OLD CROW MEDICINE SHOW

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50 Years of Blonde On Blonde

(Columbia, Nashville, 2017)

En enero de 2016, Peter Cooper, del Country Music Hall of Fame® and Museum, se topa con Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, en una tienda de discos de East Nashville y le hace la proposición indecente: colaborar en la celebración del cincuenta aniversario de la grabación del Blonde On Blonde (1966) de Dylan. A los pocos meses, el 12 y el 13 de mayo, los Old Crow interpretan el álbum entero, de cabo a rabo (el primer álbum doble de la música pop, 43 páginas de letras para memorizar; eso, dice Secor, fue lo más jodido) en el CMA Theater y el 28 de abril se edita la grabación en vivo de lo sucedido en aquellas dos veladas. Del disco de Dylan poco se puede añadir, la secta dylanita ha hecho correr ríos de tinta sobre lo que es y supuso. Para los Old Crow, sin ser ni por asomo su álbum favorito de Dylan, tiene una significación especial que prima por encima del resto. Dylan tuvo los huevazos de grabar en Nashville lo que Secor ha llamado «su reencontrada voz rocanrolera». Y al hacerlo abrió de par en par las puertas de la música country. Dentro olía fuerte a naftalina. Con su irrupción, ventiló el cuarto. Desapolilló los armarios y los altillos. Le quitó telaraña a la cosa (que bien que le hacía falta). Y gracias a aquel desenfado, aunque la puerta volviese poco a poco a cerrarse, fue posible que cosas tan luminosas y entusiasmantes como los Old Crow Medicine Crow, antes de que alguien se inventase la etiqueta prestigiosa del Americana, con sus banjos, sus violines y su fanfarroneo camorrista de banda acústica con actitud punk, nueva piel para la vieja ceremonia, se colasen por la rendija. Tampoco ellos lo tuvieron nada fácil para encontrar la aprobación de la rancia y herrumbrosa comunidad Nashvillita. Blonde on Blonde, medio siglo después, para los OCMS era, claramente, el esqueleto oculto en el armario, el hijo bastardo de Nashville. Un disco que invitaba a hacerle un calvo a la escena del Music Row. ¡¿Cómo no celebrarlo?! Eso sí, amplificando un poco la cosa, claro, metiéndole energía y velocidad. Country, folk y rock n’ roll, tanto acústico como eléctrico, con sus dosis de hillbilly y de hokum (a lo minstrel show anfetamínico), impulsado por un poco de góspel y de blues a lo Hava Nagila... El resultado es dispar, pero la energía es incontestable y, desde el principio, te tatúa una sonrisa en la cara. Te jode no haber estado allí. Maldita sea. Pero algo ha quedado en los surcos. Cuanto más se alejan de Dylan, cuando más suenan a sí mismos, mejor es el resultado, como en el caso de la gloriosa versión de «Obviously 5 Believers», que levanta a los muertos de sus tumbas. Aunque hay momentos de rendición absoluta al original, muy emotivos, como en «4th Time Around»… Y todo esto para decir que en los tiempos que corren, de tan poca originalidad y tan baja estima (discos infumables de dúos, recopilatorios, directos innecesarios o la mamarrachada de volver a grabar un disco antiguo, como resulta que ahora ha hecho nuestra admiradísima Lucinda Williams –aunque seguro, en su caso, que con un resultado más que admirable–, de alguna manera hay que facturar, amigos, que lo de la música está cabrón…), un disco como este, en espera del siguiente álbum de estudio que andamos esperando como agua de mayo, es muy de agradecer. Sin tonterías. Respeto y admiración. Y la felicidad de saber que Mona Lisa sigue con los blues de la carretera…

LONESOME BOB

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Things Fall Apart

(Checkered Past Records, 1997)

«DESCARGO DE RESPONSABILIDAD: estas son canciones, no instrucciones. No recomiendo ni abogo por el asesinato, el suicidio ni la violencia de ninguna clase. Si, tras la escucha de este disco, alguien se siente forzado a matar, mutilar o dañar de algún otro modo a su esposa/a sí mismo/o a otra parte pertinente o no pertinente (incluyéndome a mí), por favor, baja el arma, el cuchillo, el martillo, la horqueta, etc… descuelga el teléfono y llama al centro de salud mental o de intervención de crisis más cercano. Gracias. Fdo. Lonesome Bob». Con esta advertencia saludaba Bob Chaney, Bob el Solitario, desde la carátula del primero de sus dos únicos, colosales, discos (hasta la fecha), en 1997. Dos embestidas de country rock blue collar, seco, árido y rasposo, de taller mecánico y fábrica de piezas de recambio, de noches de six-pack, insomnio y sueños rotos. Bajo, guitarra (del inmenso Tim Carroll) y batería. De vez en cuando un banjo o una mandolina. Y la voz, también árida, de Allison Moorer un año antes de debutar con su Alabama Song… También podría haber elegido hablaros de su segundo disco, el de después de la muerte de su hijo, lleno de horror, lleno de cicatrices, el impactante Things Change (2002), con ese desgarrador «In the Time I Have Left», que ayer mismo por la noche volvió a dejarme desolado y abatido (no me acordaba y el puto modo aleatorio me volvió a pillar por sorpresa, a bocajarro, ¡ouch!); pero mejor empezar por el principio. Por el «Love is no Blind» con el que se abre el disco con el que debutó, con esa voz poderosa y profunda que Peter Cooper, desde las páginas del No Depression, describió como de «Waylon con un trabajo de día que le toca mucho los cojones». Bob es enorme, en todos los sentidos. Un físico imponente. Por eso se ganó de joven, cuando jugaba al baloncesto, el apodo de Chopper, como el personaje de dibujos animados de Hanna-Barbera, aquel bulldog de color blanco, espaldas anchas, grandes mandíbulas y gran fortaleza. De aspecto feroz cuando se enfada, pero un trozo de pan bondadoso cuando está con su chica… A los 18 aprendió a tocar la guitarra y empezó a escribir canciones. La influencia del country la heredó de su padre, criado en un tabacal de Virginia. A los 19 militaría en una banda junto a Ben Vaughn, los Hairy Geretz, más tarde rebautizados como los Gertz Mountain Budguzzlers, mitad country, mitad Zappa, mitad Captain Beefheart. De aquel entonces el sombrero cowboy que le adjudicaría el mote para siempre (alguien dijo: «Mira, por ahí viene Bob, el Vaquero Solitario»), aunque no tardaría en cambiarlo por una gorra de béisbol. La banda se fue a la mierda y la primera mitad de la era Reagan, Lonesome Bob ejerció de marido y de padre, currando por la noche de guardia de seguridad y cambiando pañales por el día. Vaughn volvería a rescatarlo para la música en el Ben Vaughn Combo. Vida de carretera y matrimonio a la cuneta, como un coyote atropellado. Aquel Combo también acabaría disolviéndose tras un bolo inhóspito en California. Bob recabó en Nueva York. En el 93 los Mekons le oyen cantar en el salón de alguien y versionan su tema «Point of no Return». Es la época en la que el punk redescubre las raíces country y todo estalla. Una época gloriosa. De allí, a Nashville, con unas cuantas canciones, algún que otro número de contacto y una chica (la madre de su segundo hijo) que en menos de un año se larga. «A tomar por culo tú, tu música y las barras de bar». Vida de subsistencia, decepciones y la canción «The Plans We Made» que incluiría la buena gente de Bloodshot Records en el recopilatorio Bloodshot's Nashville: The Other Side Of The Alley, álbum fundacional del «nuevo country alternativo» que le llevaría a firmar con el sello Checkered Past, de Chicago, para su primer disco, del que a pesar del éxito unánime de crítica (hasta en la revista Playboy), no llegó a vender ni mil copias. En agosto Bob lo deja, no lo ve, el disco sale en octubre y a finales de noviembre está limpiando ventanas. En diciembre su primera ex-mujer le llama para decirle que su hijo Zach, heroinómano, está en una clínica de rehabilitación. Eso une brevemente a padre e hijo, hasta que la hepatitis, una puta aguja sucia, acaba con la vida de este. También acaba con la música. Temporalmente. Porque años después será el germen de su segundo (último hasta la fecha) disco, demoledor, tras un período de luto limpiando ventanas, atendiendo mesas y vendiendo alarmas. Desde entonces le hemos perdido la pista… Allison Moorer, citando un verso de «In The Time I Have Left» que dice: «The battles I have fought have left me alive, but alone», lo ha comparado con Kris Kristofferson. Y es la que mejor lo ha sabido describir: «Nunca lo había oído así expresado, esa condición de haber pasado por relaciones sentimentales, haber sobrevivido a todas las rupturas, ser fuerte y poder con ello, pero mirar a tu alrededor y ver que no te queda más que tu estoicismo y tu orgullo. Bob cogió un clavo, lo golpeó con un martillo y ahí está, ahí sigue, en la pared». 

