SON VOLT

Notes of Blue

(Transmit Sound, 2016)

1994. El año que vivimos peligrosamente. Todavía duele. Los Uncle Tupelo lo habían reinventado todo y seguían sonando de maravilla. Pero se ve que Jeff Tweddy acarició el pelo de la novia de Jay Farrar. Lo malo es que las versiones que priman son las que se sitúan del lado de Jeff. Claro, Wilco siempre ha tenido muchísimos más seguidores (y se peinan muchísimo mejor). Por aquello de que la historia siempre la escriben los vencedores (aunque no esté del todo claro quién, a la larga, ha sido el vencido). En el 94 hicieron gira, tocaron en el programa de Conan O’Brien. Choque de egos como trenes de mercancías. Y el 1 de mayo (el mismo día en que se mató Ayrton Senna a bordo de su Williams FW16, en la curva Tamburello; aquel día se rompieron muchas cosas) tocaron por última vez en el Mississippi Nights de St. Louis, Missouri. Aquel impacto produjo una mitosis, un descarrilamiento del que surgieron dos entidades nuevas: Wilco y Son Volt. El mundo quedó dividido para siempre. Se produjo una polarización muy clara, irreconciliable. Montoyas y Tarantos. Montescos y Capuletos. Los partidarios de Wilco y los partidarios de Son Volt. A mí llegó a costarme una relación. Todo muy amor imposible. No es que fuera el motivo principal de la ruptura, pero influyó, ¿cómo no iba a hacerlo? Ella se decantó claramente por Wilco. Yo Jay Farrar a muerte. La cosa no pintaba demasiado bien. Cuando estaba más claro que el agua (del lago Michigan, no del río Mississippi) que serían los seguidores de Wilco los que heredarían la tierra. Yo condenado eternamente a ser un nerd que habla de cosas con las que casi nadie comulga; solo en el mundo, cazando mamuts… Pero al final parece que el tiempo ha venido a darme la razón. El último disco de Wilco apesta (más que los anteriores; sí, ya lo sé, exagero, pero esta es una guerra sin tregua) y este Notes of Blue del bueno de Jay sigue manteniendo el nivelazo de sus últimas creaciones, pero ahora se ha vuelto a electrificar bien fuerte después de sus anteriores experiencias acústicas. Victoria pírrica, es cierto, porque nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto, pero no puedo evitar acordarme de aquella novia tóxica (tan moderna ella) sin que se me escape una sonrisilla. Je, je. Toma cañonazo con «Sinking Down». Chúpate esa. Aquí hay guitarrazos ZZ Top, sin sofisticaciones ni modernidades. Mississippi Fred McDowell y Charley Patton con los amplis a todo trapo (Farrar cita también la influencia de Nick Drake, rastreable en el punteo de la guitarra del tema que abre el disco –«Promise the World»– y, en general, en el sesgo lírico y melancólico de las letras). Directo a la quijada. Y que conste que a mí Jeff Tweddy siempre me ha caído bien. Pero de este otro lado del Mississippi somos muy pocos, y hay que morir matando.

LUKE BELL

Luke Bell

(Thirty Tigers, Bill Hill Records, 2016)

Lo que leí, me encantó. Decían que sus canciones tenían la calidad de los relatos de Hemingway, «si Hemingway hubiese deseado ser Hank Williams en vez de un borracho de una isla». Suficiente para despertar nuestra curiosidad. Además, nada en Luke Bell es impostado. El tosco regreso al tradicionalismo country. Los toques honky-tonk. Los solos de steel-guitar. La retumbante voz de barítono. El sombrero cowboy (a veces transmutado en gorra sudada de camionero)… Todo volvía a recordarme aquel glorioso aforismo de nuestro venerado Kinky Friedman: «Solo hay dos clases de personas que llevan sombrero cowboy, los cowboys y los gilipollas». Pues bien, este tío no es un gilipollas. Es un auténtico cowboy. Se crió a una hora de Yellowstone y aún continúa pasando los veranos en el rancho de sus abuelos en Shell, Wyoming (muy cerca, por cierto, de la tumba de uno de los cowboys falsos más célebres de la historia, Buffalo Bill Cody; un gilipollas en toda regla, según la calificación del señor Friedman). Levanta cercas, trabaja con los caballos, almacena heno, cava surcos de aguas residuales y arregla tanques de agua. Todo en él desprende autenticidad. El acento, la bebida, la juerga, la caballerosidad, la soledad («marca de nacimiento de los espíritus errantes»), «la risa y el corazón roto del que se ríe dejando claro que lo de estar tan jodido no es, ni mucho menos, cosa de risa», según apuntaba la gente de Daytrotter. En su sonido hay influencia de Bakersfield, raíces de Wyoming y vínculos con Nashville, donde estuvo tocando una vez por semana en el Santa’s Pub (verdadero santuario de la música country tradicional situado en el 2225 de la avenida Bransford; si vas por la I-65, gira en dirección este por la avenida Wedgewood, como si fueras al recinto ferial, y luego a la derecha por Bransford; te lo encontrarás a mano derecha, a unos cuatrocientos metros, no tiene pérdida, es un vagón profusamente decorado con motivos de Santa Claus, muy hortera todo. Tiene aparcamiento y karaoke; abre todos los días de las cuatro de la tarde a las dos y media de la madrugada, no se acepta tarjeta y la cerveza cuesta dos pavos; tocar ahí es Vietnam, nada mejor para curtirse). Él mismo dice que creció rodeado de toda clase de música, como cualquier hijo de vecino. Le encantaba Nirvana y el punk rock. Pero lo que más le tiraba era la simplicidad y la atemporalidad de la música honky-tonk. Hay muchos tipos de música que examinan la condición humana, sostiene Bell, pero el honky-tonk incorpora un analgésico sentido del humor. Puedes reírte de ti mismo. Sus canciones hablan de gente que ha sido mil veces arrollada por la vida, arrastrada entre las zarzas… Gente con recuerdos embarazosos que probablemente requieran una botella, porque nadie más te va a echar un cable. Este es su tercer álbum (la mitad de las canciones proceden de su primer intento discográfico por Bandcamp, Don’t Mind If I Do) y ya ha abierto para Dwight Yoakan, Willie Nelson y Hank Williams Jr. Repetimos, no es ningún gilipollas.

 

GRAYSON CAPPS & THE STUMPKNOCKERS

Rott-N-Roll

(Hyena Records, 2008)

