AARON BOYD

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Until the End

(Aaron Boyd, 2019)

Stanton, Kentucky. Salida 22. «El puente natural hacia las Montañas». En el último censo no llegaban a dos mil ochocientos habitantes. El Festival del Maíz en agosto, el Festival de la Calabaza en octubre y la feria del condado con sus carreras de tractores y sus competiciones de «agarra al puerco grasiento». Poco más, aparte de la biblioteca. Un tal Woody Stephens, entrenador de pura sangres que entró en su día el Salón de la Fama. Y toda esa ansiedad que se desprendía de la canción «Small Town», de Lou Reed y John Cale (ellos hablando del Pittsburgh de Warhol): «Cuando creces en un pueblo pequeño, sabes que acabarás languideciendo en un pueblo pequeño, porque un pueblo pequeño solo es bueno para una cosa: para detestarlo y para convencerte de que te tienes que largar». Y más aún si lo que te cerca son los Apalaches. La ansiedad de no poder hacerlo, al menos nunca del todo, por tenerlo incrustado dentro, sin importar toda la carretera y todos los bares que te recetes. Así que algo habrá que hacer. La solución está en lo que le responde Jonathan Davis, cantante de Korn a Neil Strauss en Todos te quieren cuando estás muerto: Jonathan le pregunta al escritor qué opina de Bakersfield. El escritor le responde: «Es un lugar de mierda para vivir y un lugar de mierda para visitar». A lo que Jonathan concluye (triunfalmente): «¿A que estás muy cabreado y quieres formar un grupo llamado Korn? Ahora ya lo entiendes. Y solo has pasado aquí unas horas». Pues eso. Aaron lo mismo. La música como escapada. No solo escucharla (Jason Isbell, Blaze Foley, The Steel Woods, John Prine… toda esa gente que ya ha cantado lo que a ti te duele), también, durante un tiempo, hacerla, tocando la batería y quemando neumático en la banda de Justin Wells, que es el asfalto sobre el que se irán fraguando sus primeras composiciones. Dice Aaron Boyd que, al principio, estas canciones no las escribió para ser grabadas ni escuchadas, que fueron una especie de mecanismo de supervivencia, cosas que necesitaba sacarse de dentro, cicatrices que no habían terminado de cerrar, una forma terapéutica de escapada, de crecimiento personal, un intento de dejar atrás mucho dolor y mucha tristeza, muchos demonios. La vieja lucha contra la adicción («Reconcile»), amigos que se quedaron en el camino (la canción «Peace of Mind (Jeff's Song)» compuesta en el porche de su casa con un paquete de cigarrillos y varias latas de Budweiser después de haber ido al hospital a visitar a su mejor amigo y mentor, agonizante, es demoledora), abandonos y renuncias, errores, gente amada que no pudo más y que se rindió o huyó… Al final, una manera de soltar lastre, de dejar atrás toda esa tristeza, todo ese pueblo pequeño. Las nueve canciones de Until the End son precisamente las crónicas de esas batallas personales, íntimas, que Aaron necesita olvidar o digerir para poder pasar página. Canciones que, en un principio le daba cierto pudor mostrar a la gente pero que, después, al ver la reacción de quienes pudieron escucharlas en petit comité, de puertas adentro, decidió sacar a la luz. Porque al final el dolor es el mismo para todos. Y lo mismo que cantarlas, escucharlas también puede ser benéfico. Blaze Foley lo hizo por él, así que lo mismo él podría llegar a hacerlo por otros. Y lo hace. Lo ha hecho.