JOE FOURNIER

Dirt Road Joyride

(Dusty Records, 2008)

La cosa comenzó en un bar, al norte de Ontario. El bar de sus padres. Joe tenía doce años y muchas mudanzas encima (veintiuna antes de salir a la carretera con su primera banda). Era un viejo hotel destartalado con música country en vivo seis noches a la semana. Ellos vivían arriba. Y ahí es donde el niño aprendió a tocar la guitarra, pegando la oreja al suelo vibrante y dando la tabarra a todos aquellos bastardos fatigados de la carretera, antes de caer borrachos, para que le enseñaran los acordes y las letras de las canciones que interpretaban. Debutó, ya digo, con doce añitos, sustituyendo a los músicos de las bandas que estaban demasiado ebrios para tocar. El público se lo tragaba y Joe encontró su vocación. Siguieron años de intentar abrirse camino en el negocio de la música, escribiendo y tocando para otros, tocando lo que hubiese que tocar: pop, polka, blues, rockabilly, country (del nuevo y del viejo), incluso haciendo de Ringo en una banda tributo a los Beatles (el horror). «Tuve mis buenas dosis de peleas de bar y tratos nefastos. También me divorcié unas cuantas veces». Y cuando ya nada o muy poco quedaba de su entusiasmo y su creatividad en Ontario, Joe se larga con su chica a una cabaña de troncos en la costa meridional de Nueva Escocia y se monta un pequeño estudio. Mientras sierra y amartilla comienzan a importunarle ideas para un tipo de canciones al que nunca antes se había enfrentado. Canciones basadas en sus raíces campestres, en sus experiencias personales y en los delirantes personajes que conoció en sus múltiples mudanzas. Historias para reír, llorar y estremecerse (a veces las tres cosas en un mismo verso), letras afiladas como esa botella de cerveza estrellada contra la barra de un bar con la que te amenaza un lugareño tambaleante porque está solo y jodido y ni siquiera estamos a miércoles, joder… Dirt Road Joyride fue su cuarto álbum. Salvo el dobro y el violín en un par de canciones, él lo toca todo. Producción cruda de porche trasero, de radio de camioneta escacharrada que avanza dando tumbos por una carretera secundaria junto a un pantano. Ese sonido. Country garajero. Y letras brutales (de la escuela de Shel Silverstein). Ya sabes. «Bad Record Collection», por ejemplo. Todos hemos pasado por eso alguna vez: por muy buena que esté, por muy desnuda que te reciba enmarcada por su largo cabello rubio, no te enrolles con ella si descubres que tiene una colección de discos infame (si le pinchas un tema de Los Lobos y pone caras, sal corriendo). «Desvaríos de tres acordes», como él mismo define sus canciones en los agradecimientos, en los que también, por cierto, se disculpa con sus vecinos, por el ruido (aunque él no lo especifique, me atrevo a asegurar que los vecinos a los que cree importunar, más que colonos de rostro pétreo, agricultores neoescoceses o remotos acadianos, la cabaña más cercana a varias millas de distancia de su estudio de ocho pistas, son más bien renos, caribús, focas, morsas y algún que otro cetáceo… presencias que casi se dejan intuir en cada tema, porque así de rasposo suena el viejo Joe, exactamente como nos gusta, sin detergentes ni desinfectantes).

SCOTTY ALAN

Wreck and the Mess

(Spinout Records, 2011)

Vive en las afueras de Marquette, un pequeño pueblo de la Península Superior de Michigan (lo que se conoce como: «The Yoop»), cerca de la orilla meridional del Lago Superior, o lo que es lo mismo: en medio de la nada, en los bosques del norte, en un terreno de diez acres, desconectado del mundo, en una modesta cabaña que lleva ya cerca de veinticinco años construyéndose poco a poco (a modo de ejemplo: arruinó dos palas del nº2 para cavar el sótano, tarea titánica que le llevó más de tres largos meses solitarios, acompañado ocasionalmente por los coyotes que se asomaban desde la línea del bosque para contemplar con mirada crítica sus lentos avances, ya al final casi dispuestos en su exasperación a echarle una mano…). También se instaló una sauna. Él mismo se ocupa de sus necesidades: caza ciervos, pesca, cuida de la huerta, espanta a los mapaches, se disputa las bayas con la fauna autóctona y calienta el hogar con leña cortada de sus terrenos. Consecuencias del punk (que como cantaba –y sabe muy bien– el gran Micah Schnabel, de los Two Cow Garage: «Al final el punk rock / nos deja vacíos y solos»). Está lejos, pero está cerca. Le gusta la soledad aunque, como él mismo dice, no es un solitario. En realidad solo vive a cinco kilómetros de la casa donde se crió, miembro de una familia que lleva generaciones instalada en la zona, sangre finesa. Dice que apenas escucha música (aunque lleva haciéndola desde que cumplió los 14). Se pasaría luego más de una década tocando en una banda punk de tres miembros, The Muldoons, que acabó siendo de dos, a «two-man trio» como ellos mismos se autodenominaban, él a cargo de la batería y la guitarra. Pero le llegó el vacío. Y se atrincheró en su granja, apuntalado en invierno por muros de nieve de más de tres metros, perfeccionando su técnica, cantando en la sauna, saliendo de vez en cuando para grabar cosas que luego sometía al juicio de los coyotes, o para hacer algún bolo en algún club de algún pueblo perdido del Medio Oeste. Incluso saltando el charco para tocar en los cafés de Amsterdam. En enero de 2011 viajó a Los Ángeles, un sitio extraño y sin nieve (el «Lost Ángeles», del que hablaba Bukowski en su correspondencia con Sheri Martinelli, Noche de escupir cerveza y maldiciones), para grabar con su viejo amigo Bernie Larsen (productor, entre otros, de Jackson Browne, Rickie Lee Jones, Melissa Etheridge y Lucinda Williams) el material que conformaría este inmenso Wreck and the Mess, la secuencia narrativa de un amor que se va a la mierda, con gente como Ian McLagan y Jorge Calderón, ahí es nada. Desde entonces no hemos vuelto a saber de él. Habría que preguntar al sheriff de Marquette. O al ferretero.