Grayson Capps fue concebido en el asiento de atrás de un Pontiac, hijo de una estudiante de la universidad de Auburn y un predicador de Alabama que escribió un libro (Off Magazine Street) que nunca llegaría a publicarse. Es un buen comienzo para cualquier biografía. El propio Capps poco más puede añadir. Sonríe y dice: «Escribo canciones de profetas muertos disfrazados de borrachuzos de pueblo que van por ahí gritando: “¡Miradme, yo también soy hermoso!». Es en parte cantante country, en parte bluesman, en parte predicador, en parte vagabundo y en parte poeta. A todo eso huele el Rott-N-Roll que, aparte del título de su quinto álbum, es también la muletilla con la que sus seguidores definen su música: una mezcla de rock de los viejos tiempos, soul sureño y country blues, para relatar historias de prostitutas, alcohólicos y vagabundos. Uno de una revista quiso encasillarle una vez en un género y Capps le respondió: «Bueno, si Mississippi Fred McDowell se sentase con Tom T. Hall y se pusieran a beber Newcastle con AC/DC sonando de fondo, eso podría darte una idea aproximada de lo que yo hago». En su vida hay un momento clave. Ese momento es una mujer llamada Ragtime Mary que lleva un tatuaje con la famosa fotografía de Johnny Cash haciendo la peineta, tiene pelos en las piernas y huele a chivo. Ella y la escena de la que formaba parte hicieron que Capps abandonase Alabama y se fuese a vivir a Nueva Orleans durante años. La mujer acabaría convertida en «Washboard Lisa», la canción que aparecería en A Love Song For Bobby Long. En esa película lo descubrimos allá por 2004. La película, a decir verdad, no es muy allá, pero se deja ver y tiene, además, un John Travolta inmenso y una banda sonora fantástica (tres canciones de Grayson Capps y temas de Los Lobos, Thalia Zadek, Magic Slim y Lightnin’ Hopkins). Motivos más que suficientes para echarle un ojo. Está, por cierto, basada en el libro nunca publicado que escribió su padre, el predicador de Alabama (el de la estudiante de Auburn y el asiento trasero del Pontiac). Película de familia disfuncional y perdedores. Memorable el momento en que Travolta le recomienda a Scarlett Johansson El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, y la canción de Capps «Lorraine’s Song (My Heart Was A Lonely Heart)» cantada a dúo con Theresa Anderson. Capps ya había colaborado con su música en el anterior trabajo de Shainee Gabel, Anthem un documental en el que, a lo Viajes con Charlie de Steinbeck, dos chicas recorren las carreteras del país en busca de una nueva definición del Sueño Americano (viaje en el que se toparán con gente como Robert Redford, Hunter S. Thompson, Chuck D, Willie Nelson, John Waters, Tom Robbins y Studs Terkel). Pero fue con Bobby Long (y la insistencia de Scarlett Johansson en que había que escuchar a este tipo greñudo) con quien la gente comenzó a fijarse en las canciones de Capps. Desde entonces no ha parado de grabar discos gloriosos. Sigue grabando en sellos pequeños y haciendo lo que le da la gana. Sus héroes son Tom Waits, John Prine y Tom T. Hall. Su canción favorita de estos últimos quince años es «Goddamn Lonely Love» de los Drive By Truckers. Y de vez en cuando toca con gente como Malcolm Holcomb, Truckstop Honeymoon, Will Kimbrough y Sugarcane Jane. «Canciones de profetas muertos disfrazados de borrachuzos de pueblo», en efecto, poco más se puede añadir.

OTIS GIBBS

Mount Renraw

(Wanamaker Recording Company, 2016)

Sostiene Otis que cuando se aproximaba su cincuenta cumpleaños, sus amigos le dijeron que tenía que hacer algo especial para celebrarlo. Sostiene Otis que la idea que le sugirieron fue una fiesta en la que, como si lo viera, a él le tocaría pasarse toda la noche sentado escuchando su cansina cháchara de borrachuzos. Sostiene Otis que le pareció una idea horripilante. Así que, en su lugar, el día de su cumpleaños, lo que hizo fue llamar a un par de buenos amigos (guitarra y violín) y grabar un disco (ya el octavo) en el salón de su casa: Mount Renraw, que no solo es el título del álbum, sino también el nombre de la casa en East Nashville en la que lleva viviendo nueve años con su compañera, Amy Lashley. Asimismo, «Renraw» es Warner al revés, un guiño a Percy Warner, empresario que, en su día, hizo muchas cosas por la ciudad de Nashville (hay un parque que lleva su nombre); dato que aprovechamos para añadir que, por su parte, el mismo Otis trabajó durante más de diez años plantando árboles en Indiana (llegaría a plantar más de siete mil –exactamente 7163, sostiene Otis–), y eso, de alguna manera, repercute. Y repercute no solo en su voz y su guitarra, también en las letras de sus canciones, decididas a recoger raros especímenes y osamentas, cosas, por ejemplo, como las maravillosas expresiones de los viejos leñadores con quienes trabajó, mano a mano, en Indiana («harder than hammered Hell», título de su sexto disco, expresión con que se referían a la dureza de la tierra), frases como especies en peligro de extinción, como búfalos («Bison», el segundo corte del disco) que corren el peligro de perderse en el tiempo, como tantas otras cosas que Otis, en sus múltiples viajes por el desierto americano, ha ido rescatando con su cámara fotográfica al borde de la carretera. Tesoros de la cuneta. Otis sostiene que su intención es dar voz a los que no tienen voz, rescatar las voces amordazadas o que corren el riesgo de desvanecerse. Narrador de historias para narradores de historias, así le han definido alguna vez en alguna parte. Y así es, en cierta forma: un secreto exquisito que solo conocen unos pocos. Y también de eso va su maravillosa (e imprescindible) serie de podcasts Thanks for Giving a Damn (que ya va por el episodio 144), en la que como uno de aquellos aguerridos antropólogos que capturaron con su grabadora las historias de las viejas tribus, Otis viene atesorando las anécdotas y la sabiduría de la gente que siempre ha admirado (Guy Clark, Merle Haggard, Doug Sahm, Utah Phillips, Allen Ginsberg, John Lomax III y tantísimos otros). En efecto, «gracias porque os importe un bledo». Gracias por hacer algo para que todo esto no acabe yéndose por el sumidero de las modas y lo efímero. Mount Renraw es, de nuevo, un disco austero y radical, a lo Woody Guthrie o el primer Dylan, voz bronca y guitarra, sin concesiones. Música redimida del vertedero. Piezas liberadas del gran desguace americano. Desde que lo conocimos en 2008 con su Grandpa Walked a Picket Line (madre mía, qué discazo), Otis Gibbs es, sin duda, uno de nuestros artistas de cabecera. No falla.

Todos sus podcast aquí:
https://soundcloud.com/otisgibbs/sets/thanks-for-giving-a-damn-with

 

JACK GRELLE

Got Dressed Up to be Let Down

(Big Muddy Records, 2016)

Lugar: St. Louis. Y con eso podría acabar esta reseña, porque el lugar lo explica todo. Poco más cabría añadir que no resultase redundante, reiterativo o simplemente obvio. St. Louis y punto, a modo de defensa, coartada y redención. «La Puerta hacia el Oeste». Lewis y Clark partieron de allí en su día en busca de la ruta acuática hacia el Pacífico. Y allí mismo se quedarían luego, a su regreso, como tantos otros exploradores, pobladores y tramperos. Crisol de mil extraños, fugitivos, soñadores y dementes. Todo eso se traduciría también en la música. Influencias de todo lo que arrastraba y dejaba a su paso el abuelo Mississippi en su orilla occidental, donde en un pasado remoto se alzaron los túmulos de Cahokia, frontera con Illinois, mucho antes de la llegada de los franceses. Conozco a una chica que vino de allí. Tocaba la sierra, el acordeón y la guitarra. Me descubrió a mil artistas increíbles. Había tocado con Pokey LaFarge, antes de que Pokey LaFarge fuese el Pokey LaFarge que hoy todo el mundo celebra. También me dijo que había visto peces mutantes en el Mississippi… Toda esa tradición confluye en la música de Jack Grelle. Dice que de canijo compuso canciones sobre un perro y sobre magos. Que en secundaria su primo Steve le alentó para ponerse a aporrear una guitarra. Que quiso aprenderse los punteos de Led Zeppelin. Luego vino el Nashville Skyline de Dylan. Y el Harvest de Neil Young. De eso no se sale indemne. Y la vieja tradición de porche, cerveza e intercambio de canciones en la madrugada. Una banda de bluegrass y luego un rato en la escena punk. Bolos y viajes, a veces en salones de gente, por cuatro dólares. Cerca de diez bandas, diez exploraciones, como si fuese uno de aquellos míticos miembros de la Compañía de Pieles de las Montañas Rocosas, uno de «los Cien de Ashley» contratados a través de aquel célebre anuncio de periódico publicado en 1823 por el general William H. Ashley y el mayor Andrew Henry: «[…] Cien jóvenes emprendedores para ascender el río Missouri hasta su origen, donde serán empleados durante uno, dos o tres años». Desprenderse en el camino de la costra hardcore y hallar la piel del country y de la música de los viejos tiempos. Curtir esa piel. Autoestop, trenes y música en esquinas por la voluntad, a lo Guthrie o a lo Blaze Foley, para volver luego con todas esas pieles de búfalo a las calles de St. Louis y grabar su primer disco… Pero es con este, el tercero, recién salido del horno, dedicado a su abuela (tengo comprobado que los discos que se saltan una generación en su dedicatoria son invariablemente buenos), con el que parece haber hallado su lugar en el mundo (su anterior trabajo, Steering Me Away, también magnífico, es más honky tonk y camionero, más Dale Watson, se nota que la carretera sigue vibrando en sus huesos). Aquí, sin embargo, hay más cajún y más Texas, mucho más folk y rock and roll. No en vano colaboran los South City Three de Pokey LaFarge y el gran John Horton de los Bottle Rockets… Pero ya estoy hablando más de la cuenta. Bastaba con haber dicho: St. Louis. Porque la cosa, ya digo, es simple genética.

