículos interminables en los que tienes que leer la frases dos veces para medio entender algo, pero ya veréis, pura clase.

En fin, veo que mucha gente anda preguntando por las redes qué ver y dónde en estos días de confinamiento. 

Aquí va con Zerozerozero mi aportación, y se puede ver en el canal Amazon Prime.

 

CHRIS KNIGHT

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Almost Daylight

(Thirty Tigers, 2019)

Han pasado siete años desde su anterior disco. Este es el noveno desde que debutara en 1998 con el extraordinario Chris Knight, doce años después de haberse decidido a escribir canciones al oír a Steve Earle por la radio y debutar seis años más tarde en una de las noches de cantautores del mítico Bluebird Cafe. Nunca había pasado tanto tiempo entre disco y disco. La explicación es bastante sencilla (y ojalá tomara buena nota el 99% de la «industria»): «Si no tengo nada que merezca la pena decir, no abro la boca». Dice que es complicado saber cómo va a reaccionar la gente. En todos estos años ha escrito canciones sobre un montón de cosas, sobre todo sobre las tenaces e inhóspitas vidas de la gente de clase obrera de su estado natal, Kentucky, pero la gente parece seguir creyendo que de lo único que escribe es de «alguien que mata a alguien». Tampoco es que le preocupe demasiado (aunque ahora dice que mata a gente con amor, y se ríe). Si a la gente le gustan sus nuevas canciones, bien, porque no piensa hacerlo de otra manera: «un solitario taciturno con una guitarra acústica y un título universitario», como diría en su día el New York Times. El respeto se lo ha ido ganando a pulso, a golpe de pico y pala. Pero en estos ocho años han pasado cosas. La contundencia y el poderío de este Almost Daylight nos pilla un poco de sorpresa. Es la fórmula habitual, personajes rurales, hombres desesperados y supervivientes (avatares de sí mismo), y en su guitarra sigue sonando la tierra que lleva incrustada en las manos, porque cuando no compone o está en la carretera, sigue trabajando la tierra, con todos sus humillaciones y desencantos. Lluvia y barro. Animales enfermos. Cosechas malogradas. Su voz se ha hecho mucho más rasposa. Hal Horowitz la ha descrito como si Steve Earle se hubiese tragado a John Mellencamp y a Ryan Bingham. Pero ahora hay más, la desesperación parece haberse atemperado y asoman testamentos de compasión, redención e, incluso, de amor. Hay ternura. Puño y corazón abierto. Produce Ray Kennedy y en la banda podemos encontrar las guitarras abrasadoras del fundador de los Georgia Satellites, el glorioso Dan Baird; la instrumentación se ha vuelto más profunda, siguen presentes los Apalaches donde tienen que estar, con el banjo, el violín, la armónica y la mandolina, pero también hay coros de Lee Ann Womack, un Hammond B-3, un acordeón y un Wurlitzer. Tenso y crudo, menos acústico. Y dos rendiciones. La versión del «Flesh and Blood» de Johnny Cash, que ya había aparecido en el disco tributo al Hombre de Negro que sacó Dualtone en 2002 (Dressed in Black), y una versión del «Mexican Home» de John Prine que te pone los pelos de punta. Él siempre ha afirmado que de chaval llegó un momento en que se sabía de memoria entre treinta y cinco y cuarenta canciones de John Prine. Siempre ha sido un referente. Y esta canción llevaba años tocándola en la cocina. Hasta que por fin dio con la clave. Cuando John Prine se une a mitad de canción, todos los males del mundo se van por el retrete. Lágrimas como puños. Ojalá no tengan que pasar otros ocho años para volver a sentir este sobrecogimiento. Para que luego digan que ya no hay héroes. Como decía Leonard Cohen a propósito de otro Knight al final de otra canción («Be For Real», de The Future): «Thanks for the song(s), Mr. Knight».

WATCHMEN

 

Que vaya por delante que no soporto ni los cómics ni las películas de superhéroes.
La lucha entre el bien y mal sin ningún matiz no va conmigo.
Spiderman me parece un noño, Supermán un bobo y el peor de todos es Batman. Que un pijo, con mayordomo incluido, tenga una revelación tras la muerte de sus padres, se enfunde un traje de murciélago y decida salvar a la peña, no me lo trago ni con un litro de cerveza.
Dicho esto, y sabiendo que Alan Moore y Dave Gibbons están tras el cómic en el que se basa la serie de Watchmen, el otro día le di una oportunidad al ver que en HBO ya estaban colgados los 9 episodios.
Y me alegro, no me gustó la película de Watchmen, pero sí la serie creada por Damon Lindelof.
La historia se sitúa en Tulsa, Oklahoma, en un mundo paralelo que transcurre 34 años después de la acción de la película, vamos, que no es un refrito.
La verdad es que la trama es un poco marciana y difícil de explicar, pero como no me gusta dar detalles a este respecto en los blogs, problema que me quito de encima.
Sí decir que aunque la serie sigue el tópico de que los rednecks son los malos y la poli, los superhéroes y las minorías raciales los buenos, las líneas entre estos grupos están difuminadas y eso hace que Watchmen se desmarque de las demás historietas de superhéroes, con su o blanco o negro que ya comentaba al principio.
Entre los actores se pueden ver caras conocidas como las de Don Johnson, Jeremy Irons o Louis Gossett Jr., viejos guerreros de la interpretación, y eso siempre mola.
Y nada más, en mis viajes por los USA nunca he estado en Oklahoma, así que hoy no hay batallitas de un servidor al respecto.
Ya llega el finde, si no tenéis nada mejor que hacer, a darle caña a Watchmen, se pasa un buen rato.