WATERMELON SLIM

The Golden Boy

(Dixiefrog, 2017)

William P. Homans es otro de mis grandes favoritos y también estaba tardando más de la cuenta en aparecer por aquí. Siempre que me disponía a incluirlo en nuestro particular «Hall of Fame» me frenaba el hecho de no poder decantarme por uno solo de sus discos. Cuando me decidía por uno, me acordaba de otro, aún mejor, y así una y otra vez, semana tras semana, ad infinitum. El Bull Goose Rooster de 2013, se me escapó, así que desde el 2011, año de aquella deslumbrante obra maestra, Watermelon Slim & Super Chikan Okiesippi Blues, le tenía perdida la pista. Seis años de quemar sobre todo el brutal The Wheel Man, el álbum con el que lo descubrí allá por el 2007 (y que tendré que volver a comprar en cuanto me tope con una copia, porque lo tengo achicharrado). Al año siguiente, además, lo trajeron al Teatro Zorrilla de Badalona los exquisitos francotiradores de Blues & Ritmes, unas semanas antes de sumar a Guy Clark y a Mavis Staples (algo por lo que nunca les estaremos lo bastante agradecidos; pagamos nuestras entradas, sí, pero siempre les deberemos dinero…). Así que al final, cuando Ana me llamó hace un par de semanas desde Y Que Viva Joplin para decirme que le había llegado lo nuevo de Watermelon Slim, ni me lo pensé. Rompería el sortilegio hablando del último. Con Golden Boy el viejo poeta rebelde de rostro capeado y quebrado por mil tormentas vuelve a sorprendernos. Nacido en Boston y criado en Carolina del Norte. Pero sobre todo Tulsa, Oklahoma, claro. Ese Dust Bowl ha anidado en ese rostro y en esa voz. Como también Vietnam (Golden Boy, aparte de a Canadá, a donde se ha ido a grabar, está dedicado a la Primeras Naciones Indias –sus cantos resuenan en el tema «Wolf Cry»– y a los miembros de VVAW/OSS, Veteranos de Vietnam contra la Guerra; asociación de la que él mismo es miembro). Y el golpear de las herramientas y las confidencias de barra de sus colegas de la construcción (compañeros a quienes homenajeó en su día con el nombre de su banda de acompañamiento: The Workers), así como los miles de kilómetros recorridos al volante de un camión de 18 ruedas, transportando los residuos industriales de un país devastado, o cultivando sandías al sol (de ahí el mote), sin olvidarnos de su experiencia como activista socialista ni de su licenciatura en periodismo e historia. Y más aún Mississippi. Mucho Delta. Ese dobro mágico y esa armónica. Todos esos años de compartir vivencias y escenarios con gente como John Lee Hooker, Robert Cray, Champion Jack Dupree, Bonnie Raitt, «Country» Joe McDonald y Henry Vestine de Canned Heat. Mucho juke-joint y mucho honky-tonk. Todo vuelve a estar presente en este disco. Sin concesiones al mercado ni al mainstream. Aridez y honestidad (quizá por eso ha tenido que irse a grabarlo a Winnipeg y fabricarlo en Austria). De nuevo, herencia del blues, las tres únicas cosas sobre las que escribe: trabajo («que es de lo que va el blues en un principio»), relaciones entre sexos («no solo las de tipo angustia adolescente, sino las agonías y los éxtasis agridulces y de larga distancia […], no relaciones de chicos y chicas, sino de hombres y mujeres») y la mortalidad, la muerte. No en vano el disco se abre con una cita de Shakespeare (Cymbeline, IV.ii. 333.33): «Dorados jóvenes y muchachas, todos deben, lo mismo que el deshollinador, convertirse en polvo».

NQ ARBUCKLE

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The Last Supper in a Cheap Town

(Six Shooter Records, 2005)

No viven de esto. Cada uno se saca las castañas del fuego como buenamente puede (uno de ellos, el bajista, fue torero, en Canadá, y el líder trabaja en una oficina, registrando royalties y canciones, todo es así de simple y delirante). No tocan en grandes locales. Lo suyo son los baretos. Tocar mientras alguien se pelea. Con todo el mundo cantando y berreando más fuerte que el cantante de la banda (y no necesariamente la misma canción). En locales donde decir «hijo de puta» es básicamente un elogio. Una vez, en un garito de Port Hope, Ontario, en la boca del río Ganaraska (Neville Quinlan, «NQ», nació en Montreal, pero la banda se fundó en Toronto), entraron dos vecinos enojados y se pusieron a desmantelar el escenario mientras tocaban. No dejaron de tocar. Siguieron a lo suyo. No en vano es tierra de algonquinos, chippewas, leñadores y tramperos. Gente curtida. Gente empecinada y persistente. Han tocado en sitios muy locos, esos que las bandas normales suelen considerar «malos bolos»; para ellos, sin embargo, son los más divertidos. Lo importante sigue siendo, no el concierto, sino pegar la hebra un rato con los locales y tomarse unas cervezas en un antro de mala muerte, por ejemplo, de Hamilton (aún así han sido nominados en dos ocasiones para los premios Juno, al Mejor Álbum Tradicional y de Raíces del Año). Este fue su segundo disco. El primero como grupo propiamente dicho (el anterior, Hanging the Battle-Scarred Pinata, del 2002, fue básicamente un proyecto de Neville en solitario, en pijama, en Vancouver, grabado en casa en no más de cuatro o cinco días –imprecisión de la resaca–, bebiendo cerveza desde las diez de la mañana…). Una vez leí algo a propósito de este segundo disco que me sedujo, por eso fue el primero que cayó en mis manos. Después de oírlo, decía el reseñista, de pronto, la comida te sabe mejor, la cerveza que te estás tomando no acaba nunca y tu apartamento/ratonera dobla milagrosamente sus dimensiones. Letras adictivas, arreglos malévolos e impecables. Puro gozo. Sin aspiraciones de gloria ni presunción. Noches largas en bares, hastío, viajes y corazones rotos. Temas recurrentes del viejo y buen country de siempre, aunque con el toque canadiense (un toque un poco más refinado) que lo convierte en otra cosa que no es, ni por asomo, el country nauseabundo de la CMT. Como muy bien dice él propio Neville, suenan a country solo por la pedal steel. Y ni falta que hace. Grandes.

NORTH MISSISSIPPI ALLSTARS

Prayer For Peace

(Songs of the South, Sony, 2017)

Los hermanos Dickinson ya estaban tardando en aparecer por aquí. Su anterior trabajo fue una barbaridad (World Boogie Is Coming). Difícil de superar (mi vecino lo sabe). Y desde la noticia del salto a una demoníaca multinacional (Sony) el miedo nos había entrado en el cuerpo. ¿Ahora qué? ¿Vendidos al mainstream? ¿Ya solo nos quedará brindar por los viejos tiempos? ¿Fatigar los viejos álbumes? De hecho, ya el más que prescindible paso de Luther por unos Black Crowes de capa caída en un intento por recuperar con trágico patetismo un poco de la vieja credibilidad pantanosa, anticipaba tiempos duros y, fundamentalmente, feos. Pero no. El diablo ha salido perdiendo. Los Dickinson no han cedido ni un ápice en el trato del cruce de caminos y siguen apostando fuerte por la radicalidad de su propuesta. R.L. Burnside y Fred McDowell siguen presidiendo el altar vudú de sus invocaciones (en este Prayer for Peace hay tres versiones de las viejas bestias). Nada de engolamiento comercial, nada de pulir los bordes para que a la hija del directivo de turno no se le atragante el postre y escape por la noche al río. Esto sigue siendo blues rural y agresivo de juke joint con gente de cuchillo oculto en la bota. Aquí se mata a Robert Johnson por follarse a la novia de otro. Así que ándate con ojo y cuidado con las miraditas. Un estofado oscuro de soul con agallas, boogie, mucha ciénaga y toques de rock psicodélico con alguna que otra incursión en un hip hop de lo más agreste y escabroso. Como dicen por ahí, en este octavo disco las credenciales de los hermanos Dickinson permanecen intactas. Impecables. Ya desde el primer tema, el que da título al disco, aparece Oteil Burbridge, exmiembro de los Allman Brothers (hoy la cosa va de hermanos), con su flautín, para volver la cosa aún más turbia e inquietante, si cabe. La intención no es atraer a nuevos creyentes ni expandir la fe, sino permanecer fieles a sí mismos. Que la cosa resuene con su original crudeza en mitad del bosque y que se acerque a la ceremonia quien quiera o se atreva (la hija del directivo, sudorosa y embriagada, con los pies sucios). Además, el álbum se ha perpetrado en seis estudios diferentes, aprovechando parones de gira. Memphis, Nueva Orleans, Kansas City, Austin, Nashville y St. Louis. Ha habido muchas manos metiendo la cuchara en el guiso, pero no se nota. La cohesión es perfecta. No hay grumos. La salsa ha quedado en su punto (aunque mejor no preguntes de qué es la carne). Y si bien es verdad que no suena a como suenan en directo, también es cierto que es imposible sonar mejor en un estudio. Todo se hereda. Y esta gente ha sabido heredar, que no es poco. Hay quien se depelleja vivo o quien se dedica a malvender las viejas reliquias de la familia. Aquí hay respeto, tradición y una apuesta fuerte por vivir con los pies bien asentados en el presente, tanto en la denuncia de los tiempos que corren como en el innovador espíritu revisionista. Y a mí me da que lo mismo han despedido a alguien en Sony...