GREG TROOPER

Make It Through This World

(Sugar Hill Records, 2005)

Que la vida está llena de mierda no es ningún secreto. Hay varias cosas que lo demuestran. Donald Trump y su concierto de investidura, sin ir más lejos. Y la revista Rolling Stone, que en su día puede ser que fuera lo que fuera, pero hoy ya ni por el forro. El caso es que a principios de esta semana amanecimos con la dolorosa noticia de la muerte de Greg Trooper (cáncer de páncreas; yo calculo que probablemente agravado ante el descubrimiento del setlist del concierto de Trump y la prefiguración del horror que se nos viene encima…), un grande (y doble o triplemente grande por lo buena gente que era; recuerdo hablarlo con Jesús Llorente, cuando lo trajo al Tanned Tin, joder, qué pena), y a los beneméritos sabios de la susodicha revistucha, tan mítica ella, no se les ocurrió otra cosa al dar la noticia, porque el mundo es así de feo, que decir que había muerto a los 61 años uno que escribió canciones para Vince Gill y Steve Earle. Lo de Steve Earle todavía, porque nos gusta. Pero lo de Vince Gill (aunque no nos caiga mal) tiene delito. ¿Para qué mencionar que Greg Trooper grabó 13 discos y que cualquiera de ellos vale cien veces más que toda la carrera del señor Gill (sí, ya sé, qué voz, pero por aquí no somos muy de voces, nos conmueven otras cosas…)? Pero claro, para titulares siempre mandará el mainstream y el apurado perfecto. Uno que hizo canciones para otros y al que una vez le produjo un disco Garry Tallent, el bajista de la E Street Band. En fin. No nos hagamos mala sangre… Parece que fue ayer, aunque ya hayan pasado 12 años, cuando cayó este Make It Through This World en mis manos, reconozco que dejándome llevar por la cubierta (solo después, al darle la vuelta, me decidiría del todo al ver que lo producía Dan Penn y que había una canción titulada «Green Eyed Girl»; he de decir que siempre me han gustado las canciones que hablan de chicas de ojos verdes –dato que aprovecho para excusarme por lo terriblemente subjetivo que es todo esto, lo digo por si hay algún redactor de la Rolling Stone en la sala–). Como Springsteen, Greg Trooper fue un «chico confuso» de New Jersey. En los setenta frecuentó mucho los locales del mítico Greenwich Village antes de mudarse a Texas y a Kansas para acabar con su guitarra en Nueva York, grabar sus dos primeros discos y llamar la atención de Vince Gill y Steve Earle, que grabarán sendas canciones suyas a finales de los ochenta y lo pondrán en el punto de mira. De hecho, no tardará en firmar un contrato con CBS/Sony y se instalará definitivamente en Nashville, donde acabará convirtiéndose en esa cosa tan enojosa que suele denominarse «músico de músicos» (otra manera de decir que no lo conoce ni Dios), admirado por gente como Buddy y Julie Miller, Rosanne Cash, Lucinda Williams, Duane Jarvis, Steve Forbert, Kevin Gordon, Billy Bragg y Emmylou Harris, entre otros. Y así, trabajando duro, canción a canción, hasta llegar a este disco, el octavo, en Sugar Hill Records, el famoso sello especializado en bluegrass, donde nadie se anda con tonterías. Un disco en el que de su sagrado triunvirato, Bob Dylan, Hank Williams y Otis Redding, es este último el que más se percibe (Dan Penn tendrá buena parte de culpa, después de producir a Solomon Burke, Irma Thomas y The Box Tops). Soul con groove de Memphis y un toque de country con salpicaduras de steel guitar y ese dobro que tanto nos escalofría (me invento verbos sin despeinarme, sí, ¿qué pasa?). Y a buen seguro las mejores canciones (pequeños relatos) de toda su discografía. Mucha clase y un gusto exquisito. Le echaremos mucho de menos («Un yanqui de New Jersey en la corte del rey Acuff» como lo llamaría en 2001 Jim Musser en aquel maravilloso artículo de la revista No Depression –y esta sí que es una buena revista, por cierto–). Y además era un tipo simpatiquísimo. Sí. Joder. Qué pena. Anda que no hay otros por ahí para morirse.

WESTERN CENTURIES

Weight of the World

(Free Dirt Records, 2016)

En espera de las primeras referencias del año que recién inicia sus andadas, seguimos sacando oro de 2016 (un año que nos ha dado un montón de alegrías –qué imbécil me resulta forzarle un nombre a la cosa: country, música de raíces, americana…, que cada cual escoja el alfiler que quiera para clavar al bicho en su colección personal de insectos peculiares, para mí el género es «la música que me gusta», subgénero: «y a tomar por culo lo que digan los que saben»–, por mucho que eso les joda (lo de las alegrías del año pasado) a los agoreros que, cuando desayunan mal, predican «el acabose» mientras escuchan por enésima vez el último disco rayado que les gustó de, como mínimo, diciembre de 1976; aunque, todo sea dicho de paso, a juzgar por lo que caga la radio, nuestros esqueletos llevan ya muchos años blanqueándose a la intemperie en ese horripilante desierto apocalíptico preconizado por los cenizos en el que, por cierto, el último golpe de gracia («la tortura nunca para», como cantaba el bueno de Frank Zappa) ha sido la inclusión de Rhiannon Giddens, antigua Carolina Chocolate Drops –ya hace un par de años totalmente perdida para la causa–, en el terrorífico casting de la muy pulcra, aseada y catatónica serie Nashville…). En cualquier caso, química jubilosa. A veces pasa. Podríamos empezar como con el chiste: van un inglés, un francés y un español…, en este caso los que van son tres vocalistas a priori irreconciliables: Morrison, Miller y Lawton, o lo que es lo mismo, un músico country de Seattle, el cofundador de la banda neoyorquina Donna the Buffalo y un tipo muy punki salido del hip-hop que desde hace unos años le da fuerte al R&B y al bluegrass, tres vocalistas cuyo único vínculo, a priori, es una peregrina vinculación afectiva con la música «honky tonk». Y todo ello producido por Bill Reynolds (de Band of Horses) en su estudio de Nashville (Fletwood Shack), con pedal steele, bajo y mucho fiddle en seis de los doce cortes. Vale. En un primer momento, puede parecer una fórmula condenada al desastre, pero nada más lejos de la realidad. La cosa funciona como un motor recién engrasado y no puede sonar mejor. Canciones de corazones rotos y alcohol. Hasta aquí, de acuerdo, nada nuevo bajo el sol. La misma cantinela de siempre. Pero, ya digo, la cosa no puede sonar más novedosa, más fresca y más ilusionante. En efecto, es la «vieja religión», pero con «piel nueva para la vieja ceremonia», hay quien incluso ha recurrido a encontrar paralelismos con fenómenos como The Band o los Flying Burrito Brothers. No sé yo si tanto ni sin tan poco. Pero el espíritu y la felicidad que desprenden es exactamente la misma; «felicidad» en el sentido que le da Borges cuando afirma que leer a Chesterton es la felicidad, a esa suerte de felicidad me refiero, porque este es un disco así de feliz, un disco logrado a lo Peter Handke en su Ensayo del día logrado, y basta ya de referencias literarias, aunque vengan muy a cuento, porque es precisamente en las letras de esta gente, muy líricas y por momentos ligeramente psicodélicas, donde se fragua, en buena medida, parte de esa «felicidad lograda» a la que me refiero, no sé si me explico (aunque tampoco es que mi intención sea explicar nada). Y todo esto para decir simplemente que ojalá el chiste siga y tengamos Western Centuries para rato.