WILLIS ALAN RAMSEY

Willis Alan Ramsey

(Koch Records, 1999)

Con este ya son cien. Cien discos reseñados. No es que seamos muy de efemérides. Como le pasaba a Vila Matas en aquel maravilloso libro que publicó Pre-Textos, nos molesta «el injustificado y absurdo prestigio de los números redondos, no entendemos por qué diablos el número 100, por ejemplo, goza de mayor prestigio que el 101», pero nos ha parecido una buena excusa para rescatar esta joya. Estuve pensando en otros, en los sospechosos habituales que aún no han asomado por este sucio blog (Johnny Cash, Waylon Jennings o cualquiera de aquellas maravillosas sesiones que se marcó Willie Nelson para Atlantic), y entonces me acordé de este disco grabado en 1972. No se editaría en CD hasta el 99, año en que empezarían a surgir rumores de la publicación inminente de su segundo disco (algo con lo que ya empezó a especularse a los pocos meses de salir el primero), titulado presuntamente Gentilly (en honor al barrio de Nueva Orleans) con colaboraciones de los infalibles Sam Bush, Tim O’Brien, Mickey Raphael y Joel Guzman… No sé si quiero que sea cierto. No sé si quiero escucharlo. Con el 40 aniversario de este prodigioso Willis Alan Ramsey (otra efeméride de prestigio dudoso), el primer y único disco de esta leyenda de culto, un periodista llamó a Lyle Lovett para pedirle unas palabras y este no podía creérselo. Cuarenta años. Y ya vamos para medio siglo. Y el mítico disco de la cubierta verde oscuro de aquel chaval que por aquel entonces acababa de cumplir los 21 sigue sonando increíble. Hasta el artesanísimo Guy Clark alabaría la precisión y maestría con que estaban construidas aquellas once canciones (casi todas versionadas infatigablemente desde su aparición hasta hoy mismo por gente como los Widespread Panic, Jerry Jeff Walker, Waylon Jennings, Shawn Colvin, Jimmy Buffett y Jimmie Dale Gilmore). Híbrido de Alabama y Texas (grabado por cierto en Shelter, el sello de Leon Russell, que le asiste en los teclados, después de haber grabado unas demos con Gregg Allman y Dickey Betts en Macon, Georgia, ahí es nada…) que en ningún momento revela la edad real del chaval que aparece en la cubierta, sino más bien la de un auténtico vagabundo ya curtido, Spider John en persona, haciendo un alto entre trenes de mercancías para hacernos partícipes de sus baladas. Un álbum que aparece como surgido de la nada, de la cuneta. Una auténtica rareza. Único. Suscribimos las palabras de Jeff Prince para el Fort Worth Weekly, «Olvídense de Waylon y Willie. El álbum Outlaw del que más se ha hablado en la historia es este Willis Alan Ramsey». Todavía, cuando los fans y los amigos le preguntan cuándo va a sacar su segundo disco, Willis sigue respondiendo lo mismo: «¿Qué tenía de malo el primero?».

SARAH SHOOK & THE DISARMERS

Sidelong

(Bloodshot Records, 2017)

Los del sello inyectado en sangre de Chicago han rescatado este disco de hace un par de años, publicado originalmente de manera independiente en Chapel Hill, Carolina del Norte. Y, según parece, ya tienen listo el siguiente para el 2018. La Rolling Stone destacó a Sarah en el 2016 como una de las nuevas artistas country que más nos valdría conocer, pero ella ya llevaba cerca de diez años mordiendo la manzana prohibida y echándonos el humo a la cara. No en vano su primer grupo se llamaba Sarah Shook & The Devil (el mismo diablo que aparece al final de los agradecimientos de este Sidelong), bisexual por un lado y atea gracias a Dios, como decía Buñuel, asqueada de su (de)formación religiosa de pueblo pequeño, hipócrita y resentido (el mismo pueblo del que saldrían los maravillosos descerebrados de Southern Culture on the Skids). Normal que le rebosase el punk por los poros en semejante ambiente de anquilosamiento fundamentalista. Sex Pistols contra los violines engolados de la iglesia baptista. «Simpatía por el diablo» y «apetito de destrucción». Novio por internet, huida del hogar para casarse («on a fever») y verse divorciada y embarazada a los veinte años para acabar viviendo sola con su hijo en una caravana en mitad del bosque, aprendiendo a tocar la guitarra entre cantos de cigarras y latas de cerveza aplastadas, y trabajando de camarera en The Cave (todo exquisitamente redneck), una sala de conciertos donde comienza a relacionarse con los demás hijos descarriados de la escena musical de Carolina del Norte. Así que no es de extrañar que acabe el día bebiendo agua «porque ya me bebí todo el whisky esta mañana», como se lamenta en la canción dedicada al grandísimo Dwight Yoakam, puesto que como muy bien dijo antes en «Heal Me»: «Hay un agujero en mi corazón que nada de lo que hay por aquí puede tapar, aunque sigo albergando la esperanza de que el whisky lo haga». Amores perdidos («no puedo decidir quién de los dos acabará siendo el clavo de este ataúd») y lucha denodada por no ahogarse. Hacerle la peineta a la soledad y al desamparo. Ser joven y haber visto (y padecido) demasiado. Y aun así persistir y seguir intentándolo, sin acompañamiento o con John Howie, Jr., de los Two Dollar Pistols, a la percusión y a la guitarra, sin pedir permiso ni disculpas a nadie en este mundo de cafres y machos babosos y dominantes. Tras esa aparente vulnerabilidad, nadie la ha descrito mejor que Ed Whitelock en su reseña para PopMatters: Sarah Shook (tanto ella como su música) no es de las de pistola en el bolso, sino de las de cuchillo en la bota. Y no tiene empacho en afirmar que Dios no comete errores, lo que pasa es que no deja de cagarla, así de simple. Y a quien le moleste el humo en la cara, que se aparte.

LEFT LANE CRUISER

Claw Machine Wizard

(Alive Records, 2017)

Blues de unos tipos de Fort Wayne, Indiana, el lugar donde el capitán Jean François Hamtramck, siguiendo órdenes del general Anthony Wayne, alias «el loco», estableció un fuerte para combatir a los indios de la zona (los indios miami), un blues rasposo que suena a lo que habría sonado Lemmy de Motörhead si le hubiese dado por dedicarse al blues, algo básica y gloriosamente desagradable. Como dicen en Maximum Volume, «escoria fabulosamente deliciosa». Ahora, en este último puñetazo que se han marcado, aunque cueste creerlo, vuelven a ser solo dos. No hace falta más. Guitarra, bajo y percusiones. Todo muy de fabricado en casa. De clavo, alambre y martillo. Y algo de teclado en algún tema, recurriendo al viejo amigo Jason Davis, que también se encarga de las labores de producción. Bo Diddley, mucho garaje y, sobre todo, las lecciones aprendidas y regurgitadas de R.L. Burnside y los viejos músicos de country blues de North Mississippi Hill recuperados del barro por los nunca suficientemente venerados punkis visionarios de Fat Possum Records. Música soltada en tu puta cara («el blues y yo somos así, señora»). Sin edulcorantes ni adornitos sobreproducidos. Sin filtros. Sexo, marihuana, alcohol y tablas de skate con guitarras distorsionadas y muy poca tontería. Por ahí lo han bautizado como «Dirty Spliff Blues», «Blues Sucio y Fumeta»; también como «voodoo hillbilly punk-blues», etiqueta que no necesita traducción. Desde que su tema «Waynedale», del álbum All You Can Eat, saliese en el episodio 8 de la tercera temporada de Breaking Bad, las cosas les han ido bastante bien (también utilizaron su música en un episodio de Banshee y en otro de ese horror infumable que es Nashville). No es un disco para oír con auriculares. La etiqueta es otra. Como dicen en WYMA, has de buscarlo más bien en la sección «para escuchar fuerte en el coche» o en «molestar a los vecinos». Es esa clase de disco. La clase de disco que pones a todo volumen al llegar a casa del curro, sentado por fin en tu sofá con tus seis latas de cerveza y tu porro, como Hugh Fielder de la Blues Magazine, hasta que entra tu hija cabreada en el salón y te dice: «Bájalo, papá».

 

SCOTT H. BIRAM

The Dirty Old One Man Band

(Bloodshot Records, 2005)

Recuerdo que fue otra de las malas bestias que descubrimos en aquel DVD de tres horas y media que un buen día apareció en el desguace de Discos Metralleta (donde también aparecería en otra ocasión no menos memorable el Heartworn Highways), Bloodied but Unbowed: Bloodshot Records’ Life in the Trenches. Le seguimos el rastro a aquel tipo con su «Hit the Road» y este fue el primer disco que cayó en nuestras manos, el disco del cambio, de la resurrección, del milagro en el río San Marcos. En él nos vimos perfectamente reflejados, no solo generacionalmente, también porque su evolución había sido bastante similar a la nuestra. Más o menos en la misma época, nosotros pasamos del punk rock (él militando en The Thangs mientras nosotros nos magullábamos con The Misfits, Slayer, Danzig…) al bluegrass (Scott Biram & the Salt Peter Boys y Bluegrass Drive-By mientras nosotros desmenuzábamos el primer Cash de Rubin y dábamos nuestras viejas camisetas estampadas a nuestros hermanos pequeños). Música de pueblo de Texas con no más de 150 habitantes. De pueblo sin semáforos. De La última película. Música de bandas rabiosas de instituto y mucha juerga, de pasar la noche en salones de amigos y de mucha carretera, de cerveza Lone Star y de LSD en parques infantiles… Y luego música de hombre solitario, de John Lee Hooker, micrófonos viejos, megáfono, armónica, amplis potentes y zapateo contra la tarima del suelo. Cientos de bolos de cerveza gratis y bote para propinas… Ahora miro los créditos del disco y veo que aparecen nombres que entonces no significaron nada para mí pero que hoy me pillan por sorpresa: los Weary Boys (¡amén!) en un par de temas y nada menos que Leo Rondeau a la mandolina. Y en los agradecimientos gente como Drew Landry, Hank III, Black Joe Lewis… ¡¿Cómo no nos íbamos a hacer de inmediato feligreses de La Primera Iglesia del Supremo Fanatismo de Scott H. Biram (la «H» es de «Que te jodan»)?! Fue el disco que (sin contar un directo y el EP, Rehabilitation Blues, grabado a traición por su padre durante su convalecencia) sucedió al accidente que casi se cobró su vida (su camioneta fue arrollada por un camión de 18 ruedas en una época en la que andaba enfermo por una chica de Louisiana). Él piensa que algo tuvo que ver el agua milagrosa del río San Marcos (a cuyas orillas descendió una noche, muy borracho, a curarse de la chica de Louisiana con un buen trago bautismal de su cauce). Quince operaciones, varillas de metal, silla de ruedas, sueños raros y la decisión de apostar fuerte por los temas propios y la aspereza. En algún lugar comentó jocosamente que debió ser la medicación del hospital. El caso es que le salió un disco monumental, el disco que supuso el cambio al sello de Chicago y al mercado internacional. Accidentes y rock ’n’ roll. Alguien debería escribir ese libro. El libro de los desvíos por accidente. De las iluminaciones barbitúricas. Del blues a corazón abierto… Desde entonces no ha parado de brindarnos discos tremendos. Aunque nada como verle en directo. Misa negra.

COLTER WALL

Colter Wall

(Thirty Tigers, Young Mary’s Record Co., 2017)

Las credenciales no pueden ser más apabullantes. Imaginary Appalachia, un EP con siete canciones grabado con diecinueve años cuyo primer single, «The Devil Wears a Suit & Tie», dicen que volvió loco a Chuck Leavell de los Allman Brothers. En la cubierta aparecía el dibujo de un coyote desgreñado fumando un cigarrillo. Luego otro tema de aquel EP, «Sleeping on the Blacktop», incluido entre las malas bestias (Chris Stapleton, Scott H. Biram, Waylon Jennings, Ray Wylie Hubbard y Townes Van Zandt) que aparecían en la banda sonora de la película Hell or High Water (Comanchería). Abrir para Lucinda Williams en el Ryman Auditorium y recibir una ovación en pie de Steve Earle durante una aparición en el Nashville’s Skyville Live. Advertencias de «cuidado con este pájaro», proferidas por el mismísimo Rick Rubin. ¿Quién coño es este tío y dónde cojones está su disco? Bueno, pues el álbum ya está aquí, después de mucha espera, y las expectativas se cumplen (¿qué demonios?, ¡supera las expectativas!). Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Sturgill Simpson y Chris Stapleton) no se ha inmiscuido demasiado y le ha dejado a su aire, guitarra y poco más, seco y duro, como el paisaje del que procede este coyote con voz de trampero barítono con garganta desgarrada por el zarpazo de un oso y sempiterno cigarrillo (con tazón de whisky siempre a mano): las praderas gélidas de Saskatchewan. Voz de Henry Kelsey allá por 1690, navegando a lo largo del río y comprando pieles a los indígenas de la zona. Voz de montañeses ebrios con putas traicioneras en el primer asentamiento de la Compañía de la Bahía de Hudson, en 1774. Todo el disco recuerda a la época gloriosa de los primeros setenta: diseño de cubierta, producción, sonido… Pero ahora no es un coyote desgreñado el que fuma en la portada, sino él mismo, en blanco y negro, en pose muy outlaw. Aunque se trata de un disco más cercano al folk oscuro de las baladas de asesinatos y forajidos que a la tradición country outlaw, más próximo a la aridez de los gloriosos últimos discos de Larry Jon Wilson y Billy Don Burns, muy de «me importa un bledo lo que opines». Tradición y máximo respeto por los viejos bardos que le precedieron y abrieron el camino (aquí de nuevo, al igual que en el EP Imaginary Appalachia, Colter Wall incluye una versión de un tema de Townes Van Zandt, «Snake Mountain Blues»). Y solo veintiún añitos. Así que no os preocupéis. Papá ha muerto, pero ya tenemos quien salga a apuñalar la cena de mañana. Podemos dormir tranquilos.

BILL CHAMBERS

Sleeping with the Blues

(Reckless Records, 2002)