DRIVE-BY TRUCKERS

American Band

(ATO Records, 2016)

Reconozcamos que la cosa no pintaba demasiado bien. Tras la marcha de Jason Isbell en abril de 2007 (todo ese culebrón de Jack Daniels y desafectos que aunque en un primer momento se esforzasen en relatarlo como algo amable, como el cuento de una simpática renuncia amistosa, encerraba mucha peste; como se descubriría luego, al final lo cierto es que el bueno de Jason, casado por aquel entonces con la bajista del grupo, salió tarifando; Patterson Hood declararía más tarde: «Hay gente que se vuelve cariñosa y beatífica cuando bebe, Jason Isbell no es una de esas personas»), todo fue de mal en peor. Parece mentira, cómo pasa el tiempo. Cualquiera diría que fue ayer cuando pinchamos por primera vez el A Blessing and a Curse. Diez años ya de búsqueda y tambaleo. Recopilatarios innecesarios, discos de rarezas y descartes, directos, colaboraciones como banda de apoyo de otros artistas (Bettye LaVette y Booker T. Jones), más directos, más deserciones dolorosas maquilladas de amables retiradas (otra bajista del grupo huida por motivos no aclarados; y llegar a pensar, a lo Stephen Hawking, en la figura de «la bajista del grupo» como en una suerte de curvatura espacio-temporal, una singularidad en un horizonte de sucesos, origen de un colapso gravitatorio, la muerte de una gigante roja y la creación de una enana blanca, en definitiva: la bajista del grupo como agujero negro; y aparte de leer el libro de Kim Gordon, La chica del grupo, publicado por Contra, me viene también ahora a la cabeza el de Sean Yseult, bajista de White Zombie, I’m in the Band, aún sin traducir) y Patterson Hood intentando recuperar la calma con un par de discos en solitario (con el evidente subtexto de: «Por mí como si os vais todos a la mierda»). Así que todo apuntaba a que ya. A que jamás volveríamos a vibrar como vibramos en su día con Gangstabilly o The Dirty South. Pero, de repente (cuando ya somos todos muy de Jason Isbell, no solo por borrachuzo –es decir, por afinidad existencial–, sino por la brillantísima redención de su espectacular Something More Than Free de 2015), nos llegan noticias de este undécimo disco de estudio, el primero desde el Pizza Deliverance, es decir, desde 1999, que no cuenta con ilustración en la cubierta del colaborador habitual, el artista gótico-sureño Wes Freed (en el interior y en la galleta sí hay dibujos suyos, menos mal, por un momento pensamos en una nueva disensión, ¡cómo se las gasta esta buena gente de Alabama, coño!). En su lugar, una fotografía de una bandera estadounidense a media asta (señal de duelo y luto). Y un título que no puede ser más lacónico y directo: American Band. Recuerdo esperar su llegada con muy poca fe. Pero fue poner el primer corte y decir: «Dios, ¡qué bien, joder! ¡Han vuelto!». ¡Y cómo! Por ahí decían que era como el Nebraska de Springsteen, no refiriéndose al sonido, entiéndase, sino al compromiso y a su vocación de reinvención y renacimiento. Sin duda, se trata de su disco más potente y más político hasta la fecha. Por ahí dicen también, de un modo más acertado, que es al 2016 y a la era Trump lo que en su día fue el American Idiot de Green Day para la era Bush. Un disco necesario e imprescindible. Directo al cuello y sin florituras. Demoledor. Rock and Roll del bueno. Mucho Neil Young y mucha rabia contra la máquina. American Band, sí. Sin más. La mejor puta banda americana del siglo veintiuno. Y Feliz Año, coño. Feliz año.

MARTY STUART

Badlands. Ballads of the Lakota

(Superlatone Records, 2005)

Dos son los motivos (si es que hubiera que darlos) por los que hoy regreso a esta obra maestra de Marty Stuart. El primero, incontestable, es el severo cuñadismo imperante (el disco está co-producido por John Carter Cash y fue grabado en la Cash Cabin de Hendersonville, Nashville; para los más despistados convendrá apuntar que Marty Stuart estuvo casado cinco años con Cindy, la tercera de las cuatro hijas de Johnny Cash y su primera esposa, Vivian Liberto, por lo que todo queda en casa). El segundo es que llevo varios días escuchando estas canciones en bucle. Hacía tiempo que no volvía a ellas, pero resulta que me he visto inmerso en la redacción de un artículo sobre lo que está ocurriendo estos días en Standing Rock y Badlands, junto a los discos de John Trudell y el Bitter Tears. Ballads of the American Indian del suegrísimo (la única versión incluida en Badlands, por cierto, es un tema de Cash, «Big Foot»), ha sido la banda sonora perfecta. Badlands es uno de los mejores discos olvidados de la pasada década y hoy, en medio de la cruenta lucha contra «la Serpiente Negra» (el Dakota Access Pipeline, el oleoducto contra el que siguen luchando «los Protectores del Agua», los Oceti Sakowin, «los Siete Fuegos» de los lakota, los dakota y los nakota), con el recrudecimiento del activismo en «el Campamento de la Piedra Sagrada», ha vuelto a cobrar una rabiosa actualidad. Marty Stuart, al poco de debutar como miembro de la banda del Hombre de Negro, se enamoró del pueblo sioux tras un concierto benéfico en la reserva de Pine Ridge. Viajó mucho a Wounded Knee en compañía de John L. Smith, antólogo de Cash y cronista de los lakota. Juntos ascendieron en numerosas ocasiones las cumbres de Paha Mato (Bear Butte) y Paha Sapa (las Black Hills), y recorrieron las Paha Sica (las Badlands) en un Ford del 64, encadenando noches de motel en las que leyeron mucho y bucearon por internet, verificando hechos y comparando datos, en busca de las verdaderas palabras de Nube Roja y Toro Sentado, mientras componían las canciones que se incluirían después en este descarnado disco conceptual que tanto tiempo tardaría en ver la luz (a los dos años de la muerte de Johnny Cash y con él ya por fin desembarazado de las cadenas doradas del pegajoso «mainstream» de Nashville). Aunque su voz carece de la solidez y la gravedad de Cash (pensar este disco en la etapa Rubin del Hombre de Negro da escalofríos), no puedo estar más de acuerdo con lo que dijo Michael Streissguth (biógrafo de Cash) en la Rolling Stone el 14 de agosto de 2015: Marty Stuart, en este disco, canta como un predicador con el diablo posado en la espalda. En su día nadie compró el disco, solo sus fans más devotos (entre los que me cuento). Hoy sigue sonando cruento y urgente. Sigue poniendo el pelo de punta. Marvin Helper, músico y Hombre Medicina de la reserva de Pine Ridge, Dakota del Sur, antiguo boxeador y descendiente de Big Foot por parte de padre y de Caballo Loco por parte de madre, no dudó ni un instante en apadrinar estas canciones: «Los espíritus trajeron el nombre. Y él lo llevará el resto de su vida. El nombre lakota que se ha concedido a Marty Stuart es O Yate’o Chee Ya’Ka Hopsila (“el hombre que ayuda al pueblo”). Ha sido adoptado por la tribu lakota… ahora él es familia».