Me disculparéis, pero esto comienza siendo una historia asquerosamente personal, del año 2002. El amigo americano volvía a Utah, no quería llevar mucho lastre y me regaló tres de sus discos. Buenas Noches from a Lonely Room, de Dwight Yoakam; Wrecking Ball, de Emmylou Harris y Barricades & Brickwalls, de Kasey Chambers. A los pocos meses, esos tres discos me acompañaron a Londres. Una amiga por la que habría cazado mamuts se había ido a currar allí, la empresa le había puesto un apartamento increíble en Kensington, junto a la casa donde un escritor famoso había escrito un libro famoso, y me invitó a pasar unos días con ella. No la vi mucho. Trabajaba todo el día. Cenábamos y por la noche la oía follar con su novio londinense al otro lado de la pared. Yo me ponía los cascos y escuchaba el disco de Kasey Chambers a todo trapo. No era mal título para mi agonía de cazador de mamuts a punto de extinguirse: barricadas y paredes de ladrillo, y al otro lado sus jadeos. Ahora que lo pienso tampoco se quedó corto el hijoputa de Yoakam, cantándome su «Buenas Noches from a Lonely Room». A veces el mundo puede ponerse bastante cabrón… El caso es que en una de las largas tardes que me pasé deambulando por las calles lluviosas de Londres entré en Music & Video Exchage, la tienda de discos del 38 de Notting Hill Gate, y encontré The Captain, el disco anterior de Kasey Chambers. Cuando fui a pagarlo el tipo me dijo: «El bueno es el padre». Entró en la trastienda y me sacó el Sleeping with the Blues (recuerdo haber pensado: «¿Sleeping with the Blues? ¿En serio? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Es que ha salido publicado algo en The Sun?»). Confié (a pesar de la cubierta) y me lo llevé. Lo escuché mirando patos en Holland Park. No cicatrizó nada, pero algo sí que cauterizó. Había una versión del «I Drink» de mi adoradísima Mary Gauthier, y un dúo con Audrey Auld (mi también queridísima diabla de Tasmania) que se titulaba, otra vez muy a cuento, «The Whiskey Isn’t Working», porque os aseguro que, luego, ni con pintas ni con whisky, ni con jamón del bueno (el que le llevé de regalo, porque en Londres tú ya sabes…). El caso es que Kasey Chambers era la estrella, había dado el salto desde la llanura de Nullarbor, en Australia, hasta Nueva York (había colado un tema en Los Soprano y en el Barricades había colaboraciones de Lucinda Williams y Buddy Miller, ahí es nada…). Pero de casta le viene al galgo. Kasey había militado desde muy cría en la banda familiar de su padre, cerca de diez años con su madre y su hermano, la Dead Ringer Band, tragando mucho polvo en los áridos baretos de la zona rural del Sur australiano. Llegaron a publicar un EP y cuatro discos fantásticos, hasta que papá y mamá se separaron (así es el country, amigo, ¿qué le vamos a hacer?, siempre hay alguien jadeando en la habitación de al lado). Luego Bill Chambers se dedicó a hacer versiones de Hank Williams por los pubs de Sidney con una banda de bar llamada Luke and the Drifters, creó su propio sello, Reckless Records (un sello hoy de referencia en la escena country australiana), y emprendió su carrera en solitario con este Sleeping the Blues que cogía polvo en el almacén de aquella tienda de discos de Londres. Tiene, además, una bonita dedicatoria: «Este álbum está dedicado a la memoria de Bob Dixon (el «punteo de Johnny Cash es para ti, Tío)». Country de gargantas secas y armadillos atropellados. De canguros alcohólicos, lagartos astronautas y koalas asesinos (si no habéis leído a Kenneth Cook, ya estáis tardando). Aquellas paredes me hicieron daño, pero al menos me llevé a casa las canciones de Bill Chambers. Y, por si a alguien le interesa, decir que los mamuts hace ya tiempo que se largaron.

KRIS KRISTOFFERSON

The Austin Sessions

(Atlantic, 1999/Rhino, 2017)

Acaba de reeditarse con dos temas adicionales («Best Of All Possible Worlds» y «Jody And The Kid») y a un precio que si no lo compras, aunque ya lo tengas, te sentirás raro, serás arisco con tu pareja, te sentará mal la cena, tendrás un sueño raro, te harás daño en el meñique al girar por el pasillo, alguien se habrá comido tu último trozo de bizcocho, se te hará muy largo el día hasta que por fin puedas escaparte del curro, volverás corriendo a la tienda de discos, mirarás cuatro veces en la «k» de Kristofferson porque no puede ser (mirarás también en la «j» y en la «l» por si algún desalmado lo ha traspapelado o lo ha ocultado como tú mismo has hecho algunas veces, confiésalo), pero sí puede ser, y te jodes, el disco ya no está porque se lo ha llevado ese otro cabrón que vive en tu misma ciudad y que siempre se te adelanta cuando dudas (a mí me pasaba mucho en Madrid Rock, cuando existía –por cierto que fue allí donde compré en su día la edición original de estas sesiones de Austin–, subías decidido a la sección de country a por lo que no quisiste o pudiste llevarte el día anterior y siempre te topabas con la misma humillante decepción: alguien se lo acababa de llevar. Algún día encontraré a ese cabrón y rendiremos cuentas –cada noche afilo mi cuchillo–). Desde 1997 la cosa se había desmadrado. Ese año solo estrenó una película, pero fueron seis en el 98 y cuatro en el 99. Bastante mediocres en general (siendo bastante generosos). Y ya habían pasado dos años desde su último disco con canciones nuevas, el fantástico A Moment Of Forever (otro disco que me hace recordar otra tienda ya desaparecida, que asco de mundo estamos dejando…). Como aquel personaje de Woody Allen en Desmontando a Harry, Kris Kristofferson, en medio de toda aquella vorágine de vanidades, tanto en la música como en el cine, se estaba desenfocando. La terapia fue este disco, este oasis de seis días en Austin, en los Arlyn Studios de Willie Nelson, veranillo de San Miguel y más calor que en el Hades, rodeado de buenos amigos, encontrando tiempo entre ensayos de su última película (una tv-movie en Louisiana de la que nadie hablará cuando todos estén muertos), recuperando las gloriosas canciones que se habían apropiado otros y que él necesitaba hacer de nuevo suyas, sin florituras, al desnudo. «For the Good Times» fue la primera canción que grabaron, con Stephen Bruton a la guitarra. Los pelos de punta. No pudo ser otra. La magia que se desprendió de aquellas primera tomas marcaría el tono y el ambiente de los siguientes cinco días. Largas noches de risas, historias, cervezas y enormes puros cubanos. El disco tardaría dos años en salir por los infames avatares del mundillo discográfico. Pero ninguno de los participantes volvería a ser el mismo. Luego Kristofferson tardaría siete años y diecinueve películas en sacar su siguiente disco, This Old Road, con temas nuevos, más descarnado todavía. Pero siempre ha dicho que este, el de las sesiones de Austin, es su preferido. Bendito seas, Kris.

RAYLAND BAXTER

Feathers & FishHooks

(ATO Records, 2012)

He tardado en reseñar esta maravilla unos cuantos años más de la cuenta. Estaba esperando escuchar su segundo álbum, que tardó tres años en sacar y que llegó por fin a mis manos hace tan solo un par de semanas, con casi dos años de retraso. La intención era reseñar el último, el más reciente, pero después de escucharlo diré solo que voy a reseñar mejor el primero. Digamos que el muchacho de los Baxter se duchó, se afeitó el bigote y se largó a la ciudad. Imaginary Man, su último trabajo, es como música de un alter-ego experimental y más limpio. Más de cupcake que del viejo bizcocho de la abuela. Lo mismo se le pasa (o se nos pasa a nosotros, nos da una ventolera, nos compramos un gorrito vintage y nos volvemos más «arriesgados» –no lo creo–), en cualquier caso, le seguiremos guardando su vieja camisa vaquera con agujeros en los codos, por si decide volver por casa algún día, aunque solo sea a decir «Hola». Feathers & FishHoooks nos dejó en su día con la boca abierta. Cuando nos enteramos de que su padre era Bucky Baxter, guitarrista de pedal-steel que ha tocado con Dylan, Steve Earle, Ryan Adams e incluso R.E.M., lo entendimos un poco mejor, digamos que nos calmó saber que en la fórmula había un cierto pedigrí. Y Nashville claro, que según las palabras del propio Rayland, es un agujero de mierda que ni los indios quisieron. Un valle al que bajaban a cazar para luego largarse. Como su propio título indica, se trata de un disco de pesca con mosca. De viejo río Cumberland. Muy de Norman Maclean y El río de la vida («En nuestra familia no había una separación clara entre religión y pesca con mosca…»). Música de un solitario, no de un tipo que está solo, que es algo completamente distinto. Música que recuerda al último verano, a aquel día que bajaste al río por última vez a pescar con tu padre y con tu hermano, sabiendo que algo se estaba perdiendo y que ya nada volvería a ser lo mismo. Casi todas estas canciones fueron compuestas en un viaje a Israel (con ruido de balas al fondo). Y curtidas luego por carreteras polvorientas, de gira con los Civil Wars por el Noroeste, al volante de un Plymouth Valiant que se compró Rayland para quitarse el blues porque, como él mismo dice, el blues solo se quita con carretera (un coche del que habla en femenino y con el que solo ahora comienza a llevarse bien, después de tantos kilómetros y desvíos). «Driveway Melody» sucede en un viaje de Texas a Arizona y «Mountain Song» de Arizona a Salt Lake, pasando por California. Y a «Olivia», esa chica francesa, maldito seas Rayland, ya no la olvidaremos nunca...