LUKE WINSLOW-KING

I’m Glad Trouble Don’t Last Always

(Bloodshot, 2016)

Proceder por vía directa de los descendientes del Mayflower, criarse en la Iglesia Baptista de tu pueblo, formar una banda a los 14, irse de Cadillac (Michigan) a ritmo de bebop y acabar afincado de modo indefinido en Nueva Orleans porque por la noche, mientras duermes en un hotel de mala muerte, te roban el coche (con todos tus instrumentos) y te quedas tiradísimo y sin saber qué hacer, reuniendo fuerzas, planteándote volver o seguir, buscándote la vida como profesor de música y sonando a porche de madera destartalado en día húmedo de verano o a calle sórdida de detrás del Barrio Francés. Y así con cuatro discos, dos para el sello Fox on a Hill y dos para los exquisitos francotiradores de Bloodshot Records. Padecer desde el primer momento la etiqueta de «tradicionalista» y que vayan diciendo por ahí que lo tuyo es una amalgama de «música popular» y jazz colectivo improvisado con influencias del jazz de Nueva Orleans, blues del Delta, ragtime, folk americano pre-bélico, Béla Bartók, el Cuarteto de Cuerda nº12 de Antonín Dvořák y Woody Guthrie… pues muy bien, ahí queda eso. Y ahí podría haber seguido quedándose: acomodado en esa casilla que tanto gusta a los turistas de Bourbon Street, repitiendo el mismo disco una y otra vez para deleite de los cansinos. Yo he de confesar que decidí plantarme en el cuarto (que, por otro lado, fue con el que le descubrí). Tanto tradicionalismo, por muy honesto y bien que suene, acaba fatigando. Yo, al menos, siempre acabo intuyendo un vacío. Me pasa también con Pokey LaFargue. Discos que uno, al final, no pone mucho, a lo sumo (y a lo resto) música de fondo. Un avatar de la vieja música de ascensor. Postureo retro para hipsters con gorro (y poco más, aparte del gorro, digo). Pero entonces va Luke y nos sale con esta quinta maravilla. Disco con cubierta de cielo encapotado y «solitarísima» apertura de slide guitar en «On My Way», «A mí manera», en el que claramente se percibe que, ahora sí, en efecto, se ha dado un paso de gigante. Atrás quedan los discos de aseadísimo estilista, lo que viene ahora promete ser diferente, más auténtico, más profundo. Desde el primer acorde te asalta la reconfortante sensación de que, por fin, vamos a escuchar al verdadero Luke Winslow-King. Entre el cuarto y el quinto disco ha habido un divorcio, no solo del tradicionalismo (¡bien!), también de la que fuese su mujer y compañera musical, Esther Rose King (no tan bien, supongo), y el dolor resultante de esa resquebrajadura impregna y resuena en los nueve cortes que conforman este impecable I’m Glad Trouble Don’t Last Always. Ahora esta música sí que ensucia y duele. Ahora sí.

BILLY BRAGG & JOE HENRY

Shine a Light (Field Recordings From The Great American Railroad)

(Cooking Vinyl, 2016)

Hay momentos en la vida en los que, por muy «Rashomon» que se quiera poner uno para poder ver las cosas desde todos los ángulos posibles, no vale lo gris: o bien te pones del lado del asesino del samurai, del lado de la esposa del samurai, del lado del samurai mismo (a través de una médium) o del lado del leñador que fue testigo del crimen. Situaciones binarias en las que uno tiene que decantarse voluntariosamente y sin medias tintas por Wilco o por Billy Bragg cuando lo del Mermaid Avenue y todo aquel lío. Yo lo tuve bien claro entonces y más claro lo tengo ahora después de oír este disco (y de haber soportado, por otra parte, no más de medio minuto del primer tema del último Wilco). Billy Bragg es nuestro hombre. Wilco se lo regalamos al primero que se pase por el rancho (¡qué demonios! hasta le pago y le añado una botella de nuestro mejor moonshine si se lo lleva ahora mismo). Honestidad, autenticidad, compromiso. Llámalo como quieras. Me sobran los motivos. Y todo esto para subrayar la extraordinaria belleza de este Shine a Light que se ha marcado el bueno de Billy Bragg con el bueno de Joe Henry (esperemos que esta vez no haya que tomar partido). Esta fabulosa y recomendabilísima «delicatessen» ha sido grabada a bordo del Texas Eagle 421, en los andenes y en las salas de espera de las estaciones, desde Chicago a Los Ángeles, pasando por San Antonio, entre el 14 y el 18 de marzo, con la excepción del tema «Waiting for a Train», grabado en la mítica suite 414 del Hotel Sheraton-Gunter de San Antonio, Texas, el 17 de marzo (en la misma habitación, por cierto, en la que Robert Johnson hizo su primera grabación; a modo de curiosidad, añadir que en el bar de este hotel solo se escucha, en bucle, a Robert Johnson, lo cual es, sin duda, una decisión bastante radical teniendo en cuenta que solo grabó 29 canciones en su corta y trágica vida, pero creemos vehementemente que hacen falta más gestos así en el mundo). Dos hombres, dos voces y dos guitarras, con fondo sonoro de vida de tren, ajetreo de pasajeros, bullicio de estación, estruendo de puertas que se abren y se cierran, cargas de maletas, motores poniéndose en marcha… Un viaje traqueteante y lento por la «Old Weird America» que acuñó Greil Marcus en su día. Canciones de trenes que conectan el presente con la historia de los antepasados y con los avatares de la penosa fundación del país, con todas sus sombras y matices. Canciones e historias familiares por las que no parece haber pasado el tiempo (o quizá sea que este disco abra un portal y nos traslade mágicamente a ese pasado siempre vivo, incrustado en la memoria), canciones que siguen ahí, como muescas en la culata del viejo fusil del abuelo que conservamos aún colgado sobre el marco de la puerta. El modo en que la tecnología, en nombre del progreso, transfiguró aquel vasto paisaje, transformó la conciencia y dejó todos aquellos cadáveres por el camino. Despojamiento total. La canción en su más sencillo y descarnado esqueleto. Sin adornos a lo Wilco, sin filtros ni desodorantes. Carbón puro.

CODY JINKS

I'm not the Devil

(Cody Jinks, 2016)

Algo sucedió en Los Ángeles. Papá, muchos años antes, en Halton City (Texas), escuchaba persistentemente a Johnny Cash, a Waylon Jennings y a The Hag (el inmenso Merle). Eso era lo que sonaba en la radio de casa a todas horas y esos fueron los primeros riffs que aprendería Cody Jinks a los dieciséis en su guitarra, pero la adolescencia, claro, que es esa cosa tan poco country (ni siquiera en su vertiente más «outlaw»), el instituto y el propio estado de Texas le conducirían irremisiblemente (como a tantos de nosotros, aunque sin Texas en la receta pero, por ejemplo, con el Madrid de los ochenta, que también tenía bemoles) al heavy metal. Su primer paso profesional fue una banda de thrash que formaría unos años más tarde, en 1997, en Fort Worth, los Unchecked Agression, que gastarían mucha suela hasta ver publicado el que sería su primer y único álbum, The Massacre Begins (2002), un año antes de que la masacre acabase (con ellos). Porque, en efecto, en el 2003, sucede algo en Los Ángeles. El grupo saca disco, se va de gira a L.A. y, acto seguido, sin solución de continuidad, se va a la mierda. La vieja historia de irse a Los Ángeles y mutilarse. Alcohol y peleas internas. Cosas del acné y de la rabia. Jinks, asqueado, abandona la música durante un año y luego, en el 2005, vuelve poco a poco a sus raíces y retoma la música country con la que se crió. David Allan Coe como referencia. Pasarían siete años hasta que grabase su primer disco, 30, con los The Tone Deaf Hippies cubriéndole las espaldas. Otros cuatro años hasta este I’m Not The Devil que le ha puesto, definitivamente en el mapa. Barbucia, pelo largo y tatuajes. Pensamos en Chris Stapleton, en Jamey Johnson y en Whitey Morgan. Lo de «trash» lo mantiene, como sentimiento. Esto no es pop-country. La actitud «outlaw» respira en cada corte. Hay incluso una formidable versión del inmenso Merle Haggard. Es el country que, en estos últimos años, con un pie metido en el mainstream, está dignificando el género entre toda esa mierda que desborda en la radio. El country que mira al pasado con una nueva actitud (que quizá, simplemente sea de honestidad). Un álbum oscuro y profundo. Sin concesiones. Mezclado, además, por Ryan Hewitt, que sabe muy bien de qué va el tema (y si no que se lo pregunten a los Red Hot Chili Peppers, a los Avett Brothers, a los Lumineers o a Flogging Molly). Tonterías las mínimas.

ROUSTABOUT

Protest Songs

(Roustabout, 2016)

Rústicos de Indiana. Intento recordar aquellas «Tierras de los Indios». Recuerdo campos de maíz. Una larga extensión que cruzamos verticalmente yendo hacia otra parte (creo recordar que desde Illinois y una historia bastante rara a Kentucky y otra historia no menos extraña). Y quizá nunca haya sido más que eso: un territorio que uno cruza para ir a otra parte. No en vano su lema es «The Crossroads of America» («Las encrucijadas de Estados Unidos»). Yo andaba en una de esas, huyendo a ninguna parte. Indiana eran los Pacers, que siempre estuvieron ahí (¡cómo las colaba el cabrón de Reggie Miller!), pero nadie era de los Pacers. La gente era de los Bulls o de los Lakers. No sé cómo andará ahora la cosa. Hace tiempo que no me asomo (la NBA dejó de interesarme tras la muerte de Andrés Montes). La última vez que miré no conocía a nadie, como cuando el otro día cometí el error de entrar en el mítico bar de nuestra juventud (cuántas historias raras también en ese bar). Ni una sola cara conocida. Ni siquiera la camarera de rostro marciano que persistió tantísimos años (sí, hablo del «Louie Louie» de la calle La Palma)… Todo esto para hablar de estos muchachos. De la extrañeza de un paisaje y del sonido que genera. Punk rock y hardcore, por supuesto, música de irse a otra parte. Guns N' Roses (todos ellos), Mick Mars de Mötley Crüey y David Lee Roth de Van Halen. Pero también los Jackson 5. Y, claro, indie y hip hop en Indianapolis (con sonido de coches acelerando). En realidad, poco country y «americana», salvo en el sur, en lo que se considera el Upland South para distinguirlo del Deep South, a pesar de John Mellencamp y John Hiatt. Este es el segundo álbum de estudio de los Roustabout. Y, en efecto, suena a música de encrucijadas. Música de peón o jornalero. Hoy aquí y allí mañana. Hay fronteras cruzadas, saltos entre el más puro bluegrass, el folk y el indie. Tras una intro instrumental que te hace preguntarte a dónde demonios te conducirá este viaje, la cosa estalla con el brutal «Abbs Valley», y el disco ya no te suelta hasta el final (no te extrañe que dicho final sea en un garito de mala muerte según cruzas el límite estatal de Kentucky –o Malasaña–; camareras con caras de marcianas). Hay momentos en que recuerdan a los Avett Brothers, a los Lumineers, a los Old Crow y a nuestra queridísima Ben Miller Band. Curtidos en fiestas privadas, conciertos benéficos y bodas (dicen ellos), dan ganas de añadir linchamientos y funerales. Basta con citar algunos títulos de sus canciones para decidirte a comprarlo. «Jodidamente arruinado», «Paria», «Cerveza y una Biblia», «Meando en la Interestatal» «Jesús de gasolinera» o «Preocupante cuando estoy seco». Y en la contra y la galleta el extraño dibujo de una gallina bicéfala. ¿Qué más se puede pedir?

MANDOLIN ORANGE

Blindfaller

(YepRoc Records, 2016)

«Mandolin Orange. El disco de la cabaña en la loma y el cielo estrellado». Eso me dijo un día mi querido socio, Dirty Reig. Yo no los conocía. Such Jubilee (2015). Tenían otros tres discos antes, uno descatalogado, el primero, solo accesible por descarga. Normalmente no hago caso. No me fío. La gente cree que te tiene pillado el punto. La mayor parte de las veces no aciertan ni por el forro. Suele pasarme. Son peores que un logaritmo de Amazon o Spotify. No escucho música de prestado. Bicheo, compro y si la cago la cago solo. No me gusta cagarla en comandita, de letrina a letrina comentando la jugada. No. Cagadas solitarias. Siempre. Como en casa en ningún sitio. Fratulencias despreocupadas, sin prisas y con papel sedoso siempre a mano, doble capa a ser posible… Pero esta vez mi socio acertó de pleno. A veces pasa. El dúo de Chapel Hill, Carolina del Norte, me sedujo desde la primera escucha. Atendí, picoteé y salí de caza. Me gustó mucho el de la cabaña en la loma, pero el primero que encontré fue este, recién salido, el del bosque incendiado. Espectral. Tercero editado en YepRoc Records («el sello dirigido por artistas que se niegan a ser catalogados»). Folk, country, bluegrass y gospel con su puntito de pop. Pero no se crean, tras su aparente quietud, violín, mandolina y banjo, merodea la fuerza y la devastación. La perdición se oculta tras su belleza sin barniz, cruda. Como en los discos anteriores, parece que no estamos ahí, tal es la intimidad, parece que están solos, Andrew y Emily, tocando para sí mismos (como Gillian Welch y David Rawlings). Da igual dónde estés, Madrid, Wyoming, Tokio o El Cairo. La sensación va a ser la misma. Pones un disco de los Mandolin Orange y de repente te encuentras en una mecedora, en el porche de tu pequeña propiedad junto al río Savannah. Probablemente seas viejo o estés tullido, por eso no fuiste a la guerra (lo mismo eres un cobarde o un desertor, o la esposa de cualquiera de ellos, puede que la hija o le hermana de alguien que jamás regresará). Has escondido en el sótano el cerdo y las tres gallinas. Y las últimas sobras de una pésima cosecha. La cosa pinta bastante mal. Hace poco fue lo de Gettysburg y lo de Vicksburg. Atlanta ardió en llamas. Todo se desmorona. El general William Tecumseh Sherman hace días que inició su brutal ofensiva desde Tennessee hacia el mar. En cualquier momento aparecerá con sus tropas por el camino y lo devastará todo. Ya hay melancolía y nostalgia por todo lo perdido. Ya nada volverá a ser lo mismo. Y esta es la música que suena. La única posible. Música de vencidos. Como los personajes quebrantados de la novela de Leonard Cohen. Beautiful Losers. Los Hermosos Vencidos. Maldita mandolina…

THE RECORD COMPANY

Give It Back To You

(Concord Records, 2016)

Pocos son los discos que, desde la primera escucha, te follan la cabeza. No hay más que escuchar el primer corte de este álbum, «Off The Ground», para saber que estamos ante un portento de la naturaleza (algo parecido a lo que nos pasó en su día con el primer disco de Ryan Bingham, aquel insuperable Mescalito del 2007 que a punto estuvo de dejarnos bizcos). El típico disco por el que, con toda seguridad, te apuesto lo que quieras, tu vecino, después de destrozarse la mano aporreando la pared y de castigar tu timbre hasta fundirlo, acabará llamando a la policía (o incluso al ejército). Ellos son de Los Ángeles, mucho John Lee Hooker, pero también sus buenas dosis de The Stooges con cierto regustillo a la granja lechera en la que se crió su líder, Chris Vos (voz, guitarra –una vieja Teiesco Del Rey rescatada de un contenedor de basura– y armónica) en Wisconsin (que es un poco como nuestro Teruel: lo creas o no, en algún lugar, allá por la región de los lagos, existe –y de hecho es el estado con mayor tasa per-capita de consumo de alcohol de todo el país, detalle harto simpático; no en vano, la música de The Record Company ha sido utilizada en anuncios de Coors Light y Miller Lite, cervezas de mierda y, desde luego, muy poco apropiadas, porque ellos no tienen nada de «light», pero al final hay que sacar la banda adelante, así que, ¡qué demonios!–). Su nombre, no falla, siempre da lugar al mismo irritante diálogo. Uno que suelta: «¿Conoces “La Compañía Discográfica?». A lo que siempre le sigue la obvia pregunta del interpelado: «¿Qué compañía discográfica», para que el primero se vea obligado a aclarar: «No. La Compañía Discográfica es el nombre del grupo». Son solo tres. El combo clásico, guitarra, bajo y batería. No hace falta más. Quizá un piano en algún momento, y dos amigas, hermanas para más inri, que lo mismo se enrollen y hagan unos coros en un tema («The Crooked City»). La cosa comenzó a tomar consistencia a finales del 2011, cuando se dedicaban a grabar dudosas maquetas y se emborrachaban en el salón de la casa que el bajista, Alex Stiff, se había agenciado en el barrio de Los Feliz (barrio de míticos baretos que en su día frecuentaron ilustres borrachuzos como Bukowski o el actor Lawrence Tierney –el Joe Cabot de Reservoir Dogs–). Mucho bolo por todo el país, solos y esquivando botellas en «jukejoints» o excitando a las masas que acudían a ver a gente como B.B.King, Social Distortion, Buddy Guy o Brian Setzer. En el 2015 llegarían a pasearse por Europa (¡maldita sea, y nos enteramos ahora!) como teloneros de los Blackberry Smoke y en febrero del 2016 llegó el amanecer etílico en que dijeron: «Un momento» y se pusieron a grabar este disco. Cuando se les pregunta por lo que hacen la respuesta es tan precisa, sencilla y contundente como este disco: «Somos The Record Company. Tocamos rock and roll».

ZACH SCHMIDT

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The Day We Lost The War

(Zach Schmidt Music, 2016)

Los caminos del Señor (en realidad los caminos de casi cualquier señor, no digamos ya de las señoras…) son inescrutables. A veces uno llega a un disco por las vías más peregrinas. Es este caso lo que me llamó la atención fue la fotografía de la cubierta. Enseguida me dije: «Este retrato tiene toda la pinta de ser obra de Joshua Black Wilkins». Indagué un poco más y, en efecto, así era. De mis adicciones y del señor Black ya lo confesé todo por aquí en una entrada anterior (http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/12/8/joshua-black-wilkins), así que no creo que haya necesidad de explicar que, sin pensármelo dos veces (sin siquiera escucharlo) me lanzara de cabeza a por este disco. El hecho es que el señor Black sabe muy bien lo que se hace y nunca da puntada sin hilo. Y esta cosa brilla. Aún antes de escucharlo (ese momento de acabar de comprar un disco, salir a la calle y que te pueda la ansiedad y antes de llegar al metro o a la parada del autobús no puedas evitar desenvolverlo y ponerte a bichear su contenido chocando con los siempre molestos transeúntes…; esa clase de maravillosa emoción nunca te la dará una descarga digital, te jodes), veo en los créditos que a la guitarra eléctrica milita nada menos que Aaron Lee Tasjan (que con su último disco, por cierto, está empezando a petarlo en Nashville) con lo que la cosa ya se gana del todo mi corazón. No necesito ni escucharlo. Pero bueno, tampoco es eso, así que llego a casa, me abro una cervecita bien fresquita, lo escucho y todo cuadra. Desde la primera canción, no puedo evitarlo, me digo: «Consummatum Est». Porque esa es precisamente la sensación que tiene uno cuando tropieza con un disco de esta categoría. Una sensación de plenitud: todo ha culminado, todo se ha cumplido, todo está pacificado. El tipo es de Pittsburgh (Pennsylvania), ciudad «blue-collar» donde las haya, pero ahora vive en Nashville (Tennessee).  Lo ha grabado, mezclado y masterizado un tal Justin Francis en el local de Ronnie (me encanta el nombre de este estudio) en solo dos días. Puro East Nashville. En los agradecimientos también aparece el nombre de Joe Fletcher, otro de nuestros queridísimos sospechosos habituales (el primer artista que reseñamos en este Blog: http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/5/14/joe-fletcher). Solo añadir que es el segundo disco de Zach Schmidt, que ya grabó uno en el 2013, House or Truck or Train, después de recorrerse el país en moto, historias de currantes y de corazones abatidos. Y que no puedo estar más en desacuerdo con todos esos enojosos agoreros que claman al cielo pregonando cansinamente, día sí y día también, que hay que «salvar la música country». La música country no necesita ser jodidamente salvada por nadie, porque ya hay gente como Zach Schmidt que mantiene la cosa, si bien es cierto que muchas veces en la sombra, jubilosamente viva. Sin duda, como diría mi buen amigo el entendido, firme candidato a disco del año.

ROD PICOTT

Fortune

(Welding Rod Records, 2016)

Antes de que me entrara el blues de Tiger Tom Dixon y me pusiese a merodear por los callejones con aquella banda de perros sin dueño, me enamoré perdidamente de la chica de Arkansas (como tantos otros); corría el año 2004. Junto con Stephen Simmons, Nathan Hamilton y Hayes Carll, Rod Picott fue uno de los primeros artistas que me recomendó mi amigo el entendido. Por ello, y volviendo a citar al bueno de Rafi: «Le debo dinero». Nació en New Hampshire, pero se crió en South Berwick, Maine, territorio de las novelas de Stephen King (que yo tanto había explorado, y sigo haciéndolo) y lugar de residencia de Nicholson Baker (otro de mis escritores de cabecera). En su primer día en la escuela de segundo grado se hizo amigo de Slaid Cleaves (uno de los más grandes «storytellers» de la actual música popular estadounidense), juntos formarían una precaria banda de garaje (precariedad sin la que, probablemente, ese género no existiría), que bautizarían con el nombre de The Magic Rats (en homenaje a uno de los personajes que habitan la canción de Springsteen, «Jungleland») y a lo largo de los años acabarían componiendo varias canciones mano a mano. Rod encalleció y se fortaleció en Boulder, Colorado, con las montañas al fondo, antes de trasladarse a Nashville en 1994, donde se pasaría una larga temporada tocando por nada o casi nada en los dudosos clubs locales. Su fama de compositor comenzaría a despegar cuando co-escribió una canción para el álbum 50 Odd Dollars del inmenso Fred Eaglesmith (todos estos nombres, no se apuren, aparecerán, si no lo han hecho ya, en futuras entradas de este blog). En el 98 consigue un curro de conductor a cargo del camión del «merchandising» de Alison Krauss, a la que aunque solo sea por eso (porque, personalmente: me produce urticaria), le estaré infinitamente agradecida. Cuando hizo falta un telonero, esa palabra que ahora los músicos tanto detestan (ahora parece ser que se comparte escenario o se abre, a lo que yo solo puedo responder con un carcajeante: «¡Mis cojones 33!», expresión cuya procedencia ignoro, pero que ha sido la primera que me ha venido a la cabeza y la verdad que muy a pelo; aunque ahora leo con cierto grado de perplejidad que hay quien le atribuye un oscuro origen masónico…), cuando hizo falta un telonero, decía, Rod Picott estuvo ahí, el muchacho del puesto de camisetas que dice que canta… Con Fortune, su décimo álbum, el más reciente, Rod se ha vuelto más intimista. Más que de personajes entrevistos a lo largo de sus múltiples travesías (ese interminable período de gira), con su voz «leonarcohenada», se ha vuelto hacia dentro y se ha puesto a hablar más de sí mismo. En poco más de una semana, grabó los doce temas/relatos (seis de ellos en un solo día) que componen este disco. Limpio y crudo, como cualquiera de sus actuaciones en uno de aquellos garitos peregrinos que frecuentó en Nashville. Perdedores hundidos en la barra y cervezas pagadas con las últimas monedas rescatadas de un bolsillo agujereado y dado de sí. Maquillaje corrido y cáscaras de cacahuetes. Bienvenidos al «circo de los corazones rotos y la miseria» (que es como Rod Picott identifica y llama a lo que hace: cantar y abrirse, noche tras noche, frente a extraños).