PAUL CAUTHEN

My Gospel

(Lightning Rod Records, 2016)

«La puta música country no la encontrarás en Nashville». El evangelio según Paul Cauthen. Y es soltarlo en una entrevista, apenas una semana después de salir el disco, y ya saber que va a ser uno de los nuestros. Agua fresca. Tres años han pasado desde que dejó Sons of Fathers estando en lo más alto. Solo, sin nada que hacer y entregado fuerte al alcohol. La historia es: «Estuve por ahí, hice las típicas cosas nómadas de Texas. Me sentía como una mierda. Fui yo el que se largó del grupo… Algo que tardamos cinco años en poner en pie y a la mierda, me fui». Se fue, en efecto, por el sumidero, boxeando con su sombra y buscando pelea, hasta acabar una noche borracho en un apartamento de Austin después de un fin de semana suicida y ver de pronto la luz, caer de rodillas, desafiar a Dios con su renovada voz de barítono, llamar a su familia para pedir disculpas y ponerse a trabajar ya en serio en su Evangelio. Como un desafortunado Trascendentalista del este, recién regresado del desierto… Tres años grabando este disco en diferentes estudios de Austin, Muscle Shoals, Los Ángeles, Dallas..., pero siempre teniendo muy claro lo que quería a pesar de la indigencia. Hubo temporadas en las que solo pudo contar con no más de diez centavos en el bolsillo, una guitarra y dos palabras: intemporalidad y honradez. Lo demás es «trashville». Y a eso suena esto precisamente, a música atemporal y honesta. «Nadie murió en la grabación de este disco, pero yo casi me quedo en el intento». A veces hasta parece estar invocando la voz de Waylon, o el sonido Cash de los ochenta. También hay sus buenas dosis de Jerry Lee y Elvis, de aquellas orquestaciones pantagruélicas y decadentes ya de los últimos tiempos. Música de Armagedón. En «My Saddle», por ejemplo, hay guitarras, trompetas, sonajeros raros, armonías exuberantes y aullidos de un lobo en un cerro, como en un buen western de John Ford. O una canción de Jimmie Rodgers hasta el culo de peyote. Música cósmica, algo así como un avatar de los «sonidos metamodernos de la música country» que se sacó hace ya un par de años el inmenso Sturgill Simpson de la manga. Pero también mucha vieja religión. No en vano su abuela le cogió un día por banda y le dio la Gibson del 58 de su abuelo, recién fallecido, con una copia del Red Headed Stranger de Willie Nelson. Le dijo: «Apréndete hasta el último punteo de Willie; solo entonces podrás llamarte guitarrista». Y eso hizo. Aparte de otras cosas como fumar marihuana y acabar una temporadita en la cárcel. Y lograr que le expulsaran de la universidad. Vamos, lo que viene siendo la forja de un auténtico «songwriter», ser expulsado de cosas: de la escuela, de tu casa, de tu matrimonio… y, mientras, sacarte las habichuelas trabajando para el petróleo y el gas de Texas. Música de chico del coro de una iglesia del este de Texas que, al volver a casa, toma el camino equivocado y acaba entre rejas. Mandanga de la buena.

HEATH GREEN & THE MAKESHIFTERS

S.T.

(Alive Records, 2016)

Ya lo dijimos en otra ocasión a propósito de Oklahoma y lo decimos ahora a propósito de Alabama, algo debe de haber en el agua. Heath Green lleva más de quince años bebiendo de esa fuente, aunque la cosa le venga de nacimiento y la tenga ya más que bien asentada en el riego sanguíneo, con las sombras persistentes de Muscle Shoals pisándole los talones, imposible escapar o darles esquinazo; está claro que si naces por allí tienes muchas posibilidades de acabar poseído. Tampoco es que se diese mucha prisa por llegar a ninguna parte. Paciencia, mala suerte y mucha cautela de clase obrera. Poco ilusionismo y nada de castillos en el aire. Quince años, ya digo, de militancia en diversos grupos de la escena musical de Birmingham: Mudpie, Fishergreen y los Back Row Baptists, obreros del soul, en los que se fue ganando una sólida reputación de rockero sureño. Voz ahumada y gutural de mucho bar y mucha obsesión de verse solo en la madrugada, de volver a casa andando porque el cabrón del bar (bendito sea) te ha escondido las llaves del coche y no las suelta. Una voz curtida en el soul, una voz de tierra y barro rojo. De haber mordido el polvo. Uñas negras y mucho callo de azadón, cicatrices de a mí nadie me ha regalado nada así que no me vengas con tus mierdas. Desesperación, redención y, llegado el caso, mandarlo todo al carajo, que ya nos sacaremos las habichuelas por otro lado. Historias que, como diría cualquiera de entre el público del último garito en el que tocaron anoche, parecen proceder más bien de la garganta ulcerada de un viejo bluesman del Delta que le doblase o triplicase en edad (en edad y en desaciertos, en malas jugadas)… A lo que habría que añadir también una dieta rigurosa de mucho Stones, Faces y Humble Pie, adoración por Ike & Tina Turner y rendida pleitesía por lo que en su día surgió de mezclar y agitar a Joe Cocker con Leon Russell. «Mi nombre es Legión, porque somos muchos», que diría el poseído de Gadara. Y todos esos «muchos» se dan cita en este disco debut que ha grabado en los Alamalibu Studios en compañía de los Makeshifters y que, en buena parte, recuerda a los buenos viejos tiempos de los Black Crowes. Exorcismos del rock n’ roll. Y claro, lo saca el sello Alive, que no se anda con fantasmitas. Dadle duro.

 

MARK PORKCHOP HOLDER

Let It Slide

(Alive Records, 2016)

Nos pasa una cosa con el blues. Un poco como con el jazz. Desde que se convirtió en cosa de culturetas blancos, en cosa de estilo y de esa cosa tan irritante que es la «música de músicos», de «entendidos», no nos llega o nos llega mal; hablamos de sucedáneos. Por eso en casa entra poco (nada de «manos lentas», ni de Stevie Ray, ni del circo domesticado del House of Blues, incluyendo al coñazo del último B.B.King), claro que lo que entra lo hace por la puerta grande y tiene reservado un lugar de honor en nuestras estanterías. Nos gusta el blues que se padece, el blues que se toca para librarse del blues, el blues que al escucharse te deja con el blues, blues de pantano, de juke joint y de cuchillo en la bota (por lo que pueda pasar a la salida). Blues de negrata negro y blues de negrata blanco, de hillbilly esquizofrénico, de Townes Van Zandt y del vecino de Townes Van Zandt. De presos de la prisión de Angola, de campo de algodón, pero también de bosque, moonshiners y parque de caravanas. No el blues de «ahora voy a hacer un blues»; porque pensamos que el blues no se toca por voluntad (aunque sí por la voluntad, casi siempre por la voluntad), sino por necesidad, porque duele y jode y hay que librarse de él a toda costa. Por eso amamos el viejo blues del delta, o el blues rescatado de esos ancianos a orillas del Mississippi en manos de los punkarras de Fat Possum, R.L. Burnside y Junior Kimbrough, gente de esa calaña. El blues que aúlla, que rabia, que amenaza, con su cosa ceremonial de casi vudú, chuletas de cerdo y aguas revueltas. Blues que huele fuerte. Blues de malas bestias, de cicatrices, aguardentoso y narcótico, que desprende una sensación ominosa, de peligro, como el de este resucitado de entre los muertos que es el sucio y crudo Mark Porkchop Holder con su armónica y su vieja slide. Aun no sabiendo nada de aquella cosa tan garajera y vagabunda que fueron los Black Diamond Heavies de Nashville, en los que militó brevemente antes de meterse en problemas con el alcohol y las drogas y desaparecer entre los contenedores de la depresión y la locura, solo viendo la cubierta del disco, esa cosa tan descamisada, calva, poco sana y sudorosa, uno ya sabe que lo que escupa va a sonar bien. Autenticidad, poca pose y, por ejemplo, un «Stagger Lee» en cuyos lodos ya quisiera haber siquiera chapoteado el bueno de Nick Cave. Nada de mezclas extravagantes ni de flirteos con otros estilos. Nada de originalidad. Ya está todo inventado. Puro jadeo. Blues, como dice por ahí Nik Cameron, de no saber si levantarte a bailar y a dar puñetazos (lo de dar puñetazos es añadido mío) o si meterte en el baño a llorar.