THE JOHN HENRYS

Sweet As The Rain

(9LB Records, 2008)

Aparte de que hizo un frío del carajo (en diciembre los termómetros llegarían a marcar los 30 grados bajo cero) y de la aparición del primer disco de los John Henrys (The John Henrys, un álbum que solo se editó por allí, localmente, en Ontario –si alguien lo tiene, por Dios, que me llame; se lo cambio por 40 acres y una mula–), no sé qué otras cosas reseñables pudieron suceder en Ottawa en el 2004. Tampoco es que me importe demasiado. Lo que importa es que la banda comenzó a sonar fuerte en las radios de la zona y, de la noche a la mañana, se vieron compartiendo escenario con The Sadies, los Golden Dogs, Elliot Brood y gente así. Fueron días de mucha carretera y tiempo más que de sobra para ir escribiendo las canciones que compondrían el Sweet As The Rain, su segundo álbum, el primero que cayó en mis manos, ya con tirada más amplia y conciertos al otro lado de la frontera. Ellos siempre dijeron que no aspiraban a ser unos Mad Max, unos héroes de la carretera, sino que preferían pararse de vez en cuando, sentarse en el porche y componer. Por entonces fue cuando en la Chart Magazine dijeron aquello de que si Gram Parsons, Neil Young, The Band y Otis Redding montasen una orgía, The John Henrys serían, más o menos, el resultado. Es un comentario bastante extraño: una orgía con toda esa gente. Y un resultado más o menos así. No entiendo nada (resulta que nos salió ocurrente el reseñista de la Chart Magazine, no sé a qué orgías habrá asistido…). Marcianísimo mundo de referencias cruzadas, de algoritmos locos y de «si te gustó esto, te gustará esto otro» (¿tú qué coño sabrás lo que a mí me gusta, puta máquina?). En cualquier caso, el nombre del grupo, en efecto, procede del mítico personaje del folclore popular, John Henry, tan presente en docenas de canciones tradicionales. Aquel gigantón (en casi todas las versiones, afroamericano) que desafió a la máquina, martilleando clavos de ferrocarril con una maza, y acabó saliendo victorioso aunque el esfuerzo le acabó costando la vida. Símbolo de la clase trabajadora estadounidense (Johnny Cash cantó la leyenda de su martillo) y, a lo que vamos, perfecta definición también para el tipo de música que perpetra este quinteto canadiense liderado por el gran Rey Sabatin Jr., de origen Ojibway, Filipino e Irlandés (mezcla de lo más explosiva), a lo que hay que sumar, además, su vasta experiencia como luthier. Música de currantes. Música de «rabia contra la máquina». Solo diré que el tema «New Years» lo tengo en lista preferente y hay días que me lo pongo en bucle y me sigue sonando igual de contundente que la primera vez. Ya me dirán…

JEFFREY FOUCAULT

Salt As Wolves

(Blueblade Records, 2015)

Hace ya tiempo llegamos a él a través de una recomendación de John Prine (cuentan que Jeffrey aprendió a tocar la guitarra a los diecisiete años interpretando las canciones del primer álbum de John Prine, a puerta cerrada en su habitación y rodeado de pósters de bandas de la Nueva Ola Británica; más adelante, grabaría un disco homenaje con versiones de sus canciones favoritas, el prodigioso Shoot The Moon Right Between The Eyes; para que conste en acta, añadiremos que otros hitos fundamentales de su formación fueron aprenderse de memoria los versos del «Desolation Row» de Dylan, tarea titánica de la que no todo el mundo sale indemne, y robarle a un amigo el disco de Townes Van Zandt Live and Obscure, para lo que hay que ser muy hijodeputa o muy miserable, yo aún me siento mal por el libro de Stephen King que le robé al padre de un amigo, allá por la EGB, ahora mismo lo estoy viendo, Christine, la edición azul clarito de Plaza y Janes –por aquel entonces inencontrable–, y quiero pensar que sirvió para algo, que definió algo en el tiempo, que me hizo ser quién soy: el hijoputa miserable que está escribiendo esto; al menos Jeffrey Foucault no deja de firmar discos memorables…). El caso es que ya han pasado casi dieciséis años desde que publicase, junto a Peter Mulvey, su primer trabajo, allá por el año 2001, Miles from the Lightning, «baladas de un pueblo pequeño», en este caso Whitewater, Wisconsin (de donde también es, por cierto, el fotógrafo Edward S. Curtis), pero también podría ser mi pueblo o el tuyo… Con Salt As Wolves, título sacado del Acto III, Escena 3 del Otelo de Shakespeare, Foucault se marca un décimo álbum cargado de aires oscuros del Delta (Big Bill Broonzy, John Lee Hooker y un chorrito de Jessie Mae Hemphill). Pero también incluye un par de baladas country, su especialidad, y un «Left This Town» que, en palabras del propio Jeffrey suena a algo que podrían haber perpetrado perfectamente los Rolling Stones de haber vivido en Iowa. También afirma con rotundidad que es el primer disco en el que ha logrado transmitir todo lo que hace y todo lo que escucha (no en vano, estrena su propio sello independiente). Una colección de canciones perfectas para dar un concierto en un bar vacío (sin ni siquiera un triste camarero, el camarero eres probablemente tú mismo). Canciones epistolares de, como él mismo dice, «carreteras pequeñas». Grabadas en apenas tres días en mitad de un paraje boscoso y desolado de Minnesota. Canciones gastadas que, como alguien ha dicho muy certeramente por ahí, son como tus botas favoritas, llenas de barro y polvo del camino, erosionadas por años de abuso y andanzas por carreteras interminables. Tremendo.

BJ BARHAM

Rockingham
(At The Helm Records, 2016)

Hace tiempo que no hablo de él. Puede parecer que se ha ido, pero no. Sigue haciendo su trabajo en la sombra. Mi amigo el entendido. A veces me pregunto qué demonios haremos cuando él no esté. Tremenda depresión. No nos quedará otra que volver a fatigar las páginas de la revista No Depression en busca de pistas, migajas y jeringuillas usadas. Y echarle tremendamente de menos. Porque conocía nuestra alma, y nuestras debilidades. Y sabía sanarlas, como las «Sisters of Mercy» de aquella eterna canción de Leonard Cohen: «Y me trajeron su consuelo, y luego me dieron esta canción»… El caso es que en la tercera entrada de este Blog, allá por mayo del 2015, en la reseña del último álbum de los American Aquarium (Wolves), aparte de hablar de mi queridísimo «dealer», apunté su vaticinio. Cito textual: «Dice “el entendido” que el siguiente paso lógico solo puede ser la disolución de la banda y el comienzo de la carrera en solitario de su líder, BJ Barham». Pues bien, me quito el sombrero. La banda no se ha disuelto (es más, en breve publicarán un cd/dvd de un concierto que demuestra el buen estado de salud de la banda, por ahí dicen que su directo es conmovedor, y yo me lo creo), pero, en efecto, BJ Barham, líder del grupo, acaba de sacar su primer disco en solitario. Como muy bien dijo «el entendido», se veía venir. Y menudo disco. Desgarrador. Los pelos como escarpias. Todo surge en noviembre, en Bélgica, durante un concierto de los American Aquarium, la noche del ataque terrorista en París, en el concierto de los Eagles of Death Metal. Un par de días más tarde, BJ Barham tenía compuestas estas ocho canciones. Canciones sobre el hogar y sobre el «sueño americano» roto. Carreteras que conducen a ninguna parte. El cinismo oscuro que se genera en las ciudades pequeñas. La desesperación. La necesidad de evasión. La imposibilidad de evasión. La violencia… Y como broche final, dos versiones totalmente despojadas, como puñetazos en la tripa, del colosal álbum de American Aquarium del 2012, Small Town Hymns. Todo muy acústico, desenchufado, de arma blanca. Por ahí he oído algo que me encanta: este álbum hace que John Moreland suene a Sonny and Cher. Ahí lo dejo. Juzguen ustedes mismos.