STEVE EARLE

Train A’ Comin’

(Warner Bros, 1995)

«Joder, odio la MTV». Con esta sucinta declaración acababa Steve Earle el texto de presentación de este disco, allá en febrero de 1995. Era la época de los «unplugged» de la MTV y Steve quería desvincularse de toda aquella mierda. Llevaba cinco años sin sacar disco y acababa de salir de la cárcel. Nadie daba un duro por él, le soportaban muy pocos, la heroína había acabado con su dentadura, se comentaba que había perdido la voz y la gente que le conocía cruzaba de acera al verle. Entre rejas se había desenganchado y había compuesto un par de canciones. Temía que la crítica se cebase con él (como si le importara una mierda), porque en el disco había varias versiones y canciones muy antiguas, de la época de hacer dedo entre Nashville y Texas, en aquel lejano noviembre del 74. Dirían que su talento se había ido por el sumidero. Además, desoyendo los consejos de todo el mundo, quiso hacer un disco acústico, con Peter Rowan y Norman Blake. Nada de «Trashville sound». Un «a tomar por culo» en toda regla. Y joder, en cinco días grabó un disco impresionante, para mí, sin duda, el mejor de toda su carrera, un disco que marcó el roots revival del «back-to-basics» que muchos situarían diez años más tarde, con el estreno de la película de los Coen, O’Brother. Emmylou Harris andaba grabando en aquellos días el mítico Wrecking Ball con Daniel Lanois, y no solo se quedó fascinada con la canción «Goodbye» (que incluiría en su disco), sino que le haría las voces en un par de temas del Train A’ Comin’. Junto a Johnny Cash y Waylon Jennings, Emmylou fue una de las únicas cuatro o cinco personas que le escribieron cartas de apoyo durante su estancia en la cárcel. Steve la conoció cuando ella se presentó para cantar en el primer álbum de Guy Clark y, al ver a aquel escuchimizado y prometedor chaval, le ofreció la mitad de su hamburguesa de queso. «No fui el mismo durante semanas», recordaría siempre Steve. Al poco de publicarse el disco, en una noche llena de simbolismo, Steve Earle celebró su concierto «de regreso» en el Tennessee Performing Arts Center. En mitad de una canción, la gente se desató. Steve no entendió el por qué hasta que se volvió para ver una figura alta de cabello blanco que se aproximaba por uno de los pasillos laterales. Era Bill Monroe, la leyenda del bluegrass. Se había presentado en el concierto para darle a Steve la bienvenida a casa. Se subió al escenario, cogió el micrófono y Steve se quedó estupefacto. Después de cinco canciones (Steve, según cuentan, de la emoción había pasado a la frustración y a la resignación y ya no sabía qué hacer), Bill Monroe abandonó el escenario y Steve, sardónicamente, dijo al micro: «Cuando el capitán está en el puente, el capitán está en el puente». Nueve meses más tarde, Monroe falleció y solo entonces, en el funeral, Steve comprendería la trascendencia de aquel momento que le brindó en su concierto. Un amigo del fallecido le contó que en agosto del 52, cuando echaron a Hank Williams del Grand Ole Opry (cuatro meses antes de su muerte) por subir borracho al escenario, Bill Monroe fue el único que se acercó a darle la mano. Una bendición… Y luego hay otro momento que también marca la importancia y la grandiosidad de este Train A’ Comin’. Tiene lugar en el Bluebird Café. Concierto mano a mano con Guy Clark y Townes Van Zandt. Hacia el final de la velada Steve toca «Ellis Unit One». Es la primera vez que la toca en público y titubea en la intro. Guy Clark, que solo la había oído una vez, le recuerda los acordes. Un gesto de amor y respeto entre dos hombres que hace veinte años que no se ven. En determinado momento, Guy Clark se inclina y besa la guitarra de Steve. «Amo a Steve Earle», dice. Poco más se puede decir.

DARRIN BRADBURY

Elmwood Park

(Cafe Rooster Records, 2016)

Dice por ahí un tipo que nunca ha sido santo de mi devoción (sino más bien de mi escarnio) que al lugar donde has sido feliz, no deberías tratar de volver. Yo lo hago. Recurrentemente. Regreso a los primeros discos de John Prine y Kris Kristofferson. Y la felicidad vuelve, con la misma intensidad. Quizá ya no sea la felicidad del asombro del primer chute, pero es felicidad al fin y al cabo, en estado puro, felicidad al cubo, la felicidad de la relectura y el reencuentro. Felicidad de chef o de sibarita. La felicidad a la que quizá se refería Borges cuando hablaba de leer a Chesterton… Y me refiero a esta suerte de felicidad porque es precisamente la que me ha despertado este disco a la primera escucha, un disco que suena mucho (y bien) a aquellos extraordinarios primeros discos de Prine y Kristofferson, tanto en el sonido como en sus historias. También hay un poco de Sam Baker en el fraseo y la voz, aunque sin su demoledora melancolía, que Bradbury sustituye con una no menos demoledora vena satírica, una comicidad que consigue, de manera magistral, no echar a perder su capacidad de conmover. «The Roadkill Song», por ejemplo, que es como una revisión actualizada del «Sunday Morning Coming Down», pero con versos que dicen: «Hay un mapache muerto junto a la cuneta en el aparcamiento. Sí, bueno, pues resulta que él y yo nos hemos hecho muy buenos amigos. A la hora de conversar no es que sea gran cosa, pero no hay quien le gane en la competición de a ver quién aparta primero la vista». O cuando en ese «True Love» dice que: «nuestro amor es como un laboratorio de meta en el sótano de la casa de tu madre, nacido toscamente en unas garrafas demasiado dispuestas a estallar. Solo tratábamos de limpiar la cocina, de dar con la combinación correcta y de ahí en adelante. Porque el amor verdadero te hará perder unos cuantos dientes. El amor verdadero es tener 62 a los 23. El amor verdadero siempre empezará quemándote de un modo dulce y agradable». Y «Life is Hard», que llevo escuchando toda la semana, un homenaje a los tres héroes de la juventud de Bradbury: Jack Kerouac, Lenny Bruce y Daffy Duck, que empieza diciendo: «Kerouac murió con la televisión encendida en casa de su madre, en Florida. Su hígado estaba amarillo y su cartera vacía, odiaba a los hippies y le daba a la maría. La vida es dura». La felicidad, ya digo, no es solo la que despierta el disco al escucharlo, sino también la felicidad que genera el hecho de su propia existencia; saber que siguen surgiendo artistas de la talla de aquellos míticos storytellers que ya parecen tan lejanos, una escuela que sigue esperanzadoramente viva. Y para despedir esta rendida reseña, dejemos que sea el propio Bradbury quien se presente: «Para mí este disco no es tanto un álbum sino una colección de relatos. La mayoría son reales, de cosas que me han pasado a mí o a alguien que conozco. Recomendado para aquellos que sufran de movidas existenciales no resueltas y tengan una desafortunada predisposición a mostrarse excesivamente sentimentales a la hora de enfrentarse a la cultura pop estadounidense de mediados de siglo. Para un resultado más óptimo, utilizad auriculares. Preferiblemente de los baratos. Una vez los tengas date un largo paseo. Asegúrate que sea el tipo de paseo que te haga reflexionar en cosas. Cuando hayas terminado de reflexionar, olvídate de todo y escribe un